Viento Del Norte

   EMBED

Share

Preview only show first 6 pages with water mark for full document please download

Transcript

Viento del Norte nos traslada a la Galicia rural, donde vive Álvaro, un veterano aristócrata de gustos intelectuales que no entiende las estrictas divisiones jerárquicas que se dan en la sociedad de su tierra. Es atendido por la vieja Ermitas y ha acogido en su casa a Marcela, una muchacha a la que la gente desprecia por ser fruto de una relación extramatrimonial. Con el tiempo, Álvaro se enamora de la joven y, a pesar de que ésta no le corresponde, se casa con ella. Se inicia así una relación desigual pero no por la manida diferencia de clase sino precisamente —y éste es un acierto de Quiroga— por la falta de correspondencia de Marcela, que sitúa al veterano aristócrata en una posición de inferioridad. Además, nuevos acontecimientos darán un inesperado giro a la trama. Se trata, en suma, de una novela muy estimable en la que brilla la prosa lírica de la autora, hoy injustamente poco recordada. Se hizo una versión cinematográfica de esta novela, dirigida por Antonio Momplet. Elena Quiroga Viento del Norte ePub r1.0 Artifex 20.04.14 Título original: Viento del Norte Elena Quiroga, 1951 Diseño de cubierta: Destino Editor digital: Artifex a partir de un pdf de Koriel ePub base r1.1 A mi marido Prólogo Lourdes Ortiz A veces, demasiadas, nos dejamos llevar por los críticos, las modas, los empeños editoriales y nos perdemos obras que deberíamos haber leído y amado en su momento. Leer ahora, con medio siglo de distancia, esta hermosa novela de Elena Quiroga —pecado personal, ignorancia que no se justifica — es un descubrimiento tardío pero no por ello menos gozoso. Probablemente el tiempo añade a la novela —y a mi propia experiencia como lectora— cualidades y matices que tal vez entonces, en esa posguerra de tomas de partidos y descréditos a priori, no hubiera podido atrapar. Mi generación, los niños del cincuenta, año en que Viento del Norte fue galardonada con el premio Nadal, creció mirando hacia fuera; hacia la gran literatura universal o hacia esa literatura vigorosa que nos llegaba del otro lado del Atlántico. Desconfiábamos de todo aquello que de algún modo relacionábamos con la España oscura, censora y timorata, en la que nos había tocado crecer. Pero la buena literatura tiene el poder de la pervivencia y se nos abre como una alcancía, un cántaro al final del arco iris para ofrecernos sus tesoros. Viento del Norte es una novela sorprendente, sobre todo por el momento en que fue escrita y por la riqueza léxica y coloquial que encierra. Novela del pazo, novela rural. Denominaciones que utilizan los estudiosos pero que se quedan cortas y que, tal vez, han contribuido a que la autora quedara relegada a un tipo de novela regionalista o de género, cuando de algún modo, al enfrentarnos al texto, descubrimos en él esa riqueza de imágenes, de lenguaje, esa libertad de escritura, ese mestizaje que tanto nos fascinó en la literatura latinoamericana y en ese padre de los grandes escritores gallegos, en ese anarquista del lenguaje que fue don Ramón del Valle-Inclán. Escritura donde se mezclan con el castellano —ampliándolo y enriqueciéndolo— modismos, giros, frases enteras de una lengua gallega popular, llena de sabor y de gracia y, por aquel entonces, reprimida y silente. Pero de esa mezcla, de ese desparpajo, de esa libertad brota una sinfonía de imágenes y de ritmos, una ruptura del castellano apelmazado de muchos escritores de la época y un legado que a lo mejor se pierde, y es una lástima, cuando las dos lenguas se hacen autónomas y cada una bebe exclusivamente de su pasado. Lenguaje vivo, rápido, lleno de sugerencias; diálogos vertiginosos, precisos. Y un relato con esa carga de la leyenda, de las viejas tradiciones rurales, donde se mezcla, como en la mejor novela latinoamericana escrita en esos mismos años: la creencia popular, la fantasía y el sueño. Hay pasión por la palabra y amor en estas páginas. Amor y savia de la naturaleza, de lo cercano, de ese ámbito, que es un ámbito cerrado, ligado todavía al sentido narrativo de la gran novela del XIX, pero contado con una violencia soterrada, la violencia de la tragedia, tragedia rural, pero también el espacio de las grandes sagas familiares, de los temores, los miedos, los odios y los rencores que nos remiten a esos gigantescos personajes, turbulentos y terribles, acosados por sus miedos y sus deseos, sus envidias y sus rencores. El mundo de Faulkner, pero también el mundo de Cumbres borrascosas, porque algo hay en esa Marcela sin domar, en esa niña salvaje y tenebrosa, pero rebelde, de la fuerza incontenible de uno de los más feroces y magníficos personajes femeninos creados por la literatura, la Catalina Earnshaw, esa muchacha indómita y brutal que corre por los páramos y que curiosamente fue creada también por una joven novelista, una mujer, Emily Bronte, cuando sólo tenía veintiocho años. Hay un hálito poético en todo el relato. Un restañar de los sentidos y de las sensaciones que se va filtrando en cada página. No es una novela dócil o sensiblera, sino terca y vigorosa como son tercos y como tallados en madera, pero complejos, los personajes de ese mundo de familias de toda la vida, señoritos y criados; un mundo de formalismos y pasiones encontradas, de padres terribles y mujeres acobardadas por la rutina, el qué dirán y la costumbre. La naturaleza se filtra en las reacciones de esos personajes, atrapados y al mismo tiempo soberbios, altaneros. La violencia de ese mundo de hidalgos que de nuevo nos remite al Valle-Inclán de Águilas de blasón pero también de algún modo al ambiente cerrado, de pasiones encontradas, de locura y miedo del Lorca de La casa de Bernarda Alba. Elena Quiroga nos narra en Viento del Norte la historia truculenta de una pasión y una derrota. Y la cuenta con todos los matices, centrando su relato en ese Álvaro, al que nos describe con esa minuciosidad psicológica que sólo alcanzan los grandes novelistas. Un señor en sus tierras y un pobre hombre, víctima de una fiebre amorosa incontenible que le lleva a quebrantar las normas aceptadas en el pequeño ámbito rural, entronizando a aquella que de algún modo será también víctima de los recelos, la incomprensión y el miedo. Como en Romeo y Julieta y en todas las grandes tragedias amorosas, la pasión sólo lleva a la destrucción, el destino aparece marcando a los protagonistas y conduciéndoles hasta el drama final que acaba con la muerte. No hay salida. Pero en ese recorrido los personajes han ido creciendo, transfigurándose, sufriendo en su carne y en su sangre la torpeza que las limitaciones sociales, los hábitos y la cicatería imponen. Marcela está marcada desde el comienzo, cordero expiatorio por su nacimiento y se somete, descubriendo al final que tal vez en esa entrega de Álvaro, en esa veneración podía haber encontrado la calma y un lugar en ese mundo que la niega. Pero como en toda tragedia el descubrimiento llega tarde. No son personajes de una pieza sino contradictorios, vacilantes, airados y tiernos y en eso reside su grandeza. Elena Quiroga ha contado con valentía —curiosa en aquellos años de mujeres mojigatas y tímidas ante el vendaval rastrero y castrador del nacional catolicismo imperante— y acierto (ese acierto que sólo tienen los grandes narradores) la fuerza del deseo; un deseo casi animal, indómito, deseo que arrastra y trastoca el orden. Sus personajes masculinos son el contrapunto de esa Marcela desorientada y libre, como un potrillo sin domar, y no están condenados de antemano sino descritos con toda su fuerza, su debilidad y su torpeza o su generosidad. Hay mucha sabiduría, mucho haber mamado de las obras del pasado en esta novela, como esas criadas y criados que forman una especie de coro a la manera de la gran tragedia o esa Ermita, criada que cumple las funciones de nodriza, cerca siempre, vigilante, mitad Celestina, mitad madre. Voz del pueblo, cargada de razones, como el buen Sancho; voz que percibe y anuncia la tragedia, que es el contrapunto nunca callado de ese mundo ya caduco de señorones y blasones, encarcelados en sus propias reglas. Frente al Álvaro, señoritingo juerguista, donjuanesco y cínico de La Regenta, galán a la caza, o ese Quintanar, el marido abúlico y aburrido que tortura a Ana, el Álvaro de Viento del Norte está contemplado con ternura y cierto respeto que le rescata. Y es su amor el que le da ímpetu y fuerza, aunque todo lo demás le impida volar, ya que es hijo, a pesar de todo, de sus prejuicios y de las convenciones, frente a las cuales se rebela una y otra vez para volver a caer en su trampa. Y es que frente al mundo plomizo y polvoriento de Vetusta, la Sagreira aporta un viento huracanado, el viento de las meigas, el paisaje umbrío y fascinante de la Galicia inmemorial, de los riachuelos y las brumas sobre la ría en calma. El paisaje de los bosques y las leyendas, vivas en sus gentes, el rumor de las ánimas y las llamadas de ultratumba. Lo maravilloso en cada piedra del camino. El orvallo que se filtra en el corazón. La soledad y la vejez, el tiempo destruyendo frente a esa juventud que trae la vida y que aparece como tentación en la frescura insultante y natural de Marcela, la muchacha sin pulir que tiene la lozanía de los caballos salvajes. Y ese viento de la naturaleza da a la novela un carácter que la aleja de la tradición castellana y le da la soltura y el ímpetu de las novelas del otro lado del Atlántico. El brío de lo irracional demoliendo los salones, irrumpiendo como irrumpe y nos arrastra ese lenguaje mixto, lleno de colorido, irreverente con la norma académica, fluido y lleno de resonancias, musical y conciso al mismo tiempo. Para mí la lectura ha sido un hallazgo que espero compartan los lectores que a partir de este momento se adentren en sus páginas. Frente a una literatura muerta, tópica, sin destellos, la novela de Elena Quiroga es un regalo. Dramatis personae Personajes principales: Marcela: Hija ilegítima de una criada. Vive en la casa señorial de La Sagreira y ha sido criado por la vieja sirvienta Ermitas. Es fiera, independiente y tímida. Se casa con Álvaro y tiene un hijo, Alvariño. Álvaro: El amo de La Sagreira. Es compasivo y bueno. Tiene aproximadamente 30 años al empezar la novela. Se enamora de Marcela y se casa con ella. Escribe un libro a lo largo de su vida sobre la historia del Camino de Santiago; lo considera su gran obra. Ermitas: La vieja ama de llaves en La Sagreira que cría a Marcela. Ha servido a Álvaro desde su niñez y sirvió a sus padres también. Ella defiende a Marcela de las otras criadas y la deja crecer «como un animal». La Matuxa: La madre de Marcela. Después de dar luz a su hija en el granjero de La Sagreira, ella huye y nadie de la finca la vuelve a ver. Vienen rumores más tarde de que se ha muerto. Juan: Hombre que cuida los animales de La Sagreira. Estaba enamorada de Matuxa y odia a Marcela por su desconocido padre. Siempre la trata mal y les dice a las mozas del pazo que Marcela es bruja. Rosalía, Dolores, y Herminia: Las criadas que trabajan en La Sagreira. Temen a Marcela porque creen que es bruja y como Juan la tratan mal. Don Enrique y doña Lucía: Los tíos de Álvaro. Como sus padres ya murieron, éstos son su familia íntima. Don Enrique es alto, mujeriego y severo; doña Lucía es paciente y dócil aunque también lucha por lo que quiere. Viven cerca de La Sagreira en otro pazo llamado Cora. Tienen dos hijos y cinco hijas y cultivan eucaliptos. Jorge y Miguel: Los primos de Álvaro (hijos de don Enrique y doña Lucía). Jorge ama la tierra de sus padres y es soltero. Miguel prefiere salir de Cora y tiene una novia, la Saruca, con quien tiene relaciones pero no se atreve casarse sin la aprobación de sus padres. Dorila: La hija mayor de don Enrique y doña Lucía. Ella se casa con un indiano y se muda a Cuba. Tula: La segunda hija de don Enrique y doña Lucía que se enferma. Álvaro pasa todas las tardes con ella durante su invalidez porque ella es la única persona que entiende su amor hacia los libros. Después de dos o tres años de estar enferma, se muere. Ángela y Manuela: Hijas gemelas de don Enrique y doña Lucía. Se hacen monjas. Lucía: La hija menor de don Enrique y doña Lucía. Llega a ser buena amiga de Marcela. Se enferma poco después de Tula y tiene que alejarse hasta mejorarse. Luego se casa con Joaquín, el joven médico. Alvariño: El hijo de Marcela y Álvaro. La hermana Josefa: Monja que tiene la enseñanza de Marcela cuando está en el convento. Ayuda a Marcela a aguantar los dos años que pasa lejos de La Sagreira. Don Francisco, don Mariano, y don Antonio: El juez, el médico y el cura. Después del accidente de Álvaro pasan todas las tardes con él en La Sagreira. Don Francisco se enamora de Marcela. Personajes secundarios: Daniel y Pablo: Criados en La Sagreira. Daniel es el hijo de Pablo y tiene más o menos la misma edad que Marcela. Joaquín: El joven médico con quién se casa Lucía. Margarida: Caseros de don Enrique y doña Lucía que vive en Las Puentes. Marcela la conoce cuando llega allí con Lucía. Margarida tiene cinco hijos. Don Luis: El médico en Las Puentes. Yago: Viejo misterioso que es amigo de Ermitas. Tenía una hija llamada Marcela que se le murió. Es por su hija que Ermitas le pone el nombre de Marcela a la hija de la Matuxa. La Merla: Vieja del pueblo que tiene fama de bruja. Gabriela: La ama de llaves de Cora. Andrés: Conductor del único automóvil que existe en la región. Álvaro y los de Cora aprovechan a menudo de su servicio. La Rula: La vieja curandera del pueblo. PRIMERA PARTE I LADRABAN LOS PERROS. Primero fue el mastín, bronco y pausado, quien lanzó el alerta. Después, fueron uniéndose a su desgarrado ulular los cortos y rabiosos chillidos de los perros de caza. ¡Condenados! Algún pobre que llamaba a la puerta, o quizá otro perro que pasaba por la corredoira, al otro lado de la tapia. El año anterior ladraron lo mismo cuando ventearon la vaca muerta; desde entonces colgáronles a todas el unicornio contra los maleficios del aojo. ¿Y ahora, qué sucedía? —Ermitas —llamó Álvaro. Apagaban su voz los furiosos ladridos. «Pistolas», a sus pies, enderezó las puntiagudas orejas negras. Ladeando la fina cabeza, tendió el hocico. —¡Quieto!, ¡«Pistolas»! ¡«Pistolas»! … Ya estaba fuera de su alcance. Escuchaba la rápida carrera del perdiguero, pasillo adelante, respondiendo a los otros ladridos con el suyo. —¡Er-mi-tas! —volvió a llamar. Dejó la pluma sobre la escribanía. Se levantó. Según iba acercándose a la solana llegaban a él voces airadas, violentas. Parecía que se hubiera congregado a la entrada todo el personal de la finca. No lo comprendía: a estas horas, mozas y mozos deberían estar trabajando en la era y no gritando allí, en la parte de atrás, frente al camino viejo. Álvaro se acodó en la barandilla de la solana. Cuando por fas, cuando por nefas, siempre andaban armando revuelo aquellas gentes. ¡Menudo alboroto! Frente a las cuadras, a la izquierda de la casa, se agitaban las mujeres, desmelenadas e iracundas. En los establos de las vacas se apretaban, enracimándose, a la puerta. ¡Malditas vacas! Sonrió, socarrón; a ver ahora de qué les había servido el unicornio. Y que les bastaba a las mujeres cualquier cosa para poner el grito en el cielo y alborotar, pareciendo talmente como si se viniese el pazo abajo. Y los hombres, claro, siempre a la que salta, aprovechaban cualquier revuelo para fingir que las empujaban, tanteándolas. No engañaban a nadie, que buenas andaban ellas para que las burlasen. Pero se hacían las sorprendidas, y protestaban con palabrotas que dejaban chicos a los hombres, cuando soltaban la lengua. —Quietas las manos, puerco — clamaba una moza, rubia y ancha como una vaca normanda. —Pos déjame que asome la cabeciña. —No tienes que hacer aquí. —Tengo… Tengo —contestaba el mozo, riendo. Y para rubricar sus palabras, atizó un soberano y ávido azote en las robustas ancas de la hembra. Tal no hiciera; volvióse ella encrespada, y le largó un sonoro bofetón. Al volverse divisó al amo apoyado en la barandilla de la solana. —El amo —avisó, atragantada, componiéndose las faldas. —El amo —repitiéronse unas a otras. Hubo un silencio total, más profundo en contraste con el escándalo anterior. —¿Qué alborotáis aquí? ¿Cómo no estáis en la era? Se daban con el codo. —¿Dónde está Ermitas? Una de las mozas metió la cabeza dentro del establo, gritando: —¡Que te llama el señor! Salió Ermitas corriendo, y se acercó a la solana: —¡Ay, señorito! ¡Ay, María Santísima! Subía, renqueando, las escalerillas. —Le es la Matuxa, la muy guarra… Manoteaba, olvidando su respeto al señor, pero es que a veces le parecía que seguía siendo niño, el niño que ella quiso y acunara. Y ahora no estaba para distingos. —Sabíalo yo, y díjelo siempre, que acabaría mal. El grupo iba disgregándose ante la mirada impaciente del amo. Comentaban por lo bajo, excitadamente, y Álvaro sabía que, en cuanto llegasen al granero, empezarían de nuevo los gritos y los empujones. Sólo quedaban unas viejas, que salían y entraban del establo, haciendo misteriosas señas a Ermitas. Metieron dentro un gran barreño de agua. —¿Qué hacen ahí? ¿A qué viene todo esto, Ermitas? —Gustábale mucho ir de ruada, y a la vuelta… Ermitas se había empeñado en contar las cosas a su modo. Álvaro pensó que debía armarse de paciencia si quería enterarse de algo. —Brincábale la tapia, pensándose que nos emboucaba. Buenos galanes tuviera, que dejábanla llegar con los pies llenos de sangre y arrebuñadas las pantorrillas por los tojos. Decía que venía del baile, pero el Juan, que le anda a la querencia, por poco la desloma un día, que los hombres no tienen la lengua quieta, y… —Al grano, Ermitas, que eso no me importa. ¿Qué le ha pasado ahora? —¿Y qué iba de pasarle? ¿Pues no lo estoy diciendo?… Bien clariño está. Le miraba asombrada. —Encerróse allí para parir. ¡La muy lurpia!… Nadie nos diéramos cuenta. No le sé cómo hizo. Palpitaba de rencor. Álvaro pensó que, de saberlo, la buena Ermitas la hubiera protegido. —Pescóla el Juan ahogando a la criatura. Primero, no comprendió. Luego púsose a gritar que parecía mismamente que le sangraban. Para allá fuimos todos. Álvaro bajaba despacio las escaleras, y se detuvo a la entrada del establo. —¿Puedo entrar? —preguntó a una de las viejas. —Puede, señor, que terminara ya. Se echó atrás, tan fuerte fue la tufarada que le alcanzó. Hierba, abono, sudor animal, se mezclaban ahora con un olor acre y dulzón. Rebullían las vacas, nerviosas, volviendo los babosos morros hacia el fondo. Mugían. —Quieta, «Pastora». Álvaro acarició los rubios lomos. Avanzó luego por el pasillo estrecho. —El amo —susurraron las mujeres que se agrupaban en el fondo, en pie unas, y sentadas otras sobre la paja. A la izquierda, sobre un haz esparcido de heno seco, distinguió Álvaro un informe montón de ropas sucias y revueltas. Allí estaba la muchacha cubierta por una manta que le echaron sus compañeras, descansando. Pero, ¿era descanso lo que traslucía el rostro acosado? Él había visto, alguna vez, expresión parecida: cuando topaba, por los caminos, con algún maleante huido, o aquella vez que viera, monte arriba, un rapaz corriendo, perseguido por las lavanderas a quienes en un descuido robó la ropa que tenían junto a la fuente. Se apartó para dejar que una de las sirvientes fregase e] suelo. —Mire, señorito Álvaro —dijo Ermitas—. Mire a la criatura. Eran más bellos los animales recién nacidos que aquel lechoncillo humano, rojizo el cuerpo y lleno de manchitas, con la cabeza y párpados desprovistos de pelo, y la nariz aplastada. Ermitas, misteriosa, le señaló la garganta escuálida; una mancha morada la ceñía. —Quiso estrangularla… —Es nena —observó con risita maliciosa una de las presentes. Y envolvió a la recién nacida en un pañolón limpio, de los que usaban para las faenas del campo. Volvióse Álvaro con curiosidad y compasión hacia la rapaza. Se hizo atrás. Bajo la maraña de pelo rojo, caído hasta los ojos, le miraba bestial y maligna. Parecía muy joven, con el rostro embrutecido, abultados los labios, colgante y vuelto el inferior, como un rodillo. En rápida ojeada observó el cuello corto y vigoroso, la mirada huidiza y servil. —¡Que no escarmentará! —se lamentaba Ermitas—. Porque fuerte es, y trabajadora; puede sola con más sacas a la cabeza que dos homes por junto. La Matuxa callaba. Aprovechábanse de ello las mujeres, abrumándola a consejos. Álvaro se forzó a hablar. —Bueno, ahora, cuando estés repuesta, a continuar trabajando como antes. Y no temas por la chica, mujer; se alimentará de lo que haya en la casa, y cuando crezca la enseñáis el trabajo. —¿Veislo, Matuxa? ¿Oyes lo que te dice el señor? —insistía Ermitas. Álvaro se marchó. Tuvo que inclinarse al pasar bajo el dintel de la puerta, tan baja era. Se detuvo un momento, y con las piernas separadas, aspiró hondamente el aire limpio, dirigiéndose hacia la antigua y rústica capilla que frente a él se alzaba, al otro lado del prado. Salvábase el desnivel existente entre la tierra empedrada y el prado por tres escalones, practicados en la misma tierra. Álvaro los subió. Después metió la mano en uno de los macizos de hortensias que flanqueaban la iglesia. Rebuscando, sacó una herrumbrosa llave enorme, que introdujo en la puerta, verdosa de humedad. De pie, cruzadas sus manos a la espalda, detuvo la pensativa mirada en San Miguel. Presidía el Arcángel aquel altar pequeño, blandiendo una espada desproporcionada. Álvaro había sonreído muchas veces contemplando los colorines tiernos —rosa y azul— de tan ingenua talla. Tenía el santo pintados los carrillos, una extraña melena, obscura y larga, casi femenina, formándole tupé sobre la frente, y cruzando el pecho una banda escocesa. A sus pies, a los lados del dragón, con su roja lengua pendiente, los escudos de la casa. Pinos y dragantes, lobos y roeles, y la florlisada cruz cargada de veneras. Ribadeneiras, Castros, Osorios, Andrades y Caamaños, dejaron sus cuarteles como quien entrega su sangre. Pasaron, y el pazo seguía viviendo. Pero llegar a ser representados por la recia nobleza de sus nombres era gritar desde la piedra que allí se habían aposentado, que entre aquellas paredes se habían movido y muerto, era una forma de sobrevivir. Los mismos escudos se repetían sobre la fachada principal de la casa, encima del balcón. Para los aldeanos aquello era un adorno; ellos no los tenían, porque en casa del pobre el lujo sobra. Para Álvaro eran como la tumba de su padre, y el cuadro antiguo del abuelo, y como las medallas que guardaban de la guerra de Cuba, o aquella miniatura de su bisabuela, sucios los diamantes, y terne el brillo de los esmaltes, que fue encontrada en el cuerpo abrasado de su marido, la noche que se presentaron los franceses. La capilla le recordaba a su madre. No sabía por qué, ya que muriera siendo él muy niño. Ermitas, que le sirvió de niñera, le contaba siempre: —En vida de la señora tocaba todas las tardes la campana. Reuníanse todos a rezar el Rosario. Daba pena verla, tan blanca… No era Álvaro gazmoño, ni exageradamente devoto, o amigo de ceremonias religiosas; sincero en su fe, conservaba, en relación con la Iglesia, la misma respetuosa distancia que sus gentes hacia él. Pero en el suelo de la capillita, las losas rezaban nombres y fechas escritos. Cada piedra uno, y a veces, dos. Castro, Ribadeneira, Andrade… De cuando en cuando, esparciendo dulzura, los nombres de mujer: Ermelinda, Paula, María Manuela. Álvaro les colocaba los rostros que viera en el viejo álbum familiar, y se le antojaba que yacían ellas con sus tirabuzones y sus echarpes, con medallones y cofietas de encaje, y ellos con casacas y chalecos brochados, con charreteras y cruces, alguno con su blanca capa de Caballero. Al salir Álvaro de la capilla miró nuevamente hacia el establo. Estaba en calma. A su derecha, encuadrándose en el grueso muro de piedra, se veía el portalón de entrada, macizo y con pesada tranca de hierro. Desde allí la tierra bajaba en suave declive, empedrada con cantos rodados, enfangados de la suciedad que arrastraban. Morían al pie de las escalerillas que conducían a la solana. A la izquierda de la casa se alineaban las toscas viviendas de los caseros, las cochiqueras y los establos. En nada se distinguían entre sí, construidos con pardusca piedra, tejados con grandes planchas de pizarra, pletóricos, unas y otros, del heno que se escapaba por las medias puertas. Las puertas aquellas a la mitad se abrían, dándoles cierta aspecto de púlpito o tribuna. El suelo de estas casuchas era de piedra y tierra, aunque el abono caído, el excremento de los animales, el barro que se formaba entre tierra y humedad, a veces no permitieran suponerlo. Bien mirado, resultaban más limpios y cuidados los establos, con la olorosa paja renovada, y las blandas camas de hoja seca cubriendo el suelo. Una vez al día, cuando estaban fuera los animales, procedían a la limpieza. Soltaban cubos de agua por los pasillitos. El agua corriendo por el centro, formaba regatos, que venían a estancarse en la entrada. Álvaro subió la escalera, dirigiéndose hacia su despacho. Allí le esperaban, abiertos sobre la mesa, cuadernos y hojas cubiertos de apuntes. Cogiendo la pluma, paseó la distraída mirada por un libro —viejo libro de pergamino, verdosas ya sus páginas— que tenía delante. Tiempo atrás emprendiera un detenido estudio sobre la antigua historia de Galicia, llevándole este trabajo a derivar su investigación hacia las rutas que, en un tiempo, siguieron los peregrinos que iban a Santiago de Compostela. Trabajaba despacio, compulsando datos. El camino le enardecía: era algo misterioso, y bronco, como la tierra que sorteaba. A ratos parecía una epopeya, cuando hablaba de emperadores, reyes y santos, riñendo duras batallas para llegar al Sepulcro. Otros, un romance, con sus graciosas canciones de gesta, y los fabulosos milagros que relataba el Códice Calixtino, o el valeroso y caritativo Rodrigo de Vivar. Cuando, Álvaro sonreía reconociendo la eterna picaresca española, en aquellos que se aprovechaban de los romeros, o que se fingían tales para hallar comida y techo. A veces, leyendo, semejábale que marchaba también por una vía, por él encontrada, que conducía al Sepulcro. ¡Cuánta lírica perdida por los senderos, en los campos, en cuanto fue posada en aquellos tiempos! Había que recogerla. Y emprendió la tarea, despacio, sin apremios. Sus fincas no le ocupaban mucho; llevaba su administración descuidadamente. No teniendo hijos para él sobraba. Reprochábanle sus propios criados su apatía y su excesiva bondad, que adolecía de ambas cosas. Siempre que en algún disgusto le tomaban como mediador —y esto era continuo—, Álvaro procuraba suavizar asperezas y favorecer a ambas partes, con lo cual unos y otros se marchaban, sacudiendo la cabeza: «Te es un bendito.» No era un bendito Álvaro; era un hombre de bien a quien el íntimo y continuo contacto con la tierra, y los árboles, y la umbría paz de los ríos habíale revestido el alma de secreta fuerza, y un pensar siempre dilatado, no concediendo valor más que a los actos trascendentales de la vida: el nacer y el morir. El resto lo contemplaba, tranquilo y meditabundo, lo mismo que contemplaba desde lo alto de La Sagreira la ría, mansa como un lago, en los atardeceres otoñales; la misma ría que un leve soplo del viento rizaba, y que el huracán levantaba en removidas olas, negras como la tinta, para volver a su anterior quietud. Para él, la ría era un espejo de la vida. La miraba, y como si el agua aquella entrara por sus venas, cogía la pluma, y con tinta del alma iba escribiendo la historia de las rutas jacobeas. Álvaro amaba a su tierra. Siempre que la abandonó, en cortos viajes, generalmente a viejos archivos nacionales, al retorno le jadeaba el alma con el ávido anhelo de llegar pronto. Según entraba, Ermitas se afanaba alrededor de él: —¡Y qué mala cara me trae! No es el mismo que fue… ¡A saber las comidas que le habrán dado! Nosé qué va a buscar; hasta que un día enferme… Rezongaba la vieja. Álvaro, a grandes zancadas, se dirigía a su despacho, situado en la parte anterior de la casa, sobre el pueblo, y acercándose a la ventana abierta saludaba enternecido a su ría, sus montes y sus árboles, alzando luego la vista agradecida hasta la apelada. A sus pies, la antigua iglesia de los dominicos rompiendo el aire con su esbelta torre, vigía de la ría. A la derecha, sobre el castro, los restos de un molino, que fue un día torre redonda de un castillo, y con cuyas piedras los aldeanos que vivían en sus laderas fueron construyéndose sus casas. Frente a él, las pequeñas lomas, frondosas de arbolado, y cual gigante abrupto, la montaña de la Capelada, dominadora. Decían que en la cúspide —lo contaba algún paisano viejo— florecía exuberante vegetación, como en las faldas, y que entre los descarnados, rocosos picos se daban bosques de avellanos y tojos, donde se apacentaban ganados salvajes. Álvaro sólo sabía de algún jabalí, allí cazado, cuya cabeza disecada, al aire los colmillos en eterna risa, decoraba la campana de la chimenea, en el vestíbulo. Oyó decir que en un tiempo hubo caza mayor, varia y abundante. Álvaro, desde lejos, pedía a la montaña su secreto. Cuando subía por las corredoiras a caballo, camino de su pazo, iba atento al sonido de cascos sobre las decantadas piedras. Si llovía, hundíase el caballo, trabajosamente, en el fango, sonriendo Álvaro ante aquel contacto con la realidad familiar. Desde lejos ya, algo hundida en la senda, divisaba la puerta de su pazo, contornada de piedra, y en ella Ermitas, oteándole ansiosa, y el Juan, para ayudarle a bajar del caballo. Se asomaban cabezas. Risueños, se acercaban a saludar al amo. —¿Qué tal el viaje, señor? —Bien. Muy bien. Contento de haber vuelto. —También nosotros, ¿sabe el señor? —solía decir Pablo, el más viejo de sus caseros—, hacíamosle a faltar. Que no marchan las cosas lo mismo cuando el señor está. Las mozas se empujaban en el vestíbulo por verle. Y Ermitas, consciente de su importancia, iba tras él, recogiendo paquetes y ropa, según Álvaro se lo entregaba. «Pistolas» brincaba en torno suyo. No atendía a las risas sofocadas de las mozas: —¡Y qué guapo viene! Sabía bien cuántas complicaciones podían surgir de tratos suyos con aquellas mujeres. Además, en contraste con su rústica y solitaria vida, ajena a lujos, sólo se permitía éste: buscaba refinamiento en la mujer, y le placían bellas y cuidadas, frágiles y tersísimas, como las camelias rosas y blancas que florecían en invierno. Nunca tuvo una aventura seria; sí amoríos, que le dejaban paz en el cuerpo y amargor de alma. Las mujeres se aburrían con él, porque era calmoso en el decir y a veces se le iba el pensamiento, perdido en las mil digresiones de su mente. A espaldas suyas reían de su mirada de miope, de su falta de cortesanas formas, de sus sólidas ropas, de paños buenos y factura mala. Se burlaban, sin confesarse que le respetaban; era lo que ellas nunca serían, ni los otros hombres que conocieron tampoco. Secretamente lamentaban su total indiferencia, no disimulada, y escudábanse con sus risas contra el sentir que un hombre así podría despertarles, y ¡es tan incómodo sentir! … Él las tomaba como el sediento el agua; ahíto, apartaba la copa. Pero exigía que esta copa fuera fina, al tacto, suave, y a la vista, bella. De haber sabido que se burlaban de él, hubiera alzado los hombros, comprensivo. Hasta muy tarde estuvo leyendo Álvaro, inclinado sobre el viejo libro. Luego se acostó. Despertáronle vivas llamadas a la puerta. Había tenido un sueño agitado, inquieto, y en un principio creyó que continuaba con la pesadilla. —Señor… ¡Señor! —la voz de Ermitas le llegaba, gimiente. —¿Qué sucede? Roja de indignación, Ermitas mascullaba, trabucándose: —Mala pécora… Loba… Álvaro se incorporó. Por la ventana abierta —siempre dormía así, respirando el fragante olor de los pinos y laureles— se asomaba el alba. —¿Qué ha pasado, mujer? —La Matuxa, señor. Fuése. Tempranito. Porque me pellizcaba aquí —y señalaba con sarmentoso dedo el liso pecho— una pena por la rapaciña, pensé de ir a verla. Oí mugir la vaca, y los canes que ladraban. Pensé: «Algo ha pasado, Ermitas.» Metíme las sayas, y bajé corriendo. Al pronto no vi sino que la Matuxa se fugó. Debíale ir desparrangada, la bribona, que arrastró las pajas hasta la puerta, mismamente. Pensábame encontrar muerta a la cría, pero ¡bendita sea la Santiña! no la tocó… Dormía arrebujada en el mantón, al calorcito de las vacas. Así que la cogí, se despertó, y lloraba. Ermitas lloriqueaba también. Álvaro, perplejo, la miraba con ternura. Llevaba la mujer una camiseta de lana blanca, sobre la que echara las sayas, apresuradamente, y con su canosa cabeza arrugada, temblorosa, esperaba algo de él. —¿Y qué puedo hacer yo? —Puede, señor. Haile que ir en busca de la Matuxa, que le va enferma, o poco le falta. Y luego, la rapaza… —La rapaza, ¿qué? —¿Qué hago con ella? Padre no le tiene, y la madre… ¡mala centella! —Mujer, no vamos a dejarla tirada en el camino. Ocuparos de ella. La vieja sonrió. II FUÉ INÚTIL buscar a la Matuxa; se la tragó la tierra. Salió el Juan a caballo con otro de los mozos, y cada uno en un sentido, recorrieron todos los alrededores, buscándola en los más recónditos lugares. Ni rastro de ella. El viejo Yago, un mísero que subía al monte a recoger los tojos y ramas viejas, vendidas luego en el pueblo para sacar que llevarse a la boca, llamó una tarde a la puerta de La Sagreira. Preguntó por Ermitas. Largo rato, sentados al calor de la lareira, hablaron bisbiseando, cerca las dos caras, arreboladas por el fuego y la conversación. La barba de Yago, enmarañada y amarillenta de mugre, descendía sobre una zamarra, que fue en tiempos manta que en el pazo le dieron. A menudo pasaba por allí y le servían un buen plato caliente de papas o de caldo. En su vida, solitaria y montaraz, había visto muchas cosas y conocido otras; encorvado por la costumbre de llevar los haces a la espalda, aún sin ellos parecía doblado bajo el peso. Tras las hirsutas y grasientas cejas, los ojillos irónicos brillaban, si caber ironía pudiera en tan mísero ser. Oía hablar a todos, y callaba, meneando la cabeza, con una larga risa silenciosa sacudiéndole el cuerpo. Al reírse, abría la macilenta boca y mostraba las encías descarnadas, con dos dientes verdosos. Sus ojillos, cansados y sagaces, vieron muchas cosas en su diario peregrinar al monte; él sabía de amores montaraces y escondidos a todos, allá entre los matorrales, y para que no desconfiaran de él, si tropezaba con las parejas buscadoras de soledad, hundía más la espalda bajo el haz de tojos, y miraba hacia la tierra: mas una leve risa, burlona y comprensiva, bailaba en la comisura de tan reseca boca. Luego, cuando en el pueblo se cruzaba con los que arriba viera, o, a veces, con la mujer o el marido de aquellos amorosos, reía silenciosamente, y ahí terminaba todo su comentario. Hubiese explotado la información si malo fuera o ambicioso, pero como vivía de las leñas vendidas, y cuando el hambre acuciaba le recogían en La Sagreira, no deseaba más que errar y errar por el monte, cuyas corredoiras y espesas malezas no tenían secretos para él. Tan familiar como el centenario castaño, frente al pazo, era la figura encorvada de Yago, en cualquier crucero del camino. Tenía apego a Ermitas, que conocía bienhechora con cuantos la necesitaban, representando al amo. ¡El amo!… Este sí que era bueno. Sólo por él descalzaba Yago la hirsuta cabeza de aquella boina mugrienta que la cubría. «Buenos días, Yago», decía la voz pausada del señorito Álvaro, y él: «La Santa le bendiga», contestaba. Heredó viejas prendas del señor, y sobre todo zapatos, que muchos gastaba en sus andanzas. Nunca hizo daño a nadie. Una vez, sólo una, se le encendió la sangre, porque vio caminar, ocultándose como para hacer mal, a una pareja, en el anochecer; ella, una criatura, en alpargatas, con dos trenzas saltándole a la espalda, feúcha, pero con gracia de temprana flor: le recordó a su hija, una hija que él tuviera de madre moza, y recogida luego. Las gentes aún recordaban la imagen saltarina de la rapaza brincando por los montes, ayudando al viejo padre en su faena. Entonces, cuando iba Yago con ella, se enderezaba cuanto podía, y se aseaba más. Buscaba los caminos fáciles, huyendo de las zarzas que pudieran dañar a la chiquilla, de las obscuridades espinosas donde podía ver lo que no debía ser visto, y, al regreso, se detenían a veces en La Sagreira, donde siempre había una taza de caldo para el pobre. Ermitas le regalaba jubones viejos que arreglaba para la niña, y el amo, a veces, al bajar distraído del caballo, apoyaba su mano bondadosa sobre la cabeza de su hija. El viejo no podía olvidarlo: él esperaba que, el día de mañana, su rapaza entrase al servicio de la casa. Pero hay víboras en todos los caminos; y vino un día en que la niña le inventaba excusas para no acompañarle, y él creyó, pobre viejo, que quería quedarse con las otras en torno de la fuente, donde las mujeres lavaban. «Es natural», pensó, y subió solo las laderas del monte. Al bajarlas, una noche de aquellas, por acortar camino, metióse allí donde más espesa era la arboleda, y oyó cerca de él un jadear humano. Tuvo un sobresalto. Acertó: allí estaba la niña, con un hombre… Con los tojos, tal como los llevaba, lanzóse Yago sobre él, golpeándole ciego. La chiquilla escapó, y él le daba y le daba, hasta notar que el otro no se defendía. Habíale a los primeros golpes arañado los ojos y cegado; corría la sangre por la cara, contrahecha de dolor. Empujándole con el pie, como a un perro, abandonóle allí, y bajó hasta la mísera choza que habitaba. La hija se pegaba contra la pared, medrosa. Él llegó hablando solo. Vió que ella tiritaba. Nada dijo. Dejó en silencio los ensangrentados tojos sobre el suelo. «¿Lo mataste?», chilló, espantada. «Quererlo, quise», contestó el pobre padre. Ella se dejó caer sobre la hierba seca que le servía de cama. Entonces Yago, con ternura temblona, la arropó con su zamarra, velándole su sueño. Dormida ya, contemplaba aquellos miembros frágiles e infantiles, y un velo de odio desfiguró su cara. Vinieron a prenderle a las dos fechas, pues al truhán aún le hallaron con vida, y el viejo no se defendió, ni dijo nada que aclarara el suceso. Sólo pidió que no se lo pusieran delante. A los seis días de estar preso, cuchichearon a su puerta, y el carcelero dijo: «Anda; para tu casa.» —¿Estoy libre ya? —Sí, estás libre. Vino a hablar por ti el señor. —¿Y mi hija? —Parece que está mala… La hija se le murió. Y desde entonces el viejo Yago hacía sólo su camino al monte. Por eso también, el burlador que aquella noche viera con una criatura semejante a la suya, se quedó sobrecogido y espantado, ante la amenazadora imagen del viejo, erguido cuanto podía, y en la mano el hocino: —Si sigues con la chica te desuello. —Pero… —¡Corre, rapaza!… Hablaba Yago con Ermitas, y las dos viejas caras arrugadas, al resplandor del fuego tomaban tonos de aquelarre. Hablaban bajo, para que no oyeran los demás que entraban y salían, y Ermitas sacó un jarro de tinto y escanció a Yago, mientras cerca de ella, en un cajón de nogal, de oscura madera y sólido, rebullía una criatura. Habíale allí formado cuna Ermitas, y la niña movía de cuando en cuando sus manitas, o perneaba. Con compasión la contemplaban los dos viejos, moviendo la cabeza, y entonces la charla se hacía aún más baja, como un rezo. Cuando Yago se levantó para marchar, Ermitas secábase los ojos con un burdo pañolón de cuadros vivos que sacara de entre las sayas, y el encorvado viejo inclinóse sobre la improvisada cuna, mirando a la pequeña: —Y habrá que bautizarla —dijo Ermitas— ayer el cura, don Amonio, hablóme de ello, que lleva ya quince días en el mundo. —¿Qué nombre la pondréis? —Y cualquiera le servirá, pobriña. Si no tiene apellido, de nada ha de servirle el nombre, aunque por algo hay que llamarla. —La mía se llamaba Marcelina. Al resplandor del fuego la figura, ahora grave, de Yago, semejaba la de un hechicero inclinado hacia la criatura: —¡Qué fea es, la pobre! —Los niños no se sabe… Observaba Ermitas a Yago con supersticioso temor: había oído contar muchas veces que el viejo era brujo, que sabía de extrañas plantas, por el monte o en la isla de San Vicente, que curaban muchos males; contaban que, cuando había tormenta, subía más aprisa que nunca las laderas, y un rezagado que corriera, huyendo de los rayos, topóselo en un crucero, y se santiguó. Al día siguiente, contó en el pueblo que el viejo no estaba encorvado, que la barba brillaba blanquísima sobre su pecho, y que un extraño halo le rodeaba. «Parecía talmente nuestro Señor Santiago»… Desde entonces comenzaron a llamarle Yago, y con Yago quedó. —Déjate ya de mirar para la rapaza, home. Cuando Ermitas volvió de acompañarle hasta el portón de entrada, venía cabizbaja y pensativa. Así, según el viejo, la Matuxa se había refugiado en las cambroneras, con los gitanos, y cualquiera iba a sacarla de allí, si no querían ser recibidos a palos y pedradas. Era un mal bicho: no tenía remedio. Allí había ido a esconder sus vicios, o a entregarse a ellos. ¡Qué vida la esperaba! Ermitas meditó: si contaba a los demás lo que sabía —y cuántas ganas se le pasaban de comentar con todos la noticia— el Juan, por mucho que ahora soltaba una soez blasfemia cada vez que de Matuxa se hablaba, acabaría por tomar el camino de las cambroneras para tomarla o matarla, ¡vaya usted a saber!… Era capaz de hacer un crimen, Juan. ¿Y si no decía nada? Que Matuxa no quería ni oír mentar a la hija, claro estaba. ¿Y qué sacaban de saberlo? Un crimen, a lo mejor, y que el día de mañana la chiquilla… Ermitas, mirando a todos lados para que no la vieran y no rieran de ella, se acercó, lloriqueando, hasta el cajóncuna. Con sus sarmentosos dedos agarró a la manecita escuálida y rosada, y la alzó con ternura; reía cascadamente, con quebrada risa compasiva: —No, rapaciña, no. Te criará la vieja Ermitas, y te hará moza, y honrada y trabajadora. Y seré la tu madre. Lloraba a moco tendido la buena mujer, y cogió en sus brazos a la chiquilla. Acercóse con ella a la lareira, y con ella en sus brazos sentóse al calorcito. —Vaya, ¿va a darla el pecho? —oyó una risotada de las mozas. Humillada, miróse Ermitas el reseco busto, y luego pidió a la burlona: —Acércame la leche, anda, que está ahí bien fresca. Cuando, por la temblona voz, vieron las mozas que Ermitas había llorado, confusamente arrepentidas la rodearon, acariciando a la criatura, tiernas unas y bruscas las que más, pesarosas de haberse reído de la vieja. Ermitas era siempre tan buena con todos, ¡pobre Ermitas! Alguna recordó que también ella naciera en condiciones parecidas, si no en un establo, de madre moza, y aporreada luego por la vida. Herminia se puso en cuclillas junto a Ermitas, mirando hacia la niña. Tarareaba una canción. Contagiada, Dolores rompió a cantar. La tristona y nostálgica canción de la tierra subía, lenta y trágica. Mientras cantaba, medio adormecida, las otras la escuchaban. Perdidas las miradas soñadoras, oscuramente pensaban en los viejos padres, o en el marido que a América marchara en busca de oro, o en el amante o novio, y en la aldea que las viera nacer. Todas aquellas trabajadoras, ennoblecidas por el gesto dulce y manso de añoranza, dejábanse llevar por la canción, con sus tristísimas cadencias. Subía la voz en el aturuxo: fue un grito desgarrado de agudo dolor, de salvaje tristeza. Rosalía deshizo bruscamente la emoción: —Bien, ¿y la cena? Yo tengo hambre, que estamos ahí pasmadas. Rieron las demás, avergonzadas, y se acercaron a la mesa del fondo. Fueron llegando los mozos. Rosalía ponía platos también sobre la artesa, y cada uno acercaba su escabel. Oíanse sus voces, extraño concierto humano. A veces, el barullo armado era tal que Pablo o Ermitas debían intervenir poniendo orden. Aun flotaba en el aire la angustia del aturuxo. —¿Y es verdad que don Antonio va a la bautizar? —Es. Y llamaráse Marcelina. —¡Santa Comba, qué nombre! —¿Y por qué no la dicen Pastora? —¿Como a la vaca? También tú… —Por mucho que paroléis, pondránla Marcelina. Y Marcelina se llamó. Fueron padrinos Pablo y Ermitas, y allí quedó en el pazo, metida en su rústica cuna, cerca de la lareira. III LA a un vestíbulo rectangular. A su derecha abríase el pasillo de las dependencias, y la puerta del comedor. Al fondo, una vidriera de tres cuerpos, en cristal esmerilado, con dos iniciales grabadas: E. C. Habíala mandado colocar el padre de Álvaro, cuando su boda. Las dos letras, románticas, se enlazaban graciosamente, floreadas y esbeltas. A la izquierda, la chimenea apoyaba su grueso embudo sobre cuatro soportes de piedra, confiriéndole cierto aspecto de lar, más acentuado por el ventrudo y enorme pote de cobre, que campeaba en SOLANA DABA el centro, sobre unos leños negruzcos. Si el frío apretaba, y se encendía la chimenea, reemplazábase el pote por grandes brazadas de ramaje que ardía como la yesca, y que servía para prender los troncos. La chimenea se hallaba entre la escalera que conducía al piso alto y una habitación llamada comúnmente «la leonera». La puerta de esta habitación, generalmente cerrada, se abría sólo al levantarse la veda. La puerta abierta era como el sonido del cuerno, congregando para la caza. Y allí se reunían los hombres, para preparar sus equipos y limpiar las escopetas. Si las mujeres, molestas por sentirse al margen de aquel afán, querían terciar en el trabajo, las echaban con palabras destempladas: —Las mujeres no servís para esto. Era casi un rito. Álvaro mismo cuidaba personalmente de las suyas. No se fiaban de nadie, como si otras manos pudieran destemplarlas. Sobre la mesa, cuidadosos, las frotaban con una gamuza, introduciendo la baqueta para engrasarlas, los escobillones con sus púas de alambre, para limpiarlas bien. Las mujeres andaban esos días más erguidas, más provocantes, excitadas por el fuerte olor a bravío de la caza. Aspiraban hondo, al pasar ante la leonera, se hacían las remolonas, y ellos fingían ignorarlas, aunque, retirado el amo, comenzara la dispersión. A veces faltaban parejas a la cena, y los demás rezongaban. Por tácito acuerdo no se atrancaba la puerta del granero, y se oían, al pasar ante los establos, o si alguien se aventuraba por la fraga, sofocadas voces y risas. Como Ermitas cerraba la puerta a las doce, no queriéndose dar por enterada, la última criada que salía de la lareira, dejaba descuidadamente abierta la ventana. Era la temporada de las rivalidades, la sorda envidia, el despecho entre ellas; las viejas insultaban a las mozas: —Porque non podes —contestaban las mozas ufanándose. Madrugaban los hombres. Las altas botas claveteadas resonaban en la casa dormida. Cogían los morrales, preparados desde la víspera. Mientras montaban, frente al portón, se asomaban algunas de las mujeres, desgreñadas, y el verlos a caballo, escuchando su piafar, y el ladrido de los perros, como locos, olfateando la partida, las voces bruscas de los mozos, y sus roncas risas, les hacían sentirse más mujeres, más rendidas. A la vuelta, sobre el macizo tablero de la mesa, toscamente tallado, amontonábanse las perdices y las piezas muertas. Las rudas manos femeninas las palpaban, buscando con ávida mirada el orificio, negro y ensangrentado, por donde la muerte se coló. Todo el rebullir del pazo se concentraba en la leonera, al abrirse la caza. Escopetas, cajas de cartuchos, cananas y morrales, invadían las sillas y las mesas. «Pistolas» husmeaba la partida, brincaba inquieto, meneando la cola. Sólo se detenía con las orejas enhiestas, interrogantes, ante las dos alfombras colocadas a ambos lados de una butaca, tapizada con cuero. Daba un rodeo, enseñaba los dientes, gruñía a las pieles de zorro, espatarrado. Todo lo más se atrevía a olerles el disecado rabo, de abundoso pelo rojizo. Falsamente fiero, gruñía con más fuerza. A Álvaro le divertía el recelo del can: —¡Buen valiente estás hecho! — hostigaba—. ¡Sus con ellos! Sobre la pared se enramaban las cornamentas de los ciervos; detrás de la puerta colgaba el cuerno de caza, amarillento el marfil. Ermitas, al pasar por delante del cuarto, apresuraba el andar, medrosa. Habíase contagiado del terror que tuviera en vida la señora por las armas de fuego, y se sobresaltaba al menor ruido. ¡Sucedían tantas desgracias! Casi siempre se disparaba el arma cuando la limpiaban, y mataba a alguien. ¡Que no podían estarse quietos, los hombres! Se acordaba de hacía muchos años, siendo Álvaro muy niño, aquel pobre rapaz que trajeron, vomitando sangre, que disparara uno de los mozos hacia un matorral que se agitaba, y era el muchacho, no una alimaña lo que escondía. Si, tras meter los escobillones, veía que Álvaro acercaba un ojo al cañón de la escopeta, gritaba, descompuesta: —¡Ay, señorito Álvaro, que no me está bien de la cabeza! Que va a volarle un ojo… Álvaro solía volver de la caza con expresión entre satisfecha y cansada. Al salir, muy de madrugada, se precisaban difusamente los contornos, medio sumergidos en noche. Pasaban por Espasante, Lama y El Barquero, hasta llegar al Pazo de sus primos, los de Cora, emplazado a orillas del Sor. En las lindes de la inmensa finca se detenían, haciendo una descarga al aire. Respondiendo a ella aparecían por la empinada cuesta los señores del pazo, acompañados por algunas de sus gentes. Uníanse los dos grupos. A la cabeza, Álvaro, con sus primos, Miguel y Jorge, y don Enrique atrás, rodeado de administradores, caseros y criados, feliz de imponerles con su autoridad, ordenando con bronco vozarrón a derecha e izquierda. Todos le querían porque arrimaba el hombro, si era preciso, para ayudarles, y empinaba el codo con ellos, y repartía con ellos su tabaco, guiñándoles el ojo al paso de las mujeres. Con sus setenta años era como otro mozo más: fuerte, alto y apoplético, con nariz aguileña enrojecida, debido a su amor al «buen caldo», como llamaba al tinto del Ribero. Decía siempre en tono sentencioso: —El hombre que no gusta de la caza y las mujeres por la madrugada, y del vino a todas horas, es hombre a medias. Gustaba de escucharse cuando hablaba, haciéndolo extensa y prolijamente. Los hijos se impacientaban escuchándole, porque le oyeron cientos de veces las mismas cosas: —Cuando yo era mozo… Como notaba que no le atendían, se refugiaba siempre en la antecocina con los criados, que coreaban con grandes risotadas sus ocurrencias. Al calor de la hoguera, en los altos de la caza, contaba chistes procaces, y reía antes de terminarlos, echando atrás la cabeza, y aguantándose el vientre con las manos. Liberal, y poco amigo de curas, no perdía ocasión de meterse con ellos, aunque al pasar frente a las parroquias vecinas se santiguaba: «Por costumbre», decía. También, cuando hicieron la primera Comunión Sus hijos y comulgara él, explicó, razonándose a sí mismo: «Es por la mujer. Por evitar disgustos». Tenía siete hijos: Miguel y Jorge, y después cinco hembras. Cada vez que una hembra nacía, don Enrique soltaba un terno, y cuando le daban la enhorabuena por su nueva paternidad, miraba torcidamente al que le hablaba. Quiso enseñar a las chicas como a los muchachos, ponerlas pantalones y que salieran de caza, y a ver talar la fraga. Doña Lucía intervino. Nunca lo hacía, pero esta vez tomó cartas en el asunto: —A mis hijas las educo yo. Como unas señoritas, Enrique. Mansa y pequeñita, don Enrique se sorprendió de su firmeza. No se atrevió a contradecirla. Le hizo gracia aquella decisión repentina en la dulce y cándida mujer que era su esposa. Quizá reconocía en su fuero interno que, pese a su apocamiento, no resultaba fácil de doblegar, doña Lucía. —Haz lo que se te antoje. Las mujeres os salís siempre con la vuestra. Junto a ella se estrellaban las procacidades del marido, que la amaba a su modo, y obligaba a que todos la respetasen, si bien es cierto que el primero en faltarla era él, con sus trapisondeos y sus aventurillas, traídas y llevadas de boca en boca. Un día que, con lágrimas en los ojos, doña Lucía le preguntó: —¿Es cierto lo que dicen? ¿Que este tiempo que has estado en Lugo estabas con otra mujer? Don Enrique, furioso, golpeó sobre la mesa, y parecía talmente que el rostro iba a estallarle. Entre palabrotas vociferó: —Pero, ¿quién es el cochino que se atreve a venirte a ti con esos cuentos? ¿Es que no te respetan? Tanto y tanto gritó que doña Lucía se sintió consolada con su cólera, aunque al quedarse sola cayera en cuenta que para nada había desmentido los rumores. Alzó los hombros, resignada. Esa noche le preguntó: —Di, Enrique, ¿me quieres? ¿Me has querido? Don Enrique, que tenía fáciles las lágrimas, volvióse a ella con ojos empañados: —Lucía, ¡qué pregunta! Mujer… —¿Sentirías perderme? —insistía la mujer, ya reblandecida ante su llanto. Don Enrique la abrazó que casi la asfixiaba. Sentía remordimiento y ternura: —Si tú no vivieras, no miraría más a ninguna. Tras aquella sorprendente profesión de fe, doña Lucía sonrió, admirada. ¿Por qué, con ser él tan fuerte y amedrentarla tanto con sus gritos, le consideraba como a otro chico más? Don Enrique quería a su sobrino. Quiso a su hermano en vida, y cuando se murió, volcó en su hijo el cariño aquel. Le quería a su manera, sincera y ruda, pero le despreciaba un poco, porque le encontraba demasiado serio. Sí, gustaba del vino, pero era moderado. Gustaba de las hembras, pero era cauto. Sólo al verle cazar, se estremecía la encrespada barba. «El que lo hereda no lo hurta», marmotaba. Lo que no podía tragar era la afición de Álvaro por los libros: —¿Qué sacas de despistojarte por los archivos? Tragar polvo, y volverte raro, que siempre parece que estés en Babia. —Ando escribiendo la historia de los caminos a Santiago. —Caminos te diría yo… Recuerdo uno que solía andar, anochecido, por la rúa de San Pedro, cerca del cementerio. No tenía miedo, que la moza aquella tenía un par de ojos que resucitaban a un muerto. Se atusaba el bigote, mientras reían los ojillos. —Mira —le dijo un día—, ven acá. Estaban en lo alto de la pendiente que dominaba el Pazo de Clora. A un lado y otro de un sendero, con la rojiza tierra en carne viva, se apiñaban los pinos, en una espesura imponente. Frente al Pazo, todo a lo largo, tendido, el Sor. A la derecha, los bosques de altísimos eucaliptus, cimbreantes sus altas ramas, bordeaban el río ceñidor de una isla, entre cuyo frondoso verdor se divisaban los restos de un castillo, que fue convento de Templarios. El río extendía sus brazos sobre la tierra, semejando que quisiera tumbarse en la ribera, tocándola, como un gigante de agua que se hubiera tendido sobre el cauce para abrazar el valle. Cuando el sol está alto sobre el río, rielan oro sus aguas. —¿Ves, sobrino? La historia no pienses que la puedas hacer tú. Éstos la escriben, los árboles, los valles, las montañas. ¿Cuántas cosas podría contar el castillo? Si el río dijese cuánto ha visto, corriendo, siglos y siglos… Pero lo callan. —Les robaré el secreto —sonrió Álvaro. —¡Quiá, sobrino!… Dirás lo que a ti te parezca, romo yo cuento lo que a mí me parece de los años pasados. Y callo mucho… Historia, digo yo, son las piedras de nuestras casas. ¿Qué te importa a ti que sepan o no sepan por dónde se iba antes a Compostela? —Porque quiero a Galicia, y trabajar por ella, tío Enrique… —Lo que más se quiere, secreto está. —Don Enrique adquiría una rara dignidad mientras hablaba—. Yo he tenido muchas mujeres, todos lo saben. Las llevaba al teatro, quería que me viesen con ellas, y me iba de ruada como un mozo cualquiera. Pero a Lucía, no. A Lucía me la traje a mi casa, y cuando la quiero, nadie se entera. Mozas habrá que hayan reído pensando en mi mujer. Nunca delante de mí. Una trató una vez de hacerlo… El semblante, ahora, se ponía fosco. —La crucé la espalda con un látigo. ¿Querrás creerlo? Las mujeres son así: me quiso más que antes. Mujer que mucho quieras, cuanto menos hablen de ella, mejor. Lo mismo es con todo. Sonrió, mirando a su sobrino: —Si yo tuviera tus años, rapaz… En contraste con el padre, Miguel y Jorge eran dóciles y tímidos, a su manera. La prepotencia paternal les achicaba. Don Enrique prohibió que se les hiciera estudiar mucho. Temía a los libros: no quería grandes saberes para sus hijos, que luego podían entrarles chifladuras y parecerles poco vivir para la tierra. Sentíase satisfecho cuando veía a Miguel, dirigiendo la siembra, o la alta silueta de Jorge, ayudando a la tala; pero, en cambio, se avergonzaba de cómo reaccionaban ante las mujeres. Miguel, rudo y sencillo, para paliar su apocamiento, soltaba alguna procacidad. Las muchachas, naturalmente, le rehuían, escandalizadas: —Es un bruto. Y Miguel quedaba dando vueltas a las manos sudorosas, despechado: —¡Remilgadas! —murmuraba, rabioso. Las muchachas se enamoraban de Jorge. Cuando aparecía en las romerías o en las ferias de ganado, llevando alguno que vender, musculoso y fuerte, estrecho de caderas, andando perezosamente, se empujaban con el codo. Si sonaba la gaita llamando al baile, pasaban y repasaban ante él, o salían a bailar dos juntas, esperando que él las separase. Jorge no se daba cuenta de nada. Alguna, más atrevida, tomó la iniciativa: —¿No bailas? Jorge reía, estúpidamente. —No sé. —No hace falta saber… —insinuaba la muchacha. Pero como viera que el joven no se decidía, sentábase en la tapia, a su lado. Jorge, con su limpia mirada clara no buscaba intención en aquello. Cuando don Enrique le veía así, sentado con la hija del notario, sonriendo, se acercaba: —¿Por qué no bailáis? Esta juventud de ahora… —Jorge no sabe. Don Enrique tenía gana de dar al hijo un sofión. Veía chispear, maliciosos, los ojos de la muchacha. —Si tuviera diez años menos te sacaba a bailar yo. Se zafaba tras los diez años de menos, sin calcular que aun así no vencía su ancianidad. Pasaban las mozas labriegas, con sus pañolones floreados, o color del maíz. Miraban al guapo mozo, y como recordaban lo que oyeron a sus madres sobre don Enrique, calculaban mal las intenciones del hijo. Chasqueadas, le miraban con mal disimulado desprecio. —Lo que es tu primo, sólo tiene facha —comentó, rencorosa, una de las jóvenes acomodadas de Santa Marta. —¿Y qué le pasa a tu primo? —le preguntaron en la ciudad—. Andrea quiso enamorarle, pero se puso casi enfermo, como una novicia… Álvaro pensaba que el rudo ejercicio de sus faenas en el campo, y los largos paseos a caballo o a pie, bastaban para calmar los ardores del frío mozo, que no quería más amantes que la tierra, los árboles y el río. Miguel, en cambio, se consolaba de los desplantes de las señoritas cerca de una muchacha, hija de la maestra de Espasantes. Delante de don Enrique no hablaba de ella, porque don Enrique se hubiera ufanado de un amorío del hijo, pero no de que tratase «por lo fino» a una artesana. Miguel, en cuanto podía, marchaba a caballo hasta la aldea próxima, y pasaba despacio por delante de la escuela, para que la chica le viese. Después se encaminaba, a trote lento, hasta la playa, y esperábala allí: —Mamá no quiere que te vea a solas. Mamá dice que vengas a la huerta de casa. Y Miguel iba. Era buen cazador, Miguel. Menos sereno que Álvaro, cuya firme, vigorosa mano tiraba a punto. Todos unidos marchaban a caballo hasta el monte. Y una vez desmontados, se dispersaban. Cruzábanse en el aire los disparos, las voces de los cazadores, el olor a pólvora, y el ladrido furioso de los perros: —Quieto, Rayo. ¡Aquí, Cuca! — vociferaba don Enrique. Tiraba bien don Enrique, aunque la vista le hiciera ahora alguna jugada, desenfocándole los objetos. Gritaba: —Sobrino, aprende tú a tirar, porque tú lo que tienes es una p… suerte. Tiras al buen tun-tun, y ¡perdiz habemus! Eso no tiene gracia: aprende, aprende de mí… Luego, en los descansos, se agrupaban en torno a las fogatas. Jorge se tumbaba sobre la tierra: —Mira que eres gandul, rapaz. ¿No puedes con el cuerpo? —reprendía el padre, sentado, todavía enhiesto, liando sus sempiternos cigarrillos con los dedos. Miguel, apoyados los codos sobre las rodillas, fija la vista en las llamas, callaba. ¿Qué veía en el fuego? Subía una lengüecita incandescente, bajaba otra, crepitaba: pensaba en la Saruca. —Y tú —tronaba el padre—, ¿es que vas a pasmarte? Hubo quien se murió mirando. ¡Menudos compañeros estáis hechos! No habláis, no contáis nada. Menos mal que tengo esta gente, que si no me olvidaba hasta de abrir la boca. Sofocadas risas acogían sus palabras. —¡Eh, Álvaro, no te pasmes! ¿O es que piensas dormirte, apoyado a ese tronco, bebiendo el aire? Cuidado, muchacho, que a lo mejor te emborrachas… A veces, los ojillos penetrantes de don Enrique, bajo las hirsutas cejas se entrecerraban: —Recuerdo una vez —decía—, hace muchos años, cuando se cazaba en serio, no como ahora que parece cosa de mujeres. Salimos de madrugada a El Ameneiro, en busca del jabalí. ¡Había que ver la caza de entonces!… Nos apostamos. De pronto, oigo los latidos y pasan los perros, como centellas, por delante de mí. Me preparo, ajusto el bicho, y tiro. Nos dirigimos todos allá. En el suelo agonizaba una corza: la herí con tan mala fortuna que el animal se desangraba sin morir del todo. Me incliné sobre ella, y la corza me miró. ¡Cristo, qué mirada! Me entró frío por las paletillas: parecía que lloraba, y no lloraba… Me volví: «Remátala tú», dije a uno de los mozos, «pero espera a que me aleje un poco». Empapada la frente de sudor, volví a mi puesto, y esperé. Oí un tiro. Me temblaban las manos al liar el cigarrillo. Pasé noches y noches desvelado, con aquella plañidera mirada siempre delante: parecíame que maté a una mujer. Durante un momento sólo se oía el crepitar de los tojos en la hoguera. Después, algún carraspeo comenzaba a desentumecer el silencio. Las historias de sus cacerías acudían a la boca de todos: aquellos relatos, cientos de veces repetidos, no tenían nunca fin. Miguel suspiraba: —¿Qué te pasa, Miguel? —inquiría Álvaro, bajito—. ¿Tienes algo que te preocupa? —Nada… A estas horas —susurraba — estará Saruca levantándose, saliendo a dar de comer a las gallinas. ¿Tú has visto alguna chica así cuando es madrugadora?… Huele a tomillo, y es prieta como las manzanas. Se recoge el pelo de cualquier forma, sobre la cabeza, y al menor gesto se le escapa. Y mientras llama a las gallinas, y se inclina para echar a voleo el maíz, se le desata el pelo, y le cae en los ojos, y ella se lo aparta con el brazo, remangado hasta el codo… ¡Ay! ¡Ese codo! —Bueno, hombre, ¿y por qué no hablas con tu padre? —No puedo, ¿no lo ves? Lo he intentado ya la mar de veces. Siempre me para. «Padre, yo tengo que hablarle.» «¡Tú no tienes nada que decirme, trueno! A trabajar, y a callar, y a respetarme. Mientras yo viva tú no tienes nada que decir. ¡Largo!» La voz varonil se enronquecía. Crispaba los nudillos: —Un día me voy con ella… —Calma, Miguel. Jorge terciaba: —Ganas de complicarse la vida. —Calla tú, que vives como un árbol. —Vaya, hombre, no te enfades. Don Enrique se volvía: —¿Qué se discute ahí? Miguel callaba, alzando los hombros. —Tío, cuentos de cazador… —Pues, hijo, contadlos en alto, que nos enteremos los demás. Reemprendían la caza. A mediodía, paraban a comer en casa de algún cura, engullían la empanada con buen tinto, y entre bocado y bocado clamaba don Enrique: —No se come en ningún sitio como con ustedes, Pater. Saben, saben tratarse. Se sucedían los platos suculentos, resplandeciendo el cura de satisfacción: —¡Jesús, don Enrique! Cuatro cosas. —Padre, va a hacerte daño comer tanto. —Calla tú, mosca muerta, que ni sabes beber. ¡A la salud de todos! Y alzaba el vaso, que volvía vacío a la mesa. —Padre, es que me dijo madre que cuidara… —Pater, ¿y qué me dice de estos alfeñiques? Degeneran la raza. —Yo tampoco quisiera que se pusiese malo. Recuerde su último arrechucho. —Vaya, a sermón tocan… Trueno: hago lo que me da la gana. Para cuatro cochinos días que uno vive…Cuando al atardecer, terminada la jornada, hacían alto de nuevo en el Pazo de Cora, doña Lucía acudía, presurosa: inspeccionaba a su marido. Brusco, risueño, y enrojecido como nunca el apoplético rostro: —¡Vaya día! Hemos cazado muchísimas perdices. Mira los morrales, y las que traemos colgadas en la canana. ¡Y cómo hemos comido! —Y has bebido también, Enrique. Sabes que no te conviene. —Vaya, ya la armamos. Apenas he bebido una copa en la comida. —¡Ay, Enrique, Enrique!… —De mujeres pesadas, libera nos, Dómine —rezongaba el viejo, con voz pastosa. Salía Lucía, la pequeña, la única que residía todo el año en el Pazo, pues las cuatro mayores pasaban el invierno en el colegio. —Padre, ¡cuánto habéis cazado! ¡Qué buena cara traes! —Así me gusta, hija. Dame un beso. ¡Dios, qué rapaza! Lástima que no sea chico. Lucía, frágil como su madre, sonreía, besando al dominante padre en la frente, casi sobre la calva. Se colgaba de su brazo. Con su leve andar de pájaro le acompañaba: —Ayúdame a sacar las botas, hija. ¡Tira! —Ya está. Quedaba la chiquilla roja por el esfuerzo, jadeante. Luego se sentaban todos alrededor de la camilla, en la galería, a través de cuyos cristales se veía al Sor, ahora oscura línea en el sombrío horizonte. Los mozos restauraban sus fuerzas en la cocina, y los administradores se sentaban un poco distanciados, tiesos en sus sillas. Álvaro se retiraba pronto. Había que llegar a tiempo a La Sagreira, que si se retrasaban más de lo convenido, las mujeres se asustaban. Además tenían que recoger los caballos en el establo, cerrar el portón, mojar con agua y sal los tobillos de los perros, o ponerles paños con vinagre para curar los araña/os y heriditas que se hicieron entre zarzas y tojos, cenar las gentes. No quería que trasnochasen las criadas. Álvaro, al llegar a La Sagreira, se dirigía a su habitación, dejaba la zamarra, y, con ayuda de Ermitas, se sacaba las botas. Luego, cómodo ya, entraba en su despacho. Fatigado, no escribía esas noches. Repasaba las cartas, las cuentas de los piensos, marcando con lápiz rojo los caseros pobres que no podían pagar renta. Suspiraba, Había que decir a Pablo que no les apremiase… Mientras cenaba, Ermitas le iba contando, a trompicones y con mil rodeos, los sucesos del día, en la casa: si nada había que contar, ella hablaba igualmente por los codos. Después, sentábase Álvaro junto a la chimenea encendida del comedor, y cogiendo un libro, leía hasta altas horas. Sobre la chimenea, cascos al aire, en indómito gesto del corcel, Santiago galopaba. Era una bella y antiquísima imagen de madera policromada — granas, verdes y apagados oros— del Santo caballero Patrón. —Sé muy bien lo que quiero — meditaba Álvaro—. Allá tío Enrique con sus teorías. Tornaba a su lectura, y a veces eran tan grandes y poco manejables los libros aquellos de pergaminos, que necesitaba apoyarlos en una mesita, ante su sillón. Poco a poco, los ruidos se apagaban en el Pazo. Oía el rumor de guardar la vajilla, los pasos de hombres y mujeres —sirvientes de la casa— subiendo las escaleras, hacia el piso donde dormían. Ermitas iba apagando las luces: quedaba todo en tinieblas. Sola la imagen del amo, en vigilia, al rojo resplandor de los leños encendidos, inclinábase, desvelada, sobre los viejos libros. Ermitas se asomaba: —¿Manda algo el señor? —Nada, Ermitas. —¿Y por qué no va a dormir? Cansado como está, ahí perdiendo la vista. —Ve a acostarte, anda. —Cualesquiera diría que tiene que se ganar el pan. ¿Para quién hace eso? —rezongaba la vieja, cariñosa. —Vete, Ermitas. —Buenas noches, señor. Dormía el pazo. Sobre el fuego — símbolo y entraña— Santiago galopaba, y en la noche parecían reclamar sus ojos, trepidar su corcel. Sobre el recio, esforzado corazón de Álvaro, Santiago galopaba. IV A MARCELA LE NACIÓ el pelo rojo. Ermitas casi lloró, al comprobarlo. —Herédase lo malo —marmotaba. Aquel pequeño ser en su cajón cuna, llegó a ser tan familiar junto a la lareira que, al entrar a comer, se acercaban todos para hacerle fiestas. —¡Carrapucheiriña! Andrés, uno de los jornaleros contratados para la siembra, torpemente la acariciaba. —Déjala, Andrés, que apestas — reprendía Ermitas, al notar la tufarada a tinto que desprendía el labrador. Sólo Juan, despechado, amargado tras la fuga de la Matuxa, fingía no verla. Llegó, en su aversión rencorosa, a comer con la cabeza casi metida en el plato, a toda prisa, marchándose con el último bocado. Si la cría lloraba, cuando estaba él sentado a la mesa del fondo: —¡Largo de ahí, renegada! —se enfurecía. —¿Y qué mal te hace la nena, home? Para fin de desgracias, un día, aviesamente, observó: —¿Reparasteis en la mancha que tiene? —¿Qué mancha? —clamó Ermitas, ofendidísima. Y cogió en sus brazos a Marcela para mirarla bien. Rodeáronla todos: era cierto. Una mancha grande, negra, ovalada, como un enorme lunar, se destacaba bajo la oreja, sobre el cuello de la criatura. —Esto no es mancha, que te es lunar, ¿o no lo ves? —No es lunar: es mancha. Talmente como la Merla, ¡mal nacida! Miráronse unos a otros. Tembló Ermitas: porque la Merla era una vieja mujer, sucia y andrajosa, dada a hechicerías, que tenía fama de bruja por todos los contornos. Cuando algún campesino la topaba, cruzando pulgar e índice, murmuraba atropelladamente: «Si eres de Dios, apártate. Si eres do demo, toma Cruz». Se hablaba de ella en voz baja, santiguándose al nombrarla. Si la veían de lejos, corrían a guarecerse, o cerraban puertas y ventanas para preservarse del aojo. Siempre que hubo alguna epidemia en la comarca, vieron antes a la Merla por allí, apoyada en su nudoso bastón. Decían también que a una buena mujer, casi vecina de ella, llorosa porque se le morían todas las gallinas, la Merla la habló desde la cerca: —¿Y por qué lloras, muller? Contestóle la pobre mujer de malos modos, pretendiendo retirarse. Airada, la hechicera levantó su bastón. Hizo un signo en el aire. Después, sopló sobre el gallinero: Buuuuu…, y desplumó las aves en un abrir y cerrar de ojos. Espantada, con las manos juntas, rogóle la vecina que no se ensañara con ella. Volvió a soplar la Merla: Buuuu… y volvieron las plumas a sus respectivos cuerpos. Nadie supo nunca si esto era cierto o no, pero se lo contaban de unos a otros, y lo creían a pies juntillas. A la Merla le era muy difícil vivir. Si aparecía en el pueblo, quedaban las calles desiertas. En la fuente, cuando las lavanderas la veían venir, corrían a esconderse, y a su llamada, en los pazos, los criados le azuzaban los perros. Tuvo que ser bruja, quieras que no. Para renovar sus provisiones, siempre harto menguadas, bajaba apoyada en su bastón, golpeando con él las cerradas ventanas. Luego, rompía en amenazas de todos los males que les haría sobrevenir. Temblorosos, alargando una mano por una rendija, le daban lo que pedía. —A Virxe te bendiga —suspiraba, avergonzada, la bruja. Ermitas, recordando cuanto de ella oyera, se estremeció. Miró a la nena y acarició el lunar, como desafiándole. Desde aquel día hubo una extraña desazón general: supersticiosas, las mozas comenzaron a mirar torvamente hacia la cuna. —Bien, ¿y qué males pasaron, vamos a ver? —preguntaba, llena de indignación Ermitas—. Sois unas brutas, inda más brutas que los animales, haciendo caso del Juan. Que lo que al Juan le pasa sabérnoslo todas. —Ermitas, ¿no cree en meigas? Calló Ermitas. Viniéronle a las mientes las misteriosas historias oídas desde niña, en que trasgos y brujas tomaban parte. Pablo carraspeó: —Yo sólo puedo decir que recuerdo un día de romería en San Andrés de Teixido. Íbamos de mañana, cuando topamos a cuatro llevando una caja de muerto. Tres eran conocidos míos del pueblo. Al cuarto no le conocía. Pregunté por él: «Eh, tú, ¿quién te será un forastero, todo de negro, tieso, esmirriado y con cara de hambre?» «Non te sé.» Nadie me dio razón. De allí a poco murióse un vecino, el sobrino del Rufo, el que tiene taberna en el camino nuevo. Fun para allá y ende que iban a cargar la caja, entró el moreno aquel, y levantóla en vilo, como si no pesara. ¡Mi Dios! Con lo gordo que te era el difuntiño… Como no sabíamos si era conocido del Rufo, nadie le dijo nada. Agrupados en torno a Pablo, todos le escuchaban, palpitantes: —Repitióse la cosa unas cuantas de veces. Así que entraba él, temblábamos, que talmente pareciera que nos dio el paralís. Cargaba la caja. Una vez pasara pretiño de mí, y parecióme que se reía, sin meter ruido. Cerré los ojos, para que no me mirara… Teníalos hundidos, y tan oscuros como cuando miras de noche para la fraga. Olvidamos de llorar por los muertos. Mujeres y hombres si aparecía el Negro, temblaban. Dejamos de ir a los velatorios. Pablo dio una larga chupada al cigarrillo. —Al otro año —continuó— el día de la romería de San Andrés de Teixido íbamos para allá de madrugada. ¡Carache! Vímosle subir al Monte como si fose rapaz. Iba cantando; parecía su canto talmente como el viento los días de tronada. Helóseme la sangre. Dispareció dentro del Santuario. A poco, asomóse el señor cura: «Eh, ¿qué os hacéis ahí, pasmados?» El más valiente, el maestro de Espasante, va y le dice: «Señor cura, que vimos al Negro metiéndose en la iglesia, y no queremos ir.» «¿En mi iglesia? Nadie ha entrado en la iglesia, hato de liebres.» Acompañárnosle adentro. No te había ni un ánima; daba miedo hasta hablar. Entonces va el cura y nos dice: «Ponervos de rodillas, que voy a decir misa.» Escuchárnosla como si fuera la última. Ende que el cura fue a levantar la Hostia, oímos un aullido espantable; no de lobo, no de can. Hiciera temblar a San Andrés hasta las piedras. El cura ni se volvió a mirar, pero nosotros escondimos las cabezas. Levantó la Hostia; abrióse sola la puerta, como si la arrempujaran desde fuera, y colóse un viento fresco que olía a flores. Nunca más tal olí. Llenóse la iglesia del olor aquel, y por la puerta entrara un rayo de sol, tan brillante que a todos nos pareciera milagro. Nunca más vimos al Negro en ningún sitio. Permanecieron en silencio unos momentos. Una moza se escalofrío. —Ea, acabáronse las cavilaciones —dijo Ermitas—, que ende ahora mismo me llevo la nena al mi cuarto, ¡malas pécoras! Todas suspiraron, aliviadas. Poco duró el alivio, porque la niña crecía, ley de vida, y comenzó a gatear por los pasillos de la casa, siendo frecuente topársela, a cuatro manos sobre el suelo. —Ya está ahí ésa —decían todos. Ermitas sufría lo indecible. Se consolaba besándola, por las noches, sola con ella en el cuarto. Mirábala dormir, y le pasmaba que la quisieran mal. Lloraba. Con los ojos rojos acudía, si la llamaba el señorito. Un día, Álvaro la oyó hipar. —¿Qué te pasa, mujer? ¿Malas noticias? —¿Y noticias de quién? —secóse las lágrimas con el delantal—. No, señorito Álvaro, que es que le son tan burras, dispensando, que metiólas el Juan en la sesera que la Marcela puede hacer el mal de ojo, y todo porque no le quiso la Matuxa. Y la arrempujan, si no estoy delante. Tiéneme los braciños llenos de moraduras… —Mujer, ¿y cómo lo consientes? —¿Y qué remedio, señorito? La nena va para el año y medio, y no puedo la tener pretiña como enantes. Y le es tan rebuldeira que no me para quieta en ningún sitio. Va detrás del «Pistolas», y tírale de las orejas, que milagro parece que el can no se arrevuelva. —¡Vaya, Ermitas, que estás haciendo de madre! —La pobriña es como si no la tuviera. Llamó Álvaro al Juan a su despacho. —Cierra la puerta, Juan. Nada se oía de lo que hablaron. Ermitas, haciéndose la remolona, con un trapo para limpiar el polvo en la mano, frotaba la puerta cerrada y las paredes cercanas. Pero el amo hablaba a media voz, y el Juan callaba. Al salir, el Juan llevaba rojas las orejas, y parecía toparse con los muebles del pasillo. Anduvo hosco y malhumorado durante unos días. —¿Y qué te pasa a ti, siempre con malos modos? —protestó Ermitas, por fin, harta de sus bufidos y sus brusquedades. —Pasa… Pasa… Bien sabe lo que pasa. Que va al amo con cuentos y luego paga el Juan. —¿Qué te dijo el amo? —preguntó Herminia, la más joven de las mozas. —Díjome que la Marcela ha de se criar en la casa, que el que no quiera verla que se largue. ¿Oíslo? ¡Si ahora el amo iba a meterse en si empujaban o no empujaban a Marcela! Aviadas estaban… (A fe de ellas, que en aquello mediaba brujería…) Herminia miró a Rosalía; Rosalía miró a Dolores, y las tres hicieron que no se miraban. Lo peor era para Dolores, encargada del arreglo del piso de arriba, justamente donde estaba el cuarto de Marcela. Porque Rosalía poco salía de la lareira, que cuando acababa con los desayunos, comenzaba con las comidas, y cuando éstas terminaban, fregaba la cocina, y encendía de nuevo el lar para la cena. Rolliza, corpulenta, cuando Rosalía amasaba el pan, metía miedo. Tras trabajar la harina sobre la artesa con grandes golpes de sus manos forzudas, poníale en la pala, que introducía en el horno. Tan-tan-tan. Golpeaba la masa sobre la artesa. «Menuda hembra —pensaban los hombres—. El que se acerque…» Uno se acercó más de la cuenta, y casó con ella. A los seis meses emigró a la Argentina a hacer dinero, dijo. Si lo hizo o no, nada se supo. Rosalía, al principio, bajaba al pueblo, y entraba en la oficina de Correos. Allí molía a todos a preguntas, y hacía que apuntasen su nombre, por si llegaba carta de América. —Que no hay nada, mujer. —¿Non teñen una carta que poña: Pa la Rosalía? La mujerona se amargó. Le gustaba su hombre, y por si fuera poco, temía las burlas, de sus compañeras. ¡Ella, que le ató dentro de un pañuelo todos sus ahorros, juntados moneda a moneda!… Volvió a presentarse en La Sagreira, fiera y humillada. Había dejado la casa para emplearse como asistenta, cuando se casó. Ahora volvía a ella, y miraba a todas por si se reían. ¡Cualquiera se atrevía!… Callaron, y a los pocos días semejaba que nunca hubiera salido de allí. Herminia echaba una mano a todos los quehaceres: ordeñaba las vacas, limpiaba las habitaciones de delante, hasta la vidriera, y ayudaba a Dolores a lavar y planchar. El Juan cuidaba de los animales, pero no dormía en la casa, sino en los establos, en una casita que compartía con Pablo, desde que éste enviudó. Cuidaba de esa casa una hermana del Pablo, solterona, que se ocupaba también de sacar adelante a su sobrino, el Daniel, un rapaz vivo como una anguila y voluntarioso. Cuando llegaba la época de la vendimia, o de recoger las patatas, o de segar el trigo, tomaba el amo a sueldo jornaleros mientras durase la faena. Herminia y Dolores, pues, consultaron a Rosalía con la mirada. Como aquélla calló, callaron ellas. Desde entonces, colgada del delantal de Ermitas, pudo verse a Marcela, siguiendo a la vieja como «Pistolas» a Álvaro. Cuando llegaba el buen tiempo, Ermitas cogía el cestón de la ropa del señor y salía a repasar al aire libre. Sentábase junto al pozo, al pie de las escalerillas que bajaban de la iglesia, por el lado de la parra. Marcela, mientras ella cosía, correteaba, al viento la rojiza pelambre. Siendo pelirroja, no tenía pecas en el rostro, ni erá blanca de cutis, sino del color moreno de la tierra cuando la abren para arrojar la semilla en el surco. Algunos árboles también, si les hendían, mostraban la madera de aquel color. Al pie del pozo, no sabían cómo llegara allí, había un antiguo sepulcro, vacío, sin la losa, y lo utilizaban para lavar la ropa. En el frontis, grabado en piedra, un escudo con unas armas irreconocibles, y unas letras, destrozadas, cuya leyenda era imposible descifrar. Leíase solamente: «Aquí yace», y más abajo, entre letras sueltas, «e su más humilde vasallo». Marcela se aupaba sobre sus cortas y robustas piernas, palmoteando en el agua. —Cuidado, Ermitas, que va a caerse —gritó Álvaro un día. Porque el despacho de Álvaro, situado a la izquierda de la casa, pasada la puerta vidriera, daba sobre el jardín. Muchas veces, Álvaro se acodaba en la ventana, contemplando los macizos de cintias, los recortados mirtos, y la parra que cubría el fondo, verde toldo en la época de las uvas. —Cuidado. Que se cae… Alzó Marcela el rostro hacia donde venía la voz; vio al amo por vez primera: más alto que Pablo, más claro que el Juan. Debía ser aún más terrible que la Rosalía, porque Ermitas se había puesto de pie, y nunca le viera ella esta mirada, como si la mirase a ella, y a la Dolorosa que tenían a la cabecera de la cama —que Ermitas la rezaba muchísimas cosas antes de acostarse—, y a la casa, al mismo tiempo. —Ya miro por ella, señorito Álvaro —y la agarró por el vestido. Marcela seguía mirando hacia la ventana, con esa persistente mirada de los niños, que vuelven la cabeza para no perder de vista lo que les llama la atención. No se atrevió a jugar durante un rato, porque Ermitas recomendó: —Ten cuidado, Celiña, que el amo está mirando. Tanto cuidado tuvo que se sentó en el suelo, junto a ella, anidando su primer rencor en el pecho. ¿Por qué no podía jugar con el agua? V PARA MARCELA, según iba creciendo, fueron el jardín y la huerta su mundo. El bello jardín, con sus mirtos podados, formando vallas de espeso verdor, donde Marcela se perdía. Primero, los mirtos, más altos que ella, le tapaban la casa. Poco a poco los alcanzó, y llegó el día en que Marcela, sin necesidad de empinarse, la veía, con sus pequeñas agujas de piedra rematando el noble edificio. Ancho, esparciéndose sobre la tierra, levantaba solamente dos pisos. Por una extraña distribución de sus primeros poseedores, se entraba en la casa por detrás, subiendo las escalerillas de la solana, y no por la fachada frontera al río, sobre cuyo balcón central campeaba, redondo y muy sencillo, el escudo de los Castro. A la izquierda, en el costado que daba sobre el pozo, rodeaba al segundo piso una terraza con barandilla de piedra. Todas las ventanas eran más grandes, más alargadas que las de otros pazos; por aquellos ojos de piedra, la casa se asomaba a la ría, por delante; por detrás, al camino del monte; a la derecha, sobre el hórreo, los campos y la fraga, y a la izquierda, a la iglesia, a la parra, al pozo y al jardín. El dormitorio de Álvaro daba a la fachada principal. Desde allí, la tierra descendía, escalonada, respetando la vista de la hidalga casa, y los cipreses inclinaban sus largas melenas verdes ante las ventanas. Tenía cierto sabor romántico, el pazo de La Sagreira; quizá naciera del umbroso verdor que le rodeaba, quizá de aquel grácil remate del tejado, o de la proporción armónica de sus líneas, o del pozo antiguo, o de la capilla, o de la parra que corría paralela al muro divisorio de la huerta y el jardín. Quizá fuera el olor de los laureles que arrescendían desde la corredoira, o el de las manzanas que, en su época, traspasaba el muro de la huerta. O más bien, simplemente, fuera un lugar dulce y soledoso porque de tanto mirar a la ría y a la Capolada se reflejara en ella la mansa quietud de una y la arrogante fiereza de la otra. Por la huerta correteaba Marcela, y sacudía los árboles frutales o se agachaba para coger la fruta sazonada que les cayera en torno. A veces, sus cortas piernecitas la llevaban hasta el otro lado del jardín, donde se hallaban los campos de maíz y de trigo. Estos campos eran su lugar preferido. Comía los granos crudos, ganándose por ello más de un pescozón. Pero no podía remediarlo: agarraba una panocha y poníase a desgranar el rojizo maíz, o miraba las espigas grávidas, en airosa curva hacia la tierra. Alguna vez intentó, con torpes manos, ayudar a meter los trojes en las cestas; le lanzaron miradas tales que desistió de sus propósitos. —Pero, ¿quién te manda ir allí, Celiña? —reprendía Ermitas—, escaparas así que no te miro, y luego, ésas te son capaces, si les peta, de soltarte una coz. Marcela bajaba la cabeza como un can apaleado, lo que no obstaba para que a los pocos días fuera de nuevo allá, porque le divertía el movimiento de la gente. Veíales trabajar con frío o con calor, lloviendo o chorreantes de sudor; a veces, hundidas en fango las piernas; otras, protegidas las cabezas por un sombrero de alas bajas, en gruesa tela gris o blanca. Algunas, las más jóvenes, lo llevaban de paja. Bajo el sombrero asomaba el pañuelo, anudado atrás. Si el amo aparecía, curvaban más aún los inclinados cuerpos. No les reñía el amo; pasaba despacio entre ellos, mirando lo que hacían. Sabía de todo, y de cuando en cuando, rectificaba algún trabajo. —Sacha más, que tan a flor de tierra no prende. Obedecían sin discutir. Y sachaban. Cuando salían a arar con las yuntas, Marcela ponía su mano sobre el testuz de los bueyes. Todos fingían no verla, y cuando no lo fingían era aún peor, que muchas veces sorprendió ojos aviesos, observándola. —¡Demo fora! —le gritó una vez Herminia, vapuleándola. Y Rosalía, porque se empinaba para alcanzar al lar, la empujó tan despiadadamente que dio con la espalda en tierra. Precipitóse Ermitas: —¿No tienes vergüenza, mujer? Una criatura… —Que no se arrime —respondió, airada—. Viéneme siempre un mal, cuando se arrima. —¿Y quién te se arrimara cuando marchó tu home? Rosalía perdió el color, y miró a Ermitas como si no diera crédito a sus oídos. —¡Por qué inda la Marcela estaba para nacer, cuando tu home marchara! Herminia y Dolores se encogieron, temiendo a Rosalía. Pero ante su pasmo, la mujerona volvióse al lar, golpeó rabiosamente con las potas, y luego, quitándose de un manotazo el delantal, se marchó, vociferando: —Voyme… No paro más aquí. ¡Voyme! Ermitas, imperturbable, llenó su cunca de caldo. —Anda, tú, Dolores, vete a la consolar. Por la noche, después de rezar delante de la imagen de la Dolorosa, Ermitas volvió el rostro hacia la chiquilla: —¿Duele? —preguntó. Marcela se llevó la mano a donde recibiera el golpe. Meneó la cabeza. —No voy le a decir nada al amo, ¿sabes, Marcela? Las pobres no te saben más, y la Rosalía tuvo mala estrella. El que no sabe es como el que no ve. A partir de aquel día no volvieron a molestar a la rapaza. Vigilaba Ermitas, y sabían, por el Juan, que la protegía el amo. Si no… —… Y me tienes que querer muchísimo al señorito, y respetarlo. Fuera bueno que olvidaras todo lo que te diera: la cama donde duermes, el pan que comes, y hasta lo que llevas sobre el cuerpo. Y díjome que cuidara de ti, que otro pudo no querer, y dijo al Juan que más le valiera cerrar la boca y no meterse contigo. ¡Es más bueno, Celiña! Marcela bajaba la cabeza. Tenía una fea costumbre: al menor descuido se quitaba los zapatones con que Ermitas la calzaba, y salía, a campo traviesa, trotando, gozosa de sus pies liberados: —Ahí va esa puerca, enfouzando las baldosas —se quejaban en la cocina. Porque daba igual que lloviese o que no para salir Marcela perneando, como si el calzarse fuera menguarle la libertad. —¿Y no te será hija del buhonero, la Marcela? —rezongó Dolores—. Siempre te va sin zapatos, aquél también. Llévalos atados en un palo, y ¿para que servirán en el palo?… El caso es que cálzalos al palo, que en los pies nunca se los viera. —Quita, mujer —defendió Ermitas —. Con aquella barba que tiene, tan mugrienta. —Tiene… Tiene… Yo no sé qué tiene; díganlo las que lo toparon en la fraga… —¡Semejante espantajo! —De noche no se ve, y al ladrón bríllanle los ojos como carbones prendidos. Espantajo o no… Marcela nada supo de aquellos comentarios, o si los oyera, nada comprendió. Siguió con su mal hábito, que a Ermitas desesperaba. Subiendo las escalerillas de la solana, tropezó una tarde con un viejo encorvado, de larguísimas barbas. —¿Eres tú, Marcelina? —preguntó el desconocido, intentando acariciarla. La niña esquivó el hombro, mirándole con retraído gesto; pero Ermitas, al oír la voz del hombre, se acercaba. —¿Qué cuentas, Yago? Se escalofriaba cuando hallaba a Yago junto a Marcela, no sabía por qué. —¿Qué preguntabas a la rapaza? —Preguntaba su nombre, pero es arisca. No sabe que la quiero bien. El viejo daba palmaditas en las mejillas de la niña, que se apartaba cada vez más. —¡Cómo ha crecido, Ermitas! —Creció. Ve para dentro, anda. No se lo hizo repetir Marcela. —¿Traes algo qué contarme? —Como traer, traigo. Se contemplaron en silencio los dos viejos. —Tenía que contarte… —¿Qué es ello, home? Suelta. —En la fraga de San Payo ha aparecido la Matuxa. —¡La Virgen me valga! —Encontraron su cuerpo, de muchos días muerto, cosida a navajazos la barriga. Andan en el pueblo con averiguaciones; nadie sabe quién lo hizo. Parece que rondaba el pazo… —¿Éste? —Eso dicen. Miráronse a los ojos; una sospecha latía en ellos. —Juan —bisbiseó, aterrada, Ermitas. —No se sabe —remachó, terco y obstinado, el viejo. Pero Ermitas comprendió que Yago lo sabía. —La Santa me perdone, pero es mejor así —suspiró Ermitas. —Es mejor. Levantóse el viejo para marchar. —Como creció la rapaciña —dijo de nuevo, con pena. Ermitas se llevó la mano al costado. —¿Qué te pasa? ¿Te da el ahogo? —Da. Que debí coger un frío malo arriba, ayer de noche. —Cuídate. Pero Ermitas enfermó. Se le encogía a Marcela el corazón al contemplarla, embutida en una camiseta de franela, suelta sobre la almohada una trenza, rala y canosa, y aún más envejecida por la enfermedad. —No te mueras, Ermitas. —No, rapaciña, no. No lo permita Dios —replicó, conmovida la vieja—. Pero mira, entre mientras te estoy en cama, has de ir al cuarto del señor y preguntarle de la mi parte cómo está, y mira para la Herminia y fíjate cómo hace, y vienes a decírmelo. —Ermitas, tengo miedo… —¿Miedo de qué? —Del amo. —¡Madre de Dios bendita! El amo… ¡un pedazo de pan! —Pues tengo miedo de él. Ermitas comenzó a condolerse. ¡Y si ella no estuviera mala no tendría que echar mano de nadie! Así Dios la llevara de un mal corto, que para largos males no tenía a nadie que mirara por ella. ¡Ay, si la señora viviese! Celiña, sintiéndose obscuramente responsable, se decidió por fin. —Voy, Ermitas. Pasada la vidriera de cristales, se abría el ancho pasillo, con la sala situada a la derecha; a la izquierda, el despacho, y el dormitorio al fondo. En la sala nunca entraban. Aquella puerta, siempre cerrada, cansaba pavor a Marcela. Sólo Ermitas, de tarde en tarde, se enrollaba un trapo blanco a la cabeza y emprendía una limpieza general. Así, Marcela pudo ver unos muebles de madera brillante, torneados los brazos con rica talla, y unos espejos muy grandes, y la quieta imagen de unos hombres y unas mujeres, vestidos de una manera muy rara, que la miraban desde sus marcos dorados. —Los abuelos del señorito, y aquéllos, los padres de su abuelo. En vida de la señora, abríanse todas las puertas, y las señoras que venían por verla, sentábanse aquí, sobre estas butacas. Pero ende que murió, cerró el señor la puerta. Marcela, a través de la puerta cerrada, creía ver siempre los ojos agudos de aquel señor de perilla, o la sonrisa yerta, que daba frío, de la señora que se tocaba con una mantilla como las aldeanas con el pañuelo. Pero hoy toda su angustia se concentró en la puerta de castaño que daba a la alcoba del amo. —Me manda la Ermitas. —Acércate. Con la cabeza baja se acercó Marcela. —¿Qué le pasa a Ermitas? Marcela dio un respingo, para hurtarse a la caricia del amo. —Nada… Dice que está mala… Hablaba entrecortadamente, buscando las palabras. Álvaro observó el gesto esquivo. —Tienes que enseñar a la niña, Ermitas —dijo a la vieja, el día que ésta se levantó. —¿Y qué voyla a enseñar, señor? Buena le es, y ayúdame ya, con ocho años que tiene, como una mulleriña. —Para ti todo el mundo es bueno. —Le diré… Marcela sí que es buena; no es una rapaciña paroleira, pero para la que tiene que trabajar, mejor le es no perder el tiempo. —Ya ves a Daniel, el hijo de Pablo. Es un rapaz noblote. Me saluda así que me ve, corre a cogerme el caballo… —La Marcela es respeto que le tiene, señor. Se prometió reñirla, y lo hizo. Había sido huraña con el amo, huía si él se acercaba, contestaba apenas. Marcela bajaba la cabeza. —Ven para acá, Celiña. Que bien te sé, y dijélo así, que era por el respeto, pero, ¡te es tan bueno! Él no es tieso, Marcela, y gusta que se le hable con llaneza. Débeslo hacer así, que él es el amo. Y comes del su pan, y bebes de lo suyo. ¿Oíste?… ¿Por qué no me contestas? —Oí. Ya. VI —VEN, MARCELA, que hoy cogen la uva. Marcela no se lo hacía repetir. Con sus robustas piernecitas, seguía a Ermitas hacia la parra, donde ya las mozas se habían escalado, apoyándose unas en el muro, y otras trepando por una escalera. A Marcela le encantaba meter las manos en los cestones y espachurrar las uvas. Luego, se lamía los dedos. —¡Quitadeay, larpeira! —reñían las mozas. Marcela no las reconocía desde abajo. Entre el revuelo de las faldas veíase más pierna de lo decente; las cabezas quedaban ocultas entre las hojas, mientras desprendían los racimos. Los hombres no perdían ripio. Fingían que las ayudaban, y andaban de acá para allá con los cestones, y las mozas les gritaban que se fueran. ¡Ahí era buena! … Tenía que aparecer Álvaro, con su lento y distraído andar, para que el orden se restableciese. —Sácanme los colores a la cara — se quejaba Ermitas. Luego, en el lagar, mientras los mozos, descalzos, machacaban las uvas, estrujándolas con el pisón, Ermitas acercaba una taza a los desagües para dar al amo la prueba del mosto. ¡Dios, qué bien sabía!… A uva ácida, un poco agrio, y parecía flojo. Todos probaban de él, y poco a poco se caldeaban los ánimos, porque el mosto es traidor y enturbia los sentidos. A veces, a la prueba del mosto, acudían los primos de Cora. Jorge bebía mesuradamente, mientras discutía con su primo la cantidad de vino obtenido. —No lo aprovechas bien. Yo te digo que a nosotros nos rinde más. ¿Para cuánto te dio la cosecha del año pasado? —Aún bebemos de él, hombre. —Pues debías tener y tener para guardarlo, y dejar que se te hiciera viejo. Así hacemos nosotros. —Yo no soy ahorrador. Ni buen catador tampoco. Me gusta que beban de él en la cocina. —Si sigues así, los criados te van a comer la hacienda. —Seguro —terciaba Miguel, con la miraba encendida. Porque Miguel no era parco en el vino; como su padre, amaba el tinto de la tierra, y el mosto fresco «es leche para niños», aclaraba. De aquella «leche» se daba un atracón, y siempre terminaba en la cocina, con los mozos, cantando las canciones del valle, tan nostálgicas. Ebrio ya, acababa por dejar caer la cabeza sobre la mesa de mármol. —El señorito Miguel traspúsose — comentaban los otros, muchos en el mismo estado y algunos más serenos. Caían los morenos mechones de Miguel sobre la mesa, y en aquel medio sueño se imaginaba a Saruca entre los vapores del vino; Saruca, que se acercaba a él, esquiva y mimosa, con aquellos ojos negros, negros como el tinto cuando es bueno y llevas bebido mucho; los labios de Saruca, ácidos como el mosto, y aquella risa fresca, cantarina, parecida al Sor cuando corre en regatos, saltando sobre las piedras. Creía oír su risa, alzaba la cabeza: las llamas que danzaban en la lareira eran el cuerpo de su Saruca que se movía, cimbreante, que se hurtaba. Exasperado, pegaba un puñetazo sobre el mármol, lanzaba un escabel al fuego, tronando en palabrotas. —Se parece a su padre, el señorito Miguel —observaba sentenciosamente Pablo—. Pero don Enrique sabe beber mejor. Un año vinieron doña Lucía y don Enrique con las cinco hijas. Reveló la señora su buen sentido práctico con mil preguntas que a Ermitas hizo. Movía la cabeza. —Ay, Ermitas. ¡Cuánto falta una mujer en esta casal! —Falta, señora. ¿Y no cree que las señoritas?… —Maliciosamente las indicó con la mirada. —¡Quién sabe! —contestó la madre, halagada—. Dorila o Tula, que le van mejor por los años, y son ya unas mujeres, y están bien enseñadas. —riendo cascadamente, Ermitas juntó dos dedos, como si uniera algo. Doña Lucía miró a sus hijas. Sí, realmente, Dorila, que tenía veinticinco años, o Tula, con sus veintitrés recién cumplidos, podían casar con Álvaro. Pero cualquiera sabía el pensar de éste; en lo tocante a mujeres, se le antojaba raro. Era Dorila bella y tenebrosa, con su moreno moño apretado sobre una nuca deslumbrante, brillantes y negros los ojos. Tenía el cuerpo firme, proporcionado, a pesar de una estatura excesiva, heredada del padre. Hablaba con voz gruesa y sonora, aunque hablaba poco. Era altiva. Tula, en cambio, menos agraciada, poseía como sola hermosura unos enormes ojos que comían su rostro, trigueños en una faz muy blanca. Las ojeras azules, pronunciadas, marcaban sus angulosas mejillas. Los labios eran finos, estrechos, pálidos, y siempre andaba tirándose con los dientes de los pellejitos que en ellos se le formaban. Las manos de Tula largas, escuálidas, espirituales, semejaban velones de cera. «Tiene algo de ciprés», pensó Álvaro, mirándola. —¿Y quién es esta niña, Ermitas? — preguntó Lucía, señalando a la pequeña. —Es la Marcela, señorita Lucía; la nena que naciera en el pazo. Ya usted sabe… —¡Pobrecita! —compadecióse Tula. Marcela la miró con rencor. —¿Es siempre tan huraña? Con qué cara nos mira —terció Manuela. Desconcertada, volvióse hacia su hermana. Porque Ángela y Manuela obraban siempre a una, y hasta parecía que pensasen al tiempo. Nacieron gemelas, y tan semejantes físicamente, que, al principio, doña Lucía se angustiaba por el temor a que, sin darse cuenta, les cambiaran el nombre. Las vistió diferentes para evitarlo. Pero a veces, mirando hacia los rostros indecisos, con sus rubios cabellos lacios, y la desgalichada gracia de sus cuerpos demasiado lisos, doña Lucía temía, así y con todo, haberse confundido. Marcela se pegó contra la pared al escucharlas, con la barbilla clavada en el pecho. —¡Qué greñas! —rió Lucía—. ¿Ha probado el peine? E intentó acariciarla. Tal no hiciera; revolvióse la niña, pateando tan fuerte, que alcanzó a Lucía en las canillas. —¡Qué salvaje! —¡Marcela! —gritó Ermitas, horrorizada. La atizó un bofetón, mientras la reñía. —Déjala, Ermitas; no la pegues. ¡Déjala, Ermitas! Y se la quitó de las manos. —¿Verdad que vas a ser buena, Marcela? ¿Verdad que lo hiciste sin querer? Lucía intentó cogerla de la mano. Al principio se resistió la niña, pero por fin, cansada de alborotar, se dejó convencer. Mientras los demás visitaban la casa, Lucía fue con Marcela al jardín, y se metió por los macizos, y le pidió que la acompañara a la capilla. Marcela, apoyada contra un banco, miraba a la señorita Lucía y un vago respeto la invadía; rezaba Lucía con las manos juntas, y en los ojos una tan dulce expresión, como si contemplara algo muy hermoso. —Papá, cuando era niño, rezaba aquí —explicó a Marcela, cuando salieron—. Le había oído hablar muchas veces de San Miguel. A Marcela habíale sorprendido el gesto con que Lucía miraba las losas del suelo. Curiosa y triste. Luego se estremeció. Marcela, cuando la vio entrar en la casa, se quedó como cuando le apartaban los cestones para que no picara las uvas. Cabe al pozo la buscó Ermitas. —Pero cuántos disgustos das, Marcela. Parecíame talmente que tuvieras el demonio dentro… Oíanse voces; a la terraza se asomaban ahora los invitados. —¡Qué hermosa vista! —exclamaba Dorila—. Se ve desde aquí todo Santa Marta. —Mira, ¿ves? El molino, el castro, el convento de Dominicos… —Y la ría. ¡Qué tranquila está la ría esta tarde!, Parece un lago. —No está siempre así —observó Álvaro—. A veces, en invierno, con el tumbaloureiro, se encrespa y se pone negra y enfurecida. —¡Qué altas las montañas! —Tú también eres alta. Dorila enrojeció. Conocía la secreta intención de su madre al traerlas a casa de su primo. Miró a Tula, que se mordía los labios con un gesto cansado. —Di, Ermitas —preguntó Lucia al ver aparecer a la vieja con unas copas de tostado y unos dulces—, ¿por qué se puso así Marcela? ¿Te lo dijo? Porque no hicimos nada para enfadarla. Ermitas alzó los hombros; sabía que, escondida junto al pozo, Marcela no perdía nada de cuanto hablaban. —Pobrecita, ¡qué desgraciada! — apiadóse doña Lucia. —No es desgraciada, no, señora — suplicó Ermitas. —¿Y cómo no ha de serlo? — intervino Lucía—. ¿Cuántos años tiene? —Va para nueve que naciera. —¡Qué bueno fuiste recogiéndola, Álvaro! —Doña Lucía se volvía a su sobrino. —¿Bueno? ¿Qué otra cosa podía hacer? —Hombre, como poder… Pudiste mandarla al asilo. —Me daba lástima. Marcela, junto al pozo, se frotó el rostro contra las toscas piedras; quería hacerse sangre, sentir un intenso dolor físicamente para olvidar aquel que la desgarraba. —Marcela… Marcelaaa —gritó Ermitas—. Ven a despedir a los señores, que se marchan. Pero Marcela ni acudió ni lloraba ya. Restregándose contra el pozo y arañando la piedra, la encontró Ermitas. —¿Qué haces, Madre de Dios, rapaza? —Quisiera estar difunta. —¿Por qué? —Quisiera estar difunta. —No digas eso, ni por broma. A veces, dígome, Marcela, que no me tienes la cabeciña bien puesta… —Ermitas, ¿cómo se vive en el asilo? —Bueno, y ahora vaiste a montar los sesos… Dijéronlo por decir. —¿Por qué no me mandaron al asilo? —¿Y por qué iban a te mandar? Dígote que el amo nunca lo pensó. Lloriqueaba Ermitas, pero Marcela no la consolaba. Entrando en la casa encaminóse a su habitación. —¿Y la cena, rapaza? —No ceno. —Mira que vas a tolerar, Marcela. —… —Haz lo que quieras, hija. ¡Y que nunca te falte lo que tienes! Cuando Ermitas se fue a acostar, notó un sacudido movimiento en el bulto infantil guarecido en la cama. Apagó la luz. Y de pronto estalló la tormenta; dos bracitos se agarraron a su cuello, y un salvaje, desordenado corazón, golpeó contra el suyo. Marcela sollozaba. 4. —¿Te soy muy fea, Ermitas? ¿Te soy tan fea que todas tienen lástima? —Pero no, Celiña —susurraba la desdentada boca de la vieja—. Acuérdate que don Mariano dijera que tenías guapos los ojos. Y yo te encuentro más preciosa que todas. —No es verdad. —Júrolo por la Santiña, Marcela, y no te juro en falso, que es pecado. —¿Por qué vinieron aquí, Ermitas? Nunca vinieran las señoritas, ¿verdad? —Como venir, vinieron porque paréceme que vamos a tener señora, Ce liña. Doña Lucía créome que quiere casar a las hijas. —¿Y eso qué? —Tontiña, ¡las casar con el amo! —¿A la señorita Lucía? —Piénsome que será a las mayores. La señorita Dorila, te es una buena moza —explicaba la vieja, contenta de poder explayarse—, pero la otra, la señorita Tula, figúraseme que no anda fuerte… Tiene donde escoger, el señorito. Marcela recordó los sombríos ojos de Dorila, y su alto cuerpo, y de Tula las ojeras profundas, como lagos, en la cara. —¿Y para qué queremos un ama? —Bueno, Marcela, esto no lo entiendes, pero el señorito Álvaro es tiempo de que coja mujer. Que un •hombre joven no te está bien así. —¡Pero no es joven, el señorito Álvaro! —¿Qué estás diciendo ahí?… Y clariño que es joven, el señor. A fin de cuentas que los hombres te son jóvenes siempre, Celiña, y el señorito debe de andar cerca de los cuarenta. Espera… Justamente treinta y nueve hará el día de San Vicente, que la pobre señora… en gloria esté… lo tuvo. ¡Si vieses qué señora más buenísima! Y cómo besaba al su hijo, con tanta ansia. Érate un crío con unos faldones muy largos… Marcela, ahora, reía; no podía imaginarse al amo de aquella guisa. —Y ella lloraba porque no podía criarle. Y los médicos decíanle que no, que no estaba fuerte. Y ella le besaba, y jugaba con el hijo sobre la cama. Y luego me decía: «Ay, Ermitas, si yo falto, cúidamelo tú bien.» «Que no ha de le faltar, señora. Que verá cómo se saca la calentura y ve al hijo criado.» Pero ella sacudía la cabeza. —¿Era guapa la señora, Ermitas? —No te sé. Para mí, érame como la Santiña; nunca paré a pensar cómo era. ¡Y el señor mayor la quería tanto! «No te apures, mujer. No llores»… No sabía qué hacerla. Todo el tiempo que durara la enfermedad estúvome allí, encerrado, sin salir de caza ni acariciar a los canes, sentado en la butaca, junto a la cama. ¡Daba un ahogo verle días y días!… Cuando la pobre señora muriera — Ermitas se santiguó—, no se sabía cuála era peor cara. Y luego, estúvote mucho tiempo todavía sin salir, y andábamos maino, mismamente de puntillas, como si anduviésemos sobre una tumba. Ermitas se santiguó de nuevo. —Y luego, pasara meses y meses mirando para la cuna del hijo, como mirara enantes para la cama. Hasta que un día, fue y vino don Enrique, que aunque berre es un cacho de pan, y fuese al mi señor: «Fuera de aquí, Miguel. Que de hoy no pasa que te vienes a caballo conmigo al monte y tomas aire, y te mueves, ¡trueno!, que vas a te matar y mucho ganará tu hijo.» Y tanto gritó, que acabó llevándoselo, a caballo con él. —Ermitas… —¿Qué? —¿Viste? La señorita Dorila es mucho más alta que el nuestro amo. —Es, y bien guapa. Aunque yo tengo un aquel por la pequeña. —¿Por la señorita Lucía? —Sí —la voz de Ermitas se arrastraba, somnolienta. —Ermitas… —Xa. —Me acuerdo de una cosa que no te sé si es sueño. —Pues a dormir, Celiña. —No, oyme. Paréceme que una noche… debe hacer mucho tiempo… estaba yo en la lareira, y mandásteme al granero: «Marcela, ve al granero y mira por si dejaron el farol prendido, no vaya a caer sobre la paja y armemos fuego.» Y yo fui, y encontróme con que olvidaras cerrar la puerta. Y el farol estaba prendido, y fui para apagarlo. Quise subirme sobre un feixe de trigo, porque no llegaba, y se me fueron los pies sobre blando. Chillé; creí que topara con uno de los canes. Pero no era can, que una mano que me dañaba, cogióme el brazo. ¡Tuve un miedo! Era el Juan que estaba allí, con alguien más, no vi quién. Echó mano a la forca para tirármela. Tenía la cara tan roja como la culebra que tiene San Miguel debajo. Gritóme: «Hija de perra.» Y vi volar la forca por cima de los feixes, que el amo entrara y se la sacara al Juan. Y dijo: «¡Animal!» Me pensé que era por mí, y tapé la cara con las manos, pegada a la pared. «Fuera de aquí, rapaza», dijo. Y noté que no iba conmigo, que la voz teníala maina, y púsome la mano sobre la cabeza. Y yo fuime corriendo, que no quería le estar más allí. Ermitas, la mi madre, ¿cómo era?… Díjolo con una cara… —… —¿Duermes ya? En la obscuridad, sigilosamente, frotó Ermitas sus ojos contra la almohada. VII —¿SABES QUE LA MANCHA esa de la cría puédete ser lunar? Grande es, pero va pareciendo más lunar que mancha. —Clariño que es lunar —triunfaba Ermitas—. Díjelo siempre yo, pero vosotras, dale que te darás, que la mi pobre parecía talmente que tuviera algún mal, ¡no vos castigue Dios! La vez aquella que la Marcela guardara cama con las fiebres, pregunté a don Mariano. «Esto no es mancha, mujer, no voy a saber yo. Es un lunar que irá haciéndose más pequeño así que la rapaza crezca, y más de una rabiará por él»… Eso dijo. —No es fea, la rapaza, no. Pero te es tan hurona, anda siempre escapando; más parece animal de monte… —Ahora sí, ¿qué queréis que haga? Escapabais de nena, y aprendiera a escaparvos. La vez primera que le dio la Comunión don Antonio… va ya para dos años… dióme congoja ver la capilla desierta. Y menos mal que la buenísima de la señorita Lucía viniera, y comulgó con ella. Rosalía, apiadada, procuró disculparse: —Tuvo la culpa el Juan. —Tuvo, tuvo… También tuvisteis vosotras. Y que la Marcela tiene una memoria desgraciada, y ahora no lo olvida. En cambio, Marcela recordaba muy bien el día de su Comunión, y toda la anterior temporada. Don Antonio, el párroco, venía a prepararla, y ¡le contaba tan bellas cosas! Hubo un niño, Tarsicio se llamó, que muriera abrazado a la Hostia, y por más que le apaleaban y le tiraban piedras, no quería desprenderse de Ella. Supo también que todos los niños tenían un Ángel que miraba por ellos, y una madre, la Virgen, y que todos eran hijos de Dios, En la cabeza de Marcela un problema bullía: si el Niño era hijo de la Virgen, y la Virgen era madre de Marcela, y el Niño era Dios, ¿cómo podría ser su padre? ¿No sería su hermano?… Acostumbrada a callar, no consultó su duda; prefería un hermano, sí, un niño como ella. Y se creó así una idea de Dios a su antojo. El señor cura la obligaba a contestar de memoria unas preguntas, siempre las mismas. No comprendía Marcela por qué no podía recibir a Dios hasta aprenderlas de carretilla. —¿Sois cristiana? —Sí; por la gracia de Dios. La rizada cabecita roja se movía, inquieta. Los ojos buscaban un escape por la ventana. —Atención, Marcela; ese nombre de cristiana, ¿de quién lo hubisteis? —¿Lo qué? —Pero no te vayas a las batuecas y aprende, ¿o es que no quieres comulgar? Ermitas se desesperaba. —Aprende, Celiña, aprende. Que don Antonio va a se cansar, y no querrá enseñarte. Lo que sí recitó en seguida fue la Salve. Al llegar al pasaje: «A Ti suspiramos, gimiendo y llorando», se le encogía el corazón. Gustábale decir cosas bonitas a aquella Celestial Señora, tan sonriente siempre en la estampa que don Antonio le regaló. —¿Sabes lo que me dijo ayer Lucía? —preguntó don Antonio. Marcela le escuchaba, pendiente de sus labios. —Estuve en Cora, y conté a las señoritas que estabas preparándote para comulgar. Me preguntaron si tenías traje; les dije que nada sabía. —Merquéle un delantal nuevo en la última feria —terció Ermitas. —Lucía quiere saber el día que comulgas para venir ella. A Marcela le batía locamente el corazón. A las pocas fechas llegó de Cora un paquete. Ermitas se lo llevó al señorito. —Pero si es para ti, Ermitas. Ermitas lo abrió, deshaciendo cuidadosamente los nudos del cordón que lo ataba. Dentro, plegado, un velo blanquísimo, y una coronita de rosas blancas. Ermitas leyó, emocionada: «Para que Marcela lo lleve el día de su Comunión.» —¡Qué buenísima es la señorita Lucía! Marcela, vistiendo el trajecito de percal azul, tieso de puro nuevo, daba vueltas en torno al velo y la corona, — Aguardaremos a la señorita, que está para llegar, que yo no te sé como ella. Cuando Marcela oyó la bocina del coche, apretó, nerviosa, las manos contra el pecho. Lucía subía ya apresuradamente las escaleras. —Que traigo a don Antonio conmigo; daos prisa, Celiña. Sonrió a la rapaza, tímida y anhelante, con su delantalito azul. —Ven, Celiña, que yo te pondré el velo. A peinarte, primero. Sobre el velo, oprimiéndole las sienes, resplandecía la corona. —¿Te hace daño, Celiña? —Súfrelo un poco, yalma, que te está algo chica —suplicaba Ermitas—. Pero cuando te hagas a ella, ni la sientes. Lucía la besó en las mejillas. —Es el día más feliz de tu vida, Marcela. Pide mucho a Jesús por mí. Se dirigieron a la capilla. Habían encendido todas las luces, y parecía acerada y terrible la espada de San Miguel. Se arrodilló en un banco al lado de Lucía, y al otro, Ermitas y Pablo. Marcela, subyugada, observó el rostro de Lucía después de la Comunión: batía los párpados, como las palomas sus alas, y parecía que estuviese sola, o muy lejos. Al terminar la Misa, Lucía preguntó: —¿Pediste por mí, Marcela? Marcela bajó la cabeza, avergonzada. —Di, ¿pediste? —No pedí. —¿Cómo? —reprendió, enfadada, Ermitas—. ¿No rezaste por la señorita, como te lo encargara? ¿Qué hicistes entonces? —Nada —contestó casi hipando. —Como, ¿nada? —intervino don Antonio. Marcela alzaba los hombros, desesperadamente. —¿No rezaste nada? ¿No diste gracias a Dios? Marcela callaba. —¿Y entonces qué hacías? —Nada… No hubo quien la sacara de allí; no había rezado ni pedido nada; comulgó, juntó las manos, y se quedó quietecita, olvidando lo que le habían dicho. —No la mareéis, Ermitas — reprendió Lucía—. Dejadla. Es también un modo de orar. Marcela lo recordaba bien. No podía olvidarlo. Ahora, pasados dos años, comenzaba a ayudar a Ermitas en los trabajos de la casa. Ermitas disfrutaba viéndola ir por agua al pozo, o acarreando el cestón, que ella ya no podía con todo. Marcela contemplaba, desde las ventanas, el vasto y bellísimo paisaje ante sus ojos; sin razonarlo, comprendía su excepcional encanto. A veces, la ría, tan quieta, tan bruñida, dulce y lánguida, la atraía; impetuosamente deseaba correr hasta ella, hundiendo sus manos en el agua calma. Pero cuando soplaba el tumbaloureiro, Marcela, santiguándose, cerraba bien los postigos, e imploraba a San Miguel. El viento, entonces, bramaba en la noche con un rugido fiero, monótono, y amenazador. Atrancadas las puertas de la casa y de los establos, recogidos todos los animales, agrupábanse las gentes en la cocina. Con frecuencia, en noches así, le decía Ermitas: —Ve a dar una vuelta por el despacho, no sea que necesite algo el señor. Marcela recordaba el primer día que lo hiciera, que ya desde el pasillo creyó volar; el viento frío, huracanado, entrando libremente, la empujaba. Los pelos se le metían por los ojos. Marcela, apartándolos, los retenía con una mano. Sobre una de las mesitas del pasillo, con estrépito, volcóse un jarro que contenía flores, se tumbó el marco de un retrato. El agua comenzó a gotear y a formar un charco en el suelo. Marcela, guiándose por el ramalazo de viento, fue hacia donde adivinaba la ventana abierta. Debió marchar el señorito del despacho olvidándose de cerrarla. Desde la puerta, Marcela vio los papeles volando por la habitación y las sillas volcadas. Se sostuvo con una mano, apoyándose contra la pared, porque el viento la echaba para atrás. Marcela apartó las greñas de sus ojos: allí estaba el señorito Álvaro, de pie, ante la ventana abierta. Tranquilo y fuerte, ni se movía, como un árbol a quien la tormenta no alcanzaba. Marcela alzó su voz: «Señorito… ¡Señorito!», pero el aire se le metía por la boca, obligándola a cerrarla, y su voz se perdía en el aullar del viento. Álvaro admiraba el grandioso espectáculo: a lo lejos la ría, embravecida y fiera, parecía querer desbordarse por las riberas, ser montaña. Sus olas crecían, se enarcaban, gigantescas. La Capolada, trágica y descarnada, resistía el embate del viento, que al quebrarse contra ella, volvíase airado hacia la ría. Ante él, los cipreses del jardín se curvaban, dejando silbar el viento entre sus hojas, y más abajo, pasado el muro de su finca, los pinos y los laureles semejaban demonios retorcidos, que crujían, sacudiendo sus ramas, fantásticos monstruos de cien brazos. Álvaro, por fin, luchaba por cerrar la ventana. Marcela volvía, tiritando, a sentarse en la lareira. —¿Quiere algo el amo? —Como querer no te sé, Ermitas. Tenía la ventana abierta, y entraba tanto viento y tanto frío… Ermitas frotaba los bracitos en carne de gallina. —Hay gustos que merecen palos. Marcela se acurrucaba junto al lar. Escuchaba los cuentos que relataban. —¿Y cuando la Merla meigó a la Antonia? ¿No vos acordáis? —preguntó Rosalía. —Calla tú con la Merla —intervino Ermitas, rápidamente. —¿Y por qué tengo de callar? —Porque no lo cuentas, ¡hala! —¿Qué fue lo de la Merla, Rosalía? —preguntó Marcela, excitada su curiosidad. Los cuentos aquellos le daban miedo, pero le gustaban. Rosalía miró a la chica, que tendía el cuello para oír mejor. El fuego enrojecía la mancha grande, negra: —Nada. No fue nada —dijo lentamente. Y olviéndose de espaldas, se santiguó. —¿Qué pasa con la Merla, Ermitas? —insistía Marcela, tercamente. —Nada pasa —contestó la vieja de malos modos—. En vez de darle al magín con cosas que no entiendes, podías pensar que con este viento tan fuertísimo andará algún pobre sin casa, y pedir por él. Hubo un silencio. El viento azotaba las ventanas. —Ermitas, mañana saldremos a por las nueces. Tumbaríalas el viento. —Y las castañas, Celiña, que ya empiezan. A Marcela le gustaba el erizo de las castañas. —Que vas a mancarte con los pinchos; suelta eso, rapaza. Marcela los partía con una piedra, y salía el fruto. Luego, Ermitas lo asaba sobre las brasas. También Álvaro gustaba de recoger los erizos verdes, y colocaba varios de ellos en ringlera, sobre su mesa de despacho. —Señor, ni que fueran flores — murmujeaba Ermitas. —Tú no entiendes, Ermitas. Son más bellos aún. Ermitas, mirándole, meneaba la cabeza. Las verdes bolas erizadas, amarilleaban poco a poco, con tonos de oro apagado. A veces, mandaba que le prepararan un cesto de ellas, o de nueces, y se las llevaba a Cora. Ahora, iba casi todas las tardes a Cora. Ermitas recelaba si habría algún amorío con sus primas. —¡Y cómo me llega el señor! Perdido de barro, cansado y sin gana de cenar. —He merendado fuerte, Ermitas. —¿Y cómo siguen doña Lucía y las señoritas? Álvaro se quedaba pensativo. —Me han dado recuerdos para ti, y también Lucía me los dio para Marcela. —¿Cómo sigue la señorita Lucía? ¿Tan buena siempre? —No está bien, Ermitas; tiene unas decimillas… —¡Jesús, María! Una señorita tan sana… Así que le salga un buen novio le pasará —murmuraba, maliciosa. —La señorita Tula, pobre, no levanta cabeza… —Veíase venir. El día que estuvo acá tenía unas ojeras que la comían la cara. Y parecíame que no podía aguantarse en pie. ¿Y las gemelas? —Quieren irse al convento. Doña Lucía daba gracias a Dios todos los días por un favor tan grande. —Piensa, Enrique —razonaba a su marido, que no quería ni oírlo—, que tendremos siempre dos ángeles para rezar por nosotros. —No necesito que nadie rece — vociferaba él. —Y serán tan felices, en una vida tan tranquila y devota. Yo moriré contenta con esa preocupación menos. Y ellas serán dichosas. ¿Qué quieres que hagan? ¿Casarse?… ¿Y serán más felices con un hombre?… Mucho miedo me da entregar mis hijas a nadie, para que las dé, a lo mejor, mala vida. Decíalo doña Lucía simplemente, sin intención alguna, pero don Enrique bajaba la cabeza. —¿Solteras? No tal, Enrique; que no se hicieron las mujeres para solteras, y luego se vuelven amargadas y raras, y se llenan de manías. No quiero hijas solteras. —Y yo no quiero tocas, ¡trueno! — gritaba el padre. —No te castigue Dios por negarle a tus hijas —suspiraba, llorosa, doña Lucía. Y llegó la desgracia. Don Enrique comenzaba a pensar si no sería el castigo de Dios. —Ya ves, Enrique, ya ves qué dice el médico. Tísica, nuestra Tula. Y si a cambio de dos, Dios nos devuelve la salud de una… —Haz como quieras. Viéndole apenado, doña Lucía se acercó a él. Le cogió del brazo: —No están mal en el convento, Enrique. Es como si las casaras con el señor de otro pazo y pudieras ir a verlas, de cuando en cuando. —¡Pobriñas! —barbotó el viejo, ablandado. —Y que ellas pidan siempre por la vida de Tula. Que Tula está muy mala, Enrique, me lo da el corazón. Su maternal corazón acertaba. Tula en su cuarto, abierta la ventana, extendida en el lecho, pasó un invierno entero, y luego otro, tosiendo de cuando en cuando, con tos seca y desgarrada. Se hundió el pecho entre las flacas espaldas, y los ojos parecían más quietos, más perdidos en las profundas ojeras. Las manos, casi traslúcidas, reposaban, inertes, sobre los blancos encajes de las sábanas. Habían prohibido que sus hermanas la visitasen, por temor al contagio, pero Lucía, a escondidas, se escapaba muchas veces para sentarse sobre el lecho de la enferma. Al verla, brillaban más los ojos febriles, y unas rosetas aparecían en las escuálidas mejillas: —No me hagas reír, Lucía, que me hace daño. —Tula llevaba los afilados dedos al pecho—. Y toso. —No tosas, que entonces vienen y me pescan. —¿Vino el primo Álvaro? —Sí. Luego subirá un ratito a verte, como todas las tardes. —Qué bueno es, ¿verdad, Lucía? Desde que estoy enferma no deja un día de venir. —Sí que es bueno. Abajo se está, horas y horas, con nosotras, en la galería, que no sé cómo se entretiene. A buena hora Miguel o Jorge se quedaban así. —¿Y Dorila? —Ya sabes cómo es. Cuando entra Álvaro se levanta y se va. Tenemos que llamarla para merendar, y llega dándose aire, poniendo posturas. Ya la conoces. —Sí… —Y se pone colorada, y se enfada por nada. Álvaro lo ha notado y la hace rabiar. Yo creo que Dorila está enamorada de Álvaro… Tula cerró los ojos, apretando más los dedos sobre el pecho. —¿Y él? ¿Le gusta? —No sé. Ella, en cuanto siente su caballo, corre a peinarse. —¡Es tan guapa Dorila! —Eso dice el primo. —¿Dice que es guapa? —Sí. El otro día dijo: «Dorila, ayer estuve mirando la tormenta y me acordé de ti.» «Jesús, contestó nuestra hermana, ¿tan fiera soy?» «Sí, y tan hermosa», dijo él. Y la miraba muy serio. Dorila se sentó a jugar y le temblaban las manos al coger las barajas. Tula tosió. —No tosas, Tula, no tosas. Acudió doña Lucía. —Hija, si te tengo dicho que no hables mucho, que no te excites. ¡Fuera de aquí, Lucía! Lucía, desde la puerta, se volvía, acongojada, para mirar a su hermana. VIII A ÚLTIMA HORA, Álvaro subía con Jorge a ver un rato a Tula. Sentábanse al lado de la cama, y charlaban entre ellos, pues Tula apenas intervenía en la conversación. Doña Lucía se sentaba con la labor, cerca de la mesita, y era el rato mejor del día, para la enferma. La doliente cabeza apoyada en la almohada, bordeada de ancho encaje de Camariñas, tenía entonces un resplandor secreto, como si desde lo más hondo, algo la iluminara. La sonrisa, primero, fue de la boca joven, luego se refugió en aquellas dos hendiduras del rostro, a los lados de las mejillas; ahora residía en los ojos, febriles. A Tula le gustaba leer: más que afición era gula. Leía como quien come, devoradoramente. Álvaro la sorprendió muchas veces con libros que él juzgaba aburridos para una muchacha: antiguas crónicas y relatos históricos, y se embebía tanto en la lectura que parecía olvidar la enfermedad, la muerte al acecho, la juventud perdida. Un misterioso lazo ligó a los dos primos, nacido de este común amor a los libros. Exaltadamente, Álvaro sólo con Tula hablaba de su trabajo, y le confiaba raras adquisiciones de ejemplares únicos. A Tula se le encendían los ojos. Oía la voz, lenta y segura de Álvaro, relatando milagros, leyendas, sucesos acaecidos en tiempos antiguos, cuando los peregrinos iban a Compostela. —Aquí no hay ninguna, pero entre Espasante y Santa Marta existe una casa que en un tiempo fue posada de peregrinos. En la parte de atrás se conserva aún bastante bien el patio, que hoy sirve de establo para vacas. A veces, Álvaro, con un lápiz, sobre una hoja de papel, trazaba tres caminos: sinuoso, el lápiz bajaba, se adentraba, subía. —¿Ves? Éstas eran las vías principales. Seguirlas, una maravilla. Por su belleza natural y por la tradición que contienen. Reyes y Santos, nobles y gobernadores, todos venían a adorar el Sepulcro. Había mucho pillo, también, siempre lo hay. Pero abundaban los hombres de buena fe. A Santiago, en romería ven el Rey, madre, prazme de corazón. Ahora, cuando Álvaro trabajaba o leía, si algo bello o curioso le llamaba la atención, decidía: «Lo comentaré con Tula». Fuera de los años que estudió en Santiago no había tenido posibilidad de diálogo. Sus primos no compartían sus gustos; se querían, pero hablaban idiomas distintos. Por eso le maravillaba hallar en Tula, enferma, tanta comprensión, y el espíritu en vela. Al salir de La Sagreira tomó el hábito de llevar algún libro para Tula, y sin querer pensaba en ella, ya que lo releía detenidamente antes de entregárselo. —Toma, te interesará. Tula lo cogía entre sus afilados dedos con un cui dado infinito. Ver a Tula tratar los libros era un placer para los ojos. De cuando en cuando, Ermitas le preparaba una cesta con nueces o castañas, y un garrafón con mosto. Pero, a veces, mientras charlaba con las otras muchachas, abajo, en la galería, se acercaba Dorila, bellísima y tenebrosa. Álvaro sentía siempre en su presencia el deseo de zaherirla, lo que no impedía que cogiendo las manzanas o las nueces destinadas a Tula, dijera: «Toma. Las traje para ti». Y en aquel momento olvidaba que no había sido ésa su intención primera. Dorila, altiva, acogía el obsequio como si lo esperara. —Álvaro trajo una cesta con nueces a Dorila —comentaba Lucía, sentada sobre el lecho de Tula. La enferma sonreía, con aquella sonrisa de los ojos, cansada, distante. A veces, suspiraba, llevándose una mano al pecho. —Vete de aquí, Lucía, vas a caer enferma también tú —decía con energía, desmentida por la alegría de sus ojos cuando divisaba a la pequeña, empujando suavemente la puerta para ver si podía entrar. Y Lucía comenzó a quejarse de cansancio, de falta de apetito, de sudores. Doña Lucía, temblando, vigilaba la temperatura: tenía décimas todas las tardes. La madre se derrumbó; entre sollozos reclamaba a Dios la vida de sus hijas. —No hay que alarmarse — tranquilizaba el médico—. No es cosa seria. Ahora, eso sí: hay que separarla. A un sitio alto, con muchos pinos y que esté tumbada, sin hacer nada. Que no se aflija, que descanse, que coma mucho… Pero nada de estar con las otras, que va a ser esto una cadena. —¿Y cuándo debe marcharse, don Mariano? Don Mariano se volvió hacia la puerta entornada de Tula. —Cuanto antes, mejor. Jorge fue quien halló la solución. Sentados en la galería, discutieron largamente. —¿Y por qué no mandarla a Las Puentes? No está demasiado lejos, y allí tenemos caseros, buena gente. A don Enrique parecía que iban a reventarle las venas del cuello. Resoplaba. —Sí, es cierto. Ángela y el marido; y Margarida con todos sus hijos. Pero… —Ya sabes lo que ha dicho el médico, mamá. —¿Tan joven, Lucía, mandarla sola a Las Puentes? Y yo no puedo acompañarla. Ni vosotros tampoco… —Que vaya Gabriela. Gabriela era en Cora lo que Ermitas en La Sagreira. —Naturalmente, Enrique, siempre lo pensé. Pero siento que no vaya con ella alguna muchacha de su edad. Los caseros son viejos. Gabriela, ¡fíjate!, y la Margarida, siempre con un hijo a cuestas… Pasaron revista a todas las criadas del pazo. Lo hablaron con Lucía. —¿A quién te gustaría llevar contigo, Lucía? —Quisiera quedarme. —Lucía se agarraba a su madre. —Vaya, Lucía, no seas niña —la madre procuraba ser fuerte—. Es por tu bien, y don Mariano ha asegurado que te curarás. —Prefiero estar mala y estar en casa —lloriqueaba Lucía. —Lucía, hija, Lucía… Que no te oiga tu padre. Habíamos pensado, claro, en que fuera Gabriela contigo. Lucía, hipando, hizo que sí con la cabeza. —Y Marcela —dijo. —¿Qué Marcela? En el momento de preguntarlo cayó en cuenta doña Lucía. La rapaza aquella, era cierto: —Sí, hija mía, se lo diremos a Álvaro. Álvaro lo aceptó. No tenía nada que preguntar ni nada que consultar. Marcela acompañaría a su prima a Las Puentes. —Es un puercoespín —advirtió, riendo—. Ermitas la tiene en estado salvaje, y entre eso, y entre que la tienen por meigadu los demás, anda como huida. —No era así cuando hizo la Comunión. Parecía un poco torpe, pero sumisa y obediente. Tenía unos ojos preciosos. —Poco los luce, con las greñas que lleva. Ermitas no es lo que era y me parece que Marcela hace de ella lo que le viene en gana. —¿Es sana? —preguntó doña Lucía. —Debe serlo. Ya sabes que Ermitas todo lo cuenta, así que me hubiese enterado si anduviese mala. Gorda y fuerte sí lo está —rió—. Con unas piernas como lacones… —¿Querrá venir? —¿Pues no había de querer? Claro que vendrá, Lucía. Al desmontar, frente a La Sagreira, llamó Álvaro a Ermitas: —Ven acá. Quiero hablarte. —¿Qué es ello, señorito? ¿Pasa algo en casa de los señores? —No, Ermitas, pero Lucía, ya lo sabes, está enferma. Casi nada. Aislándola y con cuidados parece que será cosa de poco tiempo. La mandan a Las Puentes, con Gabriela, ya la conoces. —La buena de Gabriela… —Quiere Lucía que le acompañe Marcela. —¿Marcela? —Sí, Marcela, mujer, así que díselo. ¿Por qué te quedas ahí parada? —Que dióme una vuelta la sangre sólo en pensar que Celiña pueda desjuntárseme. —Es por poco tiempo. Y Lucía fue siempre tan buena con ella… —Sí, señorito, si comprendo… Además, que los señores mandan… Salió la vieja, escondiendo la cara en el delantal. —¡Vaya! —pensó Álvaro—. Ya tenemos drama. A la mañana siguiente, Ermitas se presentó a servirle el desayuno con los párpados hinchados, y sorbiéndose las lágrimas. —Señor, ya se lo dije a la Marcela y sí que va. ¿Cuándo marchan? —Saldré esta tarde, después de comer. Puede venir conmigo. Pide el coche de Andrés. —Si es por la rapaza, no pido, que cabalga talmente como un mozo. No sé cómo aprendiera. Quería de decirle… —¿Qué es ello, Ermitas? —No la deje en Cora para luego. Sólo mientras esté en cama la señorita. Porque una… —Entendido, Ermitas. Cuando esta tarde bajó Álvaro la escalerilla de la solana, halló cerca del «Gallardo» otro de los caballos. Junto a él, Marcela, con una capa negra, abrigosa, que Ermitas la dejara «para el viaje», cubriendo su trajecito de percal. Ermitas, llorando todas las lágrimas de su cuerpo, abrumaba a recomendaciones a Marcela. Por las ventanas de la casa, los otros sirvientes atisbaban la despedida. —Ea, ¡en marcha! Para montar, Marcela subió unos escalones y desde allí brincó a lomos del caballo. —¡Bravo jinete! —celebró Álvaro —. Vamos. Adiós, Ermitas. —Adiós, señorito Álvaro. ¡Adiós, mi Marceliña! Al pasar por el abierto portón volvió la cabeza Marcela para mirar por última vez al ama. Ermitas había hundido la cabeza en el delantal, y las criadas intentaban consolarla. Cuando se vio en el camino, cuando llegaron al crucero, cuando se aventuraron por estrechas corredoiras, le brincaba el corazón a Marcela. Cabalgaba Álvaro en silencio. Al pasar por los caminos abovedados de árboles, cuyas ramas podían darles en la cara, levantaba el bastón, sujetándolas para que la muchacha pasase libremente. —¿Vas bien, rapaza? —preguntó una de las veces. —Voy, señor —contestó Marcela. Ardía en deseos de preguntar el nombre de los sitios por donde pasaban, pero no se atrevía. Ella no había salido nunca del pazo, siendo sus fronteras los límites de aquél. Ermitas se había opuesto siempre a que saliera. —… Y a saber que puede una encontrarse en el camino, que anda mucho malo suelto, y no se está en ningún sitio como en casa… Tampoco Marcela deseaba arriesgarse fuera de ella. La fraga era donde más lejos llegaba: se perdía entre aquellos corpulentos árboles, los palpaba, los ponía nombres. Entraba en ella lo mismo que entraba en la capilla, los domingos. Levantando la cabeza, intentaba ver entre sus copas un pedazo de cielo. Andaba, andaba. Con el rostro vuelto hacia la izquierda, porque entre un árbol y otro divisaba la ría y le gustaba aquel caminar, como arrastrada por la corriente. Poco tiempo atrás, Dolores había contado, en la lareira, lo bien que lo pasaba los domingos, en el pueblo. De oírla, Marcela supo que había tiendas donde vendían de todo, y un paseo con árboles frente al Ayuntamiento, y por allí iban y venían las muchachas. —Y ahora que caigo, Marcela no conoce Santa Marta —observó Dolores —. Esta rapaza está mismamente como salvaje. Debía la llevar un día al pueblo, Ermitas. —Tanto parolar, dale que dale a la lengua —barbotó Ermitas—. Nada se le perdió, en el pueblo. —Pero, va siendo mujer, ¿eh, Marcela?, y querrá ver el mundo. —¡Qué mundo ni qué gaitas! Buen mundo iba de ver. Ende las ventanas veilo. —Que responda ella, mujer. ¿Quieres ir al pueblo? —¿A qué hacer? Sacudió los hombros la muchacha. —¿Qué tiempo tiene la Marcela? — preguntó Herminia, con malicia, observándola. —No sé. —Catorce hará que nació — intervino Pablo—. ¡Cómo pasa el tiempo! Y bien los hace… Que acuérdome bien del día que vino al mundo. —Púsose gorda la rapaza, Ermitas, y fuerte… Marcela, colorada, con una navaja en la mano, hacía cortes y rayas sobre la mesa para disimular su turbación. Ermitas procuró cambiar de tema: —Mira que la señorita Lucía que parece que púsose también enferma. —Esa sí que lo íbamos de sentir todas —terciaba Rosalía—. Porque, como buena, no le hay dos como ella. Por la noche, Ermitas preguntó, refunfuñando, a Marcela: —Y tú, ¿qué dices a esas, tienes ganas de conocer el pueblo? —Yo nada dije. —No dijiste, pero ¿tienes ganas? Marcela lanzó una carcajada, sonora y fresca. Retumbó en el silencio de la noche como una cascada de agua. —Qué he de tener, mujer. Recordaba ahora esta conversación. Dejaron el camino que bajaba de la Sagreira, y vio a su izquierda dos fuentes donde se afanaban las mujeres, lavando. Al llegar junto a ellas, saludaron: —Vaya con Dios, señor. —Todo el mundo le conoce — pensaba Marcela. Salieron al camino, y tras cabalgar se adentraron por un sendero cuyo suelo estaba cubierto de agujas de pino. Aquel rojizo tapiz formaba blanda y resbaladiza alfombra, al paso de los caballos. —Cuidado, Marcela, ve con tiento. Cuando salieron de nuevo al camino, Marcela puso el caballo al trote, gozando con el viento en la cara. Tras mucho cabalgar, detúvose Álvaro. —Ya estamos —dijo. Marcela, no veía casa alguna, ni puerta de entrada. Penetraron por un sendero pindio, bordeado de árboles. Debía haber eucaliptus en la finca, porque el aire traía su olor y el de la resina. Sendero abajo, descubrió la casa, hundida en el valle, al pie del río. El río le pareció pequeño, como una cría de su ría familiar. Miguel se adelantaba a su encuentro. —Estábamos esperándote. —¿Viene Marcela? —preguntó, ansioso don Enrique, aproximándose. Marcela se sintió escrutada por tres pares de ojos. Se dejó escurrir del caballo. —Pasa. Pasa. Te aguardábamos. La señorita, ¿sabes?, tiene que marchar pronto, lo antes posible. Ven… La pobre figura de la rapaza, con su negra capa colgando tras ella, se adentró por los pasillos. SEGUNDA PARTE IX LA CASA que ocuparon en Las Puentes era pequeña, de dos plantas. Al llegar, viniendo de Cora, les pareció más pequeña aún. Pertenecía a don Enrique, y la tenía alquilada a unos caseros, pero al conocer éstos la llegada de la señorita Lucía, se apresuraron a dejar un piso libre. Acomodáronse como mejor pudieron en el bajo, dejando el de arriba, más espacioso, para la señorita. La recibieron calurosamente: —Mi santiña querida, ¡la hija de don Enrique! Y qué guapa que está: ¡parece un carabel! Detrás de los viejos iban asomándose las caras, recién restregadas, de cinco chiquillos, tan seguidos que no parecía posible pudiesen ser hermanos. La madre, Margarida, llevaba en brazos al más pequeño. Miraban los niños a la señorita, pasmados, hurgándose las narices con los dedos, o rascándose la cabeza. Margarida soltaba pescozones a diestro y siniestro, hasta que se aburría, y les dejaba hacer. Los viejos se exclamaban: —Seméjase a la señora, paréceme que la estoy mirando, cuando casó… Lucía, cansada y enervada, sonreía. Atravesando el pasillo, donde picoteaban las gallinas, subieron por la desvencijada escalera. —Apañárnoslo todo por lo mejor. Tiene que nos dispensar, si no acertamos. Olía a pintura. Las paredes, recién enjalbegadas, chillaban su blancura. La vieja Ángela se precipitaba, abriendo las puertas de las habitaciones: —Pusimos aquí a la señorita, que es la alcoba de la casa, y de mañana se ve todo el valle. Resplandecían las sábanas limpias, los modestos muebles recién encerados. Junto a la ventana un diván, como su madre ordenó. «Días y días aquí. ¿Me curaré? ¿Me curaré?…», se preguntaba Lucía, angustiada. Aquel cuarto destartalado, oliendo a lejía, tan frío… —Gabriela, pondréis la cama de Marcela en mi cuarto. Marcela apretó más el hatillo que traía en la mano. ¡Qué lejos La Sagreira y el seco calorcillo de Ermitas! —Cualquier cosa, ya saben, ¡a mandar! —Déjalas, madre —intervino bruscamente Margarida—. Que la señorita tendrá que acostarse. —Tienede —corroboró Gabriela. Y se puso a deshacer la maleta. Ya en la cama, sintiendo en los huesos la humedad de las sábanas, Lucía tiritó. No quería llorar. Quería ser fuerte. Pero envidiaba a Tula: decían que estaba tan mala, que por eso la separaban de allí, pero Tula tenía a mamá para cuidarla, permanecía en la blanda cama de su casa, y sólo con volver los ojos a la ventana, veía las ramas de los eucaliptus. Lucía tardó en dormirse, asombrándole la facilidad con que, en cambio, lo hizo Marcela. La vio desnudarse, de cara a la pared, vergonzosa, y luego escabullirse entre las sábanas. Se encogió como un ovillo, como si tuviese frío. —¿Quieres otra manta, Marcela? Marcela ya no contestó: dormía. Se despertó temprano, con la sensación de una gran claridad. Tardó en acordarse que no estaban en La Sagreira, ni en Cora, sino en Las Puentes. Miró hacia las cortinas de la ventana: la noche anterior las habían corrido, pero debieron olvidar de cerrar las contras. —Estoy despierta, Celiña. ¿A dónde vas? —Voyle a cerrar —contestó azarada, quieta en medio del cuarto, con la saya de grueso percal blanco, que no se quitara para dormir, cubriendo sus apretadas carnes. —No cierres, Celiña, abre. ¿Qué se ve desde aquí? Se dominaba el valle, verde y jugoso, circundado de montañas. Lucía, con los pies descalzos, corrió a la ventana, y ante el limpio y tranquilo amanecer, y el vivo colorido del paisaje, sintió que desaparecía su angustia. «Un poco de paciencia. Aquí curaré pronto, lo dijo el médico. Y entonces volveré.» Rodeaba, con su brazo, los hombros de Marcela. Marcela, era, aunque tenía cinco años menos, tan alta como ella. —Verás qué bien lo vamos a pasar, Celiña, con labores y libros para leer. Una duda la asalta: —¿Sabes leer, Marcela? Marcela frota un pie contra otro. —Te enseñaré, Marcela, ya verás. Tomó a conciencia su propósito. Con las ventanas de par en par abiertas, tendida en el diván, emprendió la tarea de enseñar a la rapaza las primeras letras. Marcela, al principio, se sofocaba de vergüenza. No sabía qué hacer con sus manos, anchas y carnosas. Retraía, esquiva, la mirada. —Vamos, Celiña, no volvamos a las andadas. ¿Me quieres o no me quieres? Pues si me quieres, aprende, hija. ¿No ves que es por tu bien, que vives talmente como los animales? Marcela callaba: no le parecía la vida de los animales despreciable vida. Recordaba a los perros de La Sagreira, tan queridos por todos, tan mimados, sin que nunca les faltasen comidas ni atenciones. «Pistolas», por ejemplo, fue como un amigo para el amo, y como a un amigo le sintió cuando, de puro viejo, dejó de existir. Lo enterraron en la fraga, al pie de un castaño, en una suave loma de la tierra, y tardó bastante tiempo en reemplazarlo. Pero, al llegar la temporada de caza, ocupó el «Chinto» el puesto de «Pistolas», y, desde entonces, consciente de su nueva importancia, marchaba siempre al lado del amo, brincando y correteando, porque era joven y juguetón. ¡Buen «Chinto»! Marcela le acariciaba a escondidas, y acercaba su cabeza al morro húmedo. ¿Y los caballos?… Los caballos que el Juan cuidaba, y lavaba, y lustraba. Montado por el señor, el «Gallardo», que relinchaba al llegar ante el portón, para que abrieran pronto. Las vacas, con su mirada mansa y bobalicona, las gallinas, alegres e impertinentes, los bueyes, que parecían sabios. Para arar, los uncían, e iban las mujeres tras ellos, golpeándoles en las ancas. Todos tenían sus establos, y sus camas de hierba seca, y el pienso asegurado. No, no era malo ser animal del pazo… A veces, Lucía escuchaba un hondo suspiro: suspendía la clase. —Marcela, ve al jardín y tráeme unas flores, y coge las manzanas para hoy. Antes de que terminase de hablar desaparecía Marcela. Al hallarse en la huerta saltaba como un animalillo joven, respiraba con fuerza, sacudía el manzano con ansia gozos a. Después, clavaba los cortos y afilados dientes en la sabrosa pulpa. Cantaba. No retenía letra alguna de las canciones escuchadas desde la lareira, y solamente como un clamor de todo su cuerpo, brotaba de su garganta, o de su pecho, el alalá, misterioso y desgarrador. Cuando aquel sonido, gutural y oscuro, llegaba hasta Lucía, a ésta se le llenaban de lágrimas los ojos: deseaba acudir a aquella salvaje llamada, correr a la huerta, lanzarse al valle… Pero Marcela, de pronto, recordaba que la señorita Lucía continuaba arriba, tendida en su diván: palidecía. Y a la misma carrera que llegó, brincaba por las escaleras para volver antes. A Lucía se le antojaba que aquel olor frutal la acompañaba, se confundía con su propio olor. Algunos días, Marcela, cuando bajaba a la huerta, se apoyaba contra un árbol, de cara al valle. A lo lejos, muy a lo lejos, se divisaban las montañas. El viento traía a sus labios un sabor agreste. Con los ojos abiertos, como una vidente, pasaba ante sí todo cuanto añoraba: La Sagreira, el viejo pozo, la capilla de San Miguel, el granero, los campos de maíz, la parra. Creía tener delante, asomada a una ventana, la quieta y ensoñadora imagen de la ría, el castro del molino, el campanario de la iglesia. El viento fingía el tañido de las campanas. Tamtam… En Santa Marta tocaban a todas horas. Contestaba a la de los dominicos, la de la pequeña iglesia, al otro lado del camino: tamtam-tam… clamaban las voces de bronce. Marcela adivinaba, tras ellas, una procesión de blancos fantasmas, vestidos con albos, impalpables ropajes, que subían, subían, mientras volteaban las campanas… En el mes de las Ánimas, sobre todo, Marcela marchaba como loca, huyendo de aquella bronca llamada, y atraída por ella. Junto al lar, Rosalía y Dolores bisbiseaban: «Rosa, la del molino» y se santiguaban. Volvía a tocar la campana. Tam-tam-tam. «Manuel, el del herrero». Y se santiguaban. Marcela daba diente con diente, mientras desfilaban aquellos nombres de unos cuerpos sin vida. Ahora, lejos de La Sagreira, sin saberlo, su corazón era como una campana de carne. Sentía extrañas opresiones, repentinos vértigos: le zumbaban los oídos. —Mujer, ¿qué te pasa? —Dióme vuelta el cuarto. Salía a tomar el aire, para que se le pasara. Cerraba los ojos: azotaba su rostro el viento. Marcela, con horror, recordaba los días del tumbaloureiro en el pazo, y al señorito Álvaro, quieto ante la ventana abierta. Volaba la casa, por aquella ventana abierta: —Al mi señorito no hay viento que lo tumbe —decía Ermitas—. Siempre siega los laureles de la corredoira, que salgo en busca de las ramas por lo que arrescenden, pero él puede con todo. El aire silbaba: perdido en su silbar, creía oír el ladrido del «Chinto», y el ruido familiar de las botas del amo, subiendo la escalerita de la solana; después, sus recios pasos por la casa: era como si, a pesar de la mucha gente, la casa estuviese vacía hasta que él llegaba. A Marcela se le quedaban las manos frías y se ponía pálida. Cuando volvía arriba, junto a Lucía, su ausente mirada vacua la irritaba: —Marcela, no pongas esa cara. Parece como si no estuvieras aquí, o hubieses visto brujas o trasnos. ¿Los viste? Marcela, hosca, inclinando su cabeza sobre el cuaderno, procuraba, con esfuerzo, trazar bien las letras, apretando con fuerza el mango de la pluma. En el atardecer, Lucía le relataba pasajes de la Historia Sagrada. Marcela los escuchaba como escuchara a don Antonio, de pequeña. A veces no hablaban. Sentada en una silla baja, cerca del diván en que estaba Lucía, ensimismadas, dejaban que las sombras se adueñaran del cuarto: —¿Sabes, Marcela? —decía por fin Lucía, y la voz parecía muy lejana—. A estas horas, en Cora, estará mamá junto a Tula, y mis hermanas en la galería… Marcela quería imaginárselo como Lucía lo describía, pero se encontraba a sí misma pensando en Ermitas, arrastrando los pies por los pasillos, y en la imagen del amo, inclinado sobre los libros, mientras ellas subían a la cama. ¡Qué tarde se acostaba el amo! Desde pequeña sintió Marcela que si el amo velaba, no era posible que nada sucediera. Daba tranquilidad, saber a un hombre despierto, con un perro al lado. De cuando en cuando llegaban cartas para Lucía. A través de los renglones que su madre escribía, seguían, a distancia, la vida de ellos. «Dorila está pasando unos días en la ciudad. Tula parece que está mejor, pero no hay que fiarse. El primo sigue viniendo todas las tardes». A veces, don Enrique ponía una vigorosa coletilla a las cartas: «Y no me seas maula y te hagas la enferma, que estás muy buena, y tu madre te necesita». Donde estaba escrito «madre», leía «padre» Lucía, sorbiéndose las lágrimas. —Escucha, viene tu señorito un día de estos. Marcela se quedó parada. —¿El señorito Álvaro? —preguntó, por fin. —Sí, mujer; no sé que tú tengas otro señorito… Marcela abrió al azar las páginas de un libro de viajes. Mientras Lucía terminaba de leer la carta, permaneció quieta, con los ojos fijos en una misma ilustración. No sabría decir qué representaba: había un río, y unos árboles altos en forma de abanicos, y una mujer con un cántaro sobre la cabeza, y un traje hasta los pies. La mujer parecía mirarla… Poco a poco, los chillones coloridos del grabado temblaron, borrándose ante sus ojos. Marcela sentía un calor muy grande en la frente, y frío en las manos. ¿Cómo había dicho Lucía?… «Tu señorito». No era su señorito: era el amo. Hay gran distancia de una cosa a la otra, ¿cómo no lo comprendía Lucía, tan lista como era? Lucía, sí, era su señorita; pero, sin embargo, sintió que pertenecía más al señorito Álvaro que a ninguna otra persona: «Claro, suyo es el pan que comiera, y La Sagreira, y todo, como decía Ermitas». Pero ese pan, ¡diaño!, ella se lo ganaba: trabajaba sin parar, del día a la noche, lavando la ropa del señor, ayudando a Ermitas. Trabajaría hasta rendirse, hasta caerse muerta, para que así quedaran pagos los años pasados, de niña, sin hacer nada. Por mucho que hiciera, seguiría siendo del señor el pazo, y del señor la cama donde durmiera, y del señor los campos donde cavase. Por mucho que hiciera, seguiría Ermitas, diciendo: que «a él le debía el pan, y el techo, y todo». X ESTABA MARCELA escribiendo, bajo la vigilancia de Lucía, cuando oyeron fuertes palmadas en el portal. —¡Eh! ¿No hay nadie en esta casa? —El señor —dijo Marcela. Y se puso de pie. —Sal a buscarle, Celiña, y no pongas esa cara, que no va a comerte. Marcela oía ya las pisadas del amo, subiendo los carcomidos peldaños. Cuando abrió la puerta, Álvaro se detuvo: —¿Y la señorita Lucía? Viniendo de la calle, no distinguía, en la penumbra de la estrecha escalera, quién era la muchacha. —Pase. Marcela, súbitamente triste, se quedó un momento en el pasillo, escuchando las alegres exclamaciones de Lucía. Luego, bajó la escalera, camino de la cocina: —¿Y quién vino? —preguntó Margarida, curiosa. —El señor. —¿Don Enrique? —recalcó Margarida, asombrada—. No me lo pareciera. Los chiquillos daban vueltas alrededor de Marcela. —No, que es el primo de la señorita, el de La Sagreira. —¡Ah! —rió, maliciosamente, la mujer—. ¡El primo!… ¿Están apalabrados? Marcela enrojeció. —No, que no lo están. —Pues ella bien guapiña que le es, y buena. Los hombres no saben lo que quieren… Toma, súbeles una poca de vino y unas lonchiñas de jamón, que vendrá con hambre. Marcela se alzó de hombros: —Súbelo tú. No se lo hizo repetir Margarida. Cargando con la bandeja, obsequiosa, se dirigió al piso de arriba. Los chiquillos rodearon a Marcela, curiosos. Sobre los cuerpecitos desnudos llevaban unos delantales llenos de manchas de barro: cuando se agachaban enseñaban el trasero. Marcela se asomó a la ventana: desde el cuarto de encima llegaba la voz, grave y lenta, del amo. —Preguntóme la señorita por ti, Marcela —dijo Margarida. A Marcela le pareció el señor más alto, sentado en la silla baja, cerca del diván. Lucía, tenía unas rosetas en las mejillas, y los ojos brillantes. En el regazo una cesta, de la que iba sacando racimos de uvas rojas, amoratadas, que palpaba con sus dedos, casi acariciándolas. —Cógeme la cesta, Celiña, y llévame esta fruta. Mira lo que mamá nos manda: quesos, dulces hechos por ella. Habrá que guardarlos en la alacena. Torpe, y sintiéndose desgraciada, Marcela iba recogiendo las cosas, según Lucía las sacaba. —¿Y qué? ¿No saludas a tu señorito, Marcela? Rodaron las uvas por el suelo. Agachóse la muchacha, confusa. —¡Vaya todo por Dios, mujer! Álvaro, desde la silla, alargó el brazo y cogió algún racimo. —Traigo recuerdos para ti de Ermitas, y que me fije si estás bien gorda, y que a ver si quieres volver para allá. Marcela espachurraba las uvas contra el pecho. —Pero, mujer, que las estrujas. ¡Mujer, qué torpe estás! —reprendió Lucía. Angustiada, Marcela alzó los ojos, y encontró, posada sobre ella, la mirada, reflexiva y un poco sorprendida, del señorito Álvaro. Dióle un vuelco el corazón: de pronto, para ella se llenó el cuarto del olor a los campos de La Sagreira, y le pareció, aturdida, escuchar el ruido de las faenas. —¿Qué te pasa, Marcela? ¿Te pasmaste? —Lucía se impacientaba—. Muchas veces se queda así, como tonta… Pálida, y con los ojos brillantes, Marcela salía con su carga. Tuvo ganas de volverse a Lucía: «¿No me pueden dejar en paz?» Bajó de nuevo a la cocina, y allí estuvo, sentada a la mesa, escuchando el palique de Margarida. Margarida era rolliza, sana, y cariñosa: extendía su maternidad a todo el mundo. Entre meneos a la cacerola, y avivar el fuego, volvíase y chillaba, desaforadamente, a alguno de los críos, que andaban picando en la sartén. Luego, como si aquel grito fuera un respiro, continuaba hablando en su tono normal, un poco cantarino: —Verás cuando te cases, qué desespero. Estos hijos tórnanme vieja… Pero lo decía riendo, y si lloraba el chiquitín, fuera la hora que fuese, plantando el quehacer: —¡Eh, chuchón! No berrees, que de seguida te doy… Y dicho y hecho: abría la bata, y sentada delante del fogón, ponía el crío al pecho, mientras con la otra mano agitaba el soplillo para que no se apagara la lumbre. —Mi hombre está de camarero de un barco de la Mala Real. Empleáromnele los señores. Gana bien, pero de seguida vanse los cuartos, que así que viene me deja preñada. Reía, satisfecha. —¿Y tú? ¿No tienes galán? Marcela se puso pálida. —Eh, rapaza, no pierdas la color. Que a tus años —¿cuántos tienes? ¿quince?— ya andaba yo haciendo por aquél… Señaló al mayor. —Luego nos casamos, que su padre fue muy cumplidor. Marcela la escuchaba, con el oído atento a los pasos en la escalera. —Ahí baja el tu señor, vamos a despedirle. ¡Quietos vosotros! —gritó a la chiquillería que se ponía en movimiento. —¿Y cómo encuentra a la señorita Lucía? —preguntaba Margarida—. Pienso que no tendrá queja del trato, ¿verdad, señor? Que pobres somos, pero queremos darle gusto en todo. Si estuviera el mi hombre la serviría mejor, que él bien que sabe, por la costumbre. —La señorita está muy contenta, y mucho mejor que cuando vino. —¡Ay, dígaselo a doña Lucía, para que lo sepa! Que engordó, no hay más que verla. Y si la otra la trujeran a tiempo, ¡santiña!, no se les iría… Nublóse el rostro de Álvaro. Movió la cabeza. Distraídamente, dio una palmadita en la cara de uno de los chiquillos. —¿Quieres algo para Ermitas, Marcela? Marcela se apoyaba contra la pared, confusa. —¿Tienes ganas de volver allá? Me parece que no, que aquí te tratan mejor, y te has puesto hecha una mujer, Marcela. Apoyada al quicio de la pared quedó, mientras se perdía la silueta del amo, en el sendero. Margarida comentaba a su lado: —¡Qué buenísimo que es, Marcela, y qué falangueiro! Habla con una pobre tan llanamente, ¡Dios le bendiga! Vivieron, durante algunos días, desmenuzando la visita aquella. Marcela supo, por Lucía, las cosas que su primo contó: Tula estaba muy mala, había que hacerse a la idea de perderla pronto. Don Enrique no se resignaba y escondíase a jugar con los criados en la antecocina, que no quería enterarse de nada. «No poder hacer nada por ella. Ver cómo se va, día a día», había dicho Álvaro: y Lucía adivinó lágrimas, sin cuajar, en su garganta. Álvaro marchaba ahora a Santiago, que andaba ocupado con el libro aquel que escribía. Lucía preguntó cuándo volvería a Cora, recomendándole que no dijera a sus padres cuánto los echaba de menos. Marcela no se cansaba de escucharla: a veces, engaritaba los dedos contra el pecho. De cuando en cuando, con una disculpa cualquiera, se refugiaba en la cocina, porque Margarida acababa siempre por hablar del amo, y le preguntaba cosas sobre La Sagreira. Y hablar de La Sagreira, era acercarse a ella. Dos primaveras florecieron en Las Puentes ante los maravillados y dulces ojos de Lucía, y los quietos, insondables ojos de Marcela. Parecíales que llevaban siglos viviendo allí. Vieron florecer los manzanos, caer la flor, marchitarse el fruto, y quedar un invierno entero los árboles descarnados, ateridos. Lucía y Marcela se apiñaban, dándose calor, frente a la ventana abierta del cuarto. —Salte, Celiña, que hace frío y tú no estás enferma. Pero Marcela permanecía allí. Lucía observaba los esfuerzos de la muchacha, procurando escribir, torpemente, aplicándose hasta que, a veces, al levantar la cabeza parecían los ojos oscurecidos. —Basta ya —le dijo, compasiva—. Repasaremos un poco, de cuando en cuando, para que no olvides las letras, pero escribir, con que sepas echar tu firma para el día que te cases, basta. Marcela enrojeció, cerrando los cuadernos. —¿O es que no piensas casarte? — insistió Lucía, bromeando. —¿Yo? —Sí, tú, mujer, tú. ¿Piensas pasarte la vida agarrada a las sayas de Ermitas? —¿Y dónde le voy? —Con tu marido… La mujer va con su marido. —¿En La Sagreira? —Donde sea. A no ser que te cases con algún mozo de allá. Vamos a ver, ¿qué mozos hay? Marcela alzó los hombros, y Lucía la contempló, valorándola. Instintivamente comprendió que Marcela no era mujer para un labriego. No sabía el por qué, quizá por aquella lenta solemnidad de sus ademanes, o por su humana y misteriosa belleza que la situaba al margen de los demás. Lucía se preguntaba cómo podría parecer a veces tan torpe y ruda, cuando otras era reflexiva, y le sorprendían sus observaciones. Lo mismo le pasaba con Domingo, el casero de Lama: decía cosas tan bellas sobre la vida de los árboles, que, de pequeña, Lucía le escuchaba, embobada. Ahora sabía que el íntimo contacto con la Naturaleza fecunda en el alma la armonía de las palabras. Domingo no contestaba nunca a derechas. Ella no recordaba oírle un «sí» o un «no». Daba mil vueltas para responder, y a veces lo hacía preguntando. Lucía comprobó que todos los labriegos de por allá se parecían a Domingo. No firmaban un papel, hasta no hacérselo leer por dos o tres personas distintas, y aun así y todo, firmaban con recelo. La palabra escrita les imponía: preferían cerrar los tratos mano con mano, pero escrituras no. Lucía, aun encontrando rasgos comunes entre Marcela y las gentes aquellas, pensó que no era Marcela mujer para un labriego. Ella había observado en algunas aldeanas aquel gesto enigmático, serio, del rostro, como si supieran de cosas remotas o presentidas. Quizá Daniel, el hijo del Pablo… Decían que era buen rapaz, y duro para el trabajo. Pero Marcela… —Marcela, mírame a los ojos. Quiso estar segura de qué color eran las pupilas de la muchacha. No lo supo: eran engañosas como las aguas de la ría, creías ver el fondo, y mirándolas, mirándolas, cada vez apreciabas más distancia. Aquellos ojos que no sabían reír no traslucían emoción alguna. Lucía pensó que asomarse a ellos daba vértigo: —No envidio al hombre que se enamore de ti, Marcela. Las aguas continuaron claras y lejanas, cada vez más lejanas… —¿En qué piensas, Marcela, cuando te quedas como ida? —No lo sé. En Ermitas, en La Sagreira, en el «Chinto»… —¿Tantas ganas tienes de volver allá? Marcela no contestó. —Pronto volveremos, Marcela. Cuando apuntó de nuevo la hoja tierna de los manzanos, Marcela corrió junto a Lucía: —Pronto llegará el buen tiempo. Dijo don Luis que así que lo hiciera, podría levantarse. Cuando las ramas se cuajaron de flores, las dos muchachas las miraban sentadas en un banco de la huerta. A veces, el médico subía y se sentaba con ellas. —¿Cuándo me dejará volver a casa, don Luis? —Ya veremos. Ya veremos… —¡Pero, si ya estoy curada! Don Luis no podía decirle que esperaban a que muriese su hermana. Las noticias que recibía de Cora no permitían abrigar esperanzas: Tula estaba acabándose. Don Luis carraspeaba, temeroso, si veía en un sobre la letra grande, redonda, de doña Lucía. Tardaba en abrirla, para engañarse a sí mismo. Habíase encariñado con Lucía, y echaba de menos una mujer que le ahorrara el trago que se avecinaba. La mañana en que recibió el telegrama, quedóse parado un momento, sin despegarlo. ¿Para qué? Sabía de sobra lo que contaba. Sin embargo, lo leyó, y, vestido como estaba para salir, maquinalmente se descubrió. Después, cavilando cómo decirlo, emprendió el camino hacia la casa. La puerta estaba abierta, cruzó el pasillo y salió a la huerta, en la parte de atrás. Vió las dos cabezas inclinadas sobre la costura, recogido el moreno cabello en un moño sencillo sobre la blanca nuca delicada, la de Lucía, y una esplendente llama, alborotada y rizosa sobre el cuello, la de Marcela. Carraspeó. —Don Luis, ¡qué tempranero! ¿Cómo usted a estas horas? —le saludó Lucía. De las dos, fue Marcela la primera en adivinarlo. «Algo pasara», pensó. Y se puso de pie, al lado de Lucía. —Vengo a decirte… Dios mediante, Lucía, puedes ir pensando en la marcha… —¡Don Luis! —exclamó con alegría la muchacha. Pero al momento mudó la expresión, e inclinándose hacia él, con las pupilas dilatadas por el espanto y la ansiedad: —¿Por qué me lo dice ahora? ¿Por qué ha venido usted ahora, don Luis? El médico daba vueltas y vueltas al sombrero entre sus manos. —Lucía, niña, en esta vida todo llega, lo mismo lo bueno que lo malo… —¿Qué quiere usted decirme, don Luis? ¿Qué ha venido a decirme? Lucía se había levantado; erguida ante él, temblándole la barbilla, parecía más alta que de costumbre. —Tula… ¿qué le pasa a Tula? Don Luis inclinó la cabeza. —¿Qué le ha pasado a Tula, don Luis? —Estaba muy malita, tú lo sabes. ¡Estaba tan malita!… Lucía se derrumbó sobre el banco. Al principio las lágrimas corrieron por su rostro lentamente, como si hiciera un esfuerzo para llorar por algo que no creía del todo; luego, poco a poco, fue venciéndola la pena, imponiéndosele la verdad. Don Luis no sabía qué hacer. Marcela se arrodilló ante ella, apoyando la cabeza en su halda; instintivamente le brindaba su humano calor. —Marcela, mi hermana Tula… ¿Has oído? El silencio de la muchacha la obligó a mirarla. —¿No has oído, Marcela? —Oílo. Sonaba la voz, atragantada y ronca. Marcela no lloraba. Marcela permanecía, fiel y sumisa, abrazada a las rodillas de Lucía, porque obscuramente comprendía que, para la joven, sentirla cerca era confortante. —¿Cómo fue, don Luis? —preguntó Lucía, entre sollozos. —Nada sé. Acabo de recibir el encargo de decírtelo. Pusieron un telegrama. Pero, ¿cómo quieres que haya sido?… Tula no ha muerto ayer; ha venido muriéndose desde hace tres años. Por fin, ¡pobre!, ha descansado. —Cállese, por favor. Y de pronto le entró una gran excitación. Y ¡Celiña, Gabriela! Bajar las maletas. Hay que prepararlo todo de prisa. Quiero llegar a tiempo. —¿A tiempo de qué, niña? —Quiero ver a Tula. Don Luis calló que cuando ellas llegaran, Tula reposaría ya bajo la misma tierra sobre la que jugó. Dejó que Lucía, con el barullo de los equipajes, distrajera su pena. Marcharon al atardecer. Marcela se sentía rendida, y con el traqueteo del autobús se adormiló. Al llegar a Santa Marta, el coche de Andrés les esperaba. Era Andrés un mecánico, propietario de un automóvil de alquiler, empleado siempre por los de Cora y La Sagreira en sus desplazamientos. Se descubrió con respeto al ver a la señorita. —El señorito Jorge está en el Juzgado; vendrá en seguida. ¡Así es la vida, conche! Tan joven como era… Lucía se puso a sollozar. —Estuve allá esta mañana, cuando la dieron tierra, la gente llegaba hasta el camino nuevo. —Jorge —sollozó Lucía, lanzándose a los brazos de su hermano—, ¿la han enterrado ya? Marcela, sentada rígida en una banqueta del coche, fue oyendo lo que Jorge contaba sobre los últimos días de su hermana. Hablaba como a trompicones, con un gran cansancio. De cuando en cuando se pasaba los dedos por la frente: —Estaba sola en el cuarto. Casi nunca lo estaba, que siempre andaba madre por allí o uno de nosotros. Las gemelas no, que no las dejaban entrar. Pero, estaba sola… Esto le abrumaba: —Entró madre y le dijo: «¿Enciendo la luz, hija, que ya no se ve nada?» Como no contestara, madre se acercó, creyéndola dormida, para meter dentro de las sábanas un brazo que caía, por temor a que se le enfriase. Estaba caliente; no sospechó nada. Salió de puntillas y bajó a coser a la galería. Pero dice que tenía un ahogo que no podía parar. Empezó a obsesionarle la idea: «¿Y si no estuviera dormida?»… Subió de nuevo; y llamó suavemente desde la puerta, «¡Tula!». Luego más alto, más alto cada vez. Cuando la oímos, corrimos desalados, que no eran propios de madre aquellos alaridos. Estaba aún de pie, en la puerta, con las dos manos a la cabeza y gritando sin parar: «¡Tula! ¡Tula!» Marcela, que casi no la conociera, sintió un vivo deseo de recordarla. «Morirse sola, ¡pobriña!» Parecióle, de pronto, que Tula estaba cercana a ella. —Avisaron a Dorila y a Álvaro. ¡Álvaro se ha portado tan bien con Tula! Lucía, desde lejos, divisó los eucaliptus de Cora balanceándose en la altura, y no pudo evitar el sordo alborozo de su corazón. Pegó el rostro a la ventanilla: por el pindio sendero que llevaba a la casa, entre pinos, sobre la tierra roja y enfangada, se veían, hondas, las huellas de los coches que acudieron, las pisadas de los caballos, y de los hombres. «Vinieron a acompañarla. Ahora yo llegaré, y Tula no estará en casa.» Ante la puerta del pazo estaba don Enrique. Lucía abrió la portezuela y corrió hacia él, desapareciendo en sus brazos, como un pajarillo entre las corpulentas ramas de un árbol. Don Enrique bajaba la cabeza sobre la de su hija, sacudiendo los hombros; lloraba. Doña Lucía, no. Con los ojos apagados, lo mismo que si la neblina se hubiera interpuesto entre sus pupilas y la luz, doña Lucía se acercó: —Vamos, Enrique, vamos —rogó, apartando a la hija—. Entra adentro; no te pongas así. Aquí tienes a la pequeña, curada del todo. Luego la señora se volvió a Marcela. También la voz parecía llegar desde la bruma: —Ve para la cocina, hija; que te den algo de comer. —Posó su mano sobre la cabeza de Marcela—. Ya sé que has sido muy buena con la señorita. Marcela tenía una insana curiosidad: deseaba ver el cuarto de la muerta. Pensó que tenía que ser distinto a los demás. Quería verlo. —¿Y dónde dormía la señorita Tula? —Arriba, en el piso alto. —¿Sobre la fraga? —No, sobre el río. A la izquierda, el primer cuarto. Procurando que no la vieran, despacito, se escabulló Marcela. Llegó al descansillo. «A la izquierda, el primero.» Probó el picaporte, girándole con cuidado; entró. Por la ventana grande, abierta, irrumpía la luz inflamada del atardecer. Marcela pensó que debía haberse equivocado. Aquel ardoroso sol encendía las hojas de los árboles, ensangrentaba al río. Dentro del cuarto todo era orden y calma. Había un tocador de madera obscura, con calados representando flores y hojas, colocado a un lado de la ventana; al otro, un bargueño dorado. Las sillas eran altas y estrechas, el armario grande y panzudo, la cama con un respaldo formando ondas, y en el centro dos letras entrelazadas: «A. M.», deletreó Marcela. En el bargueño abierto, sobre una tela desvaída, un tintero de plata y una copa de cristal tallado. Encima del tocador, cepillos y bandejas en marfil con las iniciales en plata. Cerca de la cama, sobre una mesita, amorosamente ordenados, gran cantidad de libros. Y en la copa del bargueño, flores recién cortadas. No imponía aquel cuarto, delicado y alegre. Nada daba en él la sensación de muerte, de terror, de sobrenatural; pero, a pesar de estar dispuesto, sentíase que no esperaba a nadie. Marcela, concentrándose, hizo un esfuerzo para recordar la impresión que la señorita Tula le produjo la vez que acudieron a la prueba del mosto. Solamente recordó las inmensas ojeras, formando azulada huella en las mejillas. De puntillas se alejó. Al llegar a la antecocina, escuchó una voz, tranquila y pausada, hablando en la galería. Se detuvo. —Y tú, ¿dónde te habías metido? Andan llamándote —le dijo una de las sirvientes. Según iba acercándose, escuchaba Marcela a Lucía, terqueando por quedarse con ella unos días más en Cora. «Prometí a Ermitas llevarla esta noche mismo», explicaba Álvaro. Lucía, al ver a don Enrique, debió sentir lo que tila ahora: un ciego impulso de correr al señorito Álvaro, de marcharse con él. Era como si algo de La Sagreira, recia y acogedora, estuviese ante ella. Marcela juntaba las manos con fuerza, deseando que el amo no se dejase convencer. Respiró tranquila cuando se vio en la puerta, frente a los dos caballos, aguardándoles. Camino de vuelta, cabalgando junto al amo, le pareció que el tiempo transcurrido no contaba. La noche se echaba encima, pero Marcela no tenía miedo. «Cloc, cloc, cloc», batían los cascos del caballo. La luna, clara y lechosa, iluminaba el camino, el mismo que recorriera hacía dos años ya. A lo lejos, blancas y aceradas, destacábanse las casas de los pueblos, con sus tejas de pizarra, y las iglesias de piedra, misteriosas. «Cloc, cloc, cloc»… Álvaro estaba cansado, más que cansado, abatido, triste. Veía aún las manos huesudas, afiladas, el rostro exangüe. «Cloc, cloc, cloc». La silenciosa compañía de la muchacha, cabalgando tras él, le hacía bien. De haber recorrido hoy solo el camino de vuelta, le hubiera obsesionado el recuerdo. Veía ante sí el altar de Santa Ana, y a los pies, la piedra levantada, y el hueco boqueante. Le distraía en su pena volverse, de cuando en cuando, para apartar las ramas, no hirieran a Marcela. ¡Pobre Ermitas! Tanto había insistido en que se la trajera. Allí estaba. Y, por cierto, que iba a encontrarla muy cambiada, que la muchacha aquella apenas recordaba a la rapaza que fue. Se volvió, vio las piernas, más blancas bajo aquella luz, apretadas contra el caballo, y la melena flotante, que parecía dorada. «Hay que decirla que no monte así.» Se le representó, viva ante los ojos, la imagen de la Matuxa, tal como la viera en el establo, incitante y maligna, con una fealdad turbadora. No parecía hija suya, la rapaza. —¿Vas cansada, chica? Marcela no contestó; le dolía la espalda por la fatiga, y sentía lo mismo que si las manos se le abriesen, pero machacón, en su cerebro, el pensamiento de llegar pronto no la abandonaba. Álvaro hizo alto. Vió la boca abierta, jadeante, y el cuerpo un poco vencido. —¿Estás cansada? —No… Él supo que mentía. Pensó en el día que debió haber pasado en Las Puentes, ayudando a preparar los equipajes, y después el viaje hasta Cora, y ahora, pobrecita… —Llegaremos pronto, Marcela; allí está la fuente. Emprendieron la subida por la corredoira del monte. El olor de los laureles embriagaba. Marcela apretó más las riendas en las manos. Aquel olor… Ya llegaban. Álvaro se descubrió ante el crucero, y Marcela, desde la altura del caballo vio, por encima del muro, la capilla de San Miguel, y luego el pazo, silencioso, con las ventanas cerradas. Por las rendijas de las de la lareira escapaba la luz. Relinchó el «Gallardo». Marcela, derrengada, tenía ganas de bajarse. Pero ya el Juan, saliendo, abría el portón. Marcela vio, al momento, a Ermitas bajar a trompicones la escalerilla de la solana. Se dejó escurrir. Ermitas la abrazaba. —Celiña, ¡tanto tiempo! Déjame que te mire. Tanto tiempo… Y luego, volviéndose al señor: —Perdóneme el señor; tanta pena como traerá. A Marcela se le cerraban los ojos de cansancio. No podía más. —Que se acueste la rapaza, Ermitas; está que no se tiene. Marcela, vestida, se dejó caer sobre la cama. —Madre de Dios, santiña, paréceme que no seas mismamente tú. Que me sacas una cuarta, tanto como creciste. ¡Tenía un aquel por verte!… Casi fuérame con el señorito a Las Puentes. Pero luego no me atreví. Nada sabía de ti. Sólo el señorito díjome de la vez que fuera: «Vi a la Marcela, Ermitas.» «¿Y cómo está?» «Espérate a verla.» Quedóme de un ay, que no sabía lo que me hablaba. «¿Pásale algo a la rapaza, señor?» «Pasa que es una guapa moza, aquella rapaciña desgreñada.» «¡Otra y aquel!… Yo siempre lo dijera, señorito.» Y el señor se reía. —¿Díjote eso? —Marcela se incorporó en la cama. —Díjome, y dijera verdad. ¿Fué muy buena la señorita Lucía? —Fué. —Voy dejarte, Celiña, que querrás dormir. —Ermitas… —¿Qué pasa? —¿Díjote algo el señor de cuando murió la señorita? —Nada dijo. Estaba en Santiago y le avisaran allá. Vino de seguida, pero fuése a Cora. Sólo esta mañana estuviera aquí un rato, después del entierro. Muriera ayer, en el amanecer… Ermitas, con la luz encendida, estuvo contemplando, largo rato, a Marcela dormida. Le quitó los zapatos, con cuidado para no despertarla, y le aflojó la ropa. «Tan fea como era la Matuxa, Dios me valga, y va y le nace esta santiña», pensaba, mirándola. «Y se le pegaron, que ya se lo noté, los modales de la señorita Lucía. Para mucho hanle de servir, la pobre.» Suspiró. Desde mañana haría poner otra cama, que bajaría del desván, junto a la suya. Que la moza estaba muy crecida para dormir con nadie. En sueños, se volvió Marcela. Quedó al aire el cuello vigoroso, y bajo la oreja, Ermitas reconoció la mancha negra, ovalada; por una vez, como todos, santiguóse. XI ÁLVARO SE LEVANTABA temprano. Trabajaba más que nunca en su libro, y había descubierto que las horas mejores para hacerlo eran las primeras de la mañana, con la casa tranquila, silenciosa, y el pensamiento despejado tras la noche de sueño. A veces, comenzaba a escribir con luz eléctrica; poco a poco, a través de los visillos, iba entrando la luz blanquecina del amanecer. Parecíale el aire más limpio, y la tierra con un aspecto de virginidad que perdía en cuanto el sol la abrazaba. A lo lejos, la ría luchaba por conservar el velo de bruma que la vestía de misterio. Álvaro, extrañamente lúcido, abría el cuaderno. Pero algunas mañanas sólo el ver la hoja en blanco le abrumaba; con la pluma en la mano trazaba mil arabescos. «¿Para quién trabajo? ¿Para qué?… El mejor día se me acaba la vida, ¿y qué? Un trabajo incompleto…» Se asomaba a la ventana; el aire era fresquísimo, vivido. Se le abrían las carnes en el deseo de sorberse aquel aire. Hasta ahora había percibido la Naturaleza en masa; ahora, sorprendido, avizoraba las nervuras de las hojas verdes, el gracioso balanceo de las ramas cuando soplaba un viento suave, y aquel olor fragante y húmedo, que se le metía por el olfato en los huesos y en la sangre. A la izquierda, por encima del muro, divisaba los manzanos de la huerta, florecidos: el olor de la pomareda era un olor a verde, como una muchacha. «¿Qué me pasa a mí? Me levanto tan despejado, y luego me entra esta modorra.» Pasaban las primeras carretas de bueyes, chirriando los ejes su canción; una canción compuesta de gritos, de ayes lastimeros y de sollozos. Algunos carros parecía que lloraban. Marchaban vacíos para la carga. Delante de la yunta, el carrero, con la vara en la mano. Álvaro miraba al hombre y se sentía distante de él, de todos. Si se asomara y gritase: «¡Eh, amigo!», el otro no comprendería. Se quitaría la gorra, seguramente, esperando que le convidase a un trago. Álvaro quedaría solo, tras su ventana, porque ningún calor humano podía venir de otro a él. Acercándose, el «Chinto» le lamía las manos. «Sí, “Chinto”. Gracias, “Chinto”.» Aquello no bastaba, pobre can. Veía salir al Juan, y dirigirse a los campos; le envidió. Envidió a cuantos disfrutaban de una vida sencilla y primitiva. El Juan tenía sus años, más o menos, y allí estaba, brutal y envejecido, con las manos callosas, pero trabajando como siempre, y, a veces, yéndose de ruada. Álvaro conocía su debilidad; habíale sorprendido, a veces, cuando él quedaba hasta tarde en el despacho. Oía ruidos en el portón, y se asomaba por la ventana del comedor, para averiguar a lo que obedecían: era el Juan. Marchaba sigiloso, pero las zuecas cantaban sobre las piedras de la entrada. «¡Que siempre será el mismo!», decía antes Álvaro, sonriendo, con reproche. «¡Que siempre será el mismo…», decía ahora, con admiración y deseo. Él, aunque quisiera, no tenía humor ni ganas de emprender aventuras. Había perdido la soberbia de años más jóvenes, y ahora le daba pereza comenzar. Cincuenta años ya; dobló el cabo, y estaba en paz. Por mucho que se lo repitiera sabía que no era cierto; nunca como ahora sintiera aquella desazón por atrapar el tiempo que se le iba. Pero también le constaba que ahora era más difícil, y no le bastaba la carne: necesitaba calor humano que le quitase el frío de tantos años detrás, y ese calor no le da sólo un cuerpo. Huyendo de la soledad, escribió a Cora, rogando a Jorge que viniera a pasar unos días con él. Se llevaba bien con Jorge, poco hablador y simple de intención. Jorge contestó en seguida: llegaría con el verano, pues aún tenía que ayudar en la finca. Poco faltaba para el verano. Lo anunciaba ya el pájaro gracioso que cada mañana gorjeaba frente a su ventana. Álvaro se apegó al pájaro y al árbol. Cuando oía que el aire se ondulaba con el trémolo que acababa en silbido, sonreía; allí estaba el pájaro, su pájaro. Cuando el árbol movía sus hojas con un frufrú de faldas, deseaba extender la mano y palparle. Una mañana comprendió que el verano había llegado ya. No contaba la fecha que el calendario marcase; contaba aquel zumbido de oro en el aire, y aquel olor de la tierra, densa en la obscuridad, y con un vaho de calor en cuanto el sol la miraba. El hombre que llevaba la carreta de bueyes pasó cantando una canción: Eu queríame casare Miña nay, non teño roupa… Se confundía su canto con el chirriar de las ruedas. Álvaro se acodó en la ventana, procurando reconocer al cantor. Oyó un chapoteo cerca suyo, y volvió el rostro hacia donde venía el ruido. De espaldas a él, con la bata remangada, Marcela se lavaba en el pozo. Sonrió al verla, tan joven y lozana, en el limpio amanecer. Marcela inclinaba la cabeza sobre el pozo, metía los brazos en el agua y se oía un chapoteo. Álvaro veía el cuello y el nacimiento de la espalda. Quedó un momento distraído, mirándola. Tenía una espalda de potranca, hendida en el centro. Marcela, curvada sobre el pozo, enseñaba las piernas hasta por encima de las corvas. Álvaro había pensado decir: «Buenos días, Marcela», pero al ver las piernas al aire, calló. Se retiró, instintivamente. Le oprimía el cuello de la camisa. Sentándose ante el despacho, quedóse un momento con mil estrellitas rojas bailando ante sus ojos. ¡Demonio, qué rapaza! Creía ver de nuevo las piernas, musculadas y macizas, y los muslos rosados. El olor de la pomareda flotaba en el aire. Álvaro ocultó la cabeza entre sus manos. A la mañana siguiente, sin proponérselo, estuvo pendiente del chapoteo en el pozo. Cuando llegó hasta él sintió una repentina alegría. Luego, como un hormiguillo dentro del cuerpo. Casi con cautela se asomó tras uno de los cristales entornados. Tenía seca la garganta; Marcela estaba allí, lo mismo que la víspera. Canturreaba. La voz era obscura y gutural, y Álvaro, al oírla, comenzó a sentir que le palpitaban las sienes. Se sorprendió a sí mismo diciendo: «Marcela, Marcela», como un estribillo o una idea fija. Cuando la moza se agachaba y veía, desde lo alto, el surco de la poderosa espalda, hundíase las uñas en las palmas: «Marcela. ¡Marcela!», clamaba su cuerpo. Sabía que obraba mal; si no fuese así, no obraría con cautela. ¡Pero también, Marcela era tan joven y tan brusca! No quería espantarla. Tras lavarse, Marcela emprendía la colada. Cada vez que sacudía la ropa contra la piedra, Álvaro sentía como si le fustigasen. Cuando retorcía las prendas con saña, escurriéndolas, Álvaro deseaba sentir sus manos encima, aquellas manos vigorosas y rudas, que no sabían de caricias. Fué como una enajenación. Ya no pudo hacer nada; ni leer, ni escribir, ni ocuparse de los trabajos. Iba a mediodía hacia los campos por desahogarse andando. Arrastraba las piernas. «Me pesan los años.» Y se escondía en su despacho, con la cabeza entre las manos, o caída hacia atrás en el sillón, dejando que el filtro de la noche, la secreta ponzoña del árbol reventando la flor, le envenenasen. Imprecisas imágenes le perseguían; fingíanse, a sus ojos, las ramas brazos. Brazos torneados y suaves, que se le tendían, que le rodeaban. Álvaro, en su delirio, llegó a acercarse a la ventana, y apretar fuertemente una quina del árbol: duro, resistente, igual que el brazo de una muchacha joven y robusta. Padecía sofocos. La sangre se le agolpaba en la cabeza, e inventaba un nuevo pulso, mortificante. No le quedaba el consuelo del sueño, porque si lograba dormir, tenía que procurar al día siguiente olvidar lo soñado, por no sonrojarse cuando viera a Marcela. Algún día, medio dormido aún, repetía impaciente, tercamente: «Más, más», lo mismo que si pudiera seguir prolongando el sueño a su antojo. Iba ya con los ojos turbios a la ventana. «Buenos días, Marcela», a solas sonreía dolorosamente. Se razonaba: «No hago daño a nadie, no hago daño a nadie…» A veces, mientras enjabonaba la ropa, a Marcela se le caía el pelo sobre los ojos; lo apartaba con una mano. Álvaro bebía sus gestos, lentos y rotundos; sobre ellos trabajaba luego su imaginación desenfrenada. Como él, Marcela escuchaba la canción que subía desde el camino. Miña nay, non teño roupa. Marcela se volvió, y puso su mano mojada en visera sobre de los ojos, mirando hacia la carretera, como si alguien la llamase. El corazón de Álvaro latía aceleradamente. Casa, miña filia, casa que una perna tapa l’outra. Instintivamente, Álvaro buscó las piernas, desnudas y fuertes, asentadas sobre una piedra. Se la imaginó como momentos antes, volcada sobre el brocal… Una perna tapa l’outra. Ebrio con el pensamiento, dio media vuelta y se sentó ante el despacho. ¿Qué iba él a pensar? ¿Cómo podía haber llegado a esto? Se veía a sí mismo igual que a las hojas con el vendaval: arrastrado, indefenso, arrollado. Al final no se sabía si era la hoja la que se arremolinaba, o el viento el que la impelía. Cogió la plegadera en su mano. Tan, tan, tan. Golpeaba la mesa mientras se humedecía los labios resecos. ¡Señor, nadie está libre de un mal pensamiento! Aquella muchacha allí, en la hora traidora del amanecer… £1 no era un viejo, ¡qué diablo!, y los sentidos se le rebelaban. Vivía demasiado contenido; quiso ignorar a la vida, y la vida le trasteaba, le cogía y le enfrentaba con la mujer: «Mira.» Álvaro recordaba la soberbia con que en su juventud definía a un hombre maduro si le veía cortejando a una moza: «¡Viejo verde!» En aquellos tiempos, muchas veces sintiera asco y desprecio, cuando en la ciudad, sentado en un café, observaba la mirada golosa de los viejos siguiendo el paso de las muchachas, ciñéndolas con sus ojos. Y ahora, él, allí, con el mismo pensamiento, que le había hecho ver rojo. Turbulenta, la sangre bullía. «¡Viejo verde!» Porque para Marcela él sólo podría ser un viejo verde. Tuvo ganas de reír. Luego, de nuevo, ocultó la cabeza entre las manos, sacudiéndola. «Una muchacha que he visto nacer. En mi casa… No tiene otro amparo que éste.» El pensamiento malo le envenenó la jornada; se le metió en las venas, comenzó a rampear por ellas, insidioso. Le espantaba con la mano, como a una mosca molesta, pero como una mosca molesta volvía y volvía. Al final, sólo oía el bordoneo, incesante. Álvaro, al dirigirse hacia el comedor para cenar, vio venir a Marcela por el pasillo obscuro. Llevaba una cesta sobre la cabeza. En la sombra, la melena rojiza, esplendía, demasiado abundante, frondosa, como toda ella. Marcela se hizo a un lado para que él pasara: pasó serio, sin mirarla, conteniendo el aliento. Sentóse, aturdido, ante la mesa del comedor. Sentía como si algo bueno hubiera sucedido, llenándole de alborozo. En el pasillo, camino de su alcoba, encontró, de nuevo, el olor limpio y fragante de la muchacha. Durmió profundamente, absolutamente, sin sueños ni desvarios, todo él en suspenso. Al despertarse se halló fuerte y decidido, sin concesiones a su flaqueza. «Hoy no me asomaré.» Y no se asomó. Pero la carne cuando clama, o se la acalla o ensordece. Dos palabras, sólo dos, y una mirada ávida, tambalearían su fortaleza. Bajaba Álvaro las escalerillas dela solana y, distraídamente, atendió a lo que decía Daniel, de pie a la puerta de su vivienda, mirando hacia el hórreo: «E feita», dijo. Álvaro tuvo una corazonada y siguió su mirada; alcanzó a ver el vaivén de unas sayas, y las piernas musculadas que conocía bien, con el tobillo ancho y redondo. Reconoció el deseo en los ojos de Daniel. Apoyado sobre la media puerta, el Juan, con una mirada zorra y ladina, observaba al amo. Álvaro se contuvo, porque sintió aquella mirada escudriñándole. Le bramaba la sangre; insensatamente tenía ganas de agarrar a Daniel por la camisa y abofetearle por aquella mirada. Daniel tenía derecho a opinar; y que estaba bien hecha la Marcela saltaba a la vista. Él también había pensado lo mismo. Saber que otros la deseaban le enardeció. Ya no se daba cuenta de si el pájaro gorjeaba o no, de si el árbol reventaba o no su fruto. ¿Qué hablaría Marcela con los criados? ¿Se sentaría Daniel a su lado para cenar en la lareira? ¿La cortejaba alguien? ¡Oh Dios!… ¿La cortejaba alguien? «No me asomaré», decidía, apretando los dientes. Y se sentaba a trabajar. Oía el canturreo junto al pozo. «Ya está Marcela.» De cuando en cuando una risa rumorosa, inacabable. (Marcela habría llenado el cubo. Marcela, con brusquedad, habría dejado caer el agua sobre su cabeza. Marcela reía por el frío del agua.) Bueno, ¿y para qué contenerse? ¿Qué mal hacía? Sólo mirarla un momento. «Voy, Marcela.» Como un avaro miraba a un lado y otro, vigilando que nadie más que él la viese. Iba con los ojos de la garganta joven a las hojas de pámpano; del cabello espeso a las cepas retorcidas; del rostro húmedo a los racimos verdes prometiendo rica uva. Una de las veces, Marcela se volvió bruscamente, alarmada. Miró hacia el balcón donde estaba él; Álvaro se quedó quieto, casi sin respirar. Luego la muchacha se alzó de hombros y siguió golpeando la ropa. Álvaro se sintió flagelado. Cuando, por fin, Jorge llegó, Álvaro no sabía ya si deseaba o no su compañía. —¡Qué mala cara tienes! Se impacientó: —¿Y qué cara quieres que tenga, si no duermo ninguna noche? —Claro… Jorge pensaba en Lula. Sin duda, Álvaro vivía obsesionado por la muerta. Él siempre creyó que Álvaro amaba a su hermana. —Hay que sobreponerse, hombre. Álvaro captó la intención, y, confuso, se sintió avergonzado. Ermitas se alegraba de la presencia de Jorge; les sirvió diligente, más vivamente de lo acostumbrado. Después, le acompañó hasta la puerta del cuarto: —Pásele aquí, que aquí durmiera don Enrique dé pequeño. Y penséme que le gustaría. Jorge miró la cama de alto dosel, y la colcha blanca de ganchillo. —Y me gusta, Ermitas. Gracias. Ermitas sonreía. ¡Qué buen mozo estaba hecho el señorito Jorge! Siempre fuera tan guapo, con aquel pelo rubio, y el rostro redondo, de finos labios. En un tiempo hablaron de que andaba con la hija del notario, pero terminó en nada, como siempre. —Le conozco de cuando era neno — explicaba a Marcela, acostadas las dos —. Y tenía talmente la cara de ahora. Paréceme más flaco con la ropa negra. —¿No dijo nada de su hermana? —¿De la señorita Lucía? No, que tengo que preguntarle, pero contóme que las dos señoritas, las que nacieron a un tiempo, vanse monjas, pobriñas… —¡Jesús, y el tiempo que hace que están yéndose! —Antes no fueran por el mal de la señorita Tula. Ermitas se santiguó. —Y luego dábales pena quitarse de la madre. Pero ahora se van. —Ermitas, ¿qué le pasará al señorito? —¿Al señorito Jorge? —Al de casa, mujer. —Nada. ¿Por qué me lo preguntas? Volvióse a Marcela, extrañada. —Nótole raro, de un tiempo acá. Por las noches, cuando estás dormida, óigole cómo anda por el despacho, de arriba abajo, de abajo arriba, como un ánima en pena. —Jesús, ¡ni en broma! ¡Dios nos libre del mal!… Serán los libracos esos, que vuélvenle tolo. Dale que te das, ¿para quién lo hace? —barbotó la vieja, alarmada. —No te sé. Cuando estuvo en Las Puentes, díjole a la señorita Lucía: «Quiero a este libro más que a mi vida». —Marcela, medio incorporada, hacía un esfuerzo por repetir las mismas palabras que oyera. —Así te ha de ser, por fuerza — replicó Ermitas—, que ni se ocupa de traer mujer, ni hijos, ni nada. Dióle el aire por ahí. A los hombres dales siempre por algo. —«Más que a su vida», dijo — repitió Marcela. —Claro que te es un decir. Más que a la vida misma quiérense a los hijos. —A saber qué madres… En la obscuridad volvióse Ermitas, entristecida, hada el lecho de Marcela: —No le des al magín. Quiérote yo a penar, Celiña. XII JORGE Y ÁLVARO salían muy de mañana y marchaban hacia los campos. Jorge era eficiente y trabajador. No se contentaba con inspeccionar o dirigir las faenas: tomaba parte en ellas. En mangas de camisa poníase al frente de los trabajadores. Álvaro le contemplaba, apoyado en su bastón. —¿Y no has probado a trabajar así? Verías cómo te distraías el pensamiento. Álvaro le admiraba. Elástico y fuerte, conservaba una flexibilidad juvenil y la piel tersa. —¿Cuántos años tienes, Jorge? —Cinco menos que tú. A Álvaro le costaba creerle. —¡Quién lo diría!… Nos hacemos viejos. —¿Viejos? —Jorge se detenía, enjugando la frente sudorosa—. Que hemos de ser viejos, hombre. Mira mi padre: va para los setenta y cinco y tumba solo un roble. Después de trabajar un rato «para hacer mano», decía, Jorge y Álvaro paseaban por la fraga, o salían por el camino viejo, hacia el coro del monte. Volvían con las caras tostadas por el sol y un apetito devorador. —Jesús, ¡y no se han bañado los señoritos en la playa! Tantos años como le hace que el señor no iba para allá, y ahora como dos rapaces. —Ermitas, ¿de qué lado cae la playa? —En saliendo de aquí, se ve de seguida, aunque te hay una carreiriña. ¿Quieres que vayamos el domingo, Celiña? Y fueron. Salieron tras recoger el servicio de la comida, andando despacito por consideración a Ermitas. Marcela callaba, mirándolo todo. Por entre los pinos veía la ría, con las suaves lomas asomadas a su ribera, y comenzaron a crecer y a convertirse en montañas, cada vez más imponentes y desnudas, y en una revuelta del camino divisó la playa bajo sus pies, y frente a ella la barra donde se ahondaba el mar abierto. Sobre un arenal, islote separado de la playa, posábanse las gaviotas, y unos patos negros, y las esbeltas garzas. Cuando las garzas alzaban el vuelo, por poco rozaban sus cabezas, y oíanse sus gritos, casi humanos, como si las aves conversaran entre sí avisándose de aquella extraña presencia. Aquel día estaba la marea baja, extendiéndose la arena húmeda hasta la isla de San Vicente. —¿No vive nadie allí? —¿Y cómo quieres que vivan? Es la isla. Está toda llena de tojos altísimos y en un tiempo te hubo un convento, de esto te hace muchísimos años. Y cuando sube la mar, no puede llegarse más que en la barca. Al nuestro señorito, de mozo, mucho le gustaba la isla de San Vicente, y decía que estudiaba a las piedras que quedan por allá. Más una vez marchara con la cesta de la comida, y pasábase el día en la isla, volviéndonos a la tarde con ese mirar que tiene a veces, que al pronto parece que no te mira. Marcela se imaginó al señorito Álvaro entre aquellos frondosos matorrales, inclinado sobre las ruinas del antiguo templo. Y luego se apoyaba la cesta en las rodillas para sacar la comida. Pero no podía figurársele mozo. Le gustaría ir a la isla, de San Vicente, aunque le daba miedo porque el mar saltaba por sus costados, cubriéndola de espuma, y parecía fiera y amenazadora, como si tuviera un secreto y no quisiera que lo adivinasen. En la playa crecían los helechos entre la arena. —Tú que gustas de lavarte en el pozo, más iba a gustarte bañarte aquí. —¿Pero puédole? —¡Pues claro que sí, Celiña! —reía la vieja—. Y hay quienes te toman estos baños para la salud, que te son muy buenos. La Rula mandaba a las mozas que vinieran a lavarse acá, cuando lunaba. —¿Para qué hacer? —Érante mozas que padecían males. —Ermitas había bajado la voz—. Créome que la Rosalía también viniera para acá. Contómelo Yago; viera desde el monte mujeres tan blancas que pensara si viera visiones, o fueran las sirenas, como cuentan los pescadores. ¡No te estaban malas sirenas! Íbanle con sus cuentos a la Rula: que tornábanse amarillas, que dábanles ahogos, que penaban. «¿Has galán?», preguntaba la Rula. Siempre lo mismo; o no lo tuvieran, o se fuera con otra, o virábanse por uno. Y luego, la Rula les mandaba: contando desde la víspera de San Juan, todas las noches de luna, fuéranse a la playa, cuidando de esperar a que la luna estuviese bien alta. Así que estuviera, sacáranse las ropas, y en cueros vivos marcharan dentro del agua, hasta que les alcanzase por cima de las entrañas. Y luego, quietas, con la luna sobre ellas, pero sin mirar para ella, no fueran a celarla. Marcela se admiraba. —¡Creóme que daba buenos resultados! El caso es que muchas, luego, topaban un galán por el camino, sin saber de dónde saliera, y de primeras enamorábanse perdidos. —¿Y cómo entra una en el agua? —¿Quieres, Celiña? Déjalo de mi mano. Todo el camino de vuelta fue hablando la vieja de su propósito. Marcela sentía un ansia desconocida. Creía ver a las mujeres, con los torsos desnudos, quietos y blancos, a la luz de la luna. Ella no haría tal, así la aspasen. Se acordó de la Margarida; la Margarida la embromaba que ya estaba en edad de galán. La Margarida no necesitaba bañarse de noche en la playa para traer un hijo cada año. Al llegar frente a la puerta del pazo, Marcela tuvo ganas de suplicar: —No entremos entodavía. Espera, Ermitas. Pero vio el rostro fatigado de la vieja, y que respiraba anhelosamente. Marcela empujó la puerta. Subiendo las escaleras hacia su cuarto, oyeron voces que llegaban desde arriba. Milagro: los señoritos deberían haber subido a sentarse en la terraza. No era extraño, con la tarde tan calurosa. —¿Quién anda ahí? ¿Es Ermitas? — preguntó la voz de Jorge. —Es, señorito Jorge. —Tráenos unos vasos de tinto, anda. Marcela se inclinó hacia Ermitas: —Deja, mujer, voy yo, que estás cansada. —Dios te lo pague, rapaza, que lo estoy. Marcela cogió del aparador una jarra y las copas. Con cuidado, subió de nuevo las escaleras, dirigiéndose hacia la terraza. Por el recuadro de la puertaventana que conducía a ella, veíase la luna en forma de cuerno, llamando a la noche. Pero la noche se resistía a presentarse, cazadora furtiva de sombras y de fríos. Cerca de la barandilla, sentados en butacas de mimbre, don Antonio, el párroco, Jorge y Álvaro, apaciblemente departían. —Bien, Marcela, que tenía ganas de verte —saludó el sacerdote—. Estás hecha una buena moza, chica. Marcela enrojeció, buscando una mesita donde posar la bandeja. —Los domingos en misa te miro a ver si has crecido un palmo más. —¿Y Ermitas? —interrumpió Álvaro, secamente. —Cansóse tanto de andar que fuése al nuestro cuarto. —¿En dónde estuvo, para cansarse tanto? Marcela palideció. —Fuimos a la playa. Una sorda rebeldía montaba en ella. ¿Qué le importaba a él adónde iban los domingos? A saber si había calculado que iban a pasarse la vida allí. ¿Por qué no preguntaba a las otras dónde pasaban los domingos? La Herminia andaba siempre de romería, y todos hacían que no se enteraban. Marcela vio el ceño fruncido del amo. Bruscamente, dio media vuelta dejando con la palabra en la boca al señor cura. —Y tú dirás que es bueno el señorito, que no sé de dónde lo sacas… Ermitas, estupefacta, observaba a Marcela, erguida ante ella, bravía, con las manos temblándole de cólera. —Calma, Celiña, calma. ¿Qué pasa? —Que debióle sentar mal al señorito que saliésemos a tomar el aire. —¿Díjotelo? —Decir no dijo, pero vile la cara. —Serán figuraciones tuyas. —No son figuraciones, ¡recobro! —Jesús, Celiña, que es el señorito… —De un tiempo acá nada te puedo hacer sin que el señor junte la frente y mire para mí, enfadado. Que sabes bien que la noche que me mandaste para el comedor, a mudarles los platos, díjote luego que lo hicieras tú. Y la vez que llevé sábanas para la su cama, estuvo tieso, aguardando a que terminase, dándole contra el suelo con el bastón. Y yo cuanto más le oía, más tardaba. Tenía ganas de gritarle que parase. Y nada más salir, empujara la puerta que casi píllame un pie dentro. Como si una sirviera por su gusto… —Bueno, mujer, no te acalores. Que en tratándose del señor todo lo miras crecido. No quiso dar la razón a Marcela, aunque la tenía, que ya notara ella los modales del amo. Como ahora estaba el señorito Jorge, Ermitas, a veces, mandaba a la muchacha para servirle, quedándose de piedra la mañana que el amo la increpó. Nunca lo hiciera así, con aquel gesto furioso, y aquel desmán: —¿A qué mandas a Marcela al cuarto del señorito? —Sirvióle el desayuno. —No tiene nada que servir. No vengas con innovaciones. Sirves tú y en paz. —¿Dióle alguna queja el señorito Jorge? Porque la rapaza es buena y voluntariosa. —Escucha, Ermitas, el servicio nuestro lo atiendes tú. ¿Está claro? —Está, sí, señor. Ermitas iba por el pasillo adelante sin salir de su asombro. ¡El señorito, siempre tan mirado con todos, chillarla así! Hacíase viejo, claro estaba. Y como todos los viejos, empezaba con manías y malos humores. Pero no era justo que descargase con la muchacha; cuando por pitos, cuando por flautas, a Marcela le tocaba lo peor. Porque si el amo la trataba con despego, las criadas hacíanlo con encono, y los hombres, ¡ay!, le andaban a la zaga. Esto era lo peor. Ermitas sabía fijamente que esto era lo peor. La mala querencia de las mujeres, ¡bah!, ya se sabía que cuando andaban hombres de por medio se ponían como fieras, pero luego se les pasaba. El despego del amo, con que Marcela le evitase, en paz. Pero la querencia que Ermitas, más experta por vieja, leía en los ojos de los hombres, la traían atosigada. Que aquello no iba a terminar bien se lo daba el corazón. El Daniel miraba para la Marcela como si ella tuviese imán en el cuerpo, y comía poco, y se echaba al gorlito grandes tragos de vino, y se secaba la boca con , el dorso de la mano, y mientras hacía todo esto, miraba y miraba a la muchacha con ojos de lobo hambriento. Ermitas tenía ganas de decirle: «Eh, tú ¿es que no sabes mirar para otro lado?» Callaba por miedo a abrir los ojos de Marcela. Ermitas dudaba de si la Marcela habríase dado cuenta del querer de Daniel, pero si se lo diera, nadie lo sabía, que ni le miraba. Nunca volvió a él la cara mientras comían, que ahora, de un tiempo a esta parte, lo hacía siempre Daniel en la lareira. —Eh, tú, ¿es que no sabe darte sopas tu tía? —increpaba Rosalía. Daniel, cazurro, callaba, y presentábase siempre a la hora de comer. Los domingos, a mediodía, Daniel se ufanaba contando la romería de la víspera, y los bailes del pueblo. —Que yo me sé de una que he de llevármela de ruada… Y miraba para Marcela. Y Marcela sorbía el caldo como si no le oyese. «No le estaría mal el Daniel — pensaba Ermitas—. Pero por lo serio, como Dios manda.» Y vigilaba todos los movimientos del joven. Que no quería cuchicheos, ni apartes, ni citas clandestinas. Las mujeres galleaban en torno al mozo. Cuando Marcela se marchaba, volvíanse, remedándola: —Ahí te va la Remilgos. Daniel reía, apurado. Deseaba salir en defensa de Marcela y no se atrevía, que él se enfrentaba con otro, de noche, y a cuerpo limpio, si falta hiciera, pero las lenguas desatadas de las mujeres le metían miedo. Dolores, que rondaba los cuarenta, se apasionó del Daniel. En su ausencia se encrespaba, mirando hacia Marcela con ojos venenosos. Pero cuando estaba él presente, maniobraba para sentarse a su vera. —¿Por qué no vas a la Rula, a que te cure el mal? —¿Qué mal tiéneme que curar? —El que te come las entrañas, homiño. Tornóse mezquina, se humilló para lograrle. Apostábase al pie de la escalerilla cuando Daniel iba hacia su casa, al lado de los establos. —¿Quieres que te diga dónde puedes verla? Daniel la apartaba, asqueado. Pero luego, ya casi junto a la puerta, se volvía: —¿Dónde? —Te lo digo si… —¡Suelta! Al pasar el Juan, reía sordamente, adivinando el diálogo. —¡Buenas noches a la compaña! — cruzaba el portal, esquivándoles. —Espera, tú, que entro contigo. Pero el Juan aceleraba el paso trenco, que no quería tratos con el Daniel. Le aborrecía. Si él fuera como Daniel ¡a buena hora se le escapaba la rapaza! Aviesamente, mirando hacia Marcela, el Juan dijo una noche: —Que miróte muy guapa, Dolores, ende que tienes galán. Dolores se puso roja, y bajó los ojos, humilde, huyendo del gesto colérico de Daniel. —Eh, Daniel, ¿que a la noche la Dolores es buena? * Daniel empujó atrás su escabel, abalanzándose sobre él. No mediaron palabras. El Juan, para defenderse de aquellos dedos férreos que le atenazaban la garganta, echó mano a una jarra. —¡Ay, Santiña! ¡Ay, mi amo, que se matan! —salió gritando Ermitas, desaforadamente. Chillaban las mujeres, queriendo separarles. Marcela, blanca, se apretaba contra la pared. Salió la jarra disparada y se hizo mil añicos. La cara del Juan se puso roja y luego amoratada, y pataleaba mientras Daniel le oprimía. Marcela echó a correr, y bajó volando las escalerillas. —¡Pablo! —llamó desde la media puerta—. ¡Pablo! Que el Daniel se le desgracia… Cuando volvió acompañada del viejo, temblando como un azogue, encontró en la lareira al amo y al señorito Jorge. El señorito Jorge aflojaba la ropa del Juan, y Rosalía le estaba abanicándole la cara con el soplillo. Álvaro agarraba aún por un brazo al Daniel: —Cálmate, chico. Daniel estaba verde, y con las narices dilatadas. Dolores, al divisar a Marcela, se volvió hecha una furia. —¡Maldita! ¡Condenada! Quítate de delante o te estropicio. El Daniel dio un tirón. —¡Si la tocas…! —aulló. —¡Calma! —gritó Álvaro, con tal fuerza que un silencio absoluto se impuso. Marcela había cerrado los ojos. Huía de las pupilas viradas del Juan, enseñando lo blanco; del grito de Daniel, de los insultos de Dolores. No quería que el amo escuchase. —Fuera, tú; con tu padre para tu casa. El amo se volvió a Pablo: —Asegúrate de esa buena pieza; no quiero escándalos en casa. —Tiene que perdonarlo, señor. Dios delante, pondré remedio. Dolores sollozaba histérica. Marcela, abriendo los ojos, vio que el color morado del Juan iba haciéndose blanco, y que respiraba fatigosamente. —A poco más le acogota —comentó Jorge, levantándose. —Y vosotras, para la cama. Álvaro se había vuelto a Ermitas, que se mordía una mano, nerviosa. —Para la cama, Ermitas. —Pero, señor. Tengo que… —No tienes nada. Marcela y tú, a la cama. Marcela salió sin mirarle. Como una niña castigada, Ermitas la seguía. —¡Buen modo de tratarte, tu señorito! —Calla, Celiña, que tiémblanme aún las piernas del susto que pasé. —Fué la culpa del Juan. —Fuera de quien fuera… Ermitas no quería reconocer que la íntima culpa, inconsciente, era de Marcela. Hasta tarde estuvo implorando a los santos que aquello no trajese cola. Que le daba el corazón que el amo también iba a hacer responsable a la Marcela. —Esa rapaza es como la yesca. Álvaro callaba, fumando en silencio. —Ayuda el tiempo —proseguía Jorge—. Que con este bochorno se le pone a uno la sangre pesada. Al viejo no le van a quedar ganas de volver… Álvaro se representó la cara babosa del Juan, y el aspecto fornido de Daniel. —Fué por Dolores —defendió blandamente. XIII —¿ADONDE FUISTE ayer, Ermitas? —preguntó Álvaro, mientras desayunaba. —Fuíle a la playa, señor. ¡Jesús, y el tiempo que hacía que no iba para allá! —Pero, mujer, ya no tienes edad para esos trotes. —No tengo, pero la moza es moza, ¿qué quiere hacerle? Y la pobriña nada sale. Recelosa, Ermitas huía la mirada. —… y quería conocer la playa. ¡Y como era domingo! —recalcó, con intención, la vieja. Silencio. El amo tomaba lentamente su desayuno, y no parecía enfadado. El gesto adusto de la noche anterior había desaparecido, aunque razón tuviera para remontarse. ¡Qué disgusto! Nunca sucedió cosa igual. Ermitas aún sentíase revuelta de la impresión. Tampoco el amo debió dormir cabalmente; se le conocía en las ojeras tan hundidas. —¡Y que nada cambiara en tantísimo tiempo! De cuando el señor era neno que iba yo para allá, está todo mismamente lo mismo. Hasta parecíanme los pájaros de entonces… Ermitas charlaba excitadamente, pidiendo a Dios que el amo no aludiese a la escena de la víspera. Y por otra parte, deseaba saber qué sucedió cuando ellas se retiraron. ¿Reñiría a Dolores? ¿Preguntaría a Herminia cómo empezó el alboroto? —Acuérdome del miedo que tenía a las olas, que aunque arremangábame las sayas, chapuzábame toda, de cómo pateaba, con perdón de su cara. ¡Mi Madriña querida, el tiempo que hace! Álvaro alzó la mano, como para cortar sus observaciones. Mucho tiempo, sí, demasiado tiempo hacía. Notó el recelo de la vieja, adivinando que temblaba ante la posibilidad de que le preguntase sobre lo ocurrido; no sabía, pobre Ermitas, que aún más que ella, huía de aquel tema. «Morra o conto», aconsejó Jorge, antes de acostarse. Ese era el camino acertado: tierra encima, quitarle importancia. Una falsa paz, tirante y vidriosa, se abatió sobre el pazo. Todo el mundo marchaba al trabajo, diligente, hablando poco, y mirando de soslayo a su compañero. Cuando, a media semana, el Juan apareció, renqueando, Daniel azuzó a los bueyes: «¡Arre! ¡Arre!», y la Dolores apretó más la gavilla, sin levantar los ojos. Daniel había contado a Pablo las cosas a su manera, y Pablo, creído que todo provenía de Dolores, tomó ojeriza a la mujer. —Fuera de ahí, ¡puerca! Que debían subírsete los colores de andar a la busca de un mozo que pudiste parir —gritaba desde la ventana de su vivienda al divisar a la mujer rondando. Dolores enflaquecía y le daba el calambre. Sin más ni más, en medio del trabajo, poníase a temblar toda, y caía sobre la tierra, revolcándose, echando espuma por la boca. Arremolinábanse las compañeras para cuidarla, pero quedaba tan rígida que ni Rosalía podía con ella. Ermitas y Marcela no se acercaron a los campos. Lavaba Marcela junto al pozo, y Ermitas no daba abasto entre el cuidar de los señoritos y atender a que nadie se acercase por donde andaba la Marcela. Ermitas no podía olvidar los ojos ávidos de Daniel, ni pasar por alto las intenciones del Juan. Y luego, por si fuera poco, el señorito tornóse tan rarísimo que no podía parolar con él como antes. Claro que aquellos cuentos no eran para los amos, pero si no tenía señora, ¿qué hacía ella con aquella moza, buscada por los hombres, como la leche por las moscas? Álvaro, desde que Jorge llegó, no se asomaba a la ventana. Recién levantados marchaban hacia el campo, y después dirigíanse a la playa. Álvaro se paseaba por la orilla mientras Jorge se bañaba. «Marcela estará, junto al pozo. ¿La verá alguien?» La muchacha había estado allí, sobre la misma arena. El rumoroso silencio de la playa le envolvía, le aislaba. —¡Que estoy llamándote! —gritaba Jorge desde el mar, las manos formando bocina delante de la boca. Álvaro tardaba un momento en contestar. Luego reemprendía su divagar: ¡cómo saltó el Daniel para defenderla! ¿La vería a solas Daniel? Las olas susurraban: «No… No… No…» Álvaro supo que acertaban. Recordó a Marcela, pegada contra la pared, palidísima, con los ojos cerrados, tanto que él creyó que iba a desmayarse. Todo su afán fue hacerla salir de allí, no dejarla expuesta a los ojos hambrientos o a los ojos malignos. Había pasado la noche en blanco, despreciándose a sí mismo. Por eso le molestó oír a Jorge, volviendo inoportunamente sobre lo ocurrido: —¿Sabes que no es de extrañar lo de anoche? La rapaza se las trae… Álvaro le miró, de frente, buscando una intención ea sus palabras. Pero Jorge ofreció a la suya una mirada limpia: —Aquí, entre todas esas mujeronas, debe de ser como cerilla en el pajar. —Déjala en paz, hombre. Jorge le miró, sorprendido. Álvaro se impacientó: —¿A qué viene meterse con las criadas? —Pero ¿tú estás loco? Yo no me meto con nadie. No te comprendo, Álvaro. —Perdona. ¡Estoy tan cansado! — Hablaba con voz ronca, y que, en efecto, revelaba suma fatiga. Dió unas palmadas en el hombro de Jorge. Acodados a la ventana del despacho, por las noches quedaban hablando hasta muy tarde. Oían los pasos de Ermitas, arrastrándose sobre el suelo, y el ruido de los platos recogidos. Después las pisadas de las sirvientes, dirigiéndose hacia la escalera. Sin querer, Álvaro pensaba: «Ahí va Marcela.» Estaba seguro de no equivocarse; ruidosas unas, ligeras otras, distinguía entre todas el paso, firme y leve, de la muchacha. —Pero, ¿qué te pasa, hombre? — preguntaba Jorge, sinceramente alarmado—. Tú no estás bueno; a ti te pasa algo… Álvaro, con la cabeza entre las manos, escuchaba los pasos caminando por el corredor, justo encima de ellos. «¡Marcela! ¡Marcela!» (Marcela estaría acostándose. Marcela dejaría caer la ropa en torno suyo, y el cuarto olería como ella.) Sobreexcitado, creía escuchar el rumor leve de la mujer cuando se desviste. «A ver si a la postre va a acertar el Juan diciendo que era meiga, y me tiene embrujado», pensaba, sonriendo dolorosamente. —Tú te has quedado débil. Debes venir a casa para descansar. No hacer más que descansar durante una temporada. —A lo mejor me vuelvo contigo. Jorge creía ver el rostro céreo de Tula, y los dedos ahusados, abombándose sobre el pecho. ¡Pobre Álvaro! Amaneció el domingo y Álvaro recordó: «Marcela irá a bañarse a la playa.» Nada dijo. Anduvo toda la mañana irritado y nervioso. Cuando entraba al comedor con Jorge, vio venir a Marcela, que se hizo a un lado para dejarles pasar. Deseó decirla: «Pasa tú, mujer» y quedarse mirando cómo andaba. En lugar de ello se volvió a Jorge, fingiendo que ignoraba la presencia de la muchacha. La tarde amenazaba ser bochornosa. Después de comer subieron a la terraza. Respaldado contra la butaca, con los ojos entornados, como si dormitase, Álvaro dejaba subir aquella angustia que le oprimía, que le punzaba en las sienes. ¿Por qué tenía que salir Marcela? ¿A fin de qué tenía que bañarse? Ermitas se hacía vieja y la muchacha la trasteaba. El día menos pensado se repetía lo de la Matuxa… Fué más fuerte que él: el pensamiento le ahogó. —Ermitas —llamó sin abrir los ojos, debatiéndose con la imagen de la Matuxa derribada en el suelo. Como nadie acudiera, se levantó, pálido, violento. —Ermitas —gritó, inclinándose por encima de la barandilla. El vaho de calor desfiguraba el paisaje, o él lo veía así, deformado, borroso, a través de una ardiente bruma. —No está la Ermitas, señor. ¿Necesita algo? —acudió, presurosa, Rosalía. —¿No está? ¿Dónde ha salido? Vió también a la Rosalía difusa, como si todos sus rasgos fueran una gran carcajada. —Salió temprano, recién comida, con la Marcela. ¿Por qué le miraba Jorge así, tan extrañamente grave y reflexivo? —¿Por qué me miras así? ¿Qué tengo? —Nada, hombre. Toma las cosas con calma. No quiso ahondar en el sentido de aquellas palabras. Se dejó caer en la butaca y cerró los ojos de nuevo, huyendo de la agobiante quietud de los árboles. —No se mueve una hoja… La tierra abrasaba, se adivinaba ardiente la piedra de la barandilla, requemada la hierba, exhausta. Marcela desanudó el pañuelo que se atara a la cabeza porque le daba calor. Marchaba con Ermitas, sudorosa, con el sol de frente, sin poder escapar a la abrasadora violencia de sus rayos. Llevaba bajo el brazo un hatillo con la toalla. —Mala hora cogimos. Estoyme cociendo. —Y pensar que no comiste por bañarte, grandísima tonta. Andaban y andaban, y la playa parecía estar cada vez más lejos. Marcela tenía las fauces secas cuando la divisó. —Ven por aquí, Celiña, que te hay una corredoira que corta camino; andábala yo cuando venía con el señor. Bajar fue cosa difícil. Marcela, con el frescor del mar ante sus ojos, reía de los apuros de Ermitas. La vieja se escurría, agarrándose a las matas, y lo malo era que aquellas matas eran tojos, y chillaba. —Agárrate a mí, que voy delante. —Mira dónde asientas los pies. Marcela, ¡que me tiras! Por fin llegaron a la arena. Marcela reía, y al escuchar su risa, como asustados, los pájaros levantaban el vuelo. Ermitas, satisfecha, suspiró. —Ya llegamos, Celiña. Quítate la bata, ahora que estamos solas, entremientras sostengo la toalla. Debajo de la bata Marcela llevaba lo que Ermitas le arreglara como traje de baño. Con una antigua bata de cocina a rayas, confeccionó un camisolón con muchos vuelos, «que no es decente que ajúntese la ropa al cuerpo». La cubría hasta por debajo de las rodillas. —¿Y ahora cómo hago? Ruborosa, un poco pálida, Marcela apretaba sus manos contra el pecho, como para ocultarle más. No había nadie aún en la playa. El fuego de la arena despedía. Ermitas, con su cascada boca, sonrió enternecida a la muchacha. —Ahora vete para el agua, hija, pero maíno, probando bien con el pie si el agua cubre o no. Y así que te llegue por aquí —Ermitas señalaba su cintura —, no camines más, que puede presentarse la resaca y llevarte para adentro. —¿Y tú, por qué no te bañas? —¡Bañarme yo, María Santísima! Quedaríame tiesa, de intentarlo… Marcela, recelosa, fue entrando en el agua poco a poco, pero cuando empezó a moverse tímidamente dentro de ella y sintió su fría mordedura en la carne, y miró a un lado y otro y nadie había, y el agua iba y venía a besarla las piernas, cuando aquella helada boca húmeda acabó pareciéndole tibia y suave, volviéndose hacia Ermitas, hizo con la mano un gesto victorioso, sonriendo. Ermitas, de pie en la arena húmeda, oreada por el soplo cercano del mar, sentía que algo dentro de ella pugnaba por deshacerse en llanto mientras contemplaba a Marcela, cándida e indecisa, moviéndose con temor y consultando, ansiosa, con sus claros ojos, para saber si podía continuar. La muchacha, con su flojo camisolón, tenía la misma gracia salvaje de las garzas que pasaban chillando por encima de sus cabezas. Marcela alzó la suya y rió, mirando a los esbeltos pájaros: parecía que le hablaban. Después, Ermitas vio cómo se agachaba en el agua, y volvía a levantarse toda mojada, con pequeños escalofríos por la impresión. Ermitas miró a un lado y otro, qué nadie la viera. La tela mojada se adhería al cuerpo firme y suave de la muchacha. Ermitas se sofocaba por ella, deseando que saliese pronto o se tapase dentro del agua, que le habían contado que entre los helechos se escondían los mozallones para ver bañarse a las mujeres. Marcela salió corriendo, y Ermitas la cubrió con la toalla. —Frótate mucho, Celiña, y a vestirte pronto. Marcela, agachada entre los helechos, mientras se mudaba, reía, contando a Ermitas la impresión del baño, y su risa sonora iba a unirse con el grito de los pájaros. —De primeras, pasé un frío… Pensábame salir, pero tenía rabia por ti. Luego ya no lo tenía, que calentóse el agua. —Calentaría —rió Ermitas—. Calentaste tú… —¡Tengo un hambre! Vamos aprisa, Ermitas. Agarrada al brazo de la vieja emprendió la vuelta, con el camisolón mojado envuelto en la toalla, y la cabeza empapada aún. Parecía su pelo más obscuro y lacio, y más claros los ojos. Iban tan contentas de aquellas horas transcurridas que se les hizo corto el camino. Quizá fuera, también, que el sol ya no picaba tanto. Marcela tiraba de la vieja: —Anda, que tengo hambre. Según entraron, fuéronse a la lareira. —El amo preguntó por la Ermitas — dijo Rosalía. —Dale algo de comer a la rapaza, que no comiera aún. Acercábase Ermitas a la terraza, refunfuñando. Tanta prisa como se dieron, aguantando todo el calor para que no las echaran en falta, y el amo llamó por ella. No sabía qué le pasaba esta temporada que no la dejaba en paz. Todo el día averiguando, preguntando, cerniendo… El amo, antes, no era así. —¿Llamó el señor por mí? Álvaro, lentamente, como quien se arranca algo que daña, se pasó la mano por la frente. Alejada la obsesión. En cuanto Ermitas se encuadró en el marco de la puerta-ventana, aquellas dos mortales horas perdieron toda su agonía. —¿No está bien, señorito? Vió los ojos angustiados de la vieja, y la mirada compasiva de Jorge. —Me duele la cabeza, quiero acostarme pronto. Por eso te llamaba. Suspirando, tranquilizado, se volvió a su primo: —Estas jaquecas que ahora me vuelven loco… —¿Y no sería buena llamar por el médico? ¡Ay, que si llególe a saber que no se encontraba bien, quédome en casa, señorito Álvaro! —¡Qué bobada, mujer! Es dolor de cabeza, solamente. Se metió en cama al caer la tarde. De hecho, hallábase rendido y con una sensación de debilidad, lo mismo que si anduviesen hormigas por dentro de su cabeza. Esto venía ocurriéndole desde hacía algún tiempo; si intentaba leer, aunque sus ojos viesen las letras, no se formaban las palabras en su cerebro. —¡Ay, señorito Álvaro! —suspiraba Ermitas, arropándole como cuando era niño—. Pensar que yo no estaba. Si lo sé, no salgo —se lamentaba, afligida. —¿Dónde fuiste? ¿A la playa? —Estaba el día tan bueno, y el agua tan fría… —¿El agua? —Álvaro intentó sonreír—. ¿No irás a decirme que te bañaste? —Yo no, señor; pero lo hizo la Marcela. ¡Tenía más apuro! Calló, alejándose de puntillas, porque el señorito había cerrado los párpados; seguramente le cansaba hablar. Jorge cenó solo aquella noche. Estuvo largo rato acodado en la ventana. Mirando al cielo estrellado, calculó: «Las mismas estrellas lucirán sobre Cora.» Y deseó a su tierra, a su casa. Sin saber bien por qué, pensó en Miguel, ligado a la Saruca; en su padre, mitad como Miguel, mitad como él: por un lado adoraba a la tierra, y por otro se dejaba llevar por las mujeres. Jorge ya no era ingenuo. A Jorge, en muchos aspectos, su padre le parecía menor que él. Jorge, pensando en su madre, tuvo ganas de ponerse de rodillas. A la mañana siguiente, al despertarse, Ermitas le enteró de que Álvaro se había levantado. —… y debía guardar cama, señorito Jorge, que no me tiene buena cara. Díjeselo así, pero no hiciera caso. No tenía buena cara, cierto. Álvaro se miró en el espejo: tirantes los rasgos, febriles y hundidos los ojos, bien podían creer que se encontraba mal. Se observó despaciosamente. ¡Cuántas canas! Y arrugas, pequeñas y traidoras arrugas alrededor de los ojos, y en las comisuras de los labios dos más hondas, marcadas. Una gran melancolía se apoderó de él. Terminada la vida: para lo que importa, terminada… ¡El libro! Ahora se reía cruelmente, pensando en él. Lo único que contaba es tener pocos años detrás de uno, y un corazón alegre, y poder acercarse a una moza de rojo pelo y verdoso mirar, para enamorarla. Lo que importaba era todo lo humano, y lo que del humano nace. Se creó una misión: ¿para qué buscarse misiones en la vida, si ya nace uno con ella impuesta? Él hurtóse el camino, y ahora era tarde para todo: «Porque eres un viejo, y una muchacha de diecisiete años se reiría de ti. Sí, se reiría de ti.» La terrible servidumbre del amor le avasallaba. Debía hacerse fuerte. Semejábale oír el rugir de las olas, levantándose en espuma alrededor de la muchacha. Las olas que la tocaban, la envolvían… Iba a enloquecer, de fijo: iba a enloquecer. En su cerebro martilleaban las palabras, daban cien vueltas y volvían las mismas. Con letras de fuego las veía escritas en el espejo, en la pared, en el aire limpio de la mañana: «Tarde… Es tarde para ti.» Creía escuchar carcajadas burlonas: «Es tarde, amigo, es tarde»… Una amargura le resecaba la garganta. No fue nunca buena su parte en la vida: la falta de sus padres, siempre solo. Ahora sabía lo que era la soledad, porque antes no se había dado cuenta de ella: «Como nuestros primeros padres. Se dieron cuenta de que estaban desnudos cuando pecaron.» Él, ahora que aquella abrasadora bocanada le asfixiaba el alma, sabía el sentido oculto de la soledad cuando vuelves a casa y nadie espera, cuando tienes un trabajo y nadie le sigue con cariño, cuando sabes que te has hecho viejo y a nadie importa, cuando, perdida la juventud, nadie la rememora compartida. «Es tarde, amigo», decían las ramas de los árboles, sacudiendo sus hojas, en muda despedida a lo que fue. El fiel «Chinto» se acercó a él, y le lamió la mano. Un sollozo sin lágrimas quebró el dolor de Álvaro, porque los ojos mansos del can parecían comprenderle, y había una sumisa, resignada caricia en ellos. «Chinto», también, a su manera, había dicho: «Es tarde». XIV AHORA SABÍA lo que era sangrar el corazón. Lo había leído tantas veces, lo había oído tantas, siempre pensando: «Literatura… Dichos». Pero ahora sabía que el corazón sangra. Sentía una sensación, cálida y punzante, según cruzaron el portón y se vieron en el camino. ¿Cobardía o valor? Dejaba a Marcela detrás suyo, y cerraba los ojos. Marcela no existía, o, al menos, no podía existir para él. Álvaro no pudo evitar aquel silencioso llorar del corazón diciendo adiós a la juventud, porque sabía que con la juventud de Marcela se despedía de la suya. Huía de Marcela, y su imagen le salía al paso, camino de Cora. ¿Cómo huir de ella, si la llevaba en la sangre? Un día anduvo estas corredoiras con la muchacha cabalgando tras él. Rememoraba su aire encogido de la vez primera, y en cambio, su expresión lejana e impenetrable, cuando el regreso. Ya entonces, sintióse extrañamente confuso al verla montar a pelo. «Marcela no debe montar así». Una de las veces que se volvió aguantando la rama de un castaño, desenlazándola de otro frontero, sintió una bocanada de calor que le subía al rostro. ¿Era moza o varona la que montaba, garrido el cuerpo, quieta la mirada, con el pelo flameando en torno suyo? Las membrudas piernas se ceñían a los flancos del caballo: la luz de la luna tornábalas blancas, irreales. Jorge y Álvaro cabalgaban silenciosos, en el amanecer. Los cascos del caballo sobre los cantos de la corredoira, cantaban rítmicamente: «Marcela irá a bañarse a la playa… Irá a la playa… Irá a la playa.» La sangre muere con uno. Jorge callaba. Desde el sendero divisó a Espasante. Allí vivía la Saruca. Las dos playas de Espasante, como dos medias conchas, abríanse, en arena, una, sobre la ría tranquila, y la otra sobre la mar, movida y brava. Entre una y otra, el poblado compuesto de casitas blancas, encaladas, con tejados de pizarras, sujetos en sus bordes por pedruscos. El valle era feraz campiña, frondosos los espesos bosques de pinos, esbeltos los cipreses cerca de la ría. Sobre la mar un castro. Jorge buscó el brazo de la mar entrando en Ortigueira, defendida por los tres guardianes de piedra, severos e impávidos. Había algo de guerreros y monjes en los tres aguillones, como encapuchados. A Jorge no le extrañaba que los caballeros templarios hubiesen elegido el convento de la isla de San Vicente. A veces dudaba de si sería cierto lo que oyera contar de niño a unos pescadores: un día que un barco normando quiso piratear por Santa Marta, al ver los hermanos templarios que desde la isla sola no se defendían, hicieron una barca a la mar. En la barca iban tres de los caballeros. Cerraron el paso, denodadamente, y cuando vieron que el barco iba a adentrarse pese a ellos, lanzáronse arrojadamente, sobre la proa, para desviarle el rumbo. Y dicen que el barco se estrelló como si chocase contra las piedras. Al alba, no había rastro de barca ni de buque, pero estaban los aguillones allí, para siempre, vigilando. Jorge perdió de vista el paisaje, porque los árboles, cruzando sus ramas, se enseñoreaban del horizonte, lo celaban. Marcharon así, casi enlazados por las ramas de los árboles, hasta llegar al Barquero. Luego, tomaron un camino asfaltado que conducía a Cora. Cuando desmontaron, frente a la casa, salían a trabajar los mozos, y Gabriela informó al señorito de que las señoras aún dormían. —¿Y Miguel? —preguntó Álvaro a Jorge. Al echar pie a tierra comenzaba a desentumecerse. Jorge se alzó de hombros: —Buscaremos a padre, que estará en la fraga. —¿A estas horas? Hazte cuenta que salimos de amanecido. —Todos los días da un paseo antes de desayunar. Vieron desde lejos a don Enrique: alta silueta entre los altos árboles. Avivó el paso al verles. —Mala cara, sobrino —dijo, observándole suspicazmente—. Sigues trabajando. No lo dijo como pregunta, sino como aserto. Para él, aquellos rasgos fatigados y el brillo terne de los ojos eran sólo la causa de un excesivo inclinarse sobre los libros. Álvaro se avergonzó de la superchería. —Trabajo poco ahora —dijo, sin mirar a Jorge. —Tú lo que necesitas es vida sana, pasearte como yo al amanecido, y trabajar en el campo, y hacer vida de hombres, ¡trueno! Jorge sonrió: las bravuconadas de tío Enrique confortaban. —Vino Dorila —advirtió, volviéndose al hijo. Y carraspeó de un modo tan significativo que obligó a Jorge a preguntar: —¿Qué le pasa? —Tendremos boda. No me meto en eso, allá las mujeres… Tu madre que tiene la cabeza en su sitio dice que es para bien: para bien sea. Hacía grandes parábolas con su bastón, y Álvaro comprendió que le dolía casar a la hija. —Un indiano, ¡fíjate! Hijo de un comerciante, que marchó a hacer dinero. ¡Si mis padres levantasen la cabeza! Le dejaban hablar. —Tiempos nuevos, hijo, tiempos nuevos… Y por encima, quince años más que ella. Pero tu madre dice que está bien, pues a callar. Se le veía estallando por explayarse. —¿Qué puedes esperar de un hombre que hizo los cuartos con carretes? Cosa de mujeres… No le conozco: el día que vino a hablarnos, me encontraba en cama, con el ahogo. Jorge sonrió, mirando a su primo. A don Enrique le daba el ahogo en cuanto quería zafarse de algo. —Lucía dice que es un buenazo. ¡Faltaría más! ¿Y qué iba a ser, si no?… ¡Casarse con mi hija! Álvaro recordó a Dorila, altiva. Qué vueltas daba el mundo, y las personas. —Eso sí; tiene la mano abierta — continuaba don Enrique—. Manda cosas de allá que, como las mujeres son todas por un mismo patrón, se quedan como bobas. ¡Una mujer seria como tu madre, admirándose de esas cosas! Poco serias, ¡trueno! Lo hombruno es la madera, y la piedra, y la plata, y no todas esas cosas transparentes que parecen para criadas. Antes, en los serrines de las ferias, buscábamos cosas así para embaucar a las mozas. Ahora, lo mismo da unas que otras. Pero, cuando vio de lejos a doña Lucía: —De esto, ni una sola palabra a tu madre. Jorge inclinó su alta talla para besar a la mujer menuda y frágil. —¿Te ha contado tu padre la novedad? Y luego, sin transición, volviéndose al sobrino: —No te marchas de aquí hasta que no te vea otra cara. Nublóse un momento su sereno semblante: secretamente, le halagaba el mal aspecto de Álvaro. ¡Si Tula hubiese vivido! Miró, con cariño, el fatigado rostro, la sonrisa forzada. Claro, no había comparación posible entre el indiano y él, pero Dios dispone… Tuvo que empinarse para cogerse del brazo de su hijo. —Padre te ha echado en falta… Don Enrique, marmotando algo entre dientes, se internó en la casa, seguido de su sobrino. Madre e hijo quedaron un momento quietos, mirando hacia el río, con idéntica expresión en los ojos. La madre agradecía la presencia de aquel hijo que era su secreta debilidad. Parecíale que continuaba siendo el niño que ella quiso y acunó, y que se dejaba quietecito besar, mientras Miguel, más turbulento, perneaba por escaparse en cuanto su madre pretendía retenerle. Jorge, pasivo, quedaba tiempo y tiempo en la blanda tibieza del regazo materno: «Semella unha nena», barbotaba el padre, irritado. Y bruscamente, cogía a la criatura, liberándola de los amorosos brazos que le apresaban. Doña Lucía vio crecer de Jorge sólo el cuerpo. Fué el más guapo de todos sus hijos: altísimo, elástico de miembros, robusto y fino a un tiempo, con el cabello ensortijado y rubio. Tenía los ojos claros y fríos, y besaba a su madre con una ternura, mezcla de fervor y de respeto. Los ojos de doña Lucía resplandecían cuando, desde cualquier ventana divisaba, a lo lejos, la alta silueta del hijo, abatiendo árboles o sachando la tierra, como los campesinos. Sabía que el hijo no conocía mujeres, y se sentía orgullosa por ello. También la madre respetaba al hijo. Para él, la tierra y su madre eran lo único en el mundo: aquella era su amante y ésta su amada, y hasta don Enrique tuvo que reconocer, a regañadientes, que aquel mozo casto y trabajador era más capaz para el trabajo, e incluso más hombre, que cuantos le rodeaban. Miguel, en cambio, acongojaba a la buena de doña Lucía. Preferiría verle casado, fuese con quien fuese, a imaginárselo como se lo imaginaba. No conocía a la Saruca: su casto pensamiento figurábasela tentadora y peligrosísima. En el fondo, muy en el fondo, a solas consigo misma, no podía evitar cierta condescendencia cariñosa hacia aquella mujer, porque amaba a su hijo. Si hubiese podido verla, tal como ahora era, teñido el cabello, procurando continuar con aquel tono de oro pajizo que a Miguel enamoró, flácidas las carnes, quemados los ojos de tanto llorar, y desesperadamente resignada con su suerte, el alma maternal de doña Lucía la hubiera compadecido. —Debían casarse, Enrique — aventuraba alguna vez que otra, después de confesarse. —¡A callar! Doña Lucía rezaba a Santa Ana para que ablandase aquel recio corazón. Lastimado, Miguel apenas tomaba parte en la vida familiar. Álvaro pudo comprobar que a lo largo del día apenas compareció. Don Enrique fingía que no se enteraba de su ausencia, pero los ojos angustiados de doña Lucía acariciaban el puesto vacío, en la mesa. Álvaro comprendió que Miguel, a lo zorro, tozudamente, imponía su deseo. Pero había errado en el cálculo: creyó hacer, por fin, su voluntad, y era la del padre la que hacía. Don Enrique, viendo a su hijo, hombre maduro ya, temió que a última hora se casase con la Saruca. Buscó el modo de evitarlo: le aflojó las riendas. Miguel; lo mismo que un parvulillo, picó el cebo, y lo que en tantos años no sucedió, sucedía ahora, al amparo de una mayor convivencia. —Parece que el padre se ablanda, nos dejará casar. Ahora ya no se veían en la huerta, sino detrás de la casa. De cuando en cuando la Saruca se aborrecía de Miguel: —Sin voluntad. No tienes voluntad. Tu padre te maneja como un pelele… —Es mi padre. —Ya lo sabemos. Mira tú. Yo también le tuve. Y madre. Y bien sabes los disgustos que me ha costado, lo que me ha costado… Miguel volvía como un toro fogueado. —Padre, tengo que hablarle dos palabras. —Anda, déjate de monsergas. ¡Vete a tu trabajo, y menos hablar! Miguel le cortaba el paso. Estaba blanco y casi lloraba: —Pues yo tengo que hablarle. Aquí o donde sea. —Venga de ahí —socarrón, don Enrique, le miraba. —Tengo que casarme con la Saruca. Don Enrique dio media vuelta, y quiso marcharse dejándole con la palabra en la boca. —Padre —siguió Miguel, yendo tras él—. Tengo que casárme. Ya no soy un rapaz, para que me manejen, y tengo que cumplir. Le digo que tengo que casarme… —Que no eres un rapaz, a la vista está. Casi pareces más viejo que yo, ¡trueno! Pero como vuelva a oírte mentar a esa mujer en esta casa, donde vive tu madre… ¡Calla! ¡No me contestes!… Tu madre que es una santa. —Ella también es buena. Don Enrique alzó la mano: —No te cruzo la cara porque eres hijo suyo. ¡Pronunciar con el nombre de tu madre el de una mujer que…!! Hizo un gran gesto teatral, y se alejó, muy derecho, hacia el despacho. A solas procuró reírse, rezongando. Alejado el peligro. No tenía nada que oponer a los rapaciños: si los había, que vinieran. Pero dijo que no quería ver a la mujer y no la vería. La risa quedó en mueca, recordando el sollozo seco del hijo, y sus palabras. Algunas no eran de él, lo podría jurar. Algunas no habían salido del meollo del hijo. Apretó el puño en dirección a Espasante: «Veremos quién puede más. A ver quién se sale con la suya»… Y le temblaba la barba, no de furia, sino de emoción. Le llevaban al hijo, al mayor, se lo llevaban. No, mientras él viviera. «Rapaz —murmuró ahora que nadie le oía—, meu rapaz». Miguel no se lo perdonó. Volvió hosco donde la Saruca, y ella se asustó al verle, terrible en su silencio. —¿Hablaste con el viejo? Le dio miedo. Abrazóse a él llorando. —No importa. No te apures. A Miguel se le pasó aquel pronto, y nunca más habló de la Saruca en casa. XV ÁLVARO una lucha sin cuartel consigo mismo. Trabajaba con Jorge desde amanecido, fatigando su cuerpo en el quehacer diario de los campos. De tanto estar al sol se le curtió la cara, quedaron más marcadas sus arrugas, y pareció más blanco su cabello. Se cansaba. Poco habituado al trabajo corporal, las manos se le abrían, y los riñones tiraban tanto que le costaba enderezarse. La primera temporada, llevaba la mano llena de vejigas: poco a poco formaron callo. Porque Álvaro no cejó, ya que había descubierto que el embrutecimiento que EMPRENDIÓ el trabajar así le producía, liberábale de pensar. Y se trataba, precisamente, de no pensar. Dale y dale… Alzaba y hundía la azada, mordiendo la tierra. Cuando al anochecer se sentaba en la galería, junto a sus tíos, con Jorge y las dos muchachas, deseaba extender las piernas, echar atrás la cabeza, descansar. Materialmente rendido, no tenía humor sino para escuchar lo que los otros hablaban. Respetaban su silencio. Don Enrique, tras sus párpados entrecerrados, le miraba a veces, agudo. Luego carraspeaba: —¿Cómo va eso, rapaz? —Bien. —Tienes ya otra cara: has adelgazado, pero estás más recio. Álvaro caía en la cama como un fardo. Cuando el sol se asomaba por la ventana abierta, se levantaba, presuroso, decidido. No quería retrasarse en hacerlo, u holgazanear entre las sábanas, porque temía dejarse llevar por su deseo. Y su deseo hubiera sido, cerradas las ventanas, procurar dormir días y días, hasta despertarse una buena mañana con el corazón ligero, y sin que cabrillease, sólo porque allí la tierra era dorada o rojiza, o porque el olor de los campos le trajese en su lozanía el inconfundible, limpio aroma de una muchacha. A veces, durante el día, un rayo de sol filtrándose entre los árboles o el volver la vista al río, manso y bruñido, o simplemente aspirar la fragancia de la tierra, le traía por un momento la imagen de que huía. Pero el río seguía corriendo y semejaba en su inmutable, persistente destino reírse de sus preocupaciones; los árboles que tantas cosas más graves presenciaron, indiferentes a su desazón, le brindaban la austera reciedumbre de sus altas siluetas. Eran los últimos días del verano, de una dulzura ponzoñosa: parecía que el tiempo se resistía a marcharse, que algo se iba, definitivamente. Nunca hasta ahora sintiera Álvaro esta desesperanza por lo que no volvía. En la casa andaban excitados con la próxima boda de Dorila, y a cada paso Álvaro tropezaba con las mujeres, cargando con grandes montones de sábanas, o contemplando los ricos encajes de la época en que doña Lucía se casó. A veces, entre aquellas ropas que olían a espliego, se escapaba una ramita de azahar. Doña Lucía se ruborizaba, y sonreía. Las hijas se maravillaban. «El tiempo…», pensaba Álvaro. Por la noche, tras cenar, en la galería, las mujeres acaparaban la conversación. Extendían los finos lienzos. —Nos hemos vuelto como comadres, ¡trueno!, aquí no se habla de otra cosa —protestaba, indignado, don Enrique. Y era cierto. Pero el día que don Enrique se desató fue, cuando, receloso, quiso averiguar el porqué de la asidua presencia al atardecer, en la galería, del nuevo médico del Barquero. Don Enrique no iba nunca durante esas horas a la galería: bebía en la antecocina con sus criados mientras las mujeres merendaban allí. Comenzó a extrañarle el ver pasar al joven médico todas las tardes, entre apurado y decidido: —Buenas tardes, don Enrique. Saludaba atento, al cruzar por delante de la puerta abierta. Al principio lo encontró natural: Dorila se había clavado una astilla en el brazo, y el brazo habíase ido hinchando, y poniéndose duro. Doña Lucía se alarmó y llamó al médico. Después, era lógico, había que hacer las curas. Pero, ¡trueno!, ¿qué curas eran aquellas que duraban tanto tiempo? Se prometió averiguarlo. —¿Cómo va el brazo de Dorila? — preguntó por la noche, ya acostado, a su mujer. —Bien. —Doña Lucía tembló, viendo venir la explicación. —Ese médico parece que vale, ¿no? —Vale, sí. Es un muchacho buenísimo, Enrique. Álvaro le conocía ya, y no sabe dónde ponerle. Habló con tanto calor que don Enrique se quedó callado, por un momento. —De Álvaro no hay que tener cuenta. Es un buenazo, y todo lo encuentra bien. Y encima, ahora, anda como alelado. Doña Lucía pensó en el dulce rostro de su hija pequeña, ruborizado y ansioso. —¿Y viene a ver a Álvaro todas las tardes? Doña Lucía no podía mentir, ni serviría de nada. —Viene a ver a Lucía, Enrique, ¿no comprendes? Tuvo que taparse los oídos. Don Enrique, iracundo, golpeaba la almohada, maldecía: —¡Y que esto sea una mujer decente! Estás como las alcahuetas, ¡trueno! Doña Lucía callaba. Aguantó el chaparrón, silenciosa, dejando que desahogara su furor. —No comprendo por qué te pones así, Enrique. Tanto como quieres a la pequeña. —Por eso mismo, dejársela llevar por el primero que pasa… —Es un muchacho bueno, me he informado, y trabajador. Y si me dejaras hablar te explicaría, que, tanto como la quieres, así no la perdemos. —No, ¡si todavía vas a tener razón! … —La tengo. Joaquín está de médico en El Barquero, a dos pasos de aquí. —¡Y que no tendrá ganas de dejar el pueblo! —No las tiene, parece. Ya ves, Enrique, Dorila se va tan lejos. Me parece bien, porque Dorila no se hace a vivir en la aldea. Ángela y Manuela en el convento… —Tú lo quisiste. —Don Enrique se ablandaba. —Lo quisieron ellas. Lo quiso Dios. Te confieso que no las siento lejanas. Pero si pudiéramos tener cerca a la pequeña… Don Enrique no contestó. A la mañana siguiente se dirigió al Barquero, presentándose en casa del cura. —¡Cuánto de bueno, don Enrique, usted por aquí! A la vuelta, don Enrique entró en su casa, apoplético y de buen talante. —Enrique, ¿de dónde vienes? —Nada. Fui a dar una vuelta al Barquero. Doña Lucía sonrió. Y desde entonces, en las últimas horas de la tarde, llegaba Joaquín, sin apuros ya, y se sentaba en la galería con las mujeres. A doña Luda, a veces, escuchando los juramentos de eterna fidelidad musitados por Joaquín a Lucía, se le enturbiaba la vista, recordando un tiempo ya ido, en que fue ella quien escuchara, palpitante, las palabras que, entonces, creyó nuevas para ella, inventadas para ella. Hoy las oía repetir a su hija, y en todos los lugares del mundo, un hombre junto a una mujer susurraría las mismas palabras, siempre vírgenes, y ¡ay! muy a menudo violadas. Doña Lucía volvía a su bordado, atentamente, parpadeando dos o tres veces seguidas para rechazar aquel orvallo del corazón. Comenzaron a amarillear las hojas de los árboles, y las agujas de los pinos a cubrir los senderos. En el atardecer, la bruma bajaba pronto, densa y quieta sobre el río. «Es el otoño», decía la bruma. Llegados los primeros días de octubre empezaron a preparar la vendimia. Allí se hacía todo en grande: cuanto de lejos o de cerca abarcaba don Enrique tomaba proporciones colosales. El bullicio de los nuevos jornaleros, de las mozas tomadas a sueldo para aquellos días, el sacar los cestones, ponía un hervor nuevo en el ambiente. —Buena cosecha —afirmaba don Enrique. Y se frotaba las manos. Álvaro pensó en La Sagreira. Por vez primera faltaría él para la vendimia. Esforzándose, procuró recordar la imagen de una rapaciña desgreñada que picaba los racimos en los cestones. Sonrió, enternecido. Enojado consigo mismo, buscó a Jorge, deseoso de distracción. Marcela se le había metido en las venas: era la única explicación posible. ¡Cuántas veces, desde el surco, flotando indecisa en la neblina matinal, o moviéndose vaga entre las primeras sombras de la noche, habíale asaltado su presencia! Las primeras veces, enojado consigo mismo, cerraba los ojos, crispadas las manos sobre el puño del azadón. «Marcela es radiante y limpia como la mañana. Marcela es callada y rumorosa como la noche.» La veía en la enjuta cara grave de las aldeanas, en el esquivo gesto receloso de los labriegos, en el gozo de vivir de los niños que perneaban, cabe al río. La adivinaba en la doncellez de sus primas, y en los cuerpos inclinados de cuantas trabajaban en la casa. Y de pronto, sin saber bien por qué, la imagen fue perdiendo fuerza, acallándose los sentidos. Filtróse en su ánimo la melancolía de aquella luz gris, suave y tranquila, del otoño. No rehuía el pensar en ella, porque hacerlo ya no le alteraba. Se interesó por los demás. Volvió a ver las nervuras en la hoja, ahora rugosas, como manos de viejo, y contempló, sin adulteraciones de su imaginación, el río y los campos. —Ahora sí que te veo buena cara — sonreía, gozosa, doña Lucía. —¿Pasó? —preguntó don Enrique. Álvaro se le quedó mirando, sorprendido. ¿Qué había querido preguntar su tío, o qué había adivinado? Sin rubor, miró los ojillos penetrantes, un poco maliciosos. No contestó directamente. —Estoy como nuevo —dijo, solamente. Y con la calma interior, renació un deseo febril de trabajo. Pero no como el de hasta ahora, en la tierra, sino aquella otra tarea que tantos años le absorbió. Cuando Daniel vino a pedir instrucciones para la vendimia, Álvaro sintió una sensación cálida, lo mismo que si algo de su casa llegase hasta él. Mientras Daniel tomaba unos vasos de vino, en la cocina, Álvaro se informó de cómo marchaban los trabajos en la finca. No pensó ya: «¿Verá a Marcela?» Aquello estaba al otro lado de él. Ahora sólo sentía contento por ver allí al mozo, robusto y leal. —¿Y cuándo vuelve el señor? La Ermitas está como cuerpo sin ánima. Álvaro rió. —Pronto ya, muy pronto. Dile que se casa la señorita Dorila, que quedaré aquí hasta la boda. —Veniros todos a la boda —invitó don Enrique—. En la fraga, si hace bueno, prepararemos algo para vosotros. —Déjelo el señor. —Pero, ¿qué he de dejar, trueno? Lo que se celebra en Cora, es de La Sagreira, y lo de allá, de acá, ¿estamos? Aquella casa y ésta son como una. —Ya puedes decir a Ermitas que se ponga de tiros largos y venga a ver a la señorita Dorila de novia —sonrió Álvaro. —Y tú —don Enrique guiñó un ojo al Daniel—, si tienes novia por lo decente, la traes. Pero si es de las otras, te contentas con lo que tenemos en casa. Reía de su propia chanza. Daniel le acompañó en su risa. Cuando marchó, Álvaro escuchaba a tío Enrique, contándole cosas ocurridas en sus años mozos, cuando el padre de Daniel, el Pablo, era casi un rapaz. —¿Y para qué le pediste los cuadernos? —comentó luego, con un gesto despreciativo—. ¿Quieres perder lo que ganaste? —Quiero volver a trabajar, tío Enrique. —Te ha gustado siempre complicarte la vida. Pero, en fin, como esta temporada andamos todos como locos, uno más… Álvaro esperó sus cuadernos con verdadera ansiedad. Impaciente, salió al encuentro del recadero, y agarró con las dos manos el voluminoso paquete. Después, subió a su habitación, situada al fondo del corredor del primer piso, y lo desempaquetó. Tenía el pulso trémulo. Acarició el libro de pergamino, y levantando las gafas sobre la frente, lo acercó a sus ojos. ¡Su libro! ¿Había estado loco? ¿Qué mal le había atacado para llegar a renegar de aquello? Comenzó a leer el último de sus cuadernos, y sorprendióse de lo exacto y minucioso de su trabajo. Se enfrascó en la lectura. La campana para el almuerzo vino a interrumpirle. Sin cerrar el cuaderno alzó los ojos y miró hacia el horizonte por la ventana abierta. «Gracias, Dios mío». Se encontraba a sí mismo. Y hallarse de nuevo le producía una sensación de humildad. ¿Qué importaba su vida gris, recóndita? ¿Qué importaba no tener un aliento humano junto al suyo? Para el tiempo que pasa y pasa, inexorable, para todo lo que perdura tras la muerte, ¿qué importaba, ni siquiera, ver su obra concluida? Demasiada importancia: los hombres nos damos demasiada importancia. Vió a Dios flotando sobre el río, alzándose sobre la tierra, encarnado en los hombres. Sí, un poco de Dios en cada uno. Un gran amor a la humanidad se despertó en él. ¿Por qué se había* considerado bueno hasta ahora? ¿Bueno, por qué? ¿Qué había él hecho por los demás? Cerca de él, en la cocina, en los establos —como Marcela, sí, como Marcela— discurrían aquellas vidas con sus alegrías y con sus pesares, con sus pasiones y su soledumbre. ¿Qué había él hecho por todos? ¡Ah! Fuera los prejuicios adquiridos, las máximas aprendidas, la virtud convencional. Lo importante era ser humano, y ser humano era postrarse, respetar lo que de Dios había en cada uno, y amar, compadecer lo que tenía de barro. Ser humano era aceptar, en su humanidad, las complejas humanidades de los otros. Cerró el cuaderno. No se hallaba solo, porque supo, ahora, que la soledad tiene sentido cuando la vida interior es rica en personajes, y él llevaba en su alma la compañía de muchos peregrinos, gentes de corazón sereno. Volvió a tocar la campana. «Gracias, Dios mío». Y lo halló todo nuevo. XVI UNA MAÑANA DE AQUELLAS Álvaro penetró en el cuarto de Tula. Había pasado forzosamente todos los días frente a la puerta cerrada. Al principio bajaba la cabeza con una vaga sensación de remordimiento, después iba tan fatigado que ni pensar podía. Ahora, desde que se encontró a sí mismo, volvía a ver la puerta cerrada, y se decía: «Tengo que entrar». Y una mañana entró. Dentro del cuarto, paz, y la luz entrando a raudales por la ventana. Vió la cama vacía, la mesita con los libros que él regaló, apilados ordenadamente, y sobre el bargueño la copa con rosas frescas. «Tía Luda», pensó. Él había sorprendido muchas mañanas a tía Lucía, por aquel pasillo, con flores en la mano. Una de las rosas era roja, encendida: única nota de vida en aquel cuarto. Se acodó en la ventana, pensativo. «No he amado nunca a Tula». Y hallóse repitiendo a media voz el pensamiento: «No la he amado nunca». No sabía por qué se ahincaba en este convencimiento, pero supo que, tras él, quedaba en paz consigo mismo. Veía el Sor, y la arena que el Sor lamía era rojiza y dorada. Como Marcela. No se inmutó, ni se turbó su quietud. Comprobaba serenamente la íntima relación entre personas y paisajes, cosas y seres vivos. Por ejemplo, Tula siempre le pareció un ciprés, Dorila tenía la fiera arrogancia y la tenebrosa belleza de la Capelada. Marcela era bravía, y amasada con la tierra roja de su Galicia la recia carne: olía a frío, a lluvia en invierno, y en verano a manzanas, y a sol. No reflexionó que era extraño que pensara en Marcela, allí, en el cuarto de Tula. Ya no era extraño nada. Además, Tula hubiera comprendido. De todos en la casa, solamente con Tula hubiese podido hablar a corazón descubierto. Jorge marchaba al trabajo, y le vio acodado, en el cuarto de su hermana. Se detuvo un momento. No entendía a su primo. Él hubiera jurado que… ¡Bah, una llamarada y nada más! Los cincuenta años son cabo peligroso: se enciende la fogata, y cualquier cosa es lumbre. —Baja de ahí, rapaz. Te espero — don Enrique también le había visto a la vuelta de su paseo matinal. —Está en el cuarto de Tula —dijo Jorge, buscando los ojos de su padre. —No tiene nada que hacer allí — Jorge se sorprendió de la dureza de la voz—. Tula ahora está en la tierra, en la capilla. Y como viera la mirada de su hijo: —Eso no es cosa de hombres, rapaz. Está bien para la madre, que vaya a llevar flores y piensa que no lo sé. Pero, ¿te acuerdas del eucaliptus que plantamos el otro día? Lo hicimos sobre la cuna del viejo, el que derribó el rayo. Aquel me conocía, y yo a él: ¡tantos años de darle con el bastón en la corteza, todas las mañanas! Y vi cómo en su sitio pusieron otro, que mete sus raíces allí mismo. Miraron a Álvaro que se acercaba. —No lloro al viejo… Jorge admiró a su padre. Le vio alejarse seguido de Álvaro, por la fraga adelante, enhiesto. Desde lejos, se veían aún los molinetes que con su bastón dibujaba en el aire. Llegó el novio de Dorila. Álvaro tuvo ganas de reír, porque respondía exactamente a la descripción que don Enrique hizo. Tratándole, convencióse de que también acertaba doña Lucía: era un hombre bueno. Cuando miraba a Dorila tenía los ojos húmedos, sumisos. Álvaro se acordó del «Chinto». —No te apures, mi hija, se hará todo como quieras —la voz suave y dulzona arrastraba los finales. Todos se sentían un poco forzados, delante de Ángel, menos tía Lucía. Tía Lucía, más sencilla, más bondadosa, supo comprenderlo. Ángel callaba incómodo, entre aquella familia extraña que iba a ser la suya, y en la que se sentía descentrado. Sencillo y exento de vanidad, dijo un día: —¡Si mi viejo hubiese vivido no más para verme en esta casa! Dorila le miró como si fuera a arrasarle con el fuego de su indignado mirar. Doña Lucía se dio cuenta de la dura altivez de su hija y tuvo ganas de reprenderla. A don Enrique, desde entonces, le cayó en gracia el futuro yerno. No lo confesó nunca: pero, habituado a conocer a las gentes a las primeras de trato, reconoció en Angel una innata hombría de bien y una nobleza llana. Día antes de la boda don Enrique dirigió el arreglo de unos tenderetes en la fraga. En unos, colocaron unos barriles de vino, en otros, taburetes y mesas largas donde pondrían los comestibles. Más allá, levantaron un pequeño estrado, para que los músicos pudieran tocar cómodos. Don Enrique regaló a todas las mozas un pañolón de flores, e incluyó en ello a las de La Sagreira: —¿Cuántas son allá? —preguntó a Álvaro. —Ermitas, Marcela, Herminia, Dolores, Rosalía —Lucía contaba con los dedos. —Pues un pañuelo para cada una; pero bueno, para que se acuerden de la fecha. Comenzaron con tiempo a matar los cerdos, y a rellenarlos, y a trufar gallinas. Doña Lucía atendía a todo; parecía multiplicarse. —Lucía, ven a ver cómo queda el tablado. —Mamá, ven a la capilla, a ver si están bien así las flores. —¡Llamad a la señora, que baje a la cocina! Y doña Lucía se dirigía a la fraga, y admiraba el tablado, y celebraba los tenderetes, mientras don Enrique se ufanaba. Después de que se iba, don Enrique decía a los trabajadores: —¡Vaya! Ahora a descansar, que os lo habéis ganado. A ver, Domingo, ¡ese tinto! Sentábanse unos sobre la tierra, y otros se apoyaban en los árboles. Don Enrique tronaba desde su taburete. Doña Lucía se asomaba a la capilla. Subida sobre el altar ayudada por Gabriela, Lucía colocaba guirnaldas de laurel, salpicadas de flores. Joaquín la contemplaba. —Muy bien, hija. Doña Lucía daba un rodeo para no pisar la piedra más clara que las otras, al pie del altar. (Tula, ¿estás ahí? Verás la boda de tu hermana.) —¿Dónde ponemos los reclinatorios, doña Lucía? —preguntó Joaquín. Doña Lucía miró con dolor el sitio aquel. Había que sobreponerse. —Aquí —dijo. Y cuando salió, anduvo por un momento más encorvada. Doña Lucía bajó a las cocinas, y vio a las criadas sofocadas, rellenando los cerdos, trufando los lechones. Reían, excitadas; había un aire de fiesta en la cocina. Y volvió a subir, y a sentarse en la galería, junto a los novios, inclinándose sobre el bastidor. Al poco tiempo, de nuevo, la reclamaban. Álvaro se distraía con todo aquel bullicio. Por la mañana escribía en su cuarto. Pero después de comer ya no le soltaba don Enrique. —Tú te vienes conmigo. Álvaro iba. Y así, sin darse cuenta, llegaron a la víspera de la boda. «Mañana, mañana», se decían todos, asombrados. Dorila estaba nerviosa y se irritaba por nada. Comía poco, y pasaba largas horas encerrada en su cuarto. Ángel, paciente, la esperaba, sentado en la galería. —¿Sabes que me alegro de que venga Marcela mañana? —dijo Lucía, tras cenar, volviéndose a Álvaro. Álvaro, sin pensarlo, contestó: —Yo también. Lucía estaba contando los pañuelos, no faltara alguno. Eran todos iguales, amarillos, con flores obscuras. Álvaro vio las manos de Lucía, alisándolos, y pensó si aquel pañuelo ceñiría la frente de Marcela. —Me gustaría que Marcela estuviese con nosotras —dijo Lucía tímidamente, mirando hacia su madre—. En Las Puentes fue tan buena conmigo… —Pero, mujer; la pobre no se hallará. Déjala con los suyos; estará más a gusto. Lucía se volvió, buscando un apoyo en Álvaro, pero Álvaro no la apoyó. Marcela vino con las sirvientas de La Sagreira en el coche de Andrés; los hombres, a pie, desde la parada del autobús en El Barquero. Venían todas ellas tiesas, envaradas en sus ropas nuevas. Durante todo el camino, Marcela escuchó sus bromas y sus risas destempladas. Hasta Dolores olvidó sus pesares y presumía, sentada en uno de los banquillos. —Y creo que habrá baile. —Habrá. Que don Enrique no hiciera nunca cosa alguna a medias. Les bailaban los pies y los ojos. Sólo Marcela sentíase desconcertada y temerosa. Le salvaba el que Ermitas viniera también; se quedaría con ella. Ermitas, según llegó, se dirigió a las cocinas para ayudar en algo. —¿No podría saludar a la señora? —La señora anda loca de trabajo. Ya vendrá ella por aquí. Pero Lucía sí buscó a Marcela. Fueron juntas a la capilla. —Quería que lo vieses, porque como a la tarde vosotras no cabréis dentro. Pero así ya sabes cómo está. Salían de la capilla cuando bajaban de la fraga don Enrique con el sobrino y los dos hijos. —Hombre, mis invitados —dijo, campechano y cordial don Enrique—. Ven acá, rapaza. Marcela se acercó, roja que hasta el pelo pareció sofocarse. Jorge miró a Álvaro, y Álvaro miraba a Marcela simplemente, serenamente. —¿Qué? ¿Ya has elegido pareja para el baile? ¿No? Marcela tenía ganas de escapar. —¡Trueno con la rapaza! Te sobrarán galanes, que uno ya no tiene veinte años… —Papá —rió Lucía. Don Enrique se paró, complacido, mirándolas alejarse. —¡Qué buena es la juventud! Reanima. Y que no hay como nuestras mozas para la gracia en el andar. Dicen que es de llevar peso en la cabeza. No lo sé. El caso es que en ningún otro lado vi este… Con la mano en el aire fingía un balanceo. Álvaro iba siguiendo con los ojos el vaivén de las sayas. Marcela volvía de colocar los platos con empanada sobre las mesas de los tenderetes, cuando Ermitas le hizo grandes gestos con la mano. —Corre, que no la ves. Marcela, aguantándose con una mano el pañuelo, corrió en dirección a la capilla. Desde la puerta de atrás del pazo hasta la capilla se agrupaban los criados, los caseros y administradores de don Enrique, y algún invitado, pocos. Marcela, jadeando aún por la carrera, vio pasar a Dorila del brazo de su padre, tan altos los dos. Nunca hasta ahora había caído en cuenta de que padre e hija se parecían. «Pero entonces debió ser muy guapo don Enrique.» La pareja desapareció por la puerta pequeña de la capilla. —Si no te apuras no llegas a tiempo. ¡Qué guapísima! Marcela, con Ermitas, se sentó dentro de uno de los puestos, en la fraga. —Vinimos con tiempo, pero luego yo no estoy para carreras, y si quedo sin silla, apañamos. Marcela hubiese preferido venir con su bata de diario, y sus zapatillas cómodas. Fueron llenándose los puestos de gente, y al estrado subieron los gaiteros. Uno de los músicos tocaba una flauta. Entre los árboles, la música vertía sus notas insidiosas y dulces. —¿Bailas? Marcela movía la cabeza. —Baila si quieres, Celiña — empujaba Ermitas. En un grupo, el Juan decía algo a los mozos. Todos la miraron, y no la sacaron más. —Hanlo tomado a mal, Celiña. El vino fue caldeando los ánimos. Ahora cantaban y pasaban las parejas, bailando sobre la hierba, entre risas y gritos sofocados. Marcela miraba a Rosalía, tan grandona, saliendo por encima de la cabeza de su bailador. Y después a Herminia, riéndose, con una risa tan aguda e ininterrumpida como si le hiciesen cosquillas. Daniel no miró a Marcela una vez sola. Y de pronto, acercándose, dio un golpe cariñoso en el hombro de Ermitas. —Ermitas, ¿nos marcamos un baile? Y ante el asombro de Marcela, Ermitas se levantó. Paráronse las parejas, y reían, celebrando la decisión de Ermitas. —Bailo, pero no a lo agarrado, Daniel. Todos corearon a la vieja. Al son de la gaita y el pandeiro, levantó los brazos, y comenzó a trenzar los pies. —Bien por la vieja —clamaron los mozos. Marcela se sentía desamparada. No encontraba ridícula a Ermitas. Ermitas, ahora, daba vueltas en torno al Daniel, y saltaba, brincando sobre la punta de los pies. —¡Quién lo dijera! —se exclamó Rosalía. Formaban un compacto grupo en torno a la pareja. Marcela quedó aislada. Vió subir, entre los árboles, a los señores del pazo. Don Enrique ya había anunciado que vendrían a beber con ellos. Se acercaron al grupo, curiosos. —Es la Ermitas. Es la Ermitas. Cuando Ermitas fue a dar una vuelta en el baile y se halló frente a los señores, paró en seco. El pañuelo amarillo con flores negras caía por la espalda. Estaba sudorosa. —Para celebrar a la señorita —dijo, mirando a don Enrique. Y don Enrique sonrió. Álvaro vio a Marcela taciturna, sola en su taburete. Se acercó. —¿Qué te pasa, Marcela? —Nada —Marcela se había puesto de pie. —Sacáronla a bailar, pero ella negóse. Y hanlo tomado a mal —explicó Ermitas, aún sofocada. —¿Quieres bailar conmigo, Marcela? —Apura… Apura… —empujaba Ermitas—. No hagas un feo al señor. Álvaro se acercó al recuadro de hierba donde bailaban. Marcela no sabía lo que hacía. ¡La gaita era tan dulce!… Marcela daba vueltas y vueltas torpe, rígida. Si levantaba la cabeza, giraban los altos árboles. «Débense reír de mí», pensaba. Si la volvía a derecha o izquierda, ojos asombrados, malignos, fosforesciendo: «Débense reír.» «¡Pare! ¡Pare!», deseaba gritar. Pero le faltaba el aliento. Daba vueltas y vueltas, y vio que los mozos se agrupaban con el Juan, y la miraban. «¡Pare!» Don Enrique y Jorge la observaban también. Complacido y socarrón el viejo; pensativo el joven. Ermitas tenía las manos juntas; la contemplaba. Marcela volvió de nuevo los ojos a la altura. Las ramas giraban, giraban, se precipitaban sobre ella: —¡Pare! —chilló, por fin. Álvaro no la oyó. Rodaba el pandeiro, y la gaita, en el bosque, vertía sus notas agudas y tristes. El grito de Marcela se perdió en el sonido del roncón. XVII DON ENRIQUE escuchó los comentarios. Los bisbiseaban los mozos, despechados: —Si decíalo el Juan, y acertara, que nos tenía en poco. —Tras el amo, ladina… Daniel apretaba los labios y no decía nada. Don Enrique miró a Jorge: —¿Sabías esto ya? —Sí. —… y la muy puerca se ponía medio en cueros a lavarse en el pozo, de frente a la ventana del amo. Ermitas juntó las manos. ¡Santo Dios! —¿Quién lo contara? —¡El Juan! ¡Mal bicho! Ermitas quedó sin habla. Veía a Marcela dando vueltas y vueltas como un torbellino, y las sayas arremolinadas al compás. Hubiera querido levantarse y separar a la pareja. —Gustanlle vellos a la nena —rió Dolores, mordaz. Don Enrique hizo que no se enteraba de nada y continuó bebiendo. ¡Cuándo terminaría el baile aquel! De lejos, intentó hacer un gesto al gaitero para que acabase. Había que evitar una algarada; los mozos estaban bebidos, y él sabía bien en qué podía acabar una fiesta si cae mal el vino. El gaitero paró. Don Enrique se acercó a la pareja. —Muy bien —dijo en alta voz—. Así se baila. Y volviéndose, dio una palmada, animando. —A bailar todo el mundo. Y después, volviéndose hacia Ermitas: —Baja a ver si la señora te necesita. Que vaya Marcela contigo. Los ojos de la vieja se lo agradecieron. Ermitas nada podía hablar según bajaban. Tenía miedo de que las siguieran, que comenzaba ya a anochecer. Agarraba fuertemente a Marcela por el brazo. —Eh, tú, que me mancas —se quejó la moza. —Marcela, ¿cuándo te lavabas en el pozo, asomábase el señor? —¿En qué pozo? Marcela no comprendía bien. —En el pozo, mujer, cuando te lavabas. ¿Asomábase el señor? Marcela se detuvo y la miró, estupefacta. Ermitas vio la cara de sorpresa esforzándose en comprender. Sintió una súbita alegría. —No importa, Marceliña. Preguntábalo por preguntar. —Mujer, ¿cómo iba de lavarme delante del señor? —protestaba ahora Marcela. —Pues, clariño, Marcela. El vino vírame la cabeza —sentíase avergonzada. —Y bien que te vira —fiera, ofendida, la moza se le plantó—. ¿De dónde saliera eso, di? —¿Lo qué? —No me tientes el humor, Ermitas. —Ocurrióseme así que te viera bailar. Marcela se puso roja y, de pronto, se quedó absorta. Había bailado con el amo. Ella, Marcela, había bailado con el amo. Y ahora le venía Ermitas con la pregunta aquella. Las cosas, de nuevo, comenzaron a darle vueltas, pero por dentro. —El vino es mal compañero. —Cataste tú, que yo no lo hiciera. Ermitas pensó que ella era la que semejaba bebida. Ella, que diera vueltas y vueltas al compás de la gaita. Y que ahora iba, sujeta por su brazo, tan pálida… En la casa había un gran silencio. Quizá no fuera así, y lo pareciese tan sólo en contraste con la algarabía de la fraga. Los invitados habían ido marchándose; Dorila y Ángel no estaban ya, y en la galería doña Lucía, con la hija pequeña y Joaquín, permanecían silenciosos, sin encender las luces. —¿Cómo fue aquello, Ermitas? —Bien, señora; hasta yo bailara. Doña Lucía se retiró temprano; estaba agotada. —No esperéis a los demás para acostaros —aconsejó. Marcela ayudó a Lucía a ordenar un poco la sala. Lucía parecía ansiosa y triste. Cuando Marcela subió al cuarto que le habían asignado, Ermitas dormía ya. Marcela sonrió. ¡Pobre vieja! Hacía tiempo que no se moviera tanto. Ella, en cambio, no podría dormir. Creía oír de nuevo el ruxe-ruxe de la fiesta, y ella girando y girando. Quería acordarse de cómo salió al cuadrado y no se acordaba, ni tampoco de cuándo la cogieron los brazos del señor. Al principio le pareció que tiraba de ella, pero luego todo era dar vueltas y vueltas. Debió hacerlo porque cayó en cuenta de que ella no sabía bailar. A la madrugada llegaron hasta ella voces y cantos acercándose a la casa. Luego escuchó el vozarrón de don Enrique, recomendando silencio. Después, pasos sigilosos por la escalera, y en las cocinas. Chirriaron unas puertas. Marcela oyó las voces de Jorge y de Álvaro en el corredor. —Hasta mañana —dijo la voz del amo. Entonces se durmió Marcela. Álvaro lo pensó: «Marcela estará durmiendo.» Se acercó a la ventana, acodándose en ella. La noche comenzaba a aclarar sus propias sombras. Pronto sería de día ya. Y Álvaro, hoy, deseaba el día. Encendió un cigarro. No se sentía cansado, sino fuerte y ágil, remozado. No tenía ganas de dormir. ¿Dormir, para qué? ¡Tenía tanto en qué pensar! Por ejemplo, en que hace dos meses bailar con Marcela hubiera sido imposible, dada la confusión de sus sentidos, y hoy, bailar con Marcela fue enternecedor. Simplemente, ésa había sido la sensación: ternura. Ternura cuando la vio salir de la capilla con Lucía, más alta que ésta, roja hasta la raíz del cabello o el cabello mismo, con aquel gesto esquivo mientras oía las chanzas del tío Enrique. Ternura, cuando la vio caminando de espaldas, la poderosa espalda que él conocía bien. Y más que nunca ternura, al subir a la fraga y divisarla, separada de todos, taciturna, casi con lágrimas en los ojos, y apretando los labios para no llorar. La vio desvalida, y deseó acariciarle el ensortijado cabello: «Criatura.» La amaba, sí; lo supo en el momento mismo. No era ya el ardor de los sentidos soliviantados ante la carne joven; no era el deseo punzante, obsesionante y torturador. Era un sentimiento dulce y conmovido, como el sonido de la gaita. Aquel ser humano allí, privado de todo; por no tener no tenía ni nombre, y merecedor de todo. «Marcela, ¿quieres bailar conmigo?» Vió la mirada vaga, acorralada y ansiosa. Tuvo ganas de reír alborozadamente. «¿Qué importa, Marcela?» «Baila, baila, gira en mis brazos. La vida es así, girar, girar, girar. Ya ves, yo he girado; yo no soy el mismo ya. Sé que las cosas tienen un valor; no el que les damos. Sé que las personas, hasta la más humilde, la más pequeña, la que nació en un establo, Marcela, lleva algo de Dios consigo. Sé que tú, al lado de las otras mujeres, eres como la tierra al lado de la flor. Yo prefiero la tierra. Desde niño me gustó jugar con la tierra, y mi juego tenía mucho de amor y de oración. La tenía largamente en mis dedos, la manoseaba, la amasaba, la retenía en mis palmas. Hallo más nobleza en tus lentos gestos tranquilos que en el refinamiento de otras mujeres. Es como los caballos; no te ofendas, Marcela. Hay quien gusta del purasangre. A mí me gusta el caballo salvaje, con el pecho amplio y poderoso y las rojas crines al viento, y el revolverse contra el bocado, piafando. »La fiesta ha durado hasta tarde. Después de bailar nosotros han salido muchas parejas. Algunos mozos me miraban con rencor, y el Daniel rehuía mis ojos. Yo me sentía sereno, como nunca lo estuve. Brincaban sobre la hierba, se trenzaban las parejas. Rodaba el pandeiro. Yo no tenía tiempo a pensar que habías bailado conmigo, que te había tenido entre mis brazos, porque estaba henchido, y al propio tiempo quería absorber con mis ojos toda la belleza de aquel baile campestre que no olvidaré nunca. »Tío Enrique dijo: “No te vayas. Aquí, a mi lado”. »Y lo dijo con tanta fuerza que supe que algo había adivinado. Tiene unos ojos como espadas, tío Enrique. Pero yo no te oculto como una vergüenza, Marcela; yo sé que no existen más escalones que los que nosotros nos empeñamos en decir que subimos y bajamos. Yo le diré a tío Enrique que te quiero.» Cedió su exaltación. Sí, podía decírselo a tío Enrique, pero, ¿ya Marcela? ¿Qué pensaría Marcela de él, treinta y cuatro años más viejo, acercándose a ella? Sin embargo, hoy se sentía tan joven. Se volvió, mirando hacia el interior del cuarto. Había venido a esta casa huyendo de Marcela, dispuesto a curarse de aquella pasión que le quemaba, que le hacía ver rojo. Se había curado, cierto. Sonrió, burlonamente. Ahora la amaba. El día comenzó a posesionarse de las cosas y vestirlas de luz. Triunfante, la mañana se le entró por las venas. Marcela notó un ambiente extraño en la cocina. Hasta Gabriela, que siempre fue amable con ella, la miraba con curiosidad y un aire de guasa. Ya sabía ella que se habían de reír. Humildemente, Marcela cogió su cunca y bebió la leche espumosa, recién ordeñada, casi hundiendo en ella la cabeza. Luego, procuró ayudar. Trabajaban todas con desgana, con los párpados aún hinchados por las pocas horas de sueño, e iban presentándose poco a poco, según se levantaban, que aquel día no regía horario. Doña Lucía sí se levantó temprano. Bondadosamente no apremiaba a las demás. —Demasiado baile —dijo, únicamente, al ver los pies perezosos. Pero sonreía. Don Enrique no salió a dar su acostumbrado paseo. Sin embargo, el hábito de despertarse temprano le impidió dormir. —Mándame al sobrino, Lucía. Don Enrique, desde la cama, incorporado sobre las almohadas, saludó a Álvaro. —¿Cómo dormiste? —No dormí. —¿Y eso? —Ni siquiera me acosté. Don Enrique daba largas chupadas al cigarro. Le gustaba hablar con Álvaro. Con sus hijos, o rehuían la conversación, o empezaban con rodeos. Álvaro iba derecho al grano. —Te bailaría el vino dentro del cuerpo. No se duerme bien después de una noche de romería. —Hombre, no fue para tanto. —¿Crees que lo pasó bien la gente? —Lo pasamos bien todos —Álvaro sonreía. —¡Rapaz! —tío Enrique le dio una palmadita en la rodilla y guiñó un ojo—. Ya vi que tú lo pasabas bien. ¡Vaya moza! Álvaro le miró a los ojos, y don Enrique carraspeó. —Oye, ¿te habrán tomado a mal las demás que sólo bailaras con ella? —… —Y que le dabas una de vueltas que pensé que querías marearla. —Rió—. No te conocía esos trucos. —¿Cuáles? —la voz de Álvaro era fría, cortante. —Hombre, tú dirás… Oye, en confianza, los mozos estaban que echaban lumbre. —Por eso mandé para acá la rapaza. Ya sabes lo que son los hombres cuando sueltan la lengua. —¿Qué decían? —Tontadas. Todos hemos hecho lo mismo. Álvaro se levantó. Empezó a pasearse por el cuarto. Se metió las manos en los bolsillos. Crispaba los puños; quería mantenerse sereno. —Oye, no me habías dicho lo de la rapaza. —Pensaba decírtelo. Don Enrique se quitó el cigarro de la boca y se le quedó mirando. Esperaba que Álvaro lo desmintiese. ¡Para que se fíe uno de las moscas muertas! —Hombre, Álvaro, dentro de casa… —No te comprendo. —Claro que no estás casado, pero… Pensé que eran exageraciones de Juan. —¿Qué decía el Juan? Álvaro se había acercado a la cabecera de su cama, y preguntaba ahora, exigía, y una cólera sorda amenazaba en su voz. ¡Trueno! No pensaba que hubiera llegado tan lejos. —Decía que la rapaza iba detrás de ti, que por eso les hacía ascos. Álvaro se dejó caer en la silla y se puso a reír, a reír, como si oyera algo inesperado y regocijante. —Que por lo visto, iba debajo de tu ventana a lavarse medio en cueros para que tú la vieses. ¡Trueno! ¡Suelta! —¿Dijo eso? —Álvaro sujetaba fuertemente a don Enrique por los brazos. —Suelta, hombre. Eso dijo… Y a mí se me da una friolera de tus cosas, pero tal como vi ayer a tus hombres, te puedo decir que, o cortas por lo sano, o termináis mal. —Marcela no hizo nunca eso, ¿oyes? Jamás. —¿No se lavaba en el pozo? —No para que yo la viera. —Ay, sobrino, que eres un pazguato —rió, cerrando los ojillos—. Pero, la veías. Las mujeres son el diablo. Se incorporó más en la cama. —Vaya, vaya con Álvaro —le miraba entre complaciente y reprochador—. Escucha; te aconsejo que lo cortes como sea. Algo así me había figurado yo. Álvaro se sentó frente a él. Se inclinó hacia delante. Le miró en los ojos. —Hablemos claro; ¿qué es lo que te figuras? —Hombre… —don Enrique, medio sonriendo, juntó sus dos índices. —Te equivocas. —Hombre, no me salgas con esas, ¡trueno! Hace un minuto que has dicho lo contrario. —No he dicho lo contrario. Escucha… Lentamente, procurando ser claro en sus palabras, Álvaro habló, y habló, vació su pensamiento, mientras don Enrique fumaba, escuchando. Al principio con incredulidad, y poco a poco vencido por la sinceridad de la voz, y la insobornable rectitud de su sobrino, estimándole y compadeciéndole. —Si me lo hubieras dicho al principio, ¡trueno! No hay nada peor que huir. Cuanto más difícil una mujer, y encima si pones tierra de por medio, peor. En algunos casos da resultado, pero no con tipos como tú, que das vueltas y vueltas a la cabeza. —¿Y qué podía hacer? —Hombre, prefiero no decírtelo, no te fueras a ofender. O si no, mandarla a ella fuera, pero lejos y definitivamente. Porque eso de estar en Cora y tenerla en La Sagreira, ¡vamos, sobrino! —¿Dónde podía mandarla? No tiene arrimo. Es hija de moza, ya sabes, y la Matuxa desapareció como si se la hubiese tragado la tierra. —Buscarla trabajo en otro sitio… —¡Tan joven! —¡Trueno! No te empeñes en poner dificultades. —Don Enrique daba manotazos a las sábanas. —Lucía, seguramente, podría decirnos lo que debía hacerse, pero estas no son cosas para mujeres. Ahora, si vuelves a La Sagreira, te has caído. —Lo siento más por ella. —Natural. Pero nadie la quitará el sambenito. No puede volver allá. —¿Y qué hago? —Hombre, queda la primera solución… Álvaro se levantó. —No pongas esa cara, ¡trueno!, que no se puede hablar contigo hoy. La primera solución, solo que pasando por la iglesia. Álvaro calló un momento. Lo había pensado ya; lo pensó él esta madrugada, pero ahora que lo oía en otros labios se le antojaba un contrasentido. Fuera como fuera, en eso acertaba tío Enrique. Marcela no podía volver a La Sagreira. —No se puede disponer así de las personas. —¡Trueno!, habría que oírlo. ¡Trueno!, tú eres tonto. Don Enrique dudaba de sus oídos; menuda cosa iba a argumentar. Qué más quería la muchacha. —Tío Enrique, ya que estamos hablando claro, y perdona si te duele, ¿por qué me aconsejas esta boda a mí, y en cambio a Miguel…? Don Enrique volvió los ojos a la ventana. Le tembló la barba. —O me has mentido, o Marcela es decente. —La Saruca también lo fue — generosamente, Álvaro abogaba por Miguel. —Has dicho bien; lo fue. Un gran silencio se hizo en el cuarto. Don Enrique pensó en el hijo que ayer, entre el bullicio de la fiesta, desapareció y aún no habría vuelto. Álvaro pensó en Marcela. Tío Enrique le había ayudado a ver claro; le estaba agradecido. Había que pensar en ella, lo primero de todo en ella. —Tío Enrique, ¿y si se lo dijéramos a tía Lucía? —Allá tú. Si no te importa… Doña Lucía se quedó asombrada. —¡Virgen Santísima! ¡Virgen Santísima! Álvaro se impacientó. Procuraba callar, aunque tenía ganas de defender su sentimiento, y con él, a Marcela. Doña Lucía no pudo evitar la mordedura de los celos; aquella mocosa llevándose al hombre que correspondía a su hija; sí, a la que ya no podía defenderse. Una criada… Tuvo que admitir que parecía distinta de las otras. Lucía dijo que era buena y sumisa. Álvaro estaba viejo. ¡Jesús, qué disparate! Si ella dispusiera de tiempo. El tiempo es el gran aliado. —Lo primero de todo, creo yo, lo que dice Enrique. —Don Enrique abrió las manos en un gesto que decía: «¿Ves?» —… separar a Marcela. —¿Aquí? Doña Lucía, de dejarse llevar del genio hubiera contestado de malos modos. —Aquí no se adelanta nada, ya hemos quedado en eso. ¿Qué años tiene? —Debe de andar por los diecisiete o dieciocho —dijo Álvaro. Y le dio vergüenza el decirlo. «¡Diantre!», pensó en su interior don Enrique, con zumba. —Pues, hijo, entonces lo indicado, mientras sea menor, es un colegio. —¿Un colegio, tan crecida? ¿Con qué disculpa? —Si cabe la posibilidad de que llegue a ser tu mujer, buena falta le hará. Si no, a la salida ya la buscaremos acomodo. Aquí no la puedo tener, ya se te alcanza. Y como dices bien, tan joven y tan ignorante por ahí… No quiero que me pese en la conciencia si se desgracia. —¿Qué contestas, sobrino? —Es Marcela quien tiene que contestar. —A Marcela se le dice lo que tiene que hacer, y en paz. Ya hablaré yo con Ermitas —dijo doña Lucía. —Espera. —Álvaro se había puesto pálido—. Espera, tía Lucía. ¿Por qué registro iría a salir? Don Enrique se impacientaba. Su mujer había hablado con buen juicio; no había nada que remediar, pues no se remediaba. En cambio, se cuidaba uno del buen nombre de la muchacha. Adivinó que doña Lucía no quería aquella boda. —Quisiera que la hablases tú. Y quisiera, te lo pido, que le hables claramente. —Bueno, hijo. —No, escucha. Quiero que le digas que esto se hace porque anda en lenguas de todos, y por cortarlo. Y también, que yo estoy dispuesto a casarme si ella lo quiere. —Esto último no lo encuentro necesario, Álvaro. —Hay que decírselo, tía Lucía; tiene derecho a saberlo. Se lo diría yo, pero temo que sea para ella más violento. Y también, lo confieso, para mí. —En el colegio tendrá tiempo a pensar en todo. Ahora es una rapaza y no sabe lo que quiere. Allí, con las monjitas, tranquilamente… —Díselo, tía Lucía. Sí, Marcela tendría tiempo para pensar. Para Marcela el tiempo aún pasa despacio, no cuenta el tiempo. Él, no podía medir el suyo por el de ella. ¿Cuánto pensaban tenerla en el colegio? ¿Dos años? Dos años para Álvaro eran el término, el fin, la definitiva renunciación. Veinticuatro eternos meses solo, preparándose a una mayor soledad. Veinticuatro meses, a los diecinueve años, eran días que el viento arrastra. Nada cambiaría en Marcela durante ellos; pero él sabía que, una vez transcurridos, el cabello suyo sería blanco. No sintió salir a tía Lucía, ni se dio cuenta de que tío Enrique le miraba, apiadado. «Quizá, pensó, tía Lucía considera una vergüenza que yo quiera casarme con Marcela. Quizá encuentra indecorosa la idea de que yo haya puesto los ojos —y éstos hayan quedado prendidos— en una moza treinta y tantos años menor que yo. Pero esta vergüenza, Santo Dios, no me sofoca, sino que aumenta mi amor.» Quererla, con desprecio de sí mismo, redoblaba su ternura. Hubiera deseado hacer con el hueco de sus manos cuna donde mecerla, techo con que cobijarla, y debía, silencioso, presenciar cómo Marcela salía de su pazo, y se alejaba en la noche. Porque para él, la noche empezaría en cuanto Marcela hubiese traspuesto el límite de la finca. La vejez le acechaba; supo que sería viejo el día mismo que le faltase la juventud de ella. Sumido en sus reflexiones estaba, sin ver, ante la ventana. Un ruidito igual, uniforme, acompañaba a su pena. Llovía. TERCERA PARTE XVIII EL NEGRO UNIFORME fue, para Marcela, la camisa de fuerza. Le pareció que la coaccionaban, que la apresaban, que nunca más podría zafarse de aquella impersonalidad que la revistieron. Ella, tan desordenada, habituada a llevar en pleno invierno batas de percal, con los brazos al aire, a calzar zapatones que al menor descuido usaba como chancletas, a quitárselos cuando hacía buen tiempo, pisando recia, con los pies desnudos, por campos y maizales, tuvo que sujetar sus impulsos de independencia, y la primera señal de ello fue el negro uniforme que la vistió. Habíale acompañado Gabriela a Lugo, pues como ya se conocían, Lucía pensaba que resultaría menos violento para la muchacha. Cuando Lucía quiso besarla, al despedirse, Marcela retiró el rostro, apretando los labios. «Bueno. Ahora me hace a mí responsable de todo, cuando sólo pienso en su bien.» Lucía, molesta, alzándose de hombros, entró en la casa. Marchó, pues, triste, con un hato en la mano, sujeto por unas correas. Apresuradamente una de las sirvientas había cosido el reglamentario uniforme; Marcela, cuando sintió la áspera lanilla sobre su carne, tuvo ganas de escapar. Pero, ¿adónde iba?… El día que, terminada ya la prenda, rodearon su morena garganta con un cuello blanco que la apretaba, comprendió que estaba prisionera sin remedio. —Mujer, te asujeta porque tú no le métedes pa drento. —¡Qué cuello tan ancho me tienes! Acórrele un poco el botón. Lucía sonreía, procurando animarla. —Marcela, si te vieras… pareces otra. Ven a verte a un espejo. —¿Puédomelo quitar? —contestó Marcela. Así, con aquel uniforme que aborrecía, subió al autobús que la llevaría a Lugo. Así bajó de él, sintiéndose más desamparada, más sola, como perdida en la ciudad extraña, con Gabriela afanándose en torno suyo. —Y ahora vamos derechitas al convento, mi yalma, que deben nos estar esperando. —¿No puedes te aguardar un poco, Gabriela? La sirvienta la miró, compadecida. —¿Y qué hicístedes, rapaza, para que te metan al convento, tan mayor como eres? Marcela, abrumada, bajó la cabeza. —Algo malo fue, Celiña, que si no la señorita Lucía, tanto como te quiere, no te mandaría aquí. ¿Por cuánto tiempo viénedes? —No sé, Gabriela. —Pues a ser buena, yalma, porque te quiten pronto. Caminaban por estrechas callejas, con casas a ambos lados. En los portales charlaba la gente. Marcela se sentía aturdida. —¿Falta mucho, Gabriela? —No, que en seguida allegamos. Estade allá, al volver la esquina. Iba tan angustiada la rapaza, que ni miró las tiendas y edificios que la rodeaban. Sólo deseaba empujar con sus manos las casas de aquella calle para alejarlas cada vez más. —Aquella casa te es, ¿vesla?… La que tiénede rejas en las ventanas bajas. Marcela entró en el pequeño y limpio portal con baldosas rojas y brillantes cubriendo el suelo. Al fondo, una puerta con la imagen del Sagrado Corazón. Gabriela tocó el timbre. Un ventanillo se abrió a media puerta. —Ave María purísima. ¿Dónde estaban? Le pareció a Marcela que todo aquello era irreal, que no era ella quien estaba allí, y le dio mucho miedo de la voz cantarina y como incorpórea. Pero Gabriela parecía encontrarlo todo lo más normal del mundo. Con su gruesa voz charlaba confiadamente con la otra persona, explicando quiénes eran y a qué venían. —Llegaríales carta de la mi señora… —Sí, sí; es la que viene recomendada por doña Lucía. Pasen. Se abrió la puerta. Marcela pudo ver, cubierto por negras tocas, un rostro amarillento, con ojos sagaces que la examinaban. —¿Es esta la muchacha? Pasen, que aviso a la Madre. Marcela no se atrevió a sentarse en las butacas de mimbre, ni a alzar los ojos hacia los cuadros que adornaban las paredes. Por la ventana abierta se divisaban los barrotes que la enrejaban. Marcela, hipnotizada, no separaba la vista de ellos. Oyó un rebullir de voces frágiles, y luego como un aleteo. —Esta es la chica, Reverenda Madre. A Marcela le parecía que la escrutaban como el veterinario cuando venía a reconocer los caballos del pazo, o las vacas preñadas. —¿Cómo te llamas, hija? Obstinadamente, Marcela volvía los ojos a los barrotes de las ventanas. —Llámase Marcela, Madre — contestó, servicialmente, Gabriela. —Ya tuve carta de doña Lucía, y se hará todo como ellas desean. Dígaselo. Que esté tranquila. Marcela no tendió la cara cuando Gabriela se acercó a ella. —¿Quiéresde algo para allá? ¿Para la Ermitas? La pobre mujer sentía un nudo en la garganta ante aquel desesperado mutismo. La Madre volvióse a Marcela. —Ven conmigo. Gabriela, compadecida, la vio alejarse, moviéndose como una autómata buscando con los ojos un escape. Desde el primer día las monjas se encontraron mal a gusto con ella. Comprendiendo la zafiedad de la rapaza no quisieron exponerla a risas de las otras educandas, menores que Marcela, y por ello le daban las lecciones a solas, y siempre cosía acompañando a la monja de la costura, y hacía sus rezos mientras ellas cantaban vísperas. La Superiora pensó que sería imposible conseguir lo que le encargaron: educar y afinar a la muchacha. ¿Y cómo, si no se prestaba a ello? —Marcela, no se sorbe el caldo, ni se rebaña luego con esos mendrugos de pan. Marcela, coge así el cuchillo… Todos los días, al principio, hubo que repetir las mismas cosas. Marcela, por fin, aburrida de no obedecer, se fijó en cuanto la decían y poco a poco fue adquiriendo las costumbres que la enseñaban. En la capilla se aburría de muerte, pero, por curioso contraste, le gustaba permanecer allí. No sabía qué hacer. Se sentaba cuando las monjas se sentaban, y se levantaba cuando ellas. Pero la imagen de la Virgen, desde el altar, era sonriente y joven, y tenía una misteriosa expresión de gozo. Marcela entrecerraba los ojos para ver tililar las velas. Las primeras veces acudía a regañadientes, con indiferente semblante, como lo hacía todo. Pero luego iba gustosa aquella hora a la capillita. Las voces de las monjas le recordaban las palomas cuando ruculaban haciendo el nido, en el palomar de La Sagreira. Marcela, semiadormecida, sentía una confusa gana de llorar. Volvía a oír los relatos de la Historia Sagrada; le repasaron el Catecismo, y comenzaron, de nuevo, las clases de lectura. Corregían las palabras que pronunciaba; la reprendían porque no contestaba, y hada sí y no con la cabeza, como si fuese muda. —Marcela, no des esos pasos tan largos, ni pises tan fuerte… Marcela sabía que, por mucho que hiciese, nunca podría caminar con aquellos pasitos, menudos y saltarines, de las religiosas. A decir verdad tampoco lo intentaba. Cuando no llovía, por la mañana un par de horas, y otras por la tarde, salía al jardín. Componíase el jardín de cuatro macizos de rosas, con una fuente en el medio, unos árboles bordeando el muro, y en una de las esquinas una gruta artificial en que habían colocado una imagen de Nuestra Señora. Marcela, con los ojos fijos, midió mentalmente el grueso muro que lo circundaba, rematado por cascotes de vidrio. Un escalofrío la recorrió; le pareció que el sol no brillaba, que el jardín estaba obscuro, apagado, y que ni las flores tenían color, ni el aire era puro. —¿Dónde nos sentamos, Marcela? —preguntó la Hermana Josefa, complaciente. Marcela, cogiendo su sillita la puso ante la fuente, y comenzó a coser sin levantar los ojos de la labor, para que no viese las lágrimas que se agolpaban en ellos. Un ímpetu de rebelión la sacudía: «Voyme a escapar de aquí; voyme a escapar…» El ruido manso del agua en su fluir, fue acallando su pena. Inconscientemente alzó la vista: el agua caía y caía, siempre igual, ajena a su desgracia, y a todas las desgracias del mundo. Encerraba un recóndito consuelo aquel manar del agua, persistente, inalterable; la gota caída no volvía a la fuente, y otra, y otra la seguían… Marcela se sintió acompañada. Desde aquel día, cuando la Hermana Josefa aparecía con el cesto de la labor, Marcela cogía la silla apresuradamente y salía al jardín. Con el rabillo del ojo, la Hermana Josefa observaba cómo se distraía la muchacha, embebida, contemplando la fuente. Nunca la reprendió. La entristecía verla tan taciturna, y se alegraba su alma cándida al comprobar que Marcela parecía hallarse a gusto en el jardín. El rumor del agua saludaba a Marcela: era una voz amiga, sabia y consoladora. —En Santa Marta le hay una ría, ¿sabe, Hermana Josefa?, muy grande, tan grande que pensábame yo que era la mar. Ahora sé que no la es, porque vi la mar al bañarme en la playa. Desde La Sagreira muchas veces vi la ría, y las lanchas que le van de un lado al otro… —¿Has vivido siempre en La Sagreira? —Viví. Una sombra obscurecía los clarísimos ojos. La Hermana Josefa cambiaba la conversación. Marcela hablaba y la Hermana intuyó que más que dirigirse a ella, era como si pensase en alta voz. Sabía, por la Superiora, la historia de la rapaza: abandonada por la madre al nacer, sin padre conocido, perseguida por el encono de todos en el pazo. Un ansia maternal adormecida se despertaba en su pecho, sintiéndose triunfante cuando vio que Marcela sólo con ella se expansionaba, sólo a ella miraba con un gesto leve, que podía parecer una sonrisa. También ella se confiaba con la muchacha, hablándola tiernamente, y Marcela ya no supo si era la fuente o la Hermana Josefa las que aplacaron sus instintos de rebeldía. Por no disgustarla intentó aprender cuanto la enseñaban, pero no era su culpa si tardaba en ello, o lo olvidaba de una vez para otra, porque que era torpe bien lo sabía. La Hermana Josefa, menuda, rechoncha, arrebatadas las mejillas, se sonrojaba aún más cuando la Madre, severa, la reprendía: —Da usted demasiada libertad a esa muchacha. A mí no me inspira confianza. No es una chica abierta. —Madre, ¿y cómo quiere que sea, pobriña? En la primavera, Marcela no podía coser. Apoyada su cabeza entre los brazos, miraba para el agua fijamente, con los ojos arrasados en lágrimas. Un día se descaró con la Madre. —Y no puédole aguantar esta tela, que da una calor que abrasa. No me la pongo más. —¡Marcela! —exclamó, compungida, la Hermana Josefa. —Tú harás lo que te manden — corrigió, severa, la Madre. En el jardín, mirando la Hermana Josefa a todas las ventanas para que no las viesen, permitió a Marcela que se remangase. Cuando sintió el aire cálido sobre su piel, corrió a la fuente y hundió sus brazos en el agua. Reía; la Hermana Josefa se asustó de su risa. —No debes reírte así, Marcela, no es decente. Marcela la miró, estupefacta. En los días siguientes, mientras la Hermana inspeccionaba, inquieta, las ventanas, Marcela volvía a refrescarse en la fuente y luego se pasaba las manos mojadas por el rostro. Sonreía a la Hermana Josefa. Deslumbrada, veía ésta brillar la piel, color de membrillo, húmedos también los ojos, húmeda la boca, carnosa y suave. —Hermana Josefa, ¿usted no se muere con esos hábitos? —¡Jesús! ¡Jesús! ¡Cállate, niña!… Tendrás que confesarte de esas cosas. Marcela, tras estas explosiones, gustaba de permanecer medio amodorrada en la capillita. La Virgen sonreía: una sonrisa inagotable, como el agua de la fuente. El verano fue dura prueba. Angustiada, Marcela seguía a distancia la vida en La Sagreira. Recordaba los baños del pasado año; se veía bajando por las corredoiras del monte, camino de la playa, y a Ermitas, sofocada, siguiéndola. Y luego aquella fresca, fuerte impresión del agua sobre su carne que le hacía encogerse, y abrir la boca para respirar. ¿Cuándo volvería un tiempo como aquél? Tenía ganas de llorar, y no quería que la viesen. En su reserva se enfurecía contra el amo: «Porque me es por su culpa. Por su culpa»… No se paró a pensar en lo que la propusieron. La idea de casarse era en su mente algo lejano e improbable. Pero, poco a poco, sin sentirlo, fue sobreponiéndose a la de Álvaro la imagen de La Sagreira; cuando pensaba «el amo», veía la noble casa de piedra, y los campos de trigo, y el hórreo. «Casarse con el amo»; empezaba a no parecerle un contrasentido. Se veía caminando por los campos, bajo el techo de La Sagreira, asomándose a la ventana para contemplar la ría. No apeteció el papel de ama, ni pensaba en que si volvía nada tornaría a ser como fue. De una manera primitiva e ingenua razonó que andaría por el jardín, con sus mirtos podados, y que, empinada sobre la sepultura, lavaría en el pozo, y probaría el mosto, en la época de la vendimia. Supo que viviría en La Sagreira porque un tirón en su pecho la volvía allá. Y lo supo de manera indudable el día en que Lucía, en viaje de novios, vino a verla al colegio. —Me he casado, Marcela, ¿qué me dices? Marcela callaba; aún no le había perdonado su intervención en lo que ella consideraba un destierro. —Algún día te convencerás, Celiña, que lo hice por tu bien. ¿A que estás contenta ahora? ¿A que son buenas las Madres? Marcela la miró fijamente a los ojos. —Claro, si te empeñas en ser desgraciada, serás desgraciada, hija. En cambio, si lo tomas con calma verás cómo pasa el tiempo sin sentir. Te falta sólo un año, Celiña. —Sólo un año… Lucía, dolida por el aspecto de la muchacha, encontrándola ojerosa y más delgada, puso una mano sobre las suyas. —Marcela, ¿has decidido algo? ¿Has pensado algo? La muchacha se hizo atrás. —Haré lo que manden. —No es eso, Marcela; no se trata de eso. Queremos saber lo que piensas. En todo este tiempo sola lo habrás pensado, ¿no? ¡Me gustaría tanto tenerte por prima! Los dulces ojos negros sonreían. Marcela palideció. Antes de marchar, Lucía habló con la Superiora: —¿Están contentas con Marcela, Madre? —¿Qué quiere que le diga? No es mala, no, Sólo es distinta de las demás; habla poco y no ríe nunca. Parece una sombra. Lucía, conmovida, recordó a Marcela en Las Puentes: aquellos largos, oprimentes suspiros que la forzaban a enviarla a la huerta, para que corriera y saltara. Sabe cuánto debe sufrir su ardiente vitalidad apresada en severa disciplina, confinada por el muro que rodea el jardín. Marcela no es mala, no; puede afirmarlo. Es callada y adusta; a veces parece saber mucho, y a veces parece zafia y torpe. Nada puede hacer por aliviar su encierro, pero la entristece observar su cara macilenta. En el portal abraza a Marcela, rígida en el abrazo. Acerca su rostro, blanco y suave, al obscuro e inexpresivo rostro de la rapaza. —Marcela, no puedo dejarte así, no quiero… Dime, ¿te casarás con Álvaro? … Di, Marcela. —¿Y qué otra cosa puédole hacer? ¿No es el amo? Por la puerta abierta entra la luz y el ruido de la mañana a raudales. Lucía se vuelve y saluda con la mano, y con el gesto enternecido del semblante. Al salir del portal queda un momento cavilosa y preocupada: «¡Qué manera tan rara ha tenido Marcela de expresarse!» Ignora que la muchacha tuvo que hacerse fuerte para no correr tras ella, empujar la puerta y huir de allí, pidiéndole a gritos que se la lleve. No sabe que al entrever la calle, al oír el rumor de voces de los que pasan, y contemplar cómo Lucía se marchaba, feliz y tranquila, libre en sus pasos, las sienes le han latido con tal fuerza, que ha creído que iba a caer allí, redonda, sobre las rojas baldosas brillantes. —Marcela, tienes que retirarte. Marcela, ¿es que no me oyes? La voz le llega de muy lejos. Como inconsciente se aparta de la puerta. Con una mano se apoya en la pared. Ya está. Han pasado el cerrojo. El ruido le ha parecido a Marcela enorme, chirriante, atronador. ¿Cómo no lo oye Lucía? ¿Cómo no ve Lucía el daño que le ha hecho? —Marcela, ¿te encuentras mal? Pegada a la pared, con el rostro terroso, Marcela avanza. En su camareta se deja caer sobre el lecho. «Lucía puede salir y entrar. Lucía habla fácilmente de todo porque inda no sabe lo que es esto. ¡Cómo le brillaban los ojos! Botaba por marcharse. Esperábala su marido, el señorito Joaquín. Su marido… Lucía se ha casado. Se ha casado.» Volvía la cabeza en la almohada. «¿Te casarás con Álvaro?» La blanda voz parece repetirle la pregunta al oído. Le martillean las palabras en su cabeza. «¿Te casarás con Álvaro?…» «¿Qué otra cosa puedo hacer?» Cierra los ojos. Ve la Capelada, fiera y abrupta, y desea correr a ella, y herirse los labios, besando sus calvas rocas. Por un momento descansa su recuerdo en la ría bruñida; sueña con la delicia de hundir sus manos en ella. La playa… los helechos… ella se escondía entre los helechos para vestirse. Oye el grito de las garzas en los arenales. Abre los ojos y se sienta en la cama. Es una opresión demasiado fuerte. Va a enloquecer. No puede recordarlo. Se acerca al pequeño espejo, con el azogue saltado, suspendido encima del lavabo. Escruta su rostro. Los ojos parecen dilatarse, con la pupila enorme, y los labios tiemblan: «¿Por qué tiemblo? Un año más. Sólo un año más, ha dicho Lucía.» ¿Y luego, Marcela? Pero Marcela ya no puede preguntarse «¿Y luego?…» Sabe que va a volver allá; sabe que tiene que volver allá. ¡Hace una calor con este condenado uniforme! Por eso debe sudar tanto. Se lo remanga, suelta el botón del cuello. —Marcela, ¿qué te pasa? Es la voz, azarada y maternal, de la Hermana Josefa. Marcela se vuelve. Como quien va a caer se agarra a los hábitos de la Hermana Josefa. Llora. XIX A PARTIR de aquel día nada sirve de consuelo a Marcela. Ni la fuente, ni la dulce imagen de Nuestra Señora, ni siquiera la bondad de la Hermana Josefa. Dolorida, ésta observa que la muchacha sólo sueña con marcharse, con irse cuanto antes y no volver por allí más. Ofrece su renuncia a Dios. Él está por encima del afecto a las criaturas. Después de lo que en sus tiempos mozos le costó separarse de su buena madre, allá en la aldea, y de cuánto lloraba, besando las caras sorprendidas de los hermanos pequeños, la Hermana Josefa creyó que había renunciado a cuanto la vida podía ofrecerle. En su humildad pensaba que hacía poco por su divino Esposo, forzándose en cumplir siempre a la perfección su trabajo, y era su corazón tan humilde que ni siquiera percibía el tonillo de superioridad con que las Madres la ordenaban. Servir a las demás era su goce; servía, a través de ellas, su ansia de trabajar para ganar el cielo. A veces, su alma cándida se maravillaba: «Señor, ¿y cómo voy a gozar de la gloria, con la vida tan regalada que llevo?…» Allí estaba Marcela. Dios puso en su camino aquella humana ternura para forzarla a desasirse más. La Hermana Josefa aceptó tan dura prueba, postrada a los pies de la imagen del Crucificado. ¡Qué bella debía resultar a sus Ojos la faz vulgar, de arrebatadas mejillas! Podían reírse de la Hermana Josefa. Aquel que se oculta en pan la amaba, porque era como el pan buena, sencilla y sin levadura de malicia o pecado. El cariño maternal retenido en ella había que sofocarlo, que desprenderse de él también. La Hermana Josefa creció y creció ante los ojos del Señor, porque sólo Éste supo lo que su ingenuo corazón se desgarraba mientras se dedicaba a los más vulgares menesteres. Con la sabiduría de la bondad, la Hermana comprendió que debía seguir siendo tierna con Marcela, que la rapaza la necesitaba. Y era más duro renunciar a ella con aquel trato diario, que renunciar de una vez y para siempre. Trabajaba ahora sin levantar la vista de la labor; Marcela cosía a su lado, perezosamente. Algunas veces, la Hermana Josefa le contaba la vida del santo del día; tenía que hacerse fuerte para no enternecerse ante los ojos, fijos y absortos, de la muchacha. En invierno, salvo algunos días excepcionales, dejaron de sentarse en el jardín. La Hermana Josefa decidió que Marcela diera su clase de labor en compañía de las colegialas mayores. Puso su sillita en el fondo de la clase, y se acongojaba observando cómo se volvía la indómita cabeza a la ventana, siguiendo el vuelo de algún pájaro. Durante la clase de labor estaba prohibido hablar. Al principio, las otras chicas miraron con recelo y curiosidad a Marcela, pero la indiferente expresión de su rostro les ofrecía poco comentario, y se habituaron a verla en aquella esquina con el bastidor sobre las rodillas, y la mayor parte del tiempo ociosa. —Hija, tienes que trabajar durante la clase —la llamó, un día, la Hermana —, porque las otras chicas se fijan y les extraña. Y no voy a tener más remedio que reñirte —añadía, con acento de disculpa. Al llegar la primavera encontró a la muchacha aguardándola a la salida de clase. —¿Quieres algo, Marcela? —Hermana, ¿no volveremos al jardín? La Hermana Josefa miró, por encima de la rojiza cabellera, los dos brazos en cruz que se inmolaban. —Volveremos, Marcela, ahora que hace buen tiempo. En el jardín estaban cuando vinieron a llamarla. Alguien preguntaba por ella en el recibidor. Marcela pensó en no acudir o inventar un pretexto. Temía la separación, como la vez primera, pero pudo más el deseo de ver un momento a Lucía, y creer, escuchándola, que oía el ruido del viento cuando mecía las ramas de los árboles en La Sagreira. La Hermana Josefa la vio palidecer y adivinó su pena. Ella, también, la vez primera que de paso por allí acudió su vieja madre al Noviciado, tuvo el impulso de negarse, de no bajar a verla; le parecía que el reencuentro iba a ser una agonía lenta, cuando valía más morir de una vez definitivamente. Pero le tentaba el deseo de abrazarla, de que la viese bien, y, además, debía retorcerse el corazón y acallarlo. La Hermana Josefa llevóse la mano al largo Rosario que pendía de su cintura y estrechó la Cruz que lo remataba. Vió titubear a Marcela, y por fin la vio alejarse sin decir palabra. Marcela sintió que sus pulsos se paralizaban al divisar a Ermitas, sentada junto a Lucía. Antes de darse cuenta estaba en sus brazos, y Ermitas la besaba repetidamente, con su faz arrugada bañada en llanto. —¡Ay, mi Marceliña, cuánto me faltaste! Y que no me podía estar más sin verte, díjeselo al señor: o voy con los señores, o voyme sola, pero yo quiero ir a ver a la Marcela. ¡Ay, señorita Lucía, que usted callóme que la rapaza habíase desmedrado tanto, que si lo sé, vengo a por ella, aunque tuviera yo que la mantener! Ermitas, dolorida, palpaba el brazo de la muchacha a través de la tela del uniforme. —Que no me estás maciza como me estabas. ¡Toque! ¡Toque qué blanduras! —Ahora se pasará todo, ¿verdad, Marcela? —preguntó Lucía. —Pasará —remachó Ermitas. Y luego, sonriendo con su cascada boca, maliciosa—: ¿Y no tienes nada qué contar a tu Ermitas, Celiña? La muchacha la contemplaba aturdida. Veía en las palabras risueñas y en la expresión de ambas como una secreta complicidad, y no adivinaba a qué obedecía. —Te estás ahí, como pasmada, y cuidado que no le hubo rapaza con más suerte que tú. ¿Suerte?… Marcela volvió los ojos a los barrotes de la ventana. —Álvaro vino con nosotros, ¿sabes, Marcela? He pensado mucho tiempo en tus últimas palabras, cuando vine, ¿te acuerdas?, y he comprendido que era tu manera de darme a entender que le aceptabas. Ermitas reía, dándole palmaditas en las rodillas: —Y quién lo iba de decir, de aquella cativa que se me quitaba los zapatos, y andábame descalza por toda la casa, que todo lo ponía perdido. Yo mismamente no lo creo por mucho que me lo repitan. ¡Y lo que van a rabiar algunas! —¡Ermitas! —reprendió Lucía. —Y que rabien, señorita Lucía, que bien la hicieron de rabiar a ella. Mi santiña: ¡casarte con el amo!…Inquieta, Lucía observaba el mutismo de la muchacha. —Escucha, Marcela, ¿te casarás con Álvaro, verdad? —¿Y cómo lo pregunta, señorita Lucía? ¿Y no ha de querer?… ¡Ahí es buena: casarse con el señorito! —Deja que conteste ella. —Contesta, Marceliña, contesta a la señorita. —Como querer… —Marcela nerviosa, alzaba los hombros. —¡Jesús, Celiña, qué forma de contestar! ¿Y no has obedecido siempre al señorito, y no fue siempre buenísimo contigo? —Deja que hable ella, Ermitas. —Si la dejara conmigo a solas vería cómo nos entendíamos, ¿eh, Marceliña? Es que está talmente como tonta de pensarlo, que es natural que sea así en la rapaza, y es lo decente. Pero querer, quiere, ¿verdad, Celiña? Marcela bajó la cabeza. Comió Ermitas con ella. La Hermana Josefa les servía, enterándose por las palabras de Ermitas de la boda proyectada. Nada le hizo presentir tal propósito, pero Marcela presentaba a sus preguntas el semblante impávido. —Ya le pasará —decía Ermitas, excitadísima—, es como quien dice la emoción, Hermana. Marcela no atendía: estaba obsesionada por las últimas palabras de Lucía. «Después de comer —había dicho— vendría con el señorito». Un sudor frío le empapaba las palmas de las manos, y Marcela las secaba con la servilleta. —Celiña, atúsate un poco y cepíllate la ropa. Marcela desearía que el tiempo retrocediese, y que el momento que se acerca no llegara nunca. Ya desde la puerta el gesto grave y pensativo de Álvaro la impone. Quiere volverse, pero no puede, porque ya la ha visto. Queda en pie, apretando una mano sobre su pecho, sorprendida de que los demás no oigan el ruido que hace su corazón. —Álvaro, aquí tienes a Marcela. Lucía la besa, y los deja solos. Marcela quiere gritarle que no se aleje, no sabe qué hacer, ni adónde mirar. Sobre el uniforme negro la cabellera roja resplandece. Álvaro, enternecido, desearía acariciar sus revueltas guedejas, y tranquilizarla, pero se siente tímido ante la muchacha. Está más delgada, es cierto, y una patética juventud late en su azaramiento: —Marcela, ¿quieres casarte conmigo? Marcela ya no tiene miedo. Su voz es baja, lenta y confortante: no tiene el aspecto de un enamorado. —Sí, señor. Álvaro, por vez primera en su vida, tiene ganas de llorar. Un nudo se le enrosca en la garganta. ¿Cómo ha contestado la muchacha?… «Sí, señor». —Marcela, nunca más dirás: «Sí, señor». Yo no soy ya el señor para ti. Los ojos claros se alzan y preguntan, asombrados. Álvaro sabe que nunca tendrá un momento igual a éste, que se le escapa: aquellas extrañas, casi blanquecinas pupilas, mirándole de hito en hito, en el ansioso rostro turbado de una muchacha. Otra vez le miró así, en Las Puentes, cuando le preguntó si deseaba volver a La Sagreira: fue la misma expresión. —Porque voy a ser tu marido, Marcela, y no tendrás ya amo a quien obedecer. ¡Qué cosas dice el señorito Álvaro! Marcela, de soslayo, le mira. Parece más joven, o con distinta cara de como le recuerda. Quizá sean las nuevas gafas con montura de oro: no sabe si son los ojos o los cristales los que brillan. No sonríe, pero tiene la misma expresión bondadosa de cuando era pequeña y la encontró en el granero con el Juan. Se ha peinado hacia atrás el cabello que blanquea: las sienes así despejadas ennoblecen la arrugada frente. Animosamente sonríe. Marcela, desconcertada, baja la cabeza. Como oía desde el pozo sus conversaciones en la terraza, le llega la voz del amo, blanda y apacible. No sabría decir qué le ha dicho. Ni se hace cargo de cuando ha entrado la Madre, hasta que nota la mano huesuda sobre su brazo: —¡Qué suerte, hija mía! Debe usted dar muchas gracias a Dios. Ya no le habla como a Marcela, la artesana. Pretende encubrir su curiosidad, se dirige a Álvaro, mientras se mueve un poco a un lado y otro, perdidos los dedos entrelazados en las enormes mangas del hábito. Las cuentas del rosario tintinean; las palabras también. Marcela, esa noche, en su camarote, suelta el botón del cuello y se desviste. Durante un momento observa el uniforme a sus pies, boqueando. Ella, en su centro, parece no desceñirse de él. Sueña. Una monja muy alta, cuyo rostro no distingue, con un hábito muy negro, que parece llenar toda la habitación (pero, ¿están en la habitación o en el jardín? Ella siente el ruido del agua en la fuente, y le parece que hay verde en su alrededor), la ha cogido por el extremo de la banda de su uniforme y tira, y tira, y aprieta. Marcela siente que se asfixia. Quiere gritar, pedir socorro. No puede hacerlo. Quiere incorporarse. (¿Cómo incorporarse, si está dormida?) … La monja da vueltas y vueltas, cada vez más de prisa. Va a partirla por la cintura: se ahoga. De repente no está en la habitación, pues el suelo es de rojas baldosas brillantes como las del portal. Corre, corre, corre desaladamente. El ruido de sus pisadas sobre las piedras se confunde con el ruido de los cascos del caballo que ahora monta. Va a caballo por las corredoiras que conducen al pazo. Lleva una capa negra que flota, porque hace viento. «Al mi señorito no hay viento que le tumbe. Al mi señorito»… La risa cascada de Ermitas la persigue. Le dan en la cara las ramas de los laureles, se enroscan a ella. No va a llegar nunca. El caballo corre, corre… «Voyme a matar. Voyme a matar…» Ve un laurel, más alto que los otros, más corpulento. Sabe que va a tirarse contra él, que va a estrellarse contra él, que va a embestirle… Grita… Cuando se despierta, temblando, bañada en sudor frío, no sabe si el señorito Álvaro cabalgaba o no con ella. XX LA HERMANA JOSEFA, desde el torno, ha mirado partir a Marcela. La Madre habla a su lado, todavía: —Y quién lo iba a decir, ¿diga, Hermana?, de aquella aldeanita torpe y terca. Pero el campo es mal consejero. No hay nada más inmoral que el campo. Claro, él es ya viejo, y la muchacha… La Superiora sofoca una sonrisa. La Hermana Josefa se vuelve. Mira a la Madre, por un momento, con el semblante endurecido. Es sólo un momento. —¿Le pasa a usted algo, Hermana? La Hermana Josefa niega con el gesto, pero parece ausente. Se alejan por el pasillo. —¿No le contó a usted algo, Marcela, Hermana? Algo tuvo que decirle… Yo pienso si la meterían aquí, porque… La Hermana Josefa apoya su mano en el pomo de la puerta que lleva al Oratorio. —Estas rapazas, ¿sabe, Hermana?, no dan nunca importancia a estas cosas. Ha sido siempre así. Sólo de aquel contacto de su gordezuela mano con el blanco pomo, la Hermana Josefa parece tranquilizarse. Sube las escaleras. Tiene que ventilar la camareta vacía, airear el colchón, prepararlo para una nueva educanda. Anda hoy despacio, y con un nuevo esfuerzo. La sencilla y casta alcoba parece una cuna deshecha. La Hermana Josefa reza el rosario forzándose a no pensar, mientras sus manos baten el colchón con fuerza. Le acerca a la ventana. El viento fresco mañanero se llevará la cálida tibieza que ha sentido en sus palmas. La Hermana Josefa coge el cubo que contiene el agua con que Marcela se lavó. No quiere mirar hacia el espejo que tantas veces ha reflejado el llamear de una cabellera en desorden, la sombría distancia de unos ojos clarísimos. Se arremanga la negra falda del hábito: bajo ella queda otra, de franela gris y negra, a rayitas. Friega el suelo. «Quinto misterio: El Niño perdido…» La Hermana Josefa se traga las lágrimas. Pero, de pronto, un resplandor secreto la ilumina. Se detiene, un minuto nada más, en alto la mano que agarra el estropajo. «¡Y hallado en el Templo!»… Su cándido corazón se inunda de una paz nueva. Mira hacia el cielo, por la ventana estrecha. Sabe que de allí le ha venido el consuelo. Aprisa, aprisa, termina su tarea. Sale y entra con los brazos cargados de sábanas limpias. Las extiende sobre el colchón, las alisa: mortajas de un recuerdo. Y, precipitadamente, marcha al pasillo que conduce a la capilla. A la entrada de ésta pende un tablero grande. Arriba, con letras floreadas, una mano femenina ha escrito: Adoración Nocturna. La Hermana Josefa, anhelante, se empina sobre la punta de sus pies. Junto a las horas, unos cartoncitos alargados ofrecen su espacio, en blanco aún, para que voluntariamente se ocupen por quienes lo deseen. La Hermana Josefa saca un pedazo de lápiz de su faltriquera, y arreboladas más que nunca las redondas mejillas, trémulo el pulso, traza su nombre con letras pequeñas, tiesas, torpes. La noche en blanco está cubierta ya: «Hermana Josefa. Hermana Josefa. Hermana Josefa»… Recoge sus manos bajo las mangas del hábito y se aleja, dejando el amoroso mensaje. Ella también, realizado el sacrificio, quiere pasar una noche de nupcias con el Esposo. Ermitas lloriquea. Ha llorado todo el día. Es su mejor recurso para todo. Va en el autobús, con la señorita Lucía y el señorito Joaquín, de vuelta a casa. A la salida del convento se ha despedido de Marcela. La ha visto marchar, dócil y tímida, emparejada al amo. Algo se ha encogido en su pecho, y la ha hecho llorar, llorar. «Es que tengo una cosa aquí, señorita Lucía, de contento, porque la mi Celiña cásese con quien casa». Ha comido en la fonda con Lucía y Joaquín. Entre plato y plato Ermitas sacaba el pañolón a cuadros y hundía en él sus narices. —Pero, por Dios, Ermitas, que va a sentarte mal la comida. Lucía sonríe para tranquilizarla. Mira a su joven marido amorosamente, rememorando las propias bodas. Al atardecer toman el coche que les llevará, tras un transbordo, a Cora. Lucía y Joaquín hablan poco durante el trayecto, van con las manos juntas, se dicen frases sueltas, de cuando en cuando: —Va a hacer buena noche. Mira. —Ya no se distingue nada. Se miran, y sonríen. Las menores palabras parecen tener para ellos un sentido oculto, que les hace reír y estrechar más los dedos enlazados: —¡Pobre Marcela! —suspira Lucía, una de las veces. Ermitas, desde su asiento a espaldas de ellos, oye la voz de Joaquín: —¿Pobre por qué? —Esta noche… Ermitas se alza de hombros. Vuelve los ojos por la ventana hacia la oscuridad que va haciéndose densa. ¡Qué cosas tiene la señorita! Ella no teme a la noche, para su Celiña. Ríe, rezongando: «Que el señorito Álvaro, al fin y al cabo, no es más que un home, como todos». Ermitas no teme nunca a las cosas naturales en la mujer y el hombre. Tiene la filosofía de la Naturaleza, y «la Marcela no tiene por qué montarse la cabeza con cosas raras. Para se casar no hace falta ir a la escuela, ¡careta!…» El traqueteo del autobús la adormece. En un viraje brusco despierta, sobresaltada. Ve, ante ella, la morena cabeza de Lucía reposando sobre el hombro de Joaquín. Dormitan. Ermitas se acomoda para reemprender la cabezada, arrebujándose en su mantón. Afuera, la noche ha cegado las ventanillas. Ermitas masculla: «¿Qué hará la Marcela?» XXI —MARCELA, ¿a dónde marchas tan temprano? Marcela volvió los ojos, por la ventana abierta, hacia los cipreses que cabeceaban con el viento mañanero. —Voyme al jardín un poco, si no le parece mal… —No me parece mal —sonrió Álvaro, enternecido—. Pero sí me lo parece que me sigas tratando de usted; soy tu marido. Indecisa, Marcela se volvió lentamente, y miró hacia la cama. Era inútil; no podía acostumbrarse. Aquella semana transcurrida en Lugo se negó tercamente a salir de su habitación, porque hacerlo con el señorito Álvaro se le antojaba extraño. Ella no podía ir cabe al amo, como si fueran lo mismo: él había sido bueno y comprensivo, admitiendo la confusión de la muchacha, sin forzarla. Salía, un rato por las mañanas y otro por las tardes: deambulaba, con la cabeza hueca, o demasiado llena, que ambas cosas aturden, y el corazón pesado como el plomo. Momentos hubo en que el ambiente de la habitación le oprimía en forma tal que hubiérase puesto a gritar, de no salir. Andaba, no sabía por dónde ni cómo; de pronto, una querencia extraña le zumbaba en las sienes, hormigueaba en él: con la misma prisa que salió tornaba ahora a la muchacha, y sabía, al meter la llave en la cerradura de aquel cuarto alquilado, que, el enjuiciarlo lo aprobara o no, la vida perdía sentido sin Marcela. Era imposible el diálogo: Álvaro recordaba sus coloquios con Tula, riendo de una misma cosa, y, a media frase, completándola la mirada. Tercamente se repetía a sí mismo que una y mil veces volvería a hacer lo mismo. Fumaba despacio, hundido en un sillón, contemplando cómo la oscuridad al precipitarse sobre el día iba desdibujando la taciturna silueta de Marcela. Sintió que algo fallaba desde un principio, y no sabiendo cómo abordarlo, prefirió no pensar, hundiéndose más y más en el abismo que les distanciaba. La ternura y la pasión habían llegado a ella como el agua del mar: rompiéronse al alcanzarla. Las rocas se horadan con más facilidad que su impávido mutismo. Álvaro recordó los días de su infancia, cuando gustaba, inclinado sobre la lancha, de mirar hacia el fondo del agua, tan cristalina que veías el fondo, a tu alcance, pero le dijeron que eran tantos los metros de profundidad que, si caía, perdería pie; también ahora perdía pie, y no lo ignoraba, más impedíale su dignidad pedir socorro a ella. Marcela comprendió, oscuramente, que el señorito Álvaro sufría. Entablaba diferentes temas de conversación que pudieran interesar a la muchacha; Marcela, cohibida, contestaba con monosílabos. Entonces Álvaro, levantándose, comenzaba a pasear por la habitación. Descolgaba el sombrero. Decía: —Salgo un momento, Marcela. ¿Quieres venir conmigo? Marcela sacudía la cabeza. Él, a veces, se acercaba, y ella creía asfixiarse: no se hurtaba. Marcela pensaba por qué la miraría así, con aquella triste expresión de duda. Instintivamente, supo adivinar los estados de ánimo de su marido leyendo en su mirada: encendíase, paulatinamente, como si algo avivara un fuego oculto, enrojeciendo los azules, desvaídos ojos. Marcela se escalofriaba. Luego, aquellos ojos vagaban por el cuarto, se perdían en la blancura del techo. ¿Qué veía en el techo, tanto tiempo abstraído?… Al volverlos a ella, Marcela recordaba cómo miraba don Enrique a la señorita Lucía. Con una sensibilidad lenta, pero certera, seguía el deseo de su marido a través de la turbación que nublaba los ojos, hasta que se despejaban anhelantes, vividos: con brusco gesto se quitaba las gafas. A Marcela se le antojaba distinto el hombre de los ojos limpios, sin cristales —unos extraños, engrandecidos ojos, vacíos de expresión, acercándosele—, al amo, tranquilo y pausado tras sus gafas. Cuando marchaba, ella permanecía muy quieta en la ventana, mirando hacia la calle. Veíale salir, como rejuvenecido, andando con paso más firme del que ella recordaba. Una vez levantó la cabeza: la muchacha se escondió tras el visillo, azarada. Hallábala, a su vuelta, sentada en una silla, con tal expresión de melancolía resignada que Álvaro sentía el deseo de hincarse de rodillas, y repetir, afligido: «Mea culpa… Mea culpa». De haber sido otra la hubiera tomado con ternura en sus brazos, pero Marcela… Si se acercaba, endurecía el rostro con la misma expresión con que cumplía sus órdenes, antes, en La Sagreira. Aquel gesto le deprimía, mutilando su deseo en ciernes. Solamente era la oscuridad podía abrazarla: era su cuerpo anchuroso, firme y suave. Pensando en ella, volvió a sus años niños, cuando miraba desde lejos las curvas de la ría, y le apretaba en el pecho el deseo de tumbarse en su ribazo. Junto a ella se maravillaba de que aquel cálido bienestar muriese en cuanto la luz los desvelaba, como si fuese otra mujer distinta aquella muchacha, desencajada y taciturna, de la varona opulenta, silenciosa y mansa. La amaba desesperadamente, y supo en momentos tales, que todo lo diera por vivirlos. Por fin, un día, cogió con la suya una de aquellas manos femeninas, tibias y ásperas (gustaba de aquella rudeza en las manos de Marcela, que le recordaba árboles, no flores). —¿Quieres que volvamos a La Sagreira? Álvaro tuvo un anticipo de lo que sería Marcela enamorada: agrandáronse los ojos febrilmente, y temblaron los labios. —¿Querías volver, Marcela? —Quería… Y ella tan quieta, tan indiferente en los días pasados, abrió el armario y con seguros gestos, comenzó a preparar el equipaje. Canturreaba entre dientes, ajena a la presencia de Álvaro. El canto gutural llenaba la estancia de un ambiente opresor y bravío. Acercándose, Álvaro, con pausado caricioso gesto, le tocó una mejilla. Volvióse, fiera, la moza: —¡Sóoo! Retrocedió. No era la primera vez, ciertamente, que la ordinariez de su mujer le abatía. Pero, en lugar de retraerle, le calentaba su sangre: —Porque no es más que una criada… una criada… —barbotaba, oprimiéndola. Cesó al ver la expresión de sus ojos, húmedos de lágrimas: —¿Lloras, Marcela? Le miró con rabia. Sintióse avergonzado. ¿Por qué cargarla con una culpa que no era suya? ¿Cómo explicarle que la quería infinitamente, con todas sus flaquezas, con sus ojos tan fríos, con sus cálidas manos? Camino de su casa le invadió una ternura sin límites. Volvía con su mujer. «Mi mujerciña», pensaba, ruborizándose del diminutivo. Volvía con su mujer a enfrentarse con una situación difícil. ¿Admitirían las demás aquel trueque de sirviente a ama? Nunca como en aquel momento fue tan puro su amor, porque previno cuantos males pudieran acaecerle, cuantos desdenes podrían herirla, mientras ella iba quieta, arrebujada en una esquina del coche, absorbiendo el maternal paisaje con ojos ávidos: —Marcela, cualquier cosa que ocurra que te disguste, me lo dices y yo pondré remedio. Marcela no escuchaba. En sus pupilas pudo él saber cuando dieron vista al portón de la casa, en la hondonada. Hubiera preferido volver a caballo con ella, como otras veces, galopando juntos hacia el hogar. Rehacer, una vez más, aquel camino, con el viento en la cara, y los laureles embriagándoles. Tras su cabeza, adivinó los establos: —Allí nació Marcela… Y tuvo ganas de reírse. En la escalerilla, como siempre, fiel vigía, oteaba la vieja Ermitas. Acercándose, despaciosa, arrugó los penetrantes, maliciosos ojillos: —Bienvenidos, mis amos —dijo con voz chillona. Álvaro supo, al oírla, que tras las ventanas estaba el resto de los sirvientes al acecho. ¡Vieja Ermitas! Triunfaba, y sentíase dispuesta a remachar su triunfo. Como un gallo de pelea, alta la cresta, miraba con orgullo a su Marcela. La muchacha apenas la besó. —¡Y ya está aquí mi ama, Santiña! ¡Y cómo desmedraste! Ahora pendraste guapa y gorda, con los aires de casa… Ante la puerta de castaño oscuro de la alcoba del amo, Ermitas sonreía. Marcela instintivamente cogió la maleta de manos de la vieja. —Que no, mi señora —recalcaba Ermitas—. Que no está bien que cargues como enantes. Mezclaba el tratamiento con el cariñoso tuteo. Álvaro, por no cohibirlas, las dejó solas. Entonces, Ermitas, abrazándose a la rapaza —que rapaza era—, la besaba, mojándole las mejillas con sus lágrimas: —Celiña… Mi Celiña… Cuando estemos solas, llamarete Celiña siempre, ¿eh? —Ay, Ermitas, que tenía ganas de decirte que no me llames todas esas cosas. —Pero eres la señora, mi yalma, y tengo que ser la primera en nombrártelo, para que aprendan las otras. Silencio. Miráronse a los ojos. —¡Rapaciña! Y que no me tardaba el verte. Me dio un aquel ende que te vi en el coche, junto al amo. En desde que allegué, que mando todos los días que prendan una vela en la ermita de la Santiña, para que vuelvas pronto, y… Rió cascadamente. Marcela se ocultó el regazo con las manos. —No te acalores, nena. Las cosas te son como te son. Y ahora vas a decirme si el amo no te es talmente un santo. —… —No te pongas a bullir por el cuarto, que luego no te toca hacerlo. —¿Y qué hago, entonces? —Nada. Tú me dices a mí lo que tú quieres, y yo lo hago, ¡hala! —Pero yo no puedo te estar sin hacer nada. —Puedes… Puedes… Que eso no mata. Marcela no vio a nadie de la casa, en la primera noche. Samáronse a cenar, uno frente a otro, en el gran comedor donde en un tiempo trajera ella la leña. A Marcela le apuraba más la figura de Ermitas, atenta a su servicio, que la presencia de Álvaro. ¿Y qué tenía el señorito? Callado, inclinaba la cabeza sobre el plato, o miraba, sin ver, hacia la pared de enfrente. Una vez, sólo una, sorprendió sus ojos, que estaban fijos en ella: tras el rebrillar de los cristales no supo descifrarlos. Aquella comida en silencio hubiera resultado angustiosa a no mediar Ermitas: instaba a ambos para que repitiesen de los platos servidos, o informaba al amo de los menudos cotidianos sucesos ocurridos en La Sagreira y en Cora. A Marcela se le fue el pensamiento: Cora… la señorita Tula… ¿Estuvo enamorado el amo de la señorita Tula? ¿Hubiérase casado con ella sí viviera? Sacudió la cabeza, mirando a Ermitas, y chascó la lengua. Sorprendido, Álvaro alzó la mano en un gesto de reproche, más la dejó caer sin llegar a formularlo. Durmieron con la ventana abierta. Boca arriba en la cama, con aquel denso olor a tierra mojada entrándosele en los huesos, Marcela se sentía en calma. Volvióse Álvaro a mirarla. Acostumbrados los ojos a la oscuridad, vio brillar el rojo pelo enmarañado sobre la almohada: toda su abochornada tristeza se esfumó. Por la abierta ventana entraba la vida, el ruido de los insectos en la noche, de las hojas que batían contra las paredes, el gotear persistente de la lluvia. ¿Qué decía la lluvia? El agua que genera era simple y mansa como una aldeana. Álvaro supo que lo que importa siempre es lo verdadero, lo recóndito, los primeros trazos, los seres humanos sin careta, con la nobleza de lo humilde, con lo entrañable de la carne. Y entraña, humilde y humana, era Marcela. Supo que estaba desposándose con cuanto amaba, y con fervor comulgó hembra, tierra y lluvia. De aquel acto de fe obtuvo un corazón sereno. XXII LA ESQUIVABAN. A su paso retrocedían, si posible era, y si no pegábanse a la pared, medrosas. Tampoco Marcela les miraba, porque intuyó el recelo en torno suyo. No era ya hostilidad, ni encono, que temor era, preguntándose Marcela, irritada, por qué la temerían. —Y déjalas que piensen, que no vante a quitar de penas, las raposas. Pero si serán brutas —con perdón de la cara de Dios— que no puedo talmente ni nombrarte, Celiña. Si digo «la señora» o «el ama», vuélvense, y te hacen la cruz con los dedos. Conmigo ya, fuerónseles las ganas de parolar… Un ambiente calmo, tenso y temeroso abatió a La Sagreira, como en los días de bochornoso calor que preceden tormenta. —Y no me contades que no es meiga la Marcela —decretó Rosalía—. ¡Se casar con el amo, una rapaza que no sabe mismamente su nombre! Allevaba razón el Juan, que ya lo dijo que mucho males traería y trújoles. —Tanto como males… —Tanto… Si te semeja cosa de ley que el amo case con una de nosotras, y que haga de ama. —¿Hubiérate gustado hacer de ama, Rosalía? —preguntó una de las mozas, con malicia. —Así se te aparezca la Peregrina y te coma la lengua. Ni de ama, ni de amo. Pero que el señorito ya no estade para casorio. —¿Probástelo? —rió la burlona. Hubo que separarlas, enzarzadas por los pelos, rabiosas, pero a partir de entonces huían de Marcela, y si la divisaban, o cerraban los ojos, o veíase en ellos ese brillo medroso de las aldeanas cuando escuchan cuentos de brujas y consejas. Marcela gustaba de hacer correrías por el jardín, llegándose hasta la fraga. En los maizales, deteníase a ver cómo segaban las panojas, y se le iban las manos en el deseo de ayudarles; era más que afán de trabajo: era un impulso físico irrazonado, de estrujar los trojes, los rubios trojes, aún sucios de tierra. Un silencio forzado se hacía al acercarse Marcela: hubo un tiempo en que la espantaban, a empellones, mas ahora espantaba ella, sin quererlo. Enredábanse, torpes, las manos, y el sudor perlaba la frente de las más jóvenes. Acababa siempre por sentarse junto al pozo, con un cestillo de labor, para repasar las ropas de la colada. Porque algo tenían que hacer sus activos dedos, en algo tenía que ocuparse, procurando engañar aquel desasosiego que la consumía. A veces, Ermitas, cansada ya de arrastrar los pies por la casa, y de afanarse en brillar los encerados muebles, sentábase junto a ella, ayudándola en su faena. La nariz, con el paso de los años, encorvándose como el pico de un ave de presa, tocaba casi el labio superior. Mascullaba siempre algo, no se sabía qué, y velaba sus ojos una membranita blanquecina tornándolos opacos. Los sarmentosos dedos que fueron hacendosos y ágiles, eran ahora torpes y temblones: —Trae acá, Ermitas, te tardo yo menos en hacerlo todo, que tú, en prepararlo. —Tardas… ¡Ay! Que también yo tardaba, cuando tenía tus años. Pero ahora pésanme las piernas como no pesaban cuando te tenía más carne en ellas. Téngolas talmente como palos, y parécenme como troncos. Me tiemblan las manos como si tuviera el demonio en el cuerpo. Y esto no es lo peor; que lo peor es que no te veo, yalma. Téngole que arrimar mucho las cosas para verlas. —¿Qué le hay ahora delante de aquel seto, veislo? —Veo un bulto, un home, pero no te sé quién es porque lo vea. Te sé que es Manuel, el jardinero, porque no puede serle otro. —Pues a mí vesme siempre de lejos. —Te sé que eres tú, Celiña; no es lo mismo. Como te sé cuándo viene el amo; por el ruido que facen las botas, por algo, un aire que me da; diríase que lo huelo, como el «Chinto». Marcela enrojeció, y bajó los ojos, olvidando que Ermitas ya no distinguía bien. Fastidiábale reconocer que también ella adivinaba a Álvaro; antes que Ermitas, antes que «Chinto». No necesitaba volver la cabeza: sabía que estaba allí, cerca, o, sin mirar, le seguía a caballo, recorriendo los campos. Marcela anduvo todo el día ensimismada; al anochecer, en la estremecida oscuridad de la alcoba: —No debes lavar en el pozo, Marcela —observó Álvaro. —Pero Ermitas ya no le puede… —Que lo hagan las otras, Dolores o Herminia. —No quieren. —¿Cómo, no quieren? —repuso Álvaro. —No la mi ropa, señor. ¡Qué humilde la voz en la noche! —Tu ropa, Marcela, y todo lo tuyo. Y si ellas no quieren, se toma otras… Marcela sintió coraje. Si él no la hubiese defendido tanto, si él no se hubiese casado con ella, quizá la querrían más. Se cargó con su inquina. Sirviéndole. Toda la vida sirviéndole: ¿de qué valían los nombres? ¿Criada? ¿Mujer? ¿Qué diferencia había?… Como si le hiciese favor, y Ermitas siempre con el cuento de que diera gracias a Dios, y a la Santiña, por su suerte. Que se las diera ella, diaño, que no veía en qué favorecióla el amo. Su criada fue y su criada era, ¿qué más daba? Llevaban razón las otras, en no querer servirla. ¿A santo de qué iban a trabajar para ella? Nunca se había quejado de su trabajo, nunca le pidió ayuda, ni anduvo con remilgos por quehacer de más o menos. Se arreglaba el señorito para que cuanto hacía pareciese un favor. Un favor no mandarla al asilo, y ¿de qué le estorbaba una criatura sin exigencias en un pazo tan grande? Si la vio apenas, y sobras en la cocina hubo hasta para los pobres del camino. Un favor defenderla… ¿No tendría ya su idea cuando la defendió? Que no Je hacen las cosas porque sí, los señores, y si dan, es porque tienen de más, y si atienden es porque les sobra. ¿Sabía él, acaso, si estaban enfermos o no, tristes o no, cansados o no? Siempre en su despacho con sus libros, y ellas abajo, en la cocina con sus penas: Marcela se sentía más cerca de los de la cocina que del amo. Cierto que no la querían, pero tampoco andaban con disimulos o arrumacos. Cada cual con su idea. En cambio, los señores… Recordó la altiva y fría mirada de Dorila, que la hizo sentirse miserable y desharrapada, y la compasiva mirada de las gemelas. ¿Compasión, por qué? Nació de la Matuxa como ellas de su madre, sin buscarlo, y más fornida era que ellas, y para más servía. Quiso recordar la mirada de la señorita Tula y no pudo: centró su esfuerzo en rememorarla, pero el rostro, indeciso, desleíase en las sombras del cuarto, y los ojos, al acercar a ellos el recuerdo, se esfumaban. Cuando pensaba en Tula le parecía ver las rosas en el vaso, sobre el bargueño de su cuarto. Allí, tantos meses en cama, le acompañó el señorito. ¿La quiso? Tuvo ganas de llorar, y apretó los labios. En ondas, llegaba a sus oídos el eco de unas palabras escuchadas en aquel tiempo: «Qué bueno fuiste en recogerla», dijo doña Lucía. —Madre de Dios, danme ganas de reír… Ya cobró su pago. Olía a viejo, y la tenía para su servicio. Al menor esfuerzo sudaba, y ella tenía ganas de escapar, librándose de aquel sudor, y correr a la mar, y que el agua impetuosa borrase aquel estigma humano. En el amanecer, Álvaro, a veces, la contemplaba durmiendo, y era cuando más cercana la sentía. Extraño suceso. En cuanto abría los párpados, y se inclinaba sobre aquellos ojos, fríos como la escarcha, invadíale la agonía de quien se sabe solo cabe a otro. En cambio, ajena a su observación, sin tirantez, dormida, desvelábase un poco el hermetismo del rostro. Era más ella cuando dormía. Pero, ¿ocultaba algo su hosco semblante? ¿No sería idea suya que tras aquel, a veces, rencoroso mirar, disimulara una pena? Estaba equivocado: era vacía y necia, como buena aldea na, y sólo poseía aquella sana hermosura de cachorra. Despreciábase a sí mismo. Hay seres que viven sin inquietudes, ni ideas: Marcela era uno de ellos, y si contestaba arisca, es porque no tenía que contestar, y su desesperante silencio, no era prueba de alejamiento, sino de vaciedad. Lo único que poseía a la vista estaba: en sueños, estirábase la rapaza, frunciendo los carnosos labios… Un sordo aguijón estimulaba su deseo, y a veces mordía la pulpa de aquella boca ácida, como todo lo demasiado nuevo. Marcela, bruscamente despierta, ni siquiera le miraba, ni pronunciaba palabra alguna de protesta: «Mansa como una vaca», pensaba, desesperado, Álvaro. Y la amaba. Intentó, varias veces, razonar con ella: pena perdida. Encerrábase en su mutismo, como quien cubre sus desnudeces con una capa; y él llegaba a dudar si teniéndola delante, existía. Necesitaba asirla para convencerse. El silencio de ella no era un silencio rumoroso, sino denso y desolador: Álvaro sentía el pavor al vacío que había detrás de aquel silencio. Se agarraba a su pasión para no caer en la nada. Marcela no le hablaba casi nunca directamente, evitando el tuteo, al que le costaba acostumbrarse. Al principio, esta resistencia hizo sonreír a Álvaro, con piedad. Ahora le enojaba lo indecible. Había intentado discutir con Marcela: —¿No llamas de tú a Ermitas? Y también se lo llamaste a Lucía, cuando estabas en Las Puentes… ¿Eh? Contesta, Marcela. —Llamaba… —A ver, prueba a llamarme. Irritada, Marcela palidecía: —No me sale. —No seas terca, Marcela, como de pequeña, cuando me traías la bandeja con el café. Ponías esa misma cara… —No le tengo otra. Apretaba los labios. —Tienes, que te he visto reír con Ermitas, cuando coses al lado del pozo. Ven acá, mujer, ¿no comprendes que es ridículo que me llames «el amo» o «el señor»? La asía por los brazos: —Contesta de una vez. ¿Por qué no me contestas? —No le sé. Procuraba serenarse: —Escucha, me dejas besarte, y eso es más que llamarme de tú. Entonces, ¿por qué no quieres? ¿Qué había en la mirada de Marcela? ¿Escarnio?… Álvaro, lentamente, como beodo, se levantaba y salía del cuarto. Ella, escuchando el arrastrar de sus pies, como si le pesara el cuerpo, rezongaba. Luego, acercábase a la ventana, poniendo las palmas contra las mejillas, porque las sentía ardientes. Al pasar ante la abierta puerta del despacho divisaba la maciza silueta de Álvaro, inclinado sobre los libros, con la pluma en la mano. Escribía más que nunca, permanecía más horas que nunca en su despacho. Sólo al atardecer, cuando el orvallo le calaba el alma, iba en busca de la oscuridad de su alcoba, y llamaba a Marcela. Sentía aquella llovizna trabajando en su espíritu, aflojándole. De tal melancolía sólo se libraba en aquel simulacro de muerte con la vida. Llegó el otoño, y con él comenzaron a gravitar los dorados racimos en la parra. —Buena cosecha este año, mi señor, podránle empezar ya pronto. Y llegó el día de estrujar la uva, y probar el mosto. Trabajaban en silencio los hombres de la finca, tirando los racimos a los lagares, mirando de soslayo hacia Marcela, que metía las manos en los cestones, lanzándolos también. Pero los mozos tomados a sueldo para la cosecha, descalzos sobre la uva, mientras la machacaban con el pisón, reían entre ellos, al compás del rítmico gesto de sus forzudas manos, y las membrudas piernas descalzas. Sofocados por el movimiento, caldeados por aquel espeso olor ácido, flaquearon los ánimos, y Álvaro adivinó, más que comprendió las miradas, lascivas, enervantes, que los mozos aquellos detenían sobre su mujer. Debatíase, en silencio, entre el deseo de alejarla de allí, y el temor de enfadarla, cuando vio que Marcela, frotando un pie contra otro, mandaba despedidas las zapatillas que calzaba, y desnudos los pies, alzó la mano para separar una greña que caía sobre su acalorado rostro. Nadie dijo una palabra, pero los pies mozos estrujaron con más rabia y más de prisa los racimos. Álvaro, resuelto, se acercó á Marcela que se inclinaba sobre el cestón: —Marcela… Se le quedó mirando sorprendida, arrugando las cejas. —Vámonos a casa, Marcela. Alzándose de hombros, Marcela quiso continuar su trabajo. —Marcela, ¿me has oído?… La cogió por un brazo. —¡Quiteday!… —bramó la moza, sentándole cara. Álvaro sintió que se le hinchaban las venas del cuello, y que veía rojo. Turbio y rojo el rostro de Marcela, rojos y turbios los mozallones de pie, estrujando, como si pusiesen remoquete irónico y lúgubre con el sonsonete de sus pies, a la palabra de Marcela. Álvaro quiso matarla, y con férrea mano tiró de ella hacia fuera. Una de las sirvientas abrió la puerta angosta, y una redentora bocanada de viento fresco les azotó el rostro. Marcela se estremeció, como si volviera en sí. —Esto no te lo perdono… Esto de hoy, Marcela… Se descompuso ante su mirada el rostro encendido, amarilleando como la cera. De un tirón se desprendió del brazo que la sujetaba, y apoyándose contra el muro del lagar, vuelta de espaldas, vomitó. Asqueado y compadecido, desvió Álvaro la vista, y se pasó una mano por la frente. ¡Dios, unos minutos más y era capaz de cometer un disparate! Oía las arcadas violentas a su lado. —¿Te sientes mal? Buscó a Ermitas, dejándola a su cuidado. —No se apure, mi amo. Fuéle el olor del mosto, que siempre pasa, inda más con la calor que hoy le hace. La pobriña sintióse como borracha, y hay que no le tener cuenta, que no le estaba en, sí. Tampoco él estaba en sí. ¡Llegar a sus años, siempre con dignidad, y perderla en un minuto, por una rapaza semejante! Pero en el fondo de su apaciguada cólera, balbuceaba aquella su ternura ante la indefensión y la rusticidad de su mujer. Se mareó como un rapaz que fuma su primer puro. Sonrió a solas. ¿Qué mal había en que la mirasen? ¿Dañaba a los manzanos que los hombres mirasen, arrobados, su blanca flor? ¿Podía, por eso, cortarse el manzano o castigarse al hombre? Debió proceder con más calma, más sereno, y la razón estaría de su parte; porque Marcela, si culpable fuese, lo era de aquella indómita terquedad de hacer faena como todas, de descalzarse, mostrando al agacharse la rolliza pierna y el contorno de las amplias ancas. Y como el amo casó con ella, a los ojos de todos más vedado aún el fruto, y mayor la curiosidad. —¿Qué tendrade la rapaza, que así prendióle? Como guapa lo es, y como garrida. Non hay de pasar mal, el señorito…Esto lo había leído él en los ojos de todos. Volvía a verla ante sí, jadeante, con los brazos sucios de mosto, oliendo toda ella a vino nuevo, desnudos los pies sobre las losas. Marcela no cenó. —Está con la barriga arregüelta, mi amo, dispensando. Mandela para la cama. La cara de Ermitas espiaba el gesto del amo, entre recelosa y reprobadora. Habíase disgustado con Marcela. —Porque me eres aún como de nena, y no te puede ser. Y no me respetas al amo, que el señor Dios va a te castigar, Celiña. En desde que dijiste: «Quiteday»… quedéme mismamente como muerta, que cortóseme el respiro. ¡Contestar al señor talmente! Parecióme que no me eras la cativa que crióse conmigo. Hubiésente criado las puercas esas que no saben mismamente ni hablar, y hubiérate dicho que tú no llevabas parte; pero criéte yo, y la llevas. Calló, preocupada por el macilento rostro de Marcela; la tapó bien, no se enfriara. Una languidez enervante se apoderaba de la rapaza. —Descansa, ahora, mi yalma, que mañana te encontrarás mejor. Pero, ante el amo, Ermitas buscaba la ocasión de actuar de mediadora, de encajar alguna reflexión oportuna, porque a veces le daba miedo que el amo llegara a cansarse de Marcela. No se le ocurría nada, y mascullaba cosas incomprensibles mientras cambiaba los platos, aturulladamente. Despachó Álvaro pronto la cena, y ante el temor de Ermitas sacó con calma la pipa y púsose a fumar, sentado frente a la chimenea, como cuando soltero. Renqueó ella por el cuarto, hurgó por los cajones del trinchero, pero a la postre tuvo que irse, anhelante e intrigada por ver el final de todo aquello. Subió despacio las escaleras, camino de su cuarto, tendiendo el oído por sí escuchaba las pisadas del amo hacia la alcoba. No pudo oírlas, porque, llorosa y cansada, se durmió en seguida, y fue tarde —alta ya la noche—, cuando Álvaro, sacudiendo aquel sopor que le abotargaba se dirigió a la habitación. Una respiración igual, pausada, hacía más silente el cuarto. Se inclinó sobre ella. Notó un rictus acerbo en las comisuras de su boca, y la profundidad de las ojeras azuleando la cuna de sus ojos cerrados. Había en su postura un no sé qué de abatimiento, o de debilidad. Álvaro se acostó con un cuidado infinito, para no despertarla. No pudo dormir. Toda la noche, con el corazón encogido, sintió sobre su cuello el calorcillo suave, y a compás, de su aliento, como el cálido y húmedo vaho de los ternerillos cuando duermen junto a la madre. XXIII MARCELA SE OBSERVA detenidamente en el espejo. ¡Madre de Dios, qué cara! Tiene las mejillas tirantes, lacias, y en los ojos esa vaga expresión de debilidad de los convalecientes. Ella, tan activa antes, siente ganas de dormir a todas horas; arrastra el cuerpo como si le pesara; sólo se encuentra a gusto cuando, con las ventanas entornadas, reposa sobre la cama, en un estado de seminconsciencia que la amodorra. Pero no gusta de acostarse durante el día en el cuarto que comparte con el amo; por eso ahora es usual verla subir las escaleras, camino del otro piso, y desaparecer tras la puerta del cuarto de Ermitas. Aquel cuarto, donde ella durmió de niña, la acoge; a Marcela, no sabría explicar por qué, le parece que hay allí, invisibles, unos amorosos brazos que la envuelven ya desde la entrada. En el ambiente quieto de la modesta alcoba sabe que está en su centro. Se tiende sobre la cama, cierra los ojos. ¡Qué bien se encuentra! Sin pensar en nada, sin preocuparse por nada. Flotan, en el espacio obscurecido y fosforescente que voluntariamente crea, figuras y palabras no concretas; son voces extrañas, muy lejanas, como si se acercaran a ella y fueran distanciándose, perdiéndose. De cuando en cuando se le reseca la garganta en una náusea, y tiene que pasar de prisa la saliva, dos o tres veces. Huye de su cuerpo y de su espíritu en aquella quietud forzada, aquel cerrar los párpados, aquel dejarse traer y llevar por el ensueño febril que la adormece. Desde la tarde de la vendimia, Marcela no es la misma. Un asco físico que sube de sus entrañas le impide tragar bocado. Álvaro no se da cuenta de la íntima razón de todo esto; piensa que Marcela está enfurruñada y quiere prolongar su enfado. Procura ser paciente, y, si en la obscuridad busca el tibio calor de Marcela, desiste de su empeño, porque adivina el gesto dócil, y el mohín asqueado. ¿Olvidará Marcela sus palabras, y el brusco ademán con que la zarandeó? Ignora que las mujeres tienen memoria de arena cuando de desplantes de macho se trata; aún dolidas por la brutalidad, yérguelas el orgullo —nunca confesado— ante tan primitiva reacción de hombre, encelado por su hembra. De estas escenas queda sólo un bravo y apasionado regusto. En su bondad, Álvaro hace penitencia por un furor que ya no se le reprocha, y se castiga a sí mismo, privándose de su mujer, por tratar de conseguir un perdón que nunca llega, porque nunca lo precisó. Ermitas, sigilosamente, entra en su cuarto, donde Marcela descansa. —¡Celiña! —llama bajito, por si está dormida. Marcela se tira de la cama. La cabeza se le va. —¿Y quién te manda botarte de la cama como si fueras tola? Te se sube la sangre para la cabeza. —Pensé que venías a llamarme. —No vengo. Ermitas observa a Marcela, la escruta, tan de cerca y persistentemente, que Marcela huye de su mirada. —Vengo a te preguntar, Celiña, cómo me estás tan desmedrada. Tengo un aquel de verte todo el día tumbada… —Ya pasará, Ermitas. —Pasará… Pasará… ¿Piensas que pasará, Celiña? Es tan grave, solemne y sincero el gesto, y el tono de voz de la vieja que, de pronto, Marcela se deshace en lágrimas. Se encoge, hecha un ovillo, entre los resecos, huesudos brazos, y llora desesperadamente. —Llora, Marcela, que estoyme figurando lo que te pasa, y sólo de figurármelo entranme ganas de llorar también. —Ermitas, ¿estás segura?… —¿Yo? —ríe ahora la vieja—, si no me lo estás tú, mala cosa, Celiña. Dime… Acerca la ganchuda nariz a la oreja de la muchacha, y allí silabea, casi mascullándolas, unas preguntas. Marcela contesta haciendo sí y no con la cabeza hundida contra el escuálido busto. Al comprenderlo, Ermitas comienza a acunar a la rapaza con rápido balanceo, y ríe, y dice palabras entrecortadas, mientras las lágrimas le corren por las mejillas. Marcela alza el rostro, y, aún hipando, observa estupefacta a Ermitas. —No. No te me desarrimes… Un neno, Marceliña, un neno, que inda dame pena pensar que vayas tú a lo parir. Ellos, bribones… —No grites, Ermitas. —No grito, yalma. Dime, ¿estás contenta? —Estoy —las lágrimas se le enfrían en la cara. —Un neno, un hijo del amo; un amo… ¡Bendita sea la Santiña! Ermitas sigue en su lloriqueo, y en su incesante acunar a Marcela, como si agitara un botafumeiro para aspirar, ansiosa, el incienso de la maternidad que trasciende, sube, empapa el cuarto de un hálito nuevo, un rebullir de vida, una fecundidad densa. Ella, la estéril, estrecha febrilmente el cuerpo grávido y, enardecida, palpa el vientre que oculta el fruto humano. Seméjale, tan estrecha a sí la tiene, que participa de aquella secreta vida engendrada en las entrañas de la que como a hija quiso, y toda su fallida maternidad se goza con dolor, que es la más alta forma de gozar, adivinando en el caliente misterio de la hembra una cabecita pelona, unas manos tiernas de sonrosadas palmas, que ella, Ermitas, tendrá entre sus sarmentosas manos, y cubrirá de besos con su boca. —¿Dijísteselo al amo? El aire encogido de Marcela contestó por ella. —Debes se lo decir, Marcela. —Espera… Ermitas sonríe, tras sorberse las lágrimas. Le parece bien esta cortedad, que ella achaca a pudor. Se desprende de la joven. —¿Bajas a comer, Marcela? Pero a Marcela, al ponerse en pie, seméjale que el suelo oscila. Se recuesta de nuevo, abatida. —Estáte ahí, hasta que te se pase… —¿Qué le dirás al señorito, Ermitas? —Diré que no vas a comer, que te duele la tripa, dispensando. Coloca una palangana cerca del lecho y se aleja. Desde la puerta mira de nuevo, en la penumbra de la habitación, hacia la cama. Destaca, blanco, el rostro de Marcela, sobre la blanca almohada. A Ermitas le rebulle la noticia en el cuerpo. Se lanza a servir al señorito igual que quien se lanza en la torre de la iglesia a tocar las campanas. Cambia los platos con tanto brío, gesticula tan marcadamente que Álvaro fija en ella la vista, sorprendido. Ha preguntado por Marcela al no verla a la mesa. La voz de la vieja fue mitad risa y mitad palabras: —No anda bien de la tripa, dispensando. —¿No es nada de cuidado? Hubiera deseado ir junto a ella. ¿Para qué? Conoce de antemano su pasiva expresión. Calla. Pero ahora, la inusitada conducta de Ermitas, forzándole a mirarla, hace que encuentre el eco de las palabras con que le contestó: —No le es grave, señor; pero le es de cuidado… Detiene la mano que alargaba hacia el vaso de tinto. ¿Qué tiene Marcela? La intencionada frase le persigue. ¿Qué urden las dos mujeres? —¿Dónde está mi mujer, Ermitas? Nunca le ha hablado el amo de esta manera, tan serio, y plantándole los ojos en la cara, de suerte que le es imposible huir de aquel sondeo. Ermitas esconde las manos en el delantal. Refunfuña, y pretende volverse a coger un plato. —Ermitas —insiste Álvaro, evitando la maniobra de ella—, ¿dónde está mi mujer? Por un momento, ante el desconcierto de la vieja, un lampo de temor le invade. ¿Qué ha pasado? ¿Qué sucede a espaldas suyas? Marcela está tan extraña, de un tiempo acá… Es la primera vez que refiriéndose a ella con Ermitas, la llama «mi mujer». Y en la gravedad con que lo dice, y en la serena autoridad de estas dos palabras, reconoce Ermitas el derecho de él. —Está en el mi cuarto, señor; como no se encuentra… —¿Por qué en tu cuarto? —Como le andaba mala, prefirió irse al mi cuarto, por no apurar al señor. —Pero, ¿tan mala está? Álvaro se levanta, rápido, empujando tras sí la silla. Se dirige hacia las escaleras. A Ermitas le cuesta seguirle, se embarulla, sin saber qué partido tomar: —Señorito Álvaro, que ahora débele estar durmiendo, que cuando la dejé cerrábansele los ojos de puro sueño. Álvaro no la atiende. Va ya por el pasillo. —Señorito Álvaro —Ermitas se retuerce las manos—, que yo hícele promesa de no decirle nada. Quieto, Álvaro se vuelve lentamente: —¿No decir nada de qué, Ermitas? La vieja no puede más. Sea lo que Dios quiera. También Marcela, ¡qué afán de complicar las cosas! —De eso, señor… Le mira, medrosa y sonriente, señalando la puerta con la mano. Álvaro no comprende lo que quiere decir. Ante su mirada, seria e interrogante, Ermitas, llevada de su lealtad a él, y de su viejo cariño: —Ay, señorito Álvaro, que oyóme la Santiña: ¡Marcela está preñada! Nunca pensó que el amo reaccionara de tal forma, ni sospechó que pudiera alterarse tanto. Tampoco Álvaro pudo jamás imaginar un sentimiento semejante; como un mazazo, como un golpe en el pecho, y una carrera loca, vertiginosa, de la sangre en sus venas. Sabe que está mirando a Ermitas con cara de aparecido, se da cuenta de que no puede moverse de allí. «Marcela está preñada»… La voz de la vieja se ha hecho misteriosa e insinuante al decirlo. Ermitas, ahora, respira tranquila, porque el color ha vuelto al rostro de Álvaro. Algo impetuoso que no sabe si es alegría o furor, tanto se semejan, estalla dentro de él. Abre la puerta. Ermitas no se atreve a seguirle. Se acerca, rápido, a la cama. Marcela le ha sentido entrar y se incorpora en el lecho, mirándole con ojos de alucinada. En aquella semiobscuridad, sentado al borde de la cama estrecha, agarra fuertemente los dos brazos de su mujer, que le mira como si no supiera separar de él sus ojos. Es una mirada lastimera y temerosa. Las manos varoniles ciñen con fuerza los tibios brazos. —¿Es verdad eso, Marcela?… ¿Es verdad? —¿Lo qué? —balbuce Marcela. Álvaro señala con su barbilla el vientre femenino. —¿Estás embarazada, Marcela? Marcela hace que sí con la cabeza, y continúa mirándole. —No lo quise decir, por si no era… Un sonido ronco, inarticulado, que no sabe si es grito o sollozo, y se encuentra sujeta por él, abrazada por él. —Mujer… Mujer… ¿Cómo no me lo has dicho?… ¿Por qué, Marcela? Ella tampoco imaginaba que Álvaro lo tomaría así. Siente que se estremece y todos sus vagos temores desaparecen. ¿Por qué temblará tanto? No es precisamente temblor, es como si le palpitara todo el cuerpo. —Tienes que perdonarme, Marcela, lo que te dije el día aquel. Y no estar más enfadada conmigo. Marcela siente ganas de llorar, y una extraña blandura que la envuelve. Desearía que el amo, en vez del amo, fuese sólo su marido, tal cual ahora es, y que siguiese pasando así su mano, lenta y ardorosamente por su pelo, y sentir siempre el peso de su cuerpo, tan cerca, que piensa que nada malo puede sucederle. Pero que no la bese, porque está mareada y se le antoja que le falta respiración. Es un momento único; un momento que les une sin ellos darse cuenta; un momento que está a punto, por fin, de fundirles, hombre y mujer, sin separaciones de clase, rencores ni incomprensiones. Álvaro, sin querer, cancela el minuto que no volverá. Ve el gesto de náusea en los labios de ella, y el infinito cansancio que revela su postura. Se pregunta por qué le mira tan fijamente, con sus clarísimos ojos dilatados en la obscuridad, y no adivina cuánto Marcela le necesita hoy, y su obscuro rendimiento a él. Despacio, se aparta de ella. Se pasa la mano por el pelo. Se interroga: «¿Tiene asco de mí? ¡Qué horror, Dios mío!»… Marcela, desde lo hondo de su estupor, adivina el cambio. Ahora está su marido de pie junto al lecho. Como un juez. Cansada, por fin cierra los párpados. Sabe que está mirándola. No le importa. Tiene ganas de llorar; unas terribles ganas de llorar. ¿Por qué se ha levantado? ¿Por qué no le acaricia más el pelo?… Ella se encuentra tan débil. Y luego, el niño… Dentro de su laxitud le gustaría hablar del niño que espera, u oír hablar de él. Álvaro piensa que Marcela se hace la dormida. Susurra: —Marcela, cuando puedas, baja a nuestro cuarto. Ya haré que pongan otra cama. Ella está quieta, quieta sobre la almohada. Oye los pasos que se alejan. Rompe a llorar desgarradoramente. A solas, estrujando la almohada, increpa: —¡Malo!… ¡Malo!… ¡Malo!… XXIV AHORA, cuando Álvaro despierta por la noche, sobresaltado por el lloro infantil, se afianza en su primera sensación de plenitud. Fué lo primero que sintió al saberse padre. Plenitud. Meta alcanzada. Continuidad. ¿Cómo explicarlo? Allí estaba aquel ser peloncillo, lechoso y arrugado, y era su hijo. No sabía por qué, en un principio, al casarse, no había admitido la posibilidad, tan justificada, de tener descendencia. Quizá porque le pareciese demasiado pedir, alcanzar, ya doblada la madurez, aquel fruto de su propia sangre. Pasados los primeros meses, Marcela llevó bien su embarazo. Una o dos veces que él quiso reprenderla cariñosamente, temiendo por ella al verla moverse demasiado, desistió de su empeño ante su mirada terne y lejana. Sin embargo, no era así siempre. En ocasiones, desde el despacho, la atisbaba, sentada junto al pozo, con un cesto rebosante de finos y blancos lienzos, cosiendo, en compañía de Ermitas, prendas muy pequeñas, destinadas al hijo que aguardaba. Generalmente, hablaba Ermitas, observando Álvaro que aquel callar de su mujer era un callar sereno, como henchido de fecundidad. Los dedos hacendosos se detenían; Marcela daba un suspiro hondo y miraba, por encima delos mirtos y los campos, más allá de la ría, hacia el horizonte. Un ligero fruncimiento en la comisura de su boca plasmaba un aire de sonrisa en toda ella; ¡qué hermosa su mujer en la expectación! Le dolía no compartirla con ella, porque también él estaba ansioso, menos tranquilo que Marcela, asediado por repentinos temores. Pensaba que aquello llegaba demasiado tarde, cuando había perdido la inconsciencia de años más mozos. Pero, ¿había tenido alguna vez tal inconsciencia?… No; él nunca fuera joven. Podría serlo ahora, y no lo era. Quizá, cuando el niño naciese… Con su infancia podría él reverdecer sus años. Quizá… Siguió vigilante y enamorado, los largos meses de embarazo, sin sospechar Marcela la atención tierna con que la cuidaba. Atento, por la noche se inclinaba sobre el cercano lecho para escuchar la respiración de ella. Los últimos meses fue más angustiosa, y Marcela daba vueltas y vueltas en la cama, sin hallar postura. —¿Te pasa algo, Marcela? —Nada. Álvaro participaba de aquella grávida vigilia. Se acongojaba por ella. Mandó venir a Joaquín para que reconociese su estado general, y aconsejara quién podría atenderla mejor. Llegó acompañado por Lucía, permaneciendo tres días en el pazo. Marcela se sorprendió a sí misma ante el tono de camaradería que espontáneamente adoptó con los primos de su maridó. Bromeaba, reía con ellos, y mantuvo largas y ensoñadoras conversaciones con Lucía. A Lucía se le llenaron de lágrimas los ojos cuando la vio venir a su encuentro, redonda ya y protuberante la curva del vientre, abultado el seno, andando despacio y cuidadosa, con las piernas separadas. La agonía de su propia esterilidad acuchilló su corazón, y Marcela no supo que las lágrimas con que mojaban sus mejillas no eran de emoción cariñosa, sino de íntima desolación. Nadie, hasta ahora, le hizo palpar su propio vacío de un modo tan tangible. Dorila tenía hijos, pero sabía de ella y de ellos y de su fastuosa vida por las cartas llegadas desde Cuba, y las fotos enviadas a los abuelos. Desde aquellas cartulinas, una Dorila pequeña y dos varoncitos, sonreían, con sonrisa forzada, al objetivo del fotógrafo. A Lucía no le semejaban reales. —Mira, hija, las fotos que manda tu hermana de los niños. Y Lucía, curiosa, buscaba en sí misma una emoción familiar mientras contemplaba aquellos tres niños, montando en bicicleta por un camino lleno de sol, o sentados en una mecedora —apretados para formar un grupo— en el patio de la villa que Dorila tenía en El Vedado. A veces, los padres se retrataban con ellos. Él, en mangas de camisa, gordo y bonachón, con una chaqueta blanca que caía, lacia, como sudorosa, sobre sus costados. Si Dorila estaba en el grupo, él miraba, indefectiblemente, hacia ella, adivinándose el gesto pueril con que ahuecaba el estómago, procurando disimular su voluminoso vientre. Dorila había engordado. A Lucía le costaba reconocer a su alta y cimbreña hermana en aquella señora guapetona, entrada en carnes, con un abanico en las manos, y un aire entre dominante y dormido en el rostro. «Se aplatanó», pensaba. Aquellos cinco seres se le antojaba que no vivían fuera de sus noticias o sus fotos, y al contestar a sus cartas, muchas veces le daba la sensación de que las remitía al vacío. Para Lucía, fue Marcela la primera mujer de su intimidad que le echó en cara, con su fecundidad, la esterilidad propia. En la bondad de su corazón no cupo envidia, y así su cariño hacia Marcela adquirió un nuevo tinte, de respeto y como inferioridad. Esto las igualó. Marcela lo sintió así, sin explicárselo, resultándole fácil tratarla como a una hermana, confiarse con ella. Lucía, mientras la escuchaba ayudábale a preparar las ropas que faltaban, llevándose parte de ellas para coserlas en Cora. De tanto mirar ávidamente hacia el seno de la muchacha, se posesionó de él, sintiendo suya la vida allí encerrada. —Celiña, quiero ser yo la madrina del niño, ¿quieres? Marcela sonrió, dejándose querer. No podía ser otra; siempre lo había pensado así. —Joaquín será el padrino, como si fuésemos sus segundos padres. Pero cuando, extrañada ante la frialdad con que se tratan sus primos, o al observar el mutismo en que Marcela se sume cuando aparece Álvaro, intenta indagar las relaciones de aquel matrimonio, o reprender a Marcela, se estrella ante el hosco silencio de la joven. Así, pues, ¿cómo viven Álvaro y Marcela? Cualquiera que los viese pensaría que no están en la misma habitación, ni bajo el mismo techo, tan distantes parecen uno de otro. A la pura y recta imaginación de Lucía todo se complica. No se hablan casi, o si Álvaro pregunta, contesta su mujer por monosílabos, tajante, y sin embargo… Sabe que admira a Marcela, que Marcela la impone. Aquel remoto misterio qué ella se imaginó en su rostro, cuando rapaza, sigue siendo misterio, ahora que es mujer, en el fondo de sus ojos fríos y quietos. Lucía se siente excitada y atormentada cuando, de noche, en su habitación, en el amplio lecho matrimonial que comparte con su marido en este pazo de La Sagreira, quiere imaginarse la intimidad de Marcela y Álvaro: —Joaquín, ¿tú crees que, cuando están solos, los primos se hablarán? —Mujer, algo han de decirse. —¿Tú crees que se quieren? Joaquín mece en sus brazos el suave y estremecido cuerpo de su mujer. —Álvaro está loco por ella. —¿Sí? ¿En qué lo has notado? Joaquín ríe y la besa. Pero Lucía le aparta, cariñosamente, porque quiere saber más: —¿En qué lo notas, Joaquín? —Está pendiente de ella todo el tiempo. —Pero si casi no la mira… —Sí que la mira. Cuando os levantáis de la mesa la sigue con los ojos, y se queda como dormido mirándola. A veces parece desesperado… —Pero, ¿por qué, Joaquín? —Debe saber que Marcela no le quiere. —¡Eso no es verdad! —protesta Lucía, defendiendo a su amiga. —Bueno, hija; pues yo no quisiera que me quisieses como ella a Álvaro. —Le quiere, Joaquín; pero no le ha perdido el respeto. —Se pone inaguantable. Lucía se acalora: —¿Cómo puedes decir eso? ¡Tan cariñosa como es contigo! —Es cierto. Pero en cuanto ve a su marido se hace la interesante. ¿Qué te pasa, Lucía? Lucía se aparta de su marido, enfadada. No, Marcela no se hace la interesante. Ella no sabe por qué se porta así con Álvaro; pero sabe, sí, de manera cierta, que no es por darse aires. Le consta que Marcela es verdadera y sencilla. Lo podría jurar. Marcela desprecia un poco el cuidado físico con que la rodean. Alza los hombros si adivina el gesto de su marido, previniendo una imaginaria caída. Aunque ha perdido su recio y cadencioso andar, se sabe segura sobre sus fuertes piernas. Le gusta moverse poco. Una gran desgana por todo le invade. Siente una confusa vergüenza de que su hijo sea hijo del amo también; si tropieza con alguna de las sirvientes por los corredores, se hacen a un lado para dejarla pasar, y ella desearía pararse o retroceder, escondiendo su abultado seno a aquellos ojos malignos. Si alguno de los hombres de la finca viene al despacho del señor, el rubor abrasa sus mejillas; baja los ojos, porque a través de la socarrona y disimulada mirada que adivina, seméjale que conocieron los momentos de su intimidad con el amo. Ninguno ha vuelto a hablar con ella desde que se casó. Algunos saludan al pasar, estrictamente, y siempre apartando de ella la vista, como si estuviera tarada. Marcela, a veces, tiene ganas de gritar. Cuando no están delante, en su lenta imaginación se monta contra ellos, y querría tener el valor suficiente para presentarse en la lareira, o marchar, decidida, a los maizales y plantándose frente a todos con su talle fecundo, decir a gritos, jactándose: «Estoy esperando un hijo, ¿oís? Un hijo del amo. Vuestro amo…» Y a través de aquel grito que nunca formula, se venga de tantos desplantes y humillaciones sufridos; suyo será, de su carne, el que un día les mande, y ante quien, un día, curven las espaldas. Desde que se sabe encinta ha perdido su antigua solidaridad con las gentes de la cocina; instintivamente, y ella no se da cuenta, se halla ya junto al amo, ha ascendido un escalón social sin advertirlo. Pide las cosas en vez de servírselas ella misma, y no se recata de fruncir el ceño si algo marcha mal, o el trabajo no le parece bien cumplido. Ley de vida, vigila, sin saberlo, un mayor rendimiento de cuanto al hijo pertenecerá. No lo razona, no habla de ello; pero Álvaro, que la observa, advierte que algo se funde en Marcela; un prejuicio desaparece, se aleja. Ahora, cuando él llama, si tardan en acudir, Marcela contrae las cejas, y si cree que no la escuchan, reprende: —¿No oísteis que el amo llamaba? Álvaro no quiere decir nada que quiebre este cordón humano que les une. Al aproximarse la fecha, Lucía acudió a La Sagreira para permanecer allí hasta que llegase el momento. Fué en el atardecer. Volvía Álvaro de la fraga, tras señalar los árboles para la tala, cuando en el pasillo obscuro se dio de manos a boca con las criadas, en grupo, cuchicheando. —¿Qué hacéis aquí? Presintió el motivo y no esperó respuesta. De su cuarto salía la Rula; Álvaro se alarmó. ¿Qué pintaba en todo aquello la vieja curandera? —¿Qué haces aquí? —Señor —terció Ermitas, asomándose al oírle—, que ya estamos con los dolores. Álvaro se detuvo. Sudaba frío. —¿Avisasteis al médico? ¿Quién está con ella? —La señorita Lucía, la Rula y yo. Como avisar, no le avisamos, porque… Lucía le detuvo en el umbral, firme y cariñosamente. —No entres ahora, Álvaro; déjala tranquila. —Pero, Lucía, quiero saber cómo está. ¿Y el médico? ¿No llegará a tiempo? —Jesús, ¡qué hombres! —Lucía sonríe, cansada, por apaciguarle—. No vendrá el médico por ahora; no lo quiere Marcela. Dice que si viene se tranca en el cuarto… —Pero no se la puede hacer caso. —Dice que ella no necesitó de médico para nacer. Álvaro, anonadado, se sienta en el diván a la entrada de la alcoba. No sabe cuánto tiempo pasa. Estorba. Ermitas, tan respetuosa, menea la cabeza, reprobadora, como aconsejando que se largue de allí. La Rula sale y entra con aires de importancia, y le habla igual que si tuviese diez años: —Non arredrarse, pobriño, non arredrarse. Que ya corona… Lucía, de tarde en tarde, muy de tarde en tarde, pone su cariñosa mano sobre su hombro. —Todo va bien. —¿Y Marcela? ¿Cómo lo lleva? —Muy bien. Ya ves, no se la siente. Él escucha, a través de la puerta, la voz cascada de la Rula: —Grita, muller, grita; que eso ayuda. Pero Marcela no grita. Un gran pavor le invade: el silencio de Marcela. Marcela siempre, siempre silenciosa. El silencio que él amaba en ella, y que a veces le irrita, y que ahora le aterra. Se encuentra rezando; no sabe a quién, ni qué palabras dice, pero sabe que está rezando como si se le escapara la vida. El sudor rezuma de su frente. Condenada, ¿por qué no habrá querido médico? ¡Él estaría tan tranquilo!… Quiso tenerlo como las aldeanas. ¿Y ahora?… Un momento de silencio absoluto, y de pronto, cuando menos lo espera, cuando, obsesionado por el peligro de Marcela ha olvidado que venía un hijo, un vagido primero, y luego, un lloro agudo, rompen aquella tensión insostenible. Esconde la cabeza en sus manos. Oye risas y palabras precipitadas. La voz de Lucía grita, desde dentro: —Un niño, Álvaro. Varón… Álvaro desearía marcharse a la fraga, andar y andar, entre los árboles corpulentos, oliendo a la tierra. No sabe por qué. Se asoma Lucía. Trae algo envuelto en un mantón. —Tu hijo, Álvaro. Lucía tiene los ojos y la voz empapados en lágrimas. Casi diría que tiembla el niño en sus manos. Álvaro mira aquel ser congestionado y tan pequeño, que parpadea sobre sus ojos, aún cegatos. No le besa. Tiene ganas de caminar. —Es hermosísimo, Álvaro; también la Rula lo dice, que no vio otro más hermoso. A Álvaro le parece desmedrado y extraño, pero no dice nada. Cuando entra en la alcoba, el deseo de aspirar aire puro le enloquece de ansia. Marcela descansa en el lecho, tranquila, con aquel frunce en la comisura de la boca que le da un aire de sonrisa. Álvaro se inclina. La besa en la frente. ¿Por qué ha dicho: «Gracias»?… Es lo único que ha salido de sus labios. Ahora está contento de que no haya venido médico alguno, y le complace la decisión de su mujer. Marcela no le mira, ni mira tampoco al niño que Lucía arropa en la cuna. Parece distante, y como regustando algo que le place; Álvaro se aleja, y refugia aquella dolorosa felicidad, aquella extraña sensación de juventud y vigor, en el bosque en sombras. Llueve. Un orvallo menudo va calando su ropa. No le importa. Marcha con la cabeza descubierta, y deja que el agua empape su cuerpo. Se sienta al pie de un árbol corpulento, sobre una pequeña loma de hierba. Las finas gotas de la llovizna se deslizan entre la enramada, caen con un leve ruidito sobre la tierra; es un latido manso, uniforme y vital. Tac, tac, tac… Como si el gran corazón de la Naturaleza palpitase. Álvaro procura recordar todo lo que ha oído o leído sobre la paternidad: «Un hijo es… Un hijo es…» Tac, tac, tac… Se siente vacío, terriblemente vacío, y se extraña. CUARTA PARTE XXV AL ASOMBRADO ESTUPOR de los primeros días, a la renovada sorpresa de cada despertar oyendo el rebullir y el lloriqueo de la criatura, sucedió la costumbre: encajó el hijo dentro del diario vivir. Mentira parecía que en un tiempo no ocupase lugar; ganaron las cosas todas un sentido antes oculto: el trabajo, la casa, los enseres, los campos y el bosque estremeciéronse, y desvelaron parte de su entraña. Álvaro nunca se había dado cuenta, como ahora, de la vida propia que tenían los muebles del pazo; las anchas y altas camas, rematadas por sierpes; los muebles macizos, encerados, de nobles líneas; la gran mesa del comedor que parecía trémula y expectante del nuevo comensal, que aseguraría, a su vez, la continuidad del dueño sentado ante ella, para yantar. Los altos respaldos de las sillas semejaban erguirse, orgullosos: «Yo sostuve la espalda cansada de tu padre cuando volvía de la caza, y sobre mis brazos apoyó los suyos aquella dulce y pálida mujer que fue tu madre. De pequeño, tú brincaste sobre mi recio asiento, y yo me dejé volcar por ti, que a tu servicio estaba. Ahora, vendrá tu hijo…» «Tu abuela, ésa sí que era una señora —le confiaba el amplio lecho—; acogiéndose a mi blandura parió hijos y más hijos, casi sin ayuda. Yo le brindaba los listones de mi cabecera para que se sujetase fuertemente en el esfuerzo. Dormía poco. Se levantaba a medianoche, con un candil, e inspeccionaba la casa al menor ruido. Don Enrique se parece a ella. Tu abuela también gustaba de beber. Reprendíale el señor, y entonces escondía la botella debajo de mi almohada. El marido era flaco, esmirriado, y cuando se acostaba junto a su mujer, desaparecía bajo su brazo. Él era muy pulido y aseado, y tu abuela se burlaba: “No te acerques, que hueles a jabón de olor.” Pero le quería, y se encelaba de él. Y él escribía en unos papeles blancos, dejando mucho espacio por los lados, y se sentaba a mi borde para releer lo escrito, a media voz. A mí me gustaba escucharle; decía cosas muy bonitas que yo no entendía, pero ¡sonaban tan bien! Si sentía venir a su mujer, aprisa ocultaba los papeles bajo la almohada. Yo reía en mi entraña, silenciosa, escondiendo los papeles que iban a juntarse con la botella. Alguna vez, cuando la señora, al verle adormilado, tanteaba con la mano, buscándola, tropezaba con los papeles de él. Por eso supe que llamábanse “versos” lo que escribía. “¡Miguel! — gritaba la señora, sacudiendo al dormido—. ¿No te da vergüenza?”… Restregándose los ojos, asustado, tu abuelo la miraba, y bajaba la vista, como un niño cogido en falta. “Versos… Eso es lo que haces en el despacho, mientras me dices que estás arreglando cuentas. ¡Cuentas voy a arreglarte a ti!”. Indignada, leía los versos, remedándole: “Blonda mociña, / camelia d’ouro…” Poníase roja, roja, que muchas veces creí que reventaba. Le agarraba por los pelos: “Blonda… Blonda. ¿Quién te es blonda, maldito?” “Pero, mujer, es figurado… Mujer, no es nadie.” “¿No es nadie? No es nadie, y le dices…” Desesperada, le zarandeaba: “¿No seré yo la blonda, verdad?”. Que nunca lo fui. Bruna, de moza, y ahora ya, antes de tiempo, cana, que me sacas canas tú, emporca-papeles.» El señor no se defendía, y me pienso, por algo que hablaban las criadas mientras me ponían sábanas blancas de hilo, que alguna razón llevaba la señora al enfadarse. La madre de este abuelo tuyo era roja, como tu mujer, y tenía los hijos rezando. Agarraba muchas estampas, y una imagen de madera tallada de Santa Ana que casi no podía con ella, y cuando venían los dolores, clamaba: «¡Santo Dios! ¡Santo fuerte! ¡Santo mortal!»… Yo sabía cuándo se acercaba la criatura por lo que subía de tono la plegaria. »Yo recibí a tu hijo cuando nació. Fué lo único mullido que le acogió para que no se dañase, y sobre mí vivió su primera hora en el mundo. Algún día el hijo de tu hijo llorará desde mis colchones. »Podría hablarte también, ya que hablo de nacer, de que fui la amiga postrera de todos los tuyos, y no te faltará mi descanso cuando llegue tu hora. Unos y otras, rígidos, quietos, sobre mí se enfriaron. Cuando ya los regazos humanos negábanles acogida, yo les cedía el mío, y velaba aquel postrer dormir. Durante muchos días, luego, no me usaban, y yo seguía con el recuerdo aquél, abatida por el peso que descansaba en mí, que según sucedían las horas iba haciéndose de plomo. Quien más pesó fue tu abuelo; tan flaco como parecía, pero tenía mucho hueso.» De repente supo Álvaro el porqué de conservar las cosas, los muebles en que uno ha vivido. ¡Qué hermoso pensar: moriré y mi hijo ocupará mi sitio a la mesa, y el hijo de mi hijo! Quizá algún día, cuando haya llegado a la perfecta hombría, entienda, como yo hoy, el lenguaje oculto de las cosas inanimadas. Pero, ¿eran realmente inanimadas? Ahora, cuando se quedaba trabajando en el despacho o en el comedor, oía, a ratos —como un saludo, como un gemido, o como una voz que dijera: «Alerta»— el crujido de la madera, esos mil pequeños ruidos de las cómodas y los estantes. Álvaro se sentía misteriosamente acompañado. A veces —y una que le sorprendió Marcela, aterrada, huyó, pensando que chocheaba— hablaba también Álvaro, dirigiéndose a las colmadas estanterías de libros: «Amigos…» Pasaba amorosamente la mano pollos lomos de doradas filigranas, o por las tapas de amarillento pergamino. Allí, a la mesa del despacho, habíase sentado su abuelo, el que hacía versos. Algún atardecer, quizá, secretamente visitado por la moza rubia, «camelia d’ouro». ¡Cuántas cosas callaban, inescrutables! … Y pensó en Marcela. Marcela tenía algo de aquel remoto misterio en su rostro quieto, insondable. Quizá la había amado por ello, porque sin darse cuenta era prolongación de cuantas cosas le rodeaban, siendo su cuerpo como un joven pino, como las lomas que divisaba en lontananza sus pechos, como las uvas antes de madurar sus ojos. De las uvas se hacía el vino, y también embriagaban los ojos de Marcela. El vino que le daba a beber era amargo, al principio, y enfriaba la boca, pero obligaba, una vez gustado, a libar más y más, y al fin la boca ardía. Tenía la voz de Marcela un sonido cálido, grave; así sonaba el viento entre las hojas de los árboles. Cuando contestaba brusca, le recordaba el batir de las olas en días de tronada contra las rocas de la isla de San Vicente. De joven, le gustaba mucho pasar el día en la isla. Si el mar estaba en calma se bañaba, y si no, contemplaba, sentado sobre las viejas ruinas, cómo lamía y mordía, a dentelladas, con sus blancos labios de espuma; la isla se resistía, impávida. Supo que había amado a Marcela antes de que naciera. Volvió a su trabajo. Y volvió con una gran serenidad, con aquella sensación de plenitud y equilibrio que naciera en él con la vida del hijo. Dejaría tras sí la obra aquella, por si él faltaba, que el hijo la leyera, aprendiendo de letra de su padre el amor a su Galicia secular. Quería escribirla toda de su puño y letra, como si se vaciase las venas del alma. Se acercaba a los sesenta años; no los temía, ni le amedrentaban. Entraría en ellos con la noble calma de quien los espera. Debíaselo a Marcela. Recordaba la íntima depresión que le abatiera la vez que se miró al espejo, escrutándose, hacía años ya. Entonces, sin mujer, sin hijo, se desplomó sobre él todo el peso de su esterilidad, de su vida inútil. Ahora, gracias a ella, sabía de aquel avizorar las emociones de otro ser, conocía el significado del verbo «perpetuarse», que, quizá, fuera el más bello que al humano incumbe vivificar. Álvaro, desde la ventana de su despacho, contemplaba el grupo que componían Marcela y Alvariño junto al pozo. Ermitas les acompañaba siempre. Esforzábase en hacer de niñera, medio ciega, vieja, insegura sobre sus pies; pero tomara a ofensa que otra cuidase de la criatura. Ella fue ama del padre, y atendía ahora al hijo con tanto afán que enternecía verla. Tácitamente, sin concertarse entre ellos, Marcela y Álvaro fingieron confiarle el cuidado que ansiaba, pendiente la madre de no dejarla a solas cuando se trataba de subir escaleras o de dormir al crío, porque sabía cuando las fuerzas de Ermitas flaqueaban. Una tarde, después de comer, hallóla adormecida, en pie, bamboleándose, con el niño en brazos. Marcela no gritó. Empavorecida fue acercándose despacio, por temor a despertarla y que con el sobresalto dejase caer a la criatura. —Celiña, Marcelina… —gimió la vieja, avergonzada— que no dormía. Que érame solamente que pesábanme los ojos, y como el sol los daña… —Dormías, Ermitas —reprendía, enojada, la joven madre—. No te fiaré más al crío. Sentíase temerosa de cualquier mal que pudiera sobrevenir al hijo. Ella, que nada poseyó, sabía suyo, agarrado ferozmente a sus entrañas, aquel cachorrillo humano, fuerte y vivaz. Pisaba con más fuerza, tras contemplar el cuerpo desnudo de su hijo cuando le bañaba. ¡Qué rollizas las piernas! Cuadrada la espalda, y bien plantada la cabeza sobre el cuello infantil. Tenía los ojos vivos, del mismo color azul que los del padre. Morena la piel, por el sol del campo, los ojos semejaban más claros aún, como canicas de un cristal celeste. Marcela jugaba con su varoncito, y le mordisqueaba en la carne frutal. Alvariño chillaba a pulmón pleno, alborotando la vieja casa; todo en ella parecía sonreír al escucharle. Las sirvientes, desde la larcira, bromeaban: —Come berra o neno. Ten fortes os pulmós. Y era una risa sana, cariñosa, y ya con matiz de respeto hacia el cachorro del amo. Extraña solidaridad: adoraron al niño desde el día primero; se asomaban a verle en el jardín. —¡Miña xoya! —gritaban, querenciosas. El niño gorjeaba una risa hacia donde venía la voz, y con la risa aquella se ganaba los corazones. Procuraban festejarle cuando no estaba Marcela; por la madre no pasaban. Era como si Marcela hubiese sido solamente un vehículo, poco deseado, para traerles aquel niño tierno y alegre. —Y con tal que no nos le einmeigue —suspiró Dolores. Ducha por la larga experiencia, Ermitas entraba a menudo en la lareira con el niño en brazos. Sentábase junto al lar. Allí venían todos a disputársele, haciéndole fiestas. Alvariño pasaba de una a otra, tirando con fuerza de las greñas que caían sobre los rostros rudos, o dándoles cachaditas en las mejillas. —Ten forza o ladrón. Y si metía la manita por los escotes de las chambras, grandes risotadas le coreaban: —Pronto buscades a teta, churrusqueiro. El niño, como los jilgueros cuando oyen música cantan más y mejor, con aquel regocijo se regocijaba. A veces, perneando, pugnaba por zafarse de algún brazo. Chillaba. Temiendo que Marcela le oyese, Ermitas le mecía. Tenía fuerza el barbián, y se veían y se deseaban para sofocar su llorar agudo. Una vez, Rosalía, no sabiendo cómo acallarle, en la punta de la cuchara de madera dióle a probar el tinto del Ribero. Cayó el líquido al gaznate infantil, que parecía que se atragantase. Dió Alvariño un respingo, y tendió el hociquito con gesto de mamar. Grandes carcajadas aplaudieron la hazaña. —Trae acá, Rosalía —se impuso Ermitas, aunque se le caía la baba—. Que no me estás en ti. —Estoyme… Estoyme. Que una poca de tinto levanta un home… Mal les diera engañar a Marcela. Con su olfato de aldeana husmeó el entuerto. —Este hijo mío huéleme al lar. Acercó más las narices. —¡Diantre! Juraría que cheira a tinto. El crío rebullía, inquieto. —Olerá —confesó, por fin, Ermitas, compungida— porque le entré un momento, que tenía un recado para la Rosalía. —¡Mala centella os coma! —se enfureció Marcela—. No quiero que me lo toquen esas lobas, ni que lo vean. ¡Si ya decía yo! —Jesús, Marceliña, que andas virándote el ánima, y no te son malas, no; te son brutas, fuera el alma, y el que no entiende es como el que no ve. Mejor será que te quieran al hijo que no que te lo espanten… —Espantarían —rió, despreciativa —. Espantarían… —Después, enfurecida—: Sácate de ahí; no te me pongas delante… Sentíase burlada sólo al pensar en su hijo entre los brazos que a ella la rechazaron, o besado por las bocas que propagaron calumnias contra su madre. Aquello era lo suyo, el hijo, su revancha, y no se la cedía a nadie. Como notase que el niño lloraba sin cejar y rebullía sin encontrar acomodo, alarmóse Marcela. Buscando el motivo de su desasosiego, quiso aflojar sus ropas, topando, sorprendida, con un bulto seco. Desvistió a la criatura, y por un momento quedóse sin comprender, con aquella hoja yerta entre los dedos. Notó que encerraba algo. Se le erizaron los cabellos. Con pavorosa calma lo desenvolvió, pero sabía ya lo que guardaba. Apretó los puños. —¡Ermitas! —bramó por fin—. ¡Ermitas! No apareció la vieja a la primera, como acostumbraba, sino que se hizo llamar varias veces. —¡Ermitas! —gritaba Marcela—. ¡Ermitas! Acudió la vieja. —¿Qué manda la señora? — preguntó con cierto retintín. —Esto —contestó la madre, fulgurantes los ojos. Ermitas se santiguó, y púsose a temblar como si la peste les acechara. Marcela, blandiendo en la mano la hoja abierta con aquel huesecillo amarillento, se lo acercó a la cara. —Cuitado —suspiró la vieja. Y la miró implorante. —Son como las bestias, fuera el alma… —El conjuro… Pusiéronle el conjuro a mi hijo contra mí, ¿no es eso? Di, Ermitas. —No te sé, mal pocada. Abrazóse Marcela al hijo medio desnudo, y le balanceaba al compás de su gemido. —¡Ay!… ¡Ay!… ¡Ay! Lloraba con alaridos. Daba miedo verla. Al reclamo de su salvaje llamada acudió el marido: —¿Qué pasa, mujer? ¿Qué pasa? Marcela señaló, en el borde de la mesa, la hoja de caléndula con el diente de lobo. —¿Qué pasa? —preguntaba Álvaro. —El conjuro —bisbiseó Ermitas. Álvaro, de un manotazo, lo hizo rodar. Sonrió. —No te pongas así, Marcela. Es una hoja, una hoja cualquiera solamente. Y el diente es de perro, seguro. ¿Quién trajo esto aquí? —Pusiéronselo al neno en la lareira. Embaucáronme, señor, que no lo vi. Marcela no separaba la vista de la hoja en el suelo. —¿Quién lo puso? —No le sé. Se inclinó sobre su mujer. El pecho se levantaba, agitado; se mordía los labios. —No te pongas así, no puede ser, Marcela. Son unas ignorantes y han querido hacer bien. Marcela le miraba como si no diese crédito a sus oídos. —Quieren al niño, y a su manera han querido prevenirle de mal. —¿De qué mal? —gritó la mujer, poniéndose en pie, blanca de coraje—. ¿De qué mal han de le prevenir?… ¿De su madre? Sólo entonces midió Álvaro el alcance de la ofensa. Puso una mano sobre el hombro de ella. —Mujer… Mujer… No habrá sido esa la intención. Pero Marcela, rechazando bruscamente su apoyo, con sonrisa acerba, le miró de arriba abajo, de abajo arriba. Le dio la espalda. Nunca confesará que Álvaro, con sola su presencia, la ha confortado. Quizá tampoco pensó en ello. Pero así es. Ya está de nuevo en pie, firme y batalladora. Si supiera lo que es remordimiento, sabría que le remuerde la fría, hostil mirada que ha dirigido a su marido, midiéndole. Porque si cupieran medidas del alma, él tendría la talla mayor, y ella lo sabe. Lo sabe con coraje. Pero lo sabe. Y si alguien se lo discutiera, Marcela lo proclamaría a gritos. Así es Marcela. Así vive Marcela, tiranizada entre un sentimiento y otro, una verdad y otra, un querer y no querer. Álvaro es suyo, su hombre, cuerpo de su cuerpo. Esta realidad se le ha adentrado en las venas, y serpentea a lo largo de ellas, y las venas bullen. Ha sucedido desde que tiene, palpitante sobre su seno, al hijo de él. Porque el hijo de Marcela, el hijo que Marcela sufrió, estoica, para no compartir ni con el aire su grito de posesión, el varón que acarreó nueve meses largos, succionándole vida de sus propias entrañas, tiene los ojos de Álvaro. Marcela sabe que Álvaro, de pequeño, tuvo aquellos ojos azules, radiantes, reflejando toda la gloria del cielo o del mar. Recuerda, a retazos, cosas que en un tiempo Ermitas le contara: «Era él pequeño, con unos faldones muy largos… La señora jugaba con el hijo sobre la cama… “Que no se ha de morir, señora. Que ha de vivir y verá al hijo criado”… El pobriño jugaba siempre solo. Por eso se aborreció de jugar y tornóse tan seriecito que nunca niño pareciera. Sentábase sobre los feixes de hierba, con un libro de estampas en la mano, y en invierno, sobre la alfombra del comedor. Allí me estaba horas y horas. “Ermitas, ¿qué es esto?” Y mostrábame estampas con unos señores muy rarísimos, que nunca supe quiénes fueran. «¿Y yo que te sé?» «¿Sabrá papá?» «Sabrá»… El señor explicábalo todo, que no sé cómo hacía, y el señorito, pobriño, creóme que poco le entendía, que el señor platicaba como si el neno fuese home ya. »Puédote decir que lo que estiraba sabíase por los libros que leía. Primero, de santos. Luego, de cuentos. Luego, de estudios; nunca parara de leer. »Un día, muerto ya el señor, fuése a la ciudad y tardó días en volver. Cuando lo hizo, y yo sentí su caballo en el patio de atrás, corrí por verle. ¡Santa Comba sea bendita! ¡Parecíame otro! Tanto le cambiaban los cristales sobre la nariz. Él reía, viendo mí cara. Yo le dije: “Y ya tiene lo que sacó de tanto leer y leer. Mancóle Dios por gastarse los ojos en papeles, cuando tan galanos se los dio para mirar a las mozas.” Él riendo, pero con cara triste, puso el dedo sobre la boca y dijo: «Chist. Chist.» Y yo avergoncéme de atreverme con él, pero tanto tiempo anduvo colgado de mis sayas, que no me hacía a darle trato. «¿Por qué lloras, Ermitas?» «Llórole los ojos, señorito.»… Nunca me parecieron ya los mismos. ¡Si tú supieses cómo brillaban enantes! De neno, como floreciñas del campo, y de rapaz, como si estuvieras mirando para el mar un día de mucho sol. Luego ya era como… ¿cómo explicarte? Parecíame que puso un portiño de cristal que le separaba de mí; como se pone el cielo con el orvallo. »Y ende que puso el portiño dile tratamiento… Piénsome que en esta vida todos los quereres fuertes te llevan algo. Dicen que las mozas el corazón… o el sentido, según la que toque; los libros le llevaron los ojos; dejáronle solamente la vista, porque de aquellos ojos galanos podía enamorarse una garrida moza y pedirle que mirara siempre para ella, y entonces, ¿cómo iba de leerlos?» Marcela sabe, pues, que por esta galería del pazo, mirando hacia los campos, se asomaron unas pupilas transparentes y radiantes como las de su hijo. «Jugaba siempre solo…» Marcela apretaba desesperadamente contra sí el cuerpo menudo, y besaba con furor los sedosos párpados. Creía ver a su marido, de niño, formalito, pasando páginas de cuentos, yendo a su padre —se le imaginaba con barba blanca, como don Enrique— y apuntando con un dedo infantil y curioso las páginas ilustradas. Y luego, el día que volvió de la ciudad, ya mozo, perdido el brillo de su mirar. Ahora, cuando Álvaro se acercaba a ella, en la penumbra de la alcoba, ella, anhelante, aguardaba el momento en que se quitaba las gafas. Podía más que los libros, sí. Los había vencido. Para amarla a ella sobraban los cristales. Nadie ya, sino Marcela, le veía con los ojos desnudos. Álvaro no supo descifrar, en la media luz del alba, aquella mirada fija, fija y devoradora, de Marcela. Marcela vuelve de los pensamientos en que ha estado perdida, tras medir a su marido con la vista. Contempla cómo Álvaro sale de la galería y siente agarrotado el corazón. La maciza silueta de Álvaro se encorva ya un poco hacia delante. La poderosa espalda rinde su tributo a la edad. ¿Qué extraña dignidad rodea a Álvaro, que cuanto más avanza su decadencia física, más crece a los ojos de Marcela? Él siempre fue ancho de huesos, y de miembros sólidos. No era alto; si Marcela usase tacones, como las señoritas, le sacaría un palmo. Sin embargo, da siempre la sensación de erguido. Erguido siempre, incluso ahora que comienza a inclinarse hacia la tierra, que empieza a sentir la llamada de la madre tierra. Álvaro encorva sus espaldas cuando el hijo aprende a enderezar las suyas. «Todos los quereres fuertes te llevan algo.» Marcela, locamente, piensa que ella daría su recia lomba y la de su hijo, por aquella tan noble, que busca y busca, el hoyo que la sumirá. «¿Daría?… Estoy tola. ¿A mí qué me importa?»… Huye de aquella zozobra que la aturde. «¿A mí que me importa? ¿Qué me importa?», se repite a sí misma. La oropéndola canta. «¿A mí qué me importa?»… Canta, canta, pájaro de oro; rima el péndulo de tu canto con el tictac de un corazón, de un corazón loco y rebelde que late tan a descompás que va a perder su sereno pálpito. Pero tú, devuélvele el ritmo perdido: tictac, tictac. Canta, oropéndola… Y cuando cantes, silba. Que tu leve y gracioso silbido, si llega a Marcela, le traerá el eco de una risa burlona y benévola. «¡Te importa!… ¡Te importa!», dirá el silbo del pájaro de oro. Al oírle, una mano infantil se tenderá hacia el hermano pájaro, y una garganta niña imitará el gorjeo, con una nota humana. Luego Alvariño llora. —¿Por qué lloras, di?… Di… Este hijo mío que nada le consuela… No sé por qué me llora… Llora, Marcela, porque quiere el pájaro. XXVI Ten longas e brancas barbas, olios de doce mirar, olios gazos, leonados, verdes com auga do mar. ÁLVARO sonríe; Marcela tiene los ojos de Gafeiros de Mormaltán. ¡Qué ajena ella, que con tanto recelo observa lo que escribe, al pensamiento que hace sonreír a Álvaro! Sonríe, también, porque ha terminado su ruta. ¡Temió tanto no verla acabada!… Y ahora lo está. SE DETIENE, En su obra, Álvaro determina claramente los múltiples caminos que llevaban a Santiago; cuenta todas las leyendas con ellos relacionados, todos los milagros, todas las muertes que acaecieron. Apura cuanta información existe, cuanto romance lo cantó. Toda su vida fue senda por la que anduvo, camino de Santiago. Senda su alma. Y con la pluma recorrió las vías aquellas, pernoctó en sus posadas, escuchó, perdido en las compactas filas de romeros, el cantar de sus juglares al hacer alto en el camino. En las orillas del río Cea, junto a Sahagún, vio los fresnos que, según la leyenda, eran las lanzas florecidas de los caballeros de Carlomagno, caídos allí, y que allí murieron. Adivinó el paso de quienes iban, en nombre de otros, a cumplir un voto o promesa. Él había llegado, por fin, al Monte del Gozo, y había llegado como los peregrinos de los primeros siglos, con una piedra a cuestas. Aquéllos la cogían en Castañeda, para dejarla en Arzúa, donde las almacenaban para erigir la Catedral. Él, durante cerca de sesenta años, había elaborado aquella roca viva que era su libro, trasnochando por él, privándose de esparcimiento por él… «Herru Santiagu, Grot Sanctiagu!, Eultreia, euseseia.» En las noches silentes, muchas veces, contemplando la ría, imaginábase el río Lavacolla, donde los peregrinos se lavaban y preparaban sus ropas para entrar en Compostela. Exaltado, veía lucir las antorchas iluminando a la gente acampada. Sonaban las canciones de gesta entre el tañer de cítaras, tímpanos y flautas. Algunos llorarían su dolor o su pecado; otros rezaban salmos, que se mecían con las hojas en el viento. «Herru Santiagu. ¡Eultreia!» Álvaro sabe que, sentado horas y horas ante su mesa de trabajo, su espalda se ha encorvado más de prisa. No importa… No importa: allí está la obra. Allí está el hijo. ¡Ay, qué flaco es el corazón humano! —lava tus ropas en el río, peregrino—; porque, a veces, Álvaro piensa que todo lo diera por una caricia de Marcela. Suda. El camino es largo; un campo sin estrellas… La risa de Marcela para él, la sensual, obscura risa de Marcela que nunca, nunca le regaló. Él la escuchaba cuando era rapaza, y reía, cabe al pozo. Entonces, volvió la espalda —desnúdate de tus ropas, peregrino— y marchó a Compostela. A seguir la Vía. Ahora le llega también, cuando Marcela piensa que Álvaro no mira. Oye, y se le enciende la sangre. Marcela brinda aquella risa al hijo. Sabe que si él aparece —alguna vez lo intentó— como un romero que tendiera la mano, ella le negaría la limosna. Álvaro no sabe pedir, no ha pedido nunca, y se embaraza con las palabras. Es lento cuando habla, y para requerir de amores a una moza hay que saber hablar fogosa e imperativamente. Eso piensa Álvaro. Por lo demás, tan hecho a la soledad durante toda su vida, le cuesta expansionarse, y Marcela cree que es desvío. Nunca una palabra gozosa, un impulso de novedad o de grito, o de clamar, abriendo los brazos: «¡Dios, qué bueno es vivir!»… Y Marcela cavila que no siempre es bueno vivir. Como las bestias cansinas hace todos los días lo mismo; no le gusta variar de costumbres. Ha abandonado sus largas correrías por el jardín, hasta el campo o la fraga. Marcela, ahora, ciñe sus pasos a los pasos del hijo: a los pasos torpes, inseguros, que el hijo comienza a afirmar sobre la tierra. Entre Erinuas y ella lo llevan bajo la parra. El niño tiene las piernas gordezuelas, rollizas, y coloradas las pantorrillas de niño aldeano. Poco le cuesta mantenerse sobre tan firme base. —¡Pequerrechiño! —suspira Ermitas. Y se suena largamente. Marcela, de pronto, está pesarosa de que el hijo ande. Ya no queda perneando en su regazo, o agarrado firmemente a su hombro, arañándola, como quien se acoda en la proa de un barco que sabe suya; el hijo se le escapa, gatea por el suelo, se apoya en una piedra o en un talud. Ya está; se ha puesto en pie. Marcela tiene ganas de taparse los ojos con las manos para no verle… Aquel palmo de hombre sobre la tierra tiene un hondo significado. Álvaro, en cambio, se anega en una extraña dulzura cuando así le contempla. —¿Qué miras, hijo mío? Risueño, aquel niño gozoso señala con el dedo las hormigas, o la mariposa con alas de arco iris, o pretende agarrar una abeja, libando sobre una flor. —¡Quieto, Alvariño! —grita Marcela, descompuesta—, y con la prenda que está cosiendo sacude al insecto, lo mata. —No la mates, Marcela. Deja a la abeja. —¿Y luego, si le pica? —No le pica si él no la hostiga. Y si le pica, aprenderá a no hacerlo. Indignada, Marcela pretende coger en brazos al crío, que se defiende. Álvaro comprueba, una vez más, que tiene el don de irritar a Marcela. Suspira. Un gran desánimo le invade. Todo su afán se centra ahora en hacer del hijo un hombre robusto, sano de espíritu y de cuerpo. En un principio temió que heredara su misantropía, o el silencio y la esquivez de Marcela. No ha sido así; loado sea Dios. Es alegre y retozón, por todo ríe, con esa risa que suena a gorjeo; palmotea con sus manos sobre el balde del agua, cuando lo dejan al lado del pozo; se cuelga despiadadamente de las orejas del «Chinto». El «Chinto», en su instintiva lealtad, adivina que aquel remedo de hombre es amo también, y se deja atormentar por su pequeño torturador, que lo mismo se le abraza al cuello, que le araña el morro. Álvaro agradece al «Chinto» la expresión resignada con que sufre los juegos del niño, y se enternece al observar el cariño que el can demuestra a la criatura. Antes, nunca se apartaba de su lado; ahora, de pronto, parte, raudo, brincando, con alegres ladridos. Ha visto al niño. «Formalidad, “Chinto”, formalidad. Que ya no te corresponden esas volteretas, propias de un perro pequeño y juguetón.» Pero también «Chinto» se rejuvenece con la vida que empieza. «Hay que vigilar al hijo, “Chinto”». Y el «Chinto», con su finísimo olfato, percibe una materia igual, una sangre igual, un como fluir del cuerpo, ya traspuesta la madurez, del amo, hacia aquella carne rosada y fragante, que encubre tiernos huesecillos. El «Chinto» también quiere a Marcela, mansamente. Él no puede explicar a Álvaro las caricias que, de rapaza, Marcela le hacía a escondidas, y cuantas veces apoyó la cabeza contra su morro, buscando el calor del compañero silencioso y fiel. ¡Ay, si él pudiese hablar! Por eso se acerca a Marcela y posa su hocico sobre el halda de la mujer. La mano ruda y tibia le acaricia. Los ojos del can siguen la mirada de Marcela, perdida en aquel brote de hombre que se empina solo, que se le escapa. Marcela presiente que algún día Alvariño no la necesitará; Marcela sabe que no podrá vivir sin el titubeo incierto de las manitas buscando en su garganta, o de los ojos celestes, riendo cuando la miran. No se parece a ellos el hijo, tan decidido y vivaz; si ve un agujero, mete el pie, y sólo cuando se ha picado varias veces con los tojos aprende que aquel dorado matorral florecido daña. —Seméjase al señor, el neno — observa Ermitas—. Mismamente la cara del su padre. Y Marcela se enorgullece. Sienta al hijo sobre su cabeza como antes sostenía la sella. Alvariño ríe con alborozo, y gusta de que su madre le lleve así. Coronada por aquella humanidad en flor, Marcela entra en la casa, y se hace la remolona ante el pasillo que lleva a la lareira; quiere que la vean, aunque ella no mire. Oye decir: —¡Calcadiño al amo! —Honra a o seu pai… Y una tufarada de soberbia la hace erguirse más y más. Álvaro la abrazaría, la estrecharía hasta incrustarla en él, cuando la ve avanzar con el hiño lanzando cortos grititos de placer. Se bambolean los pechos al compás de su recio andar, y el gesto de los brazos levantados para sujetar fuertemente al hijo la endereza. Aquélla es su mujer, la madre de su hijo: él los abarcaría juntos en un mismo abrazo. Marcela lleva su lozana carga, y todo en ella clama: —Vedle, es mi hijo… El hijo del amo. Se parece a su padre. —¡Más! ¡Más! —grita el niño, jinete de la roja cabeza enhiesta. —¿Cómo vas descalza, Marcela? —Asiéntome mejor. —Se te ponen los pies asquerosos, mujer. Marcela, airada, baja al niño. ¡Qué afán de complicar las cosas! Álvaro piensa que hablar con ella es difícil, cada vez más difícil. Las palabras blandas se estrellan contra Marcela. Quizá fuera mejor tratarla con mano dura; pero él no sirve para esto. Ha oído preciarse a los labriegos de lo mainas que se tornan las mujeres en cuanto las castigan. Se admiró, muchas veces, del trato que daban a sus hembras; ellas sachaban y conducían los bueyes al arado, curvadas de sol a sol sobre la tierra, o requemadas por el lar, y cuando la noche llegaba, pobres fardos humanos, aún tenían voluntad para reír al hombre que volvía, la mayor parte de las veces, de gastarse los cuartos en la taberna. Envejecían antes de tiempo, se agostaban pronto. Recordaba a una vieja que viera en el camino despiojando a una niña. Pablo le había dicho: «¿Ve aquella vieja, señor? Parece talmente abuela de la niña.» «¿No lo es?» «No, que es la madre.» Álvaro la miró de hito en hito, buscando un indicio cualquiera de juventud en la cara arrugada, o en el reseco cuerpo encorvado. —Le fue bien guapa, señor. Íbale de costurera a las casas cuando moza, y daba gusto verla. Pero casó con Roque, el de Lama, que tenía unas leiras, y púsola a trabajarlas, y le vinieron malas cosechas, y tuvo que emplearse a jornal. Y como donde no hay pan, hay penas, pues… lo de siempre: aborrecióse el Roque de su mujer, que con el sol siempre de cara, y el agua sobre el cuerpo, no pareciera la misma que cortejara. Y como plañía porque supo que se enredara con la Manoela, casi la deslomó. Y la pobre túvole que aguantar, que pariera seis hijos de él. Dicen que el Roque pasaba meses sin ir junto de ella, pero cuando se presentaba y se le arrejuntaba, querencioso, la mujer se derretía. ¡Pobre! La mendiga les miraba, suspicaz, adivinando que hablaban de ella. —Quitábala todos los cuartos que metiera en la media, y una vez gastóselos todos en mercar unos pendientes para la Manoela. Álvaro tendió una moneda. La chiquilla acercóse a cogerla y besó la limosna. —Dios vos garde. Pablo se volvió al amo: —Empezó a encanecer y ya no la tomaban para faenas duras, y día llegó que si llamaba a la puerta de un pazo, decíanla que no había trabajo para ella. Echóse a pedir por los caminos. Hasta que un día va y se presenta el Roque, y llorara tanto al verla así, y pidióla perdón con tanto sentimiento, que ella le perdonó. Enteróse por otras que la Manoela lo plantara por un señor de la ciudad, que la tuvo «cuerpiño, onde te pondré». Y enfurecióse la mujer con la Manoela por despreciar al su hombre… Debió darle al Roque lo último que la quedaba, que así que pariera a la hija que el señorito ha socorrido, amaneció reseca y vieja. Que le son el diablo, las mujeres, y gustan de sentir las manos en los cueros. Álvaro aparta el pensamiento. Ese trato está bien para las campesinas y de sus hombres, pero no de él a su mujer. Marcela es como es; cabe rechazarla o aceptarla, pero pretender que cambie su modo de ser, sería como querer torcer el cauce a la ría. Él la acepta, y la quiere. Casi diría que se enorgullece de quererla, contra viento y marea. Pero, si no ha de conseguirla por las buenas, se despreciaría y la despreciaría si respondiese a las malas. Comprende cuánto Marcela significa para él a los pocos días, cuando le llaman de Cora con urgencia porque don Enrique se muere. Marcela no ha querido acompañarle, alegando el pretexto del hijo. —Hombre —protesta Lucía—, pudo traer al ahijado, con lo que yo le quiero. Álvaro, inmediatamente, apoyó a su mujer: —En una casa con un enfermo grave… Cuatro días tarda en morir don Enrique. El viejo león, derrotado, sacude aun sus melenas antes de descansar. Con la voz enronquecida, entrecortada, todavía tiene fuerza para rebelarse: —¡Trueno, no me deis más potingues! —Pero si es sólo leche, Enrique. —Mientes, ¡trueno!; ni que fuera tonto. Y de un manotazo lo vuelca sobre la falda de doña Lucía. Con paciente bondad, doña Lucía lo seca, sin mirarle, porque sabe —le conoce tan bien— que ahora tendrá una mirada de niño pesaroso bajo sus hirsutas cejas. —¿Otra vez caldo? —protesta aún la víspera de su muerte. Quiere hacer bronca la voz y ya no puede. —Es muy bueno; lo hice yo misma. Y no lleva medicina, Enrique. —¡Calditos a mí! —barbota, malhumorado. Cuando vio llegar a Álvaro se encaró con él: —¿Qué? ¿Vienes a verme reventar? Pues te he de hacer volver más veces. Que tengo aún fuerzas para llevaros a todos por delante. Álvaro, apiadado, besa con respeto la mano que se crispa, rebelde, sobre el embozo de las sabanas. Toda una etapa de su vida está acabando allí, con aquel viejo de barbas encrespadas y agudos ojillos penetrantes. Se siente unido a él, rama de un mismo tronco. —¿Y Alvariño? ¿Cómo va el nieto? Don Enrique llama nieto a su hijo, y esto place a Álvaro. —Hecho un hombre. Ya lo traeré otra vez para que le veas. Don Enrique le mira fijo, fijo, y Álvaro se siente incómodo ante aquella mirada. —Ahí tienes a ésos. Podrían aprender de ti, ¡trueno! Señala con la mano a Jorge y a Miguel. Jorge, serio, se acerca a la madre. Miguel se muerde los labios. Tiene los ojos rojos de tanto llorar. Ante el lecho de su padre siente cuánto se le escapa con la vida aquella, y daría cualquier cosa por complacerle; todo el viejo rencor ha desaparecido. Las dos mujeres, como siempre, serenas y tranquilas, entran y salen del cuarto, atendiendo a todo. Cada vez que la silueta de doña Lucía se perfila en la puerta, parece relajarse la tensión. —¿Cuándo os vais a dormir? ¿O es que no pensáis hacerlo? —pregunta, receloso, el enfermo. —Es temprano —responde Jorge—. Más tarde. Tres o cuatro horas después: —¿Pero cuándo os vais a dormir, o es que no pensáis hacerlo? Se turnan. Sólo doña Lucía está siempre allí, sentada al lado de la cama. En la madrugada del día tercero se arrodilla. Don Enrique cierra los párpados. Los abre al rato, y mira de refilón a la mujer arrodillada que mueve los labios. Le tiemblan los suyos. Procura serenarse. Por fin: —¿Qué haces ahí, Lucía?… ¿Qué murmuras? —Rezo, Enrique. —No estoy muriéndome aún; no quiero rezos. Ve a rezar a otro sitio. Ha querido erguirse, presumiendo de fuerzas, pero cae hacia atrás, cedido el espinazo. Doña Lucía ha cogido en el aire la mano que se alzaba con falsa ira, la oprime, la conforta. Y todos contemplan la tragedia de aquella mano varonil, que se rinde, por fin, a la mano más fuerte, más serena, de quien fue compañera de una vida. Aquella mano que se resiste parece un halcón, herido de muerte, que se revolviera en los últimos aletazos antes de descansar. De los ojos, ya vagos, cae un solo lagrimón, tan espeso como una gota de sangre. Los hijos y Álvaro salen del cuarto huyendo de la senda que sigue aquella lágrima por los surcos del rostro. Jorge, lívido, se asoma a la ventana, frente al Sor. Joaquín dice: —Vamos a avisar a don Antonio. Álvaro le ve alejarse, acogiendo con su brazo el cuerpo de Lucía, sacudido de sollozos. Miguel también llora. Desgarradoramente, apoyando la cabeza en la camilla, se deja llevar de aquel dolor que le anonada, que le remuerde, que se le hace intolerable. En el umbral del cuarto del enfermo se asoma doña Lucía. Álvaro queda mudo ante su aspecto; crecida, derecha, con un rictus en la boca de quien se niega al llanto. Álvaro la admira, porque sabe que ha ganado la batalla. Después, el día transcurrió en un ambiente irreal, entre la llegada de don Antonio, la confesión de don Enrique y la imposición de los Sagrados Óleos, que presenciaron la familia y toda la servidumbre. Don Enrique comienza a debilitarse. Todo el tiempo que dura la Santa Unción tiene la mano perdida en la de su esposa, que contesta en voz alta, voz serena, apenas trémula; casi la misma voz con que, ruborosa, en sus años jóvenes, dijera: «Sí. Lo acepto. Sí. Me otorgo.» Ahora, doña Lucía podría repetir las palabras aquellas mantenidas durante toda una vida sin flaquear. Una ternura infinita, vergonzosa y arrepentida, flota en las últimas miradas de don Enrique a la sufrida mujer que fue su esposa. Hasta la madrugada dura la agonía de aquel corpachón que lucha por vivir. Habla ya poco don Enrique, y con gran esfuerzo. Por un retorno a su íntima manera de ser, habla sólo en gallego. —¡Miguel! —llama, una de las veces. El hijo se postra ante su lecho. Don Enrique ve los ojos hinchados de llorar, y tiene todavía una mueca de impaciencia. Doña Lucía pone la mano del hijo en la del padre. —La Saruca… podes casar con ela. Miguel, tontamente, ciego de pena, se defiende: —No. Ya no. No, padre… Don Enrique sacude la cabeza. —Ya lo hará, Enrique, no te apures. Hará lo que tú quieras. —… Espere a que morra eu… Luego… Luego. Miguel se desespera. —Y os nenos… Leva os nenos a casa… Que traballen a nosa terra. Va abombándose la frente, cérea, y las barbas blancas ya no se encrespan; fluviales, descansan sobre el embozo. Los pómulos se marcan, agudos, y se hunden los ojos. Los ojillos pequeños que ahora forman una cavidad grande, azulenca, buscan a Lucía que se acerca, sin lágrimas, e imitando a su madre, se hace fuerte. Un amago de sonrisa dilata la boca descolorida del enfermo: —Bravo, rapaza. ¡Pena que no seas home! Lucía le besa dulcemente, dulcemente. Transcurren horas interminables, lentísimas. No saben cuándo comenzó el jadeo final. Como un coloso herido de muerte, se sacude, agarrándose al aliento que se le escapa. La mano de doña Lucía limpia de sudor la frente. Con los ojos ya idos, engarabitadas las manos, don Enrique susurra su palabra postrera, tan tenue, que sólo ella alcanza a comprenderla: —¡Pombiña! Así la llamaba en los primeros tiempos de su amor. Ahora, en los últimos, ha vuelto a hallar la palabra tierna, que se le adentra en e\ corazón, que duele y cauteriza. Sabe que, pese a todo, ha sido un compañero bueno; sabe que él tenía razón cuando decía: «Te quiero más que a todas. Tú eres otra cosa, ¡trueno!» Ahora lo entiende. Sabe que, junto al cuerpo que se enfría, se enfría también toda su juventud, tantos recuerdos compartidos sólo con él; lo único que no se enfría es el amor, el recatado, sereno amor que la sostuvo siempre a su lado. Y aquella admiración pueril hacia él, porque era fuerte, y grande, y poderoso. «Pombiña», decía también en los primeros años de matrimonio. Y cuando la abrazaba, entre maravillada y medrosa, ella temía oír crujir sus huesos en la férrea tenaza de sus brazos. En la cama, el cuerpo de aquel hombretón, semeja un árbol abatido. Álvaro piensa en los altos eucaliptus que dominan el río; los eucaliptus que tío Enrique amó tanto, y que le sobreviven. Queda con su tía hasta el entierro, aunque tiene una querencia que le desazona por volver a Marcela. Desea también ver a su hijo, y abrazarle apasionadamente. Sabe que está centrado en Marcela; ella y su hijo son ahora la familia, el hogar para él. En aquella casa donde tanto la añoró otras veces, la añora nuevamente ahora, y recrearse en su recuerdo es lo único que le distrae, que engaña al dolor hondo. Se da cuenta que ya no tiene el corazón allí; está procurando imaginarse qué harán en La Sagreira, y le parece como si traicionase al tío Enrique… Pero no; él sabe que, de todos, quizá fuera tío Enrique quien mejor lo entendiera. —¡Adiós, meu amo! No le hubo outro mellor —gritaban las mujeres al paso del féretro, que conducía al cuerpo en busca de la tierra última. El pueblo entero, y varias Parroquias vecinas acudieron al entierro. Llevaron la caja en hombros, hasta el cementerio de El Barquero, los mozos de la finca. Lloraban. También lloraban las mozas y las viejas al avanzar aquella caja enorme, negra como una barca envarada. Parecía a todos mentira no verle a caballo por el camino que tantas veces cabalgó, guiñando los ojos a las mozas, saludando, campechano, a los paisanos, y a veces, huyendo de alguna de aquellas que hoy, vieja ya, le veía marchar con pena y sin rencor. Parecía mentira no ver levantarse bruscamente la tapa de la caja, y erguirse a don Enrique, gritando: «¿Adonde me lleváis, ¡trueno!, que yo hago lo que me da la gana?»… Los curas, por delante, iban rezando sus preces; las mujeres gritaban su llorosa despedida, y hasta los niños seguían a trompicones aquel último paseo del señor. Una perdiz, saltarina, asomándose en lo alto de una loma, quizá divisó la comitiva. Quedóse quieta. De haber podido, don Enrique hubiera gritado, volviéndose hacia ella: «¡Trueno! Esto es el colmo…». XXVII EL a las ánimas afinca en el alma de todos los aldeanos. En la colecta de las Parroquias, aprisa, revuelven aflojando la faltriquera, para depositar la moneda que, a buena hora, de no mediar el temor a lo sobrenatural, soltarían. Pasa el chiquillo, revestido con un alba arrugada sobre la deslucida sotanilla. Descarado y socarrón mueve el platillo, canturreando con acompañamiento del sonido de las monedas: «Pra as ánimas benditas.» Las manos se empujan por llegar antes. Don Antonio ha desistido de pedir para el culto y clero, o para los TERROR pobres de la parroquia, porque entonces continúan impávidos sus feligreses, mirando para el altar, como si, absortos en sus oraciones, no oyeran al monaguillo que les reclama. Por eso, avezado al fin en el conocimiento de aquellos lugareños, don Antonio ha dado la consigna: «Para las ánimas»… Sólo el nombre causa pavor, y se miran unas a otras, deseosas de que el momento pase. Sueltan la moneda aprisa, aprisa, no sea que las ánimas se venguen, y con ellas la Santa Compaña… Ermitas besa la moneda antes de ofrendarla; así apacigua el alma a que va destinada. —Marcela, ¿llevas un patacón? Marcela lo lleva y a su vez lo deposita también. Han bajado a la Parroquia del pueblo, donde se celebra un funeral por don Enrique. Marcela, tapada la cabeza con un pañolón negro, se apresura subiendo las gradas que llevan a ella, sin volver la cara hacia el grupo de gente que en la plaza del mercado curiosean. ¡Dios, si Santa Marta parece tan grande como Lugo! Marcela y Ermitas dejan las abarcas a la puerta, que no es respetuoso entrar así en la casa del Señor, gritando los pasos. Se arrodillan en los bancos del altar lateral de la derecha. Hay mucha gente en el templo; gente del campo y señores de la villa. Marcela mira al sesgo, medio oculta por su pañolón. Va toda de negro, con su limpia bata de percal, tiesa de puro planchada. Negro el pañuelo sobre su cabeza. Entre las señoritas de mantilla destacan los vivos colorines de los pañuelos aldeanos, atados en la nuca. Los más son de color maíz, si la moza es joven, y si no lo es, obscuro, en seda brillante, con flores color de tierra. Algunas han abandonado un momento su puesto en el mercado, y llenan el ámbito de un olor espeso a ganado. Marcela siente la sangre en la cabeza cuando ve avanzar a su marido, enlutado, acompañado de dos o tres señores más. «Débente ser el señor alcalde y el señor juez», musita Ermitas a su oído. Uno es muy joven, y pasa entre la gente haciendo que no mira, pavoneándose. El otro, poco más o menos de la edad de Álvaro, le cede siempre el paso, deferente. El amo sigue siendo el amo allí, entre tantas personas, y a Marcela le extrañaría si le dijesen que 110 es suya la iglesia parroquial. Al ver su serenidad y el aplomo con que se arrodilla el primero de todos, justo detrás de un bulto negro muy grande, que debe tapar una caja, Marcela pierde parte de su temor. Porque desde que ha muerto don Enrique, Marcela vive atemorizada, y duerme poco de noche. Si va al atardecer por los pasillos teme ver salir de cualquier alacena, o del fondo de un armario, la corpulenta silueta del difunto. «Ningún mal le hice», se razona. Pero no puede evitar aquel temblor que la sacude en cuanto la noche alienta su hálito de sombra sobre la casa. Sólo se tranquiliza al escuchar los pasos de su marido, o al verle acostarse, respirando apacible y pausado junto a ella. Cuando entró hoy en la parroquia — cuyas torres tantas veces contemplara desde La Sagreira— se dijo que ya se lo figuraba ella, que algo tenía que suceder con aquel muerto. ¿Le tapaban debajo de aquel paño negro?… ¡Cómo había menguado! Porque don Enrique parecía más alto de pie sobre la tierra. Pero, ¿no dijera el amo que lo enterraran el jueves? ¿Y luego?… —Ermitas, ¿y luego, no enterraron a don Enrique? —Enterraron. Ermitas rió sigilosamente, observando las pupilas engrandecidas, fijas sobre el túmulo. —¿Te piensas que le tienen allá? ¡Tola! Eso te es una figuración. El color vuelve a las mejillas jóvenes. —¿Qué hay debajo? —Nada. Me pienso que haber no te habrá nada. Lo ponen así, como quien dice, para que se sepa que es misa de ánima. Marcela observa a su marido. Dos o tres veces ha vuelto él disimuladamente la cabeza a un sitio y otro. Por si la busca, Marcela se esconde más en su pañolón. Cirios altos, muy altos, más altos que Alvariño, rodean el túmulo. Su vacilante resplandor finge sombras y oquedades en el rostro de Álvaro. Marcela tiene el corazón encogido, y un deseo fuertísimo de acercarse y separarle de un manotazo: —Quiteday… Que puede darle el aire del difunto. Pero no se atreve. Que termine pronto la misa, y los cantos, y la música. Se acuerda del colegio, de la Hermana Josefa, de las monjitas que se levantaban y se sentaban con rumor de largas faldas. Pero ahora no se amodorra; ahora no permanece adormecida entre el tililar de las velas y de los salmos solemnes. Quiere, inconscientemente, proteger al que está allá, más cerca del bulto que es una figuración del difunto, apartarle de aquel ambiente maligno de muerte. «Para las ánimas», canta, gangoso y burlón, el acólito. No: Marcela no necesita que Ermitas la empuje para dejar su patacón; Marcela compraría con cuanto tiene la gratitud del difunto don Enrique. Pero, ¿qué posée Marcela? «La Sagreira es de él; mis cosas mercólas él. El hijo… Un hijo no se vende, ¿verdad que no, ánima bendita?» Marcela bisbisea un fantástico diálogo. ¿Y lo daría a cambio de aquel mal aire que ella teme para su marido? No lo sabe. No lo sabe. Cierra los ojos. —¿Estás mala, Marcela? No; Marcela no está enferma, y aunque lo estuviese aguantaría aquí hasta no poder más, hasta que salga su marido de aquella iglesia a la que nunca jamás piensa volver. Irá luego a pedir perdón a San Miguel bendito en la capilla. Con un cacharro brillante, que recuerda el mortero que tiene Álvaro en el despacho, se acerca ahora don Antonio, con dos acólitos, al túmulo. Sacude dos o tres veces el bastoncito en el aire ¡Amén! También don Antonio se lo figuró, ¿veislo?, y ahora está espantando el espíritu malo. Ve caer unas gotas de agua. A lo mejor aquellas como lágrimas sobre el paño negro dejarán tranquilo a don Enrique. Marcela no quiere confesarse que teme que don Enrique se impaciente, porque ella le conoció, y oyó hablar de él a Lucía, y no tenía trágalas para estar casi una hora quieto, y que le cantaran, y que le soltaran agua encima. No le gustaba el agua, presumía de ello. «Don Antonio debería saberlo», piensa Marcela. Por fin se apiña la gente a la salida. Marcela busca sus abarcas, y cuando agacha un poco el cuerpo para calzarlas, ve ante sí a su marido. La mira quieto, y muy serio. Se acerca. La gente que le rodea se separa un poco: —¿Vuelves a casa, Marcela? —Vuelvo. —¿Saludaste a don Antonio? Marcela aprieta el nudo de su pañuelo. Sin mirar, adivina las risitas ahogadas, y el gesto que quiere ignorarla de las señoras que esperan en el atrio para dar el pésame a Álvaro. —Ven conmigo a saludar a don Antonio. Marcela quisiera que la tierra se abriese. Una mano la lleva, la conduce hasta la sacristía. Al pasar de nuevo cerca del túmulo da un respingo. Álvaro casi ni la mira. Habla con don Antonio y le pide que suba con ellos a La Sagreira. Marcela quiere marcharse. Se inclina para besar la mano del sacerdote posada un momento sobre el pañuelo de algodón. Luego, don Antonio, que todo lo comprende, mira a Álvaro y se cruzan sus miradas. Disgustada la del marido, apaciguadora la del sacerdote. —Voy con ustedes. El pueblo tendrá comentario para muchos días con aquel grupo que se acerca al atrio. El amo de La Sagreira, el señorito Álvaro, a quien siempre, cada uno en su clase, todos han servido, y los padres y abuelos de ellos al padre y abuelo de él, don Antonio, el cura, apagando las críticas con su campechana presencia, y la artesana que casó con el amo. Tanto oyeron hablar de ella, tanto murmuraron todos de su boda, buscándole motivos ocultos o vergonzosos, y ahora ahí la tienen: ésta es la moza aldeana que enamoró al señorito. Las señoras que soñaron con Álvaro para sus hijas, muerden la sonrisa irónica que apunta: «No la querría para criada… Presentarse en zuecas, y con pañuelo a la cabeza. ¿Para qué tendrá el dinero Álvaro?» Los hombres, desvergonzadamente, quieren sopesar lo que disimula la tiesa bata de percal y las medias de lana, porque ningún otro misterio admiten en la unión aquella. Y las mujeres del pueblo, las que como ella son, se apartan: «Está ameigada»… Don Antonio, con el rabillo del ojo, todo lo ve y todo lo comprende. Respeta a Álvaro y su fría cólera. Entra con ellos en el coche, que les volverá a La Sagreira. Marcela, una vez más, irrita a su marido. Humildemente, se zafa de subir. Álvaro la apremia: —Entra, mujer. Y el cura adivina que muerde las palabras. Pero ella sin hablar, sostiene la portezuela, para que pase Álvaro primero. Sólo cuando don Antonio tiende la mano: «Ven aquí, a mi lado, Marcela», y ve los labios blancos de su marido, Marcela se aturulla, y se introduce en el coche. Va rígida, junto a don Antonio, arrebujado el rostro en el pañolón. No ve las miradas malévolas y burlonas, pero don Antonio las adivina y, sonriente, se vuelve a ella y le pregunta por el niño. Álvaro no habla. Le duele tanto la actitud de la gente como el mediar del párroco. Y siente que un poso de ira se amontona en él. Marcela, en el pazo, es de nuevo Marcela, la moza aldeana, recia y arrogante. Pierde aquella servil y azarada humildad de cuando se vio rodeada de señoras, en el atrio de la iglesia. Sin embargo, hoy anda como recelosa, consciente de que algo se le achaca, aunque ignore el qué. Camina cabizbaja, interrogándose en qué obró mal. Sabe que Álvaro está disgustado con ella. Recuerda su propia confusión y azoramiento al verse objeto de pública curiosidad. La miraban. Igual que miraba ella a los gitanos, si llamaban a la puerta de La Sagreira, o cuando de niña miraba a Yago, el viejo de luengas barbas. —Ermitas, ¿qué será de Yago? Ermitas vacila un momento antes de responder, porque también ella andaba perdida en los vericuetos del pensar. —Moriría… No sé. —Pero antes créome recordar que venía muchas veces, y andaba siempre de cuchicheo contigo. —Venía… y conmigo no andaba de nada… Sólo que como le eran largas las barbas y no las mojaba, se le atiesaban junto a la boca, y hablaba más despacio. Ríe Marcela. Ermitas se ha puesto colorada. ¿No creerá Ermitas que ella supone qué…? —¿Enamoróse de ti, Ermitas? —¡Coitado! Tuvo una hija rubia como la flor del tojo. Murióle. Y gustábale venir por acá, por verte crecer. Las pupilas de Marcela se dilatan. Un mohín de asco frunce los labios. —No te es lo que piensas, que era ya viejo cuando la Matuxa te tuvo. Le acordabas a la su rapaza, y luego siempre le hubo o un plato de papas para el pobre, o una cunea con caldo. Un invierno dejó de venir. Pasados los meses, pregunté a uno y otro. No supieron darme razón. Moriría solo, en el monte y se lo comerían las bestias, dispensando. O tan seco y rugoso como te era, confundirían su carroña con algún árbol de esos con nudos. O marcharía a otra Parroquia… —Tan viejo ya. —Tau viejo… ¡No creo que marchase a otra parroquia! ¡Paz a su ánima! Ermitas se santigua, de prisa, y besa el pulgar y el índice cruzados. Marcela no, porque ya no teme. Le parece que han dejado bien enterrado al difunto, y ahora se ríe de su pavor, mientras observaba al amo a la luz de los blandones. Abre las ventanas. Que entre bien el aire, el aliento de la Naturaleza, que reanima, que vivifica, y se lleve lejos aquel ambiente sepulcral, aquella obscura voz que le ha hablado al oído. ¿Por qué temer? El día es fresco y violento: fuertes ramalazos de viento arremolinan las hojas caídas de los árboles, en el jardín. El cielo tiene una nube color de plomo, que descargará pronto: «Vendrá bien el agua para la siembra», piensa Marcela. Con el chiquillo en brazos se asoma a la terraza. Quiere ver, desde allí, la iglesia de los Dominicos. ¡Cuánto miedo pasó! No sabe por qué le semeja la iglesia una presencia quieta y amenazadora. Dirige los ojos a la ría. Comienza el duelo entre ría y viento. El agua se pone del color de la nube, y el aíre puede más que ella. Varón sobre sus lomos, enarca su tersa superficie. —Vámonos dentro, Alvariño, que me temo… Mientras cierra con fuerza las puertas de cristales, escucha ya el silbido hondo del tumbaloureiro, subiendo por la garganta de la ría, que se defiende y jadea, pero que se entregará, opulenta y embravecida, a la arrolladora pasión del cierzo, a sus dos brazos fríos, helados de tormenta. Por los aguillones, en la desembocadura de la ría al mar, se cuela en tromba el encelado viento; sube, garganta arriba, a desposarse con la ría dormida. Se estremece la ría: «¡No! ¡No! ¡No!…» Y el viento pelea con el fragante laurel que la perfuma, el laurel que la ciñe como un requiebro a su hermosura. Puede más el más fuerte, amante de unas horas. Devastador y fiero, la hace suya. Y nadie reconocería el agua, mansa y tranquila, en aquellas olas negras como el odio, que se desparraman sobre las riberas, que sacuden los helechos, que gritan desesperadamente su ultraje. —No podrá marchar mientras dure la tempestad, don Antonio. —Pasará pronto, esperemos. Sentados en el despacho, el párroco y Álvaro contemplan, a través de la ventana cerrada, los estragos del tumbaloureiro. —Aquella lancha, van a tragársela las olas… Parece una hoja abarquillada, abandonada. Loca, salta de una ola a otra, se hunde en el seno que ambas forman. —¡Lástima! —suspira don Antonio —. ¡Lancha perdida! ¡Y tanta falta como hará! —Poca previsión, también, no sacarla a tierra. —Se echa encima tan de pronto, el tumbaloureiro. Cras… Casi con un quejido humano, cae un laurel en tierra. —Abatido. Álvaro siente un sabor amargo en la saliva. Si no estuviera don Antonio, abriría la ventana, para embriagarse con el ventarrón sobre su rostro, despojándole de blanduras el cuerpo. Así, a través de los cristales, aquel espectáculo grandioso y salvaje excita sus nervios. Durante tres horas gime el viento. Cerradas fuertemente todas las fallebas, recogidos los animales en el establo, se oye entre el ulular del vendaval, los relinchos nerviosos, los querenciosos mugidos de las bestias. Marcela ha encendido una vela ante la imagen del Apóstol, sobre la repisa de la chimenea: «Guarda pan, guarda trigo, guarda gente de peligro», murmura, medrosa. El niño corretea por el comedor, juega con el Chinto, sopla en la oreja del perro, y apretando los labios, hace: «Uh… Uh…», imitando al ruido del vendaval. A Marcela, en este momento, le ataca los nervios: «Salte de ahí, cativo»… Don Antonio y Álvaro, en el despacho, beben sendos vasos de tinto. Don Antonio piensa que debe decir algo a Álvaro: no hay que hacer a Marcela responsable, Marcela no tiene culpa…; pero el tono de voz distante y enervado del marido, impide toda confidencia. Suspira: «Cada oveja con su pareja»… Ya está palpando los resultados. Y no es culpa de la moza: lo que era es. Pero que no es lo mismo tenerla para el yantar y el yacer, que llevarla a su lado por el mundo, por ese sector del mundo que a él le corresponde y a ella no. De seguro, que ella no hizo a intento el calzarse las zuecas y presentarse de pañolón y medias de lana: creyó que eso era lo mejor, o quizá ni lo pensó siquiera. Y si así lo creyó, creyera bien. Que él ha visto a muchas de estas artesanas queriéndoselas dar de señoritas, y causaba risa. Mira a Álvaro, dubitativamente. Está vuelto hacia la ventana, con el cuerpo derrumbado sobre el butacón. Ya han perdido sus ojos el brillo juvenil, y apunta la ancianidad en sus gestos más lentos, inseguros, en la manera de hablar, en la forma misma como descansa en su asiento, con el vientre vencido. Bien, ¡cómo anda el mundo! ¿Qué puede reprochar a Marcela? Con ojos de hombre, piensa que la rapaza dio cuanto le pidieron, trajo un hijo, y allí está, pasiva y silenciosa, quemando sus años jóvenes, sin ambiciones ni exigencias. A don Antonio le enterneció su gesto humilde, porque sabe que Marcela no lo es. Dios, ¡con lo fácil que sería con buena voluntad!… «Cada oveja con su pareja», se repite de nuevo. Está deseoso de que cese la tormenta para marcharse, porque el ambiente, hoy, en La Sagreira, no se presta a invitados. Álvaro sabe que don Antonio piensa en ellos: lo lee en su desconcertado semblante, y en sus meneos de cabeza. Con lo que aborrece que se ocupen de él, y ahora, por culpa de Marcela… Desde que la vio venir en la iglesia, vestida como la más humilde de sus criadas, algo hierve en él, amenazador, algo se fragua, que si no lo desahoga, le asfixiará. Y don Antonio allí… Y el viento, dale y dale, obsesivo, con su lúgubre, penetrante lamento. Álvaro aprieta sus manos sobre sus rodillas, para que no vea el cura que los nudillos se le han puesto blancos. Marcela tiene otra ropa. A Marcela, cuando se casó, le compró Lucía otra ropa, sin pretensiones, pero decorosa y sencilla. Marcela, hoy, ¡desde hace tiempo ya!, ha querido humillarle. Se aferra a esta idea, que alimenta su encono. No puede más. Desde que se ha casado, ha sido el penitente de un amor. Con delicadeza y temor al principio, aguantando sus brusquedades, después. Siempre, siempre, disculpándola: «No tiene culpa». Pero, sí, sí, la tiene. La vida es imposible con esa tirantez, éstas reservas, este medir las palabras pronunciadas, o retener la caricia que quema. —Parece que amaina, podré marcharme ya. Álvaro no retiene al sacerdote. Quiere estar solo. Y beber. Por vez primera quiere beber, beber, beber…En la solana, don Antonio se vuelve. Parece que va a decir algo. No, por Dios. ¡Consejos, no! —Hasta mañana, don Antonio. ¿Vendrá usted a decir la misa en la capilla? La palabra buena se hace aire. —Vendré —contesta el sacerdote, cubriéndose con la teja. Baja aprisa las escalerillas para guarecerse del chaparrón dentro del coche. Porque el viento se ha resuelto en lluvia; agua furiosa, restallante y dura. Álvaro se refugia en su despacho. No se oye en la casa ruido alguno, ni siquiera el corretear del niño. Solamente, al pasar ante la puerta del comedor, el crepitar del fuego en la chimenea. Álvaro quiere leer, pero no retiene lo leído; siente la cabeza hueca. En las páginas, indecisa, flota la imagen de una moza, anudado el pañuelo, sofocada de vergüenza, haciendo ruido con las zuecas al caminar. ¡Su mujer! Álvaro ríe con los labios blancos, y tritura las páginas entre sus dedos. Y aquellas risitas… Parece que trabaja en dañarse a sí misma Marcela, en ponerse en evidencia. El recuerdo de las miradas falsamente compasivas le encocora. «Habrán pensado que… La barragana del amo…» Escupe la palabra, cruelmente se regodea en ella: «La barragana… Como el tío Enrique.» Ríe y bebe. Tiene un calor horrible. Después de la tormenta siempre pasa. Según va cesando la lluvia, parece que la tierra echa humo. Y él hoy se ahoga. Se afloja la corbata, abre un botón del cuello de la camisa. «La madre de mi hijo… Aquélla era la madre de mi hijo… Y algún día se lo echarán en cara… Pero esto se acabó. Se acabó.» Él conoce la maldad de la gente. Olvidarán que es el hijo del señor; por dañarle dirán: «Es el hijo de la Marcela, el nieto de nadie»… «Tantos aires como se da, y su madre andaba de pañuelo a la cabeza»… ¿Qué culpa tiene el niño? Nadie tiene la culpa; o sí: él por casarse con ella, y ella, ella… —¿Qué haces ahí, Alvariño? Entra. No le ha oído llegar, y allí le tiene, reidor, atisbándole entre las junturas de la puerta. Álvaro siente que la cabeza le arde, y en presencia del hijo, como si sus ojos se humedecieran. Se compadece de ambos. —Ven, hijo. Quiere levantarse, pero le pesa el cuerpo, y le mira acercarse, jugueteando a esconderse tras las sillas. —Ven, hijo. ¡Qué descuido! El chiquillo viene descalzo, desnudas y enfangadas las piernas, casi amoratadas de frío. ¿Dónde se ha metido para ponerse así? ¿No habrá salido al jardín con este tiempo? —Alvariño, ven acá —ordena la madre desde el umbral. —¿Dónde ha estado el niño? —… —Contesta, ¿o es que no me oyes? —vuelve a preguntar, ya descompuesto, Álvaro— ¿dónde estuvo el niño para ponerse así? Marcela no se atreve a hablar hoy a su marido. Porque casi, casi le cuesta reconocerle. Aflojado el cuello, sudorosa la frente, y aquellos ojos que se le clavan como si quisieran traspasarla. —Contesta —vocifera Álvaro, intentando levantarse. Se apoya sobre el borde de la mesa. La cabeza se le va. La figura de Marcela se le desenfoca. —Escapóse al jardín. —Escapóse… Escapóse… ¿Ni para cuidarle sirves? ¿Qué haces en todo el día? Se desata el temporal humano. Nada ni nadie podrá retener la avalancha que se acerca, que les arrollará. —No le vi salir. —Descalzo. Como si fuera el hijo de un gañán. ¿Por qué no lo mandaste así a la Parroquia también? Para que le vieran, mujer, junto contigo… —Descalzóse sin verle yo. Marcela ya no tiembla, ni quiere estar callada. A ella no la grita nadie. Y menos delante del crío, que se agarra a sus sayas, gimoteando. —Y no veo en qué le dañaría ser hijo de un gañán. La voz de su casta trabajadora surge. —Cállate, desgraciada. No sabes lo que dices. Mi hijo se criará como lo que es, ¿comprendes? Y puesto que tú no sirves para ello, buscaré quien lo haga. Allí está la hembra, más fiera que la ría, más brava que la tormenta. Han querido desgajarla de su tronco. —Dou non le dera… Mal naciera quien me lo toque. Soile capaz de plantarle la forca en las tripas. —Grosera… Bruta…, que hablas peor que la peor hablada. —Hablo. ¿Con quién casó? ¿O no lo sabía? A casarse la Marcela, la hija de la Matuxa, y a lamerme las manos. Y a callar. Ahora canséme de callar, y hablo. —Si no te cierro la boca yo. —Cierre… cierre —jaqueaba desmelenada, excitándole—. Pero no me hará del hijo un marica, ni un comepapeles como su padre, que es para lo único que sirve. —Rió, implacable, despreciativa—. Que le es mío también, el hijo, que yo lo parí, ¿o no lo recuerda?, mientras el padre le estaba fuera, sin decir, ni hacer. Y si quita los zapatos, de su madre le viene. Que también yo los quitaba, y corría así, y nadie se amontonara tanto. —Sierpe… Víbora… Así me agradeces… Así me pagas… Sacudíala por un brazo. —¿Pagarle qué? ¿No cobró el pago ya?… La risa de ella le calentaba la sangre. Se la echaba al rostro, insultante, mordiente. Apartándose de ella, Álvaro apretó las manos contra los ojos que le escocían. —¿Pagarle?… —se revuelve, enfurecida Marcela—. ¿Pagarle?… Y luego, como amontonando todas sus fuerzas, como descargándolas en una sola palabra, le escupe al rostro: —¡Viejo!… XXVIII MARCELA no puede dormir. Por mucho que lo intente. Da vueltas y vueltas en la cama. «No hallo postura», piensa, pretendiendo engañarse. No es cuestión de postura. Marcela tiene un peso enorme sobre el pecho, un peso casi físico, que la abruma, cual si hubieran volcado sobre él todas las piedras del pozo. «¿Dónde estará?», se pregunta en su interior, inquieta. «¿Dónde estará?» Al estupor de las primeras horas de la noche en el lecho, pendiente de sus pasos en el corredor, y sin oírlos, escuchando cómo el reloj, gravemente, regurgitante, la guiaba por el laberinto de aquel tiempo en sombra, concretándoselo, ha sucedido una inquietud que la carcome, que le roe el pensar: «Alárgase la noche más que nunca»… No es la noche, Marcela, la que se alarga; es tu impaciencia, tu ansia y aquel llanto del corazón, que, por íntimo pudor, estás reteniendo. «No me estás bien de la cabeza. Tratar al amo como le tratas, tan bueno como te es.» «¡Vete a merda!», vociferó Marcela, fuera de quicio, y pretendiendo acallar con sus gritos el temblor que sube por su garganta, humano vendaval que teme ver deshacerse en llanto. Pero Ermitas, encogiéndose más entre los pliegues de su mantón, sin protestar, se aparta. Desde el pasillo había oído las voces airadas y bruscas: irreconocible, la del amo, y desgarrada la de Marcela. Llega a tiempo de oír el insulto, casi vomitado por Marcela: «¡Viejo!»… Sintió tanto frío en pies y manos como cuando el médico decía de algún enfermo: «Ya no hay nada que hacer». Vió al amo pararse, tal cual si le hubiesen clavado un cuchillo de monte en el costillar, y luego hizo un extraño gargoteo, sacudiendo la cabeza como un epiléptico, y se llevó otra vez las manos a los ojos, semejando que quisiera privarse de ver. Antes de que a Ermitas se le calentaran pies y manos y el vaivén interno cesara, pasó junto a ella, casi jadeando, casi echando espuma por la boca, y al extender Ermitas instintivamente los brazos, de un manotazo la apartó. Marcela seguía junto a la mesa del despacho, roja, desgreñada, subiéndole y bajándole el pecho que parecía imposible llevara tanta prisa sin romperse, y el crío había optado por sentarse en el suelo, aún agarrado a las sayas maternales, y gritando como si lo sangraran. En aquel estupor que la invadía, Ermitas oyó los pasos del amo hacia la solana, y la voz destemplada: —¡Daniel, el «Gallardo»! —¿Con este tiempo va a salir el señor? —¡El «Gallardo»! —Caerá la brétema antes de una hora. Lleve cuidado. Los cascos del caballo sobre los cantos mojados suenan menos que otras veces. Oyen el chirriar del portón al abrirse y cerrarle tras él. Marcela da un suspiro, como si vaciara de aire el pecho; aplacada su furia, igual que si tuviera mucho calor, y la soltaran un cubo de agua helada. Despejada aquella nube sanguinolenta que la encendía la vista. «No me estás bien de la cabeza. Tratar al amo como le tratas, tan bueno como te es», murmura, aterrada, Ermitas, cuando pasa Marcela junto a ella. Marcela sale sin mirar al niño. Y hasta que se hace de noche anda por toda la casa, inventándose quehaceres, para engañar al tiempo, para ensordecerse y no oír al pensamiento suyo. Ahora, en la cama, el tiempo pasa despacio y amenazador. Cuantas más campanadas da el reloj, mayor la amenaza. —Si lo sabía yo; si no fue culpa mía. Ende que le dio la vela del difunto en la cara… No puede llorar, porque se lo impide el esfuerzo que hace, tensa, por no perder un ruido, aunque sea lejano, en el sendero. Le parece mentira haber gritado al amo, haberse descarado así. Él tenía gana de armarla hoy, se le veía claro. La llevó de brazo hasta la sacristía. Su mano, que apretaba crispada el codo de ella, la condujo por entre toda aquella gente que la miraban y se reían. De fijo, fue eso lo que le enfadó. ¿Por qué no estuvo callada? Por una vez que alzaba la voz, ¡pobriño! Cuanto mayor es el silencio y más pasan las horas, implacables, más se ablanda Marcela. ¡Llamarle viejo! ¡Pero si no lo es! Todo lo más se encorva ahora algo, y el cabello tiénele blanco ya, pero le caneó de siempre, que ella no le recuerda sino así. Tiene, en cambio, ojos de niño, o quizá se lo parezca, porque los de Alvariño son de un color igual. Verdad es que se pasa tiempo y tiempo leyendo o apuntando cosas en sus cuadernos, pero también es cierto que a obscuras, en su alcoba, sus manos y su aliento son dulces y confortantes. Y un hijo le dio, luego no es viejo, se razona, ingenuamente, Marcela. ¡Pobre! Desde su embarazo duerme en una cama estrecha, supletoria, que puso cabe a la suya, por no molestarla. Ni uno ni otro se atrevieron a prescindir de ella, pasado el trance. Marcela se vuelve hacia el lecho de él, y de saberlo vacío un inmenso desamparo la estremece. Mañana hará ella el cuarto, y cuando no esté delante pedirá a Ermitas que le ayude a subir la yacija al desván. Así comprenderá que está arrepentida de lo de esta tarde. Pero, ¿volverá Álvaro? Oyó contar tantas veces de hombres que se cansaban de sus mujeres, y marchaban y nunca más sabíase de ellos. Rosalía, sin ir más lejos, allí estaba, vieja ya, y sin su hombre, emigrado a la Argentina, y eso que Ermitas dijo que había sido una moza de empuje, y ella alcanzaba aún a recordarla bien plantada y frescachona. ¿Volvería? El reloj dio las tres… Volvería, porque suyo era aquello, el reloj, la casa, el hijo, los sirvientes. Humildemente discurrió Marcela que, aunque no fuera por ella, Álvaro volvería. Cuando lo hiciera, no estaría la cama estrecha allí… Sonrió tímidamente a una presencia invisible y tranquilizada con tal seguridad, cerró los ojos. Parecíale que no llevaba ni un cuarto de hora dormida, cuando un extraño alerta la despertó. Se incorporó en el lecho. Era insufrible: no podía resistirlo; algo la apretaba tanto en los ijares que respiraba alocadamente, con temor a perder el aliento. Un silencio abrumador la rodeaba. Pese a él, supo de manera cierta que algo estaba sucediendo, cerniéndose sobre ella, espantoso, inaferrable. Impotente… Impotente… Nada podía hacer por impedirlo. Ignoraba cuál era el golpe y de dónde venía. «De Álvaro», pensó. Y por primera vez le llamó por su nombre. Aprisa, como si hubiese oído una llamada, remota y débil, como si hubiere llegado hasta su oído el estertor de un alma en pena, se tiró de la cama, y a tientas fue a encender la luz. Los hechos se precipitaron. Rompióse la congoja, y le pareció que mil estrellitas bailaban ante sus ojos. No era delirio, no, de su mente enfebrecida; no era engaño de sus oídos. Ahora llegaban voces desde el camino, palabras precipitadas que no le alcanzaban, como sierpes que le acecharan antes de morderla. No chirrió el portón, y, sin embargo, habían entrado. ¿Quiénes? No sabía, pero eran muchos los pasos. Con las manos apretadas sobre el pecho para que no se le escapara el palpitar, aguzó los sentidos. ¿Cómo no había chirriado el portón? … ¿Quién lo abriera antes? Ladró el «Chinto». Más que ladrar, aulló, lloró, como lloran los perros, lastimeramente. Marcela se taponó los oídos: «Estoyme muriendo.» Cogiendo un abrigo posado sobre la silla —sin darse cuenta de que es un abrigo de él— se lo echó sobre el camisón. Tiritando de horror, lo mismo que si una mano maléfica la forzara guiándola hacia una catástrofe presentida, Marcela avanza por el corredor, mientras el grupo sube hablando quedo, en tono de oración, las escalerillas de la solana. Arrastran los pasos. ¿Qué sucede? ¿Por qué suben como si arrastraran carga? El «¡ay!», enloquecido, de Marcela, se estrella contra los que ascienden despacio, mirando con cuidado dónde ponen los pies, atentos al del fardo humano que sostienen. Se estrella el «¡ay!», y se paran todos. Luego salvan los dos escalones que les separan del patinillo de la solana, deteniéndose allí. La miran ahora, joven sombra aterrada, que a ellos, justicieros, se les antoja fuerza ciega del mal, roja como el instinto, como el pecado que la trajo al mundo. La miran, y no con temor, ni servilmente, sino con desprecio, con; asco, y apartan la cabeza. Divídese el grupo, en que los de delante protegen a los otros, tanteando el camino. Y Marcela tiene que adivinar que aquél que traen, amparándole, es su marido, Álvaro, el señor de la Sagreira; enfangado, él que reprochara al hijo el enfangarse, bamboleante el cuerpo, sujeto por debajo de los brazos que rodean el cuello del Juan y de Daniel. La cabeza va de un lado a otro: —Muerto… Muerto —bisbisea Marcela, sin salir de su doloroso estupor. Comienza a acudir el personal de la casa, apresuradamente, a medio vestir, desabrochadas las chambras que mal cubren marchitas desnudeces, al aire el torso de los mozos que sólo tuvieron tiempo a ponerse el calzón. Los ojos del Juan, brillantes de escarnio, devoran el rostro de Marcela. Los demás, rígidos, son jueces que la observan. «¿Por qué míranme así? ¿Por qué?», se desespera Marcela. No sabe a quién volverse. Ermitas… Pero Ermitas se ha derrumbado a los pies del amo, y llora igual que el «Chinto», con un llanto animal tan terrible, que un escalofrío recorre a todos. —Non está morto, muller —musita Daniel, empujándola suavemente con el pie. La primera palabra buena, de alivio, no ha sido para ella. Marcela se estremece: «Non está morto.» ¡Pronto! ¡Pronto! Que lo lleven a la cama; que venga el médico; que el mundo entero se remueva para cuidar al amo. Habla: —Al cuarto. Portadlo al cuarto. La miran, como si fuese increíble que ella pudiese hablar; todos los ojos la reprochan que no esté callada, hundida la cabeza en el barro, escondiendo su vergüenza. Se reanuda la lenta procesión que avanza; masa parda de trajes campesinos llenando el pasillo, camino de la alcoba. Marcela se hace a un lado para que pase el grupo; al cruzar ante ella el Juan la mide, desvergonzadamente, con la vista. Tuerce la boca belfa, desdentada, y por una comisura, abyecto, le lanza la palabra: —¡Perra! Marcela, que siente en las carnes el afán de sufrir por redimirse del dolor, acepta la palabra que la castiga. Mendiga de su pena, desea arrastrarse de rodillas, ofrecer el rostro joven y demudado para que lo pisoteen. Sin poder llorar, sólo con aquel ¡ay! en que cuajó su angustia, contempla, hasta que parecen salírsele los ojos de su órbita, el cuerpo que acarrean los sirvientes, desarticulado, arrastrando los pies sin movimiento, con ruido uniforme, cual si movieran de un sitio a otro un objeto pesado, empujándole. La cabeza le cae sobre el pecho, y no ha podido verle bien la cara. Los pantalones vienen sucios de barro hasta media pierna. Marcela puede palpar el respeto de todos hacia el amo, ahora que él no ve, ahora que él no escucha. Lloran las mujeres a gritos, ensalzándole: —Tan bueno como le es, a él fue a tocarle. —Sempre a os mellores. —¡Quebróse as pernas! —¡San Andresiño bendito! A Marcela se le antoja que el silencio abrumador sigue aplastando al pazo. Sin embargo, entre el aullar de los perros, contagiados del «Chinto», el gritar de las mujeres y el ir y venir de los hombres, la casa toda es un sollozo desgarrador, casi una blasfemia. Oye el ruido del motor del coche, que marcha con Dolores en busca del médico. —Ve a Cora, a por el señorito Joaquín. Explica… Los ojos la huyen. Daniel, extrañamente amo de la situación, refuerza la orden: —Ve a Cora. Dentro del cuarto, alrededor de la cama en que ella durmió, deshechas y revueltas aún las ropas, plañen las mujeres. Marcela quisiera esconderse de los ojos del Juan, mirando alternativamente a ella y a la cama intocada, pequeña. Mueve los hombros como si los sacudiera la risa, pero la boca desdentada no ríe. —Afuera as mulleres, que aquí sobran. Marcela se rebela. Salen todas, y permanece allí, junto al armario, sin despegar la vista del cuerpo que desnudan con cuidado. Un quejido suave, inconsciente, se le escapa a Álvaro. Se queja… Se queja… Marcela se pondría de rodillas. Vuelve en sí el amo, pero vuelve conservando una extraña vaguedad en su mirada. —¿Non ten outros cristales? — pregunta Daniel, casi sin mirarla, volviéndose hacia ella. Marcela, contenta de ser útil, busca en la mesilla y se los tiende. Ahora con las gafas, recobra su marido algo de su habitual aspecto. —Quebrólas en la caída —explica Daniel a los demás— o perdiólas. Cuando llegamos junto a él no las tenía. Marcela pregunta débilmente: —¿Cómo fue? Nadie la contesta. Cuatro horas largas transcurren sin que ella sepa lo sucedido. Fué apuntando el día, verdoso y blanquecino, y por la ventana abierta se coló en la casa. Embotado el movimiento, Marcela, acurrucada junto al armario, no se movió para apagar la luz, que perdió su fuerza, y se torno fúnebre, como el pabilo de una vela ovalada al confundirse con la claridad mañanera. Precisóse en la lejanía la mole inmensa de la Capelada, al fondo, y el molino sobre el castro a la derecha, y la torre de la iglesia. Todo fue al principio, para las miradas somnolientas y enervadas por la espera, sombras imprecisas, siluetadas poco a poco por una línea espesa, neblinosa. Y la luz fue quitándole el velo a la noche y despojó de umbría los contornos. En el cuarto de Álvaro se asomaban las gentes a la puerta, sin atreverse a entrar desde que el amo ha vuelto en sí, y se queja débilmente. Toda la labor marcha retrasada; los desayunos no se han servido. —Non teño a cabeciña pra eso. Coller un bocado, e a leite a quen lle guste queimada que a tome, que olvidóseme que estaba al fuego. Hablaban bisbiseando, aguzando el oído hacia el portón, pendientes del rodar del coche en la corredoira. —Tarda el doctor. —Muller, hora y media pra alá, tárdanse bien a Cora, hora y media pra acá… Pensa que le hubo de despertar, de seguro. —Fueron con el alba. —Fueron. Serían las cinco — precisa Daniel— cuando le trujimos, pero mientras le portamos al lecho y bajara un vecino a caballo para avisar a Andrés pasaría bien una hora de más. —Pasaría. Muere la conversación. Se miran unos a otros, con los rostros lívidos por el madrugón y el susto. Marcela no se mueve de su sitio junto al armario. Está deseosa de servir para algo, pero teme que Álvaro la vea y la eche del cuarto, tan enfadado como marchó. ¿Se tiraría a intento del caballo? Marcela se escalofría. Vuélvese, lastimera, hacia Ermitas. Pero Ermitas no la ha mirado ni una vez siquiera; finge ignorarla o quizá la ignora; fija su vista, casi sin pestañear en el cuerpo derrumbado del señorito Álvaro. Ermitas ya no llora, no le sobra tiempo para llorar ni compadecer a nadie, pendiente del menor gesto, del más mínimo movimiento de su amo. Álvaro gime débilmente, inconscientemente. De cuando en cuando entreabre los ojos y los pasea por la habitación. Ermitas se inclina: —¿Máncale algo? Su viejo corazón gotea por dentro, porque los ojos que ella conoce tan bien —los vio abrirse a la vida— miran ahora con aquella misma inseguridad de los primeros días suyos sobre la tierra. «Inda no ve, man que te mire», pensaba entonces Ermitas, enterneciéndose ante la criatura indefensa. «Inda no ve, man que te mire», suspira ahora. Quisiera coger del brazo a Marcela y obligarla a mirar hacia los desvaídos ojos que no ven, y machacarle las palabras en la cabeza: «¿Veislo? Por tu culpa, Marcela.» Una sorda batalla la ha desgarrado cuando entró, una vez el amo en cama, viéndose dividida entre su rencor y su cólera, y una avergonzada piedad por Marcela al observar las miradas de desprecio y el aislamiento en que la dejaron. Al fin y al cabo, «le es el padre de su hijo». Pero entre su ternura sofocada por Marcela, y su vieja lealtad al amo, puede ésta sobre aquélla. «No me lastima el verla faltada por todos. No me lastima», se repite. Y mira, y mira al amo por no compadecer a la joven, hecha un ovillo, quieta, pavorosa, encogida en aquel rincón. No quiere verla. No la ve. Ella también ha sido insultada. También lleva, candente, una palabra que le ha cruzado el rostro. El«¡Perra!» del Juan llegó hasta Ermitas, malhiriéndola. «Hásmelo de pagar», se promete. Así pasan las horas; cuatro horas mortales, que tienen la ciega y bárbara fuerza de una avalancha que les separase. Ahora están las dos en riberas distintas, aunque mirándose en una misma corriente. Las dos quisieran gritarse, desde su ribera, verdades que se lleva el viento: «¿Cómo me eres tan mala, Celiña?» «¡Ayúdame!» Cada hora que pasa les distancia más. Endurece el corazón de la joven: «Faltóme cuando la precisé.» Revuelve el corazón de la vieja: «¡Que aprenda! ¡Que aprenda!» Cuando oyen la bocina del coche se sobresaltan. A Marcela le late el cerebro, le golpea la sangre en los oídos. Teme perder, ella también, el sentido, al escuchar la voz angustiada de Lucía, desde la solana. Entumecida, no puede moverse. Sale Ermitas y queda ella un minuto sola en el cuarto, mirando el rápido movimiento de las sábanas subiendo y bajando a compás de la respiración desigual de su marido. De aquel subir y bajar pende ahora la vida de Marcela; ¡que no se detenga, por Dios! Un momento pierde de vista el tictac humano, y como en sueños entrevé la figura de Lucía, inclinándose sobre Álvaro. «No querrá verme», se dice Marcela, y se encoge más. Pero la voz alterada de Lucía desmiente su pensamiento: —¿Y Marcela? —No debe saber nada aún, no le han dicho nada. Marcela se deja besar, avergonzada, escondiendo la cabeza. —Ven, que ahora quedará Joaquín con él. La voz compasiva, consuela. Marcela se aferra desesperadamente a Lucía. —Estás helada. Tienes que tomar algo caliente. ¡Jesús! ¡Jesús!, ¿cómo fue? «¿Cómo fue?», se pregunta Marcela. Y Ermitas lo explica: —Despertóse el Juan, que duerme cerca de los establos, con el relincho del «Gallardo». Una y otra, y otra vez. Alzóse, que parecíale que no venía el relincho del portón, del lado de allá del portón. El Juan no sabía que saliera el amo muy de tarde… La voz se endurece, reprochando. —… Abrió, y topóse con el «Gallardo», espumeando por la boca, sudorosos los lomos, terciada la montura. «Algo pasó», se dijo. Metióle en el establo, que el «Gallardo» atronaba a rebufidos. Despertó al Daniel. «El Gallardo» llegara con la silla torcida, sin nadie. ¿Quién lo montara? «¡Madre de Dios! (asustóse el Daniel), saquéselo al señor.» «¿Al señor? ¿Cuánto tiempo va?» «Ya anochecido.» Volvieron juntos a escudriñar la bestia, dispensando. No se atrevían ni a mirarse. Cogieron dos caballos de faena y salieron con un farol, despacito, mirándolo todo bien, y gritando el nombre del amo. »Tiraron para el coro del monte. Y allí en aquella corredoira tan pina que baja, estábale volcado, boca abajo, hecho una perdición. Quisieron auparle al caballo; no podían; escurrírseles. Fué el Daniel a llamar a unos vecinos, allá cerca. Y entre todos le subieron y trujáronle acá. Lucía estrecha fuertemente el brazo de Marcela. —Reanímate, Celiña. Si sólo es que se rompió las piernas, tienes marido para rato. Las palabras misericordiosas ablandan la horrible pena. Marcela, por fin, solloza, golpeándose la cabeza contra la mesa del comedor. —Fué culpa mía… Fué… —se desespera. Lucía le acaricia el cabello, confundido sobre la roja caoba. —No digas tonterías, mujer. No fue culpa de nadie. ¿Chinchaste tú al caballo para que lo volcara?… No, ¿verdad? Entonces… —… —Fué la mano de Dios. Marcela se estremece. ¡Qué lista es Lucía! Piensa como ella, lo mismo que ella: fue un aire, el aire que le cogió en la iglesia cuando le dio la vela en la cara. Lucía, de cuando en cuando, se acerca de puntillas a la habitación para saber noticias del enfermo. Tarda mucho en salir Joaquín. Cuando lo hace, su aspecto reflexivo sobrecoge a las dos mujeres. Está de pie, en el umbral del comedor, enjugándose las manos con una toalla. —¿Habrá que enyesarle? —pregunta Lucía. Joaquín calla y se seca las manos. No saben que ve en ellas, que tantas vueltas las da. Marcela ha metido sus dedos en la boca y los muerde. —No —asegura, por fin muy quedo —, no habrá que enyesarle. Estas palabras no tranquilizan, porque algo existe, latente, sin decir. —Debió castigar al «Gallardo» — murmura a media voz—, y como no está acostumbrado, se revolvió. Tan mojado hoy el suelo; si donde cayó había piedras resbaladizas… —Bien; pero, ¿qué tiene? —Se rompió la espina. Joaquín seca y seca las manos sin levantar los ojos. Lucía aprieta el brazo de Marcela y le deja señalados los dedos. Sólo Marcela no comprende, o comprende vagamente. —¿Vivirá? —articula con voz ronca. Joaquín no aclara su pensamiento: más le valiera… —Vivirá, Marcela. Marcela suspira, aliviada. No alcanza a comprender las miradas preocupadas y tristes de los primos. Se levanta. Vacilante se dirige a la alcoba. —Ahora descansa. Le puse una inyección; el dolor le hizo perder el sentido. Marcela avanza a bandazos, como si estuviera bebida. Antes de alcanzar la puerta de su alcoba, antes de dejarse caer con todo su peso sobre la cama estrecha, le llega la voz de Daniel, una voz lejana que explica algo: «Disputó con él, y desgracióle.» Más tarde recordará que a un lado del pasillo se aplastaba Dolores, apretando la cabeza contra la pared, y extendida una mano hacia ella, con el pulgar y el índice cruzados. Marcela seminconsciente escucha el bisbiseo: —San Silvestre, Santa Comba, ¡meigas fora! XXIX MARCELA no sabe a quién volverse. Desde que Lucía marchó, a los pocos días de sucedido el accidente, comprende que el mundo se ha partido en dos: en uno viven las demás gentes, e incluso Álvaro, su marido. En el otro, abrupto y descarnado como la Capelada, vive ella sola, aislada de todo contacto humano. Pasos torpes se precipitan si Marcela se acerca; caras hoscas y espantadas se esconden. Marcela ignora, porque ni hablarla quieren, que entre ellas, las sirvientas del pazo la llaman «la meiga», y cuando lo dicen, miran furtivamente a un lado y otro, y hacen la Cruz. Rosalía escupe tres veces en una misma dirección al oír la palabra medrosa: «la meiga». Si el cuarto donde duerme Marcela con el amo fuera la cueva de una raposa, no pasarían más miedo al acercarse. Atisban desde el pasillo: «Eh, Ermitas, éntrele el caldo al señor»… Porque sólo Ermitas sale y entra allí sin miedo, que ella no teme más que al pecado. Eso dice, y debe ser verdad. Atiende a Álvaro con solicitud, mitad infantil, mitad materna, y no ha vuelto a cruzar palabra con Marcela. No por miedo, no. No cree que le echara el mal de ojo y por eso se estrellara el amo, pero sabe que si Marcela no le hubiese exasperado, lanzándole en cara palabras amargas, Álvaro no hubiera salido la tarde aquella. Por fas o por nefas, resulta Marcela responsable de la catástrofe. El silencio entre ellas ha ido enfriándose; no es aluvión de agua ya: es hielo, sólido e infranqueable muro de hielo que ningún sol licuefacerá. Tras ese muro se parapeta la fidelidad de Ermitas a los dueños de La Sagreira, llámense Álvaro, Miguel o Enrique. Detrás de aquella barrera se esconde Marcela, hermética, ya no lastimera, ya no implorante. Los labios se aprietan como una herida que no acabase de cicatrizar, los ojos distantes se pierden en la lejanía, igual que si estuviera ausente o alelada. No quiere vagar por la casa, porque sigue escociéndole, aunque no lo confiese, el terror aldeano que la circunda; ni se pierde entre los vericuetos de mirtos, o en el espesor umbrío de la fraga, pues teme los ojos con que el Juan la miró, y nunca podrá olvidar el gesto de menosprecio de los hombres que trajeron a su marido. El Juan la llamó perra; los demás lo pensaron; lo llevaban grabado en las pupilas. Marcela, pues, no sale del círculo en que se mueve Álvaro; de momento la alcoba. Él, que ya poco puede valerse por sí, sirve aún para que su sombra ampare a Marcela. Allí no se atreverán a insultarla; delante de él no la humillarán. Marcela no reflexiona en este contrasentido, ni en la grandeza de alma del paralítico, patente ahora que la carne no cuenta, impotente y maltrecha. Marcela sabe ya, se lo explicó Joaquín, que Álvaro es hombre acabado. Pero, ¿sirve, realmente, esta palabra para definir el noble espíritu que alienta en la mirada apacible? ¿Puede llamarse «acabado» al cuerpo que mantiene, vivas aún, las manos próceras, temblonas, y ya abultadas las venas en el dorso? Rota la columna dorsal, de cintura para abajo Álvaro no siente el cuerpo: no existe ya. Pasada esa línea de muerte que se le abraza al talle, Álvaro vive. Siguieron a la atroz caída unos días de congestión. A las llamadas de Joaquín acudieron desde la ciudad médicos en consulta. Dictaminaron: «Si sale de ésta, quedará paralítico de medio cuerpo abajo.» Joaquín pensó que era la más llevadera de las parálisis. Libre el ejercicio de las manos, despejado el pensamiento y el habla. Suspiró. Con brusca camaradería se encargó de comunicar a su primo el resultado de la caída. No recuerda bien cómo lo hizo, embrollándose con las palabras. Desde el principio los ojos de Álvaro se le hincaron en los suyos, escudriñándole, extrayéndole cuanto quería callar. Un silencio tan denso, que parecía que alguien hubiese entrado —una extraña forma, helada y muda—. Sucedió a sus palabras. Silencio. Tan hondo y tan extenso como un mar. De pronto, cuando entontecido de callar, ahogándose de opresión, Joaquín pensaba quién rompería aquel silencio, Álvaro preguntó: —¿Podré escribir? —Podrás. —¿No me irá a más? —No creo. No es enfermedad; es un accidente. —¿Podré sentarme? —Tendrán que sentarte. Una butaca con ruedas… —¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! El detalle trivial promovió la explosión. Una butaca con ruedas… Lo que quedaba de vida, viejo, inútil, en una butaca con ruedas. Se atragantaba con la risa: —¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Parecía que gritaba; hacía daño oírle. —¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Joaquín apretaba una mano contra otra, y con un seco ruidito triscaba los dedos. —¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Torcíase la boca, temblando espasmódicamente; se humedecieron las comisuras de los ojos. Joaquín, rápido, cargó una jeringuilla. —¿Ves? No puedo defenderme. Me pinchas, me traen, me llevan… ¡Ja! ¡Ja! —protestaba el tullido, entrecortadamente. Angustiado, esperó Joaquín la calma ficticia de la inyección. Cuando fue a salir, creyéndole dormido, removiéronse las manos de Álvaro sobre el embozo, y entreabriendo los párpados que tanto le pesaban, con voz pastosa, trabada, murmuró: —Gracias. A Joaquín le abrumaba andar; le pesaban los ojos del enfermo siguiendo sus movimientos hasta la puerta. Fué aquel ataque de risa —¿o de llanto?— la única violencia de Álvaro. Nadie supo qué pensamientos fraguaron la noche y él, pero a la mañana siguiente le halló Lucía sereno, reposado, y de pronto, aunque la sonreía, le dio la sensación de que Álvaro se había marchado, que no estaba allí. No se alteró su rostro cuando entró el hijo de la mano de Ermitas. —Alvariño —dijo—, tienes que aprender a empujar el sillón de papá. —¡Levántate! ¡Levántate! — forcejeaba el niño, tirando de las sábanas. Álvaro sonreía, complacido, acariciando la rubia cabecita. —¡Rapaz! ¿Qué importaba su enfermedad, la quietud, la invalidez? Alvariño allí, sano, rollizo, vigor en potencia. Todo estaba hecho: la obra, el hijo. El movimiento, para él; el correr sobre las robustas piernas, para él; para él ceñirse al caballo —no al «Gallardo», por Dios —, galopando por las corredoiras del monte, y cargar la escopeta, y apuntar la caza… ¡Lástima! Hubiese gustado de enseñar al hijo cómo se caza, porque hoy cundía el afeminamiento hasta en eso… Sonrió. Con los años iba volviéndose como el tío Enrique; a él también, de rapaz, el tío Enrique le decía que se cazaba mejor en los tiempos suyos. Álvaro supo que, a lomos de la noche, había cabalgado su último camino. Con el alba comenzó a mirar las cosas desde un ángulo nuevo y lejano. Vió al mundo pequeño, muy pequeño, y a los hombres ridículos, gesticulando. Como si desde la cumbre de la Capelada mirara hacia abajo, donde ellos estaban. La vida era implacable, justiciera y terrible, no la muerte. ¿Existía la muerte?… Existía la vida, enseñoreándolo todo. Uno creía que vivía; uno creía que marchaba por la vida: absurdo. La vida marchaba por uno, le cogía, le atravesaba, pasaba. Y uno se dejaba coger, pasar y atravesar, traer y llevar, sacando la cabeza, ridiculamente presuntuosa: «Yo hago. Yo digo. Yo soy.» A unos, la vida los lanzaba a un estercolero; a otros, los levantaba sobre los demás. Todos, todos iguales, a fin de cuentas; cuando la vida dejaba de pasar, todos iguales. Él había visto muertos —¿no sería mejor decir: no vivos?—, a señores y a aldeanos, a niños, y a carcamales, que eran puro esqueleto ya. Todas las caras se enfriaban lo mismo; toda la podredumbre humana hedía lo mismo. La vida, a última hora, segaba orgullos, nivelaba distancias, cercenaba poderes, como el tumbaloureiro a los árboles que crecían espontáneamente en las corredoiras y congostras. Pasaba el viento y abatía la altiva gracia del laurel, desparramando, sacudiendo las hojas fragantes. Pasaba la vida y machacaba las frentes. Todos iguales, desnudos de vanidad, tiritando en su descarnada nudez los que sólo de soberbia se vistieron. ¿Qué importaba, pues, que Marcela fuese aldeana o no, burda o no, amarga o cruel? Álvaro olvidó, más que perdonó, el incidente pasado. Nada de aquello tenía importancia ya. No forzaba a la mujer para que le hablase para no turbarla. «No me quería. No me quiso nunca. Se casó por estulta, por pasiva. No supo negarse.» Tampoco le dolía. Aceptó su parte en la prueba que les alcanzaba. No había sido leal con Marcela; debió buscar el fondo de su alma primitiva, atraérsela. Conquistarla, no tomarla. Bien; no había remedio. Se le antojaba todo complicado y confuso; mejor era no removerlo. Le dolía la presencia, hosca y muda, de la joven en el rincón del cuarto. «¿Por qué no sale?» Nada le pregunta, porque ahora que sabe el daño irremediable que las palabras causan, ha aprendido a temerlas. Lo más duro comenzó cuando necesitó de ella por primera vez. Bochornoso. Agradece que Marcela casi no le mira. El día que entraron en su cuarto la butaca con ruedas, Álvaro sintió que le crujían los huesos quietos. Procuró sonreír: —Ha quedado muy bien. Marcela la mira con ojos agrandados. ¿Por qué la miras así, Marcela? ¿Qué ves en ella que te horroriza? ¿Por qué te llevas las manos a la boca? «Así Dios castigara al que se lo merece», masculla Ermitas, mientras le ayudan a sentarse. Junto al rostro de Marcela, el rostro del enfermo tiene un color amarillento, desangrado. A Marcela le parece un hombre distinto al que se acostó. Marcela tiene gana de llorar, y teme marearse cuando inclina su busto poderoso al que se agarra el marido. Aprieta los labios hasta casi hacerse sangre. —Cuidadito, Marcela, ¡despacio! Marcela sabe que ambos lloran por dentro. Y luego, la costumbre endulza el trago; Álvaro pasa el día entero en el comedor, sentado en su butacón, frente a la chimenea. Porque le sobra tiempo, comienza a redactar un índice minucioso de cuantos textos le sirvieron de información para sus libros. En los atardeceres, y en los días fríos, el hijo juega, sentado sobre la alfombra. Hace a su padre partícipe de sus maravillosos descubrimientos en el jardín. Porque ve al padre enfermo se crece él. Álvaro se estremece cuando contempla al hombre en ciernes, cargado con los libros que le pide: «Mira, hijo, encima de la mesa, un libro grande…» Las dos manecitas aprietan el volumen que rebasa el pecho infantil. «Pesa mucho, ¿sabes?…» Álvaro podría decirle que sabe muchas cosas más de las que nunca sospechó. Por ejemplo: que un libro pesa. Álvaro ya no sufre los desdenes de Marcela, ni le grita la carne cuando ella se acerca con su limpio olor. Calma y dulzura. Una dulzura tranquila, enervada, un poco melancólica, como su ternura. Porque Álvaro no ha dejado de amar a su mujer; sólo que siente más ansia de protección hacia ella que hacia el hijo. Marcela es la equivocada — ¡grandísima tonta!—, la humillada por la vida. ¡Tan fácil como pudo ser, a poco que hubiera puesto de su parte!… «Mea culpa… Mea culpa», reconoce Álvaro. Ve la vida de Marcela como un pozo estancado, como una calleja murada. ¿Y qué otra cosa cabría hacer para liberarla? Nada. Aguardar. Y alzar los ojos hacia el rubio Peregrino, capitán sobre blanco corcel. Álvaro observa que Marcela apenas se dirige al hijo. «Está ausente. ¿No habrá tomado en serio lo que le dije?… El niño no tiene culpa, el niño no debe pagar.» Estos y otros pensamientos remueve Álvaro junto al fuego, cuando descansa de escribir. Caídas las manos en el regazo, Marcela permanece horas y horas inactiva, con expresión de idiota. «Habrá que llevarla a San Andrés para el año —piensa Ermitas—. A que le quiten el demo, que no otra cosa tiene.» Álvaro, preocupado, ha consultado al médico. —Le pasará. Ya reaccionará — contestó don Mariano—. Hay que esperar la crisis; a veces son lentas. Fué una impresión tan grande… Todas las tardes suben don Antonio, y el médico, y el juez. Las primeras semanas estuvo la casa siempre llena de gente que venían a saber de él, a condolerse. Luego, poco a poco, fue quedando reducido el grupo a una tertulia que se hizo habitual: don Francisco, el joven juez, recientemente destinado a Santa Marta, el médico, y don Antonio, el cura. En La Sagreira se servía buen vino, y cumplidas lonchas de jamón, con un pan de bolla que daba gloria verle. Parte por eso, parte por compasión, y también por darse aires en el pueblo, donde, al fin y al cabo, seguía siendo Álvaro el señor principal, trasladaron el médico y don Francisco su tertulia del café, sobre la carretera, al amplio y confortable comedor de La Sagreira. La primera tarde fueron acompañando a don Antonio. Después lo hicieron costumbre. Si llovía, subían en el coche de alquiler, el de Andrés, usado siempre por los del pazo en sus desplazamientos, y si no iban dando un paseo, que el caminar abría el apetito, a la ida, y a la vuelta ayudaba a bajar lo comido, en espera de la cena. Álvaro se habituó a aquellas horas de charla y compañía, y si se retrasaban consultaba el reloj. Luego, oía más que hablaba, y la conversación aquella era un runrún que adormecía su pensar. Así no cavilaba todo el tiempo sobre lo mismo. Así, también, Marcela se veía obligada a salir de su retraimiento para atender a los recién llegados. Le alegraba aquella diversión por Marcela. Marcela extendía el mantel, preparaba los platos y los vasos, e iba acercando sillas y butacas en torno al sillón de su marido. Luego, volvía a su rincón, y miraba con los ojos vacíos de expresión hacia las llamas, u observaba sus reflejos en los rostros de los visitantes; el fuego hacía brillar la lustrosa sotana de don Antonio, que se sentaba siempre pegado a la chimenea, extendiendo hacia las llamas los zapatones claveteados, tantas veces chorreantes de humedad. Al remangarse la sotana se le veía el borde de los pantalones. Marcela se extrañó; pensaba que los curas sólo usaban faldas. El médico, apoplético, tras libar a grandes tragos, se quejaba del calor. «Yo, con su permiso», decía todas las tardes. Y se aflojaba la corbata. Sudaba el rostro congestionado, y la calva brillaba como si la encerasen. A poco indefectiblemente, se la cubría con un pañuelo. Don Francisco, moreno y enjuto el rostro, sentábase casi con remilgo en el borde de la silla. Vestía con amaneramiento, rebuscadas las llamativas corbatas, de grueso nudo. Tenía una voz campanuda, sonora, y cuando él hablaba no había más remedio que escucharle, porque acallaba a todos. Quería, según él, situarse bien desde el principio, presumiendo de tratar sólo a gente de viso. Sacaba los cigarrillos rubios de una petaca de alpaca, y golpeaba la boca del cigarro contra el brazo del sillón. Marcela, acostumbrada al olor del tabaco negro que fumó siempre Álvaro, y a las bastas picaduras de los sirvientes, adjudicó a don Francisco aquel olor dulzón a miel y a maderas exóticas. Don Francisco contaba procesos y causas por él vistos, sucesos, a veces terroríficos, que a Marcela espeluznaban. Le gustaría taparse las orejas con las manos, no oírle. Con cierto tonillo de superioridad, mirándose a las bien recortadas uñas, relataba los fallos que dictó. El médico le halagaba. Don Francisco, entonces, sonreía, enseñando unos dientes afilados, carniceros. —Con ese juez, casi mozo, débenle andar buenas las sentencias — refunfuñaba Ermitas. Marcela, en la sonrisa de su marido adivinó un tono de aquiescencia. De cuando en cuando don Francisco dejaba de venir. El médico aprovechaba para criticarle un poco. —Se da unos aires, tan rapaz como es. Tiene que tomar muchas sopas todavía para saber. —Listo es —defendía Álvaro—. Y sabe lo que se trae entre manos. —Sabe —terciaba don Antonio—. Y como me parece ambiciosillo… en el mejor sentido, entiéndanme… le veremos lejos. —Así va el mundo —apostillaba el doctor. Él llevaba tantos y tantos años de médico en aquel pueblo, enfangándose por las corredoiras, privado de sueño noches y noches, atendiendo lo mismo a un moribundo, que a un tífico, que a una parturienta, siempre con el maletín negro de casa en casa. A veces, avisado cuando ya nada podía. «¿Por qué no me llamasteis antes?» No necesitaba preguntar más. Con ira, rompía los cacharros con ungüentos que olían a hierbas. «¿Y por qué no le cura la Rula, eh? ¿Por qué no seguís con ella?»… Avergonzados, bajaban la cabeza. Tantos años sin cobrar al pobre, recibiendo de tarde en tarde una gallina o unos quesos, cobrando poco al rico que, si lo era, quería pagarse el postín de un médico de la ciudad, total para llegar a viejo con los codos gastados y rodilleras en los pantalones. A veces barbotaba casi una blasfemia, a punto de reventarle el congestionado rostro, pero si en aquel momento llegaba un aviso: «Que si puede venir por mi madre, que le está muy maliña.» «¿Dónde vive tu madre?» «Alá», apuntaba el chaval, en vaga dirección lejana. «¿Cuánto hay de aquí a allá?» «A carreiriña do can», contestábanle confiadamente. ¡La carreiriña de un can, mal haya! Conocía ya el significado; lo mismo podía estar a la vuelta de la esquina que andar kilómetros y kilómetros hasta llegar, y cuando llegaba, un can parecía, resoplando, seguido por el mensajero que cargaba el maletín. Y a pesar de tantas vueltas y revueltas, de tanto subir y bajar y no parar nunca, el médico redondeaba cada vez más su vientre, y la papada crecía bajo su barbilla. De comer no le faltaba, entre regalos de unos y otros, y de beber tampoco. En todas las casas le ofrecían un trago, y él, ¡pobre!, estaba tan cansado que bebía para reponer fuerzas. Don Mariano consideraba injusto que aquel joven presumido, seguro de sí, estuviese a su altura, y le predijesen que llegaría lejos. A saber… También a él se lo dijeron, cuando instaló su consulta, aún incipiente la barba y el bigote. También, con orgullo, su madre le auguró: «Serás famoso.» Y él, devorado por aquella vocación de remediar el dolor donde lo hallara, lanzábase, monte arriba o carretera adelante, no como ahora, embarullándose con los propios pasos, sino elástico y ágil, casi a saltos, y oyendo el ruidito de los instrumentos que, al chocar dentro del maletín, le alegraban el corazón. No engañó a nadie. No estafó a nadie. Nunca firmó papeletas por firmar, recetando ampollas de agua, o polvos inofensivos. Dijo la verdad, desnuda y noble. Y a veces actuó como cirujano, estremeciéndose de respeto ante la carne humana desgarrada, o los miembros dolientes. Pasaron los años. «No se moviera… No conociera a nadie…» Pero, ¿se trataba de valer o de conocer? Herido en su orgullo y en su honrado amor puro a la profesión, dando de lado a sus ambiciones primeras, se quedó allá. —Creo que don Francisco parará poco en Santa Marta —seguía comentando don Antonio. —Mejor fuera, quizá… Y como los otros dos, sorprendidos, le mirasen: —No tengo nada contra él —se defendía don Mariano—, pero trae a todo el mujerío revuelto. Rieron los tres. —Y se me antoja que éste no viene a casarse, que aspira a más. —Hombre, tampoco puede decirse que comprometa a ninguna —aclaró el sacerdote. —No compromete, pero aquí, fuera de los campesinos, hay tan poco hombre joven, y él se acicala tanto, y las hace tan poco caso… todo hay que decirlo…, que yo creo que, ¡hete ahí por qué les gusta! ¡Las mujeres!… Cuando don Francisco volvía, después de estos cortos eclipses, hablaba con gran reserva de exceso de trabajo, visitas a la ciudad, quehaceres… Hacía un gesto vago y ampuloso con la mano; cada uno podía pensar lo que quisiera a la sombra de aquel gesto. Las primeras veces que acudió a La Sagreira se limitó a saludar a Marcela con una inclinación de cabeza, ni demasiado profunda, ni demasiado altiva. Conocía la historia de la moza y había estudiado bien la conducta a seguir: ni familiaridad, ni despego. Saludaría al ama de La Sagreira, pero sin olvidar de dónde procedía. Habían llegado a él, sofocados entre risitas burlonas, los comentarios sobre la aparición de Marcela en los funerales de don Enrique. Se trazó, pues, una línea de conducta, y los primeros días, a intento, no se fijó en Marcela. Según pasaron éstos, fue habituándose a aquella oyente silenciosa, agazapada en una esquina, que cuando se levantaba para servirles el vino, parecía un joven animal que se desperezase. Las llamas enrojecían las pantorrillas macizas, y al inclinarse con la jarra, subían, cabrilleando, a besarla el escote. Don Francisco, ahora, pensaba que comprendía a Álvaro. Instintivamente comenzó a hablar para los ojos claros, de par en par abiertos, escuchándole. Veía cómo se le erizaban las carnes si contaba cosas de crímenes o muertes. Y saberla sujeta, presa por sus palabras, le daba vértigo. Maquinalmente, una tarde de aquellas, al ver a Marcela cogiendo una silla para acercársela, se la quitó de las manos. En el forcejeo por retenerla, se enredaron sus dedos con los de Marcela. Enrojeció. No la veía, ni a don Antonio a su lado, ni al marido delante del fuego. Carraspeó. Quiso decir: «Perdón.» Pero ya Marcela se había vuelto, y buscaba algo en el aparador. Don Francisco habló poco ese día. Cuando, ya anochecido, bajaron por la corredoira que conducía al pueblo, al pasar ante el crucero, don Antonio, como siempre, se descubrió. Luego, volvióse al juez: —¿Sabe usted, don Francisco, que parece como si hubiese topado un alma del otro mundo? ¿Qué le pasa? —Nada. ¡Tanto trabajo! —se disculpó. Y enmendó con forzada locuacidad su anterior silencio. Por los caminos fragantes, entre las matas olorosas, a la luz de unas estrellas que parecían, temblando, reírse de él, don Francisco —el frío, positivista, calculador don Francisco— marchaba como si descubriese aquel camino por vez primera, como si sólo para él, hoy, olieran la tierra mojada y los árboles. Se detuvo de pronto, y mirando hacia la ría, que se adivinaba —sombra en la sombra—, abrió los brazos: —¡Qué hermoso espectáculo! Don Antonio, religiosamente, guardaba silencio. —Pero, hombre de Dios, ¿nos va usted a resultar romántico? —preguntó, con ironía, el médico. XXX DON se promete que ha de subir poco a La Sagreira. No es por nada, sino que tiene tanto trabajo, y el ambiente allí es tan sofocante. Le atosiga la imagen del tullido, con su canosa cabeza y la ancha, despejada frente. Le incomoda el mirar, recto y pensativo, de los ojos azules que parecen observarlo todo, y perdonarlo todo. Don Francisco no necesita perdones de nadie, ni falsas comprensiones. Ha de espaciar sus visitas, porque no puede perder su tiempo en obras de FRANCISCO misericordia. Tiene que trabajar de firme, y disponer de días libres para bajar a la ciudad a hacerse ver. Porque si se queda allí le olvidarán. ¡Eh, amigos, que existo!… Hay que invitar y favorecer a los que pueden convenirle, y dejarse invitar por los que, a su vez, eterna rueda, esperan de él algo. Sonríe, y busca entre los papeles de su mesa de trabajo una carta que le halaga. Viene de Madrid; pide determinado favor en determinada causa, y deja entrever un sinfín de posibilidades para el joven juez. Acerca a la luz portátil el pliego de papel, pasa el dedo para comprobar el timbrado en relieve del membrete oficial. Bien. Habrá que contestar en tono doliente, encareciendo el favor que se pide, no prometiendo nada, acumulando obstáculos. Que el otro suelte prenda, y entonces… Don Francisco vive en un pisito que ha alquilado en el centro del pueblo, camino de la iglesia. De recién llegado se alojó en el hotel, pero pronto comprendió que aquello no le servía. Eran obsequiosos y se comía bien; las ropas estaban limpias y le entraba el desayuno una criada fornida, de carnes prietas, que se movía con desgarro. Había que andar con mucho tiento; en su puesto no podía arriesgarse a dar escándalo, ni liarse en aventuras dentro de casa. Bien servida iba la criada si se imaginaba que era fácil de atrapar aquel señorito atildado, que alineaba sobre la repisa de cristal, encima del lavabo, frascos y tarros que olían como la mejorana. Don Francisco, medio incorporado en el lecho, apoyado sobre las almohadas, fumando el primer cigarrillo del día, no miraba a la mujer que se acercaba con el desayuno. Acostumbrada al trato confianzudo de los viajantes de comercio y traficantes de ganado que solían parar allí, la criada se picaba en el juego. Apoyábase fuertemente con la bandeja al posarla sobré la cama. Don Francisco, a solas, rezongaba, burlón y nervioso, anotando que cada día desabrochaba más la bata de percal, y al inclinarse para servirle, mostraba los senos, desparramados, maduros como los quesos del país. Cortó por lo sano, y buscó un pisito, tomando para su servicio una mujer de edad, fea como un trasno, y a quien las carnes abundantes y fofas, y el grisáceo cabello conferían aspecto respetable. Esta decisión le valió fama de serio entre los hombres, y de inaccesible entre las mujeres. Enloquecieron por él. Don Francisco fingía no enterarse de nada, retirándose, aburrido, si al asomarse a su ventana, divisaba en el mirador vecino una muchacha, sonrojada al verle. Nadie le conoció aventuras. Nadie pudo decir: «A mi…» Una o dos veces por semana, en verano con más frecuencia, desaparecía en viajes que duraban un día o dos, volviendo a reaparecer más serio, más estudiado. Una mañana, camino de su despacho, tropezó con la criada del hotel. Llevaba sobre la cabeza una cesta con verduras. Don Francisco, la mañana aquella, estaba de buen humor, y le bailaba la sangre en el cuerpo. —Buenos días —abordó a la muchacha, tras mirar a un lado y otro, cerciorándose de que estaban solos—. ¿Vienes de la compra? La mujer se puso roja, y le contestó rápida, con descaro: —Vengo. ¿Qué quiérede comprar?… ¿Faldas? Se echó a reír; una risa vulgar y nerviosa que la hacía temblar toda. —¡Lástima! —pensó don Francisco, sorbiendo con la vista aquel temblor. Prosiguió su camino, no sin escuchar las palabras procaces con que la mujer se vengaba: —¿Pa qué llevade calzones? —¡Lástima! —volvió a repetirse don Francisco, hincándose las uñas en las palmas. En el pueblo aquel todo eran complicaciones; había que ser ladino para soslayarlas. Don Francisco se asomó al mirador: era, también, un pueblo hermoso, no cabía duda. Entre estudios y planes poco tiempo había concedido a la imaginación. Sentíase hoy triste, extrañamente triste y desasosegado. ¡Qué bien olía la tierra, en la noche pasada! Olvidaba con demasiada frecuencia que era joven. ¡Qué hermoso tenía que ser tenderse en los prados, a los lados de la corredoira, abanicado por aquellos fragantes árboles, y boca arriba, distendido el cuerpo, dejar que las estrellas cabrillearan sobre él… Y buscarlas luego en el pozo de unos ojos fríos y verdosos, como el azogue de un espejo, rezumante de humedad… Se sonrojó. Estaba solo y se sonrojó. Nada le importaba Marcela, mas bien la despreciaba, pero hubo de reconocer que poseía una gracia animal, un no sé qué, espontáneo y salvaje, que gustaba. Don Francisco no podía menos de imaginársela, entregada a un viejo, satisfaciendo a un viejo. Porque, para la soberbia de sus veintiocho años, Álvaro era un viejo ya. Había observado que el matrimonio apenas se hablaba. ¿Por qué y cómo casó Álvaro con Marcela? Cada vez lo comprendía menos. Tan fácil como hubiera sido… A fin de cuentas, allá ellos. Que resolvieran sus vidas a su antojo y que siguieran subiendo a visitarles don Mariano y el cura, porque él, lamentándolo, no tenía tiempo para perder en tertulia de enfermos. Cuando, a la tarde, don Mariano dio dos golpes con la aldaba en el portal, don Francisco, instintivamente, alargó la mano hacia el perchero, se puso la gabardina y una boina, y bajó. —Había pensado hoy no ir con ustedes; tengo mucho que hacer. —Hombre, ¡a estas horas! — persuadía don Antonio. Se encaminaban ya hacia la salida del pueblo, como todas las tardes. —Para lo que van a agradecerle que se mate a trabajar —refunfuñó el médico. —Además, don Álvaro nos agradece tanto que vayamos. —Sí, hay que pensar un poco en los demás… —Y qué, ¿no admira usted hoy la ría? —se burló don Mariano. El juez sonrió, como excusándose de una flaqueza. Continuaron, pues, subiendo a La Sagreira. Se echó encima el invierno, despiadado y crudo. Al atardecer, montaban en el coche de Andrés, y resguardados dentro, se dirigían al pazo. Traspuesto el portón, se bajaban al pie de las escalerillas, subiéndolas aprisa, por no mojarse, y protegerse del frío o del vendaval. Don Mariano iba a cuerpo: cambió el traje «fresquillo», como él lo llamaba, por uno de paño gordo, y se jactaba de su recia fortaleza que no padecía el frío. Don Antonio vistió un balandrán raído, abrigándose con una bufanda de lana negra, que le servía de tapabocas. Llevaba un paraguas de cachaba, que no soltaba hasta la primavera, lloviese o no. Y el juez sacó a relucir un gabán gris, con trabilla detrás, y si chuzaba lo cambiaba por una gabardina. Don Antonio usaba gruesas botas claveteadas, y unos chanclos que apestaban a goma. El médico, botas de elástico sobre calcetines de lana. Don Francisco, zapatos marrones, de piel de ternera, con la suela cosida, abotinados, dejando ver los calcetines, rayados en vivos colores, entonados con sus corbatas. Marcela comenzó a desentumecerse. Sin darse cuenta de ello estaba pendiente de la llegada de los tres amigos, que en un principio tanto la importunaba. Era como si otra vida, que ella ignorase, llegara con ellos. Cada uno tenía algo que contar; maestros en humanidades, médico, juez y cura, sin proponérselo, filosofaban. Marcela no perdía ripio. Por comparación, apreció que don Francisco era pulido y fino, y cuidaba del vestir. Se avergonzó de su propia desidia. Álvaro también fue siempre limpio, pero con otra clase de limpieza: no se preocupaba de los trajes, y de hecho siempre vestía el mismo, que, cuando comenzaba a gastarse, lo heredaba alguno de los sirvientes, y él se encargaba otro. Llevaba camisas blancas, y corbatas oscuras. Claro, pero don Francisco era joven… La primera vez que Marcela pensó esto se ruborizó. Detúvose en seco, con la butaca que empujaba entre sus manos. —¿Qué pasa, Marcela? —interrogó su marido, viendo que se detenía. Marcela empujó de nuevo el sillón, y continuó, camino de la alcoba, perdida en el tumulto de un pensar nuevo. Don Francisco era joven: hasta ahora no se había dado cuenta de ello. No tenía canas en los aladares, andaba resuelto y estirado, hablaba con la voz engolada, y era esbelto. Marcela, procurando recordar sus ojos, tropezó con los de Álvaro, interrogantes. Se perdió en sus dudas, porque los ojos de Álvaro eran casi candorosos, a fuerza de limpios y serenos, como si no tuvieran edad, o se hubieran quedado en los años niños. En cambio, los ojos del juez parecían más viejos, más gastados. Álvaro sorprendió la sonrisa que rizaba la comisura de la boca de Marcela, que reía de su descubrimiento. Los ojos de don Francisco eran sagaces, astutos, y algunas tardes las ojeras le daban un aire fatigado y marchito. Sin embargo, todos decían que era un rapaz. También de ella habían dicho que era demasiado rapaza para casarse. Silenciosamente, como todas las noches, entró Daniel tras ellos en la alcoba, y cogiendo al señor en sus fuertes brazos, lo trasladó a la cama. —¿Cómo va todo, Daniel? — pregunto, también, como siempre, Álvaro. Marcela sintió que la cabeza le daba vueltas. Se acercó a la ventana. Todos, todos los días lo mismo, lloviera o hiciese sol: todos los días levantarse y traer el desayuno a su marido, y ayudarle a auparse en las almohadas, tenderle las gafas, poner a su alcance el breviario. Tras el aseo, desayunar ella también, escuchar al hijo jugando con el padre, saltando sobre su cama: —Bájate, que vas a hacerle daño. —Déjale. Y luego lavar al crío, y vestirle, y ocuparse de él. Marcela, desde la discusión aquella, quiere distanciarse de su hijo. ¿No dicen que no sirve para educarle? Pero aquel desgarrón de la carne que sintió el día de traerle al mundo, y que se repite siempre que le ve, tras la ausencia de la noche, le impide llevar a cabo su propósito. Le parece, cuando le ve cada mañana, en pijama, saludable y risueño, con la lozanía de su recién despertar, que vuelve a nacer de nuevo para ella. A escondidas del padre le besa, con hambre, con avidez, le hinca los dientes en las tiernas carnes. El chiquillo la teme. De un tiempo acá huye de ella, porque recela los apretones que le da, empeñándose en retenerle junto a sí cuando él quiere marcharse al jardín, a jugar con la tierra. (Padre es más comprensivo, padre sabe que puede hacer cosas como las personas mayores, padre no se impacienta cuando le pregunta, ni le cierra la boca con besos mordedores.) Alvariño, para siempre, conservará la imagen que ahora ve, y con los años irá ganando grandeza a sus ojos filiales la estoica y bondadosa figura del padre enfermo. Si muge el viento y se santiguan en la lareira, Alvariño escapa a refugiarse contra su padre: la voz blanda apacigua. Alvariño, a veces, entra un rato en el comedor, al atardecer, y saluda a los visitantes. Acarician al crío, juegan con él. Álvaro sonríe, porque su hijo es despierto y sabe lo que quiere. El niño, entre los tres amigos, prefiere al médico: Don Mariano trae bolitas de menta contra los catarros; don Mariano hace nacer, con las manos, extrañas sombras en la pared: un cisne, un barco, un perro ladrando. El juez, que es joven, debería entender mejor a los niños, pero en cambio pone cara de dómine, y afecta un habla especial. Marcela tiene gana de reír al observar los ojos, redondos y abiertos, con que Alvariño le observa, pero no ríe cuando don Antonio dirige a su hijo las mismas palabras que a ella le dirigió, sobre el Niño Jesús y el Ángel de la Guarda. Le duele recordar su propia imagen con el delantalito de percal azul, y, sobre el velo de Lucía, oprimiéndole las sienes, la coronita de rosas blancas… ¿Cuánto tiempo hace de eso?… ¿Sucedió alguna vez? ¿Lo ha soñado? —¿Te acuerdas, Marcela, cuando yo te enseñaba el Catecismo? Parece que don Antonio sale al encuentro de su meditar. Marcela enrojece, porque todos los ojos se han vuelto hacia ella. Los de don Francisco parecen burlarse. —Me acuerdo, sí, señor. Por la noche, antes de acostarse, Marcela se vuelve al gran espejo del armario. Quiere observarse, pero en la luna encuentra los ojos asombrados de Álvaro. Había olvidado que, desde la cama, podía verla. Bruscamente se vuelve, apaga la luz y se desnuda. Álvaro escucha el rumor de la ropa, al caer, y el batir de los dedos, al doblarla. Después, cruje la tela metálica. Marcela duerme poco. ¿Por qué tienen que reírse de ella? ¿Por qué siempre, por muy atrás que recuerde, no han hecho sino compadecerla o burlarse? —Marcela —en la oscuridad, la voz de Álvaro, partiendo del cuerpo quieto, la sobrecoge—. ¿Por qué no vas, un día de estos a ver a Lucía? —¿Con el niño? —pregunta Marcela, asombrada. —Con el niño, sí —se sacrifica Álvaro. Marcela calla. No tiene deseos de ausentarse, le parece que su puesto está allí, junto al sillón de su marido inválido, pero no sabe cómo decirlo. Por otra parte, ¿no será que Álvaro, al fin, se ha cansado de ella? ¿O que también como ella antes, se siente abrumado por la monotonía del vivir? —Iré, si lo quiere. Al oírla tan mansa, Álvaro suspira, aliviado. Es casi como un quejido que se deshace en sonrisa: sólo la sombra de la noche sabe de ella. —Puedes coger el coche de Andrés, y pasas el día allá, de cuando en cuando. No es vida para una mujer joven… Marcela piensa, de pronto, que no se ha dado cuenta de cómo pasó el verano y el otoño. En la primavera pasada murió don Enrique, y desde entonces, dentro de casa, con la lumbre encendida en pleno estío, los días se han ido sin notarlos. Ella estaba habituada a andar, a sentarse el día entero al aire libre, y por eso, quizá, ha sentido antes opresión, angustia. También Álvaro andaba… «Ay», tiene gana de gritar Marcela. Ahora recuerda cuántas veces le viera por la fraga, caminando despacio, empujando las hojas con el bastón. La imagen de un hombre fuerte y joven viene a ella: encuentra, en la noche, al amo que se inclinaba por la ventana del despacho cuando ella era muy pequeña: «Cuidado, que va a caerse». Él no tuvo a nadie cerca que avisara: «Cuidado, que se cae». Le ve sin canas, con la cara curtida del sol, inclinándose sobre los surcos: «Sacha más, que tan a flor de tierra no prende». Y cuando ella, mocosa de ocho años, iba, mandada por Ermitas, a ver si necesitaba algo, o a cerrar las ventanas en los días de viento. ¡Cuánto miedo pasaba por los pasillos! Y luego le semejaba milagro, ver al amo de pie, frente a la ventana, mientras el tumbaloureiro amenazaba tirar la casa. Tantas noches con Ermitas, pendiente de los relinchos del «Gallardo» —¡el demonio se lo lleve!— que anunciaban la llegada del amo. —¿Y luego, quién subirá a los otros, si les llevo el coche? —¿Qué importa? —porfía Álvaro. —Habrá que esperar al buen tiempo. —Mujer, en el coche… Marcela sabe que Ermitas fruncirá los labios, que las criadas dirán en la cocina: «Con el marido enfermo tira para el monte, como la madre». Compadecerán al señor: «¡Cuitado!», y ella no quiere que compadezcan al amo, a su marido. —Puédole ir la tarde solo, entremientras los otros le acompañan. Álvaro se avergüenza, tiene gana de hundir la cabeza en la almohada, de pedirla perdón. —Gracias, Marcela —le diría. Pero ambos callan XXXI DON es muy joven, demasiado joven para saber dominarse. —¿Y qué? ¿No está Marcela? — pregunta el sacerdote. Don Francisco ha tenido un pequeño sobresalto, volviendo los ojos hacia la silla del rincón. —Marchó a Cora, a pasar la tarde con los primos. —Hizo bien, tan joven como es, siempre aquí metida. No es sano —dice el médico. Entra Ermitas arrastrando los pies, tan tiesos que mentira parece que FRANCISCO avancen. El reúma la balda, pero el rostro no ha envejecido más, quizá porque ya no es posible. Se arrugó antes de tiempo, quedándosele la piel como una badana seca, y aunque pasen inviernos sobre ella la badana resiste. —Siempre acurrunchada allí — bisbisea, señalando el rincón, en su no perdido afán de mediar en todas las conversaciones. Los leños arden en la chimenea. Chascan: a don Francisco le parece que se ríen de él. Procura hablar, y se vuelve hacia Álvaro: las llamas ponen luces rojas en los cristales de sus gafas: «Cuidado», semejan decirle, «¡Peligro!». ¿Qué se escapará a la mirada del pensador, enclavado en su butaca? Ve el gesto nervioso de las manos del juez, adivina su desconcierto, escucha su risa extemporánea. Desnudo de pasiones, le compadece: sí, demasiado joven… Pero hay que hablar, amigo, discurrir sobre cosas indiferentes, no dar pábulo a que los otros puedan notar tu chasco, y comprendan la causa. Hay que ser hombre; ahora, es la ocasión de demostrarlo. No cuando balancea uno un pie, luciendo los calcetines, o escuchando la propia, engolada voz que cuenta cosas truculentas, para leer horror en los ojos verdes. No cuando uno hace un amplio y estudiado gesto con las manos, sonriendo como si se excusara, de las conquistas que don Mariano le atribuye. Hoy, si estuvieran aquí, ni Alvariño ni Marcela hallarían blanda la voz de Álvaro: encierra un toque de atención, «¡Alerta!», igual que el sonido gutural de aviso o de llamada de los barqueros, al cruzar la ría. Álvaro lleva la conversación, obligando a don Francisco a intervenir en ella. Cuando se levantan para marcharse, crujen los leños y no ve uno los ojos de Álvaro, tras el brillar de los cristales. Don Francisco, abochornado, va pasillo adelante, sintiéndose en ridículo. Ha palpado la hombría de Álvaro, y sabe, siente, que le ha trasteado, que le ha manejado. Se encabrita: «Para lo que le sirve». Llueve, y como no está el coche, don Francisco se guarece bajo el amplio paraguas de don Antonio. El médico, en cambio, presume de que a él la lluvia le gusta. —Menuda broma, llevarnos el coche. Yo, en estas condiciones, no subo más —protesta el juez, rabioso, en cuanto pierden de vista el portón que se cierra tras ellos. —También es natural —media don Antonio— no es vida la que lleva esa muchacha. —Demasiado buena para ella — remacha la voz sorda, colérica. Don Antonio, pegados como van bajo un mismo paraguas, vuelve un poco la cabeza, sorprendido: —No hay que hacer caso a cuentos. Marcela es como el pan, la conozco desde que nació. Don Francisco, súbitamente, tiene gana de abrazarle. «Es como el pan», se repite a sí mismo. Y de pronto, sabe que el parecido es exacto: buena como el pan, simple como el pan, necesaria como el pan… Riendo, agarra del brazo al sacerdote. —Así vamos mejor. A don Antonio le gusta que le quieran, y marcha, todo orondo, de su brazo. El médico camina delante de ellos. Aunque a oscuras, no necesita luz para bajar las corredoiras aquellas: conoce todas las piedras, todos los vericuetos, sabe cuando tiene que alzar el brazo para apartar una rama. Bajo los árboles, gotea la lluvia. ¡Qué olor, el de los árboles mojados! —Echarse a un lado, que viene un coche —avisa don Mariano. Don Francisco aprieta más el brazo del sacerdote. Pasa, sorteando los baches, el coche de Andrés. En la oscuridad no se ve a los ocupantes. Allí debe ir Marcela, quieta y absorta, como siempre, con el hijo medio dormido. —¡Sin salpicar! —grita el médico, bromeando. El coche, al pasar, les ha puesto perdidos de barro. —Ahí va Marcela —comenta don Antonio. Don Francisco calla. Inútilmente ahínca los ojos en las ventanillas para ver si puede llegar a distinguir algo. Tampoco Marcela les ha reconocido claramente; vio unas sombras moviéndose, y se figuró: —Ahí van. Cuando marchaba a Cora, lamentó perderse la tertulia a que se había acostumbrado. Le parecía mentira ausentarse de la casa. Pero luego han pasado las horas sin sentir, hablando con Lucía. Y ella necesitaba por una vez, hablar. Son tantos los días de silencio, callando siempre, callando a todos. Con Lucía hablar es fácil. Marcela ha llorado, también. No supo exactamente por qué: quizá porque Lucía es tierna. Largo rato, sentada ante la camilla, en la galería, ha escuchado lo que Lucía contaba: la llegada de Dorila, acompañada del marido, cuando la muerte del padre. —¡Si vieses qué buenazo! Anda tras ella como si no supiera moverse solo. Me quedé pasmada al ver a Dorila. ¿Te acuerdas que era esbelta? Ni las fotografías pudieron darme idea de cómo está: desdoblada, enorme. Guapetona de cara, y aquella piel tan blanca que tenía, como requemada. Se le han puesto los ojos lánguidos: nunca los tuvo de soltera. Y se ha vuelto calmosa como su marido, no me parecía mi hermana. Se ponía pieles hasta para andar por casa. Mamá le apilaba mantas y más mantas para que no se nos enfriase por las noches. Se quejaba del frío y de la lluvia. Estuvieron poco tiempo, de barco a barco. Al venir, decían que era por una temporada larga, pero, claro, les tiraban los hijos. Marcela vio los retratos de aquellos niños. —Cuando se fueron, Dorila lloraba y nosotros también. Lucía no explicó que, al volverse su madre para entrar en casa, suspiró, y se cruzó su mirada con la de ella. Ambas, sin atreverse a confesárselo, se sentían más cómodas. —¿Te acuerdas, Celiña, en Las Puentes? Yo te contaba que a Dorila le gustaba Álvaro. ¡Quién me había de decir que sería tu marido! Y Marcela se echó a llorar. —Pero, mujer… ¿Qué te pasa, mujer? Trató de consolarla, asustada por aquel dolor. Mar cela lloraba con un lamento repetido: —¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! —como si el quejarse fuera liberándola de un peso. —¿No creerás que hubo nada entre Dorila y Álvaro? —se sobresaltó Lucía. Marcela niega con la cabeza. —Álvaro, bien lo sabes, sólo te quiso a ti. Marcela se seca los ojos. Alza el rostro, mira a Lucía de hito en hito: —Álvaro casó conmigo, porque Tula muriera. Lucía se llevó la mano a la boca para no gritar. Le parece mentira lo que ha escuchado. —Pero, Marcela, Marcela… Lo que va a decir semeja una traición a Tula, pero sabe que es la verdad y no puede mentir, ni por compasión hacia su hermana. (Tula, ¿nos escuchas?) Por deseo de su madre, yace su cuerpo en la capilla del jardín, al pie del altar de Santa Ana. Tan cerca, y tan lejos… Quizá Tula adivinó desde allí, la pasión de Álvaro, quizá la mañana aquella que se perdió en la fraga, las hojas de los eucaliptus, al moverse, vinieron a contarle que se había dormido bajo su sombra. Quizá, entonces, Tula, con aquel gesto petrificado de sus manos juntas, ha rogado por él. ¿Le vio entrar en su cuarto y acodarse en la ventana?… Quizá. Y llegado el momento de darse toda, fue su mismo espíritu el que le dijo: «No me has amado nunca». Impasible, acostada sobre la piedra, supo que otra se lo llevaba. En el jardín, sin reparar en la ventana abierta de la capilla, lo comentaba doña Lucía: «¡No puede ser! ¡No puede ser!»… Y una de las mozas, cargada con un haz de hierba, pasó riéndose: «O primo dos señores casa con una come nosoutras». ¡Dejad dormir en paz a la que duerme! —Álvaro nunca quiso a Tula. —Quiso, sí —terquea Marcela. —¿Por qué lo piensas? ¿Porque venía aquí, tarde tras tarde, mientras estuvo enferma?… ¿Porque le regalaba libros? Marcela se muerde los labios. —¿No comprendes que le daba pena?… Le ha dolido decirlo, como si su hermana estuviese allí, y le matase su ilusión. Álvaro se pregunta por qué Marcela le mirará esta noche con tanta fijeza, y como si indagara algo. Está triste: junto a su butaca tiene la mesita, con su libro encima y el cuaderno donde va apuntando, minuciosamente, todos los textos consultados. Pero esta noche ha trabajado poco. En la esquina, a la derecha de la chimenea, le parece ver a don Francisco —don Francisco no apea el don, que le sirve de contrapeso a sus pocos años—, moreno, nervioso, triscando los dedos. Álvaro lee en el otro la misma pasión que a él le consumió. Tiene miedo: «Las aguas mansas»… Tras la calculadora apariencia del juez, adivina el ímpetu: «Son los peores». Es como si viera una garza, en los arenales, y al cazador que la apunta: teme por la garza. De un tiempo acá ha sorprendido a Marcela sonrojándose, sin motivo, Ahora mismo, ¿qué remueve las aguas de sus ojos? Los ve turbios, como si una mano o un viento los agitara. Contesta a sus preguntas, y vibra en su voz un matiz nuevo: —Jorge llegara así que me iba yo. Van todos de negro, la señora también. —¿Qué te contó tía Lucía? —Llevóse al niño, no estuvo conmigo. —¿Y Miguel? ¿Le viste? —No le vi, que no vive allí. ¿Por qué le mirará hoy mientras habla? —Casó con la Saruca y fuese a vivir con ella, que nunca le convencieran de llevarla para la casa. Los hijos sí que los tiene la señora, díjome Lucía que don Enrique lo mandara, y jugaron con el nuestro, aunque son mayores. Álvaro siente una gran pena; una casa deshecha, nunca será lo que era. Esos hijos, venidos tarde a ella, ¿comprenderán lo que significa? Casi se alegra de estar condenado a aquel sillón, y no enterarse de cómo cambian las cosas y las personas. La última vez que estuvo en Cora fue acompañando al derribado corpachón de don Enrique. A la vuelta del cementerio, aún olía la casa a cera, a flores, y estaba entornada la puerta de su cuarto. Se alegra de no volver allá. Marcela, por detrás, se acerca a su butaca. Con brusca destreza, la empuja, la conduce, llevándole hacia la alcoba. Para llegar hay que atravesar el largo pasillo. Álvaro apoya la cabeza en el respaldo: nunca, como hoy, ha sentido la humillación de necesitar de ella. Marcela le lleva. «Dios mío, ¿para qué vivo? ¿Por qué prolongarlo?»… Las ruedecitas de goma chirrían blandamente sobre la madera encerada. «El hijo, sí, ¿cómo ha dicho Marcela?… ¡El nuestro!» Entra Daniel, le coge en brazos. Álvaro adivina el gesto: «¡Aúu…!», como cuando tiran, a peso, al carro, los haces de trigo. Pero él no es trigo, ¿qué más quisiera?… Hoja seca, ramallada. —Buenas noches, señor. Daniel se aleja. Oye el ruido de sus pesadas botas, subiendo la escalera… Daniel anda, Daniel tiene unos pies enormes que le sostienen, y unas piernas musculosas que le llevan adonde quiere. Marcela ha apagado la luz. —Voyle a entornar más las contras, que llueve. —¡Deja que llueva! Deja… Es lo único que consuela. Adivina la sombra de Marcela cerca de la ventana, envuelta en su flojo camisolón. Álvaro, desde niño, no había llorado. XXXII —¿Y, QUÉ, SIEMPRE TRABAJANDO? —pregunta don Antonio, al par que acerca sus manos a la chimenea—. Brrr… ¡Qué frío! —No está usted mal aquí, calentito en su manta, al lado del fuego —el médico hoy tiene la punta de la nariz morada. No se sienta. —Gracias —dice a Marcela, que le acerca una silla—. Pero, con tu permiso, voy a entrar en calor. Entrar en calor, para don Mariano, consiste en pasear impaciente, de arriba abajo del comedor, sacudiendo los pies contra el suelo, y frotándose las manos. —El fuego es un vicio. Se acostumbra uno a él, y luego… Álvaro piensa que ahora tiene frío siempre, como si no le circulara la sangre. Desde la caída, no ha vuelto a sentir calor. Boqueaba la primavera cuando el accidente, pasaron verano y otoño, y ya en lo más crudo del invierno apenas nota la diferencia. Sus manos están siempre heladas, y ha tenido que hacerse a usar mitones. Además, el no sentir las piernas causa frío. El cura ha extendido los pies hacia la chimenea. —Pues yo, la verdad, mientras pueda pasar calor… Hoy, como había llovido tanto, se metían las ruedas en el fango, que creí que no llegábamos. Don Francisco dejó en el vestíbulo su gabardina. Sentado al lado del sacerdote parece recién lavado, en contraste con las raídas ropas, y la barba de un día de don Antonio. Porque, cuando hace frío, don Antonio no se afeita. —Qué exagerados son ustedes — dice el juez. Se repantiga en su asiento, y sonríe. —Usted puede sonreír, que yo tampoco a sus años tenía frío. Álvaro desearía que se callase don Antonio. —Es como Marcela; ahí la tienen ustedes, con manga corta. —No hay mejor calentador que la sangre joven —remata don Mariano. Marcela se ha puesto colorada. Don Francisco la mira y ella no sabe qué hacer con sus manos. Por disimular su rubor se aparta de la mesa en que se apoyaba, y se acerca al aparador, prepara vasos sobre la bandeja de plata, baja de un estante la jarra tripuda, de blanca loza. —A mí, en taza —pide don Mariano —. Que el vino del Ribero hay que tomarlo en taza. —Y sabe mejor en jarra que en botella —apostilla el juez. Marcela se acerca con su bandeja, la posa al borde de la mesa. ¡Qué tontería! ¿Por qué le temblará tanto el pulso? Don Francisco, cuando coge su taza, no la mira. Está molesto, porque desde que Marcela ha tomado la costumbre de pasarse la tarde en Cora le roe la desazón: «¿Estará? ¿No estará?». La duda le espolea, el temor a no hallarla le enardece. «Subiría igualmente si no estuviese ella», se dice a sí mismo, a solas, en su casa. Pero, si al llegar ve la silla vacía, y que Marcela no está, le parece que la mirada de Álvaro se ríe de él. «Está loco, dejar a su mujer sola, por esos caminos.» Sabe lo que es desesperarse mientras oye la rutinaria conversación de los otros. Procura siempre alargarla por dar tiempo a oír en el portalón la bocina del coche, llamando. Al subir, uno de los días, se clarea con el doctor: —Yo creo que podemos estar allá hasta que llegue su mujer, y así nos baja el coche a la vuelta, ¿no le parece? —Es verdad —observa don Mariano. El juez ha calculado mal: sabe que a don Mariano le gusta tomar en todo la iniciativa, y ha contado con ello. Pero don Mariano, por una vez le brinda la idea: —Me decía don Francisco… — dice, inclinándose hacia el paralítico. Don Francisco vuelve su rostro hacia las llamas; no sabe que así Álvaro lee mejor en él. —… podíamos esperar a Marcela para aprovechar el coche. Álvaro mira el rostro del hombre, huidizo. Contempla la ingenua, interrogante expresión de don Mariano. —Como ustedes quieran. Pasado el mal momento, don Francisco se alegra. Ahora puede permitirse el lujo de fingir indiferencia los días que Marcela está; adivina los ojos claros que, como la paloma al señuelo, vienen a sus gestos, caen en él. Don Francisco echa el cuerpo hacia atrás, cruza las piernas, fuma, y tras el humo parapeta sus ojos agudos, entrecerrados. Marcela, aunque no lo distingue, sabe que la está mirando. Cuando se marcha, queda en el cuarto el olor dulzón de sus cigarrillos. Ermitas manotea. —¡Jesús, y qué manera de fumar! Ponen el cuarto como la taberna. Con su permiso, voyle a abrir la ventana. El aire frío acuchilla; todo lo limpia el aire. Álvaro pone la mano sobre los cuadernos y los papeles de la mesita a su lado, para que no vuelen. Marcela coloca las sillas en su sitio; aspira despacio, fuertemente, aquel olor que la adormece y que se va. «¿Qué te pasa, Marcela?», desearía preguntar Álvaro. Tenerla allí, apoyada en sus rodillas, levantar su cabeza y mirarla a los ojos, hasta el fondo. «¿Qué te pasa?»… Siente como si fuera más blanda. Muchas veces, ahora, encuentra sus ojos pensativos mirándole. «¿Qué quieres saber, Marcela?» Marcela piensa que él no la observa, y maquinalmente se acerca a la chimenea. Se sienta en la silla en que don Francisco se sentó. Con la mano como perdida, como si no se diera cuenta de lo que hace, palpa el brazo de madera de la butaca; pasan los dedos arriba y abajo, abajo y arriba. Encuentra los ojos de su marido y se sobresalta. Vuelve en sí, se pone en movimiento; un movimiento brusco y febril. Emprende, sin duda para engañar a la vitalidad que la agobia, inútiles trabajos. Una de las veces, desde el comedor, Álvaro escuchó el ruido de los muebles de la sala, corridos de un lado a otro. Hasta él llegaron los pasos de ella y el chirriar de los goznes de las ventanas al abrirse. Luego se puso a cantar. Su canto era como una explosión, y escucharla una agonía. Cuando llegó el aturuxo, sintió Álvaro que se le quemaba la sangre en el loco deseo de levantarse para acudir a aquella llamada de mujer. Subía el grito agudo, terrible, no se sabía si de alegría o de dolor; ¡las dos cosas se parecen tanto! Quedó aplanado, deshecho. Nada podía hacer por defenderla. Puede uno defender a quien quiere de las causas externas, pero de sí mismas, no. —Le noto a usted alterado. Hay que cuidarse, hombre —reprende, afectuoso, don Mariano. El médico, de cuando en cuando, se empeña en tomarle la tensión. Sube con la caja negra del aparato, y, quieras que no, le obliga a quitarse la chaqueta y enrolla la goma sobre el brazo, donde se abultan las venas. A Marcela le da miedo y no mira. Don Francisco sigue la oscilación de la aguja, intentando descifrar; hay una leve sonrisa de superioridad en su rostro. Álvaro la ve; siente vergüenza por la piel rugosa de su brazo, por aquel bíceps que fue un día poderoso, y que ahora es delgado y flácido. Se sobrepone. —¿Cómo va esto, don Mariano? ¿Me muero o no me muero? —Muy alta la tensión. Poco líquido, nada de carne, vida tranquila… Álvaro sonríe, con dolorosa ironía: —¡Más tranquila! —En tiempos de nuestros padres no había estas cosas, y la gente vivía muchos más años —comenta el sacerdote—. Y comían y bebían que daba gusto verlos. —Sí, y luego decían que se morían del cólico miserere —refunfuña el médico. Don Francisco, cuando Marcela no está, charla con el oído al acecho de la bocina llamando en el portón. —Nos vamos pronto, no sea que se nos escape Andrés. Álvaro podría decirle por qué se va. Se va porque así encuentra sola a Marcela, lejos de sus ojos. Se va, porque así se cruza con ella subiendo la escalera, y se detiene a saludarla, o la ayuda a bajar del coche al pie de la solana; él lo lee luego en el rostro encendido. Marcela, la primera vez que, abierta la portezuela, vio la mano del juez tendida, se hizo atrás. —¿Baja usted? —preguntó don Francisco. Cubría con su cuerpo la portezuela, y Marcela sólo alcanzaba a distinguir medio cuerpo de sus dos acompañantes. Y los ojos duros, ardientes y rencorosos que la miran. Marcela se sofocó. Mientras subía, con la respiración agitada, don Francisco se acomodó en el coche, donde aún quedaba su calor. Escucha apenas la conversación durante el camino. Tampoco piensa. Un torbellino de deseos le arrastra. «Prudencia», se recomienda a sí mismo. Los árboles que pasan, las congostras que sortean, los tumbos que da el coche, todo vertiginoso y violento. Vuelve a ver el pecho que sube y baja precipitadamente, el rubor que invade hasta el escote… —¿Decía usted, don Antonio? Marcela huye y anhela el momento aquel. Va a menudo a Cora, y a la vuelta, desde el crucero, le parece que se ahoga. Daniel abre el portón. «Quiero subir sin que me vean; no quiero verles», se repite. Sin embargo, siempre tropieza con ellos saliendo de la solana, cediéndola el paso. Don Francisco deja que los otros la saluden primero y vayan bajando. —Buenas noches —dice el juez. Ve el rostro turbado, y sonríe. También Álvaro lo ve cuando ella entra; con el butacón ladeado, de espaldas a la puerta, tendría que volverse un poco para divisarla en el umbral, pero la llama siempre: —¡Marcela! Marcela siente una pena muy grande, y no sabe cómo librarse de ella. No sabe a qué obedece, pero sabe que la tiene allí, pesándole en el corazón. Y por eso Marcela va a Cora, y charla con Lucía, y ríe hasta llenársele de lágrimas los ojos, y Lucía se inquieta. Por eso, para olvidarla, inventa quehaceres en la casa, y huye de quedarse quieta, sentada frente a su marido, porque si le mira le sube un dolor sordo, un llorar sin lágrimas. Por eso, quizá, Marcela busca la ansiedad que despierta en ella la sonrisa del juez, aquel vértigo repentino de saberse mirada por sus ojos. Marcela, a solas, ha llegado a pensar: «Si yo me hubiese casado con un hombre así, un hombre como éste.» Y cuando quiere imaginarse cómo hubiera sido, se encuentra con que está recordando los días primeros de su boda, y no es don Francisco, es Álvaro quien se acerca en la penumbra de la habitación, es Álvaro quien da vueltas y vueltas por el cuarto. «Voy a salir, Marcela, ¿vienes?» Y se le salta el corazón porque cree escuchar el ruidito que hada con la llave en la cerradura al volver. Ella había quedado como muerta, sentada en una silla, cuando marchó, y le parecía que estaba sola y perdida. Pero, precedido por el rumor de la llave, divisaba en la puerta la corpulencia del amo, y el corazón volvía a su sitio, y la calma renacía. ¿Cómo la amaría un hombre más joven? Son los brazos de Álvaro los que se figura de nuevo rodeándola, estrechándola. Y Álvaro que la mira, que la observa, ve los labios entreabiertos, la respiración jadeante. Santo Dios, ¿en qué piensa Marcela?… Él, que no temió su rudeza, teme su suavidad. «Antes me rechazaba, o me toleraba, porque me consideraba como un hombre.» Ahora diera cuantos años le quedan por verla de nuevo erguida, desafiante, hirviente de vida, a la defensiva. Esto se ha acabado, todo ha terminado para él. Ahora sólo queda una mujer, bruscamente piadosa, que le trae y le lleva; que no le concede la limosna de rebelarse, quizá por una íntima sensación de culpabilidad. Álvaro, a veces, ha tenido ganas de hablar claro. «Mujer, ¿de qué te culpas?… La noche aquella salí como ciego, porque, de quedarme creo, sí, que te hubiese golpeado, que hubiese aporreado tu boca que me hacía tanto daño. Cogí el caballo como quien se tira al mar. No le sujetaba; me dejaba llevar por él, espoleándole. “¡Hop, hop, hop!” Le clavaba las botas en los ijares, le golpeaba la barriga. “¡Hop, hop!” El “Gallardo” no está acostumbrado a que le castigue, y comenzó a revolverse; se resbalaba sobre los cantos aún mojados. Me di cuenta del peligro cuando empezó a espantarse, mordiendo el bocado. Pero nada podía contenerme: “¡Hop, hop!” Vagamente me di cuenta del peligro: “Me voy a matar. Dios, hoy me mato… ¡Hop, hop!”… No podía detenerme; era más fuerte que yo.» ¿Qué ocurriría si él hablase así? ¿Puede hacerlo? ¿Es estrictamente verdad que así sucedió todo? No está seguro. Tampoco los árboles, cuando los derriba el tumbaloureiro, saben si ellos se ofrecieron para que les abatiera, si no opusieron suficiente resistencia, si se emborracharon con el ímpetu del vendaval. La única verdad es ésta: el no hace responsable a Marcela; él no culpa a Marcela. Pero Marcela lo ignora. —A ver si subes un día a ver a tu primo —ha oído decir a tía Lucía. —Ahora tengo siempre tanto trabajo —responde Jorge—. ¿Qué dice Marcela de él? —Que está bien. ¡Qué entiende ella! —No sé cómo vive. —¿Y qué quieres que haga, hijo?… Resignarse. —Cualquier cosa —masculla Jorge. Marcela, que «no entiende», ha comprendido, sin embargo, perfectamente la intención. «Cualquier cosa», ¿por qué?… La tiene a ella, tiene al hijo, tiene a la casa. Aviados quedaban si faltara el amo. No más horrores. Marcela aparta el pelo de su cara como si apartara una pesadilla. Al llegar a La Sagreira miró a Álvaro; tuvo ganas de arrodillarse, de juntar las manos y orar. ¿A quién? Quizá a él mismo. Él no hará «cualquier cosa»; él no es como su primo, que si le quitan de trabajar en el campo y de montar a caballo, no sabría qué hacer. Álvaro — Marcela lo sabe—, está por encima de los demás, de todos. Álvaro escribe. Obscuramente sube en ella el respeto supersticioso de los campesinos hacia la palabra escrita. ¿Por qué piensan que Álvaro es un inútil, como ha oído decir a las criadas cuando alguien les pregunta por el mal del señor?… No está inútil para saber que es ella su mujer, para ser el amo de La Sagreira. Desde su sillón, manda fuerza su marido; allí vienen a rendirle cuentas los caseros, a pedirle que ordene techar sus casas, o que les perdone la renta. Al brazo de su butaca se apoya el hijo para hablarle, y entre los flecos de su manta vigila o duerme el «Chinto». Él es el amo; cuando vienen don Mariano, don Antonio y el juez, les sirve de su vino, les ofrece de sus viandas. Y Marcela sabe, confusamente, que es más noble la mano que tiende que la mano que toma. Ya puede don Francisco buscar su mirada, hablar en voz muy alta, reclamando su atención, pedir más vino para que ella lo sirva. Las palabras de Jorge han despertado un temor en Marcela, y aquel temor la invalida para todo lo demás. Álvaro siente, sin razonarlo, que Marcela se cobija junto a él como el «Chinto» en su manta. Sigue marchando a Cora, y antes de hacerlo, desde la puerta se vuelve, con una mirada entre suplicante y medrosa. —Habrá que ir a Santa Marta a ver qué pasa con el pleito del Quintín — dice tía Lucía una tarde de aquellas. —Ya fui —contesta Joaquín—. Francisco me aseguró que lo dieras por ganado. —Tendremos que convidarle; siempre le estamos pidiendo favores. Marcela se ha puesto roja. Pero ya no se sorprende el día que al llegar a Cora lo encuentra allí, sentado ante la camilla, únicamente desearía no haber venido. Meriendan sentados en torno a la mesa redonda, y Marcela, asombrada, comprueba que don Francisco es diferente de como le creía. Bromea y ríe, se frota las manos, habla con Lucía en tono festivo, y Lucía le contesta, complacida. ¡Qué tonta ella, creyendo que sus ojos la buscaban, que sus palabras se las dirigía! Don Francisco, hábilmente, lleva la conversación. —¿Es su hermana? —pregunta, cogiendo un marco que contiene un retrato de Dorila en los años jóvenes. Dorila está sentada a la orilla del río, apoyándose en un brazo extendido. —Es. ¡Entonces estaba tan guapa! —También lo está ahora —defiende la madre—. Pero los años no pasan en balde. —No se parece a usted. —No; era muchísimo más guapa. —Tiene un marido que es un pedazo de pan. —¿Mayor que ella, no? —Catorce años. Pero la ha hecho muy feliz. El hombre debe ser un poco mayor siempre, ¿no cree usted? —Le diré… La voz insinúa, sonriendo: —En mi carrera he visto tantas cosas… Don Francisco no ha mirado una sola vez a Marcela para no turbarla. Cuenta ahora, pausadamente, algunos casos de infelicidad conyugal, que terminan en tragedia. Don Francisco adorna sus relatos con comentarios personales. «Claro, él era un viejo y ella una muchacha… Me llamaron para levantar el cuerpo. ¡Tan joven!… Se le secaba la sangre y las moscas se le posaban encima. Yo las espanté porque me daba pena.» Marcela siente que se le erizan las carnes; tiene miedo. Le parece escuchar las mismas consejas que la espantaban de niña, en la lareira. ¡Que se calle, por Dios! —¡Jesús, qué cosas cuenta usted! — se escalofría doña Lucía. —La vida, señora, la vida… Cada edad pide lo suyo. Hasta muy tarde, ya en su casa, Marcela seguirá pensando en lo que ha oído: el cuerpo, casi núbil, de una muchacha, la navaja barbera clavada en la tetilla, y las moscas revoloteando sobre ella. Cree ver a don Francisco, enjuto y serio, espantando las moscas con la mano. Por la noche, en la cama, se lleva la mano al pecho. Álvaro está quieto en la suya; no puede levantarse ni herirla aunque quisiera. ¿Pero, qué cosas va a imaginar? La obscuridad le semeja un monstruo al acecho. Procura dormir. No sabe que, en su sueño, se incorpora, jadea, grita como si la desollaran. —Marcela, ¿qué te pasa?… ¡Despiértate, Marcela! Álvaro ha encendido la luz, y Marcela se encuentra medio incorporada en el lecho, sin saber muy bien dónde está. Le mira con las pupilas dilatadas; aún tiembla en el aire su último grito. —No sé qué me pasaba. Soñaba que… —No pienses más en ello, Marcela. Duerme. Marcela apoya su cabeza en la almohada y obedece a la voz apacible. XXXIII ÁLVARO, AHORA, cuando Marcela marcha a Cora, vive pendiente de la llegada de los tres amigos. Si falta el juez ya no pregunta: «¿Y don Francisco?», porque ya sabe dónde está. Se lo dijo don Mariaano, simplemente. —Don Francisco nos hace rabona, que se divierte más en Cora que con nosotros. Claro, la juventud… Inútil rebelarse. Álvaro mismo les ha abierto la puerta; Álvaro mismo empujó a Marcela para que se ausentara. ¿Cómo no contó con la astucia de aquel hombre que sabe lo que quiere? Álvaro no pierde la serenidad en medio de aquel dolor lancinante que taladra. No duda de Marcela. Sabe que es leal; porque lo es —lo ha sido siempre— en su querencia hacia la casa, hacia los campos donde vivió. Lucía le contó que en Las Puentes buscaba a La Sagreira con la vista. Pueden sorprenderla en su simplicidad o en aquel ímpetu de su sangre moza; pero, a sabiendas, Marcela nunca emprenderá un camino torcido, ni se doblará al engaño. «Soy para ella como la cama donde duerme, como los cipreses ante los balcones, o el paisaje que ha visto desde que nació.» Marcela no sería desleal a su tierra ni a sus árboles. Él es tierra y árbol, para Marcela. Marcela languideció, y se le tomó terrosa la piel, cuando estuvo en Lugo, en el colegio. Álvaro, que sabe todo esto, se siente orgulloso de ella. Pero he aquí que cuando la tiene en casa, junto a él, comienza a cavilar. La ve cambiada; incluso físicamente, más plena, más suave. No le parece Marcela. Tiene un aplomo nuevo. Como ya no pasan el día entero juntos, hay siempre algo de qué hablar; él pregunta, y Marcela contesta. Cuenta las cosas a su modo, con su voz obscura y cantante, de aquella manera ingenua que antes le irritaba y ahora le emociona. Sufre por ella cuando la ve con la vista perdida, obsesionada. ¿En qué piensa? ¿Qué palabras se repite? —¿Y tu marido? —ha preguntado tía Lucía, buscando sus ojos. Y los de tía Lucía eran fríos, reprochadores. Marcela los ve aún; la persiguen. ¿Qué reprocha tía Lucía? —¡Pobre Álvaro! Qué invierno tan largo para él. —Él quiere que venga —dice Marcela, con voz atragantada. Huye de la mirada del juez, posada sobre ella como la garra de un gavilán. —A estas horas está siempre acompañado —explica Lucía, generosamente. —¿Lo está? —pregunta el juez. Marcela levanta la cabeza y le mira. ¡Qué cosas tiene! ¡Cómo si él no lo supiera! La insidia de la pregunta se le clava en el pecho; quiere revolverse bajo aquellas pupilas sarcásticas: —Bien lo sabe —dice, retándole con la vista—. Don Antonio y don Mariano suben allí todas las tardes. «Y antes también usted», tiene ganas de gritarle. Don Francisco hace con la mano aquel gesto vago y ampuloso que ella conoce tan bien, y que hoy le semeja aborrecible. —Don Antonio anda con la Novena, me parece… Los ojos de doña Lucía miran a Marcela como si hubiese querido mentirles. Marcela desea levantarse gritando su verdad. Pero, ¿qué se han pensado? Está aquí porque él quiere; ella no ha pedido venir. Y dice la verdad. Si don Antonio tiene ahora Novena, no es culpa suya. Le gustaría abofetear al juez, cuya sonrisa triunfa; el juez que va metiendo, con sus palabras reticentes y su sonrisa turbia, la sensación de que ha obrado mal, de que es inútil, que algo malo ya está hecho. La sonrisa también parece decir: «¿Ves? No es tan terrible, después de todo.» Don Francisco toma el vaso y bebe parsimoniosamente. —Con esta epidemia de gripe, poco podrá subir don Mariano a La Sagreira. Marcela siente que se ha hundido, y que desde allí abajo es difícil subir. Los ojos de tía Lucía son duros e implacables. Lucía parece abochornada, y desvía los suyos, molesta. —Él quiere que venga —repite de nuevo, estrujando sus manos. Ninguna otra cosa puede argumentar. Brava, desearía plantarse frente a don Francisco y zarandearle. Siente como si la hubiera dejado desnuda a los ojos de todos. Don Francisco, ahora, da pequeños golpecitos con la cuchara sobre el plato. Ya está. Marcela se debate con sus palabras. ¿Qué puede decir? ¿Que ella no sabía que su marido, por las tardes, estaba solo? ¿Quién se lo creería? Y si no lo sabe, es su culpa, dirán. Álvaro pregunta siempre a Marcela; Marcela nunca a Álvaro. Así ignora lo que con él se relaciona. Pero esto no puede explicarse, no puede decirse. Marcela, pálida y con los ojos brillantes, aguanta el golpe. No se marchará ni un minuto antes que los otros días; ella no ha hecho nada malo. No se irá. En esto piensa Marcela con la vista perdida. En esto y en que duda si darse por enterada. ¿Qué puede preguntar a su marido? Y si él no lo ha dicho, si ni siquiera ha rozado nada sobre su soledad, ¿no será, quizá, que desea estar solo? Álvaro ve a Marcela erguirse, y enderezar el pecho. Los ojos tienen reflejos de acero. ¿Qué ha decidido Marcela? Marcela irá hoy, por última vez a Cora, pero irá. Si dejase de ir creerían que la han avergonzado con sus palabras, que estaba enterada de todo y quería engañarles. Irá, hoy que les consta que lo sabe, para que se enteren bien que no fue su intención mentir, y que cumple, yendo, un deseo de Álvaro. Desafiará los ojos censores de tía Lucía, los apesadumbrados de Lucía, los calculadores y triunfantes del juez. «¿Ves? Tu marido está solo y tú estás aquí. No sabías que estaba solo y no te importaba. Lo que no se sabe, Marcela, no duele.» Marcela va. Álvaro, sentado junto a la chimenea la mira partir. ¡Dios, qué agonía! Ve las pupilas chispeantes como pedernales, y el aire de empuje de la mujer. ¿Qué emprende Marcela? ¿Dónde va Marcela? «¡Espera!», desea gritar. Humillarse, rendirse, sujetar por los brazos la mujer que se va. Hace un esfuerzo sobrehumano. Aferra las manos sobre las asas del butacón y quiere erguirse, ponerse en pie, defender lo que es suyo. Apela a todas sus fuerzas. «¡Dios mío!» Las venas del cuello se hinchan, se abultan, como cuerdas nudosas. Tiembla la barbilla. «Espera…» Aprieta la mandíbula. Ve rojo. Bailan las llamas ante él, disgregándose en mil centellas. Álvaro se echa atrás en el butacón. Marcela se ha ido. Aspira fuerte el aire para saturarse de aquel olor que siempre amó en Marcela. No ha servido de nada su voluntad; quiso levantarse y no ha podido. Ahora jadea, y le zumban los oídos y las sienes. De prisa, de prisa, bailan las centellas, que poco a poco empiezan a borrarse, lo mismo que si una bruma, la bruma que tantas veces contempló sobre la ría en el atardecer, flotase ante la chimenea. Se tuerce la boca en una risa dolorosa; centró toda su alma, toda su fortaleza en levantarse; siente como si algo, a impulsos de ese esfuerzo, se hubiera roto en él, fluyera, y, sin embargo, sólo consiguió ver sus manos temblando sobre el butacón, y este ahogo que le impide respirar bien. Calma. Hay que tener calma. Su cabeza se hace líquida, siente como una lava de sangre, cálida, precipitándose cuerpo abajo. Quiere llevarse la mano a los ojos para restregárselos. «Es imposible que la bruma haya entrado en el cuarto con la ventana cerrada.» ¿Por qué su mano no le obedece?… ¡Cuánto pesan sus manos! Desde la bruma, perdido en la bruma, oye un aullar lastimero. «El “Chinto”», piensa, débilmente. Y quiere sonreír. La bruma no ha entrado en el cuarto. No ha podido entrar porque la tarde hoy es dura y descarnada, y el aire helado que sopla sobre las cosas las desnuda de misterio. Marcela no siente el frío porque está acostumbrada al aire libre. Dentro del coche se defiende uno bien. En Cora todos meten los pies bajo la camilla menos Marcela. Al verla aparecer, firme y resuelta, han quedado sorprendidos. Sorprendidos todos, exceptuando a don Francisco. Marcela adivina lo que piensa tía Lucía, lo que se le escapa de los labios y lucha por retener. —Con una tarde así, dejar a tu marido solo. —¡Pobre Álvaro! —se deduce también del gesto piadoso de Lucía. —¿Tú, Marcela? —pregunta Joaquín. Y en aquel, «¿Tú, Marcela?» hay el desprecio que quiere hacerse notar. Solamente don Francisco no parece sorprendido, y le daña más la sonrisa acogedora de él que las palabras o los pensamientos de los otros. Don Francisco sonríe. «Estás aquí. Sabes que está solo y estás aquí. Por algo se empieza.» Marcela, ahora, comprende que su soberbia la ha equivocado. Lo dice la sonrisa vencedora del juez. No agacha la cabeza. Con la saliva amarga se sienta a la camilla. Lucía habla de prisa, jovialmente, para disimular la fría acogida. Su madre se va. Con cuidado dobla la labor, envuelve el bastidor, y sale. Marcela sabe que si quedara sola con Lucía podría explicarse, pero con Joaquín y don Francisco delante, no. ¿Y qué puede decir? ¿Cómo culpar al juez? ¿Qué culpa tiene? Marcela, hirviente de un furor contenido, le mira. Don Francisco siente el espoleo de su mirada. Don Francisco, suavemente, contesta a Lucía, y entre los dos la tensión va cediendo, pese al obstinado silencio de Marcela, pese al gesto agrio de Joaquín. —Ve a buscar a mamá para merendar —dice Lucía a su marido. Joaquín adivina lo que pasa por el bondadoso corazón de su mujer; hay que compadecer a Marcela; no se puede juzgar sin más ni más y, sobre todo, pensemos lo que pensemos, no hay por qué dar, tres cuartos al pregonero. Y el pregonero, hoy, se llama don Francisco. —Un día de estos volveré a La Sagreira —dice don Francisco. ¿Qué quiere decir con eso? ¿Qué le importa a ella? El mal ya está hecho; en Cora, tampoco la quieren. No llorará delante de él, aunque lágrimas ardientes de humillación, de rabia, le arrasan el pecho. Si él va a La Sagreira, ella saldrá del cuarto. ¡La Sagreira! ¿Por qué salió de allí? ¿Cómo se dejó convencer a abandonar el arrimo de Álvaro, que es el único sitio seguro del mundo? A Marcela se le antoja ver a su marido junto a la chimenea, leyendo o mirando hacia el fuego. «Desde mañana yo también», se promete. No le importa ya que piensen si es mentirosa o no, si ha querido engañar o no, si abandonó o no a su marido. Lo que importa es estar allí, cerca del fuego, viéndole pasar las hojas de su libro, o distraído, o jugando con el hijo, o acariciando al can. Aquello es vida. Su vida. Y ya no la encuentra ni monótona ni árida. —Voy por mamá y Joaquín. No sé lo que les pasa —disculpa Lucía, apurada. Marcela no tiene tiempo a darse cuenta de que ha quedado sola con don Francisco. No ha oído lo que ha dicho Lucía. Sabe que hay que hacer algo, decir: «Lucía, no». Instintivamente se vuelve hacia el juez, y desde su asombro siente unas manos ardientes en su talle, y precipitada, hambrienta, una boca sobre ella. Se levanta, le empuja. La boca se aplasta contra su garganta. Marcela lo rechaza. Con un desplante de hembra, forzuda y aldeana, lo rechaza con fuerza tal que don Francisco se tambalea. Asqueada se lleva la mano a la garganta. La verdad cuesta en adentrársele. «Me ha besado. Me ha besado…» No se da cuenta de que el juez, humillado y lívido, se acerca de nuevo. Marcela se lleva las dos manos a la frente: —¡Ay! —grita. Es un grito terrible y desgarrador. Lucía acude, asustada. —¿Qué pasa? Marcela, ¿qué te pasa? ¿Dónde vas? Sale en pos de aquella mujer alocada, que corre con la cabeza entre las manos. Ni se ha fijado en el juez: —Se ha vuelto loca. Detenedla; se ha vuelto loca. —¡Ay! ¡Ay!… ¡Ay! —grita Marcela, como en un paroxismo. Andrés abre la portezuela del coche. —¿Qué le pasa? ¿Se ha puesto enferma? —A casa. Vamos a casa —repite Marcela. Lucía junta las manos y la ve marchar. ¿Qué ha pasado, Dios mío? Marcela no está bien de la cabeza. —Vamos a casa. A casa —gime Marcela, sollozando por fin. Llora. Hoy no llueve, pero ve al paisaje a través de sus lágrimas como lo vio en los días de aguacero. Gritar la desahogó; ahora comprende por qué gritan las madres en la aldea cuando mueren los suyos. Llorar la lavó; arrastró lo turbio que se removía en ella por dentro. Reblandecida por el llanto, como la tierra se ablanda con la lluvia, pensó, no ya con dolor, sino con gozo, en la casa a donde iba, en el hombre que la aguardaba. Se llevó la mano a la garganta. «Me han besado aquí.» Le parecía lejano; aquello no había ocurrido unos momentos atrás. Se lo diría a Álvaro; cabía callar y estarle cerca. Pero no; hoy hablaría. Quizá, cuando él la viese entrar lo comprendería ya. Tenía unos ojos que llegaban hasta el fondo. Unos ojos como los de Alvariño. ¿Hablaría o no? ¡Qué importaba! Todo había cambiado. Allí estaba su vida, y su vida no era sólo La Sagreira, y los campos, y el hijo, por mucho que supusieran. Su vida, y al pensarlo se quedó fría, como cuando oía las campanas, era Álvaro. ¿Cómo no lo había comprendido antes? «Meu home», murmuró con las manos apretadas. Según el coche traqueteaba, corredoira adelante, vio a Álvaro defendiéndola de los insultos del Juan, en el granero; a Álvaro cabalgando con ella hacia Cora, y separando las ramas para que no la dañasen. Álvaro, por las noches, cuando tenía miedo; Álvaro enfadándose en la vendimia porque los mozos la miraban. «Tenía celos.» Marcela rió entre sus lágrimas. «Tenía celos.» Luego, sonriendo tímidamente, como si él estuviera delante, pensó: «Yo también.» Celos de Tula. Celos del libro que tantas horas le llevaba. Celos de las palabras que no habían sido dichas. Luego, le quiero… «Meu home», murmuró de nuevo, enternecida. Lo decía a media voz porque le llenaba la boca. ¿Qué pensaría Andrés?… Bah, ¡qué importaba! Llegaron al crucero. «Que no se haya dormido al calor de la lumbre. Porque tengo que decirle, que decirle…» ¿Cómo no lo vio antes? Quizá porque aquella mano que buscaba ahora, era también la que le daba el pan, y el techo y todo, como decía Ermitas. Que la mano que acaricie sea la mano que dé es duro. A lo menos, fue duro para ella. «El que no sabe es como el que no ve», recordó las palabras de Ermitas. Y ella había estado, hasta ahora, privada del ver. Dieron vista al portón. Agudo, llegó el aullido del «Chinto»: «¡Vaya! Soltaron al can. Saben que le gusta dormir junto al amo.» El «Chinto» aullaba, llamando. Marcela, nerviosa, saltó del coche antes de que abrieran el portón, y empujó la puerta que en él se enmarcaba. —Calla, «Chinto». Subió de prisa las escalerillas, con el corazón palpitante. Desde la solana le dio en la nariz el olor a papel quemado. —Álvaro está despierto, quemando papelotes. Suspiró, satisfecha. Corrió, más que anduvo, hacia el comedor. En el umbral detúvose a tomar aliento, con un gesto triunfante. «Qué humo tan negro. Quemarían leña verde.» Miró hacia la chimenea. ¿Qué era aquello que ardía? ¡Dios santo!, ¿el libro de Álvaro? Corrió hacia la lumbre. El libro, sí… Rígida, sin volverse, recordó las palabras que oyera a su marido en Las Puentes: «Quiero a este libro más que a mi vida.» Fué cosa de un segundo: «Si el libro arde es que Álvaro ha muerto.» Fué más que un pálpito, una seguridad, fría y cortante. Como si no fuera ella quien moviese sus propios miembros, se volvió hacia la butaca. Vió la blanca cabeza caída sobre el pecho, y la mano izquierda colgando cerca de la mesita, volcada sobre el fuego. Debió empujarla en el último estertor. Abatido el laurel. Marcela gritó. ELENA QUIROGA. Nació Santander en 1921 pero siempre estuvo muy ligada a Galicia ya que su padre, José Quiroga Velarde, era oriundo de la localidad orensana de O Barco de Valdeorras. De hecho, el ambiente gallego impregna la mayoría dé sus novelas y su lección de ingreso en la RAE versó sobre la obra de Álvaro Cunqueiro. También ha dejado algunos escritos en la lengua de la tierra de su padre. Sus últimos años los vivió a caballo entre el pazo de Nigrán (Pontevedra) y Madrid, donde no solía faltar a las reuniones de la academia. Su producción literaria se centra en los años cincuenta y sesenta; publicó diez novelas en catorce años. Aunque Quiroga había desarrollado desde joven su vocación literaria, ésta comenzó a tomar cuerpo tras su matrimonio con De la Válmoga, con quien no tuvo hijos. Plublicó su primera novela, Soledad sonora, a los 27 años. Se consagró en 1951 al obtener el Premio Nadal con su obra más conocida, Viento del norte. Después llegarían otras obras como La sangre (1952), Algo pasa en la calle (1954), La enferma (1955), La careta (1955), Plácida, la joven (1957), La última corrida (1958), Tristura (1960), Escribo tu nombre (1965) y Presente profundo (1973). A partir de ese momento, dedicó la mayoría de su esfuerzo al trabajo de la Real Academia, aunque sus familiares aseguran que últimamente la habían visto de nuevo escribiendo, por lo que creen podría estar preparando alguna obra. Perteneció a la generación de la posguerra. «Creo que todos [los de esta generación] nos cartacterizábamos por la sensación de incomunicación, insolidaridad y soledad. Más exactamente: falta de libertad» comentó en una entrevista. La palabra libertad tenía un gran significado para la autora. «Yo he escrito siempre con libertad y no hubiera permitido que me la quitaran», dijo en otra ocasión. Elena Quiroga falleció en La Coruña en 1995