Primer Número, Noviembre 2011 - Facultad De Ciencias Sociales

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ISSN 1688-7840 Créditos Editora: Laura Gioscia. Asistentes de edición: Fabricio Carneiro, Gabriel Delacoste y Cecilia Rocha. Imagen: Patricia Bentancur. Traducciones: Emilia Calisto y Gabriel Delacoste Primer número, noviembre 2011 NOTA EDITORIAL I INVITADOS IV La teoría política no es un lujo: Una respuesta a “La teoría política como profesión” de Timothy Kaufman-Osborn Wendy Brown 1 Teoría política, ciencia política y política Ruth W. Grant 10 Política y teoría política Fernando Vallespín 28 Da interpretação à ciência: por uma história filosófica do conhecimento político no Brasil Renato Lessa 40 La resignificación en historia política: el dialogo con la politología y la recepción de la teoría de la historia efectual Romeo Pérez Antón 67 Estructura y enseñanza de la “metodología”: Una propuesta en cuatro “cajas” César Aguiar 82 La reconceptualización política de la voz “democracia” en Iberoamérica antes y después de las independencias. Gerardo Caetano 93 What is Deleuzean Political Philosophy? Paul Patton 115 El Feminismo Lésbico Dentro de la Teoría Política Feminista Gabriela Castellanos Llanos 127 Review: Applying Political Theory: Issues and Debates Paulo Ravecca 146 CONTRIBUCIONES V Teoría política y práctica de la gestión pública: desencuentros y bifurcaciones. Apuntes desde la Ciencia Política. Amelia Barreda 151 Populismo, democracia, capitalismo: La teoría política de Ernesto Laclau Alejandra Salinas 168 Unión y violencia en el origen de la comunidad política Juan Ignacio Arias Krause Convencionalismos y sub-versiones epistemológicas 189 José Francisco Puello-Socarrás 198 Justiça e democracia na perspectiva da teoría política normativa contemporânea Thiago Nascimento da Silva 227 Del estudio de las identidades políticas al de los procesos de identificación Sebastián Mauro 250 Apuntes para una teoría del campo político: poder, capital y política en la obra de Pierre Bourdieu Pablo Alberto Bulcourf y Nelson Dionel Cardozo . 274 Teoría Política: sus especificidades y sus fronteras La iniciativa de publicar una revista de teoría política contemporánea surge, por un lado, de una inquietud que data de largo tiempo atrás, y que refiere al lugar de la teoría política en los estudios de ciencia política en nuestro país. Por otro lado, y vinculada con el punto anterior, la iniciativa surge de las preguntas de los estudiantes: ¿Qué es la teoría política? ¿Qué tiene que ver con la ciencia política? ¿Cuáles son las diferencias entre teoría política y filosofía política? ¿Cómo se estudia? ¿Cuáles son sus metodologías? Los trabajos en teoría política, ¿son ensayos?, etc.. En este número inaugural de la revista contamos con artículos de invitados especiales y contribuciones arbitradas en las que los autores reflexionan sobre las especificidades y las fronteras entre teoría política, ciencia política, historia política y política desde distintas perspectivas. La revista presenta trabajos que o bien reflexionan sobre estas fronteras en forma sustantiva, o desarrollan enfoques que intentan vincular a la teoría política con otras disciplinas afines. En este sentido contamos con insumos que provienen de la sociología, la filosofía y la gestión pública, entre otros. Los artículos muestran una diversidad de enfoques contextuales que no resulta exhaustiva, dada la plurivocidad “situada” (espacial y temporalmente) de la teoría política contemporánea, tanto nacional como internacional. Lamentamos la ausencia de otros puntos de vista que intentaremos incorporar en nuestras próximas ediciones. Luego del intercambio de ideas con Wendy Brown y Ruth Grant, hemos solicitado el permiso de Sage Publications para traducir un artículo de cada una de las autoras, puesto que abordan la temática específica de la convocatoria. Elegimos un artículo reciente de Brown, dada la proximidad con la autora a través de un proyecto de investigación en curso. Por otra parte, consideramos el artículo de Grant como un “clásico” en esta área de estudios. Tanto Wendy Brown como Ruth Grant en “Teoría Política, Ciencia Política y Política” reivindican la especificidad de la teoría política y, concretamente en el caso de Grant, se ponen de manifiesto las ineludibles conexiones entre teoría política, ciencia política y política. Wendy Brown en ¨La teoría política no es un lujo. Una respuesta a ¨La teoría política como profesión¨ de Timothy Kaufman-Osborne”, señala que en la actualidad la teoría política ha de resistir a las presiones, a los peligros de la cientifización de las ciencias sociales y a la profesionalización de la teoría política, que la impulsan hacia un giro, no pertinente, hacia el mercado. Por ello, para Brown la teoría política ha de recuperar la conexión y el valor que tiene para el análisis crítico, reflexivo, de la vida pública, cultivando nuevas orientaciones epistemológicas y estilos intelectuales más accesibles para el gran público. Desde una perspectiva diferente, pero también preocupada por el estatuto de la teoría política hoy, Fernando Vallespín cuestiona que actualmente hay “demasiada teoría y I Nota Editorial Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 poca política”, señalando a la vez que la teoría política tiene dos tareas pendientes: “la reflexión sobre el desvanecimiento de la acción política y la teoría como praxis”. Según el autor, es preciso centrarse en las condiciones específicas en las que se encuentra la teoría política en el presente para preguntarnos qué es la política hoy, cómo debe ser pensada y cómo atender a estas tareas. Los artículos de Renato Lessa y Romeo Pérez muestran otras líneas de abordaje en teoría política atendiendo a cuestiones metodológicas, epistemológicas y supuestos cognitivos y ontólogicos. Lessa, en ¨”Da interpretacao a ciencia: por uma historia filosófica do conhecimento político no Brasil¨, al recorrer los avatares del conocimiento de la política en Brasil, lidia con el problema epistemológico clásico de la interpretaciónexplicación, y con la manera en que éste constituye “el pensamiento político brasilero”, en el que se habilita una clara demarcación entre “los intérpretes del Brasil” por un lado, y los “cientistas practicantes de um campo de conhecimento científicamente constituído” por otro. Tomando elementos del pensamiento de Quine, Goodman y Danto, propone modalidades cognoscitivas y ontológicas alternativas para hablar sobre los objetos de la política, enfrentando así el predominio del mainstream en la ciencia política brasilera, que trasciende fronteras. Por su parte, Romeo Pérez, desde un enfoque netamente medotodológico y epistemológico, apela a la ¨resignificación¨ de la historia política, haciendo suya la historia efectual gadameriana, a la que enlaza con la politología, proponiendo aplicarla de modo original al estudio de asuntos políticos rioplatenses. El artículo de César Aguiar refiere a la estructura y enseñanza de la metodología en Ciencias Sociales; su preocupación central es la carencia que percibe, en nuestro medio, en la enseñanza en torno a la elección de técnicas y en el terreno de sus aplicaciones de cara a los desarrollos y desafíos a nivel mundial. Desde una mirada histórica y politológica, Gerardo Caetano recorre las trayectorias plurales de la voz “democracia”, asociada a otros conceptos en el lenguaje político en Iberoamérica, antes y después de las independencias. El autor considera que esta “voz”, cargada de debates ideológicos y “usos” en el lenguaje político, no sólo “nos dice mucho acerca del perfil general de las trayectorias políticas de entonces, tanto de las confirmadas como de las frustradas” sino, “fundamentalmente, qué impedía a estas alcanzar su plenitud semántica” en un momento y en un territorio determinados”, junto a un análisis con vistas al “futuro”. Paul Patton muestra de modo claro y preciso en qué consiste la filosofía política deleuziana e intenta pensar los conceptos deleuzianos vinculando a Deleuze a otros autores, en este caso a John Rawls, contribuyendo así a buscar coincidencias en torno a problemas actuales entre tradiciones filosóficas que parecen muy dispares. Gabriela Castellanos analiza el feminismo lésbico dentro de la teoría feminista en base a los desarrollos de John Dunn, realizando un artículo novedoso y controversial, sobre una problemática que cuenta con escasos desarrollos en nuestro país y en la región. En su reseña crítica de Applying Political Theory: Issues and Debates de Katherine Smits, Paulo Ravecca comenta que si la pregunta central del libro es cómo debe estar organizada la vida pública de “nuestras sociedades”, y la respuesta que ofrece es una exploración erudita y compacta de los debates más salientes (al 2009) en la teoría II Nota Editorial Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 política normativa anglosajona, la discusión sobre el rol político de la teoría aparece muy limitada. Para Ravecca “como el liberalismo es la meta-narrativa que regula el libro, su trabajo peca de endogamia teórica” y “la ausencia del adjetivo (“liberal”) en el título, es la usurpación de la universalidad por un particular (un conjunto específico de debates que son importantes y dignos de reconocimiento pero no los únicos)”. Contamos además, en este número, con artículos “fronterizos” que se nutren de otros insumos disciplinarios o se detienen en problemas o casos específicos: Amelia Barreda aborda la teoría política y la práctica de la gestión pública, Alejandra Salinas repasa el aporte de Ernesto Laclau al estudio del populismo, Juan Ignacio Arias Krause reflexiona sobre el fundamento mismo de la política, José Francisco Puello-Socarrás cuestiona el paradigma politológico predominante, proponiendo una alternativa posible. Thiago Nascimento da Silva establece una reconstrucción de la distinción descriptivonormativa de una versión liberal igualitarista de la teoría normativa, Sebastián Mauro propone una metodología para el estudio de las identidades políticas en un contexto de solidaridades inestables. El aporte de Bourdieu al estudio de la política en América Latina es analizado por Pablo Alberto Bulcourf y Nelson Dionel Cardozo. Agradezco a los miembros del comité editorial y académico nacional e internacional, con los que buscamos atender a una revista de teoría política de amplio espectro, abierta a contribuciones desde toda perspectiva metodológica, filosófica e ideológica y, particularmente, a quienes participaron en este número. También vaya mi agradecimiento a los árbitros externos que han pasado a ser nuestros colaboradores. Mi gratitud muy especial por la labor realizada a los asistentes de edición Fabricio Carneiro, Gabriel Delacoste y Cecilia Rocha y a la colaboración de Emilia Calisto en la digitalización de la revista. Dra. Laura Gioscia Montevideo, 14 de noviembre de 2011 III Invitados: IV Wendy Brown Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 La teoría política no es un lujo: Una respuesta a “La teoría política como profesión” de Timothy Kaufman-Osborn* Wendy Brown** © 2010 University of Utah. Traducido al Español por Gabriel Delacoste y Emilia Calisto bajo autorización del editor original SAGE Publications Inc. en acuerdo entre SAGE Publications Inc. y Crítica Contemporánea. Encuentro poco en lo que estar en desacuerdo con lo vertido por Timothy Kaufman-Osborn en “Political Theory as a Profession”. Sin dudas tiene razón en que las controversiales cartas de Penn State no son especialmente convincentes como argumentos en teoría política, y en que probablemente sea más apropiado analizarlas como armas de una batalla política. No fueron creadas para exponer la naturaleza, el alcance ni el valor de la teoría tal como los formularía un teórico, sino desplegadas como advertencias estratégicas hacia los no teóricos sobre las consecuencias de expulsarnos de su seno. Kaufman-Osborn también tiene razón en recordarnos que las categorías en las que organizamos el conocimiento son, como todas las categorías discursivas, historias comprimidas que, en el mejor de los casos, son poco adecuadas para el presente y, en el peor, formaciones políticas que se perpetúan desde un pobre pasado. Esto es cierto para las dos áreas de la ciencia política, así como para las subdivisiones de la teoría que muchos de nosotros resistimos, como la teoría política “histórica” y la “normativa”, distinción que deja lo “positivo” a los modelistas formales1 . El diagnóstico de Kaufman-Osborn sobre cómo la profesionalización de la teoría política ha envuelto sus búsquedas y sus valores también es inobjetable. Está también en lo correcto cuando dice que la teoría política no es un campo unificado ni coherente. De hecho, su metáfora del perro podría ser hasta demasiado amable. Sin importar su crianza, un perro callejero es un solo animal pobremente formado, tanto en su fisiología como en su personalidad. Lejos de ser un “nosotros” unificado e integrado al que sólo le hace falta un pedegree ilustre, la teoría política es un género (si es que llega a tanto) que acoge cuestiones polimorfas cuya identidad se construye sobre todo en relación a lo que no es. Somos menos un mestizaje disciplinar que un asilo para distintos marginales a la ciencia * Brown, W. (2010). Political theory is not a luxury: A response to timothy kaufmanosborn’s “political theory as a profession”. Political Research Quarterly, 63 (3), 680-685. Copyright © (2010) by University of Utah. Reprinted by permission of SAGE Publications, Inc. ** University of California, Berkeley, Berkeley, CA, USA. Datos de correspondencia: Wendy Brown, University of California, Berkeley, Department of Political Science, 210 Barrows Hall, Berkeley, CA 94720-1950. Correo electrónico: [email protected] 1 Un estudiante de posgrado a mi cargo dijo una vez que los anuncios de “Seminarios en teoría política positiva” organizados por mi departamento incitaban su deseo de organizar un “Seminario de teoría política negativa”. 1 Wendy Brown Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 política empírica. Aún sin mayores desacuerdos con las críticas de Kaufman-Osborn, sí me molesta el tono quejoso, frío y hasta mezquino del artículo, un tono que me hace desconfiar de su perspectiva sobre lo que hacemos y sobre si deberíamos defender la autonomía de la disciplina. Sin duda no es obligatorio que alguien que analiza el valor o el alcance de un emprendimiento se involucre profundamente con él, pero al preguntar “¿Por qué debería salvarse este campo de investigación?”, que es la pregunta de fondo que Kaufman-Osborn está planteando, ¿no deberían los sentidos compromisos afectivos ser relevantes? Una cosa es hacer la afirmación analítica de que las áreas de la ciencia política, más que meramente incoherentes, son disfuncionales y por lo tanto deben ser desmanteladas junto con las demás fronteras disciplinares que emergieron de la Guerra Fría y las historias coloniales e imperiales del siglo XX. Otra cosa es buscar la mejor manera de nutrir y proteger lo que se consideran campos de trabajo intelectual estimulantes o persuasivos, más allá de las lógicas y las historias que delimitan las fronteras y las actividades actuales del campo. Curiosamente, esta segunda perspectiva y el afecto que la pudiera animar están ausentes en el incuestionablemente listo análisis de Kaufman-Osborn, y me pregunto por qué ¿Qué habrá sido lo que enfrió, o suprimió, su ardor? Si el cariño por lo que la teoría política es y hace es un gran ausente en el artículo de Kaufman-Osborn, el otro es la atención hacia los poderes discursivos que organizan el conocimiento y la vida intelectual actuales, poderes que generan una necesidad de proteger la autonomía de la teoría política que, en otras circunstancias, no requeriría o merecería. Kaufman-Osborn reconoce que la teoría política es una parte marginal de una disciplina donde los técnicos académicos intentan imitar cada vez más las jerarquías, estilos y fines de los mundos científico y empresarial. Pero una vez reconocido esto, entiendo que no asigna suficiente peso a los poderes que organizan y amenazan la existencia del tipo de investigaciones que los teóricos políticos pueden llevar a cabo, ni a las condiciones discursivas en las que la teoría política da cuenta de su valor ante la ciencia política. En lo que a esto respecta, a su análisis le falta algo de astucia política sobre las formas disponibles de proteger a lo marginal y lo subalterno. Su crie de guerre final –“Mestizos de la academia, uníos ¡No tenemos nada que perder salvo nuestras cadenas!”–, recuerda a las críticas por izquierda de las aspiraciones palestinas a un Estado, basándose en que los Estados son formaciones políticas reaccionarias y/o anacrónicas. Si fuera seguida, ¿la arenga de Kaufman-Osborn preservaría el valor de un campo de investigación que enfrenta severos constreñimientos, si no la extinción? ¿O es que una arenga de este tipo es algo así como una indulgencia teórica ligeramente fuera de tono con las realidades políticas y económicas que organizan el conocimiento hoy? Las preocupaciones íntimamente relacionadas sobre el cariño hacia la teoría política y su supervivencia son hacia las que apuntaré en lo que queda de este ensayo. Incluso los teóricos políticos que dicen no sentir animosidad alguna hacia el campo de la ciencia política necesariamente llevan a cabo su trabajo enfrentándola. Esto no ocurre por indiferencia hacia la política real, sino que es consecuencia de que la teoría política se mueve en una órbita epistemológica inherentemente no científica. Para no malgastar tiempo, digámoslo directamente: incluso cuando no coloca a la “verdad” 2 Wendy Brown Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 entre comillas o signos de interrogación, la teoría política rechaza la reducción de la verdad de la vida política a descripciones neutrales, mediciones, modelos e hipótesis comprobables. Rechaza las aspiraciones al monopolio de la verdad del positivismo, el formalismo, el empirismo, y de la transparencia lingüística. Es necesario ser claro en esto. Igual que la poesía o la antropología, la teoría política no rechaza a la ciencia como tal al suspender su condición de modelo exclusivo del saber. Más bien, la teoría política es la única avanzada no científica en un campo cada vez más cientifizado (en esto estoy en desacuerdo con la afirmación de KaufamanOsborn de que “muy pocos todavía creen que la ciencia política podrá algún día adquirir la autoridad epistémica de una ciencia natural,” un desacuerdo que podría ser resuelto por una encuesta administrada por la American Political Science Association (Kafuman-Osborn 2010 - insertar número de página)2 . Está claro que en algunos casos la postura no científica surge de la creencia explícita de que la ciencia es siempre un paradigma inherentemente equivocado para entender el mundo del poder, la acción, las instituciones, los discursos y las ideas que la vida política abarca. En otros, deriva de esfuerzos por aprehender constelaciones particulares de los significados, las prácticas o los valores políticos, para lo que las herramientas de la ciencia son consideradas inapropiadas o insuficientes. En cualquier caso, la teoría política rechaza cualquier manera exclusivamente científica de entender la política. El antagonismo entre lo científico y lo no científico de nuestra disciplina no necesita tomar la forma de una batalla, tal como los biólogos no necesitan luchar con los literatos a pesar de que ambos se preocupan por la vida celular; o como los historiadores del mundo clásico no necesitan estar en guerra con los estudiosos de la literatura, los críticos de arte o los teóricos políticos a pesar de que todos podrían estudiar la antigua Atenas; al igual que los lingüistas no necesitan luchar con los estudiosos de la retórica, a pesar de que ambos se dedican a estudiar el lenguaje. Al contrario, hacer preguntas muy diferentes sobre un mismo objeto o campo puede ser tan estimulante como instructivo sobre la insuficiencia de cualquier manera particular de conocer o concebir dicho objeto o campo. Está claro que la relación entre la teoría política y el grueso del resto de la ciencia política no es de agradable instrucción mutua, estímulo ni complementariedad. Demasiado a menudo surgen de ambos bandos ríos de condescendencia y rencor mal disimulado. Más importante aún es que la abrumadora mayoría se encuentra del lado de la ciencia, así como la abrumadora hegemonía epistémica, incluso cuando los científicos creen no estar ejerciéndola, e incluso cuando se unen a la perestroika o a grupos de métodos cualitativos. Esto significa que una situación inversa a la de Penn State es inimaginable; la teoría política no está en condiciones de abolir o absorber otras áreas de la disciplina. Dado que nuestra situación es la de una minoría vulnerable, es importante considerar lo que se perdería si el estudio no científico de la vida política desapareciera por completo o fuera subordinado a las mediciones normativas de la ciencia. Mirémoslo desde otro ángulo. A lo largo del siglo XX, la creciente marginación y estrangulamiento de la teoría política al interior de la ciencia política surge en parte del hecho de que la teoría política estudia problemas de las ciencias sociales a través de estudios influidos por las humanidades. Esto hace de la teoría política el principal 2 NdT. “Please insert page number” en el original. 3 Wendy Brown Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 puerto de entrada de las humanidades en la ciencia política: es la vía por la que la filosofía, la literatura, la antropología cultural, la historiografía y los estudios culturales se filtran en el análisis político. Al mismo tiempo, la distancia entre las humanidades y las ciencias sociales se amplía de manera constante, siendo el testimonio más claro y perverso de esto el orgullo que algunos economistas y modeladores formales sienten, con sus oficinas despojadas de libros. Cuanto más adopte la ciencia política los protocolos de la ciencia y las empresas (ampliaré esto último más adelante), más se cerrará a las humanidades. Estos protocolos son resistentes al punto de la inmunidad a las maneras de pensar de las humanidades, que incluyen el enfrentar la compleja naturaleza histórica de todas las formas de vida; una reflexión y crítica epistemológicamente sofisticadas; el reconocimiento del poder constitutivo del lenguaje; la apreciación de lo inestable, culturalmente variable e indeterminado de los términos de la vida política contemporánea, desde la violencia hasta la ciudadanía. A lo largo de los últimos cincuenta años las humanidades han ofrecido también fecundos análisis de subterráneos poderes políticos y sociales, no sólo en lo que refiere a la raza, la cultura, el género y la sexualidad, sino también al lenguaje, los cuerpos y los espacios, en definitiva poderes constitutivos a los sujetos, las identidades y los lugares a menudo tomados como a priori y unificados por la ciencia política3 . Las humanidades también ofrecen técnicas de lectura e interpretación que buscan aprehender significados que quizás son conscientes o inconscientes, intencionales o inadevertidos, explícitos o rechazados: espectros que los ojos y los oídos de las ciencias sociales raramente están entrenados para ver y oír. Los estudiosos de las humanidades se han debatido también con preguntas sobre el peso y la fuerza de la historia en el presente, en las que pensar históricamente no significa meramente enumerar ejemplos, presentar narraciones de un desarrollo o desarrollar contextos, sino también comprender el poder de la historia para configurar, condicionar, escribir y constreñir los órdenes, los predicamentos y las posibilidades de la vida política. En su expresión más incisiva, la teoría política llega a retar lo que se da como epistemológica, ontológica y discursivamente dado, tanto en el presente como en el pasado. Se sumerge en poderes y significados no manifiestos, deconstruye términos y gramáticas sedimentadas y busca incoherencias, inconsistencias y exclusiones en la manera como la política es concebida y discutida. Obviamente no toda la teoría política se dedica a esto, pero sí se trata de una parte consistentemente presente en lo humanístico del campo. Si bien estas están entre las preocupaciones y capacidades que generan el valor distintivo de la teoría política hoy, también son las razones de su creciente marginalización en la disciplina, y de la tensión entre la teoría y el resto de la ciencia política. Teóricos y cientistas políticos estudian muchos de los mismos temas -desde la globalización al terrorismo, de la democracia a la soberanía- con diferentes preguntas, instrumentos de análisis, estilos, perspectivas y literaturas. Dado que estamos por fuera de la hegemonía del campo, y actuando mayormente fuera de sus reglas, somos 3 Por eso Kaufman-Osborn malinterpreta una carta de protesta sobre la decisión de Penn State de dar crédito a la teoría política por traer la preocupación por la raza, el género, la sexualidad y el colonialismo a la ciencia política. El tema no es, como Kaufman-Osborn sugiere, que la teoría política tenga el monopolio sobre la preocupación por los oprimidos, sino que los modos y las herramientas de análisis que más astuta y sutilmente articulan los poderes que constituyen a estos sujetos y relaciones han surgido mayormente de las humanidades y no de las ciencias sociales. 4 Wendy Brown Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 continuamente vulnerables a ser tomados por la disciplina como irrelevantes, no rigurosos, ilegibles, insignificantes, improductivos, no vendibles o todo lo anterior. Como estudiosos del poder y la hegemonía no podemos sentirnos sorprendidos, indignados o heridos por esto, como tampoco podemos creernos que este rechazo nos unge de virtud o sagacidad. Más allá de la distancia epistémica que existe entre la teoría política y el resto del trabajo en ciencia política, no podemos esperar que los regímenes de conocimiento hegemónico dentro de los que no trabajamos y que venimos a cuestionar nos atesoren, de la misma manera que el tábano no puede esperar ser amado por el caballo. Tampoco podemos probar nuestra valía a través de nuestra marginalización, una práctica tan probada como fallida. ¿Qué alegato público y disciplinario deberíamos hacer en nuestro nombre? ¿Cómo defender un emprendimiento políglota sin naturaleza esencial ni características intrínsecas que lo protejan de la ciencia política? ¿Cómo proteger este género que no sobreviviría a una incorporación a la hegemonía, a pesar de anidar prácticas potencialmente ricas y valiosas?4 Este tema no se limita a la situación de la teoría política en la ciencia política. Son preguntas a menudo formuladas y mal respondidas sobre todas las humanidades y las ciencias sociales “blandas” -aquellos campos de estudio que por lo general no están protegidos por el prestigio de la ciencia ni son fácilmente mercantilizables, aplicables o convertibles en consultorías o ganancias5 . Dada la crisis económica que acecha a las universidades americanas y su conjunción con la creciente neoliberalización de las instituciones (que incluye, entre otras cosas, el medir cada actividad de acuerdo al capital humano representado por sus participantes o consumidores), pocas veces fueron más urgentes narraciones ricas informadas por las humanidades. Cada vez somos más presionados para presentar explícitamente a nuestra “actividad” y nuestros “productos” en términos de descubrimientos o de impacto medido por su incorporación al mercado6 . Quizás más importante aún es que implícitamente somos cada vez más juzgados por nuestra directa capacidad de aumentar el valor de nuestros estudiantes como contenedores de capital humano. Sin embargo, reconocimientos de nuestra propia valía hacen desesperada falta. Vagas apelaciones retóricas a la importancia del pensamiento crítico en la ciudadanía o al alfabetismo cultural no son suficientes, como tampoco lo son las exaltaciones a los grandes libros, las grandes tradiciones o incluso a las grandes civilizaciones (Roth 2010). Nada de esto va a evitar que el hacha presupuestal caiga sobre nosotros o que las consolidaciones o centralizaciones administrativas nos absorban o supriman. Más 4 En este tema, Sócrates recorrió un camino derrotado en su juicio. Luego de defender breve y provocativamente la importancia política y cultural de su trabajo a los miembros no filósofos de Atenas, se retiró a hablar con sus discípulos, socavando su afirmación de que hablaba para la ciudad toda. 5 Aquí es necesario recordar que estos dos sistemas de valor, la ciencia y el mercado, se pueden superponer pero no son idénticos, ni siquiera precisamente convergentes. No comparten ni la misma genealogía ni las mismas fuentes contemporáneas de apoyo político y cultural. Existe gran cantidad de investigaciones científicas naturales y sociales que disfrutan de seguridad académica sin ser mercantilizables -el manto de la ciencia las protege-, así como una gran cantidad de emprendimientos académicos que no se comportan precisamente de acuerdo a los protocolos científicos, pero su posibilidad de ser mercantilizados los protege. Esta separación debe ser señalada porque al decidir cómo defender nuestra valía debemos conocer precisamente qué poderes estamos transitando y evitar ver a estos poderes como monolíticos u organizados por intenciones conspiradoras conjuntas. 6 La REF (Research Excellence Framework), que viene a reemplazar a la RAE (Research Assessment Excercises) en la evaluación de individuos, departamentos y universidades en el Reino Unido, es un ejemplo de este cambio. La mayoría de las medidas de “impacto” en la REF implican la incorporación de la investigación por parte del mercado. 5 Wendy Brown Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 bien debemos, o bien hacer nuestro alegato dentro de los discursos de la ciencia y el neoliberalismo (esencialmente lo que las cartas de Penn State intentaron hacer) o bien desarrollar una alternativa retóricamente poderosa. No rechazo de antemano la primera opción, pero soy muy recelosa de sus efectos sobre la teoría política en sí. Cuanto más intenta la teoría política comportarse de acuerdo a criterios científicos o empresariales, menos expansiva, imaginativa y democrática tiende a ser. Además, a pesar de que tanto la ciencia como el capitalismo son indudablemente aspectos de la política contemporánea, ni el léxico científico ni el del mercado son capaces de capturar la rica y única combinación de representación, acción, lenguaje y los múltiples mundos de poder que constituyen la vida política. Una segunda opción sobre cómo proceder aquí se reduce a lo que podríamos llamar el dilema de Sócrates, es decir, si concentrarse en persuadir a quienes son ajenos a la teoría política de su valor, o concentrarse en cultivar dentro de la teoría política seguidores leales y motivados. Ambos tienen su valor estratégico, pero es relevante recordar que Sócrates fue asesinado por los no teóricos, a los que no pudo persuadir, y el fenómeno de sus devotos seguidores seguramente contribuyó a este desenlace. Es más, hoy la mayoría del resentimiento popular contra los profesores universitarios “irrelevantes” o “malcriados” parece estar dirigido hacia los humanistas, e incluso muchos dentro de la universidad -científicos, cientistas sociales y profesionales de la enseñanza- parecen no estar convencidos de que una currícula que incluya a las humanidades sea esencial para la institución. Visto esto, por una razón más práctica que principista, mi inclinación es a alejarme del mainstream en el tema de cómo hablamos sobre las humanidades y a volverme hacia el público en general en el tema de a quién le estamos hablando. Si mi inclinación es acertada, la tarea de los teóricos políticos es desarrollar un argumento persuasivo sobre nuestra valía que se articule con los significados, deseos y ansiedades públicos existentes, sin capitular ante sus esquemas y valoraciones normativas dominantes. La tarea es promover un conjunto de valores, en la que el pensamiento y la enseñanza humanísticos no sean un lujo, y pintar la imagen repelente, incluso peligrosa, de un mundo en el que estos han sido desterrados por la ciencia y la transformación empresarial del mundo académico. No hay nada de simple en esto: persuadir a un público no –o incluso anti– académico, de la importancia de la vida intelectual, nunca fue fácil, especialmente en los Estados Unidos. Particularmente difícil es en tiempos de escasez, intensa ansiedad sobre el futuro y creciente saturación de todos los aspectos de la vida política, social y cultural con valores neoliberales. Se trata de valores que borran explícitamente los límites de la esfera del mercado al tiempo que reducen todas las actividades humanas –desde la enseñanza y la investigación hasta la privación de libertad, desde elegir un alcalde hasta elegir una pareja– a medidas de retorno de inversiones, apreciación del capital y rangos de eficiencia7 . Estos son los valores que por un lado reducen la cuestión de “¿Qué significado o qué valor tiene la cosa?” a “¿Qué uso tiene?”, y por otro reducen la medida del “uso” a los índices del mercado. No tengo un modelo para el discurso alternativo, pero sí algunas corazonadas sobre qué se debería incluir y qué se debería evitar. Estoy bastante segura de que necesitamos destacar, más que ocultar, nuestra tendencia a formular grandes preguntas, quizás 7 Sobre la neoliberalización de la vida cotidiana, incluídos el conocimiento y la escolaridad, ver Newman y Clarke 2009, Brown 2003 y 2006, Feher 2009 y Newfield 2008. 6 Wendy Brown Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 sin respuesta, a problematizar términos, explorar normas discursivas y significados, desarrollar genealogías de los dilemas y los peligros contemporáneos, a desestabilizar más que a aceptar los dados que gobiernan la vida política contemporánea. Necesitamos trasmitir el valor de nuestro emprendimiento, moldeándolo públicamente de la manera más pedagógicamente enfática que podamos, explicando convincentemente a un público amplio que meterse con la naturaleza del poder, las condiciones de la democracia, las paradojas del universalismo, los peligros de la identidad y los deslizantes sentidos del pluralismo, vale la pena. Necesitamos pararnos con confianza y cierto encanto para defender la importancia de este trabajo e insistir en su contribución, por más indirecta que sea, al conocimiento y la práctica de la política. Esto significa recordarnos a nosotros mismos, a nuestros colegas de la ciencia política y al público, que las luchas sobre los significados, las normas, las historias y las interpretaciones son esenciales y no opcionales, y mucho más relevantes lo son para comprender e involucrarse en la vida política. Pero esto no equivale a decir que nuestro trabajo va a tener o debería tener una aplicación o un efecto directo. Esa manera de concebir la relación entre la vida política y la intelectual, y entre la teoría y la política, ni nos sirve ni nos va a salvar8 . Existen necesariamente intervalos y tensiones entre la teoría y la política, y explicar estos intervalos y tensiones también es parte de lo que debemos hacer. Pero mantenernos firmes sobre el peculiar valor público y social de nuestro trabajo, tanto en el salón de clase como en nuestras investigaciones, es muy diferente de colocarnos a nosotros mismos dentro de los paradigmas dominantes de la ciencia y el neoliberalismo. Mientras intentamos demostrar que ofrecemos un bien público, encontraremos sin duda que es necesaria una buena cantidad de mantenimiento interno. El artículo de Kaufman-Osborn deja claro que la clasificación actual al interior de la teoría política hace poco más que promover la irrelevancia de la teoría política para el conocimiento y la práctica de la política contemporánea. Ni “histórica” ni “normativa” parecen apoyarse en el presente o en el poder, y la separación de las dos parece acentuar su supuesta irrelevancia. “Histórica”, de por sí, suena a anticuado, mientras “normativa” suena a moralista o utópico; como par dividido, dejan a la teoría política respectivamente anacrónica e idealista en relación a lo Real. “Fundamentos” contribuye, en el mejor de los casos, con aburrimiento; en el peor, con incoherencia a la mezcla (¿Fundamentos de qué? ¿O para qué?). Ninguna de estas categorías da la menor pista de en qué podría contribuir la teoría política a aprehender o navegar los poderes y órdenes políticos contemporáneos. Combinados, neutralizan y marginalizan el campo, tanto ante el público como ante la ciencia política. Esta neutralización y marginación es desarrollada exitosamente, mientras “teoría política positiva” se vuelve el nom de plume o nom de guerre de la agenda imperial de la ciencia en el estudio de la política. Sobre el tema de los nombres y las categorías, el uso intercambiable del pensamiento liberal-analítico con “teoría democrática” es tan pernicioso como la popular equivalencia entre capitalismo y democracia, tácitamente designando a todos los no liberales y/o no analíticos como no demócratas. “Nietzscheanismo” y “post-Nietzscheanismo” significa poco para todo el mundo, salvo las pocas docenas de académicos que lo practican. “Teoría política comparada” repite dolorosamente una serie de gestos civilizatorios de la guerra fría, incluido que todo lo no occidental es reducido a su valor 8 Ver Brown 2001, 134-37 y 2005 capítulos 1 y 4. 7 Wendy Brown Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 comparativo. “Postcolonial” es un término demasiado estrecho para abarcar los diversos emprendimientos teóricos que emergen del y sobre el tercer mundo. “Teoría crítica” es otro resabio histórico ilegible para los no familiarizados con la escuela de Frankfurt. En suma, sufrimos el empobrecimiento de nuestros esquemas clasificatorios, tanto para organizarnos entre nosotros como para comunicar a los ajenos al campo qué es lo que hacemos. Naturalmente, los nombres no son inocentes, y una vez que empezamos este tipo de trabajo de mantenimiento la necesidad de reformas internas más grandes seguramente se va a hacer visible. Estas reformas van más allá de la auto-descripción y llegan al corazón de la preocupación de Kaufman-Osborn sobre la manera como la profesionalización constriñe y deforma nuestro trabajo. Al igual que la ciencia política toda, la mayoría de la teoría política está crecientemente orientada hacia debates profesionales internos y a literaturas a menudo muy distantes del pensar sobre la vida política11. Por esto, grandes cantidades de teóricos políticos se sumergen en investigaciones tan tangencialmente relacionadas con la política que somos fácilmente vistos, tanto por el resto de la disciplina como por el mundo exterior, como prescindibles ante la escasez. Ni que hablar que esta lejanía es compartida con muchos desarrollos en modelización formal, pero esa línea de trabajo, un poco como los picos más altos de la matemática, están relativamente protegidos por el manto de la ciencia. Esta realidad contrasta con la de la teoría política, en la que el esoterismo engendrado por la profesionalización nos pone en peligro más de lo que nos protege. Para ser clara, no estoy discutiendo contra el esoterismo en sí, ni estoy condenando las lecturas exhaustivas, los debates intelectuales específicos ni la preocupación por los textos canónicos. Estos son elementos constitutivos de la teoría política, incluso en los proyectos que apuntan a pensar sobre la vida política9 . Sin embargo, no podemos apoyar nuestro mérito público o incluso disciplinar en este tipo de trabajos, ni podemos esperar ser atesorados o preservados por la disciplina, por ellos. Tampoco estoy diciendo que cada teórico político debería ser un intelectual público; ese tipo de aspiraciones de parte de los académicamente entrenados mayormente resulta en la tontería y la vergüenza. Más bien sugiero la importancia de extraer nuestros problemas de investigación de la órbita política antes que de la profesional, para que incluso nuestros necesaria y ocasionalmente deliciosos momentos de hermetismo mantengan una conexión articulable y comprensible con las aspiraciones públicas. Si las actividades que atesoramos de la teoría política van a sobrevivir a las presiones convergentes de cientifización y neoliberalización de la disciplina, no va a ser por volvernos mercantilizables, inmediatamente aplicables ni científicos, sino por haber recuperado nuestra conexión y nuestro valor para la vida pública. Esta recuperación implica adaptarse menos a la profesión que equivocadamente imaginamos que nos salvaría dándonos nuestro propio nicho académico, ya que fue precisamente esto lo 9 Al interior de la profesión, la crítica más fuerte y legítima que se le puede hacer a una pieza de trabajo académico no es que no da cuenta adecuadamente del mundo, sino que no tiene suficientemente en cuenta la literatura profesional relevante. ¿Cuando fue la última vez que leímos a un árbitro académico que haya juzgado a un texto como aburrido o irrelevante en lugar de juzgarlo por no citar la literatura adecuada? ¿Cuanto más dañino es para un teórico a la hora de avanzar en su carrera académica el haber ignorado el debate relevante para su subcampo que haber ignorado el debate relevante para la política? ¿O no haber formado parte de un círculo de reconocimiento profesional que no haber tratado el poder, la acción, la justicia, la ciudadanía, el peso de la historia, la verdad, los afectos u otros términos constitutivos a la vida política? 8 Wendy Brown Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 que nos llevó al punto de no poder justificar nuestros emprendimientos intelectuales ante el público, ante otros académicos de lo político e incluso ante nosotros mismos. Si someter a la vida política a un profundo y humanístico examen sigue siendo valioso, y si este trabajo sigue siendo amenazado por la cientifización de las ciencias sociales y la profesionalización de la teoría política, sólo podremos salvarnos cultivando otras orientaciones epistemológicas y estilos intelectuales. Es el momento de abandonar los trajes e inundar las calles de vida intelectual. La supervivencia de la teoría política depende de ello. Declaración de conflictos de interés La autora no declara ningún potencial conflicto de intereses en lo que refiere a la autoría y/o publicación de este artículo. Financiamiento La autora no recibió apoyo financiero por la investigación y/o autoría de este artículo. Bibliografía Brown, Wendy. 2001. Politics out of history. Princeton, NJ: Princeton University Press. Brown, Wendy. 2003. “Neoliberalism and the end of liberal democracy.” Theory and Event 7 (1): Fall 2003. Brown, Wendy. 2005. Edgework. Princeton, NJ: Princeton University Press. Feher, Michel. 2009. “Self-appreciation, or the aspirations of human capital.” Public Culture 21:21-41. Kaufman-Osborn, Timothy. “Political theory as a profession.” Political Research Quarterly. Newfield, Cristopher. 2008. Unmaking the public university: The forty-year assault on the middle class. Cambridge, MA: Harvard University Press. Newman, Janeth and Clarke, John. 2009. Publics, politics and power: Remaking the public in public services. London: Sage. Roth, Michael S. 2010. Beyond critical thinking. Chronicle Review. Accessed January 3, 2010, http://chronicle.com/article/Beyond.Critical.Thinking/ 632288 9 Ruth Grant Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Teoría política, ciencia política y política∗ Ruth W. Grant† © 2002 Sage Publications. Traducido al Español bajo autorización del editor original SAGE Publications Inc. en acuerdo entre SAGE Publications Inc. y Crítica Contemporánea. Hace 40 anos Isaiah Berlin publicó un ensayo en el que planteaba que, por el tipo de preguntas que propone, la teoría política nunca podría llegar a ser una ciencia. Las preguntas normativas se hallan entre las que “se mantienen obstinadamente filosóficas” y lo que es “característico de las preguntas específicamente filosóficas es que ellas no . . . satisfacen las condiciones requeridas por una ciencia independiente, la principal entre ellas es que el camino hacia su solución debe estar implícito en su formulación misma.” (Berlin 1978, 147). Según Berlin, tanto las ciencias formales como las empíricas cumplen estas condiciones, y la teoría política no. Durante los últimos cuarenta años en los Estados Unidos, la teoría política ha crecido considerablemente más rápido dentro de los departamentos de ciencia política que dentro de los departamentos de filosofía. Actualmente, un ochenta y uno por ciento de los teóricos políticos profesionales se encuentran trabajando en departamentos de ciencia política1 . Esta inflexión de de la historia académica, lejos de indicar que Berlin estaba equivocado, simplemente hecha luz sobre el tópico que el tan fehacientemente explicó. La teoría política como área de estudio se mantiene “obstinadamente filosófica”. En un nivel práctico, por supuesto, esto representa una fuente de considerables niveles de frustración tanto para los cientistas como para los teóricos políticos. Para los cientistas políticos, los desacuerdos perpetuos entre los teóricos políticos y las repetidas reconsideraciones acerca de los mismos temas, son indicadores de que los teóricos políticos carecen de criterios significativos para evaluar lo que constituye una buena investigación. Peor aún, carecen de criterios porque no tienen idea de lo que significaría que la investigación progrese en su propio campo. Por su parte, los teóricos políticos ven su trabajo evaluado por personas que creen que toda investigación debe ser “de punta” y que su objetivo es producir nuevo conocimiento; creencia que ellos usualmente no comparten.2 El problema práctico es que los teóricos políticos hacen ∗ Grant, R. W. (2002). Political theory, political science, and politics. Political Theory, 30 (4), 577-595. Copyright © (2010) by SAGE Publications, Inc. Reprinted by permission of SAGE Publications, Inc. † NOTA DE LA AUTORA: Quisiera agradecer a Douglas Casson, Peter Euben, Michael Gillespie, StephenGrant, Robert Keohane, Donald Moon y Stephen White por sus comentarios que llevaron amejorar este ensayo de manera sustancial 1 En 1973, 11,2 por ciento de los miembros de la “American Political Science Association” se identificaron a si mismos como teóricos políticos. En 1999, la cifra había crecido a un 18,9 porciento. En 1976-77, el 5,3 por ciento de los incluidos en el “Directory of American Philosophers” se identificaron a si mismos como filósofos políticos. En 1998-99, la cifra era del 6 por ciento. Agradezco a Alisa Kessel por recolectar estos datos. 2 Por supuesto, las preguntas de que cuenta como progreso en la ciencia y las de cómo se da el progreso científico son preguntas también controvertidas. Ver Hacking 1999, especialmente las páginas 68-80 y Lakatos 1970. 10 Ruth Grant Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 investigación humanística dentro de una disciplina de las ciencias sociales. Esta es una afirmación discutible, por supuesto. Alguien podría objetar, contra Berlin, que la distinción adecuada no es entre filosofía y ciencia sino, entre ciencias humanas y ciencias naturales. O, entre ciencias interpretativas y ciencias experimentales.3 O, que la teoría política debe ser diferenciada de las indagaciones humanísticas en gran medida debido a que la política es su tema en cuestión. Pero, en el mejor de los casos, a fin de poder discutir, permitámonos aceptar la premisa de aquellos críticos de la teoría política cuya objeción fundamental es que como la teoría política no es una ciencia, esta no puede pertenecer a una disciplina avocada al estudio sistemático y científico de los fenómenos políticos. A los ojos de sus críticos, la investigación en teoría política se asemeja mucho más a la investigación humanística que a la investigación científica. El problema práctico que esto presenta puede ser adecuadamente resuelto a través de la reorganización institucional, haciendo sentir a todos considerablemente más cómodos. Pero, los problemas teóricos que esto genera no pueden ser resueltos de esta manera. Incluso, el descontento puede resultar productivo y hacernos enfrentar dos importantes preguntas. ¿Qué es la investigación humanística? Y ¿debe el estudio de la política incluir una investigación de este tipo? La primera pregunta es relevante para las humanidades en general ya que las universidades más importantes conceptualizan cada vez más la investigación como si las ciencias duras fueran las que proveyeran el modelo más apropiado para la misma, y utilizan cada vez más el lenguaje comercial para referirse a la investigación científica. Una descripción típica de la empresa investigativa de una universidad debe referirse a la inversión en investigación que resulta en productos de investigación en forma de nuevo conocimiento, preferentemente del tipo que obtiene aplicaciones útiles.4 Los Investigadores en humanidades encuentran difícil reconocer su actividad en investigaciones de este tipo. La segunda pregunta es particularmente acuciante tanto para teóricos políticos como para cientístas políticos ¿Podemos saber qué es valioso estudiar únicamente a través de métodos científicos de investigación? Para tratar esta pregunta supongamos que Isaiah Berlin estaba en lo cierto y que la teoría política no será nunca una ciencia y no debería aspirar a volverse científica. En este caso la pregunta podría ser reformulada: ¿es la investigación en teoría política valiosa, o puede la política ser adecuadamente comprendida sin ella? Lo que sigue es un intento de arrojar luz sobre dos tópicos: el carácter de la investigación humanística y su importancia para el estudio de la política. La discusión no es ni completa ni particularmente original.5 Ella intenta articular algunas de las asunciones más comunes, pero generalmente no enunciadas, que guían los modos en que los que se conduce la investigación en teoría política. También, apunta a definir los quehaceres teóricos que debemos enfrentar si pretendemos entender nuestra propia actividad. Comencemos con las acusaciones hechas a la investigación en humanidades por aquellos que aspiran a ser científicos. 3 Para Estas son, que no hay estándares desarrollar esas distinciones, ver Moon 1975 y Geertz 1973. investigación universitaria es una inversión a largo plazo para el futuro (...) la investigación crea las piedras fundantes de futuros productos y procesos. (...) junto a la creación de conocimiento nuevo (...) [la] fusión de la educación y la investigación de punta ha sido una característica única del sistema de investigación universitaria de los Estados Unidos,” (Association of American Universities,May 2001); “La inversión nacional en nuevo conocimiento básico es clave para asegurar sostenidos beneficios económicos de la tecnología,” (Association of American Universities, January 2001). 5 Para encontrar muy interesantes discusiones sobre temas similares, ver Moon 1975, Oakeshott 1991, Taylor 1977 y Wolin 1980. 4 “La 11 Ruth Grant Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 aceptados para juzgar la investigación interpretativa y que tales investigaciones no nos aportan nada nuevo. La investigación humanística no aporta a nuestro corpus de conocimientos, así como tampoco incrementa nuestra comprensión del mundo ya que sus afirmaciones no pueden ser validadas o falsadas. En su peor expresión, los métodos interpretativos e históricos de las humanidades dan lugar a un tipo de “religión” secular en la que los miembros de sectas interpretativas en competencia generan comentarios parciales acerca de los textos “sagrados” del “canon”. Encuentro tres posibles respuestas para esta caracterización. La primera es aceptarla en algunos aspectos cruciales. No existe la necesidad profunda de defender la investigación humanística porque la misión esencial de las humanidades es la educación, no la investigación. El estudio en las humanidades provee cierto tipo de experiencia educativa- inspiradora, reveladora, y trasformadora- que recuerda a la experiencia religiosa. Una educación de este tipo es posible sólo a través del encuentro y el estudio de los grandes productos de la imaginación humana. Andrew Delbanco plantea el tema de manera correcta y provocativa en lo que respecta a la literatura, sosteniendo que históricamente “los estudios literarios tienen, de hecho, sus raíces en la religión” y que el poder transformador de una educación literaria poco tiene que ver con la idea positivista de la educación a la que la universidad moderna esta completeamente avocada-aprendiendo “como extender, incluso minuto a minuto, los dominios del conocimiento”. Esta noción corporativa del conocimiento como una suma creciente de descubrimientos que no necesitan ser redescubiertos una vez que ya han sido registrados y que son transmisibles a aquellos cuya ambición es añadir a ellos es un gran logro de nuestra civilización. Pero, excepto en un sentido muy limitado, este no es el tipo de conocimiento que se pone en juego en la educación literaria6 (Delbanco 1999, 34)7 . Una educación humanística no refiere tanto a la adquisición de conocimientos de esta índole, sino que refiere a ganar en: humildad a los ojos de la propia ignorancia, perspectiva al confrontar la propia particularidad y, capacidad de juicio a la luz de un universo de posibilidades que uno nunca antes había imaginado. Esta educación es el punto fundamental; la investigación humanística no es el corazón del emprendimiento.8 O tal vez, más adecuado aún es decir que no hay una profunda división entre ambas. A diferencia de lo que ocurre en las ciencias, la actividad de enseñar y la de investigar en las humanidades son casi idénticas. Nuestro lenguaje refleja esa realidad estableciendo la diferencia entre “investigador” en las ciencias y “académico”9 en las humanidades.10 6 N de T.: La cita original dice “has little to do with the positivist idea of education to which the modern research university is chiefly devoted—learning ‘how to extend,e ven by minute accretions,the realm of knowledge.’This corporate notion of knowledge as a growing sum of discoveries no longer in need of rediscovery once they are recorded,and transmittable to those whose ambition it is to add to them,is a great achievement of our civilization. But except in avery limited sense,it is not the kind of knowledge that is at stake in a literary education” 7 Delbanco aquí cita a Daniel Coit Gilman, el primer presidente de la Johns Hopkins University. 8 Dentro de la ciencia política, esta visión suele defender la idea de que los estudiantes necesitan conocimientos generales de teoría política, especialmente Machiavello, Hobbes y Locke, pero los trabajos con nuevas disertaciones sobre esos pensadores no son una prioridad. 9 N de T.: En el original “researcher” y “scholar” 10 Un “investigador”es una persona que investiga, indaga o busca algo. Un académico es un aprendiente. “Académico” significaba originaria y sencillamente cualquier tipo de “estudiante”, y después pasó a referir a una persona que ha aprendido lo que se enseña en las universidades. 12 Ruth Grant Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Lo que los humanistas hacen en la clase recuerda a lo que hacen en sus estudios; tanto en un escenario como en el otro, se comprometen con la interpretación de textos y con el examen de conceptos, sus orígenes y sus consecuencias. Enseñar y escribir apuntan ambos a educar. La segunda posibilidad, que no es excluyente de la primera, es suponer que las ciencias “duras” y las ciencias sociales son más “blandas” de lo que parecen. Sin duda, los científicos descubren nuevos hechos pero los grandes avances en ciencia son frecuentemente avances en la interpretación que nos permiten explicar de manera más coherente un conjunto de hechos ya conocidos. La ciencia es una empresa creativa.11 Más aún, en la ciencia como en las humanidades, las discusiones son a menudo tanto sobre qué hechos son importantes como sobre qué es verdadero. Los estándares para juzgar la investigación científica incluyen coherencia, comprensibilidad y elegancia, tal como en las humanidades. Incluso la matemática debe enfrentarse a la realidad de lo incierto, la irracionalidad y la indeterminación. La prueba de Gödel puede servir como un ejemplo. Kurt Gödel demostró que hasta es imposible deducir los principios de la aritmética elemental a partir de un conjunto finito de axiomas o establecer la consistencia lógica de varios sistemas deductivos.12 Lo incierto es inevitable aún en las ciencias formales. Puede que el mundo no sea simplemente controlable por la inteligencia humana de manera tal que nos permita confiar en nuestro conocimiento de su funcionamiento. La investigación en las ciencias es más parecida a la investigación en humanidades de lo que sus investigadores quisieran admitir. Estas dos líneas argumentativas tienen algo que decir por si mismas pero no son suficientes a los fines de nuestro cometido. La investigación en humanidades requiere de una defensa en sus propios términos. Entonces, la tercera posibilidad es aceptar lo distintivo de la investigación en humanidades, articular sus características particulares y defenderlas como integralmente relacionadas a los fines y límites de la indagación humanística. ¿Por qué los fines y los límites? Porque las preguntas que los humanistas intentan aclarar son preguntas acerca de las cuales el entendimiento humano no puede tener certezas ni completitud. A menudo, esas preguntas son identificadas como preguntas de valor, preguntas normativas.13 Pero, esta caracterización resulta engañosa al implicar que la investigación en humanidades trata con valores y no con hechos. Ciertamente, la teoría política nunca se ha divorciado del conocimiento de la realidad empírica y de la argumentación basada en la evidencia histórica. La discusión aristotélica en torno a los tipos de regímenes en La Política debiera resultar suficiente como una ilustración tradicional al respecto. Más aún, la investigación científica no puede escapar a las consideraciones normativas ya que la verdad misma es un valor.14 Más importante aún, la identificación de las humanidades con preguntas normativas y de las ciencias con preguntas fácticas está generalmente vinculada a la asociación 11 sta es la razón por la que Michael Oakeshott es cuidadoso al distinguir la ciencia verdadera del racionalismo técnico que el critica (Oakeshott. 1991 13, 34-35). Thomas Kuhn distingue a la “ciencia normal” de las revoluciones científicas que “transformaron la imaginación científica.” (Kuhn 1962, 6). Polanyi enfatiza el elemento de “ingenio” o “intuición” en el trabajo científico, “los procesos mentales que van más allá de la aplicación de regla finita alguna” (Polany 1946, 29). 12 Ver Nagel y Newman 1958. 13 Berlin toma este enfoque. Porque la teoría política trabaja con preguntas de lo “humano”, es entonces necesariamente evaluativa. La acción humana siempre acontece dentro de una postura general enmarcada por concepciones morales, estéticas y políticas. “abandonando la evalución” (Berlin 1978, 157). 14 Ver, por ejemplo, Putnam 1981. 13 Ruth Grant Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 de las humanidades con lo incierto y la especulación subjetiva, y de las ciencias con probabilidades conocidas, teorías falsables y el progreso del conocimiento. Las implicancias de la idea de que el conocimiento de los temas relativos a los valores no es posible y de que el conocimiento solo está disponible en las investigaciones fácticas resulta altamente problemática. En lugar de conceptualizar a las humanidades como relativas al valor y a las ciencias como relativas a los hechos, sugeriría provisoriamente que las primeras buscan explicar significado y relevancia15 , mientras que las segundas buscan explicar mecanismos de causa y efecto.xiii Todos estos son términos que describen tipos de relaciones. La frase “causa y efecto” define una relación. El “significado” de una acción o afirmación cambia radicalmente dependiendo de su contexto, es decir, dependiendo de su relación con otras acciones o afirmaciones, etc. El concepto de “relevancia” es también inherentemente relacional. Algo es relevante sólo en comparación con alguna otra cosa que lo es menos. De hecho, el término “relevancia” incluye a ambos, tanto al “significado” como a la “importancia”: la relevancia de una cosa incluye tanto lo que significa como por qué importa. Estas son las dos principales cuestiones para la investigación humanística. Es por esto que sus métodos son interpretativos e históricos. No hay nada arbitrario en el enfoque metodológico. Son necesarias tanto la interpretación como la comprensión histórica para poder descubrir tanto lo que algo significa como porque importa. La típica falta de certeza, acuerdo y cierre usualmente encontrada en el discurso de las humanidades tampoco es arbitraria. Esta refleja tanto realidades históricas como epistemológicas. Significado y relevancia refieren a relaciones que varían con el tiempo y las preguntas relativas al significado y la relevancia son entonces profundamente históricas. No debería sorprender que sean preguntas que deban ser revisitadas en cada época. La pregunta acerca del significado de un texto particular o de cualquier obra de la imaginación está siempre acompañada de las preguntas: ¿Qué significa para nosotros? Y ¿por qué nos debería importar? No tiene sentido buscar una respuesta definitiva y permanente a preguntas de este tipo. De hecho, en lugar de brindar un nuevo entendimiento que supere todos los previos y empuje el progreso del conocimiento hacia adelante, parte de la investigación más importante en humanidades está dedicada a proyectos de recuperación. La investigación histórica nos recuerda no olvidar, conservando vivas en el presente las posibilidades sumergidas de la experiencia humana del pasado. Nos fuerza a preguntarnos si el lugar en el que nos encontramos hoy realmente representa al progreso. Mientras que lo abierto de la investigación en humanidades está enraizado en su carácter histórico, sus incertidumbres y los desacuerdos que de ellas surgen son consecuencias de nuestra situación epistemológica. Diferentes tipos de cosas son pasibles de ser conocidas de diferentes maneras y con los correspondientemente diferentes grados de certeza. Esta realidad es revelada en el lenguaje ordinario. El número de palabras que establecen diferencias entre las formas de saber o conocer es llamativo: conocimiento, comprensión, sabiduría, juicio, opinión, creencia, know-how, convicción, reconocimiento, memoria, y así sucesivamente. Y por supuesto, una lista como esta se puede crear en cualquier idioma. Dentro de la tradición filosófica de la 15 N. de T.: En el original: “meaning” y “significance”. 14 Ruth Grant Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 civilización occidental estas distinciones han sido centrales desde sus comienzos. Platón estableció grandes diferencias entre episteme, techne y doxa; Santo Tomás de Aquino distinguió entre scientia y opinio; Kant diferenció la razón puramente especulativa, la razón puramente práctica y el juicio. La mente humana aprehende al mundo de diversas maneras. Hay algunas cosas que quisiéramos saber que no pueden ser conocidas con nada ni remotamente parecido a la certeza matemática, por ejemplo. Sin embargo, esas cosas pueden ser entendidas en algún sentido: es posible hacer juicios razonables acerca de ellas. Quisiera sugerir que mientras que a las ciencias les concierne principalmente el conocimiento del la causa y el efecto, a las humanidades les concierne principalmente la comprensión del significado y el juicio de la relevancia. El juicio está peculiarmente casado con la incertidumbre. Si supiéramos, no necesitaríamos juzgar. El juicio es requerido porque el mundo siempre permanece opaco para nosotros en algunas cuestiones importantes. Tanto la razón demostrativa como la evidencia empírica tienen sus límites. El juicio es la facultad en funcionamiento en cualquier situación en la que personas razonables puedan no estar de acuerdo. Y la premisa de cualquier situación política verdadera, particularmente en la política democrática, es que las personas razonables puedan no estar de acuerdo. Sin duda, los temas centrales en teoría política son aquellos sobre los que las personas difieren acerca de que es lo más importante.16 ¿Es más importante buscar la mejor posibilidad política o preservarse del peor desastre político? Platón describe el mejor régimen; Locke busca “cercas” contra lo peor (Locke 1988 parr. 57, 93, 226) ¿Lo importante del totalitarismo es su racionalismo y cientificidad o su romanticismo y nacionalismo? Esta es una pregunta central que ha dividido a los liberales de sus críticos desde la Segunda Guerra Mundial.17 Considerando problemas complejos, determinar la relevancia relativa de varios elementos es altamente determinante y requiere el ejercicio del juicio. Estos ejemplos están tomados de la teoría política pero puede sostenerse la afirmación de que ilustran una característica de las humanidades en general. Las principales preocupaciones de la investigación en humanidades son temas abiertos, relativos al juicio.18 Parte de la razón por la que la investigación en humanidades necesita actualmente ser defendida es que parecemos haber perdido el norte con respecto a los temas del juicio. Esto sucede en particular con respecto al juicio moral. Usualmente, el problema del juicio moral es delineado como si existieran sólo dos alternativas mutuamente excluyentes, de las cuales ninguna es satisfactoria: valores morales abstractos y universales que pueden ser conocidos o valores morales culturalmente específicos que pueden ser entendidos, o hasta, apreciados en algún sentido, pero no evaluados. Delimitar el problema de esta manera deja a muchas personas confundidas ya que cada alternativa es, a su manera, problemática. Por un lado, abrazar los valores morales como si fueran principios abstractos y universales implica en la mente de muchos que también se debe abrazar cierta certeza dogmática y uniformidad arrogante. Por otro 16 Berlin propone que la teoría política presupone un pluralismo de valores y, de esta manera, genera desacuerdo con respecto a tanto fines como medios. Esta es la razón por la cual la teoría política no se entiende bien con los regímenes totalitarios (Berlin 1978, 149-54). 17 Para escuchar voces importantes de esta discusión, ver Gay 1966 y 1998, Adorno & Horkheimer 1991 y Talmon 1960. 18 Hay muchos tipos de juicio, algunos de los cuales figuran también en la indagación científica. Pero, no juega el mismo rol que en las humanidades, en particular el juicio evaluativo, que es mi principal interés aquí. 15 Ruth Grant Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 lado, abrazar la especificidad cultural, parecería reducir las convicciones morales a una particularidad tal que el único argumento para su justificación sería el que son “nuestras”. Cualquier posibilidad de defensa o crítica en la conversación con otros está minada.19 En cualquier caso entonces, ya sean los valores morales universalmente verdaderos o culturalmente específicos, parecería que no hubiera lugar para el juicio entre afirmaciones morales en competencia y por lo tanto, que no hay lugar para la controversia moral. Pero el caso es exactamente el opuesto. No importa cual de las dos alternativas sea la verdadera, el juicio moral no puede ser evitado como tampoco lo puede ser el desacuerdo. Si existen verdades morales universales que podemos conocer con certeza, aunque sea debemos juzgar entre ellas cuando entran en conflicto (son las demandas de lealtad más grandes que las de justicia en este caso?) y debemos juzgar cual es la mejor manera de aplicar estos principios en la práctica (¿que es lo que la justicia requiere de nosotros en esta situación particular?) Que no haya universales, solamente prácticas culturales específicas, no significa que estemos menos obligados a juzgar. Desde el momento en que ninguna cultura es unívoca, las prácticas son continuamente desafiadas por otras y van cambiando a medida que pasa el tiempo. En última instancia, debemos al menos determinar cuales de las voces dentro de nuestra propia cultura deberían guiar nuestro juicio en cualquier situación dada. Esto es así independientemente de cuan homogénea aparente ser la cultura de la que se trate20 (Incluso dentro de una misma iglesia, se podrá debatir sobre cual es la postura adecuada para esa iglesia acerca de temas como la homosexualidad o el aborto, por ejemplo) Es más, ejercitamos el juicio prudente desde el punto de partida determinando que tipo de problema enfrentamos en cualquier caso dado, y esta determinación suele tener enormes implicancias en como los temas morales son enmarcados (¿Fue la Guerra de Bosnia más parecida a la Primera Guerra Mundial, a la Segunda o a la de Vietnam?)21 No se puede escapar al juicio, sin embargo, actuamos como si ni siquiera fuera posible. Este problema recuerda los conflictos entre dogmatismo y escepticismo del siglo XVII. Como con la oposición entre los absolutos universales y el relativismo cultural, la dicotomía de tiempos más tempranos opacó la importancia del juicio, John Locke respondiendo a la anterior dicotomía entre dogmatismo y escepticismo tuvo lo siguiente que decir a aquellos que ponían un énfasis excesivo en la certeza del conocimiento: Es de gran utilidad para el navegante conocer la medida de su calado, a pesar de que no pueda con él alcanzar todas las profundidades del océano. Es bueno que él sepa que es lo suficientemente profundo como para alcanzar el fondo en algunos lugares de la misma manera que le es necesario dirigir su viaje y protegerse de encallar contra bancos de arena que lo puedan dañar por completo22 (Locke 1975 libro I, cap. 1, párr. 6) 19 Como Stanley Fish discute en un artículo reciente, la urgencia de la especificidad cultural no equivale a la afirmación de que una postura moral no pueda ser tomada. El afirmó que mientras no haya estándares independientes a los que podamos apelar para alcanzar el consenso moral, podemos apelar a nuestras prácticas culturales vividas (The New York Times, 15 de octubre de 2001). Pero, por supuesto, lo segundo también nos quita la esperanza de poder persuadir a otros con respecto a temas morales, y hasta de involucrarlos en discusiones. 20 Ver Walzer 1987. 21 Ver John Holland, Holyoak y Nisbet 1989. Los autores discuten el impacto de las analogías en la resolución de problemas, incluyendo algunos resultados experimentales fascinantes. 22 N de T.: la cita original es “’Tis of great use to the Sailor to know the length of his Line,though he cannot 16 Ruth Grant Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Y, El hombre se encontraría perdido si no tuviera nada que lo dirigiera pero, lo que tiene la certeza del conocimiento verdadero. . . Aquel que no coma hasta que no tenga la certeza de que será nutrido, aquel que no se ponga en movimiento hasta que no sepa perfectamente que la empresa que va a emprender será exitosa, ese tendrá poco para hacer más que quedarse sentado hasta perecer.23 (Ibid. libro IV, cap. 14, párr. 1.) Existen límites para lo que el ser humano puede conocer. Sin embargo, estamos aptos para realizar juicios razonables sobre como proceder en la vida. Hacia el siglo XVIII hubo un gran interés en el juicio, tanto moral como estético. El desarrollo del juicio es el fin y el tema de muchas de las novelas de Jane Austen así como el fin de una educación moral según Adam Smith. Juzgar desde el punto de vista de un espectador imparcial es juzgar bien y es el requerimiento esencial de una vida ética. Afortunadamente, el juicio puede ser educado. Esto es así tanto en la estética como en la ética. Convertirse en un buen crítico requiere cierto conocimiento básico, práctica y oportunidades de comparación entre otras cosas.24 Hoy en día, si algo es relativo al gusto es tomado como un tema de preferencia personal, como si no existiera tal cosa como el gusto educado. Peor aún, los temas relativos al juicio moral son habitualmente tratados como si ellos también fueran meramente temas de gusto. Diferentes personas gustan de diferentes tipos de películas ¿Se desprende de esto que sea imposible ser un buen crítico de cine? Diferentes personas profesan diferentes valores morales o aplican principios morales similares de maneras diferentes ¿Se desprende de esto que no existen fundamentos para el juicio moral? Por siglos, los filósofos han notado el hecho de que las diferencias en lo moral existen, pero no por esto han arribado a la conclusión epistemológica de que el juicio moral sea imposible de enunciar. Es un error inferir que no hay buenas razones para el juicio o que todos los juicios son igualmente arbitrarios a partir de la falta de consenso en las preguntas relativas al juicio moral estético o político.25 En una materia sobre la que personas razonables pueden no estar de acuerdo, algunos argumentos pueden de todas maneras ser más plausibles, persuasivos o convincentes que otros. Y si las personas están abiertas a ser persuadidas sobre el tema cierto grado de acuerdo puede ser alcanzado.26 Pero, en estas materias, uno difícilmente encuentra evidencias o argumentos del tipo inobjetable, convincente, o evidente, y consecuentemente, uno difícilmente encuentra acuerdos universales. En una demostración matemática formal, por ejemplo, si las premisas axiomáticas son aceptadas, la conclusión se desprenderá with it fathom all the depths of the Ocean. ’Tis well he knows that it is long enough to reach the bottom,at such Places,as are necessary to direct his Voyage,and caution him against running upon Shoals,that may ruin him.” 23 N de T.: la cita original es “Manwould be at a great loss,if he had nothing to direct him,b ut what has the Certainty of true Knowledge. . . . He that will not eat,till he has Demonstration that it will nourish him; he that will not stir,till he infallibly knows the Business he goes about will succeed, will have little else to do,b ut sit still and perish. 24 Ver Hume 1996 133-53. 25 Es también un error inferior del acuerdo en los juicios moral, político o estético, que es un argumento válido. El acuerdo puede estar indicando nada más que un prejuicio compartido. 26 Por supuesto, las personas no se encuentran siempre predispuestas a ser persuadidas. La parcialidad sostiene los desacuerdos cuando los temas enfrentados involucran intereses e identidades. Cuando las implicaciones de una discusión son altamente relevantes para las partes involucradas, el argumento más plausible no es necesariamente el más persuasivo. 17 Ruth Grant Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 de manera tal que obligará al acuerdo a cualquier persona razonable. En esta la situación, el acuerdo demuestra la validez de las pretensiones de verdad. Pero el acuerdo y el desacuerdo no acarrean las mismas implicancias cuando se trata del juicio, en este caso no deberíamos esperar el mismo tipo de consenso que es alcanzado por la demostración formal. Si no reconocemos esto, inferiríamos erróneamente a partir de la falta de consenso moral que nada puede ser entendido acerca de los asuntos morales que pueden informar juicios profundos. Buscamos el acuerdo como base de la auto-confianza en nuestras opiniones morales y al no encontrarlo abandonamos al juicio.27 Por supuesto que en la práctica esto es imposible. Debemos juzgar, y entonces, lo hacemos de mala manera y sin reflexionar. Al entender al juicio como carente de fundamento racional y creer que las preguntas relativas al juicio están más allá del espectro de la indagación legítima, la brecha entre la actividad intelectual y la práctica de vivir se acrecienta. El hecho de que exista el desacuerdo no implica que nada pueda ser conocido, sino que no todo puede serlo. Es entre la ignorancia y el conocimiento, en el reino del juicio, donde las humanidades residen. Su tarea es entender el significado y la relevancia en el esfuerzo de educar al juicio. El juicio puede ser mejor o peor. No tiene porque haber interpretación definitiva, pero, sin duda algunas explicaciones son más plausibles que otras. La buena investigación en humanidades requiere de la identificación de un problema significativo, de un juicio bien informado y de visión crítica, entre otras cualidades. Cuando la investigación en humanidades es evaluada se formula también un juicio sobre la calidad de los juicios que contiene. Mientras que la ciencia busca incrementar nuestro conocimiento sobre la causa y el efecto de una manera acumulativa y lineal, las humanidades buscan mejorar nuestro juicio profundizando nuestro entendimiento del significado y la relevancia de sus objetos de estudio. En el primer caso, adquirir conocimiento nuevo es el objetivo fundamental. En el segundo caso, el énfasis está situado en comprender por qué esas viejas preguntas, siguen siendo preguntas para nosotros. En el primer caso, el progreso es concebido en términos de aumento cuantitativo y movimiento hacia adelante. En el segundo, el progreso es medido por su creciente profundidad, claridad y comprensibilidad.28 No es el caso que no existan estándares en la investigación en humanidades, sino que los estándares son apropiadamente diferentes a los de las ciencias. ¿Por qué querríamos imponer los mismos estándares en tan diferentes proyectos? “Un hombre bien educado es aquel que busca en cada estudio un nivel de precisión tan alto como la naturaleza del 27 La agencia de noticias Reuters hizo exactamente esto cuando recientemente decidió no usar la palabra “terrorista” porque la gente no estaba de acuerdo en quien es un “terrorista” y quien es un “luchador por la libertad” el desacuerdo no debería haberlos desanimado en pensar la totalidad del problema. Reuters estaba confundiendo términos que refieren a medios y términos que refieren a fines de una manera que poco sentido tiene, como si nos preguntásemos si podemos distinguir entre “torturadores” y “patriotas”. Algunos luchadores por la paz lo son también terroristas; otros no (por ejemplo Gandhi) Algunos terroristas emplean el terror en el nombre de teocracias tiránicas, otros en el nombre de la libertad. Algunos patriotas son también torturadores, algunos no lo son, y así siguiendo. El juicio moral para establecer aquí es cuando, si alguna vez lo es, el terror (o la tortura) es justificable. 28 Clifford Geertz, discutiendo sobre la antropología cultural, distingue entre la “ciencia experimental en búsqueda de una ley” y la “[ciencia] interpretativa en búsqueda de significado” en una manera muy parecida a la que yo distingo la investigación en las ciencias de la investigación en las humanidades. Las ciencias interpretativas, siguiendo a Geertz, recuerdan a la literatura, son “inherentemente inconcluyentes”, intrínsecamente incompletas, construyen sobre trabajos previos “adentrándose más profundamente dentro de las mismas cosas“ más que por adiciones incrementales, son diagnosticas más que predictivas, y miden el progreso “menos por una perfección del consenso que por un refinamiento del debate” (Geertz 1973, 5, 9, 23,26, 29). 18 Ruth Grant Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 tema en cuestión admita.”29 (Aristóteles 1962, I.3.23)30 Lo abierto, lo incierto y los desacuerdos de la investigación en humanidades fluyen desde las mismas fuentes que sus características más positivas. Ya que su fin es la comprensión del significado y el juicio de la relevancia sus métodos son interpretativos e históricos. Y porque emplea estos métodos, la investigación en humanidades es simultáneamente conservadora, crítica y constructiva. La mejor investigación en humanidades retorna a los antiguos materiales para atender a nuevas circunstancias cuando estas no pueden ser adecuadamente entendidas dentro del régimen conceptual dominante, y lo hace para poder construir respuestas creíbles y creativas. Es conservadora en el sentido obvio y casi literal de que depende de la conservación del pasado, de los vestigios de acción humana, pensamiento e imaginación. La investigación en humanidades es también parte de un discurso que tiene un pasado y por lo tanto depende también de la conservación de esa tradición discursiva. Es también conservadora en un sentido menos obvio. El estudiar los productos del pensamiento y la imaginación humanos a través de la historia y a lo largo de las diferentes culturas genera un aprecio por la inmensidad de los logros, pero también implica el reconocimiento de los límites del entendimiento y las capacidades humanas. Empieza a parecer que no hay nada nuevo bajo el Sol, y este es un insight que modera el impulso hacia el utopismo científico. Ese mismo impulso se ve también disminuido por conocer lo que implican las particularidades de tiempo y lugar. La confianza en nuestros conocimientos y capacidades es necesaria para dar vida a proyectos de ingeniería social y política, y las humanidades tienden a minar esa confianza. En su mejor expresión, son capaces de cultivar un escepticismo saludable. El conocimiento, en particular el conocimiento histórico, puede hacernos sentir tan pequeños como empoderados. Siempre unido a esta tendencia conservadora, y en tensión con ella misma, hay un impulso crítico igualmente fuerte. Y es la misma cercanía con la gran variedad de experiencias humanas la que da vida a ambos. La indagación humanística provee la perspectiva necesaria para el juicio crítico. Explorando alternativas, las no examinadas premisas conceptuales de la cultura contemporánea pueden ser sujetas a examen. Uno debe dar un paso más allá de la propia cueva para verla como una cueva, sea el caso que escapar de una existencia troglodita es posible para los seres humanos, o sea el caso que lo mejor que podemos hacer fuera alternar a través de la multiplicidad de cuevas. En cualquiera de los dos, el objeto es encontrar algún punto donde apoyarnos en una situación que está en constante cambio. Las agendas de investigación están marcadas por esas realidades cambiantes porque lo que motiva la investigación es la crítica de los marcos conceptuales existentes como insuficientes para explicar las situaciones contemporáneas. La agenda para la teoría política en Estados Unidos, por ejemplo, cincuenta años atrás estaba más centrada en la ley y las instituciones, mientras que ahora está centrada en la cultura y la identidad, y esto seguramente tiene mucho que ver con la historia política así como con la historia intelectual. El punto es que ambas son inseparables. He dicho que las preguntas interpretativas “¿Que significa esto para nosotros?” y “¿Por que nos debería importar?” son inherentemente preguntas históricas. 29 N. de T.: la cita original es “For a well schooled man is one who searches for that degree of precision in each kind of study which the nature of the subject at hand admits.” 30 Al introducir su estudio de la ética, Aristóteles comenta que la precisión no es posible cuando se trata de los “problemas de qué es noble y justo, que es lo que la política examina” 19 Ruth Grant Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 También son inherentemente críticas. La crítica sugiere proyectos de mejora por lo que la investigación es también constructiva. Nosotros estamos en el negocio de alterar significados así como también de entenderlos. La investigación humanística utiliza recursos del pasado para abrir posibilidades, construir alternativas, o generar nuevos insights. Esta es una empresa creativa pero no arbitraria. Lo que es ofrecido como nuevo y original debe representar al menos un avance convincente con respecto al conocimiento actual, por ejemplo explicando un espectro más amplio de fenómenos, reconfigurando alguna oposición conceptual que haya podido generar algún impasse, superando o encontrando una explicación para alguna contradicción en algún trabajo previo, entre otras cosas. Pero ninguna nueva reformulación durará tampoco para siempre. El proceso de re conceptualización es un proceso en curso, repito, debido a la naturaleza de la investigación sobre el significado y la relevancia de los fenómenos. Suscribir a preguntas sobre relevancia a través de interpretaciones históricamente informadas produce resultados, inconclusos, controversiales, conservadores, críticos y constructivos. Estas son las características distintivas de la investigación en humanidades. ¿Por qué es necesario estudiar los fenómenos políticos de esta manera? Alguien podría objetar que las preguntas de significado y relevancia deberían ser usadas para poder avanzar en la investigación en arte, literatura y música como expresiones de la consciencia humana. Pero en la vida política, donde el objeto de estudio es el comportamiento, se hacen necesarias preguntas diferentes. La distinción entre las humanidades y las ciencias sociales sería, a grandes rasgos, gobernada por la antigua distinción entre “palabras”, en el sentido amplio del término, y “hechos”. Al estudiar a los segundos nuestro interés debería limitarse a identificar mecanismos causales y leyes generales que puedan mejorar nuestro poder de predecir (y dirigir) la acción humana. Por diferentes razones, esto es un error. En primer lugar, al elegir como actuar y decidir que hacer, las personas entienden que actúan movidos por una razón. En términos generales, la gente (y las naciones) necesitan creer que tienen una respuesta coherente a la pregunta “¿Por qué hiciste aquello?” La respuesta, que comienza con la palabra “porque”, es un juicio en si misma sobre los significados y relevancias de los muchos factores bajo consideración en la situación. En el entendido de que los postulados racionales son factores causales por si mismos, cualquier intento de explicación que no los considere, estaría distorsionando el fenómeno político que trata de explicar. Una descripción de la política que no pueda explicar el autoconocimiento de los actores políticos es ampliamente incompleta.31 Una descripción completa requiere consideraciones acerca de cómo son hechos los juicios, como influyen en los hechos y como deberían ser evaluados. No existen “hechos” humanos sin “palabras”. Encarar el estudio da la política desde una perspectiva humanista tiene la ventaja de que el lenguaje de la indagación política se mantiene cercano al de la acción política. En segundo lugar, el comportamiento político es una manifestación de la libertad humana, y como tal es una expresión de propósitos e intenciones humanos. Las personas realizan elecciones que podrían haber sido realizadas de diferente manera. 31 Para un examen de la importancia de considerar la autocomprensión política en un caso histórico, ver Aldrich y Grant 1993. 20 Ruth Grant Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Existe entonces un límite para lo que las leyes causales generales pueden explicar. Esta es otra manera de decir que la vida política no puede ser purgada de contingencia o de particularidad. Por esa misma razón, la práctica de la política es un arte y no una técnica. No se le puede enseñar a las personas a ser políticos expertos entregándoles un manual.32 La política es aprendida a través de la acumulación de experiencia práctica en circunstancias particulares. Las lecciones de la experiencia son aplicadas, como poco, a través de un proceso de razonamiento por analogía en la misma medida que a través de la lógica deductiva y, la analogía prosigue a través del juicio de la relevancia relativa de los rasgos de situaciones que son parecidas entre sí, pero nunca idénticas. (Holland et al. 1989) Entender las elecciones de los actores políticos y anticipar sus consecuencias probables requiere dirigir la atención a las particularidades y las contingencias. Las competencias de la teoría política como enfoque humanístico del estudio de la política tienen finalmente el mismo esquema que el estudio histórico de la política. En tercer lugar, como mencioné antes, la política y en particular la política democrática, presupone que las personas razonables van a disentir. El conocimiento solo no es suficiente para generar desacuerdos políticos. Afirmaciones de partidarios políticos en competencia pueden cada una representar una verdad parcial.33 Los términos del debate pueden establecer los límites a las alternativas consideradas por los partidarios. O, la contienda en si misma puede reflejar un conflicto entre productos en competencia que es, en principio, irreconciliable.34 La investigación en humanidades encara estas dimensiones de la vida política de una manera que la investigación científica no puede. La teoría política como disciplina desarrolla herramientas diagnósticas para identificar y comprender de qué clase de desacuerdo político se trata en cualquier situación dada y los teóricos construyen a veces nuevas alternativas que alteran la naturaleza del conflicto. En el fondo, la teoría política es una extensión de una actividad natural y diaria. En esto es que nos recuerda a la ética. Todos los seres humanos se ven envueltos en alguna forma de reflexión ética como condición de la acción. Es en este sentido, en el que el juicio es ineludible. La Ética como disciplina académica es una extensión, no un punto de partida, de esta actividad cotidiana. De manera similar, cada actor político opera dentro de un régimen conceptual, así como dentro de uno institucional. Nadie en la vida política se puede permitir ignorar las concepciones legitimadoras, las limitaciones del discurso público aceptable, o las consideraciones de cómo las acciones tienden a ser interpretadas. Cuando se está considerando qué debería hacerse, es simplemente imposible preguntarse solamente ¿qué sucederá después? y no ¿Cómo podría yo comprender que ha sucedido antes? ¿Qué es lo que esto cambia? Y ¿cuál debería ser mi objetivo? La teoría política extiende este tipo de preguntas, explorando los regímenes conceptuales existentes, sus valores, sus orígenes y sus transformaciones. En épocas normales, estas son preguntas que forman el trasfondo de la trama diaria de la política. Las crisis las sacan a relucir cuando los sucesos revelan el carácter problemático de las respuestas aceptadas. Si la política en si misma incluye a la teoría 32 La política requiere de conocimiento “técnico” y “práctico” (Oakeshott 1991, 7-17). es famoso por esta observación. Politica, III.9, V, 1. 34 Para una discusión atractiva acerca de que las sociedades no pueden escapar las antinomias morales (donde “A es injusta pero no-A es injusta también) ver Spragens 1993, página 205. 33 Aristóteles 21 Ruth Grant Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 política, el estudio de la política debe incluir a la teoría política. Pero están aquellos que desafían esta conclusión. Reconocen la ubicuidad de la discusión sobre significado y relevancia de los fenómenos políticos pero niegan la importancia de tal discusión. En particular, cuestionan que las normas sean relevantes a la vida política. Si el comportamiento puede ser explicado por intereses subyacentes, las normas y las discusiones sobre ellas son meros epifenómenos.35 Las palabras acontecen, sugieren, pero sólo los hechos importan, y la primera no tiene efectos apreciables sobre los segundos. Esta posición descansa, por supuesto, en una determinación a priori de lo que significa que algo “importa” en política y en el estudio de la política, determinación esta, que debe ser enmarcada teóricamente. ¿Cómo sabemos que el conocimiento importa solamente cuando ayuda a predecir comportamientos? ¿Es esa la única manera en la que el conocimiento o la comprensión de algo pueden ser importantes? ¿Por qué son los mecanismos causales las cosas más importantes a estudiar cuando la materia es la política? Que podamos tener conocimiento científico de la causalidad pero no de otros aspectos de la política es un argumento absolutamente insuficiente para determinar su importancia relativa en la vida política. Es perfectamente posible que lo que es más accesible al conocimiento científico sea menos importante políticamente y viceversa. Si los hechos o el comportamientos son todo lo que nos permitimos ver, o si limitamos nuestras investigaciones a preguntas de productos y efectos, se vuelve bastante difícil, por ejemplo, explicar la diferencia entre una organización de gobierno y la mafia, o entre representar al electorado y complacerlo, o entre el cortejo y el acoso sexual, y así siguiendo. Comprender diferencias de este tipo requiere adoptar preguntas acerca de significados y fines y formar juicios acerca de ellas. El comportamiento no es lo único que importa. La ubicuidad del discurso político debería ser evidencia suficiente para que también nos importe en algún sentido relevante. El habla, de hecho, parece importar de varias maneras en la vida política. Por ejemplo, dudo que la legitimidad política pueda ser completamente comprendida sin tener en cuenta la retórica política. Una de las cosas que hacen los sistemas legales es determinar que cuenta como razón legítima al dirimir diferentes tipos de controversias, entre otras cosas. Hobbes estaba en lo cierto cuando incluyó la elocuencia en su lista de las formas de poder (Hobbes 1962, 73). Más aún, fue Hobbes quien escribió: “Las acciones de los hombres proceden de sus opiniones; y en el buen gobierno de las opiniones descansa el buen gobierno de las acciones de los hombres que los conducirán hacia la paz y la concordia.”36 (Ibid., 137)37 La mayoría de los científicos políticos contemporáneos esperarían encontrar la palabra “intereses”, o tal vez “pasiones” donde “opiniones” aparece en el original. Pero la posición de Hobbes es clara: las opiniones son causas principales del comportamiento. Incluso si suponemos que los intereses son causa única y suficiente del comportamiento político, e incluso si el comportamiento es lo único que importa, los intereses en si mismos están sujetos a la interpretación y el juicio. Las opiniones afectan 35 James Fearon plantea la pregunta directamente “¿Por qué discutir cosas?” y encuentra que existen buenas razones para hacerlo. James Fearon, “Deliberation as Discussion,” en Elster 1998. Por intentos de explorar como las teorías que enfatizan “actos” o “intereses” han sido puestas en contacto con las que enfatizan “el habla” o las “normas”, ver Fearon & Wendt 2002 y Johnson 1993. 36 N. de T.: la cita original dice “The actions of men proceed from their opinions; and in the well-governing of opinions, consisteth the well-governing of men’s actions,in order to their peace and concord.” 37 En un sentido muy importante, El Leviathan es un libro de educación cívica (ver caps. 30, 46). 22 Ruth Grant Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 no sólo qué entendemos como nuestros intereses, sino también que entendamos que nuestros intereses deben motivar nuestras acciones o no, y en ese caso, que nuestras motivaciones interesadas deban ser escondidas de la vista de los demás y deban ser disfrazadas por hipócritas retóricas. Finalmente, si los intereses de reputación o de estatus afectan al motivar comportamientos, las consideraciones de significado y relevancia, las normas y las opiniones, son incluso más determinantes que ellos, esto siempre que los intereses sean entendidos como puramente materiales. Sucintamente, una buena explicación causal del comportamiento no puede excluir las preguntas de interpretación y significado que son rectoras de la teoría política. Evidentemente, debo o bien volver a mi afirmación “provisoria” inicial de que la ciencia trabaja con relaciones de causa y efecto mientras que las humanidades lo hacen con relaciones de significado y relevancia, o bien debo volver a la afirmación de que la diferencia entre las humanidades y las ciencias es la misma que la que hay entre teoría política y ciencia política. Cuando la política es el objeto de investigación, la división entre las preguntas que rigen a la investigación científica y humanística parecen marcar una línea permeable- las relaciones causales no pueden ser adecuadamente explicadas sin considerar el significado. Pero lo contrario es también verdadero. La relevancia de algo puede bien incluir también su impacto causal. La teoría política como empresa asume que las interpretaciones, los regímenes conceptuales, los juicios acerca de la relevancia, y las ideas de todo tipo son en si mismas causas y efectos. Las ideas tienen consecuencias significativas. Si no lo creyéramos así, no las estudiaríamos. Es por esto, que nuestras preguntas deben también incluir consideraciones acerca del origen y del impacto de las ideas. Esto obliga a los teóricos políticos a prestar especial atención a la fuerza causal de las ideas en el modo en que las relaciones causales en general pueden ser entendidas de la mejor manera. Aquí podemos aprender tanto de los científicos como de la historia intelectual.38 Si la pregunta es básicamente de causalidad o de relevancia, un entendimiento completo de la vida política requiere de ambas, una síntesis de lo que pueda ser aprendido de los enfoques científico y humanístico. En otras palabras, el estudio de la política requiere de buscar leyes generales que expliquen las causas del comportamiento político y para desarrollar interpretaciones del significado y la relevancia de los hechos políticos y de los regímenes conceptuales para poder influir en sus juicios evaluativos. Los estudios políticos persiguen fines tanto científicos como humanísticos. Estas son empresas distintas pero complementarias: la “permeabilidad” no borra la diferenciación. Pero, al mismo tiempo, el análisis indica que los científicos políticos harían mejor al admitir que hasta cierto punto que el estudio del comportamiento político humano debería ser una ciencia “blanda”. Aquí vuelvo al segundo criterio de los que discutí al comienzo. La interpretación debe jugar algún rol en el estudio científico de la política en tanto los “hechos” no pueden ser aislados de las “palabras”. ¿Qué indica este análisis para las tareas de la teoría política? Dos tentaciones muy diferentes atraen a los teóricos políticos para explicar su convivencia con los científicos políticos en los mismos departamentos. La primera es la tentación de volcar 38 Ver por ejemplo Goldstein y Keohane 1993, que abre así: “Como científicos sociales estamos interesados en usar la evidencia empírica para evaluar la hipótesis de que las ideas suelen ser determinantes importantes de las políticas de gobierno.” (Goldstein y Keohane 1993, 3) 23 Ruth Grant Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 la atención a los debates contemporáneos sobre políticas públicas, a medir su trabajo según el patrón de la habilidad a contribuir directamente con la empresa científica de sus colegas, a formalizar sus afirmaciones teóricas y a producir demostraciones empíricas de su validez. La segunda tentación es simplemente a alejarse de un difícil relacionamiento y a promover a la teoría política sin preocuparse por las actividades de los científicos políticos. Por supuesto no siempre es malo sucumbir a la tentación, pero estas particulares tentaciones deberían ser resistidas. Los teóricos políticos necesitan vincularse con los cientistas políticos sin intentar volverse científicos. Necesitamos conservar nuestras diferencias junto con las fricciones que esas diferencias usualmente acarrean para poder ser útiles los unos a los otros. La contribución distintiva que la teoría política puede hacer al estudio de la política depende de su ininterrumpida devoción a las preguntas humanísticas al tiempo que estas van surgiendo de la vida política. Y esto depende de su también constante apego a las dimensiones histórica y filosófica. El argumento que he desarrollado aquí conduce hacia un renovado vínculo con las preguntas filosóficas: preguntas de metafísica, epistemología y hermenéutica. ¿Cómo entendemos a la libertad y a la causalidad? ¿Qué podemos saber? ¿Cómo podemos emitir juicios en ausencia de ciertos conocimientos? La discusión conduce también a una ininterrumpida preocupación por las cuestiones históricas. Necesitamos entender mejor el camino histórico que nos trajo a donde nos encontramos hoy con nuestras concepciones políticas, y necesitamos saber como la recuperación de alternativas arraigadas al pasado histórico podrían ayudarnos a juzgar e interpretar nuestras circunstancias actuales. En otras palabras, deberíamos continuar haciendo lo que hacemos mejor: conservación conceptual, crítica, y construcción al servicio de un conocimiento más profundo y comprehensivo de los fenómenos políticos y de un mejorado juicio político. No necesitamos preocuparnos por si al hacer esto nuestra investigación va a ser removida de la práctica política en el mundo contemporáneo. Por el contrario, he argumentado más arriba por que las preguntas “¿Qué significa esto?” y “¿Qué es lo que realmente importa aquí?” son preguntas que están constantemente presentes en la conducción de la vida política. Además, he argumentado que lo que marca la agenda de la teoría política en cualquier momento dado son los temas que nuestro propio momento histórico nos presenta. Sin duda, es responsabilidad del teórico político explicar la incidencia de una interpretación histórica sobre estos temas contemporáneos, y en términos generales, esto no es algo difícil de realizar. Es también tarea de los teóricos políticos enmarcar nuestro trabajo en el conocimiento de la política generado por la investigación de la ciencia política. Sólo podremos equivocarnos si basamos la teoría política en intuiciones falsas o si teorizamos únicamente en el marco de una narrativa autorreferencial de la historia de la teorización. No siempre es sencillo articular la complementariedad entre el enfoque humanístico de los teóricos políticos hacia las preguntas acerca del significado y la relevancia y el enfoque científico de los cientistas políticos hacia la pregunta de la causalidad pero, no es una tarea imposible, y es esencial si pretendemos continuar unidos a pesar de nuestras diferencias. La teoría política y la ciencia política pertenecen ambas a una disciplina cuyo cometido es mejorar nuestra comprensión de la política. En algunos aspectos, tratando de explicar los fenómenos políticos como si se tratara de explicar el curso de un río o un 24 Ruth Grant Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 ciclo de huracanes. En otros aspectos, es como si se tratase de explicar la ejecución de una sinfonía o cualquier otra actividad humana consciente y colectiva. Existe más de un tipo de pregunta para aportar al estudio de la política y es la naturaleza de la pregunta la que debería determinar el método de investigación. Necesitamos ser capaces de preguntarnos sobre todos los tipos de relaciones: causa y efecto, significado, relevancia, así como sobre las relaciones que existen entre estos. Y necesitamos determinar con cierta claridad qué tipo de conocimiento está disponible para nosotros con respecto a cada uno de ellos. El error más grande es concluir que no podemos formular la pregunta a menos que podamos garantizar conocimiento de la respuesta. Muchas de las más importantes preguntas para el estudio de la política no son del tipo de las que “el camino hacia su solución [está] implícito en su formulación misma”(Berlin 1978). Deslegitimar y abandonar la investigación de esas preguntas es comportarse como el escéptico que, desesperado ante los límites del entendimiento humano, “se niega a usar sus piernas. . . porque no tiene alas para volar” (Locke 1975, libro I, cap. 1, parr. 5) Si ignoramos las preguntas humanísticas cuando estudiamos la política, veremos solamente una pequeña parte de los fenómenos políticos, e incluso, esa parte la veremos mal. Para alterar la metáfora, negar lo que puede ser aprendido de la investigación en teoría política por sus desordenadas incertidumbres y desacuerdos, es tratar un problema de visión borrosa extirpando un ojo. El resultado será que veremos como un cíclope, sin profundidad de campo. Bibliografía • Aldrich, John H. y Grant, Ruth W. 1993. “The Antifederalists, the First Congress, and the First Parties,” Journal of Politics 55, no. 2: 295-326. • Aristóteles. 1962. Nichomachean Ethics. Traducido por Martin Ostwald. 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Lo hago con la intención de denunciar una cierta deriva de nuestra disciplina a apartarse del mismo, de la política, para casi limitarse a la práctica de ejercicios metateóricos, al estudio de otras teorías. Tal parecería que la investigación que emprendemos no se hace sobre nuestro objeto de estudio, sino sólo sobre “observaciones” que otros han venido haciendo, incluso con siglos de distancia, de los fenómenos propiamente políticos. La teoría política ha devenido así en una mera “observación de observaciones”. Eso, unido a la casi inescapable especialización, ha provocado que hoy se echen en falta teorías que tengan la capacidad de ofrecer un diagnóstico sobre lo que pasa en la política actual. Como está ocurriendo en casi todas las disciplinas de cualquier naturaleza, esta especialización nos permite saber cada vez más, pero sobre campos más y más parcelados y estrechos, que amenazan con hacer caer a innumerables estudios en la irrelevancia. Al final acabamos añorando teorías más generalistas o análisis conceptuales más pegados a la realidad. Un efecto de esta actitud metateórica de la TP contemporánea es que quienes nos dedicamos a ella solemos estar ausentes de los debates públicos sobre problemas de la democracia u otros que afectan a la política de hoy. Nuestra presencia en ellos no suele ser requerida cuando se inquiere, por ejemplo, sobre cuestiones tales como cuáles son las opciones para conseguir una mejor integración de los inmigrantes, problemas de justicia distributiva o las deficiencias de nuestro sistema de representación política. Lo que debería ser nuestro lugar es ocupado ahora de forma creciente por periodistas u “opinadores” de distinta ralea. Esto ocurre también, desde luego, con los científicos de la política, que sólo son solicitados cuando es necesaria alguna aclaración sobre 1 Voy a dar por supuesto que TP es prácticamente lo mismo que eso que se llama Filosofía Política. Por mi experiencia, la diferencia responde más a criterios de distinción académica que a diferencias metodológicas o del objeto. Quienes se hayan ubicados en Facultades de Filosofía, de Derecho o Humanidades en general, tienden a preferir el término de Filosofía Política, mientras que quienes lo estamos en Departamentos o Facultades de Ciencia Política preferimos calificarnos de “teóricos políticos”. Dryzek, Honig y Phillips (2006), los editores del Oxford Handbook of Political Theory (véase la introducción “What is Political Theory”), sí afirman, sin embargo, que habría una cierta diferencia entre ambas, siendo la FP más propensa a los enfoques históricos y a la abstracción filosófica y el universalismo. Por razones obvias, voy a dejar fuera de mis consideraciones a quienes se dedican a la Historia de la teoría política. Es obvio que muchos de nosotros nos hemos acercado también a la historia del pensamiento político como parte de nuestra actividad en tanto que teóricos políticos, pero este aspecto de nuestra labor no entra en las consideraciones que aquí pretendo discutir. 28 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Fernando Vallespín cuestiones específicas, generalmente de tipo técnico. En nuestro caso esta situación es, sin embargo, bastante más grave, ya que, a decir de Judith Shklar, la función de la teoría política “consiste en hacer que nuestras conversaciones y convicciones sobre la sociedad que habitamos sean más completas y coherentes, así como en revisar críticamente los juicios que normalmente hacemos y lo que de forma habitual vemos como posible” (Shklar 1990, 226). Quienes practican la TP, siempre según esta autora, estarían obligados a “articular las creencias profundas de sus conciudadanos”, y el objetivo de esta disciplina no consistiría, pues, en “decirles lo que deben hacer o lo que deben pensar, sino en ayudarles a acceder a una noción más clara sobre lo que ya saben y lo que dirían si consiguieran encontrar las palabras adecuadas” (Shklar 1998, 376). Algo similar nos lo encontramos en John Rawls, cuando entre las cuatro tareas que debe satisfacer la TP menciona explícitamente su capacidad para ayudar a que los ciudadanos puedan orientarse en su propio mundo social y político (Rawls, 2001:1). La TP aparece así como una especie de comadrona socrática, que no dicta lo que haya que hacer, sino cómo abordar los problemas, ubicándolos en un contexto histórico y mental específico, y contribuyendo a su dilucidación pública. Es obvio que ésta no es la única función a la que debe aspirar la TP2 , ni que haya algo “despreciable” en la multiplicidad de otras formas en la que la practicamos, y que yo mismo sigo practicando. De lo que se trata es de llamar la atención sobre su ausencia de relevancia pública en nuestros días y de cómo ello obedece al olvido en que ha caído esta dimensión de nuestra disciplina que acabo de mencionar. Ya no es una forma de conocimiento pensada para ayudar a los ciudadanos a reflexionar sobre su mundo político, sobre todo en las dimensiones que poseen algún componente normativo, sino un empeño crecientemente destinado al consumo exclusivo de los insiders que habitan los Departamentos universitarios y se dedican a nuestra misma especialidad. La pregunta relativa a cuánto de lo que hacemos trasciende a la discusión pública es un ejercicio que algún momento deberíamos plantearnos como necesario. A mi juicio, sólo la teoría política feminista consigue saltar a la atención pública y a conectar eficazmente con problemas socio-políticos “reales”. Quizá también algunos estudios de teoría de la democracia, pero siempre que se vinculen con fenómenos concretos presentes en el debate del momento. El resto parece destinada –aunque insisto, no hay nada “malo” en ello- a alimentar exclusivamente nuestra voracidad por saber más sobre nuestros clásicos o a acelerar las inercias de la hiper-especialización. 2 La necesidad de una nueva conciencia sobre el rol de la TP Me van a permitir que siga en esta línea, pero dando ahora un pequeño rodeo. Con motivo de la preparación de este trabajo, volví a leer el artículo de Isaiah Berlin titulado ¿Existe todavía la teoría política? (1962), que tiene ya la friolera de casi 50 años. Allí, a pesar de cuestionarse la existencia de la TP porque “no ha aparecido ninguna obra convincente de filosofía política en el s. XX”, hace brotar, sin embargo, una magnífica 2 En un reciente Handbook of Political Theory, editado por G. F. Gaus y Ch. Kukatas (2004), M. Strand señala que la TP exhibe hoy “6 tendencias: (1) La construcción meticulosa de argumentos; (2) La prescripción normativa de estándares de conducta pública; (3) La producción imaginativa de ideas (insights); (4) La exploración genealógica del origen y el cambio; (5) El despiece deconstructivo de paradigmas; (6) el análisis morfológico de conceptos y grupos conceptuales”. (Strand 2004, 3). Es obvio que esta ordenación es discutible, pero refleja bien la autoconciencia de la TP como disciplina 29 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Fernando Vallespín defensa de este enfoque, que sigue sirviendo de manera extraordinariamente eficaz para centrar sus tareas y posibilidades. Y lo hace en clara oposición a la disputa central de aquél momento, el choque entre ciencia social positivista y enfoque normativo. No niega a la primera un evidente carácter emancipador respecto de mitos, supersticiones u opiniones deformadas, que tradicionalmente se habían interiorizado como válidas; a estos efectos, la perspectiva cientifista poseería una función liberadora indudable. Berlin sí ataca, no obstante, a la hipostatización de su método a todos los campos de la realidad social, y que aquellas cuestiones que no fuera posible formular en sus términos sean desechadas como irracionales o sinsentido. Para Berlin, esta forma de proceder supone la aceptación implícita de su dogmatismo: lo que antes fue “una gran idea liberadora” se convierte ahora en una “camisa de fuerza sofocante”, incapaz de explicarnos todo un conjunto de cuestiones que él considera “filosóficas”. En el caso particular de la filosofía política abarcaría a temas tales como el problema de la obediencia, que sería central: Cuando preguntamos por qué se debe obedecer, estamos pidiendo la explicación de lo que sería normativo en nociones tales como la libertad, la soberanía, la autoridad, y la justificación de su validez mediante argumentos políticos (. . . ) Lo que hace que tales preguntas sean a primera vista filosóficas es que no existe un amplio acuerdo sobre el significado de los conceptos a los que estamos haciendo referencia. Existen marcadas diferencias sobre lo que constituye la razón válida para la acción en estos campos; o acerca de cómo hayan de establecerse o aun hacerse plausibles proposiciones que vengan al caso acerca de quién o de qué constituye autoridad reconocida para decidir estas cuestiones; y, por consiguiente, no hay consenso sobre la frontera entre crítica pública válida y la subversión, o entre la libertad y la opresión, u otras por el estilo (Berlin 1962, 7). Como puede deducirse de tan amplia cita, lo que este autor nos presenta como filosófico y, por tanto, inaccesible a la reflexión de la teoría empírica, es, ante todo, el “problema normativo” y, en particular, el problema de la racionalidad de fines. En este sentido recupera la clásica pregunta kantiana de “¿en qué clase de mundo es posible, en principio, la filosofía política, la clase de discusión y de argumentos que le son propios? Y coincide en la respuesta: “sólo en un mundo en el que chocan los fines” (Berlin 1962, 6). En sociedades dominadas por un único fin no cabría tal tipo de reflexión, ni siquiera la política misma; allí la discusión se reduciría a un mero problema de “medios”, de “administración”. Y como Berlin mismo se encarga de observar, las discusiones sobre medios son técnicas, tienen carácter científico y empírico, y pueden desarrollarse por experiencias y observaciones. Ahí no entran consideraciones ni disputas sobre fines y valores políticos. Las diferencias que suscitan tienen que ver con los caminos más directos para llegar a la meta. Pero esto no es lo que ocurre en la realidad, y ahí es donde entra forzosamente la filosofía política. Su naturaleza y necesidad saltan a la vista. La crítica de Berlin se dirige, en el fondo, al mismo concepto de empirie, de qué sea lo empírico en el mundo de las relaciones humanas. Lo que son las personas, no lo que deban ser, aparece condicionado por los modelos interpretativos que empapan el pensamiento y la acción del hombre. Por tanto, si queremos saber lo que son, es 30 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Fernando Vallespín preciso que “comprendamos” los modelos que gobiernan su pensamiento y acción; “las creencias de las personas en la esfera de la conducta son parte de la concepción que se forman de sí mismas y de los demás como seres humanos” (Berlin 1962, 13). Al aplicar supuestos empíricos “objetivos” distorsionaríamos un fenómeno profundamente subjetivo y “cargado” de valoraciones, que obligamos a entrar por la camisa de fuerza del “comportamiento objetivo” extraído de encuestas y cuestionarios. “Se funda en un ingenuo error acerca de lo que deba ser la objetividad y neutralidad en los estudios sociales” (Berlin 1962, 17). La única alternativa sería aplicar un método adecuado al objeto. Una cosa sería entonces el estudio de la naturaleza física, y otra bien distinta los datos de la historia o la vida social y moral, donde las palabras están ineludiblemente “cargadas” de contenidos éticos, estéticos o políticos, “empapadas en evaluaciones”. Si esto es así, ¿podemos desechar el único enfoque que, con todas sus insuficiencias, es capaz de acercarnos al objeto y expresar enunciados de forma relevante? Ésta es la pregunta que nos arrojaba Berlín y que fue respondida con contundencia años después de la aparición de su artículo. El giro copernicano a este respecto fue la conocida obra de John Rawls (1971) o las discusiones, más o menos por la misma época, de la crisis de legitimidad suscitada por la ligación entre capitalismo y democracia que encontramos en la obra de Habermas y otros. Visto con perspectiva, se produjo, en efecto, una aproximación teórico-política a los principales problemas que poseían una dimensión pública que permitieron hablar de un verdadero “renacer” o “rehabilitación” de las cuestiones de filosofía práctica. Favoreció tanto su traslado al espacio público, como al asentamiento académico de la especialidad. Las causas que Berlín señalaba como responsables de su “muerte”, entre otras, su empeño en convertirse meramente en una disciplina que sistematizaba la gran tradición de la TP de otras épocas, comenzó a no tener vigencia. Ahora empezábamos a mirar a nuestro objeto a los ojos, a ofrecer respuestas a las necesidades objetivas de un razonamiento público sobre materias centrales que acuciaban a los sistemas democráticos. Tanto Rawls como Habermas, por seguir con estos dos autores, participaron de una misma tarea, la búsqueda de las condiciones de posibilidad de un acuerdo racional sobre los fundamentos de la asociación política. Fueron al núcleo del problema que aquejaba a las democracias en ese momento histórico. Y en esto siguieron la tradición de la TP, que subsumía el problema del orden social y de los principios que deben regular la vida política dentro de los requerimientos de la racionalidad moderna, que sólo predica como racionales aquellos principios que puedan ser aceptados por todos los ciudadanos a los que han de vincular. Este punto de acuerdo dejó, sin embargo, abiertas un buen número de disensiones en lo relativo al concepto de razón que deba informar dichos principios, pero no abandonó la confianza en sustentar una concepción pública de la justicia válida para las sociedades avanzadas contemporáneas. Es decir, para sociedades sujetas al fact of pluralism, que no pueden apoyarse ya sobre una única concepción del bien, o sobre la eticidad propia de una forma de vida cultural específica. Estas restricciones del objeto inciden después también de modo decisivo en la naturaleza de los discursos racionales disponibles. Las demandas que se dirigen a la razón se restringen a lo que se considera que son los requerimientos mínimos del “pensamiento posmetafísico” (Habermas) o de la “razón política”, expurgada de “consideraciones metafísicas” (Rawls). En ambos casos, 31 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Fernando Vallespín la capacidad de pronunciamiento de la filosofía sobre estas cuestiones de racionalidad moral se ve limitada por el carácter finito y falibilista de la razón, ciertamente reducida en sus pretensiones de poner orden o buscar sintonizar la pluralidad de sus voces, por parafrasear una expresión habermasiana. Con ello lograron dar alas a un debate que pudo recuperar no sólo la reflexión filosófica sobre cuestiones normativas de la política para el tiempo presente; también puso a prueba las posibilidades efectivas de realizar este empeño con éxito dado el carácter falibilista de la razón al que antes aludíamos. Con la distancia que nos da el tiempo ya transcurrido, lo que se aprecia es, en efecto, que supo ubicarse en “un punto intermedio entre los universalismos distanciados de la filosofía normativa y el mundo empírico de la política” (Dryzek, Honig y Phillips 2006, 5). Esto, que se supone que es el espacio en el que se encuentra la TP, está ya lejos de ser así. Con las excepciones de rigor, la industria organizada en torno a la teoría rawlsiana, pronto convirtió a estas y otras obras “contemporáneas” en objeto de un sistemático despiece; se cerró sobre sí misma y eludió su enriquecimiento mediante un mayor diálogo con otras disciplinas, olvidando por el camino su ineludible tarea dirigida a una mejor comprensión de lo político y de las nuevas transformaciones que están sucediéndose ante nuestros ojos. Si la recuperación del enfoque normativo y del maridaje entre reflexión filosófica y política lograron que nuestra especialidad encontrara el espacio que Berlin reclamaba para ella frente al “cientifismo” de la política empírica, su solipsismo posterior, su clausura sobre sí misma, ha tenido el efecto de volver a suscitar el problema de su irrelevancia frente a los nuevos desafíos. En otras palabras, hemos perdido de vista las preguntas de base suscitadas por el objeto en un momento dado, esas que hicieron surgir las cuestiones epistemológicas y conceptuales, para centrarnos en estas últimas a espaldas de los cambios que se iban produciendo en aquél, en el campo empírico de lo político-social. 3 Nuevos desafíos y déficit de comprensión El mundo ha entrado ya en una nueva fase de re-organización drástica de lo social y político. Curiosamente, hoy asistimos también estupefactos a la incompetencia de las ideas; nadie busca seriamente un paradigma alternativo o la adaptación del antiguo a las nuevas circunstancias. Todo ello bajo el trasfondo de una crisis económica cuyos efectos son aún difíciles de calibrar, pero que, y éste es un hecho incontrovertible, acabará comportando consecuencias sociales y políticas específicas, y creará las condiciones para la gestación de nuevas formas de poder y de reorganización del Estado. No es fácil saber, desde luego, cuáles sean las señas de identidad de los tiempos venideros. Lo que sí parece cierto es que estamos ante una fase de reconstrucción del modelo que nace con la implosión de la Tercera Revolución Industrial y las tecnologías de la información y la consecuente globalización e internacionalización de la economía y de los diferentes ámbitos de la acción social. Las señales de quiebra del modelo del nuevo capitalismo financiero, que sustituyó al anterior “capitalismo productivo”, así como las limitaciones a la acción política en el Estado-nación, hacen imperativa una importante renovación de los presupuestos sobre los que se ha venido edificando el brusco salto hacia un nuevo orden social. Algo ha contribuido a este respecto la teoría social; pero la teoría política, con algunas muy dignas excepciones, se está manteniendo al margen. 32 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Fernando Vallespín Y esta auto-marginación es tanto más grave porque aquello que hoy se echa en falta es, precisamente, el gozar de instrumentos que nos permitan organizar el conocimiento acumulado para conseguir una mejor comprensión del presente a partir de los fines que deseamos realizar. Necesitamos respuestas teóricas normativas que nos permitan encauzar los datos sobre la realidad dentro de nuestros principios y el cuerpo de valores democráticos. Esta situación no es, sin embargo, nueva. Hace ya varias décadas, Giovanni Sartori, en un artículo que llevaba el sugerente título de “Undercomprehension” (1989), contemplaba la situación del espíritu de la época sujeto a un creciente desfase entre la “buena sociedad” a la que aspiramos y los medios de que disponemos para alcanzarla. Y cuando hablaba aquí de medios se refería a nuestra capacidad cognitiva, a la disponibilidad efectiva de knowing how, conocimiento práctico y aplicado, para poder llevar a cabo “programas de actuación” dirigidos a mejorar la vida social. Aludía así al “control cognitivo de las sociedades y las organizaciones políticas en las que vivimos: el control cognitivo que nos permite dirigir su curso” (Sartori 1989, 391). Es el tipo de saber del que se había valido la modernidad desde sus comienzos para conseguir afianzar eso que solemos calificar como “ingeniería de la historia”; esto es, la idea de que el futuro puede ser planificado y conformado a un diseño intencionado. Cuando Sartori alzaba sus quejas por aquellas fechas ya lejanas sobre la situación de “incompetencia cognitiva”, lo hacía para llamar la atención sobre el creciente desfase entre nuestro control cognitivo de la naturaleza y el todavía escaso conocimiento de los “asuntos humanos”. Estaríamos ante una situación caracterizada por nuestra incapacidad para lidiar cognitivamente con la complejidad generada por la expansión del marco de la política. “Nos hemos embarcado en la maxi-política con micro-piernas”. Y recurre a la conocida imputación de que las ciencias sociales son “semi-ciencias” –“medio teoría y medio nada: la ciencia aplicada está simplemente ausente” (Sartori 1989, 394). H. Morgenthau supo expresar también gráficamente este estado de cosas hace ya también algunos años: Parece como si la ciencia no tuviera respuestas a la pregunta concreta que suscita nuestro período histórico. La indiscriminada acumulación de conocimientos no nos ayuda a orientarnos en el mundo de una forma significativa, y esta misma incapacidad para hacer distinciones con sentido convierte a la ciencia en siervo más que en señor del objeto, al hombre en la víctima más que en beneficiario del saber (Morgenthau 1984, 154). Es obvio que, por volver al lamento de Sartori respecto al déficit de comprensión, este autor se refiere sobre todo al conocimiento instrumental que la ciencia social nos puede aportar para organizar el orden político. Pero todos sabemos que la ciencia política no es solamente una técnica, una ciencia aplicada, encargada de generar el conocimiento necesario para el funcionamiento del sistema político, sino que debe hacer frente al problema de asignar, distribuir y aplicar el resto de los recursos cognitivos –y no sólo cognitivos- de la sociedad. La racionalidad de la política trasciende la mera aplicación del conocimiento medios-fines para convertirse, efectivamente, en titular de la dilucidación y gestión de esos mismos fines. Y es ahí donde la TP encuentra su función más característica. 33 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Fernando Vallespín Lo curioso del caso es que cuando se elevaba esa queja que hemos puesto en boca de Sartori, lo que preocupaba era la expansión de la política y el temor de que su nuevo papel se nos fuera de las manos. Cuando lo hacemos hoy, por el contrario, lo que nos deja perplejos es lo contrario, el repliegue de lo político ante las fuerzas sistémicas de la economía o, en general, la imposibilidad de una regulación política de este mundo crecientemente complejo. Y lo que está en juego en este giro es, ni más ni menos, la propia identidad de la democracia, la futura organización de las instancias de decisión política, la transformación de las fuentes del conflicto político, el cambio de valores o el desvanecimiento de las ideologías tradicionales. No es poca cosa. Contrariamente a lo que Sartori creía que era la solución, el remedio no creo que resida en ahuyentar los fantasmas del presente presentándolos como problemas de management, reconduciendo la vida social a una organización más manejable y, por tanto, más susceptible de ser abarcada por la mirada del científico social. La historia de las ciencias sociales muestra bien a las claras cómo el científico social está siempre presto a erigirse en “legislador”, en vez de reivindicar el papel de “intérprete”, más modesto, pero también más acorde con sus posibilidades. Es evidente que la organización social, y la política, siempre han necesitado “técnicos”. Tradicionalmente fueron juristas, y hoy también economistas y científicos en general. Pero la dependencia también funciona en la otra dirección. Se requieren con urgencia, y por su misma escasez, intérpretes, personas capaces de “comprender”, de extraer el sentido de la realidad social y, por consiguiente, capaces de orientar la praxis. Falta una mayor sensibilidad hermenéutica que nos faculte después para pronunciarnos normativamente; ¡más TP! Antes aludíamos, sin embargo, al hecho de que el desarrollo de la TP se vio afectado por eso que llamábamos el “falibilismo de la razón”, la conciencia de inseguridad ante las mismas posibilidades del discurso racional sobre lo que sea mejor o más conveniente; o, si se quiere, la dificultad de pronunciarnos racionalmente sobre el mundo de lo normativo a pesar de nuestra creciente acumulación de conocimientos. El punto central de la revitalización de la razón práctica que se produjo en los años setentas se concentró, precisamente, en el problema de saber si la razón es práctica, si las normas son susceptibles de una fundamentación racional. Ya vimos que, en la línea del trabajo de Berlin que antes citábamos, se cuestionaron las cerradas posiciones positivistas entre teoría y práctica, entre discurso prescriptivo y discurso descriptivo, o entre hecho y valor, para a partir de ahí intentar reivindicar un concepto de teoría que nos sirviera de orientación en el ejercicio de la razón práctica. Pero este optimismo inicial fue rápidamente engullido por la conocida disputa en torno a si se había agotado ya el paradigma moderno, y con él la pérdida de un concepto enfático de razón capaz de reivindicar la fundamentación última de la razón práctica. Se trató, como es conocido, de un proceso más amplio de toma de conciencia de la debilidad de la razón y, por tanto, de los límites de la filosofía. El “giro hermenéutico”, el “giro lingüístico” o el “giro estético o esteticista” (el pensamiento “poético”) son bien expresivos de ese desplazamiento de la filosofía hacia reductos más seguros. Y la seguridad se midió aquí por el distanciamiento de la filosofía respecto de una teoría de la verdad, por la asunción de un falibilismo radicalizado y, en casi todos los casos, por una petición de ayuda y colaboración a las otras ciencias sociales y humanas. Como bien observaba T. 34 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Fernando Vallespín McCarthy3 , existía la conciencia de que la filosofía se hallaba en un momento decisivo, en su turning point, y que todo el pensamiento se articulaba “más allá” o “después” de la filosofía en su sentido tradicional. Esta disputa, que no deja de ser fascinante, tuvo su inmediata repercusión sobre la TP, la sedujo, y probablemente fuera una de las causas de su ya aludida pérdida de conexión con la realidad política, o, mejor, de su más distante e insegura observación de la misma. Se preocupó más de sus instrumentos de observación que de aquello que se supone que tenía que observar. Y esto nos colocó en una situación de cierta parálisis a la hora de pronunciarnos sobre el objeto, aunque también permitió una saludable actitud consistente en concebir la reflexión racional fuera de “construcciones universales” y asumiendo sus contingencias; algo así como el paso de la reflexión racional al discurso reflexivo, que implica elaborar argumentos que no pretenden ser demostraciones definitivas, diálogos políticos situados que ofrecen un tipo de análisis y de razonamiento que se mantiene en esa condición abierta. 4 Las dos grandes tareas pendientes: la reflexión sobre el desvanecimiento de la acción política y la teoría como praxis Sea como fuere, si hoy queremos rescatar a la TP de su letargo solipsista, no hay más remedio que ponernos manos a la obra en la investigación de dos grandes ámbitos en los que -siempre a mi juicio, claro está-, se echa en falta más reflexión por parte de nuestra disciplina. El primero tiene que ver con la creciente restricción actual de la acción política, lo que en otro lugar he llamado la “conversión de la acción política en gestión sistémica” (Vallespín 2011), y el segundo, con tomarnos de nuevo en serio el ejercicio de la teoría como praxis, ambos claramente relacionados. Veámoslos de forma sucinta. Como es sabido, una de las grandes disputas epistemológicas habidas en las ciencias sociales era la relativa al problema de la acción social. Puede plantearse a partir del conocido dictum marxista de que los hombres hacen la historia, pero no bajo condiciones que puedan elegir. O, si se quiere, la contradicción existente en afirmar que los hombres “hacen” la historia y sostener a la vez que la historia “hace” a los hombres. Sólo suscitar este tema nos convoca ya a todos los padres fundadores de la teoría social y sus epígonos. No se trata ahora, desde luego, de ver los distintos modelos, sino de enunciar lo que se esconde en la raíz del problema. La importancia de esta cuestión reside en que detrás de él se encuentra la misma condición de posibilidad de las ciencias sociales, el presupuesto que las confiere de identidad como tales “ciencias”. ¿Qué es la pretensión de objetividad que las informa sino un intento por sujetar el aparentemente azaroso comportamiento humano a unas pautas que lo disciplinen dentro de un orden conceptual y lo sujeten a la racionalidad? Por utilizar la gráfica expresión de T. Parsons, la objetividad busca siempre ese “marco de referencia de la acción” sin el cual ésta deviene ininteligible, “inexplicable”. Recurrimos así a “estructuras”, “sistemas”; en suma, a categorías operacionales a las que se dota de una prioridad lógica sobre los elementos que las gobiernan. Detrás se encuentran, 3 Véase la introducción de esta autor a Baynes, Bohman y McCarthy, eds., After Philosophy. End or Transformation? Cambridge, Mass: MIT Press. 35 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Fernando Vallespín como no podía ser de otra manera, los problemas de la relación individuo-sociedad, objetivismo-subjetivismo y determinismo-voluntarismo, que sigue sin encontrar una solución concluyente. Como señala Mouzelis, esta distinción que venimos introduciendo contribuye a delimitar claramente una de las divisiones fundamentales de la teoría social: entre aquellos que sitúan a los actores individuales y/o colectivos en el centro de su análisis, y aquellos que relegan a los actores a la periferia y contemplan la sociedad esencialmente en términos funcionalistas; es decir, como un sistema de “procesos” o partes “despersonalizadas” que contribuyen, positiva o negativamente, a sus requisitos funcionales básicos (Mouzelis 1974, 395). Dentro de este último grupo se situaría claramente la teoría sistémica, como ya antes hicieran el funcionalismo, el estructuralismo y algunas variedades del marxismo, pero también autores como Foucault, al menos el Foucault posterior a El orden del discurso 4 . Y en el otro polo, está la variante del discurso más preocupada por la acción; el interaccionismo simbólico de G. H. Mead y, en general, todos aquellos autores que se centran más en las acciones y expresiones con sentido de los agentes sociales, en su dimensión activa y creativa. El enfrentamiento Habermas/Luhmann quizá constituye el mejor ejemplo de estas líneas divisorias, aunque desde hace ya tiempo se percibe un intento por combinar ambas perspectivas y no renunciar a las ventajas explicativas de cada una de estas “inclinaciones” metodológicas. Esto comenzó a ocurrir no sólo en el Habermas posterior a La teoría de la acción comunicativa 5 , sino en autores tan estimulantes como Anthony Giddens6 o Norbert Elias7 , en cuyas teorías se observa una justa ponderación de la interrelación de acción y sistema. Para Giddens, por tomar uno de ellos, acción y estructura estarían indesligablemente unidas en la vida social. Frente a la concepción de “estructura” como “algo semejante a las vigas de un edificio o el esqueleto de un cuerpo”, Giddens propone su conceptualización como las reglas y recursos que son utilizados en la interacción social (Giddens 1984, 16). Los participantes en ella se sujetan a ellas de un modo similar a como el hablante se somete a las reglas gramaticales cuando hace uso del lenguaje. Como en éstas, la estructura es a la vez “capacitadora” (enabling) y “limitadora” (constraining): nos faculta para actuar a la vez que nos va limitando el curso de posibles acciones. Y esto supone, por tanto, que posee una naturaleza “dual”: es constitutiva de la acción cotidiana y, al mismo tiempo, reproducida por esa misma acción. Explicar o conocer esta realidad exigirá, así, no sólo el intento de delimitar la naturaleza y funciones que esta estructura juega en el mantenimiento de la cohesión y el orden social, sino también, y de modo decisivo, la forma en que es percibida y comprendida a su vez por parte de quienes se valen y se someten a ella en la interacción social. Más fuerza parece tener el planteamiento habermasiano. Por simplificar, para Habermas toda sociedad acoge en sí dos formas de integración distintas, la integración 4 M. Foucault, L’Ordre du discour, Paris, Gallimard, 1970. Habermas, Theorie des kommunikativen Handelns, Franfort: Suhrkamp, 1981. 6 Anthony Giddens, The Constitution of Society, Cambridge: Polity Press, 1984 7 Norbert Elias, What is Sociology?, Londres: Hutchinson, 1978. 5 Jürgen 36 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Fernando Vallespín sistémica y la integración social 8 . La primera hace referencia a la efectividad de las relaciones, regularidades y leyes funcionales que aseguran la reproducción social; alude, pues, a “leyes” que, en principio, al menos, se presentan como independientes de la voluntad de los que en ellas participan -las leyes del mercado, por ejemplo-. La integración social, por su parte, presupone un comportamiento mediado subjetivamente y se mantiene a través del seguimiento de reglas normativas –derecho, moral, etc.-; es decir, aquello que se considera “verdadero”, “justo”, “bueno”; es el marco en el que predomina la racionalidad práctica, el “interés cognitivo-moral práctico”, la racionalidad comunicativa. Ambos modos de socialización están lo suficientemente imbricados como para generar “contradicciones” o “crisis” si no son armonizados adecuadamente. Como es bien conocido, a partir de los años ochenta es cuando Habermas da un cierto cambio de rumbo y empieza a poner en cuestión la autonomía de cada una de estas esferas, y matiza su quizá excesivo optimismo en el potencial emancipatorio de la lógica que habría de gobernar el mundo de la vida. El aumento de la complejidad sistémica habría conducido a una creciente racionalización de los espacios gobernados por esta esfera. Las acciones sociales podrían ser coordinadas, no ya sólo mediante la costosa vía de la comunicación lingüística y comunicativa, sino también a través de otros medios. Ocurre entonces que, ya sea reemplazando o reduciendo la comunicación lingüística –proceso que se ve favorecido por una acción comunicativa que se va viendo libre de tradiciones culturales-, estos medios sirven para aliviar la reproducción social de las crecientes necesidades de coordinación y consiguen motivar la acción sin tener que sacrificar ninguna exigencia de interpretación. Los medios a que hace referencia son, obviamente, el dinero como medio universal de intercambio, y la organización pública del poder, el sistema político-administrativo. Su lógica, abstracta y funcional, habría conseguido imponer una diferenciación en los subsistemas económico y político, que amenazaba con acabar colonizando aquellos otros ámbitos que se apoyan en la comunicación lingüística. Y no sólo eso, el mundo de la vida ya no influenciaría estas áreas sistémicas de la vida social, puesto que, en tanto que esferas de la acción libres de normas, son ajenas a la praxis de la comprensión comunicativa9 . Éste es el punto al que quería llegar en esta larga introducción metodológica, porque, siempre a mi juicio, hoy nos encontraríamos en uno de esos momentos en los que la acción política se muestra ya subordinada a una continua presión sistémica. Parece haberse hecho realidad la teoría de la colonización del mundo de la vida por el sistema. La consecuencia evidente es que se ha estrechado la autonomía de la política hasta convertirla en poco más que un mero simulacro, algo que casa mal con los dogmas de la libre comunicación ciudadana en un supuesto espacio público y con la aparente capacidad de la política para trasladar a acciones efectivas las preferencias de los ciudadanos. La impotencia de la política ante los imperativos del sistema económico, el espectáculo de ver a los titulares del poder democrático como sus meros “administradores” o gestores, nos obliga a repensar a fondo los presupuestos 8 Como es sabido, esta distinción fue elaborada inicialmente por D. Lockwood en su influente trabajo, “Social Integration and System Integration”, en G.H. Zollschau y H.W. Hirsch (eds), Explanations in Social Change, Boston: Houghton Mifflin, 1964. 9 No deja de ser curioso que el propio Habermas sostenga ahora una visión más optimista al respecto. Al menos desde Faktizität und Geltung, Frankfort: Suhrkamp, 1992. Desconozco cuál sea su posición al respecto después del sorprendente impacto de la crisis económica sobre la autonomía de la política democrática. 37 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Fernando Vallespín sobre los que veníamos asentando la mayoría de nuestras categorías normativas sobre la política. Hemos tenido que sujetarnos a las disciplinas impuestas por la crisis para tomar conciencia de una situación que ya venía manifestándose con anterioridad, pero que no teníamos la capacidad de ver con nuestras distracciones metateóricas. Lo que hoy ocurre es seguramente el mayor desafío a los presupuestos de la democracia desde la Segunda Guerra Mundial, y esto nos obliga a afilar nuestros cuchillos conceptuales y a buscar el apoyo de otras ciencias sociales, quizá más alertadas ante esta situación que los practicantes de la TP. De ahí la necesidad de asumir una nueva conciencia en relación a nuestro objeto y a las descripciones que desde aquéllas se nos hacen de la realidad empírica actual. Pero -subráyese la adversativa-, desde el campo que siempre nos ha sido más propicio, la capacidad interpretativa y la evaluación normativa. Hoy, y con esto pasamos a la segunda tarea pendiente, carecemos de teorías políticas con capacidad para reflejar el mundo actual y que luego puedan revertir reflexivamente sobre nuestra propia autocomprensión de la realidad. Estamos, pues, lejos de cumplir con los requerimientos de lo que en la teoría sociológica se ha venido conceptualizando como la “doble hermenéutica”10 . Por tal se entiende, recordemos, el hecho de que los científicos sociales debemos ofrecer interpretaciones con sentido de lo que “ya tiene sentido”; pero estas interpretaciones a su vez revierten sobre la comprensión que los actores sociales tienen de su propia realidad social y política. Las ciencias sociales tienen –deberían tener, más bien- un carácter reflexivo sobre su objeto, deberían permitir a los actores sociales cobrar una mayor conciencia del mundo en el que viven, así como las oportunidades que se abren a su acción. En esto es obvio que hemos fracasado. Quizá, porque hemos abandonado ya la conciencia de que es posible una mayor interrelación entre teoría y práctica políticas. En buena línea con la Teoría Crítica, la ciencia social no debe trasladar las decisiones valorativas o de fines a una esfera distinta escindida de ella, sino que debe comprender también el entramado de efectos sociales que produce su ejercicio. Es decir, debe incorporarse como parte de las disputas sociales. Éste es el sentido en el que es crítica, su meta es el análisis social crítico. Como diría Adorno, debe “diluir la rigidez del objeto hoy y aquí existente en un campo de tensión entre lo real y lo posible: cada uno de ellos remite al otro” (Adorno 1986, 512). O, por decirlo con Habermas, de lo que se trata es de hacer ciencia social “diseñada explícitamente con intención política, pero a la vez científicamente falsable” (Habermas 1971, 244). Su interés central reside en intentar justificar estrategias de acción social a partir del análisis de estructuras históricas objetivas para que así puedan hacer su entrada también en la consciencia de los sujetos actuantes. No parece que algo así se dé en la práctica de la TP contemporánea. Mi objetivo con estas reflexiones no es, como creo haber dicho, “despreciar” o minusvalorar el ejercicio profesional de la TP. Busca más bien convertirse en un recordatorio sobre lo que debería ser nuestra función principal en unos momentos poco propicios para la acción política y en los que hemos de revisar todos nuestros instrumentos conceptuales. Es una llamada de atención sobre la necesidad de cambiar las inercias de la profesión y reenfocarla hacia su objeto de estudio en las condiciones específicas en las que se encuentra en el presente. Quizá deberíamos empezar por 10 Una de las mejores explicaciones de la doble hermenéutica se contiene en A. Giddens, op. cit., pp. 284 y ss. 38 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Fernando Vallespín preguntarnos ¿qué es la política hoy? o ¿cómo debe ser pensada? Puede que éstas sean las “preguntas de investigación” que habremos de abordar con urgencia. Nos lo exige la lealtad con nuestras propias convicciones y el deber que como profesionales tenemos ante nuestros conciudadanos. Bibliografía • Adorno, T.W. 1986. “Soziologie als empirische Forschung”. En Logik der Sozialwissenschaften, editado por E. Topitsch. Königstein: Atheneum. • Berlin, I. 1962. “Does Political Theory Still Exist?”. 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Por certo, a legião de autores que, desde a implantação do Estado Nacional brasileiro, nos idos de 1822, buscou interpretar o que se passava no país possuía pretensões à explicação, posto que não constituída por nefelibatas puros. Da mesma forma, poderá ser dito que qualquer pretensão explicativa, por mais ingênua que possa ser a candura de sua auto-apreciação, jamais fugirá dos limites e das possibilidades estabelecidos por modalidades de interpretação. A distinção, pois, entre interpretação e explicação é, no limite, insustentável em termos conceituais. Se assim o é para o plano das definições categoriais, o mesmo não se dá no plano da afirmação de campos cognitivos. Nessa medida, há uma demarcação clara entre o que hoje designamos como “intérpretes do Brasil” e o que, a partir da década de 1970, se definiu, entre nós, como o campo de uma ciência da política. Sob o rótulo genérico de “pensamento político brasileiro”, um conjunto variado e expressivo de esforços cognitivos se transforma em objeto de história intelectual, enquanto que o corpo conceitual da nova ciência é tomado como condição para a inteligibilidade do mundo político. No limite, não se trata mais de ler os “intérpretes do Brasil”, para neles buscar explicações a respeito do que é o país. Com frequência, o caminho é o inverso, são ∗ Publicado na revista Lua Nova, # 82, maio de 2011. Ensaio escrito durante estada como Investigador Visitante Sénior do Instituto de Filosofia da Linguagem, da Universidade Nova de Lisboa, em fevereiro de 2011. Agradeço a António Marques, seu Director, a gentileza do convite, a enorme amabilidade do acolhimento e a oportunidade de me valer do ambiente intelectual da instituição. Utilizo, no ensaio, argumentos e formulações já desenvolvidas no texto “O campo da Ciência Política no Brasil: uma aproximação construtivista”, In: Renato Lessa (Org.), Horizontes das Ciências Sociais no Brasil: Ciência Política, São Paulo: Discurso Editorial/Barcarolla, 2010, pp. 13-49. 40 Renato Lessa Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 eles é que exigem o ser explicados, agora como objetos de uma história intelectual. Os “intérpretes” reemergem como assunto de história das idéias e não mais freqüentam o núcleo da explicação a respeito do que é e deve ser o país. Este ensaio parte de uma reflexão a respeito da passagem entre esses dois momentos do conhecimento político no país. Mais do que simples sucessão de autores e teorias, sugiro a presença de uma transfiguração profunda no modo de falar a respeito dos fenômenos políticos. A direção assumida, a partir dos anos da década de 1970 foi a da afirmação de uma ciência positiva da política, depurada das confusões “normativas” do campo das Humanidades e progressivamente afastada das demais ciências sociais, em nome da defesa de uma autonomia e de uma distinção de seu objeto. O argumento, a ser desenvolvido, seguirá os seguintes passos: (i) exame do calendário “oficial” de fixação da Ciência Política no Brasil, e as demarcações ali implicadas, com efeitos sobre a distinção entre “intérpretes do Brasil” e “cientistas”, ou praticantes de um corpo de conhecimento cientificamente constituído; (ii) menção a alguns aspectos do mundo que antecedeu a afirmação da cultura científica, sobretudo na associação entre conhecimento e normatividade; (iii) a busca de idéias autônomas e distintas, por parte da nova cultura científica prescritas pela nova ciência da política; (iv) um exame da experiência norte-americana, como fonte inspiradora para a reorientação do conhecimento político sistemático no Brasil; (v) a decantação dos valores e dos procedimentos aprendidos com essa experiência, na configuração do campo no Brasil; (vi) menção à nova cultura científica, sustentada no neo-institucionalismo e na rational choice, a partir de fins da década de 1980, e suas principais implicações para a configuração do campo; (vii) reflexão final sobre o tema da transfiguração de objetos e da centralidade dos modos de falar a respeito deles. Nessa conclusão, com base em argumentos estabelecidos por Willard Quine, Nelson Goodman e Arthur Danto, procurarei sugerir que novas modalidades de falar a respeito dos objetos podem operar com críticas fortes ao conhecimento político, tal como produzido pelo mainstream da Ciência Política. 2 O nascimento de uma ciência da política: problemas de certificação e de constituição do campo Não há, ainda, uma história sistemática da Ciência Política brasileira, enquanto domínio reconhecido e institucionalizado. A disciplina é empreendimento de extração recente e, a depender do marco escolhido, não ultrapassa datação de quatro décadas de idade. Com efeito, os praticantes do campo, em ação no país e como corpo profissional cujos padrões disciplinares foram fixados e consolidados nos anos setenta e oitenta, distribuem-se em não mais do que três ou quatro gerações. 41 Renato Lessa Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Trata-se, portanto, de uma trajetória ainda marcada pela perspectiva da curta duração e pela sombra dos “heróis fundadores”. No entanto, a ideia de um começo recente não parece ser suficiente para dar suporte à crença de que se está diante de algo inaudito e cuja inauguração dispensa a consideração de antecedentes. Para os fins deste ensaio, duas ordens de antecedentes devem ser indicadas. A primeira delas possui caráter negativo: na postulação de um novo começo, com que tradições se está a romper ou superar? O que teria existido antes desse suposto começo? Um vazio ou algo a ser superado, e cujos conteúdos, por alguma razão, foram julgados insuficientes de acordo com as razões dos que estabeleceram a ideia desse novo começo? Qual a medida dessa ruptura? A segunda possui aspecto positivo: é que o tal começo decorre em grande medida de movimentos anteriores, ocorridos no campo do conhecimento político, durante a década de 1950 nos Estados Unidos, em torno da assim chamada “revolução behaviorista”. Essa, com certeza, decorre de movimentos anteriores, mas tal regressão ao infinito não será aqui reencenada. O que se está aqui a dizer é que a história curta – e local - inscreve-se, de um modo que lhe é próprio, em uma história mais larga, dotada de um conjunto de práticas e efeitos de conhecimento propiciados por uma disciplina cujos fundamentos e temas foram constituídos em outros domínios e outras temporalidades. Tal ato de constituição, por certo, exigiu uma demarcação crítica com relação a modalidades de representação do mundo político e social tidas como pré-científicas e progressivamente isoladas sob a denominação residual de “pensamento político brasileiro” ou, mais recentemente, “interpretações do Brasil”. O novo começo é pautado por atos paradigmáticos de recusa de uma tradição tida como ensaística e indisciplinada e de adesão a protocolos de explicação positiva dos fenômenos políticos. A centralidade dessa aposta realista é imensa e possui implicações sistêmicas sobre a configuração global da disciplina no Brasil. O que se está aqui a dizer é que a história curta – e local - inscreve-se, de um modo que lhe é próprio, em uma história mais larga, dotada de um conjunto de práticas e efeitos de conhecimento propiciados por uma disciplina cujos fundamentos e temas foram constituídos em outros domínios e outras temporalidades. Tal ato de constituição, por certo, exigiu uma demarcação crítica com relação a modalidades de representação do mundo político e social tidas como pré-científicas e progressivamente isoladas sob a denominação residual de “pensamento político brasileiro” ou, mais recentemente, “interpretações do Brasil”. 2.1 Do mundo infinito á finitude do objeto encerrado O mais sistemático exercício de reflexão sobre a constituição da Ciência Política no Brasil foi elaborado, há cerca de 30 anos, por Bolivar Lamounier, em síntese do seminário “A Ciência Política nos anos 80”, ocorrido em Novembro de 1981, no então recém fundado IDESP, em São Paulo. Os textos ali apresentados foram reunidos em excelente livro, com idêntico título, no ano seguinte (Lamounier 1982). O texto fixou, ainda, a datação que acabou por se tornar uma referência identitária para a maioria dos cientistas políticos brasileiros, a saber, a que estabelece um espaço de tempo de 15 a 42 Renato Lessa Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 20 anos - entre meados da década de sessenta e o início da de oitenta -, como o período no qual a forma e a substância atuais da Ciência Política no Brasil se consolidam1 . Apesar de adotar e fixar essa datação, Lamounier reconhece, em uma perspectiva de largo prazo, a concomitância havida no Brasil entre os processos de fundação e constituição do Estado Nacional, a partir do século XIX, e a emergência de uma reflexão sistemática e atenta à importância dos fatores de ordem política e institucional na configuração geral do país. Mais do que justo o reconhecimento, pois nos primórdios do processo de configuração do Estado Nacional brasileiro é já possível detectar os ecos de um intenso debate a respeito do experimento social e institucional a ser desenvolvido no país. Tratase, por certo, de uma reflexão – que no campo liberal radical, já nas primeiras décadas do século XIX, pode ser encontrada em gente como Cipriano Barata de Almeida, Frei Joaquim do Amor Divino Caneca, João Soares Lisboa e Gonçalves Ledo e no campo mais conservador em José da Silva Lisboa - Visconde de Cairú - e, mesmo, José Bonifácio – voltada para a intervenção direta na conjuntura imediata dos conturbados anos do processo de independência. Nenhuma dessas intervenções preencheria, com certeza, os protocolos mais tarde fixados para configurar uma ciência supostamente rigorosa da política. No entanto, o propósito de intervenção imediata de modo algum apareceu, nos primeiros pensadores políticos do país, como algo paroquial e idiossincrático. Ao contrário, foi sempre visível a incorporação fertilizadora de tendências coetâneas no campo da filosofia política, no plano internacional. As linguagens do liberalismo – em chave radical e democratizante ou em outra mais inclinada para os temas da liberdade de comércio – que comparecem ao primeiro grande debate público brasileiro, que culminou no processo de elaboração da primeira Constituição, outorgada em 18242 . Mesmo nos limites de uma alusão rápida e superficial, é possível sustentar a presença de um pensamento político ativo, motivado não apenas por influências “estrangeiras” – francesas, inglesas e norte-americanas, sobretudo –, mas também pela oportunidade de intervir em um processo de criação de nova unidade política. Tal oportunidade foi de extrema valia para a fixação de uma tradição de pensamento político, a um só tempo voltada para o entendimento e a interpretação de problemas postos pela dinâmica política e social do país e para o desenho de configurações alternativas possíveis3 . A precedência de um pensamento político, a um só tempo atento ao debate internacional e voltado para a intervenção prática, já naquela altura, deve deflacionar nossas sensações de que o campo de conhecimento supostamente estabelecido a partir da consolidação da moderna pós-graduação no país 1 Maria Cecilia Spina Forjaz adotará idêntica datação, em artigo publicado em 1997: “Irmã caçula das Ciências Sociais, a Ciência Política afirma sua identidade a partir de meados dos anos 60, quando já se constituíra no país um sistema de ensino superior ao qual esteve estreitamente vinculado o desenvolvimento intelectual e institucional dessas disciplinas, especialmente no eixo São Paulo-Rio de Janeiro”(Spina Forjaz 1997, 2). 2 A propósito da intensidade do debate político e da presença de correntes liberais radicais e democratizantes, ver Renato Lopes Leite – “Republicanos e Libertários: Pensadores Radicais no Rio de Janeiro, 1822” (Civilização Brasileira, 2000) e, para um comentário, Renato Lessa, “A primeira esquerda brasileira”, In: http:renatolessa-nonada.blogspot.com. 3 Três obras importantes, entre outras, podem dar ao leitor a medida da riqueza da reflexão política brasileira durante o Império: José Murilo de Carvalho, A Construção da Ordem, Rio de Janeiro: Campus, 198X e Teatro de Sombras, São Paulo: Vértice, 1987 e Paulo Mercadante, A Consciência Conservadora no Brasil, Rio de Janeiro: Saga, 1965 43 Renato Lessa Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 é contemporâneo de sua própria história4 . A avaliação de Lamounier, feita em 1981, confere à Ciência Política no Brasil um patamar de “relativo avanço”, propiciado por dois fatores, um de natureza histórica e outro de extração institucional, a saber: (i) a “existência de uma importante tradição de pensamento político, anterior aos surtos de crescimento econômico e urbanização” do século XX e “mesmo ao estabelecimento das primeiras universidades”(Lamounier 1982, 408); (ii) a “expansão quantitativa da pós-graduação e a concomitante diversificação de formas institucionais que se operaram a partir meados dos anos sessenta” (Lamounier 1982, 408). Ambos os fatores operam como cláusulas externas à constituição do campo. O primeiro dos fatores diz de uma pré-história do conhecimento político, na qual ter-se-ia estabelecido o hábito regular de pensar a vida pública. A afirmação da precedência, nos termos em que é feita, nada diz, em princípio, de continuidades analíticas e fertilizações substantivas. Apesar da precedência dessa pré-história, a nova ciência foi, em grande medida, feita contra ela. O segundo fator é abertamente institucional: são as condições “concretas” postas por um novo desenho das instituições universitárias no país que se oferecem como moldura para a configuração interna do campo. Se esses são os fatores exteriores – um genético e outro institucional -, há que perguntar a respeito de marcadores mais precisos, a operar no interior no campo demarcado pela ruptura histórica e pela nova circunstância institucional. Encontramos no texto de Bolivar Lamounier tais marcadores mais finos: (i) uma “autonomia bastante acentuada no que diz respeito à construção de seu objeto”: tanto nos debates dos anos 20 e 30 do século passado, sobre a “organização política nacional”, como nas teses e pesquisas contemporâneas teria se configurado uma Ciência Política não subsumida em outros domínios analíticos, das Humanidades e das Ciências Sociais (Lamounier 1982, 408); (ii) um processo de distinção entre a Ciência Política e as demais disciplinas que compõem o campo das Ciências Sociais, por meio de uma progressiva “profissionalização”: trata-se da “diferenciação de um papel profissional e de instituições específicas, em relação às demais Ciências Sociais”(Lamounier 1982, 408). O primeiro dos marcadores finos - a presença de uma acentuada “autonomia” a respeito da constituição do objeto – afirma a presença continuada de uma atenção a dimensões políticas e institucionais, como base de um exercício intelectual que toma a política como sua referência central. O segundo incide sobre o processo de demarcação desse saber científico da política com relação a outras disciplinas que configuram o campo mais amplo das Ciências Sociais e, é necessário frisar, das Humanidades em geral. Ambos os marcadores são de consideração compulsória para que se compreenda 4 É importante, aqui, mencionar o belo esforço intelectual, executado por Gildo Marçal Brandão, em seu incontornável livro Linhagens do Pensamento Político Brasileiro, São Paulo: HUCITEC, 2008, no sentido de fixar as linhas de longa duração e de continuidade no âmbito do pensamento político brasileiro. 44 Renato Lessa Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 a configuração mais geral do campo da Ciência Política. É o que será feito a seguir, sob os seguintes rótulos: (i) o problema da autonomia e do embeddness e (ii) o problema da demarcação e da distinção. 2.2 Autonomia e embeddness Manuel Villaverde Cabral, participante do seminário acima aludido, em ensaio a respeito da constituição da Ciência Política em Portugal, chamou a atenção para o fato de que em seu país uma reflexão sistemática, na qual a dimensão política compareça como aspecto central, só será praticada de modo continuado após a revolução democrática do 25 de Abril de 1974 (Villaverde Cabral 1982, 251-280)5 . Até então, a reflexão política portuguesa, quando não asfixiada e dirigida pelo experimento do salazarismo, aparecia imersa no que Villaverde Cabral designou como um “ciclo de embeddment”, pelo qual a narrativa política sempre acabava encerrada – embebida, envolvida ou enraizada - em “casulos” estabelecidos pela narrativa histórica mítica e remota. A imagem é excelente e presta-se a desenvolver o tema do processo de autonomização do campo, na definição de seus objetos próprios. É a idéia de embeddness, originalmente aplicada por Karl Polanyi para descrever a relação entre circuitos de troca econômica e vida social, em um mundo ainda intocado pelo “credo de mercado”, que aqui emerge como marcador da posição ocupada pela reflexão política, diante de outras modalidades narrativas a respeito da experiência social6 . Polanyi, de forma lapidar, mostrou como as relações econômicas estiveram, antes do predomínio do credo na excelência do mercado auto-regulado, envolvidas – embedded – em um conjunto de injunções não económicas. Tal padrão de embeddness sustentava-se em formas institucionais e normativas que acabaram por configurar o modo de lidar com questões económicas. O próprio modo de tratar e narrar fenómenos econômicos implicava a consideração de fatores posteriormente tidos como não económicos, associados, de moto lato, à tradição e ao âmbito mais amplo das crenças e da cultura. É possível sustentar que todo processo de autonomização resulta de uma recusa a padrões de embeddness. O segmento a ser autonomizado deve ser apresentado como dotado de qualidades ontológicas próprias, que justificam o destaque com relação a conjuntos que, até então, determinavam seu sentido e seu alcance. O contrário também pode ser afirmado: a recusa de padrões de autonomia implica a adesão a vínculos mais totalizadores, sem os quais o sentido do fragmento esmaece. A aplicação do ponto ao tema do conhecimento político manifesta-se na oposição entre narrativas que compreendem os fenómenos políticos como inseridos em redes de causalidades mais amplas – históricas, culturais, sociais, ecológicas, etc... - e narrativas que os encerram em circuitos restritos e autónomos com relação ao que se considera como não dotado de relevância propriamente política. Pode-se dizer que o termo “autonomia”, tal como introduzido por Lamounier, designa a relativa ausência dos efeitos de embeddness, responsáveis pela dissipação da sensibilidade analítica com vistas a fenômenos políticos. Os assim chamados 5 Ver também no mesmo volume o ensaio de Luís Salgado de Matos, “Generalidade e Drama: Pensamento Político Português, 1945-1980”, PP. 281-306. 6 Para a idéia de embeddness, ver Karl Polanyi, A Grande Transformação, Rio de Janeiro: Campus, 1978. 45 Renato Lessa Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 fatores estritamente políticos apareceriam – ou teriam sido constituídos, para utilizar terminologia filosoficamente menos ingênua – de modo não encerrado ou embebido em narrativas de outras ordens, que os vinculariam a dinâmicas não estritamente políticas. No que toca à reflexão brasileira, a visibilidade e a relevância descontaminadas de temas de natureza política teria sido marcante, desde seus primórdios. O efeito diacrônico presente nesse juízo, no entanto, é menos uma homenagem à tradição do que um recurso a ela dirigido para sustentar um argumento a respeito de como devem ser o presente e o futuro do campo que se está a afirmar: um campo que não fará concessões ao “historicismo”, ao “culturalismo” e ao “sociologismo”. Tal suposição de pregnância entre a disciplina e o seu objeto estrito, por outro lado, traz consigo a idéia de que a constituição do campo exige procedimentos de transfiguração, pelos quais efeitos de descontaminação e depuração são exercidos. A crença implícita é a de que existe correlação positiva entre “desencasulamento”, isolamento analítico de fragmentos, cada vez menores, e progresso cognitivo. Em outros termos, a autonomia significa que os fenômenos observados devem ser retirados de “casulos ” e percebidos no que revelam de intrinsecamente políticos. A questão toda é a de que não há como estabelecer propriedades intrínsecas de qualquer conjunto a não ser pela operação de critérios extrínsecos de primeira ordem. Há mais, no entanto, a ser explorado com relação ao tema do embeddness, a partir do texto de Manuel Villaverde Cabral. De modo mais direto, é necessário distinguir dois padrões distintos de embeddness. Uma coisa é dizer de uma dissolução – ou apagamento – da sensibilidade analítica para fenômenos políticos por força das artes de um regime hiper-autoritário, que impõe e fixa como narrativa compulsória a respeito da experiência nacional uma forma retórica mítica e hagiográfica. Outra, e muito distinta, diz respeito à presença de uma atenção analítica efetiva a temas políticos, porém atada a hábitos intelectuais segundo os quais as narrativas que disso decorrem não exigem desvincular-se de outras modalidades de expressão. Tal distinção parece-me crucial para entender o próprio processo brasileiro de afirmação de um pensamento político. Se for verdade que, desde os primórdios, uma atenção ao caráter distintivo da política se fez presente, por outro é importante considerar que o tratamento intelectual de temas políticos não implicou, no contexto dessa origem, na constituição de um saber específico e autárquico da política. Ao contrário, a tradição do ensaísmo brasileiro, fortíssima até os anos sessenta, e ainda não de todo extinta, ao considerar temas de natureza política, o fez de um modo tal que narrativas históricas, literárias, filosóficas, sociológicas, econômicas e de outras extrações comparecessem à análise. “Autonomia”, nesse caso, implicava apenas o reconhecimento de um domínio de objetos a considerar, mas não a adesão a um saber distinto e independente das demais narrativas sobre a experiência histórica, cultural e social. Se a primeira forma de autonomia é uma condição necessária para que falemos de política, a segunda é mais discutível. 2.3 Os princípios da demarcação e da distinção Campos de conhecimento não se fazem apenas a partir de petições de autonomia, fundadas no caráter supostamente estrito de seus objetos pretendidos e prediletos. 46 Renato Lessa Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Tal movimento é necessário, mas não esgota em si mesmo os efeitos produzidos pela sua afirmação. Ele produz, de modo igualmente compulsório, deslocamentos, novas afinidades e novos estranhamentos. Desde já, deve ser dito que o processo de afirmação de uma Ciência Política soi disant autônoma no Brasil fez-se acompanhar de duplo processo de ruptura: (i) com o campo e com as linguagens das Humanidades, como efeito da ruptura empreendida por sua principal fonte inspiradora e constituinte – a revolução behaviorista dos anos 1950 nos EUA – e; (i) com o campo das Ciências Sociais, a partir do predomínio da linguagem e dos temas do neo-institucionalismo e da emphrational choice, a partir de fins dos anos 1980. A dupla demarcação possui consequências não triviais, pois o que está em jogo é a própria pertença desse campo cognitivo – a Ciência Política – com relação ao âmbito mais largo das Ciências Sociais e das Humanidades. O princípio da autonomia, presente ainda no marcador “profissionalização”, destacado por Bolivar Lamounier, indica o passo subsequente ao reconhecimento originário de um domínio propriamente político e discreto de objetos, na direção da afirmação de uma profissão específica – na verdade, uma “comunidade epistêmica” particular, para adotar os termos de P. M. Haas (Haas 1992,1-35) -, dotada de identidade, de recursos cognitivos, hábitos institucionais e linguagens próprias e compartilhadas e formas de expressão e presença públicas. Narrativas a respeito do campo são formas de constituição desse mesmo campo. Neste sentido, o texto seminal de Bolivar Lamounier, formulado em contexto no qual os efeitos do neo-institucionalismo e da ideologia da rational choice na constituição da Ciência Política brasileira ainda não se tinham feito presentes – é bom que fique isso claro - é um momento preciso e particular de constituição do próprio campo. Os movimentos fundamentais da narrativa opõem a detecção de um período longo – que vai dos primórdios do pensamento político brasileiro até os anos sessenta – a outro, mais recente e configurado por alterações de corte institucional. No primeiro caso, encontramos intelectuais isolados, a praticar um ensaísmo histórico-sociológico aberto, sem sinais de adensamento e apuro disciplinar. Na outra ponta, a indicar desdobramentos recentes, uma expansão forte de programas de pósgraduação e uma diversificação de formas institucionais de trabalho: departamentos universitários e centros de pesquisa, públicos e privados. Nessa segunda fase, o exercício de reflexão a respeito da política teria ganhado contornos de maior continuidade e sistematicidade, em um processo concomitante ao da progressiva profissionalização dos produtores de conhecimento político. 3 Um vago olhar sobre o mundo que antecede a autonomia e a distinção O longo período que antecedeu à moderna institucionalização da Ciência Política – e das Ciências Sociais em geral – carrega certo signo de negatividade. O período teria sido povoado por pensadores que trabalharam, por vezes, de modo isolado e diletante, sem o 47 Renato Lessa Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 lastro institucional das universidades e centros de pesquisa. Esforços mais recentes, e outros nem tanto, no campo da história do pensamento político brasileiro têm procurado demonstrar a consistência dessas tradições e suas formas próprias de fixação7 O tema da formação do Estado e da nação teria sido, ainda de acordo com o enquadramento proposto por Lamounier em seu valioso texto-síntese, o marco de referência inicial para um pensamento sistemático sobre a política. Com efeito, é possível encontrar os termos de uma rica agenda política e intelectual, já na reflexão do século XIX, em torno de temas nada triviais ou amadorísticos: centralização ou descentralização política, prerrogativas do Poder Moderador, reforma eleitoral, abolição, propriedade fundiária, papel das forças armadas e forma de governo, entre outros. Tal agenda e tal variedade de enquadramento viriam a ser recepcionadas durante a Primeira República, tendo como “forma narrativa específica (...), o ensaio histórico, a grande reflexão sobre a história nacional”(Lamounier 1982, 411). Tal forma reuniu nas primeiras décadas do regime republicano, intelectuais tais como Euclides da Cunha, Sylvio Romero, Ruy Barbosa, Alberto Torres e Oliveira Vianna. A esse grupo somar-se iam, ainda, Azevedo Amaral, Francisco Campos e Nestor Duarte. Do mesmo modo, a linhagem intelectual que conectou gente como Alberto Torres, Oliveira Vianna, Francisco Campos e Azevedo Amaral produziu forte impacto na agenda política e institucional do país, a partir dos anos 1930. Tal conjunto heteróclito compartilhou de algumas características comuns, ressaltadas na análise de Lamounier, a saber: (i) A prática de “um trabalho essencialmente individual, sem apoio universitário e sem crítica acadêmica sistemática”; (ii) uma inserção imediata da “luta ideológica”, em um padrão distinto do da cultura acadêmica, marcada pela “análise diferenciada das premissas e/ou da investigação empírica, vistos como contribuições a uma literatura profissional cumulativa”; (iii) produção de um diagnóstico convergente, segundo o qual o país era dotado de elites com caráter clânico e fortemente associadas à propriedade da terra, a impedir uma “diferenciação da esfera pública” e a constituir-se em grave óbice para a consolidação do Estado; (iv) percepção da “massas” como imersas na pobreza, na dispersão e na inorganicidade, vitimadas por uma “massificação pré-capitalista”; (v) percepção de que a viabilidade do Estado não poderá depender das vias históricas “normais”, de fundo societário, já que ele deve se constituir como antídoto à fatalidade sociológica do atraso, fundado na estrutura clânica e em complexos culturais arcaicos (Lamounier 1982, 413). O conjunto, assim configurado, apresenta forte aproximação entre disposição analítica e projeção normativa. Trata-se, afinal, de entender os aspectos básicos do 7 É o caso do já mencionado livro de Gildo Marçal Brandão, Linhagens do Pensamento Político Brasileiro. Cabe a referência, ainda, a Wanderley Guilherme dos Santos, “A Imaginação Político-Social Brasileira”, Dados 2/3, 1967 e a Bolivar Lamounier, “Formação de um Pensamento Político Autoritário na Primeira República: uma interpretação”, In: Boris Fausto (Org.), O Brasil Republicano 2: Sociedade e Instituições, São Paulo: DIFEL, 1977. 48 Renato Lessa Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 travamento da afirmação do Estado Nacional e de, ao mesmo, tempo indicar alternativas de intervenção e de fabricação institucional. A esfera política – quando não a da própria ação política – é apresentada como referência estratégica para a modernização do país, a despeito do caráter regressivo e inercial das instituições sociais. Em termos mais diretos, tem-se aqui uma perspectiva segundo a qual as alterações sociais podem ser pensadas como efeitos do redesenho institucional e estatal. A demiurgia estatal aparece, portanto, como operador necessário da projeção normativa acima aludida. O clássico livro de Vitor Nunes Leal, Coronelismo, Enxada e Voto, publicado em 1948, representou uma inflexão importante, com relação à tradição acima indicada (Nunes Leal 1948). Nunes Leal, por certo, herdou de seus predecessores a preocupação com os fatores de atraso social do país e com suas implicações para a configuração de um espaço público. De modo mais preciso, procurou enfrentar um dilema central para o regime constitucional inaugurado em 1946, o primeiro experimento brasileiro de política mais aberta e competitiva e no qual o voto passa a cumprir papel relevante. A análise de Nunes Leal, embora focada em aspectos de organização política e administrativa não se apresentava como centrada exclusivamente em fatores políticos. Para ele, a modernização social do país traria consigo a redução do peso específico dos complexos arcaicos enfatizados na obra de Oliveira Vianna. Não se trata mais de pensar a constituição de uma esfera pública como contraponto à inércia social, mas de buscar uma associação entre mudança social e democratização política. Os aspectos de natureza política e institucional aparecem, pois, no livro de Nunes Leal como imersos – para trazer de volta o tema da embeddness – em um conjunto de injunções históricas e sociológicas. Será essa a marca das principais obras de reflexão política produzidas no país, até os idos de 1964. Com efeito, algumas das principais obras produzidas entre fins dos anos 1940 e o início da década de 1960 a respeito dos dilemas e das perspectivas do país, ainda que apresentem forte preocupação com questões de natureza política, podem melhor ser percebidas como “interpretações do Brasil”. Uma seleção, não exaustiva, além do livro de Nunes Leal, poderia indicar como representativos os seguintes autores e obras: Oliveira Vianna, Instituições Políticas Brasileiras (1949), Guerreiro Ramos, A Crise de Poder no Brasil (1961), Alvaro Vieira Pinto, Ideologia e Desenvolvimento Nacional (1956) e Consciência e Realidade Nacional (1960) e Raymundo Faoro, Os Donos do Poder (1958). Não é o caso aqui de esmiuçar suas teses, mas de indicar que, a despeito da enorme diversidade de suas abordagens e orientações, as obras e os autores mencionados configuram um campo de reflexão no qual o tema específico da política encontra-se vinculado a um vasto conjunto de questões e referências mais amplas. Tal conjunto opõe-se, a um só tempo, às cláusulas da autonomia/embeddness e da distinção progressiva, na medida em que associa de modo explícito análise e prescrição e perseguia a ideia de que a inteligibilidade da política deve ser buscada nos nexos que mantém com a história, com a vida social e, o que é mais importante, com o que se quer do futuro. Se algo há em comum entre os autores acima mencionados, como representativos da reflexão política e social brasileira entre os anos 1940 e 1960, é seu caráter indisfarçavelmente normativo. Consulte-se, por exemplo, o belo ensaio do filósofo Álvaro Vieira Pinto, a respeito da ideologia do desenvolvimento nacional, publicado em 1956, em aula inaugural do 49 Renato Lessa Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Instituto Superior de Estudos Brasileiros – ISEB -, no qual os ouvintes são instados a adotar a “perspectiva do infinito” e a perceber o desenvolvimento como um imperativo para a democratização fundamental do país (Vieira Pinto 1956). Em chave mais depressiva, a análise de Faoro, publicada em 1958, projeta sobre a história do país a sombra de um legado patrimonialista, cujos contornos mais do que resultar de um esforço descrição derivam de uma concepção fortemente normativa a respeito do processo histórico brasileiro8 . Os dois exemplos, creio, são suficientes para indicar a presença de uma forte perspectiva de envolvimento da observação política com outras tradições reflexivas – filosofia e história -, assim como a força de uma motivação normativa. É como se o esclarecimento do que se apresenta como sendo o caso exigisse como complemento a indicação de como as coisas devem ser. Como se pode depreender, essa tradição analítica e normativa difere em muitas de suas características daquilo que viria a ser considerado, a partir dos anos setenta como um produto paradigmático da Ciência Política. Os marcadores da profissionalização farse-ão mais salientes e a recusa progressiva de envolvimento com narrativas históricas, sociológicas e culturalistas se afirmará como cláusula pétrea. Não sem surpresa, o padrão tradicional de associação entre análise e prescrição estará, a partir de 1964, progressivamente sob crítica cerrada. Resta saber que novo padrão de prescrição viria a ocupar o espaço deixado pelo anterior. Somos todos adultos, e não nos é dado imaginar que em algum momento prescrições deixaram de ser feitas. 4 A busca de ideias autônomas e distintas As transformações ocorridas na dinâmica política e social brasileira no pós-64 afetaram profundamente a substância e as formas de organização das Ciências Sociais no país9 . Para além dos impactos regressivos e repressivos, o novo “regime” reestruturou progressivamente ambiente institucional da ciência brasileira. O próprio sistema nacional de pós-graduação, implantado pela reforma universitária de 1968, como notou Maria Cecília Spina Forjaz, em sua avaliação sobre a Ciência Política brasileira, ampliou enormemente o mercado de docentes universitários, pesquisadores, bolsas de estudo, bibliotecas, laboratórios e todos os outros aparatos necessários ao desenvolvimento científico num leque bastante diversificado de áreas de conhecimento, expansão com a qual as Ciências Sociais em geral, e a Ciência Política em particular, também foram beneficiadas(Spina Forjaz 1997, 3). A disposição de constituir um ambiente institucional favorável à atividade científica, em contexto autoritário, aparece à primeira vista como paradoxal, dada a associação habitual entre ânimo repressivo e obscurantismo científico e cultural. É à natureza modernizadora do regime de 1964 que deve ser debitada tal configuração aparentemente 8 Raymundo Faoro, Os Donos do Poder, Porto Alegre: Editora Globo, 1958. Este livro de Faoro viria a ter impacto tardio na reflexão brasileira, sobretudo a partir de sua reedição ampliada, no início dos anos 70. Para uma recepção importante e pioneira das teses de Faoro, ver Simon Schwartzman, São Paulo e o Estado Nacional, São Paulo: Difel, 1975. 9 Para uma compreensão mais apurada desse processo, ver Sergio Miceli (Org.), História das Ciências Sociais no Brasil, São Paulo: Idesp/Vértice, 1989. 50 Renato Lessa Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 esdrúxula, e não a seus traços autoritários. Em outros termos, a correlação hipotética defensável parece ser a que associa “progresso científico” à “modernização” e não a autoritarismo. É de se crer que qualquer regime, desde que composto por uma perspectiva “modernizadora”, teria como atributo necessário uma agenda positiva de política científica. De modo mais preciso, o que viria a ser designado como a “institucionalização da Ciência Política” esteve fortemente vinculado ao desenho e a montagem desse sistema de pós graduação. Além de alterações institucionais imediatas, no campo da vida universitária e da ciência, os novos tempos caracterizar-se-iam pela afirmação progressiva do papel do Estado na configuração da sociedade brasileira. Se os temas do desenvolvimento, da questão nacional e das reformas de base, na primeira metade dos anos sessenta, constituíram-se como atratores quase compulsórios para a reflexão política, o quadro a partir dos idos de março de 1964 será um tanto distinto. A partir da segunda metade da década de 1960, o macro tema que se impõe, a interpelar a capacidade analítica dos cientistas sociais, é o da crescente presença e preeminência do Estado em praticamente todos os processos sociais. Não é que o tema “Estado” estivesse ausente na reflexão anterior a 1964. A diferença no pós-64 é a de que ele passa a ser considerado menos como um domínio fixado na dinâmica social mais ampla, e resultante de processos históricos de longo prazo, e passa a ser percebido como arena autárquica na qual múltiplos processos decisórios têm lugar. O deslocamento teve, por certo, precedentes na Ciência Política norte-americana, na qual a ideia de Estado, julgada metafísica e sociologicamente contaminada, cede lugar a “governo”, a “administração” ou ao “sistema político”. Falar-se-á cada vez menos em “Estado” e cada vez mais em “processos decisórios” e em “políticas públicas”, expressões acrescentadas nos anos 70 ao vocabulário político brasileiro, com presença ubíqua no vocabulário dos agentes políticos e sociais, fora do âmbito académico. Para além das alterações ocorridas na agenda de política científica e na própria configuração do espaço público, há que acrescentar o fenômeno da socialização de uma importante geração de cientistas sociais – a variante política aí incluída – nos temas e nos padrões disciplinares da Ciência Política norte-americana, a partir de fins da década de 1960 e na seguinte. Vários dos aspectos ressaltados como constitutivos da identidade da disciplina a partir da década de 1970 estão associados a esse nexo, em particular o da profissionalização e o da postulação ontológica de um âmbito da política autônomo com relação a outras dinâmicas sociais. 5 Contrato com a América O contato com a Ciência Política norte-americana - tomado, por vezes, como sinônimo de “internacionalização” - encontrou naquele país uma disciplina dotada de uma história própria. O passado então recente daquela disciplina – a partir de meados dos anos quarenta – fora atravessado por uma mutação intelectual com impactos sobre o conjunto das Ciências Sociais e das Humanidades nos Estados Unidos. É importante ter, ainda que de forma muito breve, uma idéia da densidade histórica da disciplina em seu contexto norte-americano, já que ela está fixada como influência estruturante na trajetória originária daquilo que viria a ser a Ciência Política brasileira, 51 Renato Lessa Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 a partir dos anos setenta. Para tal, valer-me-ei de alguns resultados de um importante projeto, desenvolvido nos Estados Unidos em meados da década de 1990, a respeito do estado das Ciências Sociais e Humanas, tal como praticadas naquele país, nos cinqüenta anos que a antecederam. Em meados dos anos 1990, dois dos mais prestigiosos historiadores norteamericanos – Thomas Bender e Carl Schorske – foram responsáveis pela edição de um balanço crítico a respeito das Ciências Sociais e Humanas nos EUA10 . Trata-se de um excelente e ainda vívido quadro histórico de parte das Ciências Sociais e das Humanidades naquele país. Ali aparecem dilemas e contornos internos, assim como vinculações com o ambiente cultural, político e social mais amplo. A menção, ainda que breve, a alguns aspectos revelados pelo projeto desenvolvido por Bender e Schorske pode ser útil para algum entendimento de dinâmicas presentes no campo da Ciência Política no Brasil. 5.1 Virada asséptica e horror à ideologia O projeto concentrou-se em quatro campos disciplinares: Economia, Filosofia, Estudos de Inglês e Ciência Política. Para cada um deles eminentes praticantes foram convocados a contribuir com textos que mesclaram memorialismo e análise. Na apresentação do livro, Bender e Schorske mencionam a ocorrência de uma “virtual refundação” das quatro disciplinas, na virada das décadas de 1940 e 1950 (Thomas Bender e Carl Schorske 1998, 6). Tal refundação teria sido motivada pelo desejo de superar o que então se percebia como o legado ideológico da década de 1930, cujos ecos podem ser encontrados em dois documentos importantes para a história da educação superior norte-americana: “General Education in a Free Society”, elaborado em 1945 por uma comissão da Universidade Harvard – mais conhecido como o “Red Book” - e “Higher Education for Democracy”, vasto relatório publicado em 1947 pela Comissão de Educação Superior (Comission on Higher Education). Ambos os documentos afirmam a importância do desenvolvimento da cultura científica e da tradição humanística européia e uma idéia de formação intelectual associada a responsabilidades de direção dos assuntos públicos11 . Com a virada, ocorrida ao fim dos anos quarenta e durante a década seguinte, marcadores internalistas passam a ter primazia como aferidores de excelência, em detrimento de outros, de natureza externalista, mais atentos ao vínculo da academia com o espaço cívico e público. Difunde-se um padrão de excelência definido em termos cada vez mais endógenos. Richard Freeland, em importante livro, chamou a atenção para uma alteração no padrão de “constituency” da academia: não mais o âmbito 10 O projeto – designado como American Academic Culture in Transformation -, abrigado pela American Academy of Arts and Sciences, resultou, em primeiro lugar, em número especial da revista Daedalus (Daedalus: Journal of the American Academy of Arts and Sciences, vol. 126, n. 1, Winter, 1997). Foi, a seguir, transformado em livro, publicado pela Universidade de Princeton. Cf. Thomas Bender e Carl Schorske (Eds.), American Academic Culture in Transformation: Fifty Years, Four Disciplines, Princeton: Princeton University Press, 1998. 11 Cf. Thomas Bender, “Politics, Intellect, and the American University, 1945-1995”, In: Bender e Schorske (Eds.), op. cit. p. 20. De acordo com o Red Book, toda prioridade deveria ser conferida a investigar e ensinar “o lugar das aspirações e ideais humanos no esquema geral de todas as coisas”. Todo o debate a respeito da direção a ser seguida pela “higher education” norte-americana, com ênfase nas Humanidades, pode ser encontrado no excelente livro de Richard Hofstadter e Wilson Smith, American Higher Education: a documentary history, 2 vols., Chicago: University of Chicago Press, 1961. 52 Renato Lessa Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 público em geral, mas os próprios âmbitos disciplinares e as formas institucionais que os sustentam12 . O mesmo processo foi percebido e analisado por David Riesman e Christopher Jencks, ao qual atribuíram o termo “revolução acadêmica” (Riesman e Jenkins 1968). Dois valores podem ser apresentados como síntese dessas mutações: autonomia acadêmica e profissionalismo disciplinar. Como se pode ver, tais tendências não foram inventadas ao sul da linha do equador. Bender indica, ainda, as implicações desses valores para a organização das Ciências Sociais e Humanas (Bender 1998, 20): (i) devoção ao modelo das hard sciences; (ii) compromisso com a objetividade; (iii) confiança no poder da análise formal; (iv) aversão à ideologia e a ameaças à “pureza disciplinar”. O trabalho acadêmico adquire, portanto, uma perspectiva internalista – “inwardlooking” – e devota-se primariamente ao desenvolvimento disciplinar e treinamento dos estudantes para a disciplina em questão. Dificilmente poderíamos encontrar uma evidência tão forte da presença de tal reorientação no campo das Ciências Sociais quanto a fornecida em discurso proferido por Talcott Parsons, em 1959, na reunião da American Sociological Association. Segundo Parsons, como disciplina científica, a sociologia dedica-se primaria e claramente ao avanço à transmissão de conhecimento empírico e apenas secundariamente à comunicação de tal conhecimento a não praticantes da disciplina13 . Parsons opõe-se, assim, de modo aberto a concepções segundo as quais o avanço da disciplina tem como principal motivo a comunicação a não-praticantes e a usuários – governos, associações e o público em geral14 . A virada, contida na idéia de uma “academic revolution”, apresentou-se de forma diferenciada, mas eloqüente, nas quatro disciplinas analisadas pelo empreendimento coordenado por Bender e Schorske. A Economia, a partir, dos ano 40 vê-se tomada pelo progressivo abandono dos temas keynesianos clássicos – inscritos em uma perspectiva de economia política e, mesmo, social – e passa a afirmar-se como Econometria e a adotar uma linguagem formalizada e não-natural15 . Os Estudos de Inglês, sob a égide no New Criticism, passam a ser atravessados por uma cultura intelectual formalista, 12 É esse o sentido do comentário geral de Freeland a respeito da mutação ocorrida a partir dos anos 40, que aqui reproduzo: “the central constituencies of the academic culture were the scholarly disciplines and the learned societies they sponsored, for it was these groups that could confer a reputation for excellency” (Freeland 1992, 168). 13 Apud Thomas Bender, “Politics, Intellect, and the American University, 1945-1995”, In: Bender e Schorske (Eds.), op. cit. p. 22. Interessante notar, em chave contrastiva o que pensava Mario de Andrade: a sociologia é “arte de salvar rapidamente o Brasil”. Cf. Mario de Andrade, O Empalhador de Passarinho, São Paulo: Martins, 1972 (3ª Ed.), p. 41. 14 No debate contemporâneo no campo da Sociologia, essa última versão vem sendo defendida pelo sociólogo Michael Burawoy, em torno da ideia de uma “sociologia pública”. Ver Michael Burawoy, “For Public Sociology”. American Sociological Review. Vol. 70, No. 1, pp. 4-25, Feb 2005. Ver, ainda, para uma reação no campo da Sociologia brasileira, Simon Schwartzman, “A sociologia como função pública no Brasil”. Caderno CRH, Vol. 25, No. 56, pp. 271-279, Agosto de 2009, disponível também em http://burawoy.berkeley.edu/PS/ Brazil.Caderno/Schwartzman.pdf. 15 Três excelentes ensaios são devotados a respeito das mutações na disciplina “Economia”, no livro de Bender e Schorske: Robert Solow, “How did economics get that way and what way did it get”; David Kreps, “Economics – the current position” e William Barber, “Reconfiguration in American academic economics: a general practicioner’s perspective”. 53 Renato Lessa Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 que virá a ser contestada, nos anos sessenta, pela emergência dos Estudos Culturais – “Cultural Studies” – e pelo desenvolvimento de perspectivas fundadas em questões de gênero e pertencimento étnico16 . No campo da Filosofia, a reorientação manifestar-se-ia pelo predomíno avassalador da Filosofia Analítica, em detrimento da ênfase clássica em temas de natureza ética e normativa, associados a investigações sobre a própria história do pensamento filosófico17 . No domínio da Ciência Política, a virada tomou a forma do que foi designado como uma “revolução behaviorista”. Um tanto triunfalista, a expressão “revolução behaviorista” designa uma reorientação ocorrida no campo do conhecimento político, a partir dos anos cinqüenta. A virada pretendia afirmar tal conhecimento como uma “ciência”, com protocolos distintos dos praticados pela filosofia política, percebida como contaminada por fortes componentes historicistas e normativos. A reorientação proposta pretendia, ainda, executar uma virada empírica e positiva no campo do conhecimento da vida política, voltada para a explicação de como os fenômenos políticos ocorrem no assim chamado mundo real. Uma ciência da política, assim revolucionada, deveria sustentar-se em bases exclusivamente realistas e experimentais e dispensar referências de ordem normativa. Os adeptos da revolução dirigiram pesadas críticas à tradição da filosofia política – ou da teoria política. Segundo eles, esse campo teria esgotado sua capacidade de inovação intelectual e, dessa forma, refluído para um mero esforço historiográfico a respeito de si mesma18 . É como se, por falta de assunto, tivesse passado a tratar de sua própria história como objeto privilegiado e perdido a capacidade de dizer coisas a respeito do mundo realmente existente. Por essa via, a teoria política, para Easton, teria perdido sua vocação original de formular “idéias a respeito de questões públicas” e de estabelecer um “quadro moral de referência”(Easton 1953,234). Tal vocação teria desaparecido por força de um decline into historicism, por meio do qual a teoria política acaba por confundir-se com o campo da história das idéias políticas. A defesa de uma ciência descontaminada das querelas ideológicas e apegada a procedimentos de descrição rigorosos mal podia camuflar seus pressupostos normativos. Os termos de Easton eram claros: trata-se de desenvolver uma ciência capaz de estabelecer um novo quadro de referência. Tal quadro, para os autores envolvidos no “movimento”, era constituído por valores e práticas afirmadas como “democráticas” e inscritas na tradição política e institucional norte-americana. Ciência cum democracia, essa última definida nos termos de um modelo civilizatório na altura ameaçado por alternativas então apresentadas como “totalitárias”. Trata-se de uma associação que se quer necessária. Há que acrescentar, contudo, o terceiro termo: ciência, democracia e Guerra Fria. O próprio Easton dirá, em texto publicado em 1991, que o Macartismo representou um estímulo para o desenvolvimento de uma Ciência Política mais objetiva e científica, na medida em que ao proporcionar uma “protective posture for scholars”, de não 16 Ver, no livro organizado por Bender e Schorske, os ótimos ensaios de: Muray Abrams, “The transformation of English Studies” e Catherine Gallagher, “The history of literary criticism”. 17 Para o que ocorreu no campo da Filosofia, ver Hilary Putnam, “A half century of philosophy, viewed from within” e Alexander Nehamas, “Trends in recent American Philosophy”, no mesmo livro mencionado. 18 Ver David Easton, The Political System: An Inquiry in the State of Political Science, Chicago. The University of Chicago Press, 1953 e A Framework for Political Analysis, Englewood Cliffs: Prentice Hall, 1966. Os argumentos de Easton foram reunidos, ainda, em seu artigo clássico “The New Revolution in Political Science”, American Political Science Review, vol. LXIII, Dec. 1969, pp. 1051-1061. 54 Renato Lessa Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 envolvimento político e ideológico, teria resultado em algum ganho para a disciplina, mesmo se “for the wrong reasons” (Easton 1991, 44). Não se insinua, aqui, a presença de uma necessária adesão aos “valores” e à cultura paranóica do Macartismo, por parte dos cientistas políticos behavioristas. A correlação a ser feita é a que se estabelece entre a crença na necessidade de uma ciência descontaminada de seu passado ideológico e o desenvolvimento de uma cultura intelectual de insulamento, ainda que comprometida com o fato da democracia, como objeto e como âncora cívica. Charles Lindblom, em ensaio inspirado, chamou a atenção para o conflito constitutivo presente nessa versão cientificista do conhecimento político: ao mesmo tempo em que cultua valores epistemológicos assépticos, afirma seu compromisso com a democracia (Lindblom 1998 243-270). Não é de surpreender, portanto, que o tratamento da democracia venha a ser apresentado como subordinado a “teorias descritivas” e não a concepções “maximizadoras”, tal como posto em um dos textos mais importantes e inspirados da Ciência Política nos anos 5019 . Ainda assim, o apego à democracia, como objeto e como ideal, ainda que deflacionado, opera como cláusula normativa evidente, já que qualquer seleção de objetos relevantes, no campo do conhecimento político, dependerá do desenho normativo de ordem com o qual se trabalha20 . Para além de seus resíduos normativos, o behaviorismo não reinou de forma exclusiva e absoluta. Até certo ponto constitui uma caricatura supor que o “movimento” tenha sido capaz de organizar e subordinar todo o campo cognitivo devotado de modo sistemático a questões de natureza pública. O próprio Easton registrou em meados da década de 1980, os fatores que, a seu juízo, estiveram presentes em uma virada pós behaviorista, já nos anos sessenta: o movimento pelos direitos civis, pelos direitos da população negra e de outras “minorias”, protestos contra a guerra do Vietnã e, em termos mais amplos, o que designou como a “revolução da contracultura”(Easton 1985, 141). Outro importante cientista político, também envolvido com movimento behaviorista – Charles Lindblom – destacou, além do desafio provocado pelos aspectos mencionados por Easton, a presença do que designou como um “Pollyannaism”, caracterizado pela produção de “interpretações benignas” do sistema político norteamericano. Pace Lindblom, tais interpretações prendiam-se a aspectos funcionais e internos dos “sistemas” – e o próprio termo “sistema” é o operador por excelência dessa perspectiva –, ignorando questões tais como a exclusão racial e desigualdade social21 . 19 Refiro-me ao incontornável livro de Robert Dahl, Preface to Democratic Theory, Chicago: The University of Chicago Press, 1956. 20 Para uma consideração dos pressupostos normativos da ciência eastoniana ver Tracy Strong, “David Easton: Reflections on an American Scholar”, Political Theory, Vol. 26, # 3 (Jun., 1998), pp. 267-280. Os limites e as implicações da perspectiva behaviorista foram tratados no artigo seminal de Sheldon Wolin, “Political Theory as a Vocation”, American Political Science Review, vol. LXIII, Dec. 1969, pp 10xx-10xx. Igualmente importante é o ensaio de Gabriel Almond, “Clouds, Clocks, and the Study of Politics”, In: Gabriel Almond, A Discipline Divided: schools and sects in Political Science, Newbury Park: Sage, 1990, pp. 32-65. 21 A referência foi feita por Thomas Bender, em seu ensaio “The new rigorism in the human sciences”, In: Thomas Bender e Carl Schorske (Eds), op. cit. p. 318. 55 Renato Lessa Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 6 Brasil, depois da América 6.1 Das prescrições Os efeitos no Brasil da cultura científica estabelecida pela virada behaviorista foram, por certo, muito fortes. Ao contrário de narrativas, típicas do universo mental anterior a 1964, nas quais a política era percebida como efeito de dinâmicas sociais e históricas mais amplas, a nova cultura científica tenderá a por em relevo a autonomia dos fenômenos políticos e institucionais. Vale dizer, a sua capacidade de constituírem-se em certo sentido como causas de si mesmos e a exigir aproximações analíticas de corte internalista. Algumas das teses de doutorado, produzidas por cientistas políticos e sociais brasileiros, já expostos ao clima intelectual acima mencionado, ilustram o ponto. Wanderley Guilherme dos Santos, por exemplo, em sua tese elaborada em Stanford – The calculus of conflict: impasse in Brazilian politics and crisis of 1964 (defendida em 1979) – procurou demonstrar como o padrão interno de interações no Legislativo brasileiro – marcado segundo o autor pela presença de uma “paralisia decisória” -, durante o governo de João Goulart, foi um fator decisivo na crise de 196422 . Olavo Brasil de Lima Jr, em tese elaborada em Michigan e defendida em 1980, construiu uma engenhosa interpretação do sistema partidário brasileiro, entre 1945 e 1964, com base em fatores estritamente internalistas: dimensões institucionais e legais, racionalidade política das alianças eleitorais, sistema de representação e o papel dos “subsistemas” partidários23 . Entre os vários traços decorrentes da cultura científica estabelecida pela “revolução behaviorista”, há que destacar a presença de forte preocupação com relação a aspectos definidos como “metodológicos”, com imensa ênfase quantitativa. O termo “treinamento” passou a fazer parte do jargão constitutivo dos praticantes da disciplina. Mais do que isso, afirma-se uma dimensão “metodológica”, com foros de independência com relação a temas substantivo a ser tratados e ao campo filosófico da teoria do conhecimento24 . Vem, certamente, dessa demarcação, o caráter a-filosófico da formação dos novos praticantes do novo campo. Tais marcas identitárias serão indicadoras de uma funda diferença com relação à cultura ensaística dos “intérpretes do Brasil”, negativamente afetados pelo juízo de obsolescência agregada do Brasil pré-1964, adotado como crença profissional básica da nova ciência da política, em território nacional. Ao par da virada metodológica, aprofunda-se o tema da autonomização da política. A ênfase marxista na precedência do “económico” – e, por extensão, do social – aparece como índice de grave reducionismo e hiper-determinismo. Ainda que haja bons argumentos para sustentar a crítica, o abandono de hipóteses marxistas acabou por gerar uma desconsideração geral a respeito de qualquer perspectiva fundada em narrativas históricas e sociais, como cruciais para a inteligibilidade da política. O declínio e o desprestígio da Sociologia Política, entre nós, assim o indicam. 22 Ver Wanderley Guilherme dos Santos, O Cálculo do Conflito: estabilidade e crise na política brasileira, Belo Horizonte: Editora da UFMG, 2003. 23 Ver Olavo Brasil de Lima Jr., Partidos Políticos Brasileiros, de 45 a 64, Rio de Janeiro: Graal, 1983. 24 Para uma reflexão crítica a respeito da obsessão metodológica, ver o ainda seminal artigo de Sheldon Wolin, “The vocation of political theory”, American Political Science Review, Vol. 63, No. 4. (Dec., 1969), pp. 1062-1082. 56 Renato Lessa Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 O próprio vínculo com a economia, como dimensão estruturante da política, é redefinido: não se trata mais uma dimensão de contexto mais amplo que impacta a dinâmica da política, mas sim, e a um só tempo, uma antropologia e uma linguagem. A primeira revela as motivações reais dos sujeitos sociais, definidos como “máquina global de maximização”, para aqui empregar a fórmula feliz de Jon Elster (Elster 1984, 10). A segunda – a linguagem – permite que se descreva tal sujeito tal como é, sem metafísica ou projeção na direção do que ele não é. A nova incursão da Economia como inspiração para o entendimento da política afirma-se por meio de circularidade invencível: suas explicações são verdadeiras, na medida em que os agentes sociais se comportam de acordo com os fundamentos das explicações. Tal percepção da política foi difundida, a partir dos anos da década de 1970, a partir de autores e textos tais como Anthony Downs – An Economic Theory of Democracy -, William Riker – The Theory of Political Coalitions – e Mancur Olson Jr. – The Logic of Collective Action. O que a vida fez com as prescrições. Contudo, o rebatimento da experiência americana sobre o espaço brasileiro trouxe bem mais do que simples replicação. A própria difusão da literatura sistêmica e behaviorista, de modo não infreqüente, foi acompanhada da introdução de alguns de seus antídotos. Isso talvez se deva ao fato de que a exposição aos temas do behaviorismo, por parte da geração que “fez a América”, tenha se dado nos quadros do que poderia ser designado como um “behaviorismo tardio”, em uma altura na qual pressupostos do movimento, vigoroso durante a década de 1950, encontravamse largamente atacados. O fato é que parte expressiva da geração de estudantes de pós-graduação em Ciência Política, no Brasil de fins da década de 1970, ao mesmo tempo em que era apresentada ao cânone, tinha acesso à crítica radical que o acusava como marcado por uma desatenção ao caráter excludente da definição da agenda pública e aos processos de geração permanente de “não decisões”25 . Incorporava-se certo ethos cientificista, mas ao mesmo tempo praticava-se a crítica de uma “política apolítica”26 , esvaziada de conteúdos normativos, ao defenderem a retomada – ou simplesmente a continuidade – de um programa de reflexão no qual os fundamentos normativos da ordem política sejam considerados27 . Um cultura científica curiosa parece ter emergido e se difundido. Ao mesmo tempo em que desenvolve e consolida um senso interno de identidade profissional e de trabalho acadêmico, com a afirmação da pesquisa no âmbito da universidade e em alguns centros isolados, o campo do conhecimento político sistemático apresenta forte diversidade, do ponto de vista de suas linguagens e ênfases. Temas fortes da tradição da filosofia política, por exemplo, nunca desapareceram. A despeito de crenças idiossincráticas de exclusividade e de precedência, hoje correntes, o campo que se constitui já a partir dos anos setenta é marcado por consistente pluralidade. Parte não desprezível dessa pluralidade pode ser debitada ao 25 Ver o artigo clássico de Peter Bachrach e Morton Baratz, “Two faces of power”. The American Political Science Review, vol. 56, n. 4 (Dec. 1962), pp. 947-952. Na mesma chave inscreve-se o livro de Peter Bachrach, The theory of democratic elitism, Boston: Little Brown & Co., 1966. 26 A expressão aparece em Charles McCoy e John Playford, Apolitical politics: a critique of behavioralism, New York: Thomas Y. Crowell Co., 1967. 27 Ver a esse respeito, Sheldon Wolin, Politics and Vision: continuity and innovation in Western political thought, Boston: LittleBrown & Co., 1960. 57 Renato Lessa Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 envolvimento de parte significativa dos praticantes do campo com questões de natureza política, na qualidade de cidadãos e militantes. Até meados da década de 1980, o envolvimento dos politólogos – e dos cientistas sociais em geral - com questões de natureza pública não era infrequente. A persona compósita do cientista/militante impediu estranhamento completo com relação à tradição dos “intérpretes do Brasil”. Vários dos protagonistas dessa tradição caracterizaram-se, tal como fartamente sabido, pela associação entre busca de esclarecimento analítico e histórico com forte envolvimento com a vida pública. Uma segunda onda de envolvimento com tais questões configurar-se-á a partir da década de 1990, tendo como protagonista o politólogo técnico – tanto no mundo da opinião como no da consultoria profissional -, do qual se espera a formulação de juízos explicativos, supostamente depurados de contaminação normativa. Essa nova identidade não deixará de exercer demandas precisas a respeito do padrão de ensino e de pesquisa a ser adotado pelos centros de investigação em Ciência Política. Tais demandas – e as repostas que as retro alimentam – têm valido como fatores de aceleração e aprofundamento dos já mencionados processos de autonomização e distinção. Mas, se pensarmos, ainda, no contexto dos anos da década de 1980, vale o juízo de que certo ethos de militância – política, cívica ou social – se inscrevia no horizonte existencial de parte expressiva dos praticantes do campo. Há que considerar, ainda, outro aspecto que viria a ter forte impacto sobre o rebatimento no Brasil de uma cultura científica positiva e empiricamente orientada. No modelo original disseminado pela experiência norte-americana, a idéia de uma Ciência Política empírica para descrever a democracia assenta-se sobre uma fusão entre horizontes factuais e normativos. Em termos diretos, tratava-se de estudar – e promover – a democracia como objeto realmente existente, e não como fabulação doutrinária. No rebatimento dessa tradição no Brasil, a nova ciência, configurada em não pequena medida pelos valores de uma ciência positiva e empírica, acabou por investigar não a democracia, mas o “autoritarismo” e, por essa via, a vislumbrar formas de superação. Para dizê-lo de modo claro, uma “teoria empírica da democracia” acabou por exigir uma “teoria empírica da ausência de democracia”. É evidente que tal passagem se deu por meio de operadores de ordem normativa, a valorizar de modo positivo a democracia, ainda que a descrevessem mais como conjunto de procedimentos do que como materialização de valores e crenças e como experimento fundado em requisitos de reconfiguração social. 6.2 Prescrições revisitadas: uma nova cultura do conhecimento político científico Uma nova cultura científica se constitui no campo do conhecimento político, no Brasil, a partir da década de 1990. Como toda novidade, foi antecedida por episódios intelectuais propiciadores, já aqui referidos e associados à cultura científica da “revolução behaviorista”. Nessa reafirmação de valores já estabelecidos, trata-se de aprofundar os processos de autonomização dos objetos e de distinção com relação a domínios cognitivos pertencentes aos campos das Ciências Sociais e das Humanidades. 58 Renato Lessa Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 A atenção aos processos de democratização, e seus requisitos, dá progressivamente passagem para a análise das instituições, percebidas como de consideração compulsória para avaliar o modus operandi da própria democracia. O tema genérico das transições para a democracia, que exigia atenção a sequências históricas, assim como a fatores sociais e culturais, dá lugar à inspeção de como operam, em oceano calmo, as chamadas instituições da democracia. A rotinização política do país do ponto de vista institucional dá, assim, azo a uma sensibilidade analítica atenta aos fatores de permanência e de estabilidade. A democracia, julgada “consolidada”, converte-se em um fato, mais do que em propósito ou valor. De uma vaga crença na democracia como valor universal, parte-se agora da sua afirmação como fato universalizável. Tal universalização possível dependerá, para já, do desenho correto de instituições e de práticas institucionais. O tema da accountability, por exemplo, ganha foros de horizonte normativo máximo. Assim como nas firmas, o desempenho dos governantes passa a ser avaliado em função de sua capacidade e competência da prestação de contas. No domínio das Ciências Sociais, a Ciência Política adquire fisionomia crescentemente mais conservadora. Ciência das instituições e de seu funcionamento, mais do que de sua transformação e de sua historicidade, e com dificuldades analíticas crescentes para dizer algo de significativo a respeito do mundo extra-institucional. Há como o quê a presença do que poderia ser designado como um oficialismo ontológico. Se Hegel, em certa altura, disse que “todo o real é racional”, o politólogo “médio”, egresso dessa nova cultura científica, aprenderá que todo real é institucional – ou oficial. O próprio registro do que significam as instituições é restrito e se confunde com o mundo oficial, por meio de um raciocínio abertamente circular: as instituições são o institucional. O afastamento com relação à linguagem e aos temas das Ciências Sociais e das Humanidade, contudo, não configura uma processo genérico e indistinto de autonomização disciplinar. A recusa dessa tradição é acompanhada da afirmação de novas alianças. Em outros termos, a desinscrição do domínio das Ciências Sociais pode ser percebida como o lado simétrico da inscrição em outros campos. A ruptura com as Humanidades e com a tradição das Ciências Sociais correu ao par de uma aproximação com linguagens formais e não-naturais e com axiomas da micro-economia. É o que permite representar sujeitos sociais como “eleitores” e portadores de “preferências”, e instituições como “incentivos”. Se comunidades epistêmicas são reconhecíveis pela linguagem particular que empregam, o emprego de tais termos pode ser assumido como índice da presença de politólogos no mundo. Tomar tal linguagem como descrição natural da política é atribuir à forma de vida que a inventou – uma forma de vida constituída pelo utilitarismo e pela generalização social das relações de mercado - a prerrogativa de revelar os que os sujeitos humanos são em si mesmos. É evidente que tal suposição não pode ser seriamente formulada em um debate rigoroso no campo da teoria do conhecimento. Ela vale o que vale, isto é como crença privada - e ideologia compartilhada - de seus praticantes. Sob o rótulo do “neo-institucionalismo” diferentes formas de representação da vida política podem ser constituídas. Em artigo publicado em 1996, Peter Hall e Rosemary Taylor procuram esclarecer as diferenças entre três modalidades possíveis e propõem um protocolo de cooperação entre elas (Hall e Taylor 1996, 936-957). As três variantes do neo-institucionalismo seriam as seguintes: histórica, sociológica e fundada na 59 Renato Lessa Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 escolha racional. As duas primeiras, a despeito de diferenças de configuração interna, praticam modalidades de externalismo na interpretação das instituições. Quer isso dizer que dinâmicas mais gerais – de natureza histórica e sociológica – são julgadas cruciais para a génese das instituições. Essas por sua vez, são percebidas como dotadas da capacidade de afetar a configuração de tais dinâmicas mais gerais. Não se trata de reencenar os limites de um determinismo estrutural ou de uma fatalidade histórica, como precipitações inelutáveis sobre a trama da política, mas de buscar a elucidação de um nexo fundamental: em que medida instituições – e a própria ação política – afetam e são afetadas por condições mais amplas e intertemporais? A variante neo-institucionalista, fundada na ideologia da escolha racional, é a que mais radicaliza as prescrições originais, afirmadas na virada científica dos anos da década de 1950. A inspiração behaviorista mais ampla ganha aqui mais nitidez e, sobretudo, capacidade de formalização, com a adoção de linguagens formais e não naturais. Mas, antes de tudo, a variante está assentada em uma antropologia segundo a qual os sujeitos humanos são, ainda nos termos postos por Elster, máquinas globais de maximização. As implicações para o tratamento do tema das instituições são diretas: os indivíduos aderem a pautas institucionais – isto é, a modelos de comportamento – por que perderiam mais se não o fizessem. É evidente que isso equivale a dizer que aderem por que ganham mais do que se não aderirem28 . Ambos os juízos são, além de equivalentes, fundados em afirmações ex post facto e, no limite, aplicáveis a qualquer decisão humana. São nesse sentido infalsificáveis e tautológicos29 . Há nessa circularidade a afirmação ideológica de um atributo, apresentado como universal e intertemporal, qual seja o da presença de uma disposição utilitarista na constituição da condição humana. Os efeitos exercidos pela história e pela cultura incidem sobre um animal que, mais do que pertencente ao género homo sapiens, melhor poderia ser apresentado como homo choicer. Apesar de sua pretensão à centralidade, essa visão de mundo não opera no vazio. Não apenas há outras modalidades de representação da vida política e social, o que é trivial, mas há, sobretudo, um conjunto robusto de refutações à tal pretensão de universalidade. A começar pelo jovem Marx, ao apresentar a pretensão da teoria econômica de seu tempo em definir a natureza humana como um efeito particular de uma forma social específica e historicamente fundada. Em outros termos, a pretensão à universalidade só se torna inteligível como manifestação de uma posição particular, um juízo já classicamente posto pela tradição do ceticismo filosófico. Por “posição particular” deve-se entender não apenas modalidades de descrição do mundo, mas suportes normativos que as orientam. O neo-institucionalismo, em sua variante rational choicer, adota como fundamento normativo de suas descrições os princípios valorativos gravitacionais de uma dada forma social, fundada na presunção 28 Uma forma deflacionada e, se calhar, mais genuína de estebelecer o ponto pode ser expressa do seguinte modo: os seres humanos, em geral, agem em função do que lhes parece ser mais adequado fazer em cada caso. É evidente que a generalidade da proposição coincide com um juízo tautológico. Qualquer ação humana pode ser descrita nesses termos. Sua aplicação a eventos contingentes, portanto, só poderá ter efeitos de reiteração e de certificação de racionalidade. 29 Uma avaliação crítica, corajosa e fundamentada do paradigma da escolha racional pode ser encontrado no livro de Bruno Sciberras de Carvalho, A Escolha Racional como Teoria Social e Política: uma interpretação crítica, Rio de Janeiro: Topbooks, 2009. 60 Renato Lessa Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 de universalidade dos princípios do mercado auto-regulado. Sua pretensão analítica, portanto, é mitigada pelo serviço que presta à perenidade dessa configuração social. 7 Nota final O conhecimento político parece padecer de uma armadilha nominalista. Por ter o nome de seu objeto, a Política – como disciplina e hábito de investigação – confundese com a “política”, enquanto domínio ontológico. A crença na existência em objetos natural e eminentemente políticos impõe aos praticantes do campo uma cultura um tanto mimética e desatenta ao que não aparece como tal. Antropólogos e sociólogos, por sua vez, caracterizam-se mais por adotar uma perspectiva de análise das coisas do que da captura de fragmentos da ontologia do social, que pertencer-lhes-ia segundo direitos consuetudinários disciplinares. Nesse sentido, puderam desenvolver culturas disciplinares mais ágeis e diversificadas, sem respeitar fronteiras rigidamente demarcadas de objetos permitidos e interditos. Tal aparente desvantagem do conhecimento político – a Política como nome de um campo que se ocupa de questões de natureza pública – pode ser compensada por fatores de outra ordem. Pode ser que o campo seja cativo de questões e províncias específicas da vida social. No entanto, as linguagens que empregamos para configurá-los como objetos de conhecimento possuem indisfarçável sabor normativo. O conhecimento político, afinal, é contemporâneo e co-natural da “política” como atividade humana prática e reflexiva. Sua datação, nesse sentido, é quase imemorial. No tratamento de seus objetos, tal reflexão sempre foi obrigada a considerar questões de fato – organizadas em torno da questão “o que fazer?” – e questões normativas – “por que e para que fazer?” Nesse sentido, sempre incorporou uma dimensão alucinatória em suas representações do mundo. A própria idéia de decisão política, aparentemente técnica e asséptica, implica a crença de que os seus efeitos acrescentarão ao mundo algo que naturalmente ele não contém30 . Em registro mais anedótico e pessoal, não conheço antropólogo envolvido na reforma de sistemas de parentesco ou mesmo sociólogo devotado a desenhar um sistema alternativo de estratificação social, como por exemplo adotar o modelo de castas. Os cientistas políticos, ao contrário, possuem modelos preferenciais de sistemas eleitorais, formas de governo e desenho das instituições. Talvez seja esse um traço constitutivo de uma tradição de reflexão sobre a vida pública, já anunciado por Aristóteles: a Política é um saber prático, e não uma ciência teórica e devotada à contemplação de um mundo imóvel e eterno. Está, nesse sentido, associada à ação e à presença dos humanos na vida social e a seus esforços de imaginação e de entendimento. A relativa fixidez de objetos é, portanto, compensada pela presença de esforços de prescrição. Todos prescrevem: prescrevem os que abertamente prescrevem e fazem-no os que se recusam a prescrever e aferram-se à forma presente das coisas. Isso faz com que os objetos sejam relevantes, pelo que supostamente são e pelo que não são, ou podem ser. 30 Cf. Renato Lessa, “Política: Anamnese, Amnésia, Transfigurações”, In: Adauto Novaes, O Esquecimento da Política, Rio de Janeiro: Agir, 2007 e Renato Lessa, “Da Filosofia Política e da Crença (ou do que é necessário para a experiência do pensamento sobre a política)”, In: Adauto Novaes, Mutações: a experiência do pensamento, São Paulo: SESC, 2010. 61 Renato Lessa Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 O filósofo Willard Quine, de certa feita, declarou: somos todos propensos a falar de objetos31 . Em outros termos, somos todos propensos a incluir algo que designamos por “fatos”, ou “objetos”, em nossas práticas lingüísticas ou, se quisermos, jogos de linguagem. Com efeito, somos todos propensos a falar, e, na verdade, só podemos falar de objetos, não nos sendo dada outra alternativa existencial e ordinariamente consistente. Mesmo linguagens privadas e não naturais são obrigadas a falar de seus objetos. O modo da referencialidade – inscrito na suposição de que ao falarmos referimonos a algo - impõe-se, portanto, a todas as formas de falar. Para retomar o argumento de Quine: a depender do termo a enfatizar – “falar” ou “objetos” -, o sentido da proposição “somos propensos a falar de objetos” dará passagem a narrativas distintas a respeito de nossos esforços cognitivos. Campos disciplinares, por exemplo, poderão ser apresentados tanto como circunscrições de objetos – com ênfase no termo “objeto” - quanto como formas de falar a respeito de objetos – com ênfase no termo “falar”. Com efeito, são nossos modos de falar que acabam por constituir os próprios objetos como temas dignos de nossa atenção. Campos de conhecimento estabelecem, portanto, condições de existência de objetos – i.e., suas características distintivas e os padrões de causalidade que os envolvem - e seus marcadores de relevância, além dos procedimentos adequados de investigação e de validação. A inteligibilidade desse complexo cognitivo não pode nos ser dada por algo assemelhado a uma inspeção direta dos objetos sobre os quais tais campos exercem seu domínio disciplinar. A razão é simples: não há objetos a investigar, fora de campos disciplinares que os definem enquanto tais. A formulação filosófica direta e rigorosa do problema, no quadro da filosofia contemporânea, foi estabelecida por Nelson Goodman: descrições de mundo fazem sentido nos quadros de referência nos quais estão fundadas32 . Tal inscrição, mais do que um protocolo de nomeação de objetos, instaura regimes cognitivos, crenças causais e formas de correspondência e adequação – ou não – entre linguagem e mundo. Este é o sentido da orientação construtivista da abordagem de Goodman, presente em sua idéia seminal de que somos praticantes de maneiras de criar mundos. Não há aqui qualquer dualismo entre pensamento e extensão, já que não se trata de opor um mundo mental – abstrato e desenraizado – a um mundo fenomênico e material. Ambas as dimensões – a , digamos, mental e a que corresponde à extensão – encontramse na linguagem, o modo humano de inscrição da referencialidade. Nesse sentido, nosso encontro com os objetos é um experimento que nos constitui enquanto sujeitos e que se realiza na linguagem que empregamos para falar deles, por meio de nossos protocolos disciplinares de classificação e interpretação. Uma sensibilidade – mais do que uma abordagem – construtivista a respeito do processo de formação de campos disciplinares inclina-se, portanto, para a apreensão dos quadros de referência em que tal experiência se faz possível. Não se trata, portanto, de recusar a “vocação empírica” da Ciência Política, em nome de um tratamento pretensamente filosófico. Em imensa medida, não pode haver ciência – ou conhecimento, simplesmente – da política que não seja em alguma 31 Cf. Willard van Orman Quine, Relatividade Ontológica e Outros Ensaios, In: Oswaldo Porchat Pereira (Sel.), Ryle, Austin, Quine, Strawson, Col. Os Pensadores, São Paulo: Editora Abril, 1975. 32 Cf. Nelson Goodman, op. cit. p. 3. 62 Renato Lessa Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 medida empírico. O problema – todo o problema, na verdade – reside no estatuto da experiência que temos com objetos. Tal estatuto não é proveniente dos objetos, mas dos regimes disciplinares e linguísticos que empregamos para falar a respeito deles. Não há, portanto, contrato epistemológico e linguístico férreo a determinar o que deve ser dito a respeito dos objetos que “realmente contam”. Na descrição dos objetos, contam mais as formas de descrição do que os objetos propriamente ditos. Esses podem ser constantemente transfigurados em outras modalidades de descrição. O filósofo Arthur Danto, em outro domínio, utilizou o termo transfiguração para designar o processo pelo qual objetos da nossa experiência ordinária – lugares comuns, tais como latas de sopa, urinóis e aros de bicicleta - são percebidos e compreendidos como inscritos no campo da arte (Danto 2006). Assim, entre a arte de Marcel Duchamp ou Andy Warhol, por um lado, e aros de bicicleta e latas de sopa ordinários operaria uma forma de distinção que procede por meio de uma transfiguração dos lugares comuns. Ainda que algumas formas da arte contemporânea – em particular as inúmeras versões da arte ready made – procurem eliminar a distinção entre objetos de arte e, digamos, objetos da vida, distinções permanecem e estabelecem de modo claro aquilo sobre o qual nosso juízo estético deve ou não incidir. Em outros termos, a experiência estética que temos com as latas de Andy Warhol ou a roda de bicicleta ou o urinol de Marcel Duchamp resulta da operação de uma transfiguração de lugares comuns. Por meio de tal transfiguração, tais objetos podem ser percebidos como obras de arte. Claro está que o circuito da transfiguração exige nossa adesão como espectadores. Uma adesão que só se torna possível porque, de nossa parte, fomos constituídos como sujeitos habituados a certas formas de transfiguração. Em outros termos, aprendemos, desde muito cedo, a lidar com objetos e a distingui-los segundo modalidades consagradas de classificação. A reflexão política – coetânea da política enquanto atividade humana – pode ser percebida como conjunto aberto de transfigurações. A definição dos objetos de uma ciência da política – qualquer que seja ela – só se torna inteligível se exibidos os fundamentos da transfiguração que a constitui. A linguagem do neo-institucionalismo e da rational choice é tão somente uma das modalidades possíveis de determinação do que são os fatos. Seus recursos não devem ser subestimados: ela alimenta-se dos princípios gravitacionais da forma civilizatória presente. Mas, se a vocação da filosofia política, desde seus primórdios, sempre foi a de lidar com o que não existe, há espaço, tempo e, no que me diz respeito, disposição para praticar novas formas de transfiguração. Nesse sentido, a reaproximação com as Humanidades e com as Ciências Sociais pode ser uma bela alternativa para que continuemos a dar curso a algo indelevelmente humano: falar, de objetos. Referências bibliográficas • Almond, G. 1990. “Clouds, Clocks, and the Study of Politics”, In: Gabriel Almond, A Discipline Divided: schools and sects in Political Science, Newbury Park: Sage, pp. 32-65. • Bachrach, P. 1966. The theory of democratic elitism, Boston: Little Brown & Co. 63 Renato Lessa Crítica Contemporánea. 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Esas cuestiones se inscriben en el plano de los paradigmas y coexisten, naturalmente, con otras que se sitúan en los niveles de la filosofía, las teorías de la historia y la politología, la metodología y las técnicas de indagación. No pueden ser resueltas, o por lo menos mejor planteadas, sin pasar algunas veces a los demás planos, lo que intentaremos hacer con fluidez. De modo que discurriremos por todos los niveles mencionados, en virtud, según creemos, de exigencias del tema asumido. Nuestras ambiciones, en todo caso, son modestas y se asocian en concreto a la fecundidad de la colaboración de nuestras dos disciplinas en relación a asuntos de la vida política uruguaya. Queremos aclarar ya un aspecto de la terminología aquí empleada. Nos hemos inclinado por resignificación en lugar del mucho más frecuente revisión. Pero el fenómeno o la práctica aludidos son los mismos: los cambios sustanciales de las visiones históricas, de los actores y sus conductas, de los antecedentes y las consecuencias, de las periodizaciones, de las fuentes, de los documentos relevantes, de la propia información o evidencia empírica. Las razones de la opción tomada residen, primeramente, en las connotaciones que ha adquirido el vocablo revisión, ya que han surgido varios notorios revisionismos y muy fuertes polémicas en torno a ellos. El uso de la palabra resignificación, en segundo lugar, se justifica desde que incorporamos a nuestras consideraciones el paradigma de la historia efectual, de índole hermenéutica, vale decir, centrado en los “acontecimientos de sentido (o de significado)” a que alude Gadamer. 2. Frecuencia y Radicalidad de las Resignificaciones en Historia Política Nuestro primer paso hacia el tema elegido consiste en una conjetura, susceptible de enunciarse de este modo: dentro del conjunto de las especialidades consagradas en el ámbito de la historia, la de índole política ha concentrado los fenómenos de resignificación, tanto por frecuencia como por radicalidad. Dicho en otras palabras, 67 Romeo Pérez Antón Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 aunque existen casos de resignificación en historia social o económica o de la ciencia o de las religiones o de la cultura, son más numerosos los que se registran en la historia política, sean los referentes de ésta antiguos o modernos, nacionales o continentales, generales o sectoriales -historia de gobiernos, parlamentaria, de partidos, de políticas exteriores, electoral, etc. Se destacan también las resignificaciones de historia política por su mayor profundidad y amplitud, para la gran mayoría de los casos. Los cambios sustanciales en historia política aparecen, en síntesis, como más frecuentes y contundentes que los que se aprecian en otras especialidades de la disciplina. La conjetura precedente debe fundarse, en algún grado. Procuraremos respaldar, en primer término, la aseveración numérica y luego la cualitativa, con lo que quedará abonada la síntesis -“la historia política concentra las resignificaciones”. Respecto de la mayor frecuencia, conviene señalar, para que no se sumen unidades diversas, que no toda reinterpretación en historia constituye una resignificación. Si así fuera, no habría otras novedades en esta materia que las resignificaciones, o sea, que cambios peculiarmente sustanciales. Todo se volvería trivial, o reiterativo, salvo lo drásticamente innovador, lo revolucionario. Nada aportaría una investigación que no rompiera con todas las anteriores, cosa que resulta evidentemente absurda. Las resignificaciones representan sólo una clase de novedades de investigación e interpretación. La clase que se define por la sustitución del paradigma -de la teoría de alcance medio- que sustenta un conjunto abierto de abordajes de determinado objeto de investigación. Cuando se sustituye un paradigma por otro, el objeto se replantea, los problemas en su torno pasan a ser otros, las informaciones relevantes cambian -al menos por agregación de tipos de información de ese carácter- y cambian por consiguiente las fuentes y las técnicas de relevamiento. Que una indagatoria se desenvuelva sobre un paradigma ya cultivado no la hace trivial ni limita de ninguna manera sus posibles logros. La adopción de un paradigma original, concomitantemente, no garantiza resultados notables, aunque sí novedosos. Una reinterpretación puede superar a una resignificación, por amplitud, densidad, solidez, etc. Pero puede ocurrir lo contrario. Así entendidas, algunos casos admitidos como revisiones corresponden a reinterpretaciones y no a resignificaciones. En el terreno de la historia política, por ejemplo, hacer “historia de los de abajo” arrojará una reconstrucción muy sorprendente de la actividad de los partidos, en las democracias más o menos efectivas, pero no supone una sustitución del paradigma de las historias elitistas de esa actividad. Aquel enfoque no es compatible con el supuesto de la inercia de las masas en la vida política normal -que subyace casi todas las aproximaciones que sólo investigan a los dirigentes- y lo sustituirá con el contrario, lo que representa un cambio importante que redunda en muchos otros cambios interpretativos importantes. No se trata, sin embargo, de un paradigma alternativo, ya que cabe moverse sobre el supuesto elitista o sobre el supuesto democrático dentro de paradigmas vinculados a teorías economicistas o fundados en la autonomía de lo político, por ejemplo; en paradigmas pertenecientes a la historia estructuralista -sin narraciones y acontecimientos- o a la historia centrada en proyectos y decisiones, etc. Así contadas, las resignificaciones surgen en historia política, aunque no proliferan, 68 Romeo Pérez Antón Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 mientras es difícil percibir una o dos en otras especialidades históricas. Asignamos, a título de incitaciones al debate, la calidad de resignificaciones a las siguientes posiciones. a) Las historias científicas étnicas, como la “historia negra” (Black History) estadounidense -acerca de cuyo desarrollo, publicaciones y autores existe amplia información en Internet. Dentro de esta reinterpretación se perfilan abordajes economicistas, politicocéntricos, narrativos, estructuralistas, etc. Pero todos ellos quedan sujetos a los grandes cambios de asuntos, personalidades, acontecimientos y fuentes que impone la decisión fundamental de exponer la historia según los negros, que lleva de inmediato a introducir actores negros en escenarios de los cuales estaban, de una u otra manera, excluidos. Esa circunstancia -la “historia negra” repercute sobre otras determinaciones teóricas, como los abordajes mencionadosrevela que aquélla constituye una novedad, un replanteo de más alto nivel, más radical. Cabe objetar a la referencia que hacemos aquí que la “historia negra” no es una resignificación correspondiente a la historia política sino a la sociocultural -o étnica. Debe admitirse, en efecto, que este nuevo paradigma no se despliega sólo en el terreno de la historia política; nos parece significativo, sin embargo, que sus impactos más drásticos se produzcan en ella. Mientras otros paradigmas habían recogido ya la trascendencia del trabajo negro -esclavo o no- en la economía estadounidense o de los aportes revolucionarios de la música afroamericana a la historia musical de ese país y de todo Occidente, la visualización de las luchas abolicionistas, de las rebeliones de esclavos y de la larga pugna por la igualdad de derechos civiles efectivos cambia la valoración de muchos procesos y protagonistas, agrega nombres al “panteón” de los Estados Unidos y estimula modificaciones metodológicas y técnicas de la investigación histórica. b) La honda reformulación de François Furet en Pensar la Revolución Francesa: Lo que ocurre es que la erudición, si puede recibir el cúmulo de preocupaciones impuestas por el presente, nunca es suficiente para modificar la conceptualización de un problema o de un acontecimiento. Tratándose de la Revolución Francesa, la erudición puede en el siglo XX, bajo la influencia de Jaurès, de 1917 y del marxismo, derivar hacia una historia social, conquistar nuevos territorios. Sigue siendo dependiente, e incluso más que nunca, de un texto profundo que es el antiguo relato de los orígenes, que la sedimentación socialista ha renovado y fijado a la vez. Pero la influencia de la historia social sobre la historia revolucionaria, si bien ha abierto campos nuevos a la investigación sectorial, sólo ha desplazado la problemática del origen: el advenimiento de la burguesía ha sustituido al de la libertad, pero sigue tratándose, como en el caso precedente, de un advenimiento. Permanencia tanto más extraordinaria cuanto que la idea de una ruptura radical en la trama social de una nación es muy difícil de pensar; en este sentido, este desplazamiento historiográfico desde lo político hacia lo social subraya con tanta más 69 Romeo Pérez Antón Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 claridad la fuerza de la representación Revolución-advenimiento que aquél se hace mucho más incompatible con ésta. La contradicción intelectual aparece disimulada por la celebración del origen. M ÁS QUE NUNCA , EN EL SIGLO XX EL HISTORIADOR DE LA R EVOLUCIÓN F RANCESA CONMEMORA EL ACONTECIMIENTO QUE NARRA O QUE ESTUDIA (Furet 1980, 20-21, Los énfasis son nuestros). Pero este ‘enfriamiento’ del objeto ‘Revolución Francesa’, para hablar en términos de Levi-Strauss, no se logrará sólo con el paso del tiempo. Podemos definir las condiciones y reconocer los primeros elementos en la trama de nuestro presente. No creo que estas condiciones y estos elementos conduzcan definitivamente a la objetividad histórica; pienso que están provocando una modificación esencial en la relación entre el historiador de la Revolución Francesa y su objeto de estudio: vuelven menos espontánea y, por lo tanto, menos coactiva la identificación con los actores, la celebración de los fundadores o la execración de los disidentes. En esta nueva perspectiva que me parece necesaria para renovar la historia revolucionaria percibo dos caminos: uno de ellos nace paso a paso, tardía pero inevitablemente de las contradicciones entre el mito revolucionario y las sociedades revolucionarias (o post-revolucionarias). El otro se inscribe dentro de las mutaciones del saber histórico. Los efectos son cada vez más claros en el caso del primero. Escribo estas páginas a fines de la primavera de 1977, en un período en que la crítica del totalitarismo soviético y, aun más, de todo poder que se reclama marxista, ha dejado de ser el monopolio o el casi monopolio del pensamiento de derecha, para transformarse en el tema central de reflexión de la izquierda. Lo que en este caso interesa, cuando se hace referencia a estos conjuntos históricamente relativos que son la derecha y la izquierda, no es que la crítica de izquierda tenga más peso que la crítica de derecha, en la medida en la medida en que la izquierda tiene una posición culturalmente dominante en un país como Francia desde el fin de la segunda guerra mundial. Lo que verdaderamente cuenta es que la derecha, para hacer el proceso a la U.R.S.S. o a la China, no tiene necesidad de modificar ningún elemento de su herencia: le basta con permanecer dentro del pensamiento contrarrevolucionario. Por el contrario, la izquierda debe hacer frente a circunstancias que comprometen su sistema de creencias, nacido en la misma época que el otro. Por esta razón se ha negado durante tanto tiempo a hacerlo; por esta razón, aún en la actualidad, prefiere a menudo remendar el edificio de sus convicciones antes que interrogar la historia de sus tragedias. Pero, por último, esto no es demasiado importante. Lo que importa es que una cultura de izquierda, desde el momento en que ha aceptado reflexionar sobre los hechos, es decir, sobre el desastre que constituye la experiencia comunista del siglo XX, con respecto a sus propios valores, se ve obligada a forzada a criticar su propia ideología, sus interpretaciones, sus esperanzas, sus racionalizaciones. En ella es donde se ahonda la distancia entre la historia y la Revolución puesto que ella ha 70 Romeo Pérez Antón Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 creído que LA HISTORIA SE INCLUÍA POR COMPLETO EN LAS PROMESAS DE LA R EVOLUCIÓN (Furet 1980, 22-23, El último énfasis es nuestro). El exorbitante privilegio de la idea de revolución- estar fuera del alcance de toda crítica interna- está pues perdiendo su valor de evidencia. La historiografía universitaria, en la que los comunistas parecen haber continuado naturalmente la senda de los socialistas y de los radicales en la gestión de la conmemoración republicana, adhiere a aquella idea y toma muy en serio las tradiciones. Pero esta historiografía cada vez más crispada frente a su breve período como si se tratara de un patrimonio social, no padece simplemente los ataques de la devaluación conceptual de este patrimonio en el medio intelectual; le resulta difícil no sólo adherir sino también concebir LAS MUTACIONES INTELECTUALES INDISPENSABLES AL PROGRESO DE LA HISTORIOGRAFÍA REVOLUCIONARIA . En efecto, lo que esta historiografía debería precisar no son ya sus opiniones sino sus conceptos. La historia en general ha dejado de ser ese saber en el que los ‘hechos’ deben hablar por sí mismos en la medida en que hayan sido establecidos siguiendo las reglas. La historia debe precisar el problema que quiere analizar, los datos que utiliza, las hipótesis sobre las que trabaja y las conclusiones que obtiene. El hecho de que la historia de la Revolución sea la última en comprometerse en esta senda de lo explícito, no se debe solamente a todo aquello que la empuja, generación tras generación, hacia el relato de los orígenes: se debe también a que este relato ha sido consagrado y canonizado por una racionalización ‘marxista’ que en el fondo no modifica para nada su carácter y que, por el contrario, dándole una apariencia de elaboración conceptual, la fuerza elemental que extrae de su función de advenimiento (Furet 1980, 24-25). (. . . ) Me parece que los historiadores de la Revolución han estado y seguirán estando en la disyuntiva entre Michelet y Tocqueville. Esto no quiere decir en la disyuntiva entre una historia republicana y una historia conservadora de la Revolución Francesa, puesto que estas dos historias estarían aún ligadas por una problemática común que precisamente Tocqueville rechaza. Otro es el elemento que los separa: MIENTRAS M ICHELET REVIVE LA R EVOLUCIÓN DESDE EL INTERIOR , COMULGANDO Y CONMEMORANDO , T OC QUEVILLE INVESTIGA PERMANENTEMENTE LA DISTANCIA QUE SUPONE QUE EXISTE ENTRE LAS INTENCIONES DE LOS ACTORES Y EL PAPEL HISTÓRICO QUE CUMPLEN . M ICHELET SE INSTALA EN LA TRANSPARENCIA REVOLUCIO - NARIA , CELEBRA LA COINCIDENCIA MEMORABLE ENTRE LOS VALORES , EL PUEBLO Y LA ACCIÓN DE LOS HOMBRES . T OCQUEVILLE NO SE LIMITA A CUESTIONAR ESTA TRANSPARENCIA , ESTA COINCIDENCIA . P IENSA QUE ES - TA TRANSPARENCIA NO DEJA VER LA EXTREMA OPACIDAD QUE EXISTE EN TRE LA ACCIÓN HUMANA Y SU SENTIDO REAL , OPACIDAD CARACTERÍSTICA DE LA R EVOLUCIÓN COMO PERÍODO HISTÓRICO , A CAUSA DE LA FUNCIÓN QUE EN ELLA TIENE LA IDEOLOGÍA DEMOCRÁTICA . TRE EL BALANCE DE LA REVOLUCIONARIOS E XISTE UN ABISMO EN - R EVOLUCIÓN F RANCESA Y LAS INTENCIONES DE LOS (Furet 1980, 28, énfasis nuestros). 71 Romeo Pérez Antón Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 (. . . ) De derecha o de izquierda, realista o republicano, conservador o jacobino, el historiador de la Revolución Francesa considera al discurso revolucionario como dinero contante y sonante puesto que se sitúa en el interior de ese discurso; el historiador ha concedido siempre a la Revolución los diferentes rostros que ella misma había usado, interminable comentario de un enfrentamiento cuyo sentido la Revolución habría expresado una única vez por boca de sus héroes (. . . ) En este juego de espejos en el que el historiador y la Revolución confían en su palabra, puesto que la Revolución se ha transformado en la principal figura de la historia, la Antígona insospechable de los tiempos nuevos, Tocqueville introduce la duda en el nivel más profundo: ¿ Y SI EN ESTE DISCURSO DE LA RUPTURA SÓLO EXISTIESE LA ILUSIÓN DEL CAMBIO ? (Furet 1980, 29, énfasis nuestro). Hemos citado tan largamente para dar cuenta de una resignificación excepcionalmente audaz, que redunda en múltiples novedades de narración, periodización, agonistas, etc. -como sucintamente expone Furet en las secciones siguientes de La Revolución Francesa Ha Concluido, primera parte de la obra mencionada. Justifica asimismo las extensas transcripciones el impronosticable, y probablemente inconciente, acercamiento del historiador francés a las inquietudes de la “historia efectual” del filósofo alemán Gadamer, sobre lo cual comentaremos más adelante. c) Aunque serían imprescindibles una gran cantidad de precisiones y deslindes mediante los cuales se reduciría el corpus al que ahora queremos aludir a los autores y títulos genuinamente científicos de una tendencia mucho más amplia, reconocidamente heterogénea-, el Revisionismo rioplatense, muy en particular argentino, depara un caso respetable de resignificación, en historia política. En ese corpus se modifican los escenarios y sus relaciones, particularmente los de Buenos Aires y las provincias, por un lado, y los nacionales e internacionales, por otro; se reinterpretan los caudillos como dirigentes y cuadros políticos, empezando por Artigas y Rosas; se analizan los vínculos del acontecer doméstico con las estructuras de poder mundial y con el acontecer diplomático; se sustituye el paradigma de Civilización y Barbarie; se cambia la perspectiva sobre la Guerra de la Triple Alianza y sobre el proceso paraguayo que termina con el desenlace de esa contienda; se cuestionan algunas percepciones históricas radicalmente eurocéntricas. De Adolfo Saldías en adelante, el Revisionismo Histórico viene encadenando la labor de varias generaciones de investigadores, ha incrementado notablemente la masa documental de consulta ineludible, ha abierto varias polémicas científicas cuya legitimidad no se discute ya. Superados los períodos de negación recíproca, la Historia llamada Oficial y el Revisionismo se influyen mutuamente -pese a que no cabe en absoluto hablar de una síntesis ni nada similar-, al menos de dos generaciones a la actualidad. En la lectura que hacemos de Una Nación para el Desierto Argentino, de Tulio Halperin Donghi, cuya hostilidad al Revisionismo parece fuera de toda duda, encontramos una captación compleja del gobierno rosista, marco que habilita el trazado de los proyectos de organización y desarrollo de cuya dialéctica surge para el autor la Argentina modernizada. 72 Romeo Pérez Antón Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Aparte del cómputo de resignificaciones arraigadas en el terreno de la historia política, su trascendencia conceptual se desprende de las referencias que hemos formulado y de las transcripciones de Furet que constan antes. A título de ejemplo, una vez más, señalamos simplemente: a) Que la Historia Negra no se limita a agregar vivencias y personajes a la narración previa; penetra, en rigor, hasta el núcleo más íntimo de la historia constitucional estadounidense, hasta los episodios y las configuraciones de conciencia decisivos para que el “sueño americano” se convirtiera en una vigencia y no en una burla de la convivencia en los largos plazos. Hace justicia, por así decirlo, a la opción de todos los afroamericanos que lucharon a favor de la abolición de la esclavitud por incorporarse a esos principios democráticos que tan pertinazmente los excluían y fueron, en razón de ello, tanto o más founding fathers que los próceres que declararon la independencia o sancionaron la Constitución. b) Que la crítica de un especialista como Furet, abierto a toda la literatura sobre el asunto y abierto a la experiencia de su propio tiempo, descubre paradojas insuperables en la concepción de la Revolución Francesa como advenimiento -de la libertad republicana o luego, y peor, de una nueva clase dominante, la burguesía-, lo que lo lleva a proclamar como el texto más importante de aquella literatura uno hasta ese momento menospreciado -El Antiguo Régimen y la Revolución, de Alexis de Tocqueville-, al que reivindica más por su método -por sus paradigmas, diríamos- que por la sustancia de sus tesis. Furet, en efecto, entiende que el término revolución como cambio radical, como origen instantáneo, ha caducado y propone la reconstrucción del proceso revolucionario francés sobre nociones de cambio continuado y no de ruptura. Para legitimar la sustitución de paradigmas, debe remontarse a la índole del saber histórico y denunciar nada menos que a Michelet y toda una abrumadora mayoría de historiadores que celebran la Revolución, como si fuera la autoconciencia transparente de una “Antígona de los nuevos tiempos”. En lugar de ese vínculo celebratorio, preconiza Furet una labor historiográfica que “enfría” su objeto, que lo aferra mediante conceptos y que lo somete no a denigración que sería una anticelebración afectada por iguales vicios epistemológicos que la celebración- sino a crítica. c) Que la resignificación lograda por una parte del Revisionismo Histórico rioplatense trata por primera vez con la objetividad de la historia científica a los caudillos y sus huestes, con lo cual puede evitar el elitismo insostenible de las historias apoyadas en la contraposición de Civilización y Barbarie. Aparecen en el visor de los historiadores, así, los movimientos populares de la insurrección independentista y del largo lapso de la Organización Nacional -en Uruguay, del desarrollo de la República surgida de la Convención Preliminar de Paz-; con ellos, se torna asunto de la historiografía el origen de partidos y tradiciones partidarias, una primera politización, sin la cual no puede comprenderse el desarrollo institucional de estos países, con su combinación de éxitos y frustraciones. Esta ampliación temática del quehacer de los historiadores propicia, por otra parte, estimulantes diálogos con 73 Romeo Pérez Antón Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 los cientistas políticos, diálogos que la Historia Oficial no ha iniciado, más allá de la obra de Natalio R. Botana, que injerta ciencia política en una historia mitrista que se enriquece pero no se abre a aquella otra disciplina. Con estos fundamentos numéricos y cualitativos, creemos que la afirmación de que la historia política concentra las resignificaciones adquiere plausibilidad, a la espera de posibles refutaciones. Esa concentración dice mucho, entretanto, acerca de la actividad política y sus instituciones. ¿Por qué son tantas y tan detonantes las reinterpretaciones de lo político? Sin desestimar otras posibles, creemos que tres circunstancias lo explican: a) La palabra es la sustancia de la política, más que de ninguna otra práctica social. No sólo de la política democrática, aunque de ésta como de ninguna otra. Los regímenes de “la servidumbre voluntaria” presentan menos debates que las democracias pero un profuso aparato argumental debe inducir esa precisa servidumbre, mediante engaños o amenazas (Esteban de la Boétie). Salvo en las coyunturas de dominación estrictamente militar, las tensiones sociales afloran en controversias de variada índole o están mediatizadas o reprimidas, por ejemplo, en base a que no son idóneas o no son “patrióticas” o “de vanguardia”. Las resignificaciones suelen remover esas mediatizaciones o represiones, como en los casos de la Historia Negra y el Revisionismo Histórico rioplatense, de lo que surge uno o más torrentes de palabras, nuevos discursos y argumentaciones, cuestionamientos y valoraciones. Por causalidad estructural -ésa que desenvolvió principalmente la lingüística-, un nuevo hablante cambia a todos los demás, por investigados que hayan sido con anterioridad. b) Algunas instituciones de la política tienden a amplificar los efectos de las reinterpretaciones. En rigor, todas las que expresan aspiraciones de universalidad, igualdad, participación, autogobierno: los derechos fundamentales, la ciudadanía, el sufragio universal, la representación pluralista parlamentaria, el carácter de normas abstractas y generales que tienen las leyes, el Estado de Derecho, etc. Que la abolición de la esclavitud en Estados Unidos no haya consistido en algo así como la maduración de una gran democracia sino la consagración de una demanda largamente sofocada revierte sobre ese período de represión y todos sus innegables logros democráticos. La perspectiva de los afroamericanos no sólo obliga a buscar nuevos documentos en fuentes hasta cierta época preteridas: complejiza toda la construcción y toda la experiencia -eminentemente verbales- de la democracia federal estadounidense, desde los orígenes hasta el deslizante presente que se desplaza siempre hacia el futuro. c) Como verbal y proyectiva que sustantivamente es, la política siempre amenaza al historiador como Furet ha descubierto: quiere darle las claves de su labor, pretende que la reconozca, no íntegramente pero sí en los que presenta como sus actos de fundación, como la proveedora de los sentidos básicos. La política se piensa como la historia -la historiografía- del futuro y por eso le “facilita” la tarea al que debe escribir la historia, en el futuro. Algo de esto mismo hacen la religión y el arte, también la economía y la ciencia, cuyas reflexiones ofrecen 74 Romeo Pérez Antón Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 configuraciones útiles a los historiadores de las respectivas especialidades. De hecho, sin embargo, desde que se disolvieron los integrismos y fundamentalismos religiosos -en Occidente-, sólo la política quiere estructurar las historias generales y todas sus especializaciones, directa o indirectamente. Sólo ella se ve como una Antígona, en la insuperable metáfora de Furet, que vela por los principios inconmovibles, los exige a todos, prevalece sobre todos los demás interlocutores, sirve a la verdad con palabra libre, llega a la muerte si es necesario para salvar esa libertad y cumplir con aquella supremacía. Una resignificación que libere al historiador de esa dependencia y lo ponga en la función del científico crítico sólo puede traducirse en novedades de gran envergadura y, por lo que hemos señalado, mucho más en historia política que en ninguna otra. 3. Alcance de la Resignificación en Historia Política y en Prácticas Interdisciplinarias Estas novedades cognoscitivas por retorno a asuntos supuestamente concluidos, estas reaperturas investigativas que son las resignificaciones constituyen operaciones muy atractivas e influyentes. Muy polémicas y removedoras también, por lo que sólo algunos sujetos y grupos las aceptan, al menos en su legitimidad de planteo. En lo personal, me ha impresionado hondamente la intransigencia historiográfica que muchas personas apañan, se trate de historiadores o profesores, de individuos cultos en historia o de profanos que se aferran a groseros esquemones sustitutivos de un saber aceptable. La reinterpretación histórica se expone casi siempre a la recepción hiperemotiva, al fastidio y el resentimiento. Por todo eso, vale la pena tematizar sus múltiples implicaciones. Nos centramos aquí en una de ellas, la del alcance que puede reconocerle una epistemología competente. La de la índole y el grado de la negación de las reconstrucciones anteriores en que se apoya la nueva, la rupturista. Muchos y muy heterogéneos son los móviles iniciales de una resignificación: étnicos, religiosos, partidarios, familiares, nacionalistas y localistas, etc. Todas esas pertenencias o lealtades poseen alguna narración que los textos académicos y de la educación formal no han recibido, en cualquiera de las modalidades de la exclusión. Las narraciones excluidas identifican héroes y antihéroes, momentos estelares y derrotas, datos y hasta posibles cuantificaciones. Cualquier presente está preñado de por lo menos fragmentos de historias alternativas, que pesan sobre las conductas y las relaciones aun cuando no hayan sido escritas. Deben haber sido y seguir siendo relatadas, conversadas, trasmitidas, a veces en voz muy baja o en sitios recoletos. No hay que idealizar ni ignorar lo underground: mientras no se escriben y se someten a rigor metódico y a crítica -mientras no se vuelven en algún sentido académicas-, esas historias alternativas mantienen una vigencia disminuida, las afecta un carácter informe y una precaria difusibilidad. Para crecer en elaboración, deben traducirse o trascender a algún conjunto de preguntas. Las preguntas les abrirán su espacio cognoscitivo y les darán filo polémico, capacidad de cuestionamiento. Volveremos en la sección siguiente, cuando sinteticemos la noción gadameriana de la historia efectual, sobre las razones para elegir 75 Romeo Pérez Antón Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 la pregunta como estructura originaria y conductora de la producción de historia como saber completo. No queremos abandonar, en esta sección, lo atingente a los alcances de las negaciones resignificadoras. Las preguntas pueden ser generales y, aparentemente, formalistas. Algunos ejemplos: -¿Fue tan terminante la derrota de las fuerzas x en la batalla y? -¿Por qué hicieron la guerra los sectores populares en tales períodos y en torno a la disputa x? ¿Fue todo leva y dependencia de clase? -¿Qué memorias y relatos han trasmitido todos los sectores y todos los partidos de tal nación respecto de lo ocurrido en los períodos x e y? -¿Qué historia podría hacerse con base en este “disgusto”, en aquel “resentimiento”, en ese “mito”? Pueden las interrogantes, en cambio, aparecer en planos más sustantivos y particulares: -¿Cómo debería narrarse la historia si las autorías atribuidas a una élite, a una persona(lidad) inclusive, en el proceso x correspondieran, críticamente establecidas, a redes mucho más vastas o a masas anónimas orientadas a determinados propósitos? -¿Y si el Infame y sus secuaces de tal relato no lo hubieran sido tanto, o no lo hubieran sido siempre y con perspicacia tan luciferina? -¿Y si lo que me cuenta mi abuela y la maestra -o el profesor- no me deja contar en la escuela -o el Liceo o la Universidad- no fuera tan cretino y retrógrado? Las preguntas se validan o no, en esta materia, según susciten acontecimientos y distingan conductas en el pasado, vale decir, según produzcan hallazgos en aquello que estaba ahí. Como estaba ahí, los hechos y los actores deben emerger documentados, objetivos, con la novedad de lo encontrado o de lo entendido pero no de lo proyectado por la interrogante y las narraciones que eventualmente la encuadran. Esa novedad puede resultar perfectamente análoga a la que obtiene el literato o el plástico pero será logro de historiador, que a lo sumo habrá consumado la hazaña de identificar documentos en referentes anteriormente considerados sin sentido, o la hazaña de leer o interpretar rigurosamente piezas leídas o interpretadas rigurosamente con significado distinto por otros historiadores. El revisor de la historia debe someterse a una especie de verificación semántica, que consiste en mostrar la objetividad del referente a que alude, lo que exige la mediación del documento, en sentido amplio pictografía, escrito, mensaje oral, señal extralingüística como utensilios o viviendas, etc. Debe someterse a una segunda verificación, que podríamos llamar sintáctica, a la que también está sometido, como en el caso de la verificación semántica, el historiador no revisionista. La verificación sintáctica demanda que la o las respuestas a la o las preguntas que suscitan acontecimientos y conductas -o sea, hallazgos- no provoquen meras rupturas particulares en la historia preexistente sino narraciones alternativas -o reconstrucciones alternativas, digamos aquí para no adoptar sin fundamente adecuado una postura en la polémica sobre el relato historiográfico. Una refutación demasiado localizada no es reinterpretación de ninguna clase. La “historia académica” puede 76 Romeo Pérez Antón Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 absorberla, a través de ajustes o correcciones de su propia estructura. Hay sin embargo un límite al ajuste, pasado el cual sólo cabe salvar la verificación semántica con cambio estructural del relato o la reconstrucción, lo que invalidará sintácticamente la estructura inicial. Para que esta invalidación se produzca, la pregunta o las preguntas reinterpretativas deberán haber generado una estructura, narrativa o de otra índole. Dicho en otras palabras, si los hallazgos no se convierten en partes de una configuración equivalente, no impugnarán a la historia establecida. La consabida defensa académica que refuta un hallazgo rupturista reclamándole la inserción en un sistema de la envergadura del cuestionado es, al menos en historia y otras ciencias sociales, legítima. Quienes sostienen las preguntas que suscitan hallazgos suelen desconocer que, admitido su éxito, no han accedido por lo común más que a una novedad limitada, aun si ésta crece a la reconstrucción estructural. Las reinterpretaciones históricas, entre ellas las propias resignificaciones que implican sustitución de paradigmas, instauran la polémica con las interpretaciones previas. Pero normalmente no superan el antagonismo, no absorben a aquellas reconstrucciones que impugnan. Para hacerlo, deben dar cuenta de todos los documentos de éstas, aunque con su propia lectura, naturalmente -de otro modo, su impugnación se diluiría. Cabe también que una tercera interpretación, síntesis o no de las que entraron en polémica, consiga la superación que no lograron las dos primeras. Mientras no surja la superación, la revisión histórica es tan insuficiente como aquello que niega, lo que no anula la negación pero no aniquila la negación que la construcción impugnada opondrá a la reinterpretación. Subsistirán, en esos casos, dos historias, recíprocamente críticas. Una situación muy frecuente, que propende a deslizarse hacia los concordismos superficiales, verbales, precarios. Superado un antagonismo o prolongada como dos historias en mutua negación, cabe plantearse el alcance máximo de ciertas reformulaciones concretas. Por ejemplo, ¿hasta dónde una refutación tan rigurosa como la que Furet expone respecto de la Revolución Francesa concebida en términos de advenimiento permite una narración de cambios anónimos, desplegados en períodos extensos, relevantes pero no atribuibles a personas o élites? O también, ¿en qué medida la aceptación de lo que la Historia Negra implica e investiga, en cuanto a la heroica recepción que los esclavos negros hicieron de los principios de la Constitución y que redundó, la recepción y no la Constitución, en una democracia multirracial, reduce el pensamiento y las decisiones de los blancos a un antecedente entre otros de la influyente experiencia estadounidense? ¿Qué subsiste de una historia mitrista en la construcción científica, una parte del Revisionismo Histórico rioplatense, y por qué? ¿Porque Mitre hizo ciertas “concesiones” de antemano a una previsible réplica? ¿Porque San Martín fue, documentadamente, una actor por encima de los mensajes contrapuestos y de las pautas de vastos movimientos que guerrearían luego por tantas décadas? ¿O porque no es posible, de hecho o epistemológicamente, deponer sin excepciones un panteón muy investigado por un relato antagónico? ¿O porque una historia sin élites es tan insostenible como una historia que sólo a las élites asigna inquietud y trascendencia sociopolíticas? Las reinterpretaciones, tomadas al menos en el problema de sus alcances, nos ponen ante los ojos una disciplina hermenutizada, vale decir, comprometida con relatos y fragmentos, con preguntas, con documentos -la mayor parte de ellos lingüísticos, escritos o no-, con verificaciones semántica y sintáctica conjugadas, con 77 Romeo Pérez Antón Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 negaciones de sentido y de validez. Hermeneutizada y llevada al terreno de la historia efectual gadameriana por Furet, en cuanto atribuye la opacidad de los fenómenos revolucionarios, en particular la Revolución Francesa, al vínculo celebratorio y no crítico del historiador con el referente, una observación que sólo puede encuadrarse en una teoría de la reconstrucción historiográfica en que el investigador constituya un componente tan activo como quienes vivieron los acontecimientos. 4. Consideraciones en términos de Historia Efectual Hans-Georg Gadamer (Marburgo, Alemania, 1900-2002) expone prolijamente su visión de lo que llama la historia efectual en su libro clave, Verdad y Método. Fundamentos de una Hermenéutica Filosófica. Sólo hay conocimiento histórico cuando el pasado es entendido en su continuidad con el presente (. . . ) (Gadamer 1984, 399). En la medida en que el verdadero objeto de la comprensión histórica no son eventos sino sus ´significados´, esta comprensión no se describe correctamente cuando se habla de un objeto en sí y de un acercamiento del sujeto a él. En toda comprensión histórica está implicado que la tradición que nos llega habla siempre al presente y tiene que ser comprendida en esta mediación, más aun, como esta mediación (. . . ) (Gadamer 1984, 400-401). En este sentido el historiador va de algún modo más allá del negocio hermenéutico, y a esto responde el que en él el concepto de la interpretación obtenga un sentido nuevo y exacerbado. No se refiere sólo a la realización expresa de la comprensión de un determinado texto como es tarea del filólogo llevarla a cabo. El concepto de la interpretación histórica tiene más bien su correlato en el concepto de la EXPRESIÓN, concepto que la hermenéutica histórica no entiende en su sentido clásico tradicional como término retórico referido a la relación del lenguaje con la idea. Lo que expresa la ´expresión´ no es sólo lo que en ella debe hacerse expreso, su referencia, sino preferentemente aquello que llega a expresarse a través de este decir y referirse a algo, sin que a su vez se intente expresarlo; es algo así como lo que la expresión ´traiciona´. En este sentido amplio el concepto de ´expresión´ no se restringe al ámbito lingüístico, sino que abarca todo aquello detrás de lo cual merece la pena llegar a situarse para poder abarcarlo, y que al mismo tiempo es tal que no resulte imposible este rodeo. La interpretación tiene que ver aquí no tanto con el sentido intentado, sino con el sentido oculto que hay que desvelar (Gadamer 1984, 408-409). (. . . ) Pues lo que incita a la comprensión tiene que haberse hecho valer ya de algún modo en su propia alteridad. Ya hemos visto que la comprensión comienza allí donde algo nos interpela. Esta es la condición hermenéutica suprema. Ahora sabemos cuál es su exigencia: poner en suspenso por completo los propios prejuicios. Sin embargo, la suspensión de todo juicio y, a FOR TIORI, la de todo prejuicio, tiene la estructura lógica de la PREGUNTA . La esencia de la PREGUNTA es el abrir y mantener abiertas posibilidades. Cuando un prejuicio se hace cuestionable, en base a lo que nos dice otro o un 78 Romeo Pérez Antón Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 texto, esto no quiere decir que se lo deje simplemente de lado y que el otro o lo otro venga a sustituirlo inmediatamente en su validez. Esta es más bien la ingenuidad del objetivismo histórico, la pretensión de que uno puede hacer caso omiso de sí mismo (. . . ) (Gadamer 1984, 369). Rastrearemos, pues, la estructura de la verdadera conversación con el fin de dar relieve desde ella a este otro género de conversación que es el comprender textos (. . . ). Tendremos que tener en cuenta en primer lugar que el lenguaje en el que algo echa a hablar no es posesión disponible de uno y otro de los interlocutores. Toda conversación presupone un lenguaje común, o mejor dicho, constituye desde sí un lenguaje común. Como dicen los griegos, algo aparece puesto en medio, y los interlocutores participan de ello y se participan entre sí sobre ello. El acuerdo sobre el tema, que debe llegar a producirse en la conversación, significa necesariamente que en la conversación se elabora un lenguaje común. Este no es un proceso externo de ajustamiento de herramientas, y ni siquiera es correcto decir que los compañeros de diálogo se adaptan unos a otros, sino que ambos van entrando, a medida que se logra la conversación, bajo la verdad de la cosa misma, y es ésta la que los reúne en una nueva comunidad. El acuerdo en la conversación no es un mero exponerse e imponer el propio punto de vista, sino una transformación hacia lo común, donde ya no se sigue siendo el que se era (Gadamer 1984, 457-458). Como se observa, la historia efectual, por concebirse hermenéuticamente, se nutre de una peculiar interpretación, que desde un presente constructor de sentido junto con los pasados “lee” textos y sucesos, en ambos casos más allá de los significados que se intentó emitir. La pregunta y la conversación abren posibilidades de comprensión, en un círculo que fusiona los horizontes interpretativos de los que vivieron y de quienes acceden a ellos, con elaboración del lenguaje de cada conversación. Los tiempos se interpenetran: el historiador participa de los hechos y los que actuaron cuando éstos se registraron interpelan, conversan, se reúnen con el historiador en la comunidad nueva de la verdad de la cosa misma. La hermeneutización de la historiografía no supone la abolición del método o de la crítica de la validez de cuanto se dice -se relata, se cuantifica, se cita, se interpreta-, sino todo lo contrario: Gadamer denuncia ingenuidades del historicismo, del objetivismo, del positivismo. . . de todas las corrientes que carecen de cabal conciencia hermenéutica, por lo que entre otras cosas ignoran la influencia del presente en cualquier “pasado” reconstruido. Tampoco supone esa hermeneutización la rebaja de la trascendencia del establecimiento de los hechos y de todas las circunstancias de escenarios. La historia efectual no es historia de las palabras sino historia conciente de la mediación lingüística de cualquier acceso social, a sucesos y relaciones del “pasado” tanto como del “presente”. Mediación lingüística que lleva a la interpretación de la acción humana íntegra, percibida con una integralidad que ninguna otra teoría de la historia, probablemente, ofrece. ¿Adónde puede llegar la resignificación, en el marco de la historia efectual? No lo podemos fijar, ciertamente; y cabe no obstante aseverar que más lejos que con apoyo en cualquier otro marco teórico. Porque la impulsarán los significados que 79 Romeo Pérez Antón Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 elaboren, conversando, fusionados sus horizontes de comprensión, todos los actores de un proceso, inclusive los intérpretes-historiadores. Sobre documentos, en debate, elaborando lenguajes, pasando a ser en la verdadera conversación lo que no era ninguno al asumirla. El historiador efectual va más allá del negocio hermenéutico, busca desentrañar más que textos, interpreta. Da rodeos para situarse detrás de aquello que vale la pena abarcar, para extraer a las situaciones los sentidos ocultos. Todos estos fundamentos y todas estas directrices de la comprensión histórica poseen una innegable eficacia de demolición de exclusiones (como la que la Historia Negra procura invalidar), de derribo de elitismos y recepción de la acción anónima o descalificada (operaciones que el mejor Revisionismo rioplatense emprende). En el lenguaje que todos los interlocutores elaboran para sustentar una verdadera conversación, ¿qué significado mantendría el “privilegio exorbitante” asignado a veces a las revoluciones de suponérselas continentes de toda la historia posterior? Nos parece extraordinaria la aproximación de Furet a una comprensión perfectamente ajustada a la teoría de la historia efectual. No conocemos elemento alguno que haga pensar en lecturas minuciosas que el historiador francés hubiera realizado de los textos del filósofo Gadamer, cuya difusión e influencia eran todavía incipientes en la década de los setenta del siglo pasado. Creemos que la convergencia se debe a la excepcional conciencia epistemológica que ambos habían logrado, en el cultivo de sus respectivas especializaciones, la hermenéutica rigurosa y la historiografía, con la Revolución Francesa como centro temático. La historia hermenutizada, crítica, conciente de la presentaneidad ineludible de sus resultados dispone de múltiples enlaces con la politología. Entre rioplatenses y especialistas de asuntos rioplatenses, un problema histórico-politológico provee, entre otros seguramente, una oportunidad destacable de labor interdisciplinaria. Nos referimos a las primeras formaciones de índole partidaria, los “bandos” del período de “organización nacional”, en el espacio argentino y en la República Oriental. ¿De dónde provenía esa politización de masas? ¿De dónde su persistencia, o la persistencia de sus antagonismos definitorios (federales y unitarios, blancos y colorados)? ¿Cómo explicar sus capacidades gobernantes, diplomáticas, constitucionales, inexplicables para las reconstrucciones asimétricas, que sólo atribuyen personería a los doctores, marginalizando a los caudillos? ¿No fue también política la cultura analfabeta pero movilizadora y productora de caracteres enérgicos, masculinos y femeninos? Y no renunciaremos a la pregunta final, indefendible: ¿No habrá participado esa cultura de la vigorosa Ilustración hispanoamericana y no derivará entonces de ella la politización protopartidaria masiva? Bibliografía Furet, F. 1980. Pensar la Revolución Francesa, traducción de Arturo R. Firpo. Barcelona: Ediciones Petrel S.A. Gadamer, H.G. 1984. Verdad y Método. Fundamentos de una Hermenéutica Filosófica, traducción de Ana Agud Aparicio y Rafael de Agapito. Salamanca: 80 Romeo Pérez Antón Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Ediciones Sígueme. 81 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 César Aguiar Estructura y enseñanza de la “metodología”: una propuesta en cuatro “cajas” César Aguiar* El presente artículo se propone estimular una discusión sobre la enseñanza de la “metodología” en las ciencias sociales1 . Aunque desde hace más de cincuenta años la enseñanza de la “metodología” –a partir de los aportes del Instituto de Sociología que dirigiera Gino Germani en Buenos Aires y de la contribución de directores y profesores de FLACSO en Santiago de Chile como Peter Heintz y Johan Galtung- fue uno de los puntos fuertes que caracterizaron a la disciplina en la región, en la actualidad se carece de un enfoque articulador que pueda ubicar en su lugar las diferentes materias que se enseñan bajo el paraguas de la “metodología”. Esto es también así en el Uruguay, que fue uno de los países beneficiarios de esa fuerte sensibilidad “metodológica”. Como consecuencia, aunque le dediquemos las mismas horas, enseñamos cada vez menos y en forma más inconsistente, y si los estudiantes saben cada vez más –que creo que no sea el caso- es sólo gracias a ellos, y no a nuestras enseñanzas. El trabajo parte de una propuesta de ordenamiento preliminar de los diferentes temas considerados habitualmente bajo el uso impreciso del término en cuestión –de ahí las comillas-. Aunque las ciencias sociales han logrado sobrevivir, pese a las múltiples imprecisiones del lenguaje de sus practicantes, se asume que aquellas imprecisiones que refieren específicamente a la “metodología” son hoy por hoy una traba para su enseñanza y consolidación -también lo son, seguramente, y quizás más, las imprecisiones ligadas con la teoría o con su ausencia, pero este es otro tema y ya tenemos bastante con nuestra intención, limitada a la “metodología”. Algunas de esas trabas convierten en contemporánea aquella vieja preocupación de Merton: ciencias pretenciosas que dicen trivialidades –comentario mío: algunas terribles, las más de las veces “cualitativas”. No es posible hacer aquí un inventario completo de las imprecisiones en boga, pero pueden indicarse algunas con las que uno puede encontrarse a la vuelta de la esquina. Restringiéndonos a las más frecuentes, por ejemplo, el uso muchas veces indiscriminado de las palabras “métodos” y “técnicas” para referirse a cosas similares para un autor y distintas para otros. Igualmente, la referencia a las llamadas “X cualitativas” o “X cuantitativas”, donde las X pueden sustituirse por “métodos”, “técnicas”, “enfoques”, “metodologías” y aún “paradigmas”, “teorías” o “perspectivas” (?). O la referencia toda mezclada a “problemáticas teóricas, epistemológicas y * Ex – profesor de Metodología y Teoría, jubilado, todavía practicante. citaremos varios autores, que suponemos conocidos, prescindiremos de incluir las referencias correspondientes, la mayoría de las cuales son de pública notoriedad. Esta es la única nota al pie. La reflexión se basa en opiniones personales personales elaboradas a lo largo de algunos años de enseñanza y trabajo profesional en el tema, y preferimos no utilizar cita alguna que, en última instancia, implica de alguna manera argumentos de autoridad –y en esa medida despreciables- en el sentido más clásico. 1 Aunque 82 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 César Aguiar metodológicas”, sin que quede muy claro para que se necesitan tantas palabras aparentemente prestigiosas para referirse a algo que no está demasiado claro y posiblemente es lo mismo. Una mirada rápida a los títulos de los principales manuales publicados en los últimos cincuenta años sobre estos temas puede hacerse un festín, y mucho más cuando, con espíritu tolerante, vamos más allá de las ciencias sociales clásicas –digamos sociología, psicología social, ciencia política, demografía- e incluimos los desarrollos más recientes hacia otras disciplinas más o menos aplicadas y con eventuales pretensiones teóricas –trabajo social, pedagogía social, terapias sistémicas, educación social, comunicación, “educación popular”, etc.-. Si alguien encuentra precisión terminológica en este ancho mar de disciplinas, corporaciones, intereses y especificidades, es probablemente por casualidad. En todo caso, es muy difícil encontrar trabajos serios que provengan de esos campos y aborden en forma consistente la problemática en cuestión. (Si alguien conoce alguno. . . , bienvenido). Obviamente, la situación es muy insatisfactoria, y tiendo a pensar que la confusión en estas cosas más tarde o más temprano generará un enlentecimiento del conocimiento y disminuirá probabilidad de mejora hacia una ciencia social de mejor calidad. Si miramos “con caridad” algunos de esos campos de desarrollo más reciente el estancamiento es visible: en los últimos veinte años no han obtenido en general resultados de interés, y los trabajos publicados se limitan a glosas-de glosas-de glosas, o, en el mejor de los casos, a algunas descripciones interesantes extremadamente particulares. Mucho me temo que estemos en riesgo de que en las que he llamado “ciencias sociales clásicas” puedan aparecer fenómenos similares. Vaya entonces esta propuesta, para intentar ordenar el campo –aún cuando, por su carácter posiblemente polémico, arriesgue seguir entreverándolo. 1. Argumentos Comencemos por una afirmación que el conjunto del artículo se propone desarrollar y para la cual existe, al menos, una justificación pragmática: los usos y prácticas que se derivarían de aceptarla serían probablemente de mejor calidad que los que se derivarían de rechazarla. La afirmación es la siguiente: los discursos que proliferan en el ambiente de las ciencias sociales en relación con “epistemología”, “metodología”, “métodos”, “técnicas”, etc., son clasificables en cuatro “cajas” independientes entre sí, cada una de las cuales es interesante e importante en sí misma, puede permitir discusiones y acumulaciones de conocimientos de buena calidad y puede dar la base para un semestre de cursos –en el mínimo-, o diplomas y maestrías más extensos a nivel de postgrado, a tal punto que sería bueno organizar la docencia a partir de esas cuatro “cajas”, actualmente mezcladas y ordenadas en forma equívoca. La primer “caja”, que llamaremos “de demarcación”, se ocupa de distinguir entre ciencias y otras cosas, y eventualmente entre las ciencias mismas: permite distinguir entre “qué tipo de cosas hacemos en general” y “que tipo de cosas no hacemos” los practicantes de las ciencias sociales. Es muy importante, propiamente fundadora, porque nos distingue de otras actividades. Una segunda “caja”, que llamaremos “metodología en sentido estricto” (MSE, para 83 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 César Aguiar abreviar), se ocupa de un conjunto de operaciones estrictamente intelectuales que refieren a cómo proceder para poner a las proposiciones científicas en condiciones de ser empíricamente evaluadas: refiere a “qué cosas hacemos específicamente para hacer lo que hacemos” y, más propiamente, a las actividades de diseño que inevitablemente anticipan a cualquier relevamiento de información. Una tercer “caja”, que llamaremos “campo y operaciones”, refiere al uso efectivo de diferentes técnicas y normas de tratamiento de la información, desde su génesis hasta su almacenamiento y difusión, e implica el contacto directo con el barro en el que aparecen problemáticas tan inmensas como los errores de medición, la relación entre diseño y costos, la evaluación de la potencia de los diseños y la calidad de los resultados. Y finalmente, una cuarta y última “caja”, que llamaremos “aplicaciones”, refiere a “paquetes tecnológicos” relativamente cerrados, orientados a resolver problemas o monitorear situaciones relevantes. La principal diferencia con las anteriores es que implica “usuarios”, “beneficiarios” o “clientes”, y que en torno a ella pueden plantearse una enormidad de consideraciones sobre costo / beneficio. Como veremos, creo que es posible sostener que las “cajas” pueden distinguirse con claridad. Y creo también que, mientras que confundirlas lleva a problemas de diferente tipo, distinguirlas y trabajarlas separadamente permite progresar. Pero los argumentos no terminan aquí. De hecho, esta afirmación se complementa con otras. Algunas implican un diagnóstico de la situación actual en materia de la producción en ciencias sociales en general y más específicamente sobre la enseñanza de la “metodología”, y otras son más bien programáticas, que por ahora sólo podemos enunciar / anunciar en términos bastante vagos. El diagnóstico incluye dos afirmaciones. Primero: afirma que la inmensa mayoría de la enseñanza de “metodología”, a nivel de grado y postgrado, en nuestros países, se concentra en las dos primera cajas -“demarcación” y “MSE”-, siendo realmente débil la enseñanza respecto a las otras dos –“campos y operaciones” y “aplicaciones”-. Segundo: afirma que, en el mundo entero, en los últimos treinta años, se ha llegado a una “meseta de conocimiento” en la dos primeras cajas, mientras que en las dos últimas está en curso una inmensa revolución. Más adelante tendremos oportunidad de discutir esto con más detalle. Pero puede entenderse que las propuestas a partir de ellas sea bastante sencilla. De hecho, si el diagnóstico es correcto, el programa a seguir es bastante obvio: hay que cambiar en forma importante los énfasis en la enseñanza de la “metodología”, porque lo que estamos haciendo lleva inevitablemente –ya está llevando- al atraso profesional. Los estudiantes egresan pudiendo discutir mejor o peor cuando se analizan los problemas de las dos primeras cajas, pero inevitablemente hacen silencio cuando se examinan las otras dos. Y en la vida profesional, las que importan son las dos últimas: las dos primeras se debieran haber saldado con amplitud al terminar la formación de grado. 2. Caja I: la demarcación La primera caja, Caja I, se ocupa de la demarcación entre ciencia (social) y no ciencia (metafísica, ideología, conocimiento vulgar, posiciones políticas), vieja preocupación de los “cientistas sociales” más serios, que siempre ha hecho sonreir a físicos, químicos 84 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 César Aguiar y biólogos. De hecho, hay razones muy fuertes para explicar porqué las cuestiones de “metodología” absorben tanto tiempo en la formación de grado de los estudiantes de ciencias sociales, mucho más de lo que conllevan –cuando existen- en la formación de un estudiante de física o ciencias biológicas. La primer razón es sencilla: los practicantes de las ciencias sociales van a dedicar su vida profesional –cobrando sueldos u honorarios- a las mismas preocupaciones de las que “habla” en su casa la gente común: el trabajo y la familia, la ciudad, el transporte, los vecinos y los malandras, el cine, Tinelli y Gardel, Suárez y Chris Namús, el cáncer y las drogas, Mujica, Bush y Osama Bin Laden, Dios, la libertad, el amor y los sueños. Y otras parecidas. Hablando de lo mismo que cualquier otra persona, parece necesario poder sostener que lo que se dice no es un discurso cualquiera ni está al alcance de todos: de allí una primer necesidad de “demarcar” entre el discurso de los practicantes y el discurso de la gente común, y de ahí una primer preocupación por cuestiones “metodológicas”. Pero hay otra razones: practicantes y gentes comunes intentarán validar sus afirmaciones con “pruebas” e “información” variadas, que en última instancia se basan en procedimientos parecidos desde el punto de vista conductual. Ambos observan –miran, ven-, conversan –charlan, entrevistan-, cotejan fuentes e interpretaciones. Pero parecería que aunque hacen cosas parecidas, si en realidad hacen “ciencia”, los practicantes hacen algo diferente que la gente común, y por eso los practicantes aspiran a cobrar por ello-: de allí una segunda necesidad de distinguir, mostrando que aunque el proceso sea parecido en realidad es sustantivamente diferente . Y finalmente, una tercera: las constataciones de los practicantes pueden llegar a tener una fuerza especial que afectará la suerte de las gentes de muy diversa manera –les dirán que tienen que vacunarse, que deben asistir al menos quince años al sistema educativo, que sus salarios se reajustarán un X %, que deben ser internados para rehabilitación o que el gobierno que eligieron debe corregir el rumbo, etc.-. De forma tal que, por esta tercera razón, si aspira a ese nivel particular de fuerza –legitimidad, poder, prestigio-, parece claro que “el discurso de los practicantes” debe diferir en alguna forma relevante con el que pueden sostener los que no lo son. De allí la necesidad de demarcar y de allí un primer conjunto de cuestiones “metodológicas”. El tema es viejísimo, y es interesante subrayar que los “founding fathers” de las ciencias sociales se sintieron obligados a formular diferentes “discursos del método” en la misma medida en que pretendieron también fundar una ciencia o sustentar una teoría. Para no ir muy lejos, podemos remontarnos a Marx, para quien, continuando una vieja tradición que podría rastrearse al menos hasta Tomás de Aquino, “si la esencia de las cosas se manifestara en su apariencia, no sería necesaria la ciencia”. Pero la esencia de las cosas no se manifiesta en su apariencia. Esta es engañosa para una conciencia alienada como la de las clases definitorias del modo de producción capitalista –burguesía y proletariado- y la ideología –esencialmente distorsionante- es la forma natural de comprensión del mundo a falta de ciencia. Los marxistas han discutido, sin llegar a consenso, sobre cómo, dónde y cuándo se verifica el salto entre el conocimiento científico y todas las demás formas de conciencia que aparecen en la vida social, pero el resultado es claro: una cosa es la ciencia y otra todo lo demás, y la clara demarcación entre ambas es una implicación necesaria del análisis marxista. No interesa –ni es posible- reconstruir aquí todas las inmensamente variadas formas de planteamiento y resolución del problema de la demarcación entre ciencia y no ciencia 85 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 César Aguiar a lo largo del desarrollo de la epistemología en general y de las discusiones en ciencias sociales en particular. Diferentes autores se preocuparon por establecer distinciones distintas, según su foco de interés, y muchos de ellos abrieron, más que cerraron, problemáticas que todavía no están resueltas. Así, por ejemplo, Weber postuló una distinción entre conocimiento científico y otros tipos de conocimientos, a partir de la vieja cuestión de los juicios de valor: las ciencias sociales eran ciencias justamente porque prescindían de los juicios de valor, y las clásicas conferencias weberianas sobre la ciencia y la política como vocaciones intentan formular distinciones que todavía se discuten. Schlick y sus amigos, con los filósofos que se reunían en el Círculo de Viena se preocuparon por demarcar con claridad entre ciencia y metafísica, y aunque sus formulaciones primeras hoy ya no se sostienen, la preocupación fue retomada y desarrollada por otros filósofos posteriores que desde Carnap a Popper y Lakatos insistieron en establecer criterios más o menos fuertes de demarcación. No tuvieron demasiado éxito en encontrar criterios claros, pero la discusión perdura hasta hoy en casi todos los principales autores, aunque sea para postular que ese criterio no existe y que en última instancia es inútil buscar algún fundamento fuera del propio consenso de la comunidad investigadora. Y así podríamos seguir, con riesgo de aburrir. Vale la pena, sin embargo, mencionar especialmente a Althusser –el marxista más importante desde Lenin en adelante-, recordando su propuesta revulsiva de distinguir entre la práctica teórica y la práctica política, a partir de sostener que el criterio de validación era intrínseco a la práctica teórica y postulando la necesidad de demarcar claramente entre ciencia e ideología –usando la palabra ideología en un sentido bastante distinto a las primera formulaciones de aquel “primer Marx”, “humanista”, a quien Althusser a la vez admiraba y rechazaba. Ciencia y conocimiento cotidiano –o vulgar, o espontáneo-, ciencia y filosofía, ciencia y metafísica, ciencia y juicios de valor, ciencia e ideología, ciencia y política: las viejas distinciones están todavía a la orden del día, y la extensa discusión es estrictamente formativa de nuestras profesiones. Se mantiene viva: demarcar es la única forma de sostener que lo que hacemos los practicantes de las ciencias sociales es algo sostenible en sí mismo y que, sin perjuicio de su amplia discusión pública, debe someterse primero a validaciones endógenas. En definitiva: tal como sostienen hoy autores que vienen de muy diferentes orígenes, la ciencia es conocimiento público, que se atiene a reglas de juego precisas, que se establecen y aplican primero que nada dentro del “club”. Pero además de mantenerse viva, la necesidad de demarcación se enfrenta hoy a nuevas exigencias. Algunos autores, que han logrado formidables desarrollos en la revalorización de la retórica y de las teorías de la argumentación enfatizan a tal grado estas dimensiones que se hacen difícil sostener los criterios tradicionales de una validación puramente empírica del conocimiento científico. Por otra parte, el desarrollo aceleradísimo de los medios de comunicación, el uso generalizado de varios productos de investigación por periodistas y panelistas varios, y el acceso de muchos profesionales a blogs, columnas de prensa, radios y televisión, exige pensar demarcaciones nuevas, necesidad de demarcación que sólo puede crecer en el futuro -los practicantes de las ciencias sociales difieren de los periodistas al menos en dos aspectos: cediéndoles eventualmente a éstos las preocupaciones sustantivas, deben reservar para sí una mayor precaución metodológica y una mayor pretensión teórica. Por otra parte, al menos 86 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 César Aguiar en estos países, la cada vez más frecuente incorporación de practicantes de diferente tipo de ciencias sociales a posiciones típicamente políticas, a nivel del Poder Ejecutivo, el legislativo o de diferentes tipo de organizaciones directa o indirectamente ligadas a partidos políticos, actualiza viejas exigencias de demarcación: ¿cómo se conecta, y cómo debe demarcarse, el discurso propiamente “científico” del practicante en cuestión de sus “posiciones”, ahora más visiblemente partidarias –y consiguientemente, legítimamente interesadas. De forma tal que, Caja I, demarcación: ciencia y no ciencia. Demarcación central y Caja principal a partir de la cual tienen sentido las que siguen. Tema viejo, pero no resuelto, y que cualquier practicante, sea cual sea la manera que encuentre de resolverla, debe poder discutir a la luz de las reglas “del club”, aunque no pueda llegar a una solución concluyente -¿se llegará?, imposible saberlo-. Si a alguien le interesan, además, también podrían incluirse aquí las distinciones y relaciones entre diferentes tipos de ciencias, ya sean naturales, humanas, ¿inhumanas?, exactas, ¿inexactas?, duras, ¿blandas?, ¿“líquidas”, o ”gaseosas”?, y eventualmente entre diferentes “ciencias” dentro de las ciencias sociales. Pero lo central sigue siendo ciencia y no ciencia, y eso bien amerita una Caja específica, a la que dediquemos al menos un semestre en la formación inicial de un practicante:la Caja I. 3. Caja II: decisiones de diseño, o la metodologia en sentido estricto (mse) La Caja II es bien diferente a la Caja I. ambas tienen en común el transcurrir enteramente en el intelecto. En sentido clásico, se resuelven en términos de lógica. Pero mientras la formación básica en la Caja I se adquiere estudiando, cotejando, contraponiendo y evaluando autores, en la Caja II la formación básica implica decidir. Más estrictamente hablando, decidir entre diferentes opciones de diseño de investigación, eligiendo las estrategias de diseño que permitan maximizar la sostenibilidad de los argumentos. Para ver con algún detalle este tema, conviene comenzar por un rodeo. Si uno intenta clasificar los diferentes estilos de practicantes de las ciencias sociales, diría que –gruesamente hablando-, pueden clasificarse en tres tipos básicos. Sin que esto implique orden ni valoración alguna, un primer grupo de colegas está centralmente preocupado por problemas “sustantivos” o sus soluciones: cómo son en realidad las cosas, qué podemos hacer para mejorarlas. ¿Qué pasa en Casavalle? ¿Qué podemos hacer allí? ¿Quién gana las próximas elecciones? ¿Cómo podemos hacer para evitar que gane X? ¿Qué ocurre con la descentralización? ¿Cómo podemos hacer una descentralización efectiva? ¿Cuál es la situación del Uruguay en materia de discriminación de género? ¿Cómo podemos contribuir a una mayor equidad? En última instancia, al “sustantivista” le preocupan cuestiones “prácticas”, de “aquí y ahora”. Si, suponiendo que le interesan cuestiones de urbanización o aspectos de la producción familiar en el medio rural, le sugerimos la posibilidad de estudiar el tema en algún país africano o asiático, el “sustantivista” pierde interés rápidamente. Le interesa el Uruguay, el Mercosur, en un caso extremo América Latina, pero sus preocupaciones teóricas no van más allá de eso. Un segundo tipo es bastante diferente. Le interesan cuestiones más abstractas: 87 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 César Aguiar cómo se relacionan en general diferente tipo de variables, y en qué medida diferentes modelos teóricos tienen validez general. ¿Hay relación entre fecundidad e ingreso? ¿Es que la educación de la madre explica el rendimiento educativo? ¿En sistemas electorales modernos, tiende la población rural a votar a los partidos conservadores? ¿La desintegración familiar contribuye a explicar la propensión a consumidor drogas? ¿Cuáles son los mecanismos más habituales de manejo de la disonancia cognitiva en comunidades académicas? Al “teórico”, así le llamaremos, le interesan cuestiones abstractas, con independencia de lo que pase aquí y ahora en el Uruguay. Si dispone de información de Uruguay, bien, pero si dispone de una base de datos comparativa que permita manejar diez, veinte, cincuenta países, muchísimo mejor. Y si en esa base casualmente no se encuentra el Uruguay, mala suerte. Su preocupación no es sustantiva: es teórica. Un tercer grupo, finalmente, francamente minoritario, se preocupa de cuestiones “menores”. Si se va a hablar de desigualdad de género, antes de entrar en tema pregunta: “¿en qué sentido hablamos de “género”?”, “¿Cómo lo definimos?”, “ La desigualdad, ¿es una variable unidimensional o tiene múltiples dimensiones?”, “ ¿Podemos trabajarla con un índice o requiere explorar tipologías?”. En rigor, este tercer tipo, el “metodólogo”, es un tipo incómodo para “teóricos” y “sustantivistas”: antes de dejarlos hablar del tema que les interesa, les exige hablar de otras cosas. Es más: sostiene que si no están adecuadamente resueltas carece de sentido hablar de ellas, y sabe que si tiene que sostener en el “club” proposiciones “teóricas” o “sustantivas”, para hacerlo deberá estar seguro de que puede defender seguramente sus decisiones “metodológicas”, inclusive en el caso de que no configuren en absoluto su interés principal –esto es, en caso de que le preocupen más las cuestiones “teóricas” o “sustantivas” que son las verdaderas razones por las que existen ciencias-. La Caja II se ocupa de la “metodología en sentido estricto” en la dirección que le interesa al “metodólogo”. Incluye todos los instrumentos y dispositivos que nos permiten “diseñar la investigación” de forma de poder completar una descripción precisa de un fenómeno –cuando los objetivos de investigación son “descriptivos”- o evaluar la sostenibilidad de una proposición, programa o teoría –cuando el propósito es, de alguna manera, “explicativo”-, y en base al trabajo regular con dichos instrumentos y dispositivos, se supone que entrena al practicante para tomar decisiones adecuadas en términos de diseño de investigación. En rigor, la inmensa mayoría de los practicantes concentrará sus intereses en los campos que hemos llamado “teórico” o “sustantivo”, pero no podrán hacerlo seriamente si no transitan adecuadamente por esta Caja, que aunque refiere a “diseños auxiliares”, provee instrumentos que son condición necesaria para poder hablar de cualquier tema. ¿Qué implica “diseñar la investigación”? Sencillamente: especificar los argumentos, proveer los instrumentos y dispositivos operacionales que nos permitirán satisfacer con la mejor calidad posible los objetivos de la investigación –ya sean estos exploratorios o corroborativos, descriptivos o explicativos-, y luego sostener sus conclusiones frente al “club”. “Exploratorios” o “corroborativos”, “descriptivos” o “explicativos” es una categorización razonablemente completa de los posibles objetivos de una investigación cualquiera. Si se intenta hacer una lista extensa de los términos utilizados para presentar los objetivos de cualquier investigación social se 88 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 César Aguiar va a encontrar que la lista es corta y que un número restringido de verbos –a veces usados metafóricamente- alcanza para ilustrarlos: “identificar”, “caracterizar”, “describir”, “establecer”, “visualizar”, “medir”, “estimar”, “evaluar”, “explicar”, “validar”, “corroborar”, “contrastar”, “comprender”, “entender”, “registrar”, “explorar” , “relevar”, “analizar”, “refutar”, “confirmar”, etc. Un análisis semántico ajustado de esos términos probablemente nos confirme que la categorización propuesta es razonablemente satisfactoria, y que todos ellos son ordenables en torno a esas cuatro categorizaciones básicas, por lo que la MSE refiere a ellos. Las viejas preguntas por la validez, la confiabilidad, la generalizabilidad y la causalidad configuran el núcleo articulador de la Caja II, y luego de haber discurrido detenidamente por ellas, el practicante en formación deberá tomar decisiones. ¿Es este diseño satisfactorio? ¿Proporciona resultados válidos? ¿Se basa en información confiable? ¿Los resultados son generalizables? ¿Mi estructura argumental me permite postular causalidad? ¿Hasta qué punto y en base a qué puedo descartar explicaciones alternativas? Si, aunque sea en términos hipotéticos, puedo responder positivamente a estas preguntas, entonces paso a la Caja III. Pero antes de hacerlo, quizás convenga marcar aquí un último detalle para comprender bien la diferencia entre la Caja II y la Caja III. Para resolver los problemas planteados en las dos primeras cajas, no es necesario manejar información empírica. Se resuelven “en el intelecto”. No hay que “hacer campo”. Pueden transcurrir en el tranquilo mundo de archivos y bibliotecas. Sin sudar. Pueden haber equivocaciones, pero no hay experiencias empíricas de errores de muestreo o errores de medición. Todo transcurre en casa. La Caja III y luego la Caja IV abandonan ese mundo idílico. 4. Caja III: campo y operaciones En la Caja III, el aspirante a practicante se enfrenta con un mundo diferente: debe generar, editar, ordenar, registrar, procesar, evaluar, analizar, distribuir, comunicar información. Entramos directamente en el mundo de las técnicas. Y sólo tiene sentido hablar de ellas cuando se suda por ellas. Las técnicas implican trabajo físico. Una diferencia básica entre la Caja II y la Caja III es que en esta última abandonamos el puro campo del intelecto. Ya no es “lógica”: es artesanía. Antes que nada, una aclaración terminológica. Usamos aquí la palabra “técnicas” para referirnos siempre a dispositivos particulares utilizados en un proyecto de investigación. Es posible hablar de un cuestionario, un grupo focus, una foto aérea o a una pauta de observación en términos generales, especificando sus requerimientos más abstractos y sin referencia a una aplicación particular. Pues bien: en la medida en que refiere a diseño, esta forma de referirse a ellos sigue en la Caja II. La Caja III refiere a “este cuestionario”, “este focus”, “esta foto”, “este programa”, tal como es utilizado en “este proyecto de investigación concreta”, y en esa medida, supone su uso efectivo y la evaluación del mismo. Y aunque hay muchas formas de entrenarse en los vericuetos de la Caja II sin referencia a aplicaciones concretas, en la Caja III no es posible avanzar si no se hace y se experimenta. No es posible estudiar “Cuestionarios”, sin hacer, aplicar y evaluar muchos cuestionarios, de la misma forma que no es posible estudiar “observación participante” si no se han dedicado muchas horas a diferente tipo de 89 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 César Aguiar observaciones bajo supervisión -esto, que lo saben bien los cirujanos, los psicoanalistas y los trabajadores sociales, debiéramos tenerlo en cuenta los que nos dedicamos a las ciencias sociales más tradicionales. No es fácil, sin embargo, satisfacer las necesidades de entrenamiento en las habilidades básicas de la Caja III. Una explicación clásica situaba esa dificultad en las propias carencias de experiencia docente: son muy pocos los docentes que tienen una experiencia suficientemente amplia en el uso de una gama relativamente amplia de técnicas. Están los “cualis” –esto es, hacen grupos o aplican entrevistas en profundidady los “cuantis” –hacemos encuestas-, no nos llevamos muy bien y es muy difícil encontrar docentes que puedan manejar en forma integrada ambas cosas. De esta forma, la formación del estudiante no depende del plan de estudios, sino más bien de docente le haya tocado en suerte. Y si el estudiante en cuestión ha logrado entrar a trabajar como asistente de investigación, muy probablemente su desarrollo profesional esté fuertemente influido por los profesores para los que ha debido ofrecer su trabajo -no escandalizarse: la mayor parte de las estructuras universitarias son semifeudales, y esto es especialmente así en nuestro países. Pero hay una explicación mucho más relevante y contemporánea, que hace que hasta la discusión “cuali” / “cuanti”, discutible en sí misma, pierda completa relevancia y su mera postulación sea indicador de obsolescencia técnica: aunque los “cualis” tienden a ignorarlo, hay muchísimas más técnicas “cuali” que los grupos y las entrevistas en profundidad, aunque los “cuantis” no tengan sepan poco de ellas, hay muchísimas más técnicas “cuanti” que las encuestas, y, sobre todo, en el mundo crecen aceleradamente las aplicaciones “cuali” en contextos “cuanti” –pienso en el análisis de nubes de palabras- y las aplicaciones “cuanti” en contextos “cuali” -pienso en la lexicometría y el análisis de datos textuales-. La verdadera explicación de los déficits de entrenamiento en las habilidades básicas de la Caja III es que, aún cuando en nuestro ámbitos académicos lo ignoramos, estamos experimentando una revolución en el mundo de las técnicas y que los viejos profesores de “metodología” no llegamos a percibir de qué se trata. No soy una excepción, y no pretendo tener una caracterización detallada de esta revolución, pero veamos algunas pistas. Miremos simplemente a los cambios en marcha en el mundo de las encuestas: aunque en estos países todavía la mayoría de las encuestas se hacen con lápiz y papel, se codifican, se editan, se transportan, se digitan, ya se comienza a experimentar en Uruguay con sistema “multimodo”, que permiten entrevistar desde soportes móviles, conectados a un servidor central, pudiendo grabar, fotografiar, filmar y presentar diferente tipo de estímulos visuales. ¿Qué tiene que ver esto con las viejas encuestas? O miremos a las técnicas de relevamiento de información cualitativa, que pueden realizarse sobre Internet o desde call-centers, en base a programas de procesamiento de verbatims en base a instrumentos avanzados de análisis de textos. ¿Para qué tanta grabación y desgrabación de grupos y entrevistas? O pensemos en la posibilidad de hacer muestras de cualquier núcleo urbano de cualquier país del mundo, utilizando las capacidades de Google Earth y de algunos sistemas de información geográfica. O pensemos en la posibilidad de hacer, a costo ridículo, mediciones diarias de imágenes-país y de imágenes de líderes utilizando diferente tipo de “parseadores”. Más allá de esos elementos puntuales, es claro que Internet y las redes sociales 90 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 César Aguiar ya están cambiando para siempre el campo de las técnicas –y aunque no es el tema de este artículo, el mercado y la prácticas de las ciencias sociales-. Es claro que, hasta hoy, la inmensa mayoría de los practicantes de nuestras profesiones son absolutamente periféricos en este mundo que nace, pero este mundo convierte en obsoletas buena parte de las discusiones “metodológicas” que se dan entre nuestros “metodólogos”. ¿Cómo podemos encarar, con entrevistas, focus y encuestas, el mundo de las redes sociales? ¿Cómo podemos investigar en la multitud de medios electrónicos que hoy ponen a disposición de los investigadores en forma diaria una inmensa variedad de contenidos de todo el mundo? ¿”Cuali” o “cuanti”? La mera formulación de esta última pregunta es indicador de obsolescencia. La Caja III, entonces, es “un mundo”, y es imposible que pueda cubrirse en un solo semestre. Quizás pueda intentarse un primer ordenamiento, al estilo Galtung –“las técnicas pueden clasificarse por su grado de estructura y por el tipo de objeto que tratan, documentos, palabras, cosas”-. Quizás puedan exponerse con mayor profundidad algunas técnicas tradicionales bien probadas y todavía fecundas en muchas aplicaciones. Pero, sobre todo, debemos tratar de abrir al estudiante el mundo de las nuevas tecnologías, que cuestionan de raíz nuestras formulaciones más clásicas. Y, seguramente, serán necesarios muchos cursos de postgrado para el aprendizaje continuo de las nuevas técnicas, que surgen día a día al amparo de esta revolución. Muchos estudiantes se quejan hoy, con razón, de que en los diplomas y maestrías los cursos de metodología repiten lo que se estudió a nivel de grado. Es una buena oportunidad utilizar los postgrados para el estudio en detalle de nuevas tecnologías. 5. Caja IV: aplicaciones Si la Caja III es poco analizada en la formación de grado, lo que llamaremos la Caja IV es prácticamente ignorada. Y es otro campo sometido a una revolución. Llamaremos Caja IV al campo de las “aplicaciones” de las “metodologías” de investigación para resolver problemas concretos en forma relativamente estandarizada y replicable, en el mismo sentido en que se puede hablar –basta ver la web del INEde “metodología de la encuesta de hogares (empleo e ingresos)”, “metodología de la encuesta nacional de gastos” o “metodología del índice de salarios”. Se podría seguir hasta el cansancio, pero vayan sólo algunas ilustraciones: “metodología de la medición de audiencia”, “metodología de las pruebas PISA”, “metodología de evaluación del clima organizacional”, “metodología del índice de violencia doméstica”, “metodología para la evaluación del impacto social de...”, etc. Estamos frente a una explosión de las “metodologías” definidas en ese sentido, y esta explosión es sólo el comienzo. El crecimiento acelerado de las “aplicaciones”, como su nombre lo indica, es indicio de una transformación poderosa en el campo de las ciencias sociales: ya no son “ciencias puras” y mucho menos “disciplinas humanísticas”, sino que han devenido ciencias aplicadas en el mejor sentido del término. Ciencias aplicadas: esto es, ciencias orientadas a la resolución de problemas o a la prevención del surgimiento de problemas nuevos, que serán evaluadas por los beneficios que impliquen para sus usuarios, beneficiarios o clientes. (En rigor, la palabra más apropiada es “clientes”: otros, terceros, externos al sistema científico, cuyas necesidades y expectativas son decisivos 91 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 César Aguiar en la evaluación de las soluciones aportadas). Y esta transformación continuará expandiéndose, en la misma medida en que todavía quedan cientos de aplicaciones por identificar y desarrollar. De forma que la “metodología” implica una cuarta caja, enteramente diferente a las anteriores que, como en los talleres de arquitectura, deben encontrarse soluciones para poner a las ciencias sociales en condiciones de brindar respuestas. Ciertamente, no es posible pensar en estudiar muchas aplicaciones en la enseñanza de grado, pero es en el grado donde debe mostrarse el concepto, quizás con algunos ejemplos concretos para ilustrarlo. El futuro de las ciencias sociales depende en buena medida de su desarrollo como ciencias aplicadas, y las aplicaciones implican estandarización. Y estos debe ser entendido por el estudiante antes de ser un profesional. 6. En síntesis Cuatro cajas: cuatro campos esencialmente heterogéneos por donde transcurre el discurso “metodológíco”, y a partir de los cuales es posible pensar en la reorganización de la enseñanza, de forma de responder a los cambios actualmente en curso en el campo profesional. Como el grado debe ser limitado en tiempo, no es razonable pensar en enseñar todo. Pero sí pueden ponerse allí los fundamentos para que el futuro practicante organice su mirada con capacidad de aprender a largo plazo. En esa perspectiva, la organización de la enseñanza de la metodología en términos de “cuali” / “cuanti” es un atraso. “Cuali” y “cuanti”, si algo son, refieren a técnicas cuyos límites hoy se desdibujan y cuyas perspectivas se integran. Es mucho más importante enfatizar la formación en las cuestiones de campo, operaciones y aplicaciones que marcan hoy los cambios de nuestras disciplinas a nivel mundial. 92 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gerardo Caetano La reconceptualización política de la voz “democracia” en Iberoamérica antes y después de las independencias Gerardo Caetano 1. Algunas claves de lectura acerca de un itinerario ambigüo y cambiante Durante el período investigado, puede decirse que la voz “democracia” no tuvo una presencia siempre hegemónica dentro de los principales conceptos que caracterizaron los lenguajes políticos desplegados en Iberoamérica. Sin embargo, resulta visible que su uso se fue popularizando en forma progresiva, sufrió resignificaciones de importancia y se ubicó en una cada vez más extensa y compleja red conceptual, dentro de la cual fue configurando sus diversos sentidos, sus ambigüedades y su radical polisemia. Estos perfiles e itinerarios de cambio no sólo marcaron sus “usos” en términos de significación, sino que también jalonaron su suerte en la clave de la disputa política sobre sus cargas valorativas. En el marco de un pleito que se hizo frecuente, estas alternaron entre el rechazo y la aceptación, entre el recelo acérrimo y el incipiente prestigio. Estas ambivalencias fueron proyectándose en la perspectiva de un sustantivo que ya por entonces comenzó a “requerir” cada vez más de adjetivos, siempre de acuerdo a los intereses y visiones de los actores en juego. Como se verá, las trayectorias en los usos de la voz se perfilaron a menudo en relación directa a las tradiciones o resonancias históricas invocadas. En el siglo XVIII, democracia connotaba muy prioritariamente un régimen político perteneciente a la Antigüedad clásica, una de las tres formas de gobierno junto a la monarquía y a la aristocracia, signada tanto por la idea de la participación popular directa como por su escasa viabilidad práctica y su deriva frecuente a la anarquía. La etapa jacobina de la Revolución Francesa no hizo más que profundizar el temor de los conservadores frente a su simple invocación, asociándola al imperio del “tumulto popular”, del despotismo propio del “terror” revolucionario y del radicalismo “demagógico”. En Iberoamérica fue la crisis de la Monarquía la que impulsó un uso mucho más frecuente del concepto entre los actores políticos enfrentados durante las guerras de la Independencia. Fue en efecto el marco de ese conflicto polivalente el que reformuló sus perfiles controversiales en perspectivas bastante diferentes a las devenidas en toda Europa tras la fase “robespierriana” de la Revolución francesa. Esto llevó a que su uso pronto trascendiera en Iberoamérica los diques de una visión monolíticamente crítica sobre el término democracia, lo que generó matices y hasta visiones contrapuestas, fruto más de la pugna política que de la confrontación ideológica estricta. Las luchas 93 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gerardo Caetano políticas y la diversidad de intereses enfrentados dentro del “turbión” revolucionario llevaron a los propios actores a reubicarse en relación al tipo de uso político de la voz de acuerdo a sus posiciones de coyuntura. Así se perfilaba la trayectoria del uso de la voz democracia cuando su progresivo cruce con la compleja cuestión de la representación terminó por complicar aun más todo el campo semántico de su utilización. Sin embargo, fue esa misma circunstancia la que permitió la viabilidad de su expansión. Como se verá más adelante, la tensión estos dos conceptos tradicionalmente incompatibles en la teoría política de la Antigüedad clásica, dio lugar en forma progresiva a intentos más o menos afortunados por arraigar un sintagma totalmente nuevo –y de difícil o imposible implantación por entonces- como fue el de “democracia representativa”. En su formulación más específica y consistente, este devino en Iberoamérica en forma muy posterior, pero ello no evitó que en el siglo XIX, entre los conceptos de democracia y representación se produjeran experiencias diversas de aproximación e intersección. Si se aceptaba la noción de que se podía ir hacia una forma de régimen de gobierno “mixto” o “combinado”, la adscripción rígida de la voz “democracia,” asociada con el poder ilimitado del pueblo, podía dejar lugar a una visión de mayor moderación, en la que la representación implicara una suerte de atenuación “aristocrática” o elitista del “gobierno popular”. Si el cruce con la cuestión de la representación promovió una resemantización intensa de la voz democracia, nada menor fue el impacto de sus relaciones no menos tensas y complejas con el concepto “liberalismo”. Aunque sobre este último se impone en el período estudiado un fuerte pluralismo desde el punto de vista ideológico, en el furor de las luchas políticas, el cruce de ambas voces se articuló también con la tensión entre moderación y radicalismo, en procura de alternativas modernas a la visión clásica de una suerte de “autogobierno popular” que devenía casi en forma ineluctable en despotismo revolucionario “a lo Robespierre”. Si resultaba casi imposible conciliar democracia y representación, la reelaboración de una nueva combinatoria de sentidos políticos que convergiera en la noción de una “democracia liberal” en la Iberoamérica del siglo XIX no resultaba una empresa menos ardua. Sin embargo, la entidad política y conceptual de los asuntos que provocaban ese cruce, así como la aproximación en el terreno práctico de estas voces, fueron de tal relevancia que finalmente sí pudo producirse un conjunto variado y cambiante de formulaciones híbridas y de conexiones político-intelectuales entre las mismas. Otros ejes por demás influyentes en el uso de la voz “democracia” tuvieron que ver con tópicos tan significativos como los de la escala de la construcción política o la condición última de la soberanía y sus vínculos con el pueblo. En relación a los desafíos de la escala como variable de peso indudable para todo modelo de asociación política, las tensiones podían converger hacia las argumentaciones que se acumularon en las primeras décadas del siglo XIX para fundar una “independencia sin revolución” para el Imperio del Brasil, en el marco de la ruptura “amortiguada” de su “pacto colonial” con la monarquía portuguesa. También podían entrecruzarse los conceptos de democracia y federalismo, como componentes de un proyecto político a la vez viable y virtuoso para las incipientes repúblicas hispanoamericanas. Por su parte, en muchos sentidos las alternativas del uso del término “democracia” tuvieron que ver en la época con sentidos muy diferentes y hasta antagónicos de entender y de resolver los vínculos entre 94 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gerardo Caetano soberanía y pueblo, con todos sus deslizamientos y ambivalencias. Como bien ha prevenido en varios de sus textos el historiador argentino Elías Palti (Palti 2010, 95), solo desde una historización radical -y por ello contingente y disputadade la evolución de los conceptos políticos es que puede evitarse una deriva teleológica en su interpretación. Este peligro siempre presente se vuelve especialmente desafiante en relación a un concepto como “democracia”. El “proceso de naturalización” que ha invadido también a los historiadores, en lo que hace a sus aproximaciones a la teoría democrática, ha llevado con frecuencia a bloquear “cualquier intento de tematización de los debates suscitados precedentemente en torno a (la voz democracia) bajo otro supuesto que el de la expresión de un malentendido persistente”. El siglo XIX –concluye Palti- no expresaría así más que una larga demora en su realización práctica, marcaría el tránsito de la república posible a la república verdadera. Esta expresión, tomada de Bartolomé Mitre, condensa, pues, toda una visión del siglo XIX argentino y latinoamericano. Sin embargo, esta visión, teñida de una fuerte impronta teleológica, impide, nuevamente, comprender el tipo de los problemas a los que los propios actores se estaban (. . . ) entonces enfrentando. (Palti 2010, 105). Por su parte, otra pista ineludible para evitar otras lecturas sesgadas o restrictivas tiene que ver con la necesidad de pluralizar de manera consistente el registro de los itinerarios históricos de la Iberoamérica durante la época considerada, escapando de cualquier visión homogeneizadora. En esa dirección y desde el perfilamiento de las singularidades del caso mexicano, ha señalado Elisa Cárdenas: ¿Puede un concepto estar presente en procesos políticos concretos sin ser apenas pronunciado? En la historia mexicana, es la democracia un concepto escurridizo, que durante la primera mitad del siglo XIX acompaña las mutaciones del lenguaje y de las instituciones políticas como un fantasma y termina por adquirir corporeidad y señalada presencia, antes de imponerse, en la década de los cincuentas, como un lugar discursivo ineludible de la política de signo liberal. (Cárdenas 2010, 74). El signo cambiante y de plena disputa que presentan los itinerarios de la voz democracia en Iberoamérica durante el período estudiado requiere para su interpelación profunda y para su registro preciso de preguntas perspicaces, bien orientadas, que en su confluencia indiquen o permitan atisbar un horizonte de indagatoria. De qué manera –sintetiza a este respecto en su texto Cárdenas- se desprendió la democracia de la fuerte marca que acompañaba una concepción no sólo antigua, sino de muy prolongada vigencia? ¿Cómo se volcó del pasado al futuro, pasando de evocar una realidad lejana en el tiempo y un modelo teórico clásico de gobierno hasta plantearse como un vehículo certero hacia el futuro promisorio de la civilización? ¿Por qué vías se ligó profundamente a la república y sobre todo al liberalismo? ¿Cómo se tradujo en el diseño de las instituciones ya que no en una práctica política concreta? (Cárdenas 2010, 74). De estas y de otras muchas pistas y preguntas acerca de los usos políticos del concepto “democracia” en Iberoamérica, entre 1770 y 1870, es que tratan las consideraciones que 95 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gerardo Caetano siguen. Para recorrer esas trayectorias en forma transversal se han tomado los casos de España, Brasil, Argentina, Uruguay, Chile, Perú, Colombia, México y el de las Antillas españolas, a partir de los estudios realizados por los investigadores a quienes se les adjudicó el estudio crítico de cada uno de esas indagatorias, dentro de la fase II del programa Iberconceptos (Fernández Sebastián 2009). Como punto de partida para un balance comparativo entre los mismos, se proyectará primero una revisión sucinta de la evolución de la voz democracia en los diccionarios más prestigiosos del idioma español durante el período señalado. 2. Evolución de las significaciones otorgadas a la voz “democracia” en los diccionarios hispánicos en los siglos XVIII y XIX En la página web de la Real Academia Española, en el sitio http://buscon.rae.es/ntlle/, se puede indagar y sistematizar el repertorio documental titulado Nuevo tesoro lexicográfico de la lengua española. Allí se consignan las sucesivas definiciones que la Real Academia Española fue otorgando al concepto desde el siglo XVIII en adelante. En ese sentido, hacia 1734 se señalaba sobre el particular: DEMOCRACIA f.f. Gobierno populár, como el de las Repúblicas de los Cantones Suizos y otras. Viene de la palabra Griega D EMOCRATIA, que fignifica efto mifmo. Lat. I MPERIUM POPULARE. NIEREMB. Dictam. R. Decad. 10. Menos erró Solón en decir feria dichoso, fi à la Monarchia hicieffe parecida à la D EMOCRATIA. SAAV. Empr. 28. Efta virtúd (de la Prudéncia) es la que dá à los gobiernos las tres formas de Monarchia, Ariftocracia y D EMOCRACIA. DEMOCRATICO, CA. adj. Lo que pertenece à la Democracía ò gobierno populár. Viene del Latino D EMOCRATICUS que fignifica efto mifmo. (Diccionario RAE AUTORIDADES, 1734, 67, 1). Se advierte con claridad el fuerte afincamiento en este primer Diccionario de Autoridades de la definición de la voz democracia con relación a los perfiles tradicionales provenientes de sus usos en la Antigüedad clásica. En esa misma dirección, se refiere en forma expresa su origen etimológico tanto en el idioma griego como en el latín. Esta visión permanecería básicamente en el Diccionario RAE USUAL de 1780: DEMOCRACIA. s.m. Gobierno popular como el de las repúblicas de los Cantones suizos y otras. I MPERIUM POPULARE . DEMOCRÁTICO, CA. adj. Lo que pertenece á la democracia, ó gobierno popular. (Diccionario RAE USUAL, 1780, 318, 3). D EMOCRATICUS . En términos estrictos, se asumía como base de definición la tradición clásica que enfatizaba sobre las ideas de gobierno y participación del pueblo. Sin embargo, adviértase como un detalle nada menor que “democracia” era considerado un “sustantivo masculino”. Estas definiciones fueron mantenidas en forma textual en el Diccionario RAE USUAL de 1783, abreviándose un poco en el Diccionario RAE USUAL de 1791, aunque sin variar en modo alguno –salvo en su reconsideración como sustantivo “femenino”- el sentido adjudicado a la voz: 96 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gerardo Caetano DEMOCRACIA. s.f. Gobierno popular. Imperium populare. DEMOCRÁTICO, CA. adj. Lo que pertece á la democracia. Democraticus. (Diccionario RAE USUAL, 294, 1). Esta nueva formulación se mantuvo textual en los Diccionarios RAE USUAL de 1803, de 1817 y de 1822. En el de 1832, se agregó en la definición de democracia la raíz latina “Democratia”, invirtiéndose a continuación la expresión “populare imperium”. Por su parte, en el Diccionario RAE USUAL de 1837, se mantuvieron intactas las definiciones de los términos “democracia” y “democrático, ca”, aunque se agregó la voz “demócrata” al campo semántico reseñado como conexo, asignándole en este caso un género exclusivamente masculino: DEMÓCRATA m. El partidario de la democracia. (Diccionario RAE USUAL, 1837, 240, 1). Estas definiciones se mantendrían textuales en los Diccionarios RAE USUAL de 1843 y de 1852. Por su parte, en el Diccionario de 1869, la única variación fue la reducción de la definición de “democracia” como “Gobierno popular”, sin referencia a sus orígenes etimológicos. (Diccionario RAE USUAL, 1869, 249, 1) En el Diccionario RAE USUAL correspondiente a 1884, se produjo una variación más sustantiva, tanto en la definición de la voz como en lo que refiere a una nueva ampliación del campo semántico conexo. Veamos las definiciones de esta nueva edición: DEMOCRACIA. (Del gr.(. . . ) pueblo, y (. . . ) autoridad). f. Gobierno en que el pueblo ejerce la soberanía. DEMOCRATA. adj. Partidario de la democracia. Ú.t.c.s. DEMOCRATICAMENTE. adv. m. De modo democrático. DEMOCRATICAMENTE, ca (Del gr.(. . . )) adj. Perteneciente á la democracia. (Diccionario RAE USUAL, 1884, 346, 1). Finalmente, en el Diccionario RAE USUAL de 1899, se producía una nueva incorporación de voz (“democratizar”), a la que se definía de la siguiente forma: DEMOCRATIZAR. a. Hacer demócrata á una persona, ó democrática alguna cosa. Ú. m. c. r. (Diccionario RAE USUAL, 1899, 321, 1). Como puede advertirse, la evolución en la definición del concepto perfilaba un itinerario claramente ubicado en su origen en las conceptualizaciones propias de las tradiciones clásicas de la Antigüedad greco-romana. Recién hacia las últimas décadas del siglo XIX, las definiciones lexicográficas incorporaron elementos más modernos en su formulación -como la referencia directa al concepto de soberanía-, dejando atrás las referencias más explícitas a las experiencias y procedencias de la Antigüedad clásica, al tiempo que en forma progresiva se fue ampliando el campo semántico de voces conexas. Una perspectiva interesante de estudio lexicográfico y político-conceptual es la que surge de la comparación de los itinerarios de significación de la voz “democracia” en los idiomas español y portugués. En términos básicos, refieren un curso de evolución coincidente. Como se señalara en un tabla de información elaborada para Iberconceptos por Christian Edward Cyril Lynch, en el Vocabulário Portugués y Latino publicado en 1712, el concepto “democracia” se definía de la siguiente forma: “Deriva-se do grego 97 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gerardo Caetano D IMOS, Povo, e C RATEIN, Dominar. É um gobernó político diretamente oposto à monarquia, porque é popular, e nele a heliaco dos magistrados dependem dos sufragios do povo. Nas Repúblicas de Roma e de Atenas, floresceu a democracia, ou Governo Democrático. P OPULARE IMPERIUM , IJ . N UET. D EMOCRATIA, Fem. Ainda que grego seja usado dos modernos. Dividese o gobernó em Monarquia, Aristocracia e Democracia”. En la edición del Diccionario da Lingua Portugueza de 1789, no hay registro sobre la voz “democracia”, la que reaparece con la siguiente formulación en la edición correspondiente a 1813: “Forma de goberno, na qual o Sumo Império, ou os directos majestçaticos residem atualmente no povo, e sao por ele ejercidos”. Con ajustes menores esta es la definición que se reitera en las ediciones del mismo Diccionario correspondiente a los años 1831, 1844, 1858 y 1877/78 (Cyril Lynch 2009). 3. De la herencia clásica al impacto negativo de la fase jacobina de la Revolución Francesa Como ha sido señalado, en todos los casos estudiados, la voz “democracia” aparece en Iberoamérica hacia el siglo XVIII muy fuertemente asociada a sus significaciones más conocidas provenientes del clasicismo greco-romano. Como sintetiza Javier Fernández Sebastián en el Diccionario político y social del siglo XIX español: En los medios educados del siglo XVIII se entendía corrientemente por DEMOCRACIA un régimen político obsoleto propio del mundo clásico griego, un sistema de “gobierno popular” que desde antiguo había demostrado con creces su inviabilidad y su facilidad para degradarse en anarquía. (. . . ) Poco después, la fase jacobina de la Revolución –y con ella el discurso político de Robespierre y la práctica del Terror-, si bien pareció rescatar a la democracia por un momento del vaporoso terreno de la erudición filosófica, arrojó sobre ella un nuevo baldón, al asociar durante largo tiempo este régimen con el despotismo. (Fernández Sebastián 2002, 216). Las primeras apariciones del concepto “democracia” en Iberoamérica durante el período estudiado registran en efecto esa trayectoria: primero la presencia dominante de la visión clásica de la voz, con su referencia inmediata a la idea de “gobierno popular” y en buena medida “directo”, cargada por tanto de una sospecha reiterada acerca de su inviabilidad como régimen de gobierno y su previsible derivación anárquica; luego la llegada de las consecuencias del “terror” del período jacobino, que incentivó el temor y el rechazo en los medios conservadores y su asociación con la tentación y la proclividad al despotismo. Se trataba de un concepto que inicialmente resultó marginal en el léxico político más usual en la época, impregnado de un desprestigio que mucho tenía que ver con su impronta arcaica. En su estudio sobre el itinerario de la voz en España entre la Ilustración y la crisis de la Monarquía, Rocío García Ruiz y Gonzalo Capellán de Miguel coinciden en registrar esta visión originaria, que en una perspectiva prioritariamente aristotélica o tomista, refería una de las formas clásicas de “gobierno puro”, diferenciada de la aristocracia y de la monarquía. Pese a ratificar su desprestigio de entonces y su connotación de inviabilidad y anarquía, estos autores estiman sin embargo que en ese mismo período 98 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gerardo Caetano –segunda mitad del siglo XVIII a comienzos del siglo XIX- emergen también “algunos empleos de la palabra democracia que adelantan posteriores desarrollos semánticos del mismo”, en particular en su progresiva asociación con los valores de la igualdad política. De todos modos, enfatizan la visión sustantiva sobre “la inadecuación de la antigua a las condiciones políticas” de la modernidad emergente, que en territorio español se asociaban con las nuevas formas de constitucionalismo. Concluyen en el DEMOKRATIA registro de una tendencia que se repetirá también en toda Iberoamérica:el concepto de democracia progresó (. . . ) sobre las ruinas de su significación clásica” y alcanzó otros alcances y posibilidades a partir de “una nueva producción filosófica y léxica sobre las formas de gobierno”, que tuvo una influencia decisiva sobre el constitucionalismo ibérico emergente en las primeras décadas del siglo XIX (Capellán – García 2010, 43). Por su parte, en su trabajo sobre Venezuela, Luis Daniel Perrone refiere una visión similar, a partir del registro de las opiniones de un reconocido intelectual de la etapa colonial, Miguel José Sanz, a propósito de las tres formas de gobierno expuestas por Montesquieu en El espíritu de las leyes -“república, monarquía y despotismo”-. La visión de Sanz apostaba a articular los conceptos de república y democracia, enfatizando acerca de “los mecanismos que hacían de la república democrática un gobierno no tumultuario” (Perrone 2010). Se perfilan en estas notas algunas claves fundamentales del itinerario futuro de la voz: su “progreso” y su popularidad sólo podían fundarse en una superación profunda de la significación clásica, todo lo que comportaba un cambio político e ideológico de envergadura. Esa evolución también debía sustentarse en una respuesta contundente y persuasiva frente a la fuerte “semántica negativa” proveniente del período jacobino, la que había cargado al concepto “democracia” de sospechas de irreligiosidad y proclividad autoritaria. Como señala en su trabajo Isidro Vanegas, “los neogranadinos pensaron casi sin esfuerzo en formas de gobierno atemperadas”, alejadas por igual de las “formas puras” de la Antigüedad y de los “monstruosos” –al decir del publicista peninsular José María Blanco White- proyectos de la Francia revolucionaria y luego napoleónica (Vanegas 2010). Fue en el momento del primer gran despliegue de la crisis de la monarquía española en América, a partir de los movimientos juntistas de 1808, que los referentes del más conspicuo “realismo españolista” arremetieron contra los insurgentes asignándoles el entonces temido y rechazado mote de “democráticos”. Como registra Elías Palti, hacia 1811 el elemento conservador de Buenos Aires advertía en la Gazeta de Buenos Ayres contra los graves peligros de “una furiosa democracia, desorganizada, sin consecuencia, sin forma, sin sistema, ni moralidad” (Palti 2010). Como también advierte Inés Cuadro, algo muy similar ocurría en Montevideo y en todo el territorio de la otra orilla oriental del Río de la Plata: las principales denuncias y advertencias de los elementos “realistas” apuntaban a caracterizar al movimiento insurgente como “una efervescencia popular tumultuaria”, propia de un “sistema democrático” ajeno por principio a la legalidad imperante en el régimen monárquico (Cuadro 2010). Como era de prever, con la revolución se ampliaron los espacios para nuevas formas de “participación política” del pueblo, lo que no podía sino atemorizar a los elementos conservadores, tanto en el campo españolista como entre las heterogéneas filas de los “patriotas”, frente a la amenaza de aquellos a quienes consideraban como “demócratas jacobinos” y hasta 99 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gerardo Caetano “anarquistas”. Si esto era lo que ocurría en ambas riberas del Río de la Plata, algo muy similar sucedía en forma más o menos simultánea en las tierras del antiguo Virreinato del Perú o de la futura Venezuela. En su estudio sobre el caso peruano, Francisco Núñez y David Velásquez señalan que para que el vocablo “democracia” pudiera asentarse “totalmente en los tiempos modernos”, antes resultó imprescindible que el concepto “se desvinculara totalmente del pasado”. Esto significaba el abandono de las connotaciones clásicas de “gobierno popular”, “directo” e “igualitario”, y su sustitución por alternativas significantes mucho más moderadas, claramente distantes de los peligros del “radicalismo jacobino”. En su texto, aluden a duros críticos conservadores como el sacerdote Bartolomé Herrera, que continuó considerando a la democracia como “el gobierno de todos juntos o el gobierno que no es gobierno”, enfatizando acerca de su carácter inaplicable (Núñez y Velásquez 2010, 127). En Iberoamérica estas ideas encarnaron y alcanzaron persuasividad en las elites de la mano del fracaso de movimientos radicales dentro de la revolución de Independencia, tales como el morenismo en Buenos Aires, el artiguismo en territorio oriental o la abortada conspiración revolucionaria de 1797 en la Capitanía General de Venezuela, liderada por Manuel Gual y José María España (Perrone 2010). El propio Simón Bolívar, con sus “sinuosas” opiniones sobre la democracia, expresó a cabalidad esa trayectoria. En el Congreso de Angostura, en febrero de 1819, Bolívar había afirmado que en su concepto, sólo la democracia (. . . ) (era) susceptible de una absoluta libertad; pero ¿cuál es el gobierno democrático que ha reunido a un tiempo poder, prosperidad y permanencia? (Atenas daba) el ejemplo más brillante de una democracia absoluta, y al instante (. . . ) el ejemplo más melancólico de la extrema debilidad de esta especie de gobierno”. Sus palabras de entonces, tal vez todavía algo ambiguas, ya condensaban su rechazo a la democracia como una forma de gobierno “susceptible de desembocar en desorden y anarquía. (Perrone 2010). Una década después, ya hacia el final de su vida, la distancia crítica y el escepticismo de Bolívar respecto a la democracia terminaron siendo absolutos, como lo indica toda la documentación que refiere a sus últimos años. (Vanegas 2010) Si esta fue la pauta dominante del primer itinerario significante de la voz “democracia” en la América española, por la misma época los acontecimientos que tenían lugar en los dominios americanos de la Corona Portuguesa apuntaban en una dirección similar. Como señala en su estudio Cyril Lynch, movimientos radicales como el “ensayo sedicioso” de 1794 promovido por la “Sociedade Literária do Rio de Janeiro” o la “Revolta dos Sapateiros” en Salvador en 1798 tuvieron como principal consecuencia “el enfriamiento del entusiasmo de las elites brasileñas con los conceptos de democracia y de república, dada la posibilidad de levantamientos de esclavos” (Cyril Lynch 2010, 146). De esta forma parecía quedar por demás claro que toda posibilidad de arraigo y de progreso de la voz democracia en Iberoamérica luego del estallido de las guerras de Independencia pasaba necesariamente por una resignificación profunda del concepto. Para ello resultaba indispensable revisar los significados heredados de las tradiciones clásicas y marcar una distancia categórica con los perfiles radicales de la fase jacobina de la revolución francesa. Como se verá en lo que sigue, el vocablo “democracia” se 100 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gerardo Caetano revelaría especialmente proteico y apto para su resemantización viabilizadora. Pero para ello debería lidiar con su ineludible cruzamiento con algunos “asuntos” complejos y relevantes de las disputas políticas de entonces. Entre ellos, uno de los principales estuvo radicado en la llamada “cuestión” de la representación. 4. Los desafíos de la representación: problemas y laberintos del sintagma “democracia representativa” en Iberoamérica durante el siglo XIX El cruce entre los conceptos “democracia” y “representación” refería todo un campo semántico tan difícil como inevitable. Como vimos, para que la voz “democracia” comenzara a resultar aceptable se volvía imperioso que se liberara de sus herencias clásicas, demasiado radicales en las perspectivas posibilistas de las disputas políticas efectivas del siglo XIX. Sobre todo luego del impacto del radicalismo revolucionario francés, la noción y sobre todo la práctica de la “democracia” debían moderarse de manera efectiva, para lo que era necesario que la visión del “gobierno popular directo” cediera paso a formas de participación política mucho más intermediadas y previsibles. En esa perspectiva, el cruce entre la resignificación del concepto de “democracia” y la recepción de la teoría de la representación resultaba más que previsible. Sin embargo, la síntesis entre ambas voces constituía una operación políticointelectual nada sencilla y cargada de consecuencias muy diversas. Dice al respecto Javier Fernández Sebastián: “. . . las relaciones entre democracia y representación –dos conceptos tradicionalmente opuestos en la teoría política clásica, hasta que el norteamericano Hamilton iniciara su aproximación empleando por primera vez la expresión “democracia representativa” (1777)- distaban de ser fáciles: la exigencia de que el pueblo controle muy de cerca a sus representantes es frecuente en la publicística asociada a la asamblea gaditana (y en los propios debates de las Cortes), y abundan los polemistas que, con un espíritu muy rousseauniano pretenden que se reserve siempre la última palabra a la expresión directa de la voluntad general (. . . ). El sistema representativo sería, por tanto, una suerte de “aristocracia electiva” o “democracia ficticia” (. . . ) gracias a una feliz amalgama de OPINIÓN Y REPRESENTACIÓN. . . ” (Fernández Sebastián 2002, 218). Para obtener un equilibrio aceptable entre el ejercicio pleno de la autoridad -puesto en entredicho luego de la crisis de la monarquía- y el despliegue de una forma virtuosa de participación política, debían reconceptualizarse las formas efectivas del ejercicio de la soberanía, del poder en suma, empresa para la que la teoría moderna de la representación podía aportar insumos importantes y prácticos. Por muchas razones, la “cuestión” de la representación emergió con mucha fuerza en toda Iberoamérica luego de la crisis de la monarquía española y de la ruptura del pacto colonial. La visión emergente de una “voluntad general de la nación”, superadora de la fragmentación de particularismos y derivada de espacios ciudadanos en los que pudieran legitimarse en forma coordinada los procesos de deliberación, elección y delegación de mandatos por cierto no “imperativos”-, suponía –como ha señalado François-Xavier Guerra- una suerte de “aristocracia electiva”. En la misma se combinaban horizontes conceptuales 101 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gerardo Caetano diferentes, que tendieron a conjugarse –no sin ambigüedades- en el discurso de las elites independentistas en Iberoamérica (Guerra 1999, 206). Como ha estudiado Elías Palti, ese cruce esperado entre “democracia” y “representación” expresaba un “vínculo conflictivo pero inescindible”. La idea representativa moderna –señala Palti- supone, en efecto, el rechazo del “sentido común”. Sólo este rechazo da lugar al juego de la deliberación colectiva, abriendo así el espacio al TRABAJO DE LA REPRESENTACIÓN. Más que de un rasgo tradicionalista, surge, pues, de su propia definición. Y es también, sin embargo, el punto en que ésta se disloca. Encontramos aquí lo que Rosanvallon llama “la paradoja constitutiva de la representación”. (. . . ) Sólo en la representación y a través de ella se puede articular la identidad de aquel que será representado, (. . . ) sólo (. . . ) (de esa manera) puede constituirse ese “pueblo” que habrá, a su vez, de delegar su poder en los representantes (Palti 2007, 210-211 y 214). En la Iberoamérica del período estudiado todo esto desembocaba casi naturalmente en el abandono de los “mandatos imperativos” y en la supresión de los “cabildos abiertos”, en los que abrevaba no sin contradicciones un estilo “asambleístico” que las elites percibían como amenazante y de dudosa previsibilidad. En su estudio sobre España, Rocío García y Gonzalo Capellán registran hacia 1810 una inflexión importante en los usos políticos de la voz “democracia”, datando en ese momento crucial la emergencia de “su sentido moderno, es decir, entendida como un régimen representativo”. En un marco de deslizamiento conceptual muy claro en relación al pensamiento clásico, la tradicional fórmula de las tres formas “puras” de gobierno comienza a mutar en forma decidida, abriendo espacios para ingenierías político-institucionales de carácter “mixto”. En esa dirección es que estos autores registran la aparición cada vez más frecuente en la metrópoli ibérica de un cúmulo de folletos políticos en los que se aprecia la consolidación del tópico de la representación, de la mano de una tendencia que orientaba la idea de gobierno “hacia una democracia MODIFICADA Y TEMPLADA POR BARRERAS”, como en forma textual se estableciera en 1822 en una obra titulada Teoría de una constitución política para España, de autor anónimo (Capellán y García 2010). La noción sobre la necesidad de evitar las fórmulas “puras” del gobierno de los antiguos para avanzar hacia “regímenes mixtos” se expandió rápidamente en Iberoamérica, sobre todo luego de que la derrota de Napoleón abriera el orden político de la restauración europea. En las Antillas hispanas, por ejemplo, varios escritores cubanos podían mostrarse partidarios del eclecticismo espiritualista de Víctor Cousin para afirmar su defensa de un régimen político “mixto y morigerado” (Von Grafenstein 2010). Otro tanto ocurriría, tiempo después en México, en el que un liberal moderado como Nicolás Pizarro encontraba en el “elogio de los gobiernos llamados mixtos”, la mejor fórmula preventiva “contra los “excesos” de lo popular” (Cárdenas 2009, 84). Como también advierten estos mismos autores, en toda Iberoamérica a partir de la crisis de la Independencia se desató una reelaboración conceptual mucho más profunda en las argumentaciones a favor o en contra de la idea de “democracia”, en el marco de una disputa política cada vez más intensa en torno a los significados predominantes del vocablo. Los perfiles de este proceso resultaron muy visibles, por 102 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gerardo Caetano ejemplo, en el Río de la Plata. En su estudio particular sobre las provincias “argentinas”, Palti registra un “contenido democrático genérico” que progresivamente va impregnando las construcciones y debates políticos posteriores a la quiebra del vínculo colonial, en el marco de itinerarios discursivos cargados de ambivalencias y contradicciones semánticas. Estas últimas refieren asuntos de relevancia clave: la redefinición de la idea de soberanía popular, la consideración del espacio de la deliberación, la distancia entre representados y representantes, las disputas de significación en torno a la siempre resbaladiza categoría de PUEBLO y su necesario discernimiento respecto a otras nociones conexas pero distintas como PLEBE, las diferencias entre democracia y república, entre otros. Todo esto lleva al autor a asimilar el “gobierno representativo” con la idea de “la democracia inexpresable”. “Entre democracia y representación –concluye Paltimantendrán así una relación inescindible (. . . ) y, sin embargo, resultarán inconciliables entre sí”. De todas formas, el autor advierte con lucidez que en las décadas siguientes a 1820, la noción de “gobierno representativo” se asociará en el Río de la Plata a la concepción alberdiana de “república posible”, al tiempo que la voz “democracia” se irá reinterpretando “más que como una forma de gobierno, como un estado de sociedad” (Palti 2010). En una perspectiva muy convergente es que Inés Cuadro describe los procesos de resemantización de la voz “democracia” en el territorio de la costa oriental del Río de la Plata, marco espacial del futuro Uruguay. En tal sentido, advierte que la progresiva reformulación de los principios democráticos en su versión clásica se articuló ya en las postrimerías del proceso revolucionario con “la construcción de un nuevo andamiaje político tendiente a consolidar esa nueva doctrina de la representación nacional”, al decir de la investigadora argentina Marcela Ternavasi. (Ternavasio 2002). Esta auténtica reingeniería política y conceptual alcanzaría una buena síntesis de equilibrio en la primera Constitución oriental elaborada entre 1829 y 1830, la que al decir del constituyente Fray José Benito Lamas supondría “un estado medio entre la convulsión democrática, la injusticia aristocrática y el abuso del poder ilimitado”. Como expresión cabal de un viraje profundo en la valoración, la significación y el uso del concepto “democracia”, de manera progresiva esta comenzaría a asimilarse en el lenguaje político de las elites políticas del novel Estado a la idea de “gobierno representativo”, perdiendo su connotación negativa y reorientando los énfasis del “pueblo soberano” en dirección al “uso responsable de su ciudadanía” y a la delegación de su representación “en las personas más idóneas” para su defensa (Cuadro 2010). Mientras tanto, por entonces también en el Perú y en Venezuela los itinerarios en el uso de la voz siguieron derroteros muy similares a los anteriormente registrados para España y el Río de la Plata. Según Francisco Núñez y David Velásquez, en Perú la idea de representación fue prevaleciendo en forma progresiva sobre la noción de “gobierno directo”, para lo que resultó especialmente importante la construcción de instituciones políticas que cumplieran roles de intermediación -con el ejemplo prioritario de los partidos- y una revisión del sentido dado a la expresión “virtudes ciudadanas”, reenfocadas en una nueva lógica mucho más volcada a los requerimientos de una “buena” representación (Núñez y Velásquez 2010, 130 y ss.). Esta recalificación de la noción del “buen ciudadano” también se registra como 103 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gerardo Caetano un componente particularmente relevante en la lenta popularización del vocablo “democracia” en Venezuela. Como recuerda Perrone en su texto para Iberconceptos, el reiterado debate acerca del uso de la voz “democracia” en las primeras Constituciones iberoamericanas alcanzó en el caso venezolano una solución paradigmática. En la Constitución de 1830 se consagraría una fórmula con una tendencia clara hacia la idea de “gobierno popular representativo”. “El Gobierno de Venezuela –se consignaba en aquella primera carta- es y será siempre republicano, popular, representativo, responsable y alternativo”. Como se observa, las bases constitucionales no incluían el adjetivo democrático. Sin embargo, las tensiones inherentes al entrecruzamiento entre los conceptos de “democracia” y “representación” reaparecerían al reformarse el texto constitucional en 1857. La nueva fórmula elegida evidenciaría cambios significativos y por primera vez ambos conceptos aparecerían juntos en un texto constitucional. “El gobierno de Venezuela es y será –se señalaba en la segunda carta constitucionalrepublicano, democrático, bajo la forma representativa, con responsabilidad y alternación de todos los funcionarios públicos” (Perrone 2009). Como se verá en detalle más adelante, en el caso del Imperio de Brasil por muchas razones predominó en el discurso político de las elites durante el período estudiado una fuerte convicción compartida en torno a “la imposibilidad de la democracia” como régimen de gobierno viable luego de la separación con Portugal. Como se señala en el texto de Cyril Lynch, la alternativa que predominó en cambio fue la de “una monarquía constitucional, sinónimo de gobierno mixto, única fórmula constitucional capaz de garantir la libertad contra el despotismo de las formas puras”. De todos modos, el autor consigna que el concepto ambiguo de “monarquía democrática” apareció en varias ocasiones, al igual que apelaciones que, en forma directa o indirecta, remitían a la búsqueda de “fórmulas superadoras de las antítesis” verificadas entre las visiones de liberales y conservadores, de “demócratas” y “monárquicos” (Cyril Lynch 2010, 158-161). Aunque en clave republicana, similares horizontes de experimentación y búsqueda se dieron por la misma época en el resto del continente. 5. Liberalismo(s) y democracia: una relación cambiante y cargada de tensiones Sabido es que en todo Occidente, durante el siglo XIX las relaciones entre “liberalismo” y “democracia” no fueron nada apacibles. Sin embargo, también se reconoce que en ese cruce difícil se dio una de las principales “fraguas” que permitió, tras largas disputas, la progresiva construcción de un orden político que viabilizara la expansión –desde su profunda resignificación- de las ideas democráticas. Aunque resulta muy riesgoso datar de manera contundente los orígenes específicos del sintagma “democracia liberal”, si bien su éxito más consistente se produciría en el siglo XX, sus principales raíces refieren esas búsquedas que tanto marcaron la evolución del lenguaje político en Europa y también en Iberoamérica durante el siglo XIX. En un contexto político en que las voces más representativas del liberalismo dominante evidenciaron fuertes ambigüedades a la hora de responder las acusaciones y denuncias de los conservadores contra el concepto “democracia”, entre quienes se autocalificaban de “liberales” primó por entonces una visión moderada y moderadora, adversa por definición a toda posibilidad de radicalismo, lo que convergió en una fuerte 104 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gerardo Caetano reivindicación acerca de la necesidad de restricciones al sufragio. Desde un auténtico “terror” a las fórmulas más o menos universalistas, su preferencia nítida se orientó en la perspectiva del voto censitario. Como señala Fernández Sebastián, “. . . el grueso de los liberales defenderá, frente al autogobierno de la democracia (directa), la alternativa de un GOBIERNO REPRESENTATIVO basado en la elección (sufragio censitario), vagamente definido (. . . ) como aquel sistema político en el que, dando una intervención al pueblo más o menos lata, bajo ciertas fórmulas se gobierna un país arreglándose estrictamente a la ley” (Fernández Sebastián 2002, 219). Esta última definición, tomada de un artículo publicado en 1836 por la Revista Española, condensaba una síntesis fundamental a la hora de explicar aspectos cruciales de la resignificación de la voz “democracia” en Iberoamérica durante el siglo XIX: “gobierno representativo”, “sufragio censitario”, moderación en la intervención política del “pueblo” y “legalidad”. Por cierto que no todos los “liberales” coincidían en esta fórmula, pero sí su fracción dominante y mayoritaria, la que reivindicaba la identidad de un “verdadero liberalismo” distanciado de otro “falso”, al que se calificaba de “revolucionario” e “izquierdista”. En ese discernimiento militante subyacía sin duda el “miedo a la muchedumbre” y el rechazo a toda perspectiva de participación “directa” del “pueblo” en los “asuntos de gobierno”. La diferenciación de posturas frente a este tipo de síntesis moderadoras marcó la diversidad de liberalismos en la época, muy visible en el lenguaje político exhibido, en la autocalificación de los actores y en su percepción externa. En esta pluralidad de liberalismos en la que tanto definía la postura frente al “desafío democrático”, la forma de pensar la articulación entre sociedad y política resultaba un tópico de fundamental importancia. Sobre este aspecto esencial ha trabajado Elías Palti, tomando como ejemplo paradigmático para estudiar el problema la obra del chileno José Victorino Lastarria. La quiebra del ideal de una opinión pública unificada (. . . ), el descubrimiento de las divergencias como constitutivas de la política, plantearía la necesidad de pensar CUÁLES ERAN AQUELLOS CLIVAJES SOCIALES MÁS PERMANENTES QUE RESISTIRÍAN SU REDUCCIÓN A UNA UNIDAD. Y fundamentalmente, cómo volver esas diferencias representables, a fin de minarlas en su singularidad. Surge aquí, pues, la cuestión de la representación social. (. . . ) El intento de poner en caja aquellos elementos de lo social (el ámbito de la diversidad) termina haciendo emerger de modo más descarnado aquello de la política que excede lo social (y le permite constituirse como tal) (Palti 2007, 219 y 224). Como lo aclara el mismo Palti, el liberalismo de Lastarria “no era democrático”. Sin embargo, en su manera de pensar las relaciones entre sociedad y política, entre diversidad y unidad, se perfilaba la red conceptual básica que permitiría la conciliación progresiva entre el vocablo “democracia” y las nociones de “representación” y “liberalismo”. Sólo a partir de esas redefiniciones y de la profunda mutación político-conceptual que comportaban, aun en medio de arduas disputas, fue posible la expansión del concepto “democracia” y el crecimiento de su presencia en el lenguaje político iberoamericano de la época. 105 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gerardo Caetano Fue así que la “actitud” ante el vocablo “democracia”, con todos sus desafíos propiamente hermenéuticos, configuró una de las principales claves de diferenciación entre la pluralidad de “liberalismos” que se desplegaron en Iberoamérica tras la crisis de la Independencia. En ese sentido, muchas de las principales disputas semánticas al interior de ese fragmentado “campo liberal” tuvieron que ver directamente con este eje, que se traducía discursivamente en el predominio de los perfiles positivos o negativos, en las claves de moderación o radicalidad, con que se “envolvía” la perspectiva de un horizonte de “desarrollo democrático”. Como señalan Capellán y García en su estudio, esto también sucedió en España en las décadas siguientes a la quiebra de su imperio americano. En ese contexto, el lenguaje político y sus usos comenzaron a revelar con claridad la profundidad de esa “pugna por la democracia y sus significados”, en la que los distintos “liberalismos” marcaron sus perfiles y diferencias, algunas de ellas bien marcadas por cierto (Capellán y García 2010, 54-56). En Iberoamérica también se dieron casos particulares de líderes populares que en la época anticiparon perspectivas muy radicales frente al tema democrático. Uno de los casos más singulares fue el del chileno Francisco Bilbao. A partir de una exégesis crítica de su texto titulado Sociabilidad chilena, Alejandro San Francisco indica que “Bilbao no tuvo reparos en abogar por la implantación de la igualdad social y política en el país para lograr la «verdadera democracia»”, al tiempo que postuló también que “el contenido inherente de la revolución de la independencia era la “democracia”, que también debía aplicarse “en la educación y la propiedad”. San Francisco recuerda que por defender ideas como estas “Bilbao fue acusado de sedición, blasfemia e inmoralidad” (San Francisco 2010). Uno de los tópicos que también permite esclarecer en esta disputa los componentes propiamente conceptuales y aquellos más vinculados con los ejes de la identidad política, remite a la conflictiva y azarosa constitución de “partidos liberales” en la Iberoamérica del siglo XIX. En su estudio sobre la historia política peruana en el período estudiado, Núñez destaca especialmente este tema, identificándolo como un aspecto decisivo en la “relativa popularización” del concepto “democracia”, en especial en la segunda mitad del siglo XIX. En esa dirección, registran un significativo editorial del periódico limeño El Comercio en 1872:emph “. . . el partido liberal ha fundado la democracia en la América del Sur, la ha radicado en todas las instituciones, así políticas como económicas, y ha hecho de la igualdad y de la libertad el evangelio regenerador del pueblo” (Núñez 2009). Enfrentados a las interpelaciones del proceso político efectivo, debe tenerse siempre en cuenta que tanto quienes invocaban los “principios democráticos” como los que se identificaban como “liberales”, ponían en evidencia las ambigüedades y contradicciones que envolvían sus definiciones doctrinarias. Ello no sólo comportaba una actitud pragmática frente a los avatares de la lucha política, sino que revelaba la amplitud significativa que en términos lexicográficos rodeaba por entonces a los vocablos estudiados y en especial a su interrelación, tanto discursiva como conceptual. Un ejemplo particular en esa dirección lo podía brindar Manuel Herrera y Obes, líder del círculo doctoral montevideano y ferviente opositor del caudillismo, quien hacia mediados de siglo exaltaba el principal sentido de su “prédica liberal” identificándola –al igual que Domingo Faustino Sarmiento- como la lucha de “la C IVILIZACIÓN contra la 106 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gerardo Caetano B ARBARIE”, que en su visión radicaban en la ciudad y en el campo respectivamente. Están –decía en uno de sus editoriales del periódico montevideano El Conservador en 1847- los principios de la tiranía y la barbarie de un lado; están los principios de la libertad y de la civilización del otro. He ahí la América entera en sus dos altas y generales cuestiones. (. . . ) Figuraos vencido al ejército enemigo; y ¿qué divisáis entonces? El prestigio de la capital, es decir, de la parte ilustrada de la Nación (. . . ); el principio democrático poniendo puentes en el océano para dar camino a la civilización europea (. . . ). Es ese precisamente el pensamiento de la Revolución. (. . . ) ¿Rosas y Oribe al frente de las masas incultas y fanáticas, triunfantes por el poder del número, pueden dar a los pueblos los beneficios de la paz, de la justicia y del orden, que son los atributos de las ideas y el blanco de los esfuerzos comunes de la clase inteligente y liberal? (El Conservador 1847). En esa misma perspectiva de un campo conceptual laxo y comprensivo, en su estudio sobre los itinerarios del vocablo “democracia” en el Imperio del Brasil durante el período estudiado, Cyril Lynch identifica el eje de sus relaciones con la voz “liberalismo” en una red diversa de antinomias de valores, como aquellos que enfrentaban el ideal de la libertad con los principios de “orden”, “autoridad” o “igualdad”, dicotomías todas presentes en el lenguaje político de la época. Según su interpretación, la forma como eran presentadas estas dicotomías en el discurso político perfilaba pistas para la posible extensión de un contenido democrático genérico aun dentro de formatos “monárquicos” e “imperiales” (Cyril Lynch 2010, 155-158). 6. El prisma interpretativo de la escala: democracia y federalismo Pero tras la quiebra de los imperios iberoamericanos emergía sin duda otra dimensión fundamental a la hora de explicar los desafíos de la resignificación y expansión del concepto “democracia”: el tema de la escala, la extensión del territorio como habilitante o inhibidor de la implementación de “principios democráticos” en las formas de gobierno a implementarse luego de la Independencia. Este tópico resultaba particularmente decisivo en el caso del Imperio del Brasil, que al evitar la revolución y la república, desde un continuismo básicamente monárquico, logró impedir la fragmentación del territorio colonial. Ello fue producto de una exitosa y muy difícil represión imperial de sucesivos movimientos secesionistas, los que no casualmente asociaron sus reivindicaciones de “separación soberana” con un lenguaje político encendido en el que resaltaban voces como “liberalismo”, “república”, “federalismo” y, aunque mucho más episódicamente, “democracia”. De todos modos, la principal implicación del tema de la continuidad de una escala continental para la construcción política dentro del Imperio del Brasil convergió hacia un rápido “consenso” entre las elites “brasileñas” a propósito de lo que Cyril Lynch califica como la “imposibilidad de la democracia en el Brasil”. Por cierto que este proceso tuvo fuertes consecuencias en los “usos” del lenguaje político. ¿Cuáles fueron las principales razones invocadas por las dirigencias imperiales de la época para fundar esa convicción? En su estudio, Cyril Lynch enumera ocho razones fundamentales, 107 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gerardo Caetano que contenían expresiones características en los discursos y documentos de la época: i) luego del jacobinismo francés, “la filosofía cíclica de la historia condena(ba) la democracia”; ii) como había advertido Montesquieu, “las democracias eran propias de comunidades pequeñas”, siendo “un absurdo” su implantación en un “vasto y grande Imperio”; iii) la “república” pero sobre todo la “democracia” constituían “regímenes anacrónicos”, inviabilizados por la fuerza de sus legados clásicos; iv) “la actividad política era una actividad de pocos más capaces, o sea, de una aristocracia de mérito”; v) “el régimen representativo se oponía a la democracia”; vi) el deterioro “moral e intelectual del pueblo, (. . . ) como consecuencia de la influencia africana y de la esclavitud”, impedían la democracia; vii) la “democracia” asociada con los conceptos “republicanos” y “federales” era un “pasaporte para el feudalismo de los hacendados”; viii) las formas políticas norteamericanas no podían ser tomados como un “modelo” válido “para el Brasil” (Cyril Lynch 2010, 151-155). Estos consensos se afirmaban aun más en el rechazo decidido a la idea de una “república federal querida por los radicales”. Contra esa visión, el “núcleo duro” de las elites imperiales brasileñas defendía la “moderación” de una “monarquía mixta”, con algunos componentes que de manera muy laxa podían calificarse como “democráticos”, pero desde contenidos mayoritarios con fuertes reaseguros “aristocráticos”. La noción de que la escala pequeña era facilitadora para las democracias provenía también de la lectura directa de las obras traducidas de Thomas Payne, en especial de su libro Disertaciones sobre los Primeros Principios del Gobierno, en el que resaltaba las ventajas de las “democracias de pequeña extensión” (Perrone 2010). No faltó tampoco una opinión aislada en contrario con dicho aserto, como la de un anónimo ensayista monárquico y españolista que hacia 1825 alegaba en Cuba que “esta población tan pequeña como es, no está calculada, por su educación y principios, para recibir la forma del gobierno democrático” (Von Grafenstein 2010). Con breves interregnos imperiales en México, la caída del Imperio español en América dio lugar a procesos que no casualmente conjugaron la fragmentación territorial de los antiguos virreinatos con la emergencia de formas republicanas de gobierno. En el Río de la Plata, por ejemplo, se desplegó más de una experiencia insurreccional en la que la asunción militante de los principios federales se asoció con la reivindicación más o menos expresa de modalidades de radicalismo político, tanto en clave liberal como republicana. Como se anota bien en el estudio de Inés Cuadro, pocos movimientos adoptaron perfiles más nítidos en esa dirección que el artiguismo, con todo su “Sistema de los Pueblos Libres” encarnado en el proyecto finalmente frustrado de la “Liga Federal”. Los elementos conservadores recelaban muy especialmente de la asociación entre “democracia” y “Federalismo”: “. . . los federales –se decía en un editorial de la Gazeta de Buenos Aires de 1819- (querían) hacer en grande lo que los demócratas jacobinos (querían) hacer en pequeño”. Se imponía entonces “parar ese furor democrático” que se asociaba con el “vértigo del federalismo” y que conducía en forma inexorable a “la anarquía” (Cuadro 2010). Décadas más tarde, la semántica negativa de esta asociación entre “democracia” y “federalismo” comenzó a ceder en forma lenta por la vía de una legitimación progresiva de las instancias de gobierno municipal. La influencia de Alexis de Tocqueville y en particular de su obra La Democracia en América, con su primera edición publicada 108 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gerardo Caetano en 1835, se hizo sentir mucho en ese sentido (Cárdenas 2010, 84). En el lenguaje político iberoamericano comenzaron a emerger voces que defendían el otorgamiento de una creciente importancia a los municipios como vía “moderada” para posibilitar una mayor ingerencia política de “los pueblos”. Esa visión comportaba un deslizamiento conceptual en torno a la idea de “democracia”, reorientando su significación mucho más en la perspectiva de un “estado social” que de un “orden político” estricto. En otros casos, como el venezolano, los federales argumentaron que “el centralismo era esencialmente despótico” y que “sin federación n o podía haber democracia” (Perrone 2010). En cualquier caso, la noción sobre que la democracia requería condiciones sociales favorables comenzó a expandirse en Iberoamérica de la mano de las ideas de Tocqueville, que en muchos lugares del continente fueron traducidas en clave de una suerte de “federalismo de base social”, más proclive a una democracia viable. Como señala al respecto Fernández Sebastián: (. . . ) en buena parte de los discursos político-sociales de mediados del XIX, DEMOCRACIA denota según los casos, además del significado original –una específica forma de gobierno-, un partido, una doctrina, el conjunto de sus seguidores y simpatizantes, y, sobre todo, una tendencia imparable, con hondas raíces históricas, de carácter más social que propiamente político, cuya universalidad e ineluctabilidad se encargó de subrayar Tocqueville en 1835 con particular elocuencia (Fernández Sebastián 2002, 222). De esa manera, la recepción de las ideas tocquevillianas en Iberoamérica a mediados del siglo XIX convergían en una redefinición, una vez más moderadora, de los desafíos y condicionamientos de la escala en tanto posibilidad y restricción influyente en los usos del lenguaje y de la construcción políticos. Por esa vía, la “democracia” se perfilaba “más que (como) un régimen político, (como) un tipo de sociedad”, con todos los debates morales y propiamente “civilizatorios” que esa operación político-conceptual comportaba (Fernández Sebastián 2002, 222). En Venezuela, como vimos, estos temas fueron objeto de debate en los congresos constituyentes que alternaron o siguieron a las guerras de Independencia. Las discusiones acerca del régimen de gobierno a adoptar contuvieron a menudo la postulación de una “república federal democrática”, con una articulación de tipo unívoca entre la idea genérica acerca de la necesidad de unas “costumbres democráticas (. . . ) que son la base del sistema federal”, como señalara el periodista y legislador Rufino González (Perrone 2010). Estos debates constituyentes se prolongaron luego en las llamadas “guerras federales”, como de hecho ocurriría en la mayor parte de los territorios iberoamericanos. El recelo frente al centralismo que pretendían conservar las viejas metrópolis coloniales, a lo que debía sumarse el peso del poder caudillesco, se articulaban bien con estos movimientos político-conceptuales bien visibles en el lenguaje político de la época. 7. Otros itinerarios conceptuales de un “vocablo proteico” Pese a que su popularización en el lenguaje político iberoamericano del siglo XIX, como vimos, fue lenta y disputada, el concepto “democracia” se fue convirtiendo 109 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gerardo Caetano en forma progresiva en un eje central de significación política. Aunque mantuvo su ambivalencia, su polisemia y hasta su equivocidad, la voz se fue constituyendo gradualmente en un concepto político fundamental, cargado de preguntas y de sentidos. Fue en ese sentido, como bien ha señalado Fernández Sebastián, un “vocablo proteico”, que pudo desplegar múltiples itinerarios y ser parte, en especial durante la segunda mitad del siglo, de sintagmas cruciales. “A la muerte de Fernando VII –señala Fernández Sebastián-, el término democracia retorna con fuerza inusitada, desbordando los círculos doctos para convertirse en un vocablo proteico y omnipresente, cargado de significados muy diversos (no sólo políticos, sino también, preferentemente, sociales)” (Fernández Sebastián 2002, 219). Como concepto fundamental del lenguaje político, se convirtió en el eje de todo un campo semántico profuso, en el que convivieron en disputa numerosas voces conexas. Un listado sumario de algunas de ellas puede brindar una idea general acerca de la potencia que fue adquiriendo la voz y las disputas sobre su significado, en especial cuando su uso dejó de ser monopolio de las elites más educadas para extender más allá de esos márgenes su popularidad. En su estudio específico sobre España, Capellán y García registran las asociaciones negativas que Ignacio Thjulen identificaba en 1799 con la voz “democracia”, en su Nuevo Vocabulario filosófico-democrático indispensable para todos los que deseen entender la nueva lengua revolucionaria, que por entonces sintetizaba la visión católica al respecto: “dementocracia, bribrocracia, ateistocracia, ladrocrasia, demonocracia”, entre otras (Capellán y García 2010, 49-50). Por su parte, más de medio de siglo después, en un Diccionario de los políticos publicado en España en 1855 por Rico y Amat, defensores y detractores de la voz confrontaban listados de diez ideas conexas a sus respectivas visiones sobre la democracia: en la perspectiva de reivindicación aparecían “descentralización, economías, mejoras, orden, crédito, reforma, adelantos, conciencia política, igualdad y abundancia”, mientras que en la lista adversa figuraban “desgobierno, empleomanía, motines, opresión, carestía, revolución, ambiciones, comunismo, ilusión y anarquía” (Fernández Sebastián 2002, 224). Ese mismo ciclo de evolución hacia visiones conexas más populares y matizadas en sentido positivo es el que también se advierte en los itinerarios contemporáneos de la voz en Iberoamérica. En el caso del Río de la Plata, Inés Cuadro identifica como los vocablos más reiterados asociados a “democracia”: “soberanía popular o de la nación, igualdad, participación popular, principios democráticos, federalismo, jacobinismo”, entre otros (Cuadro 2010). Por su parte, en relación al lenguaje político más utilizado en el Imperio del Brasil, Ciril Lynch anota como las principales voces conexas las de “república, federalismo y América” (Cyril Lynch 2010). En tanto “palabra hipócrita”, al decir de un agente político madrileño del siglo XIX, todo recorrido por el campo semántico asociado progresivamente a la voz “democracia” denota esos perfiles de “confusión”, ambigüedad y disputa. Su creciente prestigio y popularidad, como se ha visto, derivó en buena medida de la probada versatilidad del concepto. Todos los partidos –señalaba Guizot por entonces- la invocan y quieren apropiársela cual si fuera un talismán: los monárquicos hablan de “monarquía democrática”; los republicanos insisten en la identidad de democracia y 110 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gerardo Caetano República; socialistas y comunistas, en fin, sostienen que sus respectivos sistemas no suponen otra cosa que UNA DEMOCRACIA PURA (Fernández Sebastián 2002, 222). Esta misma característica cada vez más polisémica de la voz fue la razón también para que, en una dirección de uso del lenguaje que crecería a niveles poco imaginables en el siglo XX, el sustantivo “democracia” fuera requiriendo cada vez más de numerosos adjetivos. Entre los que fueron progresivamente más utilizados en Iberoamérica en el siglo XIX, merecen destacarse en clave de polaridad los adjetivos de “moderna” o “antigua”, de “pura” o “falsa”, de “absoluta” o “rigurosa”, de “moderada” o “tumultuosa”, entre otros muchos (Vanegas 2010). Pero las circunstancias comenzaron a imponer progresivamente un listado cada vez más numeroso. Sebastián: Dice al respecto Fernández Se comprende que el permanente desacuerdo de fondo acerca del concepto y su intrínseca ambigüedad y amplitud forzasen en muchos casos el recurso a una generosa adjetivación. A los ya conocidos calificativos de INDIVIDUAL ISTA Y SOCIALISTA , SE AÑADEN OTROS MUCHOS COMO DEMOCRACIA MODERNA , DEMOCRACIA LIBERAL , DEMOCRACIA OBRERA , DEMOCRACIA POPULAR , DEMOC RACIA RADICAL , DEMOCRACIA TUMULTUARIA , DEMOCRACIA BURGUESA, etc (Fer- nández Sebastián 2002, 225). Esta intensa adjetivación reconocible en los itinerarios del lenguaje político español del siglo XIX tuvo un correlato muy similar en la Iberoamérica de entonces. Tras todo este intenso y nutrido campo semántico adscripto a la voz democracia abrevaba un nutrido conjunto de contiendas político-conceptuales: las tensiones multifacéticas entre las ideas de “república” y “democracia”, aquellas vinculadas al “desdoblamiento” de la siempre resbaladiza categoría “pueblo, las varias resignificaciones en pugna en torno a la noción de “soberanía”, las raíces del creciente prestigio del sintagma “democracia social” o de la asociación vaga entre “democracia” y una laxa invocación al “progresismo”, entre otras. Estos y otros debates configuraron el telón de fondo de toda una profusa “pugna por la apropiación” del concepto, lo que puso de relieve el progresivo prestigio y la popularización del mismo en especial en las últimas décadas del siglo XIX. Allí convergieron de manera militante y combativa tanto actores que en las décadas anteriores no se habían manifestado demasiado proclives a entusiasmarse con el empleo de la voz “democracia” -como la Iglesia Católica o los socialistas-, como nuevas tendencias filosóficas y políticas -“krausistas”, “castelarinos”, “izquierdas” en general o “progresismos” de diversa procedencia, etc. Como se ha tratado de registrar, fiel a su persistente condición de concepto con una significación forzosamente “inacabada” e “inacabable”, la voz “democracia” en Iberoamérica presentó durante el período estudiado una trayectoria muy plural y de creciente gravitación como concepto político fundamental. Su itinerario fue “fecundado” por debates ideológicos decisivos, a la vez que la variación histórica de los “usos” de la voz en el lenguaje político resultaron claves ineludibles para entender los rumbos de las principales construcciones políticas de la época. En suma, la intensa historicidad que revelan los derroteros de esta voz nos dice mucho acerca del perfil general de las trayectorias políticas de entonces, tanto de las confirmadas como de las frustradas. Es 111 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gerardo Caetano que como bien dice Elías Palti: “(. . . ) reconstruir un lenguaje político supone no sólo observar cómo el significado de los conceptos cambió a lo largo del tiempo, sino también, y fundamentalmente, QUÉ IMPEDÍA A ESTOS ALCANZAR SU PLENITUD SEMÁNTICA en un momento y en un territorio determinados” (Palti 2007, 257). Con la vista puesta en lo que ocurriría con el concepto “democracia” en Occidente durante el siglo XX, este apunte cobra una significación especial. Bibliografía y fuentes éditas Caetano, G. 2004. Antología del Discurso Político en el Uruguay. Tomo I. De la Constitución de 1830 a la Revolución de 1904. Montevideo: Taurus. Caetano, G. y G. 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Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Paul Patton What is Deleuzean Political Philosophy?∗ Paul Patton Was Deleuze a political philosopher or does his work, including the books coauthored with Guattari, offer a Deleuzian political philosophy? Deleuze himself clearly thought so. In a 1990 interview with Antonio Negri, “Control and Becoming,” he commented that “Anti-Oedipus was from beginning to end a work of political philosophy” (Deleuze 1990, 230; 1994, 170). Others disagree. A recent survey of the secondary literature by Jeremy Gilbert identifies two recent books which answer these questions with a resounding “No”: Philippe Mengue’s Deleuze et la question de la democratie (2003) and Peter Hallward’s Out of this World: Deleuze and the Philosophy of Creation (2006). In fact, both Mengue and Hallward waver between denying that Deleuze is a political philosopher and asserting that he is the wrong kind of political philosopher. Gilbert summarises their respective conclusions in the following terms: “Deleuze is a mystic, a nostalgist for elitist modes of avant-gardism which have no purchase on the present, at best an implicit conservative whose romanticism leaves no scope for rational calculation or collective action” (Gilbert 2010, 10). Alain Badiou, in a talk presented in English in 2001 and recently published in French, provides a more rigorous and consistent outline of the difficulties involved in identifying a Deleuzian political philosophy (Badiou 2009, 15-20). The first difficulty is that Deleuze never identified the political as a specific object or domain of thought, in the same way that, in What is Philosophy?, he singled out art, science and philosophy1 . The second, more subjective difficulty is that Deleuze was never very interested in politics. Unlike contemporaries such as Althusser, Derrida or Nancy he never argued that philosophy had a political destination. While this is accurate in relation to Deleuze’s solo writings, it is not true of his collaborative work with Guattari. He acknowledges in his interview with Negri that May ’68 and his encounters with people such as Guattari, Foucault and Elie Sambar led him to politics and to thinking about political problems (Deleuze 1990, 230; 1994, 170). The third difficulty concerns the content of Deleuze and Guattari’s political writings. In Anti-Oedipus (Deleuze and Guattari 2004) and again in A Thousand Plateaus outline a theory of universal history involving at least three stages (Deleuze and Guattari 2004, 1987). In the short essay, “Postscript on Control Societies, ” Deleuze outlines another historical series of types of society modelled on Foucault’s analysis of the “diagram” of disciplinary society (Deleuze 1995, 177-182). However, Badiou points out, none of this is really the work of a historian. On the contrary, Deleuze subscribes to a ∗ This paper draws extensively on chapters 7, 8 and 9 of Patton 2010. It was presented as a talk at The University of Sydney in April 2011 and at a workshop at the China Foreign Affairs University in June 2011. I am grateful to the participants for their comments, questions and criticisms. 1 Philippe Mengue also points out the absence of any place for specifically political thought in the tripartite division of thought described in What is Philosophy? (Mengue 2003, 52). 115 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Paul Patton violent anti-historicism that leads him to insist more and more on the distinction between history and becoming. For Deleuze, it is becoming that is the real object of philosophy. Philosophy as it is defined in What is Philosophy? creates concepts that express particular kinds of becoming or ‘pure events.’ Nonetheless, Badiou admits, Deleuze does come to write about politics and, in What is Philosophy?, he does claim a political vocation for philosophy. This raises two questions: What kind of politics does he advocate? What kind of political philosophy does he undertake? In answer to the first question, we can begin by noting that, like many of their compatriots mobilized by the events of 1968, Deleuze and Guattari were heavily influenced by Marxist approaches to politics. They focused on the conditions of revolutionary social change rather than the conditions of maintaining society as a fair system of cooperation among its members. In contrast to traditional Marxist politics, however, they were less interested in the capture of state power than in the qualitative changes in individual and collective identities that occur alongside or beneath the public political domain. In their view, all politics is simultaneously a macropolitics that involves social classes and the institutions of political government and a micropolitics that involves subterranean movements of sensibility, affect, and allegiance. However much they borrowed from Marx’s analysis of capitalism, their own work focused on the individual and collective forms of desire that constitute the micropolitical dimension of social change. This focus on the politics of desire led them to abandon key tenets of Marxist social and political theory such as the concept of the party as a revolutionary vanguard and the philosophy of history that sustained Marxist class politics. They proposed a nonteleological conception of history along with a more nuanced appreciation of the deterritorializing as well as the reterritorializing aspects of capitalism. They insisted that the impetus for social change was provided by movements of deterritorialization and lines of flight rather than by class contradictions. Their rejection of the organizational and tactical forms of traditional Marxist politics is definitively expressed at the end of Dialogues when Deleuze and Parnet abandon the goal of revolutionary capture of State power in favor of revolutionary-becoming (Deleuze and Parnet 1996, 176; 2002, 147). This new concept sought to encompass the multitude of ways in which individuals and groups deviate from the majoritarian norms that ultimately determine the rights and duties of citizens. In answer to the question what kind of political philosophy do Deleuze and Guattari undertake, we can begin by noting that their work is not normative political philosophy. For the most part, the concepts developed in Anti-Oedipus and A Thousand Plateaus do not directly address the macropolitical public domain, much less the normative principles on which this should be based. They consider the different forms of modern government only from the Marxist perspective of their subordination to the axioms of capitalist production. From this point of view, authoritarian, socialist, and liberal democratic states are considered equivalent to one another insofar as they function as models of realization of the global axiomatic of capital. They allow that there are important differences among the various modern forms of state but provide little discussion of these differences. They affirm the importance of changes to regimes of public right that come about through struggles for civil and political rights, for equality of economic condition and opportunity as well as for regional and national autonomy. 116 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Paul Patton However, they offer no normative theory of the basis of such rights nor of the kinds and degrees of equality or regional autonomy that should prevail (Deleuze and Guattari 1980, 586–588; 1987, 470–471). They offer no justification for the establishment of basic civil and political rights, for the kinds of differential rights that might apply to cultural or national minorities, or for particular ways of distributing wealth and other goods produced by social cooperation. Instead, they focus on the micropolitical sources of political change such as the minoritarian becomings that provide the affective impetus for such struggles. On their view, the sources of political creativity must always be traced back to shifts in the formations of individual and group desire that in turn lead to changes in sensibility, allegiance and belief. To the extent that such micropolitical movements bring about changes in the majoritarian standards themselves, along with new forms of right or different status for particular groups, they effectively bring about what Deleuze and Guattari refer to as “new earths and new peoples” (Deleuze and Guattari 1990, 95, 97; 1994, 99, 101). At the same time, the significance of such minoritarian becomings for public political right depends on their being translated into new forms of right and different statuses for individuals and groups: “Molecular escapes and movements would be nothing if they did not return to the molar organizations to reshuffle their segments, their binary distributions of sexes, classes and parties” (Deleuze and Guattari 1980, 264; 1987, 216–217). In this manner, even though they offer neither descriptive nor normative accounts of macropolitical institutions and procedures, Deleuze and Guattari do provide a language in which to describe micropolitical movements and infrapolitical processes that give rise to new forms of constitutional and legal order. They outline a social ontology of assemblages and processes that bears indirectly on the forms of public right. They invent concepts such as becoming-minor, nomadism, smooth space, and lines of flight or deterritorialization that are not meant as substitutes for existing concepts of freedom, equality, or justice but that are intended to assist the emergence of another justice, new kinds of equality and freedom, as well as new kinds of political differentiation and constraint. Although this political ontology does not include normative political concepts of equality, freedom and justice, it does include a kind of formal normativity. Moreover, there is a progression in Deleuze and Guattari’s work from a focus on this formal normativity in the earlier work towards increasing engagement with explicitly political normativity in their later work. By “formal normativity” I mean the way in which AntiOedipus, which Deleuze considers a work of political philosophy, discusses political institutions only from the perspective of a universal theory of society and history. The specifically political organization of society plays no independent role in this theory. Rather, it is treated as continuous with the coordination and control of flows of matter and desire in non-state societies governed by the Territorial machine with its systems of alliance and filiation. Deleuze and Guattari present the state as a new mechanism of alliance rather than as the embodiment of any ideal treaty or contract on the part of its subjects (Deleuze and Guattari 1972, 231; 2004, 213). They argue that the state form appeared in human history in the guise of the different kinds of Despotic machine, each with its own mechanisms of overcoding the flows of desire, before becoming subordinate to the “civilized machine” that is global capitalism. What they call the 117 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Paul Patton Territorial, Despotic, and Civilized social machines are treated only as different regimes of coordination and control of the local desiring machines that constitute individual, familial, and social life. There is no discussion of the norms that regulate modern political life, only the normativity inherent in the typology of desiring machines as embodying either the paranoiac, reactionary, and fascistic pole of desire or the schizoid and revolutionary pole (Deleuze and Guattari 1972, 407; 2004, 373). For this reason, their “schizoanalytic” theory and practice of desire proposes neither a political program nor a project for a future form of society. A Thousand Plateaus broadens and generalizes Deleuze and Guattari’s social ontology so that it becomes a general theory of assemblages and the manner in which these are expressed throughout human history. The last vestiges of Marxist teleology are removed from their universal history such that social formations are defined by processes or becomings and “all history does is to translate a coexistence of becomings into a succession” (Deleuze and Guattari 1980, 537; 1987, 430). The successive plateaus provide a series of new concepts and associated terminology with which to describe different kinds of assemblages. These include concepts designed to express social, linguistic, and affective assemblages, such as strata, content and expression, territories, lines of flight, or deterritorialization. They include the terminology employed to outline a micro- as opposed to macro-politics, along with concepts such as body without organs, intensities, molar and molecular segmentarities, and the different kinds of line of which we are composed. They include the terminology employed to describe capitalism as a nonterritorially based axiomatic of flows of materials, labor, and information as opposed to a territorial system of overcoding, They include a concept of the state as an apparatus of capture that, in the forms of its present actualization, is increasingly subordinated to the requirements of the capitalist axiomatic, and a concept of abstract machines of metamorphosis, or nomadic war machines, that are the agents of social and political transformation. This machinic theory of society is normative in a specific and formal sense, namely that the different kinds of assemblage amount to a world in which systematic priority is accorded to minoritarian becomings over majoritarian being, to planes of consistency over planes of organization, to nomadic machines of metamorphosis over apparatuses of capture, to smooth rather than striated space, and so on. Deleuze and Guattari’s political ontology presents certain kinds of movement as primary: becoming-minor as a process of deviation from a majoritarian standard, lines of flight or deterritorialization rather than processes of reterritorialization or capture, and so on. In this sense, their ontology of assemblages is also an ethics or an ethology. This ethics might be characterized in the language of one or other of the plateaus as an ethics of becoming, of flows or lines of flight or, as I argued in Deleuze and the Political, as an ethics and a politics of deterritorialization (Patton 2000). It is “political” only in the very broad sense that it enables us to conceptualize and describe transformative forces and movements as well as the forms of “capture” or blockage to which these are subject. In order to appreciate the complexity of this ontology and the kind of description that it allows, consider Deleuze and Guattari’s concepts of deterritorialization and reterritorialization. In the concluding statement of rules governing some of their most important concepts at the end of A Thousand Plateaus, deterritorialization is defined as 118 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Paul Patton the movement or process by which something escapes or departs from a given territory, where a territory can be a system of any kind: conceptual, linguistic, social, or affective (Deleuze and Guattari 1980, 634; 1987, 508). By contrast, reterritorialization refers to the ways in which deterritorialized elements recombine and enter into new relations in the constitution of a new assemblage or the modification of the old. Systems of any kind always include “vectors of deterritorialization,” while deterritorialization is always “inseparable from correlative reterritorializations” (Deleuze and Guattari 1980 635; 1987, 509). Deterritorialization can take either a negative or a positive form. It is negative when the deterritorialized element is subjected to reterritorialization that obstructs or limits its line of flight. It is positive when the line of flight prevails over the forms of reterritorialization and manages to connect with other deterritorialized elements in a manner that extends its trajectory or even leads to reterritorialization in an entirely new assemblage. As well as distinguishing negative and positive deterritorialization, Deleuze and Guattari further distinguish between an absolute and a relative form of each of these processes. Absolute deterritorialization refers to the virtual realm of becoming and pure events, while relative deterritorialization concerns only movements within the actual realm of embodied, historical events and processes. In the terms of their ontology of assemblages, it is the virtual order of becoming that governs the fate of any actual assemblage. Finally, in accordance with their method of specification of concepts by proliferating distinctions, they distinguish between the connection and conjugation of deterritorialized elements in the construction of a new assemblage. The effective transformation of a given element of social or political life requires the recombination of deterritorialized elements in mutually supportive and productive ways to form assemblages of connection rather than conjugation. Absolute and relative deterritorialization will both be positive when they involve the construction of “revolutionary connections in opposition to the conjugations of the axiomatic” (Deleuze and Guattari 1980, 591; 1987, 473). Under these conditions, absolute deterritorialization “connects lines of flight, raises them to the power of an abstract vital line or draws a plane of consistency” (Deleuze and Guattari 1980, 636; 1987, 510). Deleuze and Guattari’s concepts are normative in the sense that they provide a descriptive language within which to judge the character of particular events and processes. They enable us to pose question such as: Is this negative or positive reterritorialization? Is this a genuine line of flight? Will it lead to a revolutionary new assemblage in which there is an increase of freedom, or will it lead to a new form of capture or worse (Deleuze and Parnet 1996, 172–173; 2002, 143–144)? In this sense, the judgments enabled by Deleuze and Guattari’s ontology of assemblages and processes are entirely practical and pragmatic. They enable a form of reflective judgment, although one that is closer to Kant’s aesthetic judgment than to his determinative judgments of practical or theoretical reason. Philosophy, Deleuze and Guattari suggest, “is not inspired by truth. Rather, it is categories like Interesting, Remarkable or Important that determine success or failure” (Deleuze and Guattari 1990, 80; 1994, 82). 119 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Paul Patton 1 Deleuze’s Turn toward Political Normativity Deleuze and Guattari’s machinic social and political ontology has a normative dimension in so far as it presents a world of interconnected machinic assemblages, the innermost tendency of which is toward the “deterritorialization” of existing assemblages and their “reterritorialization” in new forms. Nevertheless, their ontology remains formal in relation to actual societies and forms of political organization. Disagreements with Marxism aside, all of their political theoretical innovations were carried out within a broadly Marxist perspective that envisaged the emergence of new and better forms of social and political life. However, at no point did they address the normative principles that inform their critical perspective on the present, much less the question how these might be articulated with those principles that are supposed to govern political life in late capitalist societies. Nowhere did they engage directly with the political norms embedded in liberal democratic political institutions and ways of life, such as the equal moral worth of individuals, freedom of conscience, the rule of law, fairness in the distribution of material goods produced by social cooperation, and so on. The principled differences between liberal democratic, totalitarian, and fascist states were mentioned only in passing in the course of their analysis of capitalism and present-day politics as a process of axiomatization of the social and economic field. Read in the context of Western Marxism during the 1960s and 1970s, Deleuze and Guattari’s failure to engage directly with the political values and normative concepts that are supposed to inform the basic institutions of modern liberal democracies is not surprising. Their political philosophy predates widespread understanding and acceptance of the ways in which Marx’s critique of capitalist society is bound up with concepts of distributive justice, as it does the efforts to identify the relevant principles of justice that occurred under the impact of so-called analytic Marxism in the course of the 1980s. Since then, there have been numerous attempts to combine Marxist social theory with the normative principles informing varieties of left-liberal political theory2 . While these developments had little impact in France, there was a similar rediscovery of ethical and political normativity in French political thought during this period. This was expressed, for example, in a renewed interest in human rights, subjectivity, justice, equality, and freedom in the work of contemporaries such as Foucault and Derrida. Guattari became involved in electoral politics during the latter part of the 1980s, standing as as Green candidate in 1992 regional elections. Deleuze’s writings and comments in interviews from the 1980s mark a significant shift in his thinking about such normative issues. For example, he responds to the renewed interest in human rights during this period by insisting on the importance of jurisprudence as the means to create new rights. While he criticizes the manner in which human rights are represented as “eternal values” and “new forms of transcendence,” he makes it clear that he is not opposed to rights as such but only to the idea that there is a definitive and ahistorical list of supposed universal rights. He argues that rights are not the creation of codes or declarations but of jurisprudence, where this implies working with the “singularities” of a particular situation (Deleuze 2 See, for example, Peffer (1990). For discussions of these efforts and so-called “analytic marxism” more generally, see Kymlicka 2002, 166-207 and Levine 2003. 120 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Paul Patton 1990, 210; 1995, 153). He returns to the question of rights and jurisprudence in his Abécédaire interviews with Claire Parnet, recorded in 1988–1989, where he affirms the importance of jurisprudence understood as the invention of new rights, along with his own fascination for the law3 . In his 1990 interview with Negri, he reaffirms the importance of jurisprudence as a source of law with reference to the question of what rights should be established in relation to new forms of biotechnology (Deleuze 1990, 230; 1995, 169). Deleuze’s endorsement of rights and jurisprudence clearly commits him to the existence of a rule of law and the kind of constitutional state that this implies. In the case of societies that seek to govern themselves in this manner, the concept of a right implies that certain kinds of action on the part of all citizens will be protected by law and, conversely, the enforcement of limits to the degree to which citizens can interfere with the actions of others. Deleuze’s political writings from the 1980s onward provide evidence not only of his commitment to the rule of law but also to democracy. His 1979 “Open Letter to Negri’s Judges” already adopted the speaking position of a democrat committed to certain principles in relation to due process and the rule of law (Deleuze 2003, 156; 2007, 169). His concern with democracy becomes more pronounced in What Is Philosophy? where there are a series of highly critical remarks about actually existing democracies. Far from dismissing the democratic ideal, these comments imply that other actualizations of the concept or “pure event” of democracy are possible. What Is Philosophy? offers no more direct account of principles that are supposed to govern modern democratic societies than A Thousand Plateaus. In this sense, it offers no theory of public right. Many of the elements of Deleuze and Guattari’s prior commitment to Marxism remain in the diagnosis of the present outlined in What Is Philosophy? For example, the analysis of the isomorphic but heterogeneous character of all states with regard to the global capitalist axiomatic is reproduced in identical terms. From this perspective, there are political differences between different kinds of state but also complicity with an increasingly global system of exploitation. They suggest that even the most democratic states are compromised by their role in the production of human misery alongside great wealth (Deleuze and Guattari 1990, 103; 1994, 107; Deleuze 1990, 234; 1995, 173). They maintain their commitment to the revolutionary-becoming of people rather than the traditional Marxist concept of revolution, even as they point out that the concept of revolution is itself a philosophical concept par excellence, one that expresses “absolute deterritorialization even to the point where this calls for a new earth, a new people” (Deleuze and Guattari 1990, 97; 1994, 101). What Is Philosophy? argues for the inherently political vocation of philosophy. Philosophy is defined as the creation of concepts where these serve an overtly utopian function: “We lack resistance to the present. The creation of concepts in itself calls for a future form, for a new earth and people that do not yet exist” (Deleuze and Guattari 1990, 104; 1994, 108). In the present, the task of philosophy is aligned with the struggle against capitalism. Deleuze and Guattari suggest that philosophical concepts are critical of the present to the extent that they “connect up with what is real here and now in the struggle against capitalism” (Deleuze and Guattari 1990, 96; 1884, 100). At this point, the outline of a new concept appears in Deleuze and Guattari’s political philosophy. 3 Deleuze 1996, G comme Gauche. On the invention of rights, see Patton 2011. 121 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Paul Patton What Is Philosophy? contrasts the actual universality of the market with the virtual universality of a global democratic state and describes philosophy as it is envisaged here as reterritorialized on a new Earth and a people to come quite unlike those found in actually existing democracies. In this sense, we can say that in What Is Philosophy? Deleuze and Guattari’s neo-Marxist support for becoming-revolutionary as the path toward a new Earth and a people to come is combined with a call for resistance to existing forms of democracy in the name of a “becoming-democratic that is not to be confused with present constitutional states” (Deleuze and Guattari 1990, 108; 1994, 113). In contrast to the formal normativity of their earlier work, the normativity of Deleuze’s later political philosophy is defined by this relation between becoming-revolutionary and becomingdemocratic. On this basis, in full recognition of his differences from liberal normative political philosophy, it nevertheless becomes possible to compare Deleuze with a leftliberal political philosopher such as John Rawls. 2 Immanent Utopianism and Becoming-Democratic In Justice as Fairness: A Restatement, Rawls identifies four purposes served by his kind of reconstructive political philosophy: First, it can help to resolve deeply disputed questions by searching for common philosophical and moral ground between the protagonists. Second, it can serve the task of orientation that seeks to identify reasonable and rational ends, both individual and collective, and to show “how those ends can cohere within a well-articulated conception of a just and reasonable society” (Rawls 2001, 3). Third, it can address the task of reconciliation by showing the limits of what can be achieved within a democratic society characterized by the existence of “profound and irreconcilable differences in citizen’s reasonable comprehensive religious and philosophical conceptions of the world” (Rawls 2001, 3). Finally, it serves the “realistically utopian” task of “probing the limits of practicable political possibility.” It asks what a just and democratic society would be like, given the “circumstances of justice” that obtain in the actual historical world in which we live, but also what it would be like “under reasonably favourable but still possible historical conditions” (Rawls 2001, 4). Rawls notes that the limits of the practicable are not simply given by the actual because we can and do change existing social and political institutions. However, he does not pursue any further the question of what determines the limits of the practicable or how we might ascertain what these are (Rawls 2001, 5). Deleuze’s conception of philosophy is concerned above all to challenge the limits of our present social world. What Is Philosophy? presents a conception of the political vocation of philosophy with far more radical ambitions than those acknowledged in Rawls’s realistic utopianism. Of the four functions of political philosophy identified by Rawls, Deleuze’s philosophy does not address those of resolution, orientation, or reconciliation. It does address the utopian function, although not by setting out normative principles against which we might evaluate the justice or fairness of social institutions. The sense in which Deleuze and Guattari’s political philosophy is utopian must be understood in terms of the connection between the absolute deterritorialization pursued in philosophy and the relative deterritorializations at work in its social milieu: “There is always a way in which absolute deterritorialization takes over from a relative 122 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Paul Patton deterritorialization in a given field” (Deleuze and Guattari 1990, 85; 1994, 88). The utopian vocation of philosophy can be achieved only when the concepts that it invents engage with existing forms of relative deterritorialization. This conception of philosophy therefore implies an immanent utopianism in the sense that it does not simply posit an ideal future but rather aims to connect with processes of relative deterritorialization that are present in but stifled by the present milieu, extending these and taking them to extremes. To the extent that these processes or “lines of flight” encompass resistant political forces along with the ideals or opinions that motivate them, this immanent utopianism cannot avoid drawing on elements of present political normativity to suggest ways in which the injustice or intolerability of existing institutional forms of social life might be removed. In this manner, because the concept of democracy ties together a number of the values at the heart of contemporary political thought, elements of that concept may be used to counteractualize certain forms of resistance to the present in public political culture. These elements in turn provide the components of the concept of “becoming-democratic,” which serves the utopian task of political philosophy by probing the limits of democratic processes in contemporary society. Deleuze offers no detailed account of “becoming-democratic.” However, it is possible to fill out the concept with elements of his prior work with Guattari as well as occasional comments in interviews. For example, in his interview with Negri, he invokes the principle that decisions ought to be taken in consultation with those most affected by them. This suggests that the opening-up of decision-making procedures throughout society might constitute a vector of “becoming-democratic” (Deleuze 1990, 230; 1995, 169–170). This is one of the founding principles of modern democratic governance, and Deleuze is not the only theorist to recommend its extension and application to new contexts. Minoritarian becomings provide another vector of “becoming-democratic.” These are defined as the variety of ways in which individuals and groups fail to conform to the majoritarian standard (Deleuze and Guattari 1980, 133-134; 1987, 105-106). They have given rise to a succession of measures to extend the scope of the standard and thereby broaden the subject of democracy: first, in purely quantitative terms by extending the vote to women and other minorities; second, in qualititative terms by changing the nature of political institutions and procedures to enable these newly enfranchised members to participate on equal terms. Efforts to change the nature of public institutions in ways that both acknowledge and accommodate many kinds of difference are ongoing, for example in relation to sexual preference and physical and mental abilities, as well as cultural and religious backgrounds. Deleuze and Guattari’s support for minoritarian becomings affirms the importance of efforts to enlarge the character of the majority. By their nature, processes of minoritarian-becoming will always exceed or escape from the confines of any given majority. Nevertheless, they embody the potential to transform the affects, beliefs, and political sensibilities of a population in ways that can lead to the advent of a new people. To the extent that a people is constituted as a political community, the transformations it undergoes will affect its conceptions of what is fair and just. In turn, these will affect the distribution of rights and duties as well as the presence of minority citizens in the public institutions and political functions of the society. 123 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Paul Patton A third vector of “becoming-democratic” involves efforts to achieve a more just distribution of material social goods. Deleuze is often critical of the way that modern democratic states fail to live up to this aspect of their egalitarian promise (Deleuze and Guattari 1990. 102-103; 1994, 106-107). However, his suggestion that democratic states are morally and politically compromised by their role in the perpetuation of this form of injustice implicitly raises the normative question: What principles of distribution should apply in a just democratic society? Should we advocate radically egalitarian principles that would treat any undeserved inequality of condition as unjust, or should we be satisfied with Rawls’s difference principle according to which social and economic inequalities are allowed but only when they are attached to positions open to all and when they are “to the greatest benefit of the least advantaged members of society” (Rawls 2005, 6)? Should the principles of distributive justice apply globally or only within the borders of particular democratic states? I am not suggesting that Deleuze provides us with the means to answer these normative questions but only that they are inevitably raised by his criticisms of the existing state of affairs. 3 Conclusion Deleuzean philosophy as it is presented in What is Philosophy? is clearly political in the sense that it has an inherently political vocation. The creation of concepts serves the larger project of bringing about new earths and new peoples. Deleuze and Guattari propose a novel kind of utopian political thought that is neither Marxist nor liberal. They rely upon a political ontology of assemblages rather than individual subjects of interest and right. Their goal is the transformation of existing political norms and institutions rather than their reconstruction into a coherent political theory. Despite the substantive differences that separate their approach from that of liberal normative political philosophy, I have tried to show there is at least a degree of convergence between them. The concept of a “becoming-democratic” points to the role of elements of existing concepts of democracy in historical struggles to implement or expand democratic government. In this manner, Deleuze and Guattari’s collaborative work moves from a formal to a more substantive engagement with the explicitly political concepts and norms that make up the public political culture of liberal constitutional states. Bibliography • Badiou, Alain. 2009. “Existe-t-il quelque chose comme un politique deleuzienne?” Cités, 40 (Deleuze Politique) 15-20. • Deleuze, Gilles. 1990b. Pourparlers. Paris: Éditions de Minuit. • ———. 1995. Negotiations 1972–1990. Translated by Martin Joughin. New York: Columbia University Press. • ———. 1996. L’Abécédaire de Gilles Deleuze avec Claire Parnet available on video cassette and DVD (2004) from Vidéo Editions Montparnasse. 124 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Paul Patton • ———. 2002. 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Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gabriela Castellanos Llanos El Feminismo Lésbico Dentro de la Teoría Política Feminista Gabriela Castellanos Llanos A diferencia de la ciencia política (en el sentido “más técnico y preciso” del término del cual nos hablaron Bobbio, Mateucci y Pasquino 1993), la teoría política no aspira a la precisión descriptiva ni a la capacidad predictiva. Recordemos que estos autores diferencian entre “ciencias políticas”, en el sentido de discursos basados en un “estudio de los fenómenos y de las estructuras políticas, conducido con sistematicidad y con rigor, apoyado en un amplio y agudo examen de los hechos, expuesto con argumentos racionales”, por una parte, y “ciencia política” por la otra, término que “en sentido estricto y técnico designa a la “ciencia empírica de la política”, o a la “ciencia de la política” conducida según la metodología de la ciencia empírica más desarrollada, como en el caso de la física, de la biología, etc.” Según esta distinción, las primeras pueden desarrollarse fundamentalmente por medio de la argumentación, mientras que la segunda hace uso primordialmente de métodos cuantitativos. Los teóricos políticos, encuadrando su quehacer en las “ciencias políticas” en sentido amplio, no se ocupan de la medición científica de fenómenos empíricos, sino del desarrollo de conceptos y del debate normativo. Esto no quiere decir, sin embargo, que la teoría política sea mera especulación, o que se pueda prescindir de ella. Por el contrario, se trata de una disciplina de vital importancia, como lo demuestra la influencia decisiva que (para bien o para mal) han tenido las ideas teóricas en el curso de las acciones políticas del último siglo. Seguramente un documento teórico no es suficiente para que se origine un movimiento social1 ; al mismo tiempo, parece innegable que una vez existen las condiciones sociales y culturales que permiten que ocurra una movilización política de un sector social amplio, la teoría puede ser fundamental para alimentarlo, y en el caso de feminismo, lo fue2 . Pero un planteamiento teórico no sólo puede influir políticamente en la medida en que provoque o alimente eventos colectivos. La teoría sirve, por una parte, para dar solidez y legitimidad a los esfuerzos políticos, y también para orientar las reivindicaciones que se perseguirán, o las alianzas que se formarán. Como en muchos 1 El mejor ejemplo lo ofrece la obra de Simone de Beauvoir, El segundo sexo, publicada en 1949. Este libro ha sido y sigue siendo enormemente influyente en el movimiento feminista; sin embargo, lo que se ha llamado “la segunda ola del feminismo” (siendo la primera el movimiento sufragista de la primera mitad del siglo XX) no comenzó sino casi 20 años después d ela publicación de la obra de de Beauvoir. 2 Para señalar sólo unas pocas, en los inicios del movimiento fueron influyentes, además de las ya citadas, autoras como las filósofas Luce Irigaray (El espéculo de la otra mujer, (Paris: Éditions de Minuit, 1974)), Hélène Cixous (La risa de la Medusa (Paris: L’Arc, 1975))y Celia Amorós (Hacia una crítica de la razón patriarcal (Barcelona, Anthropos, 1980)); críticas literarias como Kate Millett (Sexual Politics (New York: Avon, 1971)); antropólogas como Gayle Rubin (“El tráfico de mujeres” 1976);y psicoanalistas como Juliet Mitchell (Psicoanálisis y feminismo (Barcelona: Anagrama, 1982)),y Nancy Chodorow (El ejercicio de la maternidad (Barcelona: Gedisa, 1984)). 127 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gabriela Castellanos Llanos otros movimientos, ha habido debates teóricos que han cambiado el curso ideológico y práctico del movimiento feminista, al menos en algunos países. Sin embargo, aún cuando no tenga consecuencias directas en acciones colectivas específicas, una posición teórica fuerte es ya un hecho político. Como lo dice Louise Turcotte (una autora con quien tenemos profundas diferencias en otros sentidos) el trabajo teórico y el político deben entrecruzarse: “Cuando el acuerdo político se logra, el curso de la historia ya ha sido alterado” (Turcotte 2006, 14). Nos ocuparemos, entonces, de algunas tendencias actuales de la teoría feminista en el marco de los movimientos políticos con los cuales se relacionan más estrechamente. Ahora bien, el reconocimiento de la importancia real de la teoría política no puede hacernos olvidar que la misma naturaleza argumentativa de la teoría puede llevar a algunos a caer en el relativismo según el cual “todo es subjetivo”, con lo cual las posiciones teóricas en materia política se convierten en meras opiniones. Evidentemente, debemos exigir que los argumentos se basen en premisas sólidas y que puedan someterse al análisis crítico; al mismo tiempo, parece conveniente contar con criterios algo más específicos para probar la validez de los discursos. En su ensayo “Reconcibiendo el contenido y el carácter de la comunidad política moderna” (Dunn 1990)3 , John Dunn nos ofrece tres tareas que una teoría política debe estar en capacidad de realizar para ayudarnos a comprender situaciones reales. Estas tareas son las siguientes: 1.- Determinar cómo llegamos al punto en que estamos y comprender por qué las cosas son de esta manera. 2.- Deliberar acerca del tipo de mundo que queremos tener. 3.- Juzgar hasta qué punto, y mediante cuáles acciones y a qué riesgo podemos esperar de modo realista cambiar el mundo de como es en este momento hacia el modo en que podemos justificadamente desear que sea. (Farrelly 2006) Para comprobar, entonces, la validez de una teoría política, podemos preguntarnos qué tan bien nos permite realizar estas tres tareas en relación con el tema y la situación específica de la que trata. Hoy, en el movimiento feminista tenemos distintas corrientes teóricas que debaten entre sí, y que se han bifurcado y “trifurcado” varias veces, hasta formar un complejo árbol de ideas y tendencias contrastantes, pero con raíces comunes y por ende vinculadas entre sí. En este trabajo, me propongo examinar varias posiciones teóricas de una de las más crecientemente influyentes de esas corrientes, la del “feminismo lésbico”, considerando sus méritos teóricos y reflexionando sobre sus consecuencias para el movimiento feminista, para finalmente someterlas a la prueba que nos propone Dunn. Consideraré, en primer lugar, las relaciones que han existido entre estos dos movimientos, y luego los aciertos y limitaciones de las teorías sobre las posibilidades libertarias del amor lesbiano en varias autoras, centrándome en la crítica a la heterosexualidad como un régimen político en autoras reconocidas de las décadas de los 80 y los 90, para luego analizar las posturas de otras más recientes. Incluiré en mi análisis a Charlotte Bunch, Adrienne Rich, Christine Delphy y Monique Wittig, así 3 Es mía la traducción de éste y de todos los textos originalmente en inglés que citaré en este trabajo. 128 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gabriela Castellanos Llanos como a Jules Falquet y Ochy Curiel. Las posiciones de otras feministas, como Teresa de Lauretis y Judith Butler, que han teorizado sobre el lesbianismo, pero que generalmente no son consideradas proponentes del “feminismo lésbico”, sino más bien precursoras o exponentes de la llamada “teoría queer”, se contrastará con las de las mencionadas. En su momento, plantearé algunas reflexiones sobre los conceptos de sexo y género, así como sobre la categoría “mujer”, todos ellos de importancia básica para dilucidar el tema que trato. 1. Movimiento feminista y movimiento lésbico Comencemos por reconocer que, como lo plantea la socióloga francesa Jules Falquet: El movimiento lésbico se desarrolla en estrecha vinculación ideológica y organizativa con otros dos movimientos muy fuertes: por un lado, el movimiento feminista llamado de la “segunda ola”, y por el otro, con el movimiento homosexual, que se va construyendo rápidamente después de la insurrección urbana de Stonewall. (Flaquet 2006, 23) Los desarrollos teóricos y políticos del feminismo sirven de alimento, inicialmente, al movimiento lésbico. Sin embargo, aunque muchas feministas heterosexuales se plantean como solidarias, en ocasiones se sienten incómodas por el señalamiento social a todas las feministas como lesbianas. Según lo formula Falquet, “buena parte del movimiento feminista se deja intimidar por el mensaje social que exige al feminismo, para ser mínimamente respetado, silenciar, invisibilizar y postergar el lesbianismo” (Ibid, 24). La crítica de Falquet es acertada, pues cualquier feminista puede dar fe de las muchas veces que hemos sido “combatidas” mediante el absurdo recurso de insinuar o lanzar el rumor de que somos lesbianas, como si esto fuera razón para descalificarnos4 , y la reacción de muchas ha sido negarlo sin dar el debate sobre los derechos de las lesbianas. Al mismo tiempo, no podemos negar que hay razones tanto teóricas como estratégicas, a la vez que éticas, para que las feministas apoyemos al movimiento lésbico. En primer lugar, sabemos que la crítica de la teoría feminista al patriarcado, a los roles, a las identidades tradicionales y a los estilos de género que la cultura milenariamente ha asignado a hombres y mujeres conduce a eliminar la idea de que dichos roles son innatos y naturales, con lo cual se desmoronan también las bases de la concepción de la relación entre hombres y mujeres como la única forma “natural” y legítima de la sexualidad. Por otra parte, desde el punto de vista estratégico, muchas veces se ha señalado la conveniencia de que las luchas de los diversos grupos subordinados se fortalezcan articulándose entre sí. Además, nos engañamos si creemos que la falta de apoyo a las lesbianas, la aceptación pasiva de la persecución que ellas padecen, de algún modo disminuirá el rechazo de los elementos más reaccionarios de la sociedad contra el feminismo. Por último, debemos reconocer que desde el punto de vista ético la indiferencia ante las injusticias que padecen homosexuales y lesbianas no nos hace neutrales, sino que nos convierte en cómplices de esas injusticias. No somos éticamente coherentes si reclamamos justicia, rechazando la exclusión y las inequidades 4 Un solo ejemplo: en mi larga carrera universitaria, en varias ocasiones los propios estudiantes me han confesado que temían acercarse a nuestro Centro de Estudios de Género debido a las “advertencias” de algunos colegas de que éramos ”un nido de lesbianas”. 129 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gabriela Castellanos Llanos que padecemos como mujeres, si al mismo tiempo respaldamos por acción o por omisión las inequidades que padecen los gays o las lesbianas. En cualquier caso, si bien las teorías feministas dieron aliento inicialmente a los movimientos lésbicos, la aparición de teorías específicamente lesbianas no se hizo esperar. Muchas autoras feministas han escrito sobre el lesbianismo, desde Audre Lorde y Mary Daly hasta Judith Butler, pasando por Teresa de Lauretis. Sin embargo, en este trabajo voy a centrarme en aquellas que identifican su feminismo con el movimiento lésbico, que no sólo consideran su lesbianismo como una opción política, viendo el feminismo y al lesbianismo como dos aspectos inseparables de su posición política, dos caras de la misma moneda sino que, en consecuencia, afirman que de algún modo, la liberación de la mujer pasa necesariamente por el lesbianismo. Posiciones teóricas del feminismo lésbico Ya en los 70’s existía una corriente de feministas lesbianas que planteaban la utopía de un “valiente mundo nuevo”, libre de hombres y de heterosexualidad, donde se podría recibir a cualquier mujer que abandonara las prácticas heterosexuales. Charlotte Bunch fue la autora de un famoso manifiesto, “Lesbians in Revolt”, publicado en 1972 a nombre de una colectiva denominada “Las Furias”, en el cual se decía por primera vez que sólo el lesbianismo podía conducir a la liberación de las mujeres: Afirmamos que una lesbiana es una mujer cuyo sentido de sí misma y sus energías, incluyendo las sexuales, se centran en torno a las mujeres: se identifica con las mujeres. La mujer que se identifica con las mujeres se compromete con otras mujeres en el campo político, emocional, físico, y económico. Las mujeres son importantes para ella. Ella es importante para sí misma. Nuestra sociedad exige que las mujeres reserven su compromiso para los hombres. La lesbiana, la mujer que se identifica con las mujeres. . . lo hace porque ama a las mujeres. . . . La lesbiana ha reconocido que dar su apoyo y amor a los hombres en vez de a las mujeres perpetúa el sistema que la oprime. Si no nos comprometemos las unas con las otras, incluyendo el amor sexual, nos negamos a nosotras mismas el amor y el valor que tradicionalmente se otorga a los hombres. Se acepta así nuestro estatus de seres de segunda clase. (Bunch 1972, 8-9) Aunque es válida la crítica al compromiso y la identificación de la mayoría de las mujeres con las ideas que proclaman la superioridad de los hombres, lo que Bunch propone es que se pase de una alianza con esta ideología masculinista a otra donde las mujeres sólo pueden amar a otras mujeres, so pena de ser juzgadas cómplices de su propia subordinación. Toda mujer heterosexual, por tanto, es políticamente sospechosa. Al mismo tiempo, para Bunch, la condición de lesbiana no es de por sí suficiente tampoco para alcanzar la libertad, pues la autora reconoce que es necesario asumir consciente y deliberadamente una lucha feminista: “Las lesbianas deben volverse feministas y luchar contra la opresión de las mujeres, en la misma forma en que las feministas deben convertirse en lesbianas si esperan acabar con la supremacía masculina.” (Ibid) 130 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gabriela Castellanos Llanos Estas ideas tuvieron eco entre algunas feministas, lo cual condujo a la utopía que antes mencionamos. En las palabras de Sheila Jeffries: [En los 70’s] estábamos construyendo un nuevo universo feminista. Comenzando con la concientización, en una atmósfera de gran optimismo, reetiquetamos el lesbianismo como una decisión sana para las mujeres basada en el amor por sí mismas, el amor por las otras mujeres y el rechazo a la opresión masculina. Cualquier mujer podía ser lesbiana. Era una decisión política revolucionaria que, si la adoptaban millones de mujeres, llevaría a la desestabilización de la supremacía masculina en la medida en que los hombres perdieran la base de su poder cimentado en las mujeres que les servían en la auto-negación, sin pago, en lo doméstico, sexual y reproductivo, lo económico y lo emocional. Iba a ser la base desde la cual. . . desmantelar el poder de los hombres. . . Iba a ser un universo alternativo... (Jeffries 1993, ix) Si bien los “millones de mujeres” nunca llegaron a responder ante este llamado, estamos hoy en un mundo donde el lesbianismo afortunadamente ha comenzado a ser aceptado; donde si bien no se vislumbra la construcción de un mundo libre de heterosexualidad, sí se ha hecho un tanto más factible que las lesbianas puedan vivir su sexualidad más libremente, sin ocultarse ni negarse. Y por supuesto que no encontramos unanimidad en las posiciones de todas las lesbianas. Al lado de planteamientos como los de Bunch y Jeffries, que aspiran a una especie de separatismo social de las lesbianas, encontramos a otras activistas, como Marcela Sánchez de la Fundación Colombia Diversa, que en nuestro medio abogan por la defensa de los derechos de los homosexuales sin postular la inferioridad política y moral de las mujeres heterosexuales. Por otra parte, algunas autoras lesbianas han realizado análisis de gran fuerza sobre la tiranía de una sociedad que no tolera la homosexualidad. Fue la poeta y ensayista Adrienne Rich, en su artículo “La heterosexualidad obligatoria y la existencia lesbiana”, quien por primera vez (en 1980) planteó la tesis de que la heterosexualidad no era una “opción” entre otras, como la homosexualidad, ni una ¨”preferencia”, sino una imposición social y cultural: Estoy sugiriendo que la heterosexualidad, como la maternidad, tiene que ser reconocida y estudiada como una institución política—inclusive, o especialmente, por parte de aquellos que sienten que son, en su experiencia personal, los y las precursores de una nueva relación social entre los sexos. (Rich 1980, 637)5 Es interesante que Rich no se refiere al matrimonio como institución política, sino a la heterosexualidad. Es decir, que no se habla aquí del arreglo social entre familias que Levi-Strauss llamó “el intercambio de mujeres”, sino de la organización misma del deseo sexual y del afecto como necesariamente heterosexuales, impuesta en nuestra sociedad por la familia, la iglesia, las costumbres, presupuesta a cada paso por la casi totalidad 5 Este influyente artículo fue ampliamente difundido como uno de los ensayos del libro de Rich Blood, Bread and Poetry, traducido como Sangre, pan y poesía. Prosa escogida 1979-1985 (Barcelona: Icaria, 2001). (Las traducciones son mías). 131 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gabriela Castellanos Llanos de las manifestaciones culturales, y celebrada en la mayoría abrumadora de las obras literarias y plásticas como la forma canónica del deseo. Me parece clara la importancia de los planteamientos de Rich, al demostrar por primera vez que la presuposición de que la heterosexualidad es natural y que desviarse de ella implica caer en una anomalía monstruosa, es en el fondo una posición de poder y una premisa para la instauración de un sistema coercitivo. Pero no todos los planteamientos de la autora parecen ser igualmente acertados. Podemos, en gracia de discusión, aceptar la afirmación de Rich de que existe un “continuum lesbiano”, es decir, “una gama. . . de experiencias de identificación con la mujer”, que van desde los elementos comunes que permiten la amistad y las alianzas políticas entre nosotras, hasta el amor romántico y sexual (Ibid 648-649). Podemos, inclusive poner en suspenso temporalmente la pregunta de cómo se explica que ese “continuum lesbiano” coexista con la discriminación racial y de clase ejercida en ocasiones por algunas mujeres en contra de otras; y también hacer caso omiso de la sospecha de que en la base del concepto de dicho “continuum” alienta un cierto esencialismo, la idea de que todas las mujeres somos de algún modo naturalmente similares. Pero se hace aún mucho más difícil aceptar la afirmación de esta autora de que “la mentira de la heterosexualidad obligatoria” no solamente afecta a las lesbianas que deben ocultar sus verdaderos afectos y deseos, ni solamente se refiere a la evidente falsedad de creer que toda mujer siente atracción hacia los hombres, o que aquellas que se “vuelven hacia las mujeres” lo hacen “por odio a los hombres”. Esa mentira, nos dice Rich, va mucho más allá, pues “crea una profunda falsedad, hipocresía e histeria en el diálogo heterosexual, pues toda relación heterosexual se vive en la asqueante luz estroboscópica de esa mentira”. (Ibid, 657) Al yuxtaponer el término “mentira” con el de la “heterosexualidad obligatoria”, la autora le da un giro nuevo a su argumentación, donde la imposición social y cultural de la heterosexualidad sin excepciones pasa de ser una tiranía para convertirse en una falsa representación de la realidad. Así, Rich conjuga en un solo término lo que podríamos llamar “la tiranía de la heterosexualidad obligatoria”, que nos remite a lo normativo, con lo que podría denominarse la “mentira de la heterosexualidad universal”, que nos habla de lo verdadero o falso. Mezclando las dos frases para llegar a “la mentira de la heterosexualidad obligatoria”, Rich confunde el ámbito normativo con la representación de la realidad. De ese modo, lo que se puede llamar “el régimen heterosexual” ya no se trata solamente de una injusticia, sino de una falsedad. Este giro le permite concluir, como hemos visto, que toda relación heterosexual se vive en la atmósfera de una mentira y por ende es éticamente deleznable. ¿Debemos reemplazar la supuesta superioridad moral de las relaciones heterosexuales, enarbolada por la sociedad tradicional y por la iglesia, por su contrario, la supuesta superioridad moral de las relaciones homosexuales? Rich concluye su ensayo con una variante de esta pregunta que acabo de formular. Vale la pena citar en su totalidad el párrafo final del artículo: La pregunta se planteará inevitablemente; ¿Debemos entonces condenar todas las relaciones heterosexuales, incluyendo aquellas que son menos opresivas? Creo que esta pregunta. . . es la pregunta incorrecta en este momento. Nos hemos varado en un laberinto de dicotomías falsas que nos 132 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gabriela Castellanos Llanos impide aprehender la institución como un todo: matrimonios “buenos” versus “malos”; “matrimonios por amor” versus concertados; sexo “liberado” versus prostitución; coito heterosexual versus violación; Liebeschmerz6 versus humillación y dependencia. Dentro de la institución existen, por supuesto, diferencias cualitativas de experiencias; pero la ausencia de alternativas sigue siendo la gran realidad no reconocida, y en ausencia de alternativas las mujeres permanecerán dependientes de lo gratuito o de la suerte de relaciones particulares y no tendrán poder colectivo para determinar el significado y el lugar de la sexualidad en sus vidas. En la medida en que nos ocupemos dela institución misma, además, comenzamos a percibir una historia de resistencia femenina que nunca ha sido plenamente entendida porque ha sido tan fragmentada. (Rich op.cit. 659-660) Puesto que diferenciar el coito de la violación, o el sexo “liberado” de la prostitución, constituyen “falsas dicotomías”, parece que deberemos concluir que todo coito es una forma de violación y toda relación heterosexual por dentro y por fuera del matrimonio canónico es una forma de prostitución; del mismo modo, que no existe posibilidad de unión por amor entre un hombre y una mujer mientras no se acepte que algunas mujeres aman a otras mujeres. ¿Por qué, le preguntaría yo a la autora, reconocer la falta de alternativas a la heterosexualidad en nuestra cultura debe conducirnos irremisiblemente a rechazar la posibilidad de amor entre un hombre y una mujer? ¿Será, entonces, que las mujeres que no se han enamorado nunca de otra mujer son irremediablemente sumisas y sometidas, incapaces de resistencia contra la subordinación de las mujeres? ¿No existe la posibilidad de que algunas mujeres sean heterosexuales y otras lesbianas sin que ese solo hecho cree una jerarquía ética y política entre los dos grupos, ya sea a favor de las unas o de las otras? Sin embargo, el planteamiento de Rich de que la falta de poder colectivo de las mujeres de algún modo afecta sus relaciones amorosas parece irrefutable. Se es menos capaz de amar en la medida en que se es menos libre, y todas las mujeres tenemos nuestra libertad coartada de múltiples maneras. (Inversamente, la misma incapacidad de amar plenamente se encuentra en la medida en que se domina a la persona amada, y todos los hombres participan en un sistema que los coloca en esa situación.) Pero esa falta de poder es, como ella misma lo dice, colectiva: afecta a todas las mujeres sin excepción, sea cual sea su sexualidad. Las posturas de Rich, por cierto, son rechazadas por las proponentes del feminismo lésbico por estar basadas en “el punto de vista de la mujer”, cuando, según estas teóricas, lo que debe hacerse es “destruir política, filosófica y simbólicamente las categorías de hombres y de mujeres”. (Witting, La Categoría de sexo, 15) Una de las más importantes de estas escritoras es la autora de esa frase, Monique Wittig, quien rechaza, además de estas dos categorías, la de sexo: “La categoría de sexo es el producto de la sociedad heterosexual, en la cual los hombres se apropian de la reproducción y la producción de las mujeres, así como de sus personas físicas por medio de un contrato que se llama contrato de matrimonio.” (Ibid, 27) Wittig considera que es esta categoría, la de sexo, la que “establece como “natural” la heterosexualidad y “heterosexualiza” a las mujeres, quienes son fabricadas de manera 6 “Pena de amor” en alemán. 133 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gabriela Castellanos Llanos similar a como lo son los eunucos, y criadas como los esclavos y los animales (Ibid, 26). La autora analiza la relación entre marido y mujer como la de quienes pertenecen a dos clases sociales, donde la una no sólo domina a la otra, sino que además la posee: “La mujer, en cuanto persona física, pertenece a su marido. El hecho de que una mujer depende directamente de su marido está implícito en la regla—generalmente respetada por la policía—de no intervenir cuando un marido pega a su mujer.” (Ibid, 27) Considero correcto su análisis cuando muestra que en la medida en que la mujer pierde su derecho como ciudadana a ser protegida contra la agresión de otra persona, su marido, ella no puede considerarse igual a otros ciudadanos a quienes protege el Estado. Sin embargo, no concuerdo con la concepción de la situación de la mujer como un problema fundamentalmente de clase, y de las mujeres como una clase explotada por los hombres, idea que Wittig toma de Christine Delphy (Delphy 1984). Aunque una discusión a fondo de estas ideas desborda los límites del presente trabajo, diré muy brevemente que, en mi concepto, el análisis de Delphy sobre la base económica de la subordinación social de las mujeres hace importantes aportes, inclusive podría decirse que trascendentales contribuciones, pero en algunos sentidos conduce a una postura equivocada. Si las mujeres son una clase y las mujeres burguesas no pertenecen a la clase de sus maridos, sería muy difícil explicar cómo algunas mujeres hoy han logrado dirigir corporaciones multinacionales y ser elegidas presidentas de algunos países; cómo han llegado a publicar libros respetados y leídos en los centros académicos del mundo, así como grandes bestsellers; o a participar en deportes como el fútbol femenino e ir alcanzando en ellos tanto financiación como reconocimiento, aunque sean aún inferiores a los de los hombres. Es cierto que el ascenso de algunas mujeres de la pequeña, mediana y gran burguesía a posiciones de dirigencia y prestigio se presenta en pequeñas proporciones, y que persisten muchas otras formas de discriminación (salarial, de violencia, etc.); además, es claro que no podemos soñar con una sociedad verdaderamente justa por la mera vía de la incorporación de sectores de mujeres a los puestos sociales más altos sin lograr una verdadera transformación cultural de toda la sociedad. Todo esto es cierto. Pero aún en el caso de esos “progresos parciales”, no veo cómo podrían ser compatibles con la definición de la mujer como una clase explotada, un “proletariado sexual”, al cual los hombres le roban el valor de su trabajo. ¿O será que cuando las mujeres asumen posiciones de liderazgo dejan de ser mujeres? Tampoco puedo imaginarme la solución que Delphy plantea, la de una revolución: Podemos decir que las mujeres no serán liberadas a menos que el sistema patriarcal de producción y reproducción sea totalmente destruido. Debido a que este sistema es central para todas las sociedades conocidas (sea cual fuere la forma en la cual se originaron), esta liberación necesita derrocar todas las bases de todas las sociedades conocidas. Esto no puede suceder sin una revolución, es decir, la toma del poder político sobre nosotras actualmente mantenido por otros. Esta toma de poder debe constituir el objetivo último del movimiento de liberación de las mujeres, y el movimiento debe prepararse para una lucha revolucionaria. (Delphy op. cit. 75) ¿Sería el régimen que debemos instaurar una especie de “dictadura de las mujeres” previa a una sociedad sin sexos, análoga a la dictadura del proletariado que según 134 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gabriela Castellanos Llanos Marx precedería al comunismo y a la desaparición del Estado? ¿En qué mundo futuro es factible esperar que las mujeres se decidan a luchar masivamente para lograrlo? Volviendo a Wittig reconozcamos que muchas de sus observaciones son acertadas, como cuando nos dice que en muchos casos el sexo parece agotar el ser de las mujeres; tal es el caso cuando se habla de “ ‘dos estudiantes y una mujer’, ‘dos abogados y una mujer’, ‘tres viajeros y una mujer’ ”, como si los varones pudieran definirse por sus actividades o profesiones, mientras que las mujeres sólo pudieran ser definidas por su sexo: La categoría de sexo es la categoría que une a las mujeres porque ellas no pueden ser concebidas por fuera de esa categoría. Sólo ellas son sexo, el sexo, y se las ha convertido en sexo en su espíritu, su cuerpo, sus actos, sus gestos; incluso los asesinatos de que son objeto y los golpes que reciben son sexuales. Sin duda la categoría de sexo apresa firmemente a las mujeres... (Witting, La Categoría de sexo, 28) Evidentemente este tipo de análisis es correcto y útil cuando se hace en relación con muchas situaciones y sucesos, que van desde el asesinato de una mujer por celos a manos de su marido o compañero, o la golpiza justificada por muchos diciendo “algo malo debió haber hecho”, hasta la negación a escuchar lo que una mujer dice en ámbitos profesionales o políticos (o la peculiar sordera, aparentemente inconsciente, de muchos hombres ante los enunciados de ella), pasando por la suposición de que son ellas, por ser mujeres, quienes deben servir a los varones en el domus. Sin embargo, parece demasiado absolutista extenderlo a todas las situaciones que viven las mujeres en la sociedad contemporánea. En la medida en que se escuchan realmente las ideas de una mujer, o cuando se le reconoce con seriedad como escritora, o como candidata a un cargo político, o como científica, en esa medida ella ha trascendido ese carácter de “sólo sexo”. Wittig, sin distinguir entre distintas actitudes, y sin reconocer diversidad alguna entre situaciones, nos dice que debemos eliminar radicalmente, destruir la categoría “sexo”: “Por esta razón debemos destruirla y comenzar a pensar más allá de ella si queremos empezar a pensar realmente, del mismo modo que debemos destruir los sexos como realidades sociológicas si queremos empezar a existir.” (Ibid) Podemos decir que para Wittig, como para Rich, la heterosexualidad es una imposición, una norma cultural obligatoria y por lo tanto necesariamente opresiva. Pero si para Rich (que en ese aspecto de su argumentación sigue a Charlotte Bunch) la solución estriba en adoptar el punto de vista de las mujeres, en identificarse profundamente con ellas, para Wittig la salida pasa por abolir las identidades de hombre y de mujer: “Para nosotras no puede ya haber mujeres ni hombres, sino en tanto clases y en tanto categorías de pensamiento y de lenguaje: deben desaparecer políticamente, económicamente, ideológicamente.” (Witting El pensamiento hetersexual, 54) Se trataría entonces de eliminar las realidades sociales a las que aluden los términos “hombre” y “mujer”, los cuales pasarían a ser designaciones de una situación anacrónica. Pero, ¿cómo puede una mujer cuyo objeto de deseo y de amor romántico y sexual son los hombres, y nunca las mujeres, aceptar la destrucción de las categorías de hombre, de mujer, la eliminación de la heterosexualidad y del sexo? Por supuesto 135 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gabriela Castellanos Llanos lo mismo puede preguntarse sobre los hombres heterosexuales. ¿Qué puede querer decir esa destrucción para ellas y ellos? Claramente, sería una cruel imposición intentar negar la posibilidad de existencia de la propia identidad, tan cruel como la de negar la posibilidad de que los homosexuales y las lesbianas vivan dignamente como tales. Es claro que nuestra sociedad impone la heterosexualidad como única opción, y que en muchos aspectos nuestra cultura define a las mujeres como esclavas. Sin embargo, debemos reconocer que esa obligatoriedad, esa norma heterosexual, es distinta de otras, y no sólo porque rige desde la cuna y aún antes: es una norma identitaria, como hay otras, pero es mucho menos voluntaria que ellas. Muchas identidades se imponen en la familia y en la cultura en general: se nos impone una nacionalidad desde el nacimiento, como se nos imponen una religión, una clase, una etnia. Sin embargo, existen condiciones en las que se puede renunciar consciente y deliberadamente a ellas, para adoptar otra nacionalidad, otra religión, o aliarse a otra clase o inclusive a otra etnia. La identidad sexual y de género, en cambio, aunque son igualmente productos culturales, no pueden cambiarse a voluntad. Tal vez, entre los distintos tipos de identidades, la de la “raza” se parezca más a la identidad sexual y a la de género, en el sentido de que en los tres casos ellas culturalmente presuponen una serie de características más o menos impuestas en el medio social, al tiempo que se trata de identidades por las que no podemos optar (o no) de manera consciente— excepto que quizá la persona que pertenece a una “raza” discriminada puede con mayor facilidad desconocerla, vivirla como una “serialidad”, en el sentido que le dio al término Jean Paul Sartre en Crítica de la razón dialéctica; es decir, vivirla como la pertenencia a una serie incidental, intrascendente, como la que componen todos los pasajeros de un autobús, o los radioescuchas de una novela, y no como una parte importante de la identidad personal7 . En el caso de la identidad racial de los grupos discriminados (negros y negras, asiáticos/as, indígenas), son los otros, las personas del medio que nos rodea, sobre todo aquellas más discriminadoras, quienes impedirán que desconozcamos del todo esa identidad, que seguramente ni siquiera existiría de no ser por la discriminación. La propia identidad sexual, en cambio, ya sea hétero u homo, aunque puede ser desconocida o rechazada por un tiempo (como cuando la persona trata de adecuarse a la norma cultural y por lo tanto se miente a sí misma), tarde o temprano se impondrá, se revelará a sí misma. Ahora bien, si la identidad sexual o de género en cuestión implica social y culturalmente una serie de inequidades, son éstas las que debemos luchar por cambiar, no la identidad en sí. Más adelante volveremos sobre este asunto, cuando examinemos las definiciones de sexo y de género. Nada de lo anterior quiere decir que la identidad sexual o la de género sean innatas, ni que correspondan a una esencia. Pienso, con Judith Butler, que ellas se construyen performativamente, en interacción personal con una serie de normas culturales. Ya volveremos más adelante sobre este asunto de las identidades. Pero suponer que pueden modificarse mediante un esfuerzo personal, como parecen decir quienes llaman a las mujeres heterosexuales a optar por ser lesbianas, es darles la razón 7 Una discusión más a fondo de este tema aparece en Castellanos, Gabriela. 2008. “Serialidad, dominación, performatividad: la construcción de identidades subordinadas y la aceptación de la subordinación”. En Raza, etnicidad y sexualidades. Ciudadanía y multiculturalismo en América Latina, compilado por Peter Wade, Fernando Urrea, Mara Viveros, 513-539. Bogotá: CIDSE, Universidad del Valle/Centro Latinoamericano de Sexualidad y Derechos Humanos (Universidad del Estado de Río de Janeiro/CES, Universidad Nacional). 136 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gabriela Castellanos Llanos a los fundamentalistas religiosos que hoy siguen sosteniendo que los y las homosexuales pueden “curarse” mediante tratamientos pseudo-psicológicos y por medio de la oración.8 Sabemos que un sujeto puede descubrir que la identidad que se le ha impuesto desde el nacimiento, como “hombre” o “mujer”, o “mujer que ama a hombres” u “hombre que ama a mujeres”, no corresponde a sus deseos. Y seguramente encontrará oposición cuando decida actuar de acuerdo a esos deseos y no a lo que se cree o se espera de él o de ella. Pero nadie puede decidir de manera consciente y deliberada desear ser de otro sexo o de otro género, ni es posible amar o desear a voluntad a un sexo o a otro. El deseo no es voluntario, y mucho menos en materia sexual; es parte y consecuencia de nuestra identidad más profunda. Ésta se encuentra en perpetua construcción, y por lo tanto puede variar en cualquier momento de la vida, mas no por decisión consciente. Pero por más que se nos conmine a “destruir la heterosexualidad”, no podrán hacerlo sino aquellos y aquellas para quienes ya no rige en su vida personal, sexual y afectiva; es decir, para aquellos que en realidad no tienen que destruirla porque de hecho se han apartado de ella, sea por las razones que fuere, o porque nunca correspondió a su realidad personal9 . Podríamos pensar que la propuesta de Wittig apunta a la creación de un gueto lesbiano, donde se eliminarían las diferencias sexuales y las categorías hombre y mujer. De hecho, según Wittig las lesbianas con sus prácticas están ya produciendo repercusiones insospechadas “en la cultura y la sociedad heterosexual”: [L]os conceptos heterosexuales van siendo minados. ¿Qué es la mujer? Pánico, zafarrancho general de la defensa activa. Francamente es un problema que no tienen las lesbianas, por un cambio de perspectiva, y sería impropio decir que las lesbianas viven, se asocian, hacen el amor con mujeres porque “la mujer” no tiene sentido más que en los sistemas heterosexuales de pensamiento y en los sistemas económicos heterosexuales. Las lesbianas no son mujeres. (Witting El pensamiento heterosexual, 56-57) Wittig, como vemos, cree haber ya superado el “problema” de la heterosexualidad, y no tener nada en común con “la mujer”, un ser impregnado de la necesidad histérica de no sucumbir ante la masculinidad opresiva. Sin embargo, esta misma autora antes concordó con la definición de Colette Guillaumin del “doble aspecto de la opresión de las mujeres: la apropiación privada por un individuo (marido o padre) y la apropiación colectiva de todo un grupo. . . incluyendo las personas solteras—por la clase de los hombres”, reconociendo al mismo tiempo que “las llamadas prostitutas y las lesbianas” conforman “una clase de mujeres que no son objeto de una apropiación privada sino que siguen siendo objeto de una opresión heterosexual, colectivamente”. 8 Existe en Estados Unidos una Asociación Nacional para la Investigación y Terapia de la Homosexualidad (NARTH por las iniciales de su título en inglés: National Association for Research and Therapy of Homosexuality). Recientemente esta organización proclamó victoria debido a que tanto Tim Pawlenty como la congresista Michelle Bachman (cuyo esposo realiza también este tipo de “terapias”), aspirantes ambos a ser candidatos a la presidencia de Estados Unidos por el partido Republicano, defendieron “el derecho de quienes quieran abandonar la homosexualidad” a buscar medios terapéuticos para lograrlo (Véase http:// narth.com/PresidentialpoliticsplacesNARTHissuesonfrontpage!. Publicado el 25 de Julio de 2011; recuperado el 30 de Julio de 2011). Evidentemente, si se piensa que la homosexualidad “se cura” mediante una terapia, es porque se le considera una enfermedad psicológica. 9 Un caso diferente sería el de las personas bisexuales, que concurrente o alternativamente aman y desean a personas de uno u otro sexo. Pero esto tampoco puede decidirse deliberadamente. 137 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gabriela Castellanos Llanos (Witting Introducción, 17) Este hecho ya fue señalado por Charlotte Bunch en el artículo antes citado, cuando afirmó: En la calle, en el trabajo, en las escuelas, a [la lesbiana] se le trata como inferior y ella está a merced del poder y el capricho de los hombres. (Nunca he oído de un violador que dejara de violar a una mujer porque su víctima es lesbiana). Esta sociedad odia a las mujeres que aman a las mujeres, y de ese modo la lesbiana, que se escapa de la dominación masculina en la privacidad de su hogar, la recibe doblemente a manos de la sociedad masculinista; ella es hostigada, aislada y lanzada al fondo de la estimación social. (Bunch op. cit.) Otras autoras lesbianas han ido más allá, reconociendo que ni siquiera en la privacidad de sus relaciones amorosas se escapa necesariamente toda lesbiana de la dominación; sólo lo hacen aquellas que son conscientes de la necesidad de rechazar la ideología predominante en el mundo cultural en que viven. Así lo afirma Melisa Cardoza, cuando dice que “la condición lesbiana no garantiza esta opción revolucionaria, pues conozco muchas que desde su vida vivida como “diferente” apuestan a relaciones sí lesbianas pero marcadas por la norma heterosexual y sus entrampamientos”(Cardoza 2005, 14). Como se ha dicho muchas veces, todas las relaciones, heterosexuales y homosexuales, o lesbianas, son problemáticas en una sociedad injusta. Nadie está eximido de la influencia cultural de la ideología del patriarcado. A diferencia de estas autoras, Wittig, repito, en ocasiones sostiene que las lesbianas están exentas de muchos de los problemas concomitantes al ser mujer en una sociedad masculinista, aunque en otros pasajes reconoce al menos algunos de estos problemas. Independientemente de esta contradicción, lo que conduce a Wittig a considerar a las lesbianas liberadas de la heterosexualidad en un sentido social y colectivo es su rechazo a la categoría estructuralista de la diferencia, del otro, en lo que Wittig llama el “pensamiento heterosexual” (pensée straight, en la edición francesa). Esta autora se refiere a “todo el conglomerado de ciencias y de disciplinas” del pensamiento heterosexual, pero a quienes cita y con quienes debate es con los estructuralistas, en especial con Levi-Strauss y con Lacan. Para estos autores, y para otros como la misma Simone de Beauvoir, existe siempre una dualidad entre el sujeto canónico, el sujeto por antonomasia, y el otro, el (o la) que porta el estigma de la diferencia. Wittig encuentra las raíces de este dualismo en Aristóteles y en Platón (Witting Homo Sum, 76-78). También denuncia la profunda misoginia que se esconde tras la formulación de los conceptos de “el intercambio de mujeres” y de “la Ley del Padre”, así como la homofobia que encierra el concepto de un único inconsciente, necesariamente heterosexual, y expone la “sobremitificación” de conceptos como “la diferencia, el Deseo, el Nombre-del-Padre”. (Witting El pensamiento heterosexual, 55) Se trata de conceptos basados en la pareja heterosexual como “un principio evidente, como un dato anterior a toda ciencia”, como una relación “ineluctable”, y con ello “el pensamiento heterosexual se entrega a una interpretación totalizadora a la vez de la historia, de la realidad social, de la cultura, del lenguaje y de todos los fenómenos subjetivos” (Ibid, 51). No es la primera vez que se expone la tendencia totalizadora y universalizante de las concepciones estructuralistas, con sus “leyes generales que valen para todas las 138 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gabriela Castellanos Llanos sociedades, para todas las épocas, todos los individuos” (Ibid, 52); lo novedoso aquí es que se hace en denuncia de la obligatoriedad de la heterosexualidad. La crítica es válida; afortunadamente, contamos ya con otras formulaciones sobre la cultura, la sexualidad y el lenguaje que no participan de la tendencia estructuralista a universalizar los conceptos y las leyes. Los planteamientos estructuralistas no son los únicos que nos permiten entender la cultura; podemos verlos como elaboraciones teóricas hasta cierto punto rebasadas. A partir de Bajtín, por ejemplo10 comenzamos a ver los discursos y la cultura como más diversos, más multifacéticos, ya que junto a un discurso oficial encontramos una variedad de discursos populares, discursos de la vida cotidiana y de la plaza pública cuya diversidad y oposición al discurso oficial ofrece posibilidades de cambio, de recombinaciones, de saltos y rupturas. Con Foucault, por otro lado, los discursos y las prácticas sociales se muestran, a partir de cambios históricos de índole social, económica y política, capaces de construir de maneras cambiantes los cuerpos mismos, así como la sexualidad11 . Finalmente, con Butler se parte de la idea de que los sujetos y los cuerpos se construyen de modos diversos en interacción con los discursos sociales y con lo que ella llama “la ley”, por más que se piense que hay un sujeto previo a esos discursos y a esa ley12 . En todos estos autores se ha superado el nefasto binarismo estructuralista entre un sujeto por derecho propio y un otro u otra que jamás alcanzará ese estatuto, así como las tendencias totalizantes del estructuralismo. A la luz de estos nuevos planteamientos, no es necesario pasar de ver a la mujer como esa Otra que no puede existir como sujeto por derecho propio, como lo hace Lacan, a afirmar que “las lesbianas no son mujeres”, como vimos que concluye Wittig. 2. ¿Es natural el sexo? Los conceptos de sexo, género y mujer A partir de todas estas discusiones se hace claro que el quid de lo que venimos discutiendo está en el modo como se conciben las identidades sexuales y de género, lo cual a su vez nos remite a los conceptos mismos de sexo y género, y a la categoría “mujer” en particular. Veamos entonces algunas definiciones de estos términos que han sido de gran influencia en el feminismo, para llegar a concluir en qué sentidos el feminismo lésbico, en mi concepto, hace aportes acertados, y en qué sentidos me aparto de sus planteamientos. Partiendo de las afirmaciones de Teresa de Lauretis en su famoso ensayo “La tecnología del género” (1987), cuando afirmó que “la noción de género como diferencia sexual y sus nociones derivadas –cultura de las mujeres, maternizar ( mothering), escritura femenina, feminidad etc.— se han convertido ya en una limitación. . . para el pensamiento feminista” (de Lauretis 1987), algunas teóricas del feminismo lésbico critican las definiciones de género como diferencia sexual, o que se basan en dicha 10 Véase Bajtín, Mijaíl: 1974 y 1987 La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. El contexto de François Rabelais Barcelona: Barral y Alianza: Madrid; 1986 Problemas de la poética de Dostoievski México: Fondo de Cultura Económica; 1989 Teoría y estética de la novela Madrid: Taurus; 1989 El problema de los géneros discursivos México: Siglo XXI. 11 Véase Foucault, Michel: 1980. Vigilar y castigar Madrid: Siglo XXI Editores; 1976. Historia de la sexualidad I. La voluntad de saber. Madrid: Siglo XXI Editores; 1993, Historia de la sexualidad II.El uso de los placeres. Madrid: Siglo XXI; 2005, Historia de la sexualidad III. El cuidado de sí Madrid: Siglo XXI y 1992. El orden del discurso. Buenos Aires: Tusquets Editores. 12 Véase Butler, Judith. 2001. El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad. México: Paidós; 2002 Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discusivos del sexo. Barcelona: Paidós. 139 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gabriela Castellanos Llanos diferencia. En efecto, dos de las definiciones de la categoría género más comúnmente aceptadas en la literatura feminista, las de la antropóloga estadounidense Gayle Rubin y la de la historiadora también estadounidense Joan Scott, se basan en ella. La primera nos habla de género como “el conjunto de disposiciones mediante las cuales una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de actividad humana” (Rubin 1975, 159). Como puede verse, se da por sentado que la sexualidad biológica es algo pre-existente a la sociedad, con lo cual se le presupone una realidad universal. La segunda define el género como “un elemento constitutivo de las relaciones sociales que se basa en las diferencias que distinguen a los sexos”; al mismo tiempo, género es “una forma primaria de relaciones significantes de poder”, a la vez que “el campo primario dentro del cual o por medio del cual se articula el poder” (Scott 1990, 23). La referencia al poder como base del género es un gran paso de avance, pero nuevamente se da por sentado que “las diferencias que distinguen a los sexos” es la base del género. A nuestros ojos occidentales, la diferencia sexual es un dato evidente, su existencia una verdad incontrovertible, basada en la naturaleza misma de las cosas. Según lo expresa Ochy Curiel: “El hecho de que el género se base en la diferencia sexual, da por hecho que el sexo es natural. Esta relación entre sexo y género hace que estos aparezcan como dos categorías que dependen la una de la otra. La segunda (el género) es analizada como la construcción social de la primera, y la primera (el sexo) se asume como un hecho preexistente.” (Curiel 2011 207-208) Curiel y otras autoras del feminismo lésbico (como Jules Falquet y Nicole Claude Matthieu13 ) rechazan el concepto de la diferencia sexual, postulando la base materialista de la construcción sociocultural de la relación entre hombres y mujeres y del concepto “mujer”, como resultado de una explotación de clase, basándose en la argumentación de Christine Delphy a la que ya nos referimos. Por otra parte, varios autores y autoras han refutado esta idea de la “naturalidad” del sexo” sin partir de esta definición de las mujeres como una clase social. Lo hizo, en primer lugar, Foucault, cuando en Historia de la sexualidad trazó los avatares del término “sexo”, mostrando que esta idea no existe sino en el marco de un discurso históricamente situado, y que por lo tanto el sexo que atribuimos a los sujetos depende de dicho discurso. Pero, como lo expresó de Lauretis, es necesario reconocer que Foucault no tomó en cuenta las formas diferenciales en las cuales hombres y mujeres son construidos como sujetos por esa tecnología: Como la sexualidad. . . el género no es una propiedad de los cuerpos o algo originalmente existente en los seres humanos, sino ‘el conjunto de efectos producidos en los cuerpos, las conductas y las relaciones sociales’, en palabras de Foucault, por el dispositivo de ‘una compleja tecnología política’. Pero debe decirse de una vez, y de allí el título de este ensayo, que pensar en género como el producto y el proceso de un número de tecnologías sociales. . . es ya ir más allá de Foucault. . . [quién ignoró] las investiduras conflictivas de hombres y mujeres en los discursos y las prácticas de la sexualidad (De Lauretis, op. cit. 3). 13 Véase Falquet, Jules y Matthieu, Nicole Claude. 2005. “¿Identidad sexual/sexuada/de sexo? Tres modos de conceptualización de la relación entre sexo y género” en El patriarcado al desnudo. Tres feministas materialistas. Collette Guillaumin, Paola Tabet, Nicole Claude Matthieu, compilado por Ochu Curiel y Jules Falquet. Buenos Aires: Brecha Lésbica. 140 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gabriela Castellanos Llanos Reconozcamos, de paso, que tanto en la antropología como en la historia de la medicina se ha encontrado que, efectivamente, la idea de dos sexos discretos y “opuestos” es una idea históricamente situada y culturalmente determinada. Múltiples estudios han demostrado que otras culturas no comparten la noción occidental del binarismo sexual; los hallazgos de distintas autoras, como Henrietta Moore, Sylvia Yanagisako y Jane Collier, y muchas otras, nos llevan a pensar que las categorías binarias hombre/mujer, varón/hembra, masculino/femenino como opuestos irreconciliables son características de nuestra cultura y no conceptos universales14 . Por su parte el historiador de la ciencia médica Thomas Laqueur afirma que en la antigüedad clásica en Occidente se pensó que existía un solo sexo, el masculino, y que la mujer era sólo un varón insuficientemente desarrollado (Laquer 1994). Este “unimorfismo” sexual, que estuvo vigente casi hasta el siglo XVII, se basó según Laqueur en la concepción ideológica de la inferioridad femenina frente al varón, de modo que fue la ideología la que dio base a las concepciones “científicas” de varios siglos sobre la sexualidad. Finalmente, en El género en disputa Judith Butler demostró que lo que llamamos “mujer” se construye de modos variables, pero siempre en el contexto de los discursos con los que interactuamos. Esta autora arguye convincentemente la inconveniencia de definir a la mujer, de asignarle características psíquicas o morales que se presupongan universales, ya que cualquier descripción de la “naturaleza femenina” excluirá necesariamente a algún grupo. La autora es además famosa por su análisis de la construcción de la identidad sexual y de género como un proceso performativo, es decir, realizado mediante la iteración ritualizada de discursos y estilos que nuestra cultura nos propone como “naturalmente” ligados a uno y otro sexo, y que o bien hacemos propios, es decir, los incorporamos a nuestras prácticas y discursos, o bien los rechazamos, asumiendo en cualquiera de los dos casos la propia identidad. Uno de los aportes más significativos de la autora es el señalar que las normas culturales de género exigen que exista concordancia entre sexo biológico, estilos de género (modos de comportarnos definidos como femeninos o masculinos) y deseo, de modo que quienes no exhiban esta concordancia se consideran seres ininteligibles y abyectos. A esta norma Butler le llamó la “hegemonía heterosexual”. En cuanto a las categorías “sexo” y “género”, Butler nos dice que el género, como construcción social y cultural, define las formas como concebimos y vivimos lo sexual y reproductivo, de tal modo que lo que llamamos “sexo” ya está contenido en “género”. En otras palabras, lo sexual no puede ni pensarse ni vivirse por fuera de los discursos culturales.15 Podemos concluir, entonces, que la diferencia sexual en una construcción cultural, lo cual quiere decir que es absurdo invocarla, a la usanza de la Iglesia y de quienes dan muestras de homofobia, como regla universal a fin de estigmatizar ni las relaciones homosexuales ni lo que en inglés se conoce como “cruces de género” (gender crossing): la “feminización” de algunos hombres o la “masculinización” de algunas mujeres, que no es sino el uso de estilos culturalmente asignados a personas de un sexo por parte de quienes pertenecen a otro16 . A estos estilos les llamo generolectos, y en trabajos 14 Para una relación de estos tipos de estudios de culturas donde estas categorías no funcionan como en nuestra tradición occidental judeo-cristiana, véase Castellanos, Gabriela. 2006 “Sexo, género y feminismo. Tres categorías en pugna”, en el libro del mismo título. Cali: Centro de Estudios de Género, Mujer y Sociedad, Universidad del Valle 15 Véase Judith Butler, 2001 y 2002. 16 Véase Gabriela Castellanos. 2009. Qué decimos, quiénes somos: discurso, género y sexualidad. Cali: 141 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gabriela Castellanos Llanos anteriores los he definido y he empleado el término para el análisis literario. La aceptación de “cruces de género” en el uso de generolectos no quiere decir, sin embargo, que esté justificado acusar de sumisión o de insuficiente conciencia de su dominación a las mujeres que han construido una identidad heterosexual, y que emplean los estilos de género “canónicos” (o sea, a las mujeres que adoptan un generolecto culturalmente considerado femenino). Me parece perfectamente factible, aun cuando no sea demasiado común, que una mujer sea a la vez femenina y feminista, en la medida en que su empleo de generolecto femenino no incluya actitudes de complicidad o complacencia con la propia dominación, lo cual de hecho no es en absoluto definitorio del generolecto. Asimismo, el aceptar la relatividad cultural de la palabra sexo no significa que podamos abolir su uso, que podamos prescindir de ella. Simplemente debemos reconocer que no es una categoría analítica, susceptible de una definición científica o filosófica, sino un “concepto nativo”17 es decir, una categoría que se emplea en la vida cotidiana en nuestra cultura. Evidentemente existen unos datos biológicos que sí pueden verificarse, que van desde la anatomía y la fisiología de los genitales hasta la configuración genética de individuos XX o XY, pasando por procesos como la concepción o el parto, pero s imposible reducir “sexo” a cualquiera de estos datos, o a todos en su conjunto, por más que éstos estén relacionados con el término18 . “Sexo”, en nuestra cultura, como ya lo dijo Foucault, tiene que ver también con la atracción y las relaciones físicas entre individuos que les producen placer, con la identidad de los individuos, y con toda una constelación de significados que anteriormente se designaban por medio de significantes como “genitales”, “concupiscencia”, “acto carnal”, “deseo venéreo”, “lujuria”. El término, en la usanza contemporánea, nos refiere a un conjunto de realidades demasiado complejas para que sea reducible a un dato anatómico. Ahora bien, la idea de que el sexo es una realidad también cultural conduce lógicamente a una relativización de las mimas formas como se define “mujer”, y también “hombre”. En cuanto a género, la validez y utilidad del término ha sido revaluada por la misma Joan Scott, autora de la definición más influyente del término a la cual ya nos referimos, debido al uso que con frecuencia se hace de él, uso que la autora considera acomodaticio, incompatible con la transformación social y cultural que necesitamos: Con demasiado frecuencia, “género” connota un enfoque programático o metodológico en el cual los significados de “hombre” o “mujer” se toman como fijos; el objetivo parece ser describir roles diferentes, no cuestionarlos. Creo que género sigue siendo útil sólo si va más allá de este enfoque, si se toma como una invitación a pensar de manera crítica sobre cómo los significados de los cuerpos sexuados se producen en relación el uno con el otro, y cómo estos significados se despliegan y cambian. El énfasis debería ponerse no en los roles asignados a las mujeres y a los hombres, sino a la construcción de la diferencia sexual en sí. (Scott 2010, 8) Universidad del Valle. 17 En el sentido dado a este término por Clifford Geertz, en “Desde el punto de vista de los nativos: sobre la naturaleza del conocimiento antropológico”. (En Antropología y Epistemología. Año 1- Nº 1, 1991. Universidad Autónoma Metropolitana. División de Ciencias Sociales y Humanidades. Dpto. de Antropología, México.) Citado en Claudia Lugano. 2002. “El concepto de vida cotidiana en la intervención del Trabajo Social”. Margen, Revista de Trabajo Social y ciencias Sociales, Buenos Aires, Edición N° 24 18 En este sentido, considero un tanto exagerado decir, como lo hace Curiel, “que la bipartición de los géneros no tiene nada que ver con lo biológico” (op. cit., p. 210). 142 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gabriela Castellanos Llanos Scott, entonces, aboga acertadamente por un uso de los conceptos de hombre y mujer como dependientes de la cultura donde se empleen, y no como verdades inamovibles. No se trata, empero, de “destruir las categorías de hombre y mujer”, como ya vimos que propuso Wittig, cosa que además ella misma no logra hacer, por cuanto continúa utilizándolas en sus análisis. En suma, podemos decir que las proponentes del feminismo lésbico han contribuido al cuestionamiento de la diferencia sexual como un dato universal, en lo cual coinciden con otras teóricas feministas, así como con estudiosos y estudiosas de la temática sexual. Como lo planteó Teresa de Lauretis, el término “diferencia sexual”, cuando no se usa conscientemente como una construcción cultural, “constriñe el pensamiento feminista crítico dentro del marco conceptual de una oposición universal entre los sexos”, con las consecuentes tendencias totalizantes y esencialistas, inclusive si se usa en su acepción post-estructuralista, que nos refiere no tanto a la biología como a los procesos de “significación y a los efectos discursivos de la différance [término de Derrida]” (de Lauretis op. cit., 1-2). 3. A modo de conclusión Podemos ya proceder a evaluar los aportes del feminismo lésbico, empleando los tres criterios propuestos por Dunn mencionados al inicio de este artículo. En mi concepto, las autoras que hemos estudiado (Bunch, Rich, Delphy, Wittig, y otras como Jules Falquet y Ochy Curiel), de hecho a menudo diversas en sus planteamientos, han hecho algunas contribuciones importantes al diagnóstico de las causas de la situación social en cuestión (primer criterio de Dunn), en este caso la subordinación social de las mujeres y de las lesbianas, en especial al definir conceptos como “heterosexualidad obligatoria” (Rich) y al insistir en el carácter cultural de los conceptos de “sexo” y “diferencia sexual” (Falquet, Curiel). En múltiples ocasiones estas contribuciones han sido importantes para el desarrollo de la teoría feminista. Sin embargo, en ocasiones han llegado a posiciones que son a mi juicio incorrectas, como la supuesta incoherencia de ser a la vez heterosexual y feminista (Bunch, Rich, Wittig), o la idea de que las lesbianas no son mujeres (Wittig), o la definición de “mujer” y por lo tanto de “hombre” como dos clases antagónicas (Delphy, Wittig, Falquet, Curiel). Es en relación con el segundo criterio, la definición de las características de los cambios que debemos implementar, donde encuentro las que son, a mi juicio, las posiciones más insostenibles de las autoras que proponen el feminismo lésbico. Por su parte, Bunch, Rich (y quizás también Wittig) abogan por la incorporación masiva de las mujeres al lesbianismo, cosa por demás imposible para la inmensa mayoría de las heterosexuales, como ya lo expuse. Por otro lado Delphy (y aparentemente Falquet y Curiel le seguirían en esto), plantea la revolución de la clase de las mujeres contra la opresión por la clase de los hombres. No logro imaginarme (y las autoras no lo plantean) que tipo de condiciones deberán darse para que esto sea factible, lo cual nos lleva al tercer criterio, el de proponer acciones realistas para cambiar las situaciones opresivas descritas. Ninguna de las autoras estudiadas nos ofrece propuestas de este tipo, lo cual no es de extrañar, dadas las deficiencias en cuanto al segundo criterio, que es en realidad la base para el tercero. Para terminar, digamos sólo que hasta que el feminismo lésbico que venimos 143 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Gabriela Castellanos Llanos examinando no aborde esta tercera tarea, la de las propuestas políticas específicas, realistas, realizables, no podrá escaparse, a mi juicio, de la crítica a las soluciones que propone al importante problema de la discriminación, e inclusive la persecución, contra las lesbianas, que es parte importante de la subordinación social de la mujer. 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Wittig, Monique. 2006. “La categoría de sexo” en El pensamiento heterosexual y otros ensayos. Madrid y Barcelona: Editorial Egales. 145 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Paulo Ravecca Applying Political Theory: Issues and Debates. Katherine Smits, Palgrave Macmillan, Houndmills, Basingstoke, Hampshire & NY, 2009. 277 páginas. Paulo Ravecca* La pregunta central del libro es cómo debe estar organizada la vida pública de “nuestras sociedades”. Y la respuesta que ofrece es una exploración erudita y compacta de los debates más salientes (al 2009) en la teoría política anglosajona. El enfoque es eminentemente “práctico”: “this book applies the values and theoretical frameworks of political theory to real world political issues” (5). Smits intenta, entonces, “aplicar” enfoques de teoría política a las grandes controversias que, sobre diferentes políticas públicas, vienen ocurriendo en el marco (político y epistemológico) de las democracias del “Norte Global”. (Este punto de vista que el libro asume −el de países “occidentales”, “ricos” y con democracias liberales “consolidadas”− no es un detalle, como veremos más adelante). Estructurado en 12 capítulos y con una introducción conceptual útil para cursos iniciales de posgrado, el libro es un valioso material para los interesados en los principales debates ciudadanos hoy. La lista de temas tratados es extensa: distribución de recursos (impuestos, bienestar y redistribución), minorías culturales (reconocimiento y derechos), acción afirmativa, prostitución y pornografía, matrimonio “igualitario”, aborto y eutanasia, regulación del discurso ofensivo, libertades civiles en tiempos de terrorismo, obligación (o su ausencia) de los países ricos de brindar ayuda externa, intervención militar con fines humanitarios, y protección del medio ambiente y de las futuras generaciones (este último apartado, dicho sea de paso, plantea una reflexión bien interesante acerca de los límites temporales y geográficos de las obligaciones de justicia)1 . Los capítulos siempre tienen por título una pregunta que, en la mayoría de los casos, empieza con “¿Debe. . . ?” y, en todos los casos, es normativa. Smits, a su manera, hace honor a la complejidad de los fenómenos en cuestión. Si bien el lector puede intuir cierto “favoritismo” por algunas de las visiones en disputa y a veces la autora toma clara posición, predomina una suerte de equilibrio conceptual y no la búsqueda de soluciones teóricas rápidas. La discusión acerca del derecho al aborto (capítulo 7) es ilustrativa en ese sentido: la autora no sólo no caricaturiza la (o)posición “conservadora” sino que además lidia seriamente con argumentos complejos que relativizan el derecho de las mujeres “a decidir”. Y así con cada issue. El libro, pues, * Licenciado, Magíster y Candidato a Doctor en Ciencia Política por York University (Canadá). sobre la conclusión del capítulo 12 la autora reflexiona: “Environmental protection requires us to examine our obligations not only to people in other communities and nations, but also to those in future generations. In posing the question: To whom do we owe duties of justice, we also ask: What is the extent of politics? Where do our political obligations end, leaving us with moral duties as the only checks of our behavior” (249). 1 Ya 146 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Paulo Ravecca merece ser leído. Paso ahora a algunos de sus aspectos que considero problemáticos. Monólogo Liberal y Violencia Teórica Desde el inicio, la autora ubica su libro en los debates de la filosofía normativa anglo. Subraya además que el liberalismo es la teoría principal para los filósofos políticos que escriben en inglés (11). Si bien reconoce que hay otras formas de concebir la reflexión teórica (vertientes más interpretativas y críticas), en términos generales no las incorpora. En la página 6 ofrece una genealogía estilizada del liberalismo donde aparece como el defensor de la libertad y los derechos del individuo2 . Sin embargo, basta mirar dos páginas de, por ejemplo, An Essay on the Poor Law de John Locke (1697), para darse cuenta que el asunto es más complicado. De hecho, la regulación allí propuesta de la vida de los pobres se parece mucho a las tenebrosas descripciones que Michel Foucault hizo de los aparatos de disciplina y mortificación. (La propuesta ansiosa de que los niños de familias pobres trabajaran a partir de los tres años es un buen ejemplo de ello). Smits asume acríticamente la narrativa liberal sobre el liberalismo (y sus otros). En otras palabras, el liberalismo es la meta-narrativa que regula el libro. Su trabajo peca de endogamia teórica. Yo lo hubiera titulado “Aplicando la teoría liberal y sus alrededores” (algo que, como ya dije, el trabajo hace muy bien). La consecuencia de la ausencia del adjetivo (“liberal”) en el título, es la usurpación de la universalidad por un particular (un conjunto específico de debates que son importantes y dignos de reconocimiento pero no los únicos y, por cierto, para muchos de nosotros, no los más intelectualmente estimulantes). El colapso del bloque soviético, el giro lingüístico adoptado por el lado “crítico” de las ciencias sociales y las humanidades (postmodernismo, posestructuralismo), y la hegemonía del liberalismo en las ciencias “serias” (RRII, economics y political science) colaboran en lo que me gusta llamar the othering of Marxism (cuya traducción sería algo así como la esencialización o reducción del marxismo)3 . Smits participa de esta dinámica. La autora señala, por ejemplo, que los enfoques teóricos no siempre tienen posiciones definidas en todos los debates. El marxismo en particular no se interesaría por temas como el matrimonio igualitario o el aborto porque “these do not fit easily into the economic analysis which it is primarily concerned. Other frameworks, such as liberalism, have developed to deal with a wider range of issues” (5). Esta afirmación es sumamente problemática e ideológica: mientras Smits le reconoce al liberalismo versiones diversas (libertariano, igualitarista, etc.) y capacidad adaptativa, reduce al marxismo a “análisis económico” congelado conceptual y temporalmente. En la dirección opuesta, el reciente trabajo de Kevin Anderson (2010) muestra que si los marxistas han de hecho marginalizado sujetos y luchas importantes, es también cierto que el marxismo tiene sus propios márgenes. En todo caso, estamos hablando de una formación discursiva compleja (Foucault 1984, 114) que debe ser reconocida con sus versiones, tensiones, contradicciones y desplazamientos4 . 2 “Liberalism developed because people were concerned about the power of a centralizing state over their freedom of speech and civil liberties”. 3 Es también claro que muchos de los propios marxistas, a fuerza de intolerancia teórica (y de la otra), han colaborado con su propia deslegitimación. Hablando de las ortodoxias, Geoff Eley (2002) se refiere a la “rigidización del marxismo post-Marx”. 4 Para un tratamiento del marxismo en estilo anglosajón pero mucho más rico que el de Smits ver Neal 147 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Paulo Ravecca Si vamos a hablar de la regulación de la sexualidad (de matrimonio igualitario y aborto, por qué no), los nombres de Antonio Gramsci, Wilhelm Reich, Herbert Marcuse o más recientemente Rosemary Hennessy, y la aparición de títulos como “Queer Marxism” muestran una realidad diferente a la que Smits asume sin más. Pero más allá de eso, la autora, como muchos liberales, tiende a reificar conceptos y realidades, a pensar en puras exterioridades, y a tratar las teorías como cosas, en lugar de reconocer la plasticidad del concepto y la porosidad de los fenómenos. Dicho en criollo: parece insostenible su señalamiento de que la economía política y las discusiones en torno a “valores culturales” no tienen mayor vinculación. Como con atino señalaba Wendy Brown por el 2002, teorizar las políticas del reconocimiento, el orden sexual de las cosas, la naturaleza de la ciudadanía o la reconfiguración de la privacidad, sin tener en cuenta que en parte son un producto histórico específico del capitalismo, es literalmente no entender las condiciones constitutivas del propio objeto de análisis5 . (Dicho todo esto: ¿qué decir de los manuscritos filosóficos de 1848? ¿Acaso Smits piensa que también son “economicistas”? ¿Y de la Escuela de Frankfurt y de tantas otras vertientes del pensamiento informadas por el marxismo?). “Democracia” y Dogma Wendy Brown iba más allá y llegaba a sugerir que debemos problematizar el “estatus” del capitalismo en nuestro pensamiento. La reflexibilidad de un enfoque radica, precisamente, en la capacidad de problematizar las condiciones de posibilidad que lo sostienen, sus implicaciones y sus dinámicas internas. Criticar algo no significa querer destruirlo o que no se le encuentre valor. Es un ejercicio que abre campos de posibilidad en el orden de lo enunciable y realizable. Y eso es buena cosa porque impide que las urgencias de la “coyuntura” o las relaciones de poder imperantes regulen completamente nuestro pensamiento. La democracia liberal y sus miserias es un territorio fértil para la crítica radical (radical de raíz, no de romper ventanales de corporaciones). Imponer, en nombre de la ciencia política o de la teoría política, que todos tenemos que celebrar el capitalismo y/o “la democracia” es autoritario, ideológico en el peor de los sentidos, es incluso absurdo. Smits no lo hace, pero algunos de sus puntos de partida van en ese sentido. Sin ir más lejos, la misma idea de “aplicar” teoría política es muy limitante. La teoría aparece en el libro como un nicho de mercado académico, un saber profesional y “exterior” respecto de los contextos analizados (ver Wood 2002 para una crítica a esta posición). Sirve para “solucionar” problemas pero no para problematizar los términos en que los problemas son formulados. Brown sugiere, por el contrario, que la contribución política más importante de la teoría es precisamente la apertura de un espacio (“breathing space”) entre el mundo de los significados comunes y el mundo de los significados alternativos, un espacio de renovación potencial del pensamiento, el deseo y la acción6 . Ciencia, teoría y acción convergen aquí también, pero de un modo Wood (2002). 5 “To theorize the politics of recognition, the sexual order of things, the nature of citizenship, or the reconfiguration of privacy, without taking the measure of their historically specific production by capitalism, is literally not to know the constitutive conditions of one’s object of analysis” (Brown, 2002: 565). 6 Ese fue mi penoso intento de traducción de esta formulación: “Theory’s most important political offering is 148 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Paulo Ravecca diferente. Interpretación o Norma. Sur y Terrorismo Marxismo y liberalismo tienen en común su tendencia general al orientalismo y al colonialismo epistemológico. Así, dos autores con miradas tan diferentes como Neal Wood7 y Katherine Smits comparten el atrincheramiento en la teoría política “canónica”. Este exclusivismo es teórico y (geo)político. Smits, por un lado, no se hace cargo de las contribuciones al pensamiento político de, por ejemplo, los estudios poscoloniales ni la teoría queer (ambos productos de la academia estadounidense), a pesar de que ambos enfoques tienen relevancia práctica y política hoy. Y, complementariamente, pasa por alto la experiencia de los países “en desarrollo” (vaya concepto raro si lo hay) o “no occidentales” (otra noción complicada) y las perspectivas que provienen de ellos. A la pregunta de si los países ricos deben ayudar más a los pobres (capítulo 10), por ejemplo, yo estoy tentado a responder: ¿y si mejor preguntamos distinto? En una línea similar la autora reflexiona sobre si, en las democracias centrales, las minorías culturales deben ser consideradas portadoras de derechos (capítulo tres). Los liberales “progresistas” por supuesto apoyan esa idea. ¿Pero derecho a qué? Lo que no parece haber es la apertura de la pregunta de qué pasa a nivel cultural, político y económico cuando “otros” ingresan en un terreno imaginado como relativamente homogéneo. ¿Es pensable una identidad oficial intacta con una serie de satélites culturales o acaso dichas minorías tienen también el “derecho” a redefinir la mismísima identidad nacional? ¿Y qué hemos de decir sobre el ensamblaje entre clase, raza/etnia y género en términos de las relaciones de poder, la política y la redistribución de recursos? Otra vez, la cultura y la economía política no pueden entenderse por separado. Un último ejemplo de premisas que deben ser sometidas a discusión. La trilogía planteada en el capítulo 9, ciudadanos, Estado/gobierno y terrorismo, asume la mutua exterioridad entre estos espacios y sujetos8 . En ningún momento de la discusión se plantea una posible relación de “interioridad” entre los Estados que supuestamente tratan de protegerse de los ataques terroristas y “el terrorista” que (al igual que ocurre muchas veces con “el pedófilo”) es convenientemente imaginado como monstruo ajeno a “nosotros”, una suerte de accidente de la naturaleza o un producto de “otra cultura”. La oposición normativa entre libertades civiles y política antiterrorista no puede problematizar las dinámicas que han hecho al terrorismo posible, viable y justificable para muchos. Tampoco puede hacerse cargo de la mutua retroalimentación de los fundamentalismos (también los “liberales”) ni de la responsabilidad “occidental” en la creación misma (discursiva y real) de ese “enemigo”. Para eso se necesita interpretación y análisis. Para eso también sirve la teoría política. Por eso aceptar el consenso (y traduzco) de los filósofos en las democracias liberales (the) opening of a breathing space between the world of common meanings and the world of alternative ones, a space of potential renewal for thought, desire, and action” (Brown, 2002: 574). 7 El marxista Wood llega a señalar que “my position assumes a certain commonness or universal quality in all human experience and more specifically among Western European peoples regardless of time and space, a certain sharing of those who have lived in the past with ourselves. We today share something of the day-to-day experiences of ancient Greeks and Roman theorists, medieval churchmen, and the philosophers” (Wood, 2002: 122). Esta es una posición decididamente idealista y chovinista, que asume a Europa como eterna y no como una construcción histórica. 8 En su Hegel and Haiti Susan Buck Morss nos ha sugerido pensar en términos de “porosidad”. 149 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Paulo Ravecca de que el Estado debe tomar medidas para proteger a los ciudadanos de los ataques terroristas, es asumir mucho y excluir mucho, acerca de la naturaleza y el rol del Estado en las sociedades modernas, especialmente, en tiempos tan plutocráticos como éstos. La naturalización de la democracia liberal, nuevamente, limita mucho la discusión sobre el rol político de la teoría. Que los Estados o los mercados tienen derecho a decidir dónde uno puede o no vivir, quién puede o no matar es, por suerte, una idea que muchos contestan aún. En síntesis, la teoría política normativa, las diversas líneas post y el marxismo tienen cosas relevantes para decir del mundo en el que vivimos. Todas ellas tienen una economía de la violencia conceptual y “fallas estructurales”. Elaborar la diferencia, en la academia y más allá, es un desafío inacabado que está bien que nos quite el sueño. Por cierto, el libro no cuenta con una sección de conclusiones. Eso le puede dejar al lector la sensación de “inconclusión”, precisamente. Al menos ése fue el caso para mí. Bibliografía complementaria Anderson, K. S. 2010. Marx at the Margins. On Nationalism, Ethnicity, and NonWestern Societies. Chicago and London: The University of Chicago Press. Brown, W. 2002. “At the Edge”, in Political Theory, 30, 4, What Is Political Theory? Special Issue: Thirtieth Anniversary (Aug., 2002), pp. 556-576. Buck-Morss, S. 2009. Hegel, Haiti, and Universal History. Pittsburgh: University of Pittsburgh Press. Eley, G. 2002. Forging Democracy: The History of the Left in Europe, 1850-2000. New York: Oxford University Press. Foucault, M. 1984. “What is an author”, in ed. Paul Rabinow The Foucault Reader. New York: Vintage Books. Hennessy, R. 2000. Profit and Pleasure: Sexual Identities in Late Capitalism. London: Routledge. Wood, N. 2002. Reflections on Political Theory. A Voice of Reason from the Past. Macmillan, Basingstoke, Hampshire & NY: Palgrave. 150 Contribuciones: V Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Amelia Barreda Teoría política y práctica de la gestión pública: desencuentros y bifurcaciones. Apuntes desde la Ciencia Política.* Amelia Barreda** 1. Introducción Como derivación del proyecto de investigación denominado “Teoría política, pensamiento crítico y procesos sociopolíticos en América Latina: indagaciones en torno a la ciencia política”, que se desarrollaba en el marco del Programa “La cátedra investiga” tendiente a apoyar la actualización de los contenidos y las prácticas docentes, comenzamos a reflexionar acerca de la relación entre teoría política y gestión pública, preocupados por cuestiones asociadas a procesos de reforma del plan de estudios y al papel de la teoría política en un diseño curricular que debe equilibrar la ciencia política con la administración pública. Motivados por una frase de Matus (2007) que afirma que “existe una causa teórica detrás de un fracaso práctico”, marcando la distancia entre teoría y práctica en las gestiones públicas latinoamericanas, advertimos que esta cuestión no está problematizada suficientemente en el campo de la politología. Como supuesto, consideramos que la escasez de estudios al respecto se asocia a una concepción disciplinar que, por su predominio, se presenta como versión única y que involucra tanto a visiones acerca de la teoría política como de la gestión pública. En este sentido, tomamos como punto de inicio la diferenciación que suele establecerse en la ciencia política entre la teoría política (TP) y la teoría política empírica (TPE) que es la que se asume como propia de este campo disciplinar según el paradigma dominante. Nuestra exploración se orienta a pensar que el fracaso práctico del que nos habla el autor se relaciona, en parte, con esta dificultad para incluir a la teoría política en la ciencia política sin adosarle calificativos y que se vincula con perspectivas diferentes: una, que asume concepciones filosóficas, elementos históricos, ideológicos y valorativos como constitutivos de la reflexión acerca de la política y otra que, ajena a estos, desarrolla un saber técnico-instrumental, provocando una distancia sustantiva entre teoría y práctica. A su vez, la gestión pública bajo una misma concepción que * Este artículo está elaborado en base a la ponencia presentada al IX CONGRESO NACIONAL DE CIENCIA POLÍTICA “Centros y Periferias: equilibrios y asimetrías en las relaciones de poder”, SAAP (Sociedad Argentina de Análisis Político), Universidad Nacional del Litoral, Universidad Católica de Santa Fe. Santa Fe, 19 al 22 de agosto de 2009. ** Docente e Investigadora, Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, Argentina. Directora de Carrera de Ciencia Política y Administración Pública (período 2008- 2011). [email protected] 151 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Amelia Barreda recorre el campo disciplinar se entiende (se fundamenta) bajo la dicotomía política – administración (policy – management) que se remonta a fines del siglo XIX pero que se acentúa en las últimas décadas. Considerando a la gestión pública1 como una de las dimensiones de la práctica política, el objetivo de este trabajo es problematizar el desencuentro con la Teoría Política desde la crítica a la concepción dominante en la Ciencia Política. En la primera parte caracterizamos la existencia de un paradigma único (por predominante), el empírico-analítico, que contribuyó a consolidarla como ciencia a la vez que la constituyó como una ciencia para la administración y gobierno del sistema y en el campo científico, la ligó con la psicología conductista y la economía neoclásica, y la desvinculó de la filosofía, la historia y el conjunto de las ciencias sociales; en la segunda parte, revisamos algunas conceptualizaciones sobre lo político/la política, entendiendo que estas están condicionadas y condicionan a su vez el desarrollo de la teoría política; en la tercera parte, contextualizamos y caracterizamos el surgimiento de la nueva gestión pública a partir de la consolidación del neoliberalismo y los procesos de reforma del estado. A su vez, señalamos la reducción de lo político en función de la preeminencia dada a la gestión pública como herramienta de modernización y reforma estatal en el contexto neoliberal. En la cuarta y última parte, analizamos sintéticamente algunos argumentos como base para una efectiva ciencia de gobierno y métodos de gobierno articulando teoría y práctica. 2. “Paradigma único” en la ciencia política. La ciencia política contemporánea se ha desarrollado, en términos generales, bajo una especie de “pensamiento único”. La influencia y el predominio neopositivista (matriz empírico-analítica), que contribuyó a consolidarla como ciencia, a su vez, la constituyó como una ciencia para la administración y gobierno del sistema y en el campo científico, la ligó con la psicología conductista y la economía neoclásica, y la desvinculó de la filosofía, la historia y el conjunto de las ciencias sociales. En esta vía, el consenso en la comunidad académica en América Latina acerca de la pertinencia de los enfoques teóricos de la matriz empírico analítica, bajo la influencia de la academia norteamericana, habilita a pensar en la vigencia de un paradigma único, partiendo de una de las definiciones más generalizadas de Kuhn al definirlo como un conjunto de supuestos y procedimientos generalmente aceptados, los cuales sirven para definir a la vez los temas y los métodos de la investigación científica. Para Kuhn, la "ciencia normal" se desenvuelve dentro del contexto acotado por el paradigma imperante, que por sí mismo define tanto la importancia y prioridades de las cuestiones a estudiar, como el conjunto de criterios sobre los que se basa la aceptabilidad de las soluciones y de los resultados. Dentro de este marco teórico, gran parte de la "ciencia normal", funciona a manera de "juego de rompecabezas", donde la búsqueda de leyes, de constantes, de coeficientes y de otras relaciones se realizan dentro del contexto del paradigma, verdadera clave estructurante. Esta ciencia, en sus orígenes se constituyó como ciencia práctica de la sociedad, al vincular estrechamente observaciones empíricas con la idea de “bien común”, 1 En este artículo no problematizamos específicamente la carga ideológica del término “gestión pública” en relación al de administración pública aunque implícitamente queda planteado. 152 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Amelia Barreda conformando una especie de circularidad entre las afirmaciones teóricas o ideales fundadas en el “deber ser” y la tosca realidad, buscando dar cuenta y dar respuesta a las crisis recurrentes atinentes a los modos de ejercicio del poder2 . La ciencia política contemporánea, por el contrario, se consolidó bajo una perspectiva diferente, que termina conformando un paradigma en el sentido kuhniano, siendo sus rasgos predominantes la búsqueda de la objetividad, la neutralidad valorativa, la unicidad metódica y la perspectiva antropológica individualista. A su vez y por la vocación analítica, lo político y lo administrativo, fueron distinguiéndose cada vez más, conformando campos disciplinares altamente diferenciados como resultado de esta matriz paradigmática. Efecto del “paradigma único”, la pretensión no teoricista es también uno de los rasgos que genera dificultad a los investigadores que pretenden abordar cuestiones que desbordan la trama conceptual de los enfoques institucionalistas o los modelos de elección racionales. Gildo Brandao (2003) manifiesta que la absorción acrítica de la revolución conductista y la moderna institucionalista han hecho olvidar, en América Latina, la reflexión metodológica sobre los presupuestos conceptuales de la investigación y ha encerrado a la disciplina en los límites de la profesionalización. Bajo la influencia de la psicología conductista se orientó la mirada hacia el comportamiento de los individuos hasta el punto casi de negar su objeto como ciencia, subordinando la lógica de lo público a los intereses y elecciones individuales. El predominio de este enfoque y sus derivaciones (la teoría de sistemas) y la “revolución” racionalista (teorías de la elección racional - TER) apuntan a definir a la política como un resultado secundario de las acciones individuales fundadas en cálculos racionales orientadas por fines específicos o por reglas institucionales, estrechando la investigación politológica al análisis de representaciones subjetivas y ordenamiento de preferencias mediante modelos que dejan constantes variables contextuales o a la descripción de reglas, rutinas y procedimientos institucionales. Sin duda las teorías neoinstitucionalistas han generado en la disciplina una renovación que incorpora nuevamente análisis estructurales e históricos. Sin embargo, la influencia de las TER en el neoinstitucionalismo, profundiza antes que cerrar la distancia entre la dimensión práctica de la política y la teoría puesto que las teorizaciones y modelos que surgen de este cruce (TER y NeoInstitucionalismo) refuerza en el análisis la importancia de la gestión de lo público por sobre las consideraciones de los procesos socio políticos. La búsqueda de modelos eficientes para la gestión se organiza sobre la opacidad de lo político, bajo el convencimiento que la creación de nuevas reglas y procedimientos son la clave de las reformas estatales. Ante una realidad que se impone con sus urgencias, la ciencia política y las ciencias sociales en general encuentran dificultades para responder a profundas transformaciones epocales; por tanto y en términos kuhnianos, no estarían en una fase de ciencia normal sino en una etapa de crisis paradigmática. En el conjunto de las ciencias sociales, a excepción de la ciencia política, la coexistencia de varias matrices paradigmáticas ha generado una situación de debate y enriquecimiento en la comunidad 2 Es necesario decir que desde sus orígenes la política fue asociada más a los aspectos institucionales antes que prácticos, si bien Aristóteles se ocupa de la relación entre praxis y phronesis. En Maquiavelo se advierte, sin embargo, una preocupación más explicita por la acción, por la dimensión práctica que implica la lucha por el poder. 153 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Amelia Barreda científica. En el campo politológico, sin embargo, si bien se advierte el surgimiento de otros enfoques, estos pertenecen a una misma matriz o paradigma, convalidando la “percepción” de paradigma único. En este sentido y a la luz de la reestructuración capitalista desde mediados de la década del ’70 del siglo XX se complejiza cada vez más explicar, no sólo describir, ese objeto que es a la vez tan visible y tan oculto, la política/lo político, y se dificulta desnaturalizar aquello que aparece allí como desde siempre. Las perspectivas metodológicas conductistas, sistémicas o racionalistas no han podido develar el misterio del ministerio (Bourdieu en Wacquant, 2005), por su preocupación constante de modelizar y de simplificar la realidad. En el marco neopositivista se ha conformado una disciplina cuya preocupación cientificista ha independizado al método de las reflexiones teóricas y ha llevado a los politólogos a ocuparse de asuntos sumamente especializados, factibles de ser demostrados empíricamente pero poco eficaces para dar cuenta de su objeto en toda su complejidad (Sartori). Por el contrario, las denominadas ciencias de la administración y de la gestión pública adquieren un prestigio sostenido por la lógica sistémica que se impuso desde los ’80 cuando comienza a desplegarse con fuerza el neoliberalismo como expresión económico/política de la reestructuración capitalista en su fase global. 3. Teoría política y Ciencia Política: una relación compleja. Una pregunta que recorre a la historia de la ciencia política contemporánea es qué espacio ocupa en el campo disciplinar la teoría política y de qué hablamos cuando la mencionamos para distinguirla de las teorías de la filosofía política (entendiendo por estas, en principio, al pensamiento clásico). De allí que se la califique como Teoría Política Empírica, sin embargo no queda claro su estatuto epistemológico. Pasquino advierte sobre esto, cuando analiza la evolución de la disciplina, y señala que el pensamiento político clásico no es incorporado o es incorporado no adecuadamente al desarrollo de la ciencia política defendiendo fronteras disciplinares y ámbitos académicos a ultranza: (. . . ) La Ciencia política contemporánea, no ha encontrado aún el modo de “recuperar” a fondo el pensamiento de los clásicos. Ni, por otra parte, los 5 historiadores del pensamiento político ni los filósofos políticos contemporáneos han logrado reformular las contribuciones de los clásicos de modo que las hagan importantes e utilizables. . . ” (Pasquino, 1988: 32-33) Esta problemática no es novedosa, pero es el contexto en el que hay que entender el divorcio entre teoría política y la práctica de la gestión pública. Como teoría política puede entenderse a toda reflexión sistemática sobre las relaciones de poder y las formas de institucionalización del mismo así como las tensiones que surgen de la distribución de los bienes materiales y simbólicos en colectivos humanos en momentos históricos determinados. En cada época, se desarrolla un modo específico de interpretar los sucesos de la vida en sociedad en cuanto a su organización e institucionalización política bajo diferentes enfoques. La teoría política (TP) suele ser calificada de normativa, o de histórica (historia de las ideas, historia del pensamiento político) o de filosofía política a secas, para distinguirla de la teoría política empírica. Las primeras serían 154 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Amelia Barreda parte de una “tradición de discurso” que establece una especie de “gran diálogo” entre teorías al decir de Wolin (1973), en tanto que la teoría política empírica (TPE) se fundamenta en la ruptura con la tradición de discurso y es calificada como el nivel de teorización apropiado para la ciencia política porque se construye en base a enunciados susceptibles de ser contrastados empíricamente y convertidos en leyes generales y modelos de aplicación general, sin considerar las dimensiones histórico culturales, ideológico-valorativas, es decir, una teoría con el “carácter científico” que los behavioristas consideraban como tal. Hasta mediados del S. XX y desde los filósofos griegos, interesarse por la buena vida en sociedad implicaba preocuparse por cómo llevar adelante esa sociedad - en un sentido práctico – y cómo evitar las crisis y descomposición de las formas de convivencia, manteniendo con pocos quiebres y rupturas, una tradición de discurso que hacía de la TP toda reflexión sobre el orden para evitar el desorden/conflicto. Es decir, a la vez que la TP intentaba comprender el porqué del orden o del desorden, a su vez y de una manera casi inevitable, estipulaba, deslizaba, dejaba entrever cómo actuar sobre los acontecimientos. Era considerado inherente a la teorización sobre lo político, en diferentes grados según el enfoque, ligar la teoría con la práctica política. En toda TP estaba implícito un proyecto político. Por el contrario, en la ciencia política empírica se pone en carriles paralelos a las teorías políticas y a las teorías y modelos de gestión de lo público como si trataran de objetos disímiles, como si gobernar tratara de la aplicación de normas y procedimientos y la puesta en práctica de un proyecto político fuera el resultado automático de esto. En base a esta concepción, la teoría política termina siendo un “adorno intelectual” en la formación de los politólogos sin relación con la dimensión práctica de su profesión (somos conscientes del entramado de estructuras y de apreciaciones y disposiciones en el campo político que filtran lo teórico a través de los postulados programáticos de partidos e ideologías varias, pero el énfasis lo ponemos en la crítica a un tipo de formación académica que naturaliza este divorcio). En parte esta cuestión, ha sido actualizada y problematizada al tratar la diferencia política, es decir, la distinción entre lo político / la política3 , que es un planteo de tipo filosófico, sin embargo la consideramos relevante para recuperar la teoría en sentido fuerte, es decir, recuperar un lugar que ha sido en gran parte ocupado por el desarrollo de modelos, descripciones y comparaciones exhaustivas y teorizaciones de mediano alcance que no alcanzan a dar cuenta de las nuevas formas, modos y prácticas políticas actuales y las nuevas articulaciones y configuraciones diversas entre la sociedad (pueblo, multitud, movimientos sociales, organizaciones de la sociedad civil, etc) y el poder del Estado (cada vez más difícil de delimitar en medio de otros poderes “extraestatales”). Si bien no profundizaremos la cuestión, discutir la diferencia entre lo político y la política nos permite ubicar el “locus” epistemológico de la ciencia política bajo el paradigma dominante ya que la disciplina deja a la filosofía la discusión por los fundamentos (o la ausencia de fundamentos), es decir lo político, y se mueve en el 3 Según Oliver Marchart (2009: 17-20), lo que caracteriza al conjunto de pensadores que profundizan en esta cuestión, los “posfundacionalistas” o heideggerianos de izquierda, es la interrogación permanente acerca de la im-posibilidad de un fundamento último para explicar la existencia de la sociedad, una interrogación sobre las figuras metafísicas fundacionales: esencia, totalidad, universalidad, etc. Por tanto, la política, como concepto único, no alcanza y deba ser suplementada por otro. 155 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Amelia Barreda plano de la política, que si bien en lo discursivo va a ser definida como toda acción que se relaciona con el bien de la comunidad, finalmente va a quedar reducida, en los planteos empírico-analíticos y en la práctica concreta de gobernar, a la administración y gestión de lo público. La política queda asociada al orden, al control, a las instituciones, dejando de lado (o no reconociendo) su ambigüedad y la tensión permanente que existe al momento de aprehenderla, entre la noción de orden y la noción de conflicto, entre lo instituyente y lo instituido. Optar por una sola dimensión para el análisis es aceptar “el orden de las cosas” derivando así en una especie de “tecnología social” que se presenta como neutral, al servicio de gobierno. La noción de la política como tecnología social no se problematiza en la ciencia política, por el contrario, habilita entenderla como gestión o administración de lo público, dejando de lado en el análisis y la reflexión politológica, la distancia entre las propuestas discursivas que se dan en la competencia por el poder gubernamental y lo que efectivamente resulta para la sociedad (que podría entenderse como lo político, la razón de ser de la política). En este sentido, Nancy (filósofo francés que conjuntamente con Lacoue-Labarthe aborda con mayor intensidad la diferencia entre la política y lo político) afirma que “la política es una forma de actuar y pensar tecnológicamente que hoy consiste principalmente en la administración social institucionalizada y de lo que Foucault llamaría las tecnologías gubernamentales o policía (citado por Marchart, 2009: 95). Pertenece, pues, a la esfera del cálculo, donde todos los problemas y dificultades que surgen “se resuelven” por medios administrativos, mientras que todo lo cuestionable en sentido radical, esto es, la cuestionabilidad como tal desaparece” (Marchart, 2009: 95). ¿Qué lugar ocupa entonces la teoría política en la ciencia política bajo la matriz predominante, si no sirve para cuestionar lo existente? Por esto, esta discusión sobre la diferencia no puede resolverse en términos empíricos, ergo, la teoría política empírica de la ciencia política no puede hacerse cargo de esto sin que se asuman consideraciones “filosóficas”, sin que esto implique abonar un desdibujamiento de la disciplina subsumiéndola a la filosofía, sino rescatar abordajes y perspectivas teóricas sin las cuales no se puede superar el nivel descriptivo y de relaciones causales débiles. En todo caso y como plantea Brandao (2003) la teoría política debe configurarse como un campo de investigación interdisciplinario, autónomo intelectualmente, que sirva a la educación intelectual de hombres comprometidos socialmente y que ligue inevitablemente diferentes campos disciplinares de las ciencias sociales con la filosofía4 . El autor aclara taxativamente que es inevitable recuperar esta relación sin que implique caer, por un lado, en el ensayismo sin rigor y, por otro, en la consideración de la filosofía como ideología pre-científica. Por otro lado, ciertos autores, si bien confluyen en la idea de la multi e interdisciplinariedad cuando se refieren a la teoría política, sin embargo abogan 4 Existe todo un desarrollo en la actualidad, acerca de la necesidad de impensar las ciencias sociales (I. Wallerstein, 1998, ed. en español) que implica abandonar la separación taxativa entre sí y entre estas y la filosofía, argumento sostenido además en el Informe Gulbenkian, que apuesta a todo el campo científico. Wallerstein señala que las ciencias sociales devinieron a partir del S. XIX en instrumentos para gobernar un mundo donde el cambio era “normal” y debían ayudar a mantenerlo dentro de estos límites de normalidad. Al consolidarse la ciencia política en Estados Unidos, la ciencia política se convierte más claramente en una ciencia para gobernar y en la que la política queda subsumida a la administración (del mismo modo que sus teorías cortan con el pensamiento político clásico o con la tradición de discurso, como ya se señaló) 156 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Amelia Barreda por una autonomización más tajante de la misma. En este último sentido, Mejia Quintana (2006: 4) plantea la necesidad de que la teoría política configure su estatuto epistemológico rompiendo con la filosofía, la sociología y la economía neoclásica, identificando claramente sus unidades de análisis como el Estado, el sistema político y el poder que confluyen en la problemática de la democracia. Si bien el autor plantea que su pretensión no es una vuelta atrás al neopositivismo y las fronteras disciplinares a ultranza, sin embargo, busca “. . . reconsiderar la fundamentación disciplinaria como base de una multi e interdisciplinariedad que no la subsuma y que posibilite, por el contrario, una relación equilibrada entre ambos polos”. Acordamos con Brandao acerca de la necesidad de entender a la teoría política como un campo interdisciplinario que pretende autonomía intelectual y que en ello va a recuperar las discusiones que parecen como propias de la filosofía, de la historia, de la sociología. En el mismo sentido, si acordamos en que la política como práctica se sostiene en una tensión inerradicable entre la idea de orden y la idea de conflicto, la teoría política y la gestión pública no pueden entenderse como ámbitos inconmensurables. Como señala Rinesi (2003: 22), la palabra política es ambivalente no porque esté necesitando una “definición” más precisa, sino porque aquello que nombra involucra una tensión inerradicable. En efecto: contra quienes reducen la política (como lo hacen las teorías institucionalistas que dominan el ambiente de la politicología académica) al mero funcionamiento de la maquinaria institucional, pero también contra quienes buscan la política solamente en las prácticas de oposición a esos dispositivos, sostendré acá- afirma el autorque el conflicto y la tensión entre la idea de la política entendida como práctica institucional de administración de las sociedades y la idea de política entendida como antagonismo y lucha es constitutiva de la política misma”. [Porque] “. . . ningún orden agota en sí mismo todos sus sentidos ni satisface las expectativas que los distintos actores tienen sobre él”. Es decir, la teoría política, sólo puede entenderse como tal cuando involucra en su análisis todos los aspectos que hacen a su objeto. La operación epistemológica que bifurca los caminos del análisis de lo político: por un lado, la política, y por el otro lado, lo administrativo, funciona también como una operación ideológica conservadora, reduciendo las cuestiones de gobierno a modelos tecno burocráticos sin cuestionamientos de fondo al orden establecido. 4. Gestión Pública5 , reforma del Estado y política. La emergencia de la NGP se fundamenta en las dificultades que enfrentan los Estados para acomodarse a la creciente complejidad de las situaciones y demandas sociales, pero en el fondo de la cuestión está presente la búsqueda de la mercantilización y privatización de los servicios públicos, acorde al proceso de financiarización de la economía desde mediados de los ‘70. Durante las últimas décadas las prescripciones 5 Se usará indistintamente Nueva Gerencia Pública, aludiendo al Management Público o al Modelo Gerencial Público. 157 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Amelia Barreda de modernización de la Administración Pública se presentaron como un modelo universalizable, de aplicación general y “neutral políticamente” y cuyo eje era la aplicación del Management a las organizaciones públicas. Según el CLAD, “El modelo gerencial tiene su inspiración en las transformaciones organizacionales ocurridas en el sector privado, las cuales modificaron la forma burocrático-piramidal de administración, flexibilizando la gestión, disminuyendo los niveles jerárquicos y, por consiguiente, aumentando la autonomía de decisión de los gerentes -de ahí el nombre de gerencial-. Con estos cambios, se pasó de una estructura basada en normas centralizadas a otra sustentada en la responsabilidad de los administradores, avalados por los resultados efectivamente producidos” (CLAD, 1998). En los ’80, se partía del diagnóstico negativo de la dimensión burocrática de los Estados como uno de los principales obstáculos para la consolidación de la nueva configuración Estado- Sociedad ya no estadocéntrica sino mercadocéntrica. En este sentido, decir que el modelo es neutral políticamente es, justamente, anunciar su carga política e ideológica. Contextualizando el predominio de la gestión pública como articulación de lo público y lo privado, si bien el modelo gerencial se presentó con fuerza en los ’80, la pretensión de aplicación de las técnicas empresariales al ámbito de lo público no es nueva (como no es nueva la vigencia de la perspectiva analítica en la ciencia política que terminó aceptando la distinción en dos campos de análisis: la política y la administración). Tanto en Europa como en Estados Unidos entre fines del S. XIX y principios del XX, hubo iniciativas destinadas a aplicar métodos científicos a la administración pública, lo que significaba trasladar los presupuestos de la administración privada al Estado. Como efecto de la crisis capitalista de los ’70 y la consolidación del neoliberalismo como ideología, como doctrina y como régimen, la lógica privada se impuso explícitamente por sobre la pública y se responsabilizó al Estado (de Bienestar) de esta crisis. Habilitó a su vez, este cruce de técnicas y procedimientos que impregnó en los ’90 en Latinoamérica los procesos de Reforma del Estado. La década de los ’80, calificada como la década perdida para América Latina, “legitimó” de hecho la crudeza y celeridad del ajuste estructural que sobrevino. En este período en América Latina, cae dramáticamente la tasa de crecimiento, se reduce el salario, crece el sector informal y la desindustrialización. La región realiza un tremendo esfuerzo exportador aumentando las exportaciones, en cifras constantes, en un 32% entre 1980 y 1987, en tanto que el resto de la economía de la región sólo lo hizo en un 7,4%, pero el deterioro de los términos de intercambio hizo que ese 32% representara en términos de valor sólo un 1% .Se inicia luego la etapa del ajuste estructural, compuesto de un conjunto de políticas económicas tendientes a adaptar a las economías latinoamericanas a las nuevas condiciones de la acumulación internacional y a eliminar o desplazar a los sectores no competitivos. Estas medidas se profundizaron en los 90 para acelerar la incorporación de la región a la nueva dinámica que se había constituido a escala global. Se iniciaron procesos de reforma del Estado en consonancia con la regulación global: liberalización y desregulación de los mercados, reforma del estado, privatizaciones, descentralización y 158 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Amelia Barreda flexibilización laboral (Barreda, 2001: 7) Se impuso la teoría económica de la política y el criterio de racionalidad económica con todos los presupuestos que esto conlleva. En ese contexto emergieron posiciones disímiles respecto a la viabilidad de la aplicación de los procedimientos empresariales a la administración del Estado. En general la disputa se organizó en torno a la especificidad de la administración pública, sin embargo, si bien esto es parte sustantiva de la discusión, esta disputa es más profunda y se asocia al creciente proceso de desvalorización de “lo político” y la creciente valorización de lo instrumental, de lo tecnopolítico. Figure 1: Elaboración: en base a Gunn (1987) citado por Koldo Echebarría y Xavier Mendoza (p. 5) Elaboración: en base a Gunn (1987) citado por Koldo Echebarría y Xavier Mendoza (p. 5) El predominio neoliberal acentuó el paradigma dominante en el campo de la ciencia política y la administración, bajo el cual los aspectos tecnológicos y procedimentales se han enfatizado. La economía y la eficiencia6 de los procesos han devenido más importantes que la eficacia. La economía y la eficiencia son objetivos instrumentales puesto que buscan mejoras en los procedimientos tendientes a disminuir costos, en tanto que la eficacia se refiere al logro de objetivos. Es inherente a la política el logro de objetivos a través de la administración y gestión de lo público. Pero la NGP a veces opera antes que como técnica como una ideología que se presenta justamente como técnica “neutral”, no política y generalizable7 , que busca la mejora de los medios pero, aparentemente, desentendiéndose de los fines. La búsqueda de la eficiencia y la economía de la administración son objetivos positivos de los procesos de Reforma del Estado iniciados en los’90, pero la preocupación por estos, que no es neutral sino profundamente ideológica, obnubila la constatación 6 Diferentes autores señalan, siguiendo a Metcalfe y Richards que el valor de la eficiencia, sin delimitaciones previas de su alcance, ha llevado a un uso reduccionista del mismo, convirtiéndolo en una de sus variantes, reducción de costos, y afectando la filosofía de la modernización de la gestión pública. 7 “Tras el ajuste estructural y sus justificaciones, entonces, el debate se desplazó hacia la “segunda generación de reformas”, que refiere a la modernización y calidad de la gestión pública. Aparecieron así toda suerte de “manuales” diseñados para su implementación universal y se recomendaron recetas ingeniosas o en línea con el sentido común dominante, copiadas de los paradigmas de la gestión privada, considerada “genéticamente” superior. El auge mundial, durante los noventa, de las teorías del llamado “New Public Management” (NPM), de “la Reinvención del Gobierno”, o de la “Calidad Total” -todas basadas en introducir en el sector público criterios de mercado- es un ejemplo de la apelación a instrumentos que, expuestos como propios de la “neutralidad” tecnocrática, se fundamentan en concepciones de un fuerte anclaje ideológico y político. Las teorías del NPM no son neutrales en términos de la valoración de las funciones estatales y de la relación entre la sociedad y el Estado, entre política y economía, entre el mercado y el Estado. En general, corresponden a una cosmovisión neoliberal no fragmentable, esto es: sus principios “técnicos” no son aislables e inocuos respecto de la estructura social que proponen (López, 2005,citado por Thwaites Rey, p. 9). 159 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Amelia Barreda que la eficacia del Estado en resolver las urgencias de la sociedad no han mejorado y en algunos aspectos, como la desigualdad, la inseguridad, entre otros problemas acuciantes, han empeorado. Sin pretender establecer relaciones fuertes entre la aplicación de procesos de reforma que provienen de la gestión empresarial y los impactos sociales, sin embargo no podemos dejar de pensar que el divorcio entre la teoría política y la gestión pública, tal cual lo planteaba Carlos Matus, se patentiza en datos que expresan que la implantación de estas reformas no han hecho diferencia en resultados concretos. No porque la teoría per se sea la solución sino porque el sentido de esta afirmación es que hay una escasez de comprensión por parte de los dirigentes políticos y económicos acerca de la verdadera naturaleza de los males que aquejan a la sociedad. Aunque no sólo la ignorancia sostiene este divorcio, también está la opción explícita de quienes aceptaron acríticamente la “marea” neoliberal, de no cuestionar el sistema (esto tampoco implica que toda teoría política es crítica, sobre todo las de fundamento neoclásico como las teorías de la elección racional, sin embargo consideramos que por lo menos representan un campo de “cuestionabilidad” si no de crítica8 ). El conjunto de medidas conformadas por modelos, proyectos, programas y unidades de gestión destinadas a mejorar el funcionamiento del Estado no han hecho mella en la progresiva complejidad de la “gobernabilidad” de la Argentina, justamente porque ésta no es una cuestión sólo de administración y gestión más o menos moderna sino que está asociada a proyectos políticos de largo alcance, a la definición de metas y objetivos, a la búsqueda de acuerdos mínimos acerca de políticas de Estado, a grupos de poder y a sus alianzas, la posición del país en el contexto internacional etc. Priorizar como estrategia dominante las reformas institucionales y la aplicación de modelos con criterios de gestión privada significa tomar la parte por el todo y dejar de lado consideraciones atinentes a lo político en un sentido radical del término. Afirma Twaites Rey (2008, p. 8): El predominio neoliberal ha tenido un fuerte impacto en la disciplina de la administración y las políticas públicas muy especialmente en torno a los procesos de ajuste estructural de la región. La discusión sobre el papel del Estado y la administración ha ido variando en cada etapa histórica. En los años de posguerra, en que la intervención estatal tenía una fuerte presencia en la vida social y era valorada positivamente, el eje pasaba por cómo hacer más eficaz y efectiva la labor de las agencias públicas encargadas de proveer bienes y servicios a la sociedad. La discusión se centraba en determinar si la acción estatal y sus modificaciones obedecían -y debían hacerlo- a un plan global previamente definido, o eran el producto de arreglos puntuales y sucesivos, acotados por los márgenes que a la dinámica estatal le imponían los distintos actores sociales. El debate sobre los límites y posibilidades de la planificación centralizada de la labor gubernamental versus la reacción incremental y azarosa a las distintas demandas planteadas a diario por la sociedad, sesgaron fuertemente las discusiones académicas y políticas entre los años cincuenta y setenta. En ambas posturas, sin embargo, lo que se 8 La concepción de teoría política al cual adscribimos, es la de Horkheimer, que la define como parte inseparable del esfuerzo histórico por construir un mundo que satisfaga las necesidades humanas. 160 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Amelia Barreda priorizaba, más allá de las valoraciones que se hicieran sobre el papel del Estado y del mercado en la definición del rumbo social, era el modo de hacer más eficiente y oportuna la intervención estatal, cuya legitimidad no era cuestionada. La fuerza de la aplicación de las políticas neoliberales, fue subsidiaria en nuestro país de la tarea realizada por la dictadura militar del ’76 cuyo efecto devastador tanto material como moral, se tradujo en el convencimiento generalizado acerca de su pertinencia, especialmente la intervención sobre el Estado. Achicarlo, reducirlo, minimizarlo, se convirtieron en parte del discurso cotidiano como emergentes del discurso hegemónico. En este sentido, la conceptualización sobre la gestión pública (GP) como herramienta y como fundamento ideológico de la reforma se presentó como modelo y conjunto estandarizado de procedimientos y asociada a la tríada globalización/reestructuración capitalista/neoliberalismo. En el período de auge del impulso neoliberal la GP se asociaba a una especie de patrón universal que la administración pública de cada país debía asumir, patrón que incluía por lo menos 5 rasgos distintivos según Guerrero: el mimetismo organizativo de la empresa privada; la incorporación del mercado como proceso de confección de los asuntos públicos; el fomento a la competitividad mercantil; el reemplazo del ciudadano por el consumidor, y la reivindicación de la dicotomía política-administración, sublimada como la antinomia policy-management. Este esquema constituye un modelo – sigue afirmando el autor - es decir, un grupo de símbolos y reglas operativas, orientados a representar del modo más fidedigno la realidad del fenómeno. Pero, más propiamente, se trata de una guía de implementación, pues su objetivo es establecer reglas prescriptivas de "buena" administración pública, que estén destinadas a reconfigurar un fenómeno -la administración pública, con base en las cualidades de otra manifestación -la gestión privada. Por tal motivo, el fenómeno administrativo público debe asumir la forma de empresa. La hechura de policy debe dejar el proceso político para adquirir la forma del mercado; los servicios públicos deben abandonar las fórmulas burocráticas para tomar la modalidad de la competencia mercantil; el ciudadano debe convertirse en consumidor, y la gestión debe apartarse de todo contacto con la política. La homologación de la gestión pública con la gestión privada, en el tiempo, ha demostrado serias dificultades en su implementación, y esto se debe a que responden a criterios y lógicas diferentes. La naturaleza de la administración y gestión pública, más allá de la cultura política e institucional de un país, no responde a la racionalidad privada, justamente, por que debe responder por la continuidad y estabilidad del colectivo social. Hay autores, sin embargo, que señalan la necesidad de entender estas dificultades antes que como lógicas encontradas, más bien como un proceso no cerrado, aún de transición entre el Modelo Burocrático Administrativo y el moderno esquema de Gestión Gerencial, como si se tratara sólo de modelos. Consideramos, por el contrario, que la diferencia es estructural ¿Cuáles son algunos aspectos que denotan la diferencia de la gestión pública en relación a la privada? 161 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Amelia Barreda Figure 2: Elaboración en base a Echebarría y Mendoza El Estado capitalista tiene como una de sus funciones principales, al igual que la de otras formas de institucionalización del poder político a lo largo de la historia, resolver la distribución material y simbólica de los recursos de una sociedad en un momento determinado. Más allá de la discusión de si esa distribución favorece más a ciertos sectores de la sociedad que a otros (no menor por cierto), una de sus funciones consiste en estabilizar la tensión entre quienes más poseen y el resto de la sociedad, haciendo efectivas una serie de acciones destinadas a la provisión de bienes públicos9 en primera instancia. La dimensión burocrática es la manifestación de esta función instrumental del poder político. Su lógica de asignación de recursos escapa a la lógica mercantil porque su preocupación no es la competencia, no excluye a los sectores no solventes (por lo menos no como objetivo explícito), no funciona con la oferta y la demanda, ni con el nivel de precios ni el automatismo en la asignación, entre otros factores. Según sea el modelo de acumulación en un momento determinado será mayor la preocupación por los efectos redistributivos de los recursos. Este carácter de la burocracia estatal está delimitado por el entramado jurídico-institucional por tanto responde a criterios de legitimidad que se asocian al ejercicio de la autoridad y al funcionamiento mismo del aparato burocrático. La legitimidad, medida por los resultados de la gestión de un gobierno, se asocia a la creación de valor. El valor, en este sentido, no puede dimensionarse ni medirse de manera inmediata, pero se puede constatar cuali y cuantitativamente a través de ciertos indicadores sociales y macroeconómicos y en la percepción general de la sociedad acerca del cumplimiento del programa de gobierno. Los procesos de reforma bajo el auge neoliberal en los ’90 se realizó bajo la aceptación o el consenso de las mayorías, es decir, se generó un sentido común altamente favorable10 . La academia no fue ajena a este proceso y por tanto, los postulados de 9 Teóricamente, los bienes públicos son indivisibles y se caracterizan por la no-exclusión. El conjunto de cuáles son considerados bienes públicos, si bien existe una definición a priori establecida por la teoría económica, ésta se modifica históricamente y según los que conformen el bloque de poder. Es decir, en el contexto signado por el neoliberalismo los bienes públicos tienden a acotarse en relación a otros bienes como los socialmente “preferentes” en los que el Estado deja abierta la participación al mercado, como la educación y la salud, discutible en términos del proyecto político que se sostenga. 10 En consonancia con Gramsci, Tapia (2007: 3) afirma: “El sentido común es un tipo de conocimiento social. Es aquel conjunto de creencias que organizan de modo predominante las relaciones intersubjetivas y/o las intervenciones cotidianas y que ya no son objeto de cuestionamientos por un tiempo. Producen certidumbre y, así, reproducen y legitiman el orden social. El sentido común también es una normativa que ordena el sentido de los hechos sociales. De este modo, el sentido común es un compuesto de memoria y valoración. El sentido 162 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Amelia Barreda la misma se enseñaban como si fueran la única posibilidad para nuestros países (no hay alternativa, decía Thatcher, sabiendo de lo que se trataba). La distancia entre la teoría política como el ámbito de “cuestionabilidad” de lo político y los modelos de gestión pública se acentuó aún más, tanto en los procesos de enseñanza como en la práctica efectiva de gobierno (sin duda). En la actualidad, el contexto de experiencias políticas concretas en América Latina habilita pensar en un cambio generalizado del “sentido común neoliberal” (algunos autores afirman claramente una etapa posneoliberal, con sus matices). Es posible entonces, rediscutir, aunque sea en el plano pedagógico de la enseñanza de la ciencia política, una articulación diferente entre la dimensión teórico política y la dimensión de la práctica. 5. De la teoría y la práctica. Fundamentos para una teoría política de la práctica política. La política es fundamentalmente práctica social que se desenvuelve en el tiempo, produciendo y reproduciendo los ordenes sociales y por tanto su propio espacio, en cada período histórico. En este sentido, una teoría de la práctica política como toda teoría social, debería escapar a los reduccionismos sostenidos en las dicotomías sobre las que se han organizado las ciencias sociales desde sus orígenes. Por otra parte, aludir a la relación teoría-práctica nos obliga a hacer una rápida mención a la relación teoría – praxis de la tradición marxista, manifestada en la tesis onceava de Feuerbach. Aunque desviaríamos el eje de la ponencia, más acotada en su propósito que es en definitiva preguntarse por el divorcio entre la teoría política y la gestión pública, esta relación es importante para dilucidar cómo construimos el conocimiento de lo político. Esto nos lleva a recuperar la noción de “lo orgánico” en Gramsci. La recurrente referencia en Gramsci a la dimensión “orgánica” de lo social alude al carácter estructural de los fenómenos sociopolíticos, pero al mismo tiempo concebidos fundamentalmente como históricos y dinámicos, utilizando el término “orgánico” por oposición a: (1) “coyuntural” (es decir aquello que reviste un carácter ocasional, casi accidental); (2) “burocrático” (o sea, aquello que sólo adquiere un carácter yuxtapuesto, mecánico y sin nexos internos -como por ejemplo el centralismo burocrático por oposición al centralismo democrático-) y finalmente (3) “metódico” (haciendo referencia al rango epistemológico de una distinción perteneciente únicamente al plano de las abstracciones del conocimiento -por ejemplo la que separa Estado y sociedad civil- para diferenciarla de una distinción “orgánica”, vale decir, estructural y perteneciente a la misma realidad). En el mismo sentido de “totalidad” de Lukacs, se trata de concebir a la sociedad como algo más que una mera yuxtaposición mecánica de elementos desconectados y sumados entre sí (Kohan). La separación entre lo político y lo administrativo sólo resiste, desde esta perspectiva, una justificación analítica pero no una distinción que termina en teorizaciones que se bifurcan y se desconectan como si trataran de diferentes aspectos cuando aluden a una misma relación y dinámica compleja. común contiene un tipo de memoria histórica y un modo de producir memoria histórica, es decir, de ordenar los hechos sociales e históricos de acuerdo a una estructura ideológicamente armada en el proceso de constitución de una cultura política como hegemónica” 163 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Amelia Barreda En referencia a la frase que nos interpeló y nos llevó a reflexionar por la relación entre teoría política y gestión pública, se advierte en Matus una preocupación sustantiva por devolverle sentido a la teoría para fundamentar las acciones de gobierno. De este modo, critica tanto a los académicos como a los políticos por actuar los primeros, encerrados en su propio mundo intelectual de espaldas o no involucrados con los problemas sociales concretos y a los segundos, por actuar de manera intuitiva, pragmática, más preocupados por responder y resolver problemas propios del mundo pequeño de la competencia política (micropolítica), despreciando la teoría. Ambas actitudes, según este autor, son las que afectan seriamente la capacidad de gobierno en la resolución de los problemas de la gente y la sociedad. El predominio de la micropolítica hace ineficaz al partido o coalición que gobierna cuando se trata de la macropolítica (que sería la política en sentido estricto o lo político) y esto no hace distinción entre izquierda y derecha, señala el autor, ya que esta distinción opera en el plano del proyecto político pero no en el plano de la gestión (salvo cuando se impone la lógica privada decimos nosotros, aunque en términos de lo procedimental acordamos). Si bien el desempeño de los gobiernos en América Latina está condicionado fuertemente por factores estructurales que exceden su capacidad de actuación autónoma, es real que el modo de gestionar lo público es un factor básico a considerar. En términos de la preocupación de Matus por articular la dimensión teórica con la práctica política, los que enseñamos ciencia política nos sentimos interpelados y preocupados por volver a articular la administración pública con la teoría política. Matus propone generar una teoría de la práctica social a partir de la configuración de una ciencia horizontal que rompa con la lógica departamental vertical puesto que los problemas sociales no son sólo económicos, sanitarios, educacionales, sino todo a la vez. La tarea de construir una ciencia horizontal es la base para reconstruir una teoría del gobierno capaz de fundamentar los métodos de gobierno. Es la base para el diseño de una Escuela de Gobierno capaz de superar la mera interdisciplinariedad que se expresa en una oferta de supermercado de cursos. . . Sin método es imposible gobernar con eficacia y preservar el valor de la democracia ante los ciudadanos. Debemos rescatar el significado y el valor de la palabra gobierno. Ese rescate debe hacerse en la teoría o, al menos, al mismo tiempo que en la práctica (Matus, 2007, p. 38,39). La constatación de la complejidad creciente de lo social y la indeterminación creciente de las variables situacionales que configuran problemas sociales hace que el autor apele a la recuperación de la reflexión teórica en oposición a la independencia y preocupación por el método, denominando a esto el determinismo tecnocrático. Esta apelación a la teoría la hace en relación a la práctica y para hacer práctica una teoría señala la necesidad de una revolución científica (y política) que implique tres cambios fundamentales: a) generar una teoría de la práctica social que surja de la complementariedad entre ciencias verticales y horizontales, b) abandonar concepciones deterministas de lo social frente al indeterminismo del juego social, c) reconocer la dimensión subjetiva de los procesos sociales y partir del concepto de situación. 164 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Amelia Barreda Su preocupación por generar una teoría de gobierno y métodos de gobierno, en relación a una teoría de la práctica social, es sin duda un argumento sólido para combatir la “metodolatría” imperante en la disciplina así como la distancia entre el eje administrativo y el político. Hay que destacar que la autonomización creciente de la gestión pública en los ’90 ha llevado a plantearla como una metateoría que liga teoría y práctica, y que involucra en un sentido interdisciplinar a otras ciencias. Sin embargo ha operado, en gran medida y bajo el discurso neoliberal como la sublimación de la razón instrumental y la reducción de lo político a la micropolítica. A contrario de esto, es necesario aclarar que en la actualidad y como constatación de los magros resultados de la aplicación de estos modelos de gestión gerencial, se desarrollan otros donde los aspectos deliberativos, situacionales y estratégicos son valorizados y donde la orientación a resultados es fuerte. La política vuelve a encontrar su espacio. La necesidad de construir un “mapa invisible” para entender los factores y las relaciones fundamentales que conforman un problema requiere de teoría y de técnica y es el paso previo (debería serlo) de todo diseño de política pública para comprender sus impactos a posteriori. Reconocer las relaciones de poder, reconocer el conflicto, restituir la capacidad de negociar e ir encontrando consensos parciales y relativos incorpora la dimensión política como inescindible de la gestión. Enfatizar la eficacia a la hora de evaluar un gobierno cambiaría sustancialmente el sentido de lo que enseñamos pero sobre todo el sentido de la práctica política; no significa esto pasar por alto dispositivos institucionales y reglas y procedimientos establecidos, simplemente consiste en cambiar las prioridades, poner la inteligencia en la mirada y no simplificar o reducir a cuestiones de método y de procedimientos la complejidad de todo proceso socio-político. Considerar las cuestiones atinentes al Estado como problemas técnicos es obviar que el Estado aún condensa y estructura en gran medida la objetividad social y por tanto su naturaleza es eminentemente política. En el mismo sentido, tampoco hay que obviar la dimensión burocrática y la necesidad de su adecuación para una administración orientada hacia los ciudadanos, que efectivice y dé posibilidad de participación en las propuestas políticas. Entender a la teoría y la práctica11 como una unidad de sentido, sella (sellaría) la distancia entre la academia y la política, en una comprensión diferente de lo que implica un gobierno como manifestación de la complejidad político-burocrática en una sociedad en un momento determinado de su historia. Las ciencias sociales, y en este caso específico, la ciencia política y la administración pública (como carrera), sólo adquieren relevancia social si se preocupan por interpretar/explicar la realidad no sólo como goce intelectual sino como insumo fundamental para la práctica política. 11 En páginas anteriores aclaramos que consideramos a la gestión de gobierno sólo parte de la práctica política. No reducimos el ámbito de la política sólo a la esfera estatal, más en este período histórico en donde la política desborda el Estado en múltiples expresiones. El recorte que hemos hecho es para acentuar el divorcio que se produce en una estructura curricular entre la enseñanza de la teoría política y la enseñanza de la gestión y administración pública. 165 Amelia Barreda Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Bibliografía Atrio, Jorge y María Sol Piccone. Oct. 2008. “De la Administración Pública a la Gerencia Pública. El porqué de la necesidad de gestionar la transición.” En Revista del CLAD Reforma y Democracia. No. 42. Caracas. Barreda, Amelia. Oct. 2006. “¿Ciencia de la política o ciencia de lo político? Apuntes para la recuperación de una perspectiva crítica” presentado en las 1ª Jornadas de Ciencia Política de la USAL. Buenos Aires. Barreda, Amelia. Nov 2006. “Teoría y Ciencia Política” presentado al 8º Congreso de Ciencia Política de la ACCP. Santiago de Chile. Brandao, Gildo. 2003. “Problemas de la teoría política a partir de América Latina”. 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Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Alejandra Salinas Populismo, democracia, capitalismo: La teoría política de Ernesto Laclau* Alejandra Salinas** Entre los esfuerzos académicos por interpretar y clasificar una plétora disímil de discursos y acciones políticas que compartirían ciertos rasgos identificables como populistas, y a diferencia de trabajos que enfatizan cuestiones históricas o sociológicas, Ernesto Laclau (Profesor de Teoría Política, Universidad de Essex/Universidad Estatal de Nueva York) ha ofrecido un original análisis conceptual del fenómeno, bajo el rótulo de “razón populista”, con la intención de deslindar el estudio del populismo de ribetes predominantemente descriptivos, depurarlo de connotaciones peyorativas y “rescatarlo de su posición marginal en el discurso de las ciencias sociales” (Laclau 2009,34)1 . En este trabajo abordo el aporte teórico de Laclau al estudio del populismo. En la primera sección analizo sus definiciones básicas sobre el tema y sus premisas metodológicas. En la siguiente sección comparo las diferencias y similitudes de su postura con ciertas ideas de Hegel y Marx, para luego analizar en la tercera sección la relación entre populismo, democracia y representación. En la sección cuarta analizo la relación entre populismo y capitalismo, y la tensión que surge de sostener que el populismo es un “significante vacío” y al mismo tiempo identificarlo necesariamente con el socialismo. En la sección quinta desarrollo una lectura del populismo en base a una nueva tensión, que se desprende de sostener el carácter antagónico de la política y simultáneamente de omitir un conflicto potencial entre los articuladores políticos y el pueblo. Frente a ambas tensiones sugiero que, aplicando el enfoque formal de Laclau, es posible admitir la idea de un populismo de contenido económico indeterminado (lo que sería más compatible con la vacuidad del concepto), y adoptar una visión más suspicaz de los articuladores populistas (lo que sería más compatible con el enfoque eminentemente antagónico de la política). Concluyo el trabajo con algunas reflexiones generales. 1. El enfoque de Laclau: su concepto de populismo A lo largo de su carrera, Laclau dialogó principalmente con dos interlocutores opuestos: el liberalismo y el marxismo. En su visión, ambos se inscriben en la mentalidad moderna que creyó en la plenitud de un orden social perfecto, en una sociedad “homogénea” o “sin fisuras”, tanto en la visión liberal de una “mano invisible” * Versión adaptada del trabajo presentado en el Congreso Nacional de Ciencia Política de Chile, Santiago de Chile, Universidad Diego Portales, 12 de noviembre de 2010. ** Correo electrónico: [email protected]. Profesora de Teoría Política (Universidad Católica Argentina/ESEADE) 1 Ernesto Laclau. 2009. La razón populista. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. De aquí en más, RP. 168 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Alejandra Salinas que “mantendría unida una multiplicidad de voluntades individuales”, como en la defensa marxista de una clase universal que “aseguraría un sistema transparente y racional de relaciones sociales” (Laclau 2009, 105 y 1995, 150). Por un lado, el autor permaneció crítico del liberalismo, su fe científica, su discurso individualista, su acento en el perfil cooperativo de los órdenes espontáneos y su defensa del gobierno limitado y la economía de mercado2 . Por el contrario, Laclau postula una estructura de conocimiento basada no en la ciencia sino en “la mística, los sueños, el inconsciente”, así como la naturaleza conflictiva de la vida social y el apoyo a una fuerte intervención económica estatal. Estas premisas descansan en su holismo metodológico y filosófico, según el cual: los individuos no son totalidades coherentes, sino sólo identidades de referencia que han de ser separadas en una serie de posiciones localizadas de sujeto. Y la articulación entre estas posiciones es un asunto social y no individual -la noción misma de "individuo" no tiene sentido en nuestro enfoque(Laclau 2009, 196 y 2004, 4). Por el otro lado, Laclau ha insistido en deslindar el análisis de lo político de categorías esencialistas como el concepto marxista de lucha de clases, y en rechazar de plano el determinismo económico según el cual la infraestructura de las relaciones de producción determina todas las esferas sociales. Desde su óptica, y como veremos más adelante, la postura marxista ignora que la política no es expresión de movimientos económicos subyacentes (Laclau 2009, 184)3 . Entonces en el recorrido intelectual de Laclau, a partir de los ’80 se observa la adopción de una perspectiva post-marxista, inspirada por diversos autores y nociones, entre quienes resaltan el concepto de hegemonía de Gramsci, el post-estructuralismo de Derrida, el simbolismo de Lacan y los juegos del lenguaje de Wittgenstein (Laclau 2003, 283-284). Posicionado así frente al liberalismo y al marxismo, Laclau conceptualiza el fenómeno populista como una dimensión propia de la acción política, donde se coordinan las ideas, intereses, conocimientos y afectos de ese sujeto llamado el “pueblo”. En esto se acerca a otras definiciones que asocian el populismo a un estilo, estrategia o discurso4 . Uno de los primeros análisis que reflejan el abordaje conceptual del tema, ya destacaba dos rasgos principales asociados al populismo: la supremacía de la voluntad popular, y la relación directa de un líder con el pueblo (Worsley 1970, 302-303). En este último aspecto, y aplicando la perspectiva psicoanalítica de Lacan y Freud, para Laclau la identificación entre líder y pueblo manifestaría el “lazo libidinal” central a la experiencia populista (Laclau 2009, 10 y 282. No cabe aquí analizar en detalle el 2 Una obra, ya clásica, que denota esta “fe científica” es la de Karl Popper, Conjectures and Refutations: The Growth of Scientific Knowledge (USA & Canada: Routledge, 5a edición, 2000). Para un exponente de las ideas liberales ver Friedrich Hayek, The Constitution of Liberty (Chicago: The University of Chicago Press, 1978). 3 Ver su diálogo con la izquierda, “Estructura, historia y lo político” y “Construyendo la universalidad”, en Judith Butler, E. Laclau y Slavoj Zizek, Contingencia, hegemonía, universalidad: diálogos contemporáneos en la izquierda, (Buenos Aires: FCE, 2003). Para su recorrido intelectual ver Esteban Vergalito, “Devenires de la teoría del populismo: marxismo, post-estructuralismo y pragmatismo en Ernesto Laclau”, en Celina Lértora Mendoza, “Evolución de las ideas filosóficas: 1980-2005”, XIII Jornadas de pensamiento filosófico argentino, Buenos Aires, FEPAI, (2007): 36-46. 4 Por ejemplo, aquella que define al populismo como "una estrategia política a través de la cual un líder personalista busca ejercer o ejerce el poder de gobierno con el apoyo no institucionalizado, directo e inmediato de un gran número de seguidores, en su mayoría no organizados”. (Weyland 2001, 14). Al igual que en Laclau, esta definición nada dice acerca del carácter o rasgos de esos seguidores ni de sus valores específicos. 169 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Alejandra Salinas contenido emocional de la relación líder/pueblo sino para señalar el hecho de que para este autor predomina una relación emocional entre ellos. Señalar la centralidad de las emociones para el populismo no implica aseverar nada sobre las cualidades cognitivas o éticas del pueblo, que permanecen indeterminadas. El fuerte componente afectivo simplemente caracterizaría la relación líder/pueblo, y la de los diversos grupos que constituyen el pueblo, quienes independientemente de las comunes necesidades o creencias estarían principalmente unidos por lazos de solidaridad. Examinando la lógica que subyace al “tipo ideal” populista, para Laclau la operación política por excelencia sería construir y definir una identidad popular. Los supuestos metodológicos y filosóficos de esta aseveración descansan en los aportes de la teoría del discurso, para la cual sólo hay diferencias - el significado de un término surge de sus diferencias con otros términos- y formas, no sustancias -la relación entre términos se rige por normas de combinación y sustitución, independientemente de su contenido. Los aportes de la teoría del discurso no se limitan al habla o a la escritura sino que se aplican a un “sistema de significación” extensible a la vida social, en la cual los grupos se definen en base a diferencias constituidas “a través de procesos esencialmente tropológicos que no se refieren a ningún fundamento último trascendental”. Esas diferencias están sometidas “a constantes desplazamientos en términos de cadenas de combinaciones y sustituciones”5 . Podríamos hablar entonces de las “3 D” que conforman el núcleo conceptual de su visión social: discursos, diferencias, desplazamientos. En el campo específico de lo político, la teoría del discurso se traduce en la existencia de un sistema de identidades colectivas (“significaciones equivalenciales”), cuya forma presenta alineaciones cambiantes y cuya unión o lazo no se construye en torno a ciertas características compartidas sino que nace de la oposición a un “otro antagónico”6 . Esa unión sólo se hace posible mediante la asignación de un nombre; de ahí que el vocablo “pueblo” no exprese una entidad preexistente sino que sea la creación discursiva de identidades populares, que “no comparten nada positivo, sólo el hecho de que todas ellas permanecen insatisfechas” (Laclau 2009,125-128). Por lo tanto nos encontramos frente a una función “performativa” del discurso político, que es construir el sujeto “pueblo” definido como “un actor colectivo que resulta de la reagrupación equivalencial de una pluralidad de demandas en torno a un punto nodal o significante vacío (Laclau 2006, 112). Una de las preguntas que surgen de lo anterior es ¿quién enuncia el discurso? Para contestarla Laclau nos remite al tema de la representación. El movimiento representativo se logra cuando alguna de esas identidades (una “particularidad”) asume de modo temporario un nuevo rol (encarnar la “totalidad” de las identidades) e instaura una relación hegemónica con el resto (Laclau 2004)7 . Es en cada momento hegemónico que una parte asume la 5 Ver al respecto E. Laclau, “Philosophical roots of discourse theory” (Center for the Theoretical Studies in the Humanities and Social Sciences, 2004), 2; E. Laclau , “Construyendo”, 293, y E. Laclau, “Ideology and Post-Marxism”, Journal of Political Ideologies, 11(2), (2006): 106. 6 Es el antagonismo el que marca todas las relaciones sociales y políticas: los oponentes impiden la realización plena de las identidades mutuas, de modo que la presencia del otro “me impide ser plenamente yo” (Laclau 2006, 104, 106 y 108). 7 No hay espacio aquí para explayarme en detalle sobre el concepto de hegemonía, salvo para indicar que la teoría de Laclau se hilvana con la de Gramsci: ambos sostienen que la hegemonía unifica un bloque social no homogéneo. Para un resumen del pensamiento del autor italiano ver Mabel Thwaites Rey, “La noción gramsciana de hegemonía en el convulsionado fin de siglo. Acerca de las bases materiales del consenso”, en Leandro Ferreyra, Edgardo Logiudice y Mabel Thwaites Rey, Gramsci mirando al sur: sobre la hegemonía en los ‘90, (Buenos Aires, K&AI Editor, Colección Teoría Crítica, 1994). 170 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Alejandra Salinas representación universal de las demandas equivalentes frente al poder opresivo. En el proceso de la totalización, una particularidad se desprende de su carácter de tal para representar esa plenitud (Laclau 2000, 302). Laclau menciona como algunos ejemplos la demanda de una economía de mercado en Europa del Este después de 1989, que habría representado la oposición al régimen, y el movimiento de Solidaridad en la Polonia comunista, que comenzó como una demanda de los trabajadores de Gdansk pero luego se convirtió en el significante de la oposición popular a un gobierno opresivo (Laclau 1995, 157). A modo de síntesis, podemos unir los enunciados anteriores del siguiente modo: el populismo según Laclau se construye a través del discurso emitido por una instancia representativa hegemónica, que construye la identidad popular mediante la articulación de demandas sociales sin contenidos específicos. Esas demandas se desplazan contingentemente, unidas por su común insatisfacción frente a un otro antagónico. Así retratada, la política se convierte en la arena donde se suscita una competencia entre los distintos discursos que luchan por encarnar la hegemonía8 . Un ejemplo de la competencia hegemónica para Laclau es la manifestación convocada en el 2008 por la dirigencia del sector agro-ganadero argentino para oponerse a la política de retenciones del gobierno nacional; según el autor el “campo” asumió la representación de la totalidad de la oposición (Diario La Capital, 31-5-2009). Ahora bien, otras pregunta que surge frente al populismo así retratado es la siguiente: ¿a partir de qué ideas y con qué herramientas se construye el concepto “pueblo”, es decir, se crean las identidades populares? La unidad de análisis que emplea Laclau es lo que denomina “demandas populares”, es decir, una pluralidad de demandas heterogéneas que surgen en oposición y como reclamo frente a un poder que las ignora o las rechaza. Resulta importante detenernos en la expresión “demandas equivalentes” pues el adjetivo empleado alude al tipo de relación entre esas demandas: equivalencia sería la unión temporaria y discursiva de demandas indeterminadas, insatisfechas, e iguales en su oposición frente al poder. En principio, no podemos saber a priori cuáles son sus valores sustantivos ni cuáles o cuántas son esas demandas, dado el carácter histórico y contingente de las mismas. Laclau nos presenta entonces dos modos de pensar la política, a la manera de dos polos de un continuum: la lógica populista o de la equivalencia y la lógica administrativa o de la diferencia. La primera presupone que existe siempre una división social entre quienes efectúan las demandas sociales y quienes deben satisfacerlas. Por el contrario, para la lógica administrativa cualquier demanda legítima puede ser satisfecha de manera no antagónica, a través de las instituciones existentes, por ejemplo a través del Estado de bienestar. Sin embargo, Laclau advierte que la estricta oposición entre ambas lógicas cumple sólo una función conceptual, ya que en la práctica es desdibujada por la vida política. En una sociedad marcada sólo por la lógica administrativa o institucionalista, “ninguna lucha en torno a las fronteras internas - es decir, ninguna 8 Laclau comparte este análisis con Chantal Mouffe, su esposa y colega. Juntos escribieron una obra fundacional sobre el concepto de hegemonía para repensar las estrategias socialistas “en vista de aquellos desarrollos del sistema capitalista que contrariaban las predicciones de Marx” (Laclau 2000, 294). Ver Laclau, E. y C. Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista: hacia una radicalización de la democracia, (Madrid: Siglo XXI, 1985). 171 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Alejandra Salinas política - sería posible; y la pura equivalencia implicaría una disolución de los vínculos sociales de modo tal que la misma noción de ‘demanda social’ perdería todo sentido “(...) Así, entre la equivalencia y la diferencia existe una dialéctica compleja, un compromiso inestable” (Laclau 2004, 6 y11). La relación entre la lógica populista y la lógica institucional está inmersa en una dinámica de proporcionalidad inversa, en la cual cuanto mayor sea la insatisfacción popular, mayor será el debilitamiento de las instituciones y mayor el crecimiento del populismo9 . En otras palabras, en la medida en que el sistema institucional existente atiende y satisface las demandas equivalentes, se debilita el recurso populista. Para ilustrar este argumento el autor menciona el caso del socialismo europeo de fines del siglo XIX, que incorporó a los obreros al sistema político de la mano de los partidos laboristas, lo que produjo que en el siglo XX se desplazara la frontera antagónica, alejándose de los reclamos laborales hacia otros reclamos (feministas, ecologistas, etc.). La integración institucional de las demandas equivalentes también se observaría en los regímenes actuales de centroizquierda en América Latina, que para Laclau “ponen juntas las demandas populares de las bases del sistema que cristalizan lo nacional popular, y al mismo tiempo no ponen en cuestión las instituciones formales de la democracia liberal” (Diario La Jornada Morelos, 21-6-2009). En el caso particular de la Argentina actual, el autor afirma que la relación entre populismo e instituciones denota una mayor tensión, ya que existen “(. . . ) dos tipos de fuerza que son profundamente negativas. Una es la que dice que a los piqueteros hay que reprimirlos, porque eso sólo llevaría a ahogar las manifestaciones sin darles solución, y por el otro lado, el piqueterismo duro, que también es una forma de la no política, porque no propone ninguna forma de canalización a través del marco institucional existente. Siempre va a haber cierta tensión entre la protesta social y su integración en las instituciones. Pero esa tensión es exactamente lo que llamamos democracia” (Diario La Nación, 10-7-2005). Los casos anteriores muestran los grados en que el populismo y el institucionalismo se integran o chocan entre sí, lo que varía según cada experiencia histórica. Para Laclau nada hay en el concepto de populismo que indique una dirección normativa respecto del grado ideal de antagonismo o de integración institucional, sino que los mismos dependen del contexto en el que se inscriben. La lógica populista tenderá a ser revolucionaria en la medida en que su opuesto se aproxime a su extremo, es decir, desoiga por completo las demandas populares, como fue el caso de la Revolución bolchevique. A la inversa, la lógica populista se tornará menos revolucionaria en la medida en que las demandas sociales sean satisfechas y haya menos motivaciones para convocar a una lucha social. Si bien conceptualmente la satisfacción total de las demandas implica la desaparición de la lógica populista, de hecho para el autor siempre habrá demandas insatisfechas. Nuevamente, una situación donde coexisten una pluralidad de demandas insatisfechas y una creciente incapacidad del sistema institucional para darles respuesta crea las condiciones que conducen a una “ruptura 9 Naturalmente, las guerras y las crisis económicas agudas crearán mayor insatisfacción popular, y es en esas circunstancias cuando se producen las experiencias populistas más paradigmáticas. El autor menciona las de Hitler, Mao y Tito (Laclau 2009, 127, 222 y 229). 172 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Alejandra Salinas populista” con el orden social existente, visto como “anómico y dislocado” (Laclau 2009, 116). Como mencioné antes, Laclau no especifica cuáles serán los temas puntuales de las demandas insatisfechas, ya que, sostiene, ellas no comparten otro rasgo en común que la misma insatisfacción. En su expresión, el populismo es un “significante vacío y flotante”, es decir, un concepto cuyos contenidos serán aportados por cada experiencia particular. Si comprendí bien, la expresión “vacío” quiere decir simplemente que cuantas más demandas se articulen, más débil o pobre se vuelve la intensidad de la articulación, por lo que estamos frente a un significante “tendencialmente vacío”, mientras que el carácter de “flotante” alude a la movilidad o desplazamiento de la articulación de ciertas demandas indeterminadas hacia otras (Laclau 2009, 125 y167). En otras palabras, el contenido del populismo tiende a ser más indeterminado a medida que se extiende y engloba más demandas, y será más inestable en la medida en que se desplace más frecuentemente de unos grupos hacia otros. Consecuentemente, el populismo puede asociarse con cualquier fuerza que prometa instaurar un nuevo orden, tanto de izquierda como de derecha. Laclau señala el caso del populismo en los EEUU antes y después de la Segunda Guerra, marcado por un discurso de izquierda y de derecha respectivamente (Laclau 2009, 168-174). En esto su aporte no es novedoso, ya que un populismo abierto a contenidos indeterminados ha sido señalado por varios autores. Así, para Margaret Canovan el contenido del populismo depende del status quo contra el cual reacciona: en países de tradición estatista ostentará un discurso liberal y en los sistemas liberales será de corte estatista. En este sentido, también para esta autora el populismo es una reacción frente a ‘otro’ (Canovan, 1999). Por su parte, Ben Stanley afirma que el populismo es una ideología “escueta” (thin) que carece de un programa concreto y coherente para solucionar problemas políticos, y por ello debe recurrir a ideologías más “robustas” como el liberalismo, el conservadorismo y el socialismo (Stanley 2008). En la misma línea y para el caso europeo, se ha observado que los populismos han sido revolucionarios, reaccionarios, de izquierda, derecha, autoritarios y libertarios (Taggart 2004). Otros hablan de un populismo de derecha, que apela a una comunidad nacional y que en sus formas más extremistas se torna xenofóbico, y uno de izquierda que hace hincapié en relaciones sociales y económicas igualitarias, y que se identifica con los trabajadores y agricultores (Abts y Rummens 2007). En la siguiente clasificación de Laclau parece latir esta última distinción: "Hay populismos democráticos y progresistas, como el de Hugo Chávez, Evo Morales, y el propio Néstor Kirchner; también hay populismo de derecha, como el de Silvio Berlusconi" (Diario La Capital, 31-5-2009). En un escenario así retratado, el modelo populista de Laclau se alinea con la izquierda progresista, al defender una postura igualitaria radical. Así, escribe que: A mi juicio, la tarea de la política democrática radical es lograr deconstruir las distinciones liberales básicas manteniendo un potencial democrático. . . [en contraste, el liberalismo] es un intento de fijar el significado de la igualdad dentro de parámetros definidos (el individualismo, la distinción rígida entre lo publico y lo privado, etc.) (Butler y Laclau 1999, 124). 173 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Alejandra Salinas Si bien la política democrática radical y la liberal discrepan en cuanto al sujeto político, en ambos casos se trata de una igualdad de derechos antes que de resultados: (. . . ) afirmar el derecho de todas las minorías nacionales a la autodeterminación es afirmar que estas minorías son equivalentes (o iguales) entre sí. Como regla general, yo diría que cuanto más fragmentada está una identidad social, menos se traslapa con la comunidad como totalidad, y más tendrá que negociar su ubicación dentro de esa comunidad en términos de derechos (o sea, en términos de un discurso de igualdad que trasciende al grupo en cuestión) (Butler y Laclau 1999, 120). La aspiración a la igualdad como un ideal regulativo de derechos iguales y no de condiciones o resultados iguales se refuerza al leer que la lógica populista no “intenta eliminar” las diferencias sociales, ya que se construye sobre reclamos puntuales y diferentes y por lo tanto necesita de la existencia de éstos (Laclau 2009, 103 y 105106). No sólo la igualdad de derechos no implica igualdad de resultados, sino que esta última tampoco sería deseable, so pena de desdibujar el propio espacio populista, por definición indeterminado. De ahí que el tono normativo inherente al modelo populista no sea la igualdad per se, sino la equivalencia de los reclamos “discursivos” frente al poder político. Ahora bien, considerando que el discurso populista no se asienta en la apelación a una igualdad material -definida, como en el marxismo, en torno a las necesidades, parece oportuno preguntarnos cuáles son los puntos de contacto entre la razón populista y el discurso marxista, sobre todo a la luz de la afiliación intelectual de Laclau con el socialismo. Me ocuparé de esta comparación a continuación. 2. Populismo y marxismo El populismo retratado hasta aquí presenta diferencias importantes con el pensamiento de Hegel y de Marx. Me detendré a señalar algunas de esas diferencias, como también algunas similitudes, ya que entiendo ambas son importantes para comprender los principales rasgos de la lógica populista. En primer lugar, el populismo así entendido se distancia de la visión política de Hegel en al menos dos aspectos. Por un lado, la interpretación hegeliana de la filosofía de la historia se torna irreconciliable con la idea de que el antagonismo social se introduce históricamente de modo contingente, y por lo tanto no se deriva de la lógica dialéctica. En oposición al determinismo dialéctico de Hegel, para quien la historia avanzaría hacia un objetivo final mediante un proceso de eliminación de contradicciones, leemos que: “La historia no es un avance continuo infinito, sino una sucesión discontinua de formaciones hegemónicas que no puede ser ordenada de acuerdo con ninguna narrativa universal que trascienda su historicidad contingente” (Laclau 2009,281). Desde este ángulo, la dialéctica basada en la contradicción es incompatible con la teoría de la heterogeneidad (Laclau 2006, 105). Sin embargo, las premisas de Laclau parecen insertarse inadvertidamente en un movimiento dialéctico, toda vez que para él la política introduce una ruptura (antítesis) con el orden existente (tesis), produciendo un nuevo orden hegemónico (síntesis). Nuevamente, éste no surge de elementos inmanentes a 174 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Alejandra Salinas una relación antagónica, sino que engloba un número indeterminado de demandas equivalentes y variables. Por otro lado, además de distanciarse del objetivo final hegeliano, Laclau también critica el momento ético en Hegel, pues lo considera una instancia de reconciliación y de equilibrio perfecto que “excluye la posibilidad de la lógica hegemónica” (Laclau 2000, 94). Por definición, para el autor argentino el momento ético es inalcanzable en el mundo del populismo, caracterizado por universalizaciones temporarias y siempre conflictivas. No hay suficiente espacio aquí para desarrollar en profundidad la ausencia de consideraciones éticas en la teoría de Laclau, pero en tanto ya Gramsci asociaba la ética con el programa liberal que busca superar el conflicto social, en vista de las afinidades entre los dos pensadores no sorprende que el pensador argentino siga el mismo camino, al someter la ética a una definición contingente e historicista10 . Sin embargo, a pesar de las diferencias señaladas, Hegel y Laclau comparten otras ideas no menos importantes: la imagen del líder con sentido político que capta y reconoce la universalidad; la representación de ésta por una de las partes, que cambia según la época y que ostenta un status privilegiado sobre las otras partes; y el conflicto como fuente de todo cambio (Hegel 2005, 19-66). En segundo lugar, Laclau también se aparta de la visión de clase social marxista y de su pretensión de explicar la historia a partir de las relaciones de producción. Señala que el marxismo se convirtió en una fórmula de “proposiciones metafísicas vacías” (Laclau 2000, 305) y propone reemplazar la noción de “modo de producción” por la de “formación hegemónica” (Laclau 2006, 110). Como ya vimos, para él el antagonismo social no sería producto de la lucha económica sino de la articulación política. Es decir, las identidades sociales no se derivan de las relaciones de producción sino que provienen necesariamente de una heterogeneidad introducida por la política. La centralidad de la política constituye un giro radical respecto del determinismo económico marxista, toda vez que cuestiona el protagonismo de los trabajadores industriales como actores hegemónicos en la lucha social, ya que en el populismo ésta se hace posible de la mano de cualquiera de los actores. En este sentido, los articuladores del discurso populista pueden provenir de cualquier sector: organizaciones políticas clientelistas, partidos políticos, sindicatos, ejército, movimientos revolucionarios, etc. (Laclau 2004, 15). Por lo antedicho, el autor bajo análisis no comparte la visión de la lucha de clases del pensamiento marxista tradicional, su énfasis en el protagonismo del proletariado ni la determinación del materialismo dialéctico, y otorga centralidad a la política por sobre la economía. Ha de notarse, sin embargo, que Laclau permanece fiel a otros elementos de la perspectiva marxista, entre los que destaca el antagonismo social: “la centralidad del momento antagonista no ha perdido relevancia (. . . ) es una nueva visión de lo que [éste] implica (. . . .) que no lo subordina a las localizaciones precisas de la concepción objetivista” (Laclau 2006, 104). También conserva el método holista en todas sus formas en que el individuo queda subordinado a una unidad colectiva; el acento en la praxis dado por la función transformadora del discurso, y la reticencia a asignar a la política contenidos con valores específicos. 10 Sobre la ética en Laclau, ver Gunga Khan, “Pluralisation: An Alternative to Hegemony”, British Journal of Politics & International Relations, Vol. 10 (2), (2008):202-205. Sobre la ética en Gramsci, ver Thwaites Rey, “La noción gramsciana”,15. 175 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Alejandra Salinas Por caso, Laclau afirma que términos como ‘justicia’ son significantes vacíos que sólo cobran sentido en tanto asociados a una determinada operación política (Laclau 2009, 126-127). Ergo el contenido del concepto de justicia se completa parcialmente en la historia, según un discurso contextual de contenido contingente que convierte en positivo algo que es negativo: así, “justicia” sería el “reverso de un sentimiento generalizado de injusticia”, “orden” una aspiración frente a la desorganización generalizada, y “solidaridad” una evocación frente a un individualismo antisocial (Laclau 2000, 188). Nótese que en este lenguaje los reclamos contra la injusticia y el desorden brotan de sentimientos y aspiraciones, siendo coherentes con la centralidad que revisten los afectos en el populismo y con su premisa acerca de la vacuidad de todo fundamento sustantivo. Nótese, además, que al advocar un concepto fáctico de justicia, se da continuidad al lenguaje marxista que no habla de una teoría general de la justicia, “sino de otra justicia que supone el derrumbamiento del orden existente. Por tanto, la decisión de justicia implica una toma de partido que significa fundar un derecho, dándole entonces la fuerza, y legitimar de este modo una fuerza que queda elevada a la dignidad del derecho”(Sevilla 2006,105). Análogamente, de acuerdo con la visión populista, tampoco los derechos tienen fundamentos sino que son reclamos sujetos a un contenido indeterminado: “Los discursos que intentan cerrar un contexto en torno a ciertos principios o valores tendrán que hacer frente a los discursos sobre derechos, que tratan de limitar el cierre de cualquier contexto” (Laclau, 1995, 159). Como sugerí, las diferencias y similitudes de Laclau con el corpus marxista son importantes para comprender su concepto de populismo, el cual no se apoya en la revolución conducente a instaurar la hegemonía proletaria ni en la base economicista del discurso articulador. La razón populista rompe así con “(. . . ) el evento revolucionario total, que al provocar la reconciliación plena de la sociedad consigo misma volvería superfluo el momento político (. . . )” (Diario La Jornada Morelos, 21-6-2009). Por otro lado, la lucha contra el otro antagónico sigue existiendo, y el triunfo en esa lucha construye derechos que, en ausencia de fundamentos últimos, no reconocen otra definición que el límite impuesto por la resistencia del discurso o la fuerza contra-hegemónica. Alineado con este modo de pensar la política, el populismo se abre a actores y escenarios varios, en los cuales la movilización y lucha social cobran fuerza a partir de argumentos no económicos, como son las demandas de autonomía, las de tipo ecológico, las de género, las étnicas, etc. Todas estas demandas en general aluden a reivindicaciones sociales y protestas pacíficas dentro del mismo sistema institucional que buscan reformar, por lo que en la próxima sección veremos la relación entre el populismo y el concepto de democracia y representación. 3. Populismo, democracia, representación Recordemos que la vida democrática según Laclau gira en torno a las tensiones entre las demandas populares y su integración institucional y social, y que, a diferencia de la lógica del Estado de bienestar, la política siempre estará marcada por el conflicto suscitado a partir de esas tensiones. He postergado hasta ahora la pregunta sobre si existe un régimen de gobierno mejor diseñado para atender y articular las demandas 176 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Alejandra Salinas populares. La respuesta del autor es que cualquier régimen de gobierno puede ser populista, siempre y cuando respete la “fuerza hegemónica” (Laclau 2009, 238), es decir, conceptualmente puede haber una monarquía populista tanto como una dictadura o una democracia populista. Cualquiera sea el caso, en todas ellas se hace necesario el liderazgo para efectuar la universalización del movimiento hegemónico. La instancia representativa es el momento de unión o singularidad, que conduce “a la identificación de la unidad del grupo con el nombre del líder” (Laclau 2009,130). Para Laclau, la lógica del liderazgo es uno de los extremos de un continuum que desemboca en el otro extremo con la lógica de la organización grupal (independiente del líder). Podría decirse que ambas serían los correlatos psicológicos de la distinción entre lógica populista y lógica administrativa. Al igual que éstas, los dos elementos cohabitan en diversos grados y momentos, si bien Laclau sólo analiza los conceptos de identificación y de liderazgo y deja de lado la lógica de la organización grupal11 . Siguiendo a Freud, el autor argentino asume que la identificación entre líder y pueblo es la de un primus inter pares, ya que el líder surge del grupo y comparte ciertos rasgos con éste. El líder sería quien simplemente sobresale y ocupa un status especial visto como legítimo por los demás. Esta posición no lo exime de rendir cuentas ante el grupo, sino más bien lo hace responsable de tal tarea, por lo que nos encontramos con un liderazgo de corte democrático y no despótico. Laclau concluye que siempre existe necesidad de liderazgo, más aún, que la ausencia de liderazgo es la desaparición de la política (Laclau 2009, 80-87). Ahora bien, debemos aquí volver a la pregunta sobe qué tipo de liderazgo está asociado con el populismo, ya que son los representantes quienes crean y comunican el discurso populista, y quienes toman las decisiones en nombre de éste (Laclau 2000, 213). Su teoría populista se distancia de otros conceptos de representación política, donde el representante transmite, interpreta y/o enuncia las voluntades o intereses preexistentes de individuos o grupos, o donde la representación es aceptada por cuestiones prácticas, ya que la mayor parte de la población no tiene tiempo, conocimientos ni poder para hacerse oír, y la gran extensión territorial hace imposible la deliberación12 . Por el contrario, en la visión de Laclau la representación populista sería el “fenómeno político por excelencia”, debido a que “el representado depende del representante para la constitución de su propia identidad”. Esto es así en el caso de los sectores marginales, cuya voluntad es producto o resultado de la representación, sin la cual no habría incorporación popular a la esfera pública (Laclau 2009, 200-201). Al respecto Laclau menciona que, en la Venezuela bajo Chávez, cuando las masas se lanzan a la arena histórica, lo hacen a través de la identificación con cierto líder, y ése es un liderazgo democrático porque, sin esa forma de identificación con el líder, esas masas no estarían participando 11 Desplazar el análisis de la lógica de la organización grupal es en sí misma una exigencia del modelo de populismo construido por Laclau, centrado en la intermediación del líder y los representantes. Sería interesante reflexionar sobre la lógica de la organización grupal y la posibilidad de algún grado de autoorganización que pueda prescindir de instancias representativas (como en el caso del anarquismo), pero no hay lugar aquí para esa reflexión. 12 Como ejemplo de estas visiones ver Hannah Pitkin, El Concepto de Representación, (Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1985) y Carlos Nino, The Constitution of Deliberative Democracy, (New Haven: Yale University Press, 1996), respectivamente. 177 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Alejandra Salinas dentro del sistema político y el sistema político estaría en manos de elites que reemplazarían la voluntad popular (Diario La Nación, 10-7-2005). Se ha sostenido que, así enunciado, el proyecto hegemónico se traduce en un autoritarismo marcado por la pretensión de que una parte se convierta en representante de un todo y de que deba existir una identificación popular con un líder: Khan anota que en el mundo actual hay una coordinación espontánea de movimientos sociales no hegemónicos que actúan contra el orden establecido (FMI, etc.), sin intervención de representantes (Khan 2008, 197). Podría decirse que la objeción más extrema a la idea populista sería la incompatibilidad entre la antinomia pueblo/no-pueblo y la lógica inclusiva y pluralista de la democracia13 . Entre las voces más atenuadas estarían la advertencia contra el riesgo populista de caer en un decisionismo, (Canovan 2004)14 y la reticencia a ver en el populismo la única forma de antagonismo, desconociendo así otras demandas de la sociedad civil que no son ni construidas desde la política ni articulables entre sí15 . La postura de Laclau puede comprenderse mejor si, en primer lugar, no se pasa por alto que su criterio de distinción entre lo autoritario y lo democrático no atiende tanto a los sujetos que detentan el poder de tomar decisiones sino al objetivo del discurso político. Democrática es aquella fuerza que busca incorporar al pueblo en la vida política a través de un proceso de articulación de sus demandas, guiada por el objetivo de satisfacerlas. Autoritario es quien invoca al pueblo pero no se identifica con sus demandas, sino que impone sus propias ideas sobre ellas. Como ejemplo de autoritarismo Laclau analiza el caso puntual de Turquía en tiempos de Kemal Ataturk, quien a sus ojos intentó construir un pueblo sin apoyo popular, por lo que concluye que su estilo no fue populista sino autoritario (Laclau 2009, 258-266). Como ejemplo de fuerza populista que buscó atender las demandas populares en América Latina en las primeras tres décadas del siglo XX menciona las “dictaduras militares antiliberales”, mientras que los actuales regímenes de centroizquierda (que aparecen a fines de los ’90) combinarían populismo e instituciones democráticas liberales (Diario La Jornada Morelos, 21-6-2009). Bajo esta luz, sólo si el discurso político busca atender las demandas del pueblo será democrático, independientemente del régimen institucional donde se inscriba ese discurso. Por otro lado, Laclau parece mitigar el peso relativo del elemento decisionista y verticalista que late en su imagen del pueblo identificado con el líder, al acompañarlo de un elemento participativo desde la sociedad civil. Así, liderazgo y participación son dos 13 Para algunas de estas objeciones ver Abts y Rummens, “Populism”; Francisco Panizza y Romina Miorelli, “Populism and Democracy in Latin America”, Ethics and International Affairs, Carnegie Council, (2009) y Héctor Leis y Eduardo Viola, “El dilema de América del Sur en el siglo XXI: democracia de mercado con Estado de Derecho o populismo”, Documentos de CADAL, Año VII (97) (2009). 14 Es inevitable referir aquí a Carl Schmitt, y a la atracción de la izquierda revisionista por su discurso antagónico. Ver al respecto C. Mouffe, “Carl Schmitt and the paradox of Liberal Democracy”, en Chantal Mouffe (comp.), The Challenge of Carl Schmitt, London: Verso, 1999). Para una crítica a esta postura entre otros argumentos- porque descansa sobre premisas aplicables a situaciones políticas en tiempos y casos excepcionales, y por ende no ofrece un corpus teórico para explicar las dinámicas políticas en tiempos ordinarios ver Atilio Borón y Sabrina González, “¿Al rescate del enemigo? Carl Schmitt y los debates contemporáneos de la teoría del estado y la democracia”, en Atilio Borón (comp.), Filosofía política contemporánea: controversias sobre civilización, imperio y ciudadanía, (Buenos Aires: CLACSO, 2003). 15 Slavoj Zizek, “Against the Populist Temptation”, 2005, http://www.lacan.com/zizpopulism.htm#_ftnref2; David Howarth, “Ethos, Agonism and Populism: William Connolly and the Case for Radical Democracy”, British Journal of Politics & International Relations, Vol. 10 (2), 2007, y Benjamin Arditi, “Post-hegemony: politics outside the usual post-Marxist paradigm”, Contemporary Politics, Vol. 13 (3) (2007): 205-226. 178 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Alejandra Salinas elementos que están en tensión: “Muchas veces la identificación con el líder se confunde con autoritarismo, pero puede haber identificación con el líder y movilización de masas al mismo tiempo que aumenta la participación democrática” (Diario Clarín, 19-5-2007)16 . Cabe advertir que la participación democrática así enunciada no implica necesariamente reconocer al pueblo el poder de tomar decisiones ni la capacidad de deliberar por sí mismo. En este sentido, no debe entenderse al populismo como invocando la defensa de una ciudadanía activa participando y deliberando en la cosa pública. De hecho, el autor no menciona ni el autogobierno ni la ciudadanía. Este silencio sería consistente con la opinión de que el apoyo a la acción directa del pueblo, incluyendo la posibilidad de una democracia directa, no es un atributo esencial del populismo (Stanley 2008, 104). Por el contrario, otros opinan que los regímenes populistas hacen uso frecuente del referéndum y de la participación deliberativa para sortear los posibles obstáculos institucionales a sus proyectos hegemónicos17 . En realidad, para ser consecuentes con la argumentación de Laclau, en la medida en que el pueblo como sujeto colectivo no se constituye antes del momento de la articulación política, pareciera existir una incompatibilidad entre la razón populista y la democracia directa en tanto ésta es expresión de la voz del pueblo (ya que no puede haber voz sin sujeto). Además, en la medida en que se sostenga que el pueblo no puede expresarse sin la intermediación política, su participación en la esfera pública queda limitada, primero, a la voluntad de los representantes de invitar o permitir esa participación popular y, en el mejor de los casos, a ratificar medidas y normas introducidas por éstos mediante procesos cerrados a la iniciativa popular18 . De modo que debiera evitarse una asociación apresurada entre los mecanismos de decisión directa (como el referéndum y la iniciativa popular) y el populismo, ya que en última instancia dicha asociación parece depender de circunstancias culturales e históricas, y por lo tanto cambiantes, más que de los requisitos lógicos de la razón populista de Laclau. En suma: entre el autoritarismo y la democracia liberal existiría una gama conceptual de estilos populistas que, para el autor bajo análisis, se pueden predicar de diversas ideologías, regiones y momentos históricos. Si esta variedad existe en el plano político, cabe preguntarnos ahora si, en el plano económico, el populismo también se pueda asociar con un “significante vacío” cuyo contenido se determina de modo contingente y variable. Analizaré este tema en la próxima sección. 4. Populismo y capitalismo El libro La razón populista no presenta un análisis exhaustivo del capitalismo a pesar de que en sus páginas éste se construye como el mayor antagonista del populismo (y el 16 El carácter ambiguo del populismo con respecto a sus rasgos autoritarios y democráticos es señalado en el caso de Bolivia bajo el mando de Evo Morales, donde la democracia comunitaria invita a los actores marginales a participar en política pero al mismo tiempo se desconoce el pluralismo al prohibir, por ejemplo, que esos actores puedan disentir con el jefe de la comunidad (de la Torre 2009, 28-29). 17 Tal es la opinión de Canovan 2004, Abts y Rummens 2007, y Leis y Viola 2009, entre otros. 18 De ahí la tendencia a excluir u obstaculizar mecanismos como la iniciativa popular en muchos de los populismos latinoamericanos de corte plebiscitario. Para un análisis comparativo de mecanismos y experiencias de democracia directa y su articulación con el concepto de participación, ver Alejandra Salinas, “Un análisis trasnacional comparativo del referéndum (1978-2008): ¿Acentuando o limitando la democracia participativa?”, Presentado en el XXI Congreso de IPSA, Santiago Chile, Julio 12-17 de 2009. 179 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Alejandra Salinas principal causante de casi todos los conflictos globales). No parece desacertado pensar que la ausencia de un examen riguroso del capitalismo en la obra de Laclau obedece a su creencia de que lo relevante sea el discurso y su impacto político, antes que la constatación empírica de las consecuencias sociales de cualquier sistema económico. Sea como sea, en sus comentarios finales Laclau hace una breve referencia a la realidad mundial actual, conformada por factores económicos, políticos, militares, tecnológicos, etc. que confluyen en el fenómeno rotulado como “capitalismo globalizado”. El autor afirma que éste produce numerosos antagonismos, de cara a los cuales infiere que se deberán crear nuevos lazos populistas y hallar un lenguaje común a las distintas demandas anticapitalistas (Laclau 2009, 285-287). Para Laclau, el capitalismo es un “sistema internacional estructurado como una cadena imperialista”, lo que le permite hablar de la “dominación capitalista” (Laclau 2000, 204-205). En esta visión, el capitalismo se erige en el “otro antagónico”, que estaría creando las condiciones para que surja la articulación populista a nivel mundial. Los escenarios donde emergerían los “puntos de ruptura” son múltiples, y se relacionan, entre otros factores, con crisis ecológicas, desempleo masivo y desequilibrio económico supuestamente provocados por el capitalismo. Por lo tanto, las condiciones estarían dadas para el surgimiento de lo que podemos llamar la contra-hegemonía populista. Ésta se encarnaría en el movimiento antiglobalización, el nuevo sujeto articulador de demandas insatisfechas a nivel global (“sujetos anticapitalistas globales”), que según Laclau tornará obsoletas las tradicionales formas de mediación política como los partidos políticos (Laclau 2009, 191,285-287). Al margen de los debates acerca de la naturaleza de los movimientos antiglobalización, quien lee las aseveraciones sobre el capitalismo como dominación podría preguntarse hasta qué punto el aporte de Laclau efectivamente rompe con la idea marxista que ve en el modo de producción capitalista el origen de todos los males de la vida individual y social. Una primera respuesta en defensa de tal quiebre es que la centralidad del capitalismo para el populismo estaría dada no porque la economía sea el fundamento determinante de todas las relaciones sociales ni el origen de la lucha social, sino porque “la reproducción material de la sociedad tiene más repercusiones en los procesos sociales que lo que ocurre en otras esferas” (Laclau 2009, 295). En este sentido, la economía permanece como preocupación central a ambas ideologías, si bien en el populismo pierde el carácter totalizador que reviste para el marxismo. Más importante aún es que, mientras el marxismo defiende la lógica de las contradicciones implícitas del capitalismo, la visión post-marxista populista niega que el capitalismo tenga una lógica dialéctica endógena, asociada a un grupo o sector particular; en otras palabras, niega que tenga una lógica antagónica interna y afirma que sus contradicciones se crean heterogéneamente mediante la intervención política (Laclau 2006, 111-112 y 2009, 188 y 293). En este sentido, su crítica al marxismo cobra sentido pleno cuando niega la proposición de que la fuente del antagonismo social sea necesariamente la relación económica entre el capitalista y el trabajador. Uno y otro, en cambio, simplemente obtienen lo que buscan en esa relación, es decir, comprar y vender bienes o servicios, respectivamente. El antagonismo sólo se produce cuando el trabajador se resiste a tal relación y, según el autor bajo análisis, esa actitud se introduce heterogéneamente. Así, por ejemplo, las demandas salariales no se derivarían 180 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Alejandra Salinas de la lógica capitalista sino de un discurso sobre la justicia, que es de naturaleza política (Laclau 2009, 288). Este enfoque sobre el intercambio capitalista queda alineado entonces con los propios enfoques capitalistas respecto de la naturaleza voluntaria y no antagónica de los intercambios económicos, si bien obviamente ambos discrepan respecto de las consecuencias que esos procesos acarrean. En el modelo capitalista, los intercambios libres permiten mejorar las posiciones relativas, beneficiando al conjunto social. Según esta visión, a medida que la sociedades se enriquecen -gracias al sistema capitalista- la provisión colectiva de ciertos bienes como la seguridad social y la educación pública gratuita también tiende a aumentar (Hayek 1978, 257-258). Por el contrario, para el populismo el intercambio capitalista siempre provocará la mejora de una parte a expensas de otras. Por ello, Laclau defiende un modelo de intervención estatal en la economía y el control democrático de la misma (Laclau 2000, 208). Ahora bien, independientemente del juicio sobre los efectos del capitalismo, me interesa detenerme en la premisa de Laclau acerca del carácter no antagónico de las relaciones de producción capitalista (Laclau 2000,204). Si se admite esto, sugerir que el capitalismo global provoca múltiples conflictos implica reconocer que éstos son introducidos por discursos anticapitalistas, que buscan articular demandas varias en contra de un otro antagónico. Desde este ángulo, la “dominación capitalista” es creada por un discurso populista buscando generar situaciones de conflicto, asentado en la necesidad política de identificar un enemigo para consolidar su hegemonía en contra de éste. El párrafo precedente se enlaza con otro aspecto de la relación entre populismo y capitalismo que presenta una tensión en el pensamiento del autor bajo análisis. Dicha tensión surge de definir al populismo como un significante vacío y simultáneamente suponer que el populismo siempre implica anticapitalismo. Al respecto estimo que, si se asume el carácter indeterminado del populismo, cuyo contenido está abierto a la inscripción en un contexto histórico particular, se sigue que en el plano económico ese contenido pudiera ser tanto capitalista como socialista (o cualquier combinación de ambos). En efecto, un populismo capitalista sería conciliable con la afirmación de que la lógica populista y la lógica administrativa cohabitan en la vida democrática. Dado que el capitalismo se acerca a la lógica administrativa en función de su carácter no antagónico e institucionalista, es plausible pensar en un régimen que combine capitalismo y lógica administrativa por un lado, y cierto grado de populismo por el otro. Las proporciones de esa combinación probablemente cambien según los actores y las circunstancias: a medida que el discurso político se mueva en la dirección del populismo, que es antagónico y menos institucional, habrá un menor grado de capitalismo, y en sentido inverso, a medida que adopte un mayor contenido capitalista se alejará de las oscilaciones propias del populismo. El recorrido entre los dos polos será siempre dinámico, y tenderá a ser gradualista o rupturista, pero dentro de una democracia siempre existirá alguna proporción de uno y otro elemento en la medida en que haya fuerzas en defensa de una y otra postura. Desde este punto de vista, Kurt Weyland sostiene que la relación entre populismo y liberalismo está abierta a la investigación empírica, y señala las afinidades entre liberalismo y populismo en los regímenes de Menem, Fujimori y Uribe, quienes 181 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Alejandra Salinas implementaron reformas de mercado con respaldo popular mediante una gestión conciliatoria del discurso populista y del capitalismo (Weyland 2003). Por lo tanto, una interpretación fiel a la razón populista nos invitaría a concluir que ni las experiencias históricas ni las semblanzas ideológicas entre socialismo y populismo debieran determinar el contenido de éste, que permanece abierto y sujeto a la libre elección de los actores políticos en las distintas circunstancias históricas. 5. Los líderes y el pueblo En esta sección abordo la relación entre los líderes y el pueblo en el modelo de Laclau, para examinar la posibilidad de potenciales conflictos entre los intereses particulares de los articuladores políticos y el objetivo populista de satisfacer las demandas equivalentes. El autor parece no contemplar esta posibilidad, al suponer que la identificación líder-pueblo es transparente y no presentaría fallas ni al momento de la articulación populista ni posteriormente en su implementación. Las fallas del proyecto hegemónico podrían surgir, en primer lugar, de los intereses particulares de los articuladores, quienes usarían el poder en provecho propio o de ciertos grupos, y a costa del pueblo. En este último caso nos encontramos con situaciones de corrupción y con aquellas caracterizadas como “búsqueda de rentas”, entendida ésta como el uso de los medios políticos para asegurar ganancias privadas, con el resultado neto de un mal uso de los recursos colectivos (Buchanan 2000, 347). En este sentido, Laclau no contempla que en el populismo existan también motivaciones egoístas utilitarias junto a ideales discursivos, motivaciones que impulsen a los representantes a obtener u otorgar beneficios particulares, para lo cual incurran en prácticas patrimonialistas y clientelistas19 . Conceptualmente, la estrategia populista tendría más razones para incurrir en dichas prácticas dada su necesidad de construir y mantener la hegemonía para asegurarse el dominio sobre el otro antagónico. Ahora bien, si este objetivo de los articuladores políticos es el prioritario, nada les impediría sacrificar la rendición de cuentas, el cumplimiento de los debidos procesos y los controles de gestión, entre otras cosas, para poder alcanzarlo. Toda vez que estas prácticas particularistas (donde el servicio público se subordina al criterio o motivo particular del articulador político) operarían en contra de los requisitos lógicos del modelo - que contempla un líder al servicio del pueblo-, es plausible pensar que el mismo se vería debilitado. Esta potencial debilidad escapa al análisis de Laclau, quien sólo reconoce la existencia de prácticas particularistas en los regímenes no populistas. Afirma, por ejemplo, que “Antes de la llegada de Chávez lo que existía en Venezuela era un régimen superclientelístico de gestión de la cosa pública, como en la Argentina del ’30” (Diario Clarín, Op.cit.). Consecuentemente, al suponer que los articuladores populistas estarían exentos del clientelismo, tampoco contempla mecanismos de control para que no traicionen la causa que dicen defender. Por lo tanto, frente a la ausencia de límites 19 Adhiero a la definición de regímenes neo-patrimonialistas como aquellos donde “un líder o una elite –como consecuencia de controlar el partido dominante en el campo político- permanece en el gobierno llegando a concentrar importantes recursos de dominación que le habilitan el control de los recursos materiales y simbólicos del Estado” (Trocello 2005, 29). 182 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Alejandra Salinas y controles -por ejemplo, prohibiendo la reelección indefinida del líder20 -, el poder hegemónico tenderá a agudizar el antagonismo político, y a desplazar la resolución última del conflicto hacia fuera de las instituciones, llevándolo a instancias violentas. En segundo lugar, tampoco parece inconsecuente contemplar la emergencia de fallas en el proyecto hegemónico, producto de la rivalidad entre el articulador existente y los candidatos que compiten por ese mismo puesto. En este sentido, el éxito de la hegemonía se vería amenazado por grupos que buscarían salir del lugar horizontal del lazo equivalencial para asumir el rol del liderazgo sobre las otras demandas, reemplazando una parte como ‘instancia de totalidad’ por otra. Mi punto es que tal cambio es necesariamente conflictivo, no porque haya un proyecto hegemónico alternativo, un “otro antagónico”, sino por que el mismo proyecto es socavado desde adentro, por un “nosotros antagónico”21 . En efecto, si el significado vacío del populismo funciona como una aspiradora de demandas cambiantes, su misma dinámica las puede volver antagónicas entre sí, sin garantizar la lealtad del líder hacia un grupo u hacia otro ni la coherencia del proyecto populista en el tiempo. El mismo Laclau menciona el caso del proyecto peronista a partir de 1973: “Entre la burocracia sindical de derecha, por un lado, y la juventud peronista y las “formaciones especiales”, por el otro, no había nada en común: se consideraban el uno al otro como enemigos mortales. (. . . ) Perón intentó durante un tiempo hegemonizar de un modo coherente la totalidad de su movimiento pero fracasó: el proceso de diferenciación antagónica había ido demasiado lejos” (Laclau 2009, 273-274). Adicionalmente, de la exposición de Laclau se infiere que quienes articulan las demandas populares serán siempre honestos y consecuentes en su intención de satisfacerlas. En este sentido, puede decirse que el autor parece compartir el criterio que asociaba el populismo al “pensamiento limpio y acción desinteresada”(Perón, “Mensaje, 11). Pero ya vimos que, como en todo proyecto político, también en el populismo existen incentivos para minar esa honestidad. Pensar que la articulación populista escapa a los problemas asociados con esos incentivos se contradice con la premisa fundamental acerca del carácter antagónico, conflictivo y cambiante del populismo. No resulta del todo claro entonces, porqué la lógica populista escaparía a una realidad marcada por prácticas conflictivas propias de la política –o más bien, de la naturaleza humana-, y por lo tanto latentes también en su seno. Se presentan al menos dos conjeturas para explicar la posible excepcionalidad populista frente a los problemas antes mencionados. De acuerdo con una primera hipótesis, existiría un doble criterio implícito en el análisis populista, según el cual el antagonismo imperaría en la relación pueblo-otros, pero no en la relación entre los articuladores y el pueblo, signada por la solidaridad. Laclau asume esta distinción pero no ofrece ningún fundamento para justificarla. De acuerdo con la segunda hipótesis, las fallas del gobierno entendidas como el uso privado de bienes públicos serían simplemente estrategias para asegurar la dominancia hegemónica. Como resultado de ello, la dominancia hegemónica se vuelve un fin en sí misma por sobre la satisfacción de las demandas populares, a pesar de que son 20 Laclau defiende la reelección presidencial indefinida (Diario La Capital, 31-5-2009). parece ilustrar la disputa en la Argentina entre la Presidente Cristina Fernández de Kirchner y el dirigente sindical Hugo Moyano por los espacios de poder al interior del kirchnerismo, de cara a las próximas elecciones nacionales (Diario La Nación, 14 de mayo de 2011). 21 Como 183 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Alejandra Salinas precisamente esas demandas las que justifican la construcción inicial de hegemonía. Si se lleva esta lógica a un extremo, el éxito en asegurar la hegemonía populista medido por el debilitamiento o la desaparición temporaria de las fuerzas antagónicas termina siendo más importante que el principio que lo justifica, a saber, la satisfacción de las demandas populares. Esto explicaría la persistencia del discurso populista independientemente de la constatación de los medios más adecuados para obtener el resultado buscado, y cuya elección depende de criterios meta-populistas (es decir, metapolíticos), como pudieran el criterio de eficiencia y las consideraciones éticas acerca de la relación fin/medios en la acción política. 6. Conclusión Los textos y las opiniones de Laclau proporcionan conceptos sumamente interesantes para abordar los desafíos conceptuales del populismo al modelo democrático. Su postura en contra del determinismo marxista y de las idealizaciones dicotómicas entre pueblo e instituciones, así como su advertencia acerca del utopismo de pensar que es posible “huir” de la política, constituyen aportes valiosos para interpretar mejor los fenómenos políticos, especialmente en América Latina. El autor también nos ofrece elementos de análisis para comprender los crecientes reclamos globales impulsados por los movimientos ecologistas, feministas e indigenistas (entre otros), que se presentan alineados en un frente cuya identidad común es su fe anticapitalista. En este sentido, Laclau nos recuerda que gran parte del discurso político actual ya no pasa por brindar determinados beneficios económicos, sino por articular reclamos frente a un enemigo construido mediante recursos retóricos y simbólicos. Por otro lado, el enfoque de Laclau no lleva la aplicación de sus conceptos hasta sus últimas consecuencias lógicas. Es decir, si el populismo es efectivamente un concepto vacío como él sostiene, entonces no cabría identificarlo sólo con el socialismo. Por otro lado, si la política se caracteriza por el conflicto, como el autor predica, no cabe suponer que la relación entre los articuladores populistas y el pueblo sea predominantemente solidaria. O al menos habría que justificar, y no simplemente asumir, por qué en la relación pueblo/otros prima el antagonismo, y porqué en la relación articuladores/pueblo prima la solidaridad. He intentado sugerir aquí que admitir un populismo de contenido económico indeterminado sería más compatible con la vacuidad del concepto, y que adoptar una visión más suspicaz de los articuladores populistas sería más compatible con el enfoque eminentemente antagónico de la política. Bajo esta luz, y como lo ilustran algunos ejemplos históricos, la lógica populista puede asociarse a recetas no socialistas que también busquen satisfacer las demandas populares. Por otro lado, una mayor desconfianza del pueblo en los articuladores políticos podría fortalecer la convicción de que es necesario implementar controles más severos a los gobernantes, para disminuir el patrimonialismo y la corrupción endémica en gran parte de América Latina. Por último, también se ha señalado la tendencia reduccionista que late en el análisis de Laclau, al creer que toda la realidad social pueda ser constituida y articulada desde la política, sea bajo la dirección hegemónica de un líder o de otros movimientos. En este sentido, frente a la política se erige un amplísimo ámbito social signado por 184 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Alejandra Salinas un pluralismo de vínculos irreductibles a lo político. En definitiva, la capacidad de la política para la construcción discursiva de identidades sociales, cualesquiera sean ellas, pareciera estar limitada por la autonomía de las personas y de las organizaciones sociales para crear y darse sus propias identidades. Bibliografía Abts, K. y Rummens, S. 2007. “Populism versus Democracy”. En Political Studies, 55:2, 405 – 424. Arditi, B. 2007. “Post-hegemony: politics outside the usual post-Marxist paradigm”, En Contemporary Politics, 13: 3, 205-226. Borón, A. (comp.). 2003. Filosofía política contemporánea: controversias sobre civilización, imperio y ciudadanía. Buenos Aires: CLACSO. Borón, A. y González, S. (2003). “¿Al rescate del enemigo? Carl Schmitt y los debates contemporáneos de la teoría del estado y la democracia”. En Filosofía política contemporánea: controversias sobre civilización, imperio y ciudadanía, compilador A. Borón. Buenos Aires: CLACSO, 135-159. Buchanan, J. M. 2000. “Reform in the Rent-Seeking Society”. 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Sin embargo, de no existir éstas, si la determinación del hombre fuera siempre conducida por una guía racional (como se pedía en la filosofía política moderna) la misma política perdería su sentido: su objeto surge ahí cuando la posibilidad de orden se ve sobrepasada, siendo los afectos lo que de suyo sobrepasa y desborda toda posibilidad de ordenación. Tal accionar es lo que se ha caracterizado como el Estado de naturaleza, más no uno confinado a un tiempo inmemorial, anterior al orden civil, sino una actuando constantemente y a cada tiempo en el orden político existente. Esto supone desde el comienzo una inquietud al interior de la política: si aquello que la posibilita es algo que actúa negativamente y de modo persistente desde su interior, rebasándola, quiere decir que la política a cada instante y en cada momento se mantiene en una tensión dialéctica entre el origen y su fin, en cada momento en que los afectos y las pasiones ejercen su actividad la política pierde su centro, volviendo a su origen, teniendo que refundarse perpetuamente. En este punto se abre el problema de la doble realidad previa que contienen las pasiones: por un lado corroen el orden y por otro lo posibilitan. La apertura que la abre a lo otro, la que posibilita el vínculo, veremos que tiene como base algo que a la vez imposibilita que éste acontezca de manera plena y, por el contrario, tiende a verse resquebrajada. En la imposibilidad de establecer de manera duradera los lazos es cuando la insatisfacción revela un fondo que permanecía oculto en cuanto esta pasión era sólo salida hacia lo otro, revelándose de manera violenta. El problema central del trabajo que pretendemos abordar establece como aquello que posibilita la unión nacida de un orden previo a la estructura política contiene en su seno una carencia que es experimentada por los sujetos participantes de esa unidad y que revela la condición fracturada que los constituye. Esta fractura la hemos vinculado a un tema capital dentro del pensamiento político moderno, tal como es el miedo. Sentimiento fundacional en la comprensión de Estado civil –según la teoría de Thomas Hobbes–, el que brota, según veremos, de aquella parcela familiar que en un primer momento pareciera el único reducto insobornable de tranquilidad. Veremos que justamente esta 189 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Juan Ignacio Arias Krause apariencia es la que contiene en germen la escondida semilla que posibilitará el ascenso de un Estado que vele desde el exterior de la unidad parental, pero que contiene, a la vez, la inquietud de un peligro mayor. El presente trabajo nació a la luz de la lectura del libro de Eugenio Trias, La política y su sombra, por lo que en muchos casos los argumentos desarrollados acá son extensiones de las tesis ahí planteadas, no agotándose, con todo, nuestra investigación a lo ya dicho por el pensador español. 2. La unión fraterna originaria y su violencia interna Sobre cuál sea el origen histórico del estado, qué es lo que determina el paso de un momento pre-político a uno dominado por una estructura política definida, contiene una problemática interna al problema del inicio mismo: lo que da inicio a la política, ¿es ya una acción política o se mantiene al margen de ésta, como un momento inasimilable, pero que acecha desde las afueras? Diferenciar entre lo político y la política, ha sido una sutileza ganada en el siglo pasado que bien responde (o al menos saca de apuros) a esta cuestión. Dentro de ella confluyen una serie de aproximaciones que van cercando el problema, a las cuales cabe aducir fuentes históricas que colindan con lo mítico, o bien, relatos fundacionales propiamente de origen mítico. Dentro de estos, destaca en nuestra cultura el relato bíblico del Génesis, el cual señala el comienzo de la comunidad humana (y lo que marca la desvinculación radical con los dominios paradisíacos) acontece cuando el hombre no sólo es expulsado del paraíso por haber probado el fruto del árbol de la vida, sino que es arrojado “al oriente de Edén” como castigo por haber dado muerte al hermano de sangre. Ya Anselmo, en los inicio de la cristiandad, señala que tal acto violento y fraticida no fue un acto aislado y determinado de un hombre particular, sino que es un acto sangriento que ha realizado toda la humanidad en manos de Caín, y que con él cargan la culpa cada uno de los hombres singulares. La señal que pusiera Jehová sobre Caín es la marca que evidencia su condición de asesino y de culpable, pero a la vez es una señal de salvoconducto: pese a la aberración, pese a su acto fraticida y pese a que “la voz de la sangre de su hermano clama desde la tierra” (Génesis 4:10), será con esa señal que podrá caminar sin miedo y fundar ciudades. De este modo es justamente él, el que ha cometido el crimen, el que es librado de tener miedo a padecerlo. Aquel que ha realizado el acto de violencia suprema es eximido de tener miedo a ser violentado, esto, tal vez, porque ha sido el que ha hecho manifiesto algo que estaba destinado a quedar en la oscuridad. La violencia del fundador es propiciada por la presencia divina. Al situar como el primer fundador de ciudades a Caín, el relato bíblico goza de los atributos de poder que en el mundo griego se exigía de todo fundador: “Quien desee crear y fundar un lugar nuevo tiene que estar lleno de soberbia. También necesita mostrar la audacia y hacer alarde de la violencia del que se arranca de un espacio familiar.”(Detienne 2001, 137) Algo semejante ocurre en la fundación de Roma, cuando Rómulo mata a Remo por saltar sobre el surco labrado donde se edificaría los muros sagrados de la ciudad. “Mientras Rómulo cavaba un surco allí donde iba a levantarse el círculo de la muralla, [Remo] se mofaba de algunos de sus trabajos y procuraba estorbar otros. Finalmente él mismo lo traspasó y, según unos, allí cayó, hiriéndole el propio Rómulo o, según otros, 190 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Juan Ignacio Arias Krause Céler, uno de sus compañeros.” (Plutarco 2000, 224) Tanto la acción de Caín como la de Rómulo se encuentran emparentadas no sólo por su carácter violento, sino por el acto fraticida que los caracteriza. La muerte del hermano manifiesta, primero, la ruptura con el elemento vinculante inmediato (la unión fraterna, sanguínea) y, en segundo lugar, destruye una supuesta igualdad que existe entre ambos hermanos. Este vínculo que contiene la fraternidad posibilita de hecho la disputa originaria: no es por la diferencia, sino por la igualdad de las partes que se ejerce violencia. Nacida en la unidad, la dispersión del hombre y su posibilidad de establecer comunidad brota de ella. La unidad en estos relatos no se encuentra al final, en tanto ideal (como posteriormente lo será con la esperanza del reino de Dios), sino al comienzo, como condición. La lucha y la disputa provienen de lo uno, como contenido intrínseco, y que en estos primeros relatos se encuentra caracterizado por la unión fraterna, la cual patentiza la igualdad natural en que se encuentran los miembros que conforman la primera comunidad. Los asesinatos de Abel y Remo ponen de manifiesto un germen que atravesará toda política que pone énfasis en la patencia del deseo de poder que se encuentra en cada individuo. Caín mata a su hermano, pues las ofrendas de éste regocijan más al Dios, en tanto que Rómulo asesina a Remo, después que éste averiguara la trampa hecha por aquél para poder fundar la ciudad donde él proyectaba.1 Este legado mítico, que ha servido como base a la teoría política que se inicia con la hipótesis de un estado natural, nos interesa por su ruptura con el momento de violencia, por aquella acción de duelo o maldición que los ha llevado a convertirse en fundador de ciudades, y con ello a la instauración de un Estado político, dirigido por una ley que se encuentra por encima del orden previo, familiar. Esta vertiente ha sido retomada por el discurso político desde la modernidad en sus formulaciones más mordaces o lo que al parecer es lo mismo, en sus versiones más “realistas”. Es la formulación de una violencia interna a la política, la que cumple una función límite entre lo político y lo apolítico, que constituiría y posibilitaría lo político, o también puede ser que esa misma violencia sea lo político en su manifestación (irónicamente) más transparente, tal como lo plantea Chantal Mouffe: “Concibo “lo político” como la dimensión de antagonismo que considero constitutivas de las sociedades humanas, mientras que entiendo “la política” como el conjunto de las prácticas e instituciones a través de las cuales se crea un determinado orden, organizando la existencia humana en el contexto de la conflictividad derivada de lo político”(Mouffe 2007, 16) Aparece acá una violencia que posibilita la irrupción de lo político, con la correspondiente manifestación política, la cual es la que posteriormente podrá ser categorizada como lo político, pero hasta el momento que no tenga un referente en la política, no puede denominarse como tal en un marco contingente. Es una violencia que vive en y 1 La historia del posible engaño de Rómulo a Remo, es relatada por el mismo Plutarco en Ibíd., 223. Estando en desacuerdo los hermanos del lugar donde fundar la ciudad, “acordaron zanjar la disputa con aves favorables y, sentados aparte, dicen que se aparecieron a Remo seis buitres y el doble a Rómulo. Según otros, Remo los vio de verdad, mientras que Rómulo mintió.” Este es el motivo, además, del porqué estorbó en la abertura de la zanja, mencionado más arriba. 191 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Juan Ignacio Arias Krause por la primera unidad inmediata, con base en la familia y por ello ha de permanecer “oculta” en esa inmediatez, como un elemento constituyente2 . De este modo surge la necesidad de saltar por sobre ella, pues de no hacerlo se quedaría cerrado en el circulo de lo familiar y, por ello, clausurado en una desconfianza y miedo originario hacia el hermano. La fraternidad o la conciencia de la igualdad entre los hermanos crean las condiciones de irrumpir en ella para desnivelarla a favor de uno de los actores, ya que, como sostiene Hobbes, de la igualdad proviene la desconfianza (Hobbes 2006, 101). En el estado de naturaleza el hombre se encuentra en igualdad tanto en sus capacidades naturales como en las capacidades espirituales, lo cual introduciría el conflicto en la posibilidad de desear lo mismo. Noción moderna por excelencia es que la “voluntad es lo infinito”, y en esta infinitud el hombre se encuentra virtualmente en una morada común junto con todas las individualidades. Por naturaleza, potencialmente todos los hombres pueden desear lo mismo, la misma mujer, el mismo terreno, las mismas riquezas, el mismo deseo, inclusive. La tesis es de Descartes, y es que mediante la voluntad ya no sólo el hombre se iguala con sus pares, sino que por ella el hombre comparte la esencia divina, inclusive el hombre puede llegar a querer ser Dios mismo. En cuanto querer, nada lo limita; la distancia se encuentra en que en el hombre la idea de ese querer no se da de manera clara y distinta. Por ello la restricción y el peligro, a su vez, se encuentra en la posibilidad abierta de su concreción, ya que ese deseo infinito tiende a verse frenado constantemente con la limitada individualidad en la que se encuentra imposibilitado en cuanto res extensa. En el deseo infinito, en el tender sin límite, se nos aparece el otro que coarta la posibilidad de realización, en cuanto potencialmente puede desear exactamente lo mismo, de ahí el surgimiento de la desconfianza en los hombres y la lucha que se ha de establecer será a muerte y se decidirá por medio del mayor o menor poder que cada uno tenga: “De esta igualdad en cuanto a la capacidad se deriva la igualdad de esperanza respecto a la consecución de nuestros fines. Esta es la causa de que si dos hombres desean la misma cosa, y en modo alguno pueden disfrutarla ambos, se vuelven enemigos, y en el camino que conduce al fin (que es, principalmente, su propia conservación, y a veces su delectación tan sólo) tratan de aniquilarse o sojuzgarse uno a otro.” (Idem) Dos iguales que, por el hecho de serlo, se comprenden como enemigos. Vinculados por una alteridad fundamental y vinculante, en la cual se reconocen como otros y como iguales, transforman esta igualdad en aquella instancia otra, en una expresión bélica. En relación a esto, José Luis Villacañas (1999, 169) realiza un ingenioso juego en torno al término alter ego: no es el alter el que infunde miedo al yo, el miedo aparece cuando el yo pone al ego en el interior de ese alter, cuando se cree adivinar los propios deseos de poder que subyacen en cada persona en el otro, es el momento en que ese otro se metamorfosea en un lobo acechante, que no es más que la propia imagen de sí mismo 2 En una muy esquemática referencia Aurelio Arteta en un artículo denominado Pasiones políticas (en Teoría política: poder, moral, democracia. Madrid: Alianza Editorial, 2003), distingue en dos grupos los tipos de pasiones de lo político: el primero, son aquellas constitutivas de lo político, tales como son el deseo de poder y el miedo, en tanto que en el segundo, son las propias de la política y las que determinan las distintas formas de gobierno, como, por ejemplo, esquematiza Montesquieu, el principio de la democracia es la virtud, el de la monarquía el honor y el del despotismo el temor. 192 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Juan Ignacio Arias Krause contemplada en el otro: hasta tal punto comparten su igualdad y su tensión a devorar lo que se le enfrenta. Es por este hecho que de la “igualdad deriva la desconfianza”(Hobbes, op. cit. Ibid), y de ésta, a su vez, ha de provenir la guerra. La violencia acontece ahí donde existe un hermano, un igual, al cual se reconoce como tal y en semejante condición se ejerce violencia sobre él, con fin a acabar con aquella igualdad natural, fraterna y romper de este modo con la estructura ideal que nivela abstractamente las relaciones como vinculo de sangre. El paso a la fundación de una ciudad implica la supresión del lazo anterior, que vinculaba las individualidades de un modo inmediato. La muerte ejerce una función fundadora, porque es a través de ella como se instaura un sistema de vínculos al margen de lo natural, pues ya ni del propio hermano es posible valerse, ya que potencialmente todos son asesinos. La violencia originaria es una violencia que se encuentra en los márgenes de la política, a la cual da comienzo con aquella ruptura con una ligazón establecida desde un adentro y constitutiva de todo lazo. Roto el lazo, una segunda violencia se ejerce desde un afuera: el castigo mismo de fundar la patria postiza, a la cual se arribará para establecer un nuevo vínculo que restablezca el anterior. 3. El miedo como origen del Estado civil La Teología política ha tomado estos elementos y ha establecido una estructura esencialista del hombre: producto de esa violencia originaria se ha predicado en el hombre una maldad sustancial, que le viene dada por naturaleza y ha hecho del hombre un lobo para el hombre la formulación más precisa para describir esta realidad. Sobre esta base Hobbes describe el origen de la política como el intento de corregir el comportamiento natural a través de un orden racional, que coaccione al momento anterior que tenía su fuente en los afectos. Este miedo, sin embargo, como sentimiento que se encuentra en el origen de la política, cumple una función de síntoma, al ser expresión de un conflicto interno, revela una falla que se mantiene oculta y que, al aparecer, intenta ser remediada en distintos niveles, revelándose en este caso como niveles políticos. De este modo, siguiendo la lectura que hace Esposito de Hobbes, el comienzo mismo de la política es un intento de cubrir algo que se encuentra en las profundidades de las relaciones humanas y que se va resguardando con distintas capas, cual tapaderos que van soterrando más y más algo que, con todo, no se cansará de aparecer, como un “clamor que proviene de la tierra”, y se enfrenta a esa construcción que se ha superpuesto. “El miedo no sólo origina y explica el pacto, sino que lo protege y lo mantiene vivo. Una vez que se lo ha sentido, ya no sale a escena. Se transforma, de miedo «recíproco», anárquico, como el que determina el estado de naturaleza (mutuus metus), en miedo «común», institucional, como el que caracteriza al estado civil (metus potentiae communis). Pero no desaparece, no se reduce, no cede. El miedo no se olvida. Como dijimos, forma parte de nosotros, somos nosotros mismos fuera de nosotros. Es lo otro que nos constituye como sujetos infinitamente separados de nosotros mismos” (Esposito 2007, 59) 193 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Juan Ignacio Arias Krause El miedo es origen de la política al actuar como síntoma de algo que queda oculto. Éste permite el surgir de una estructura simbólica que intentará ponerle fin, remediar el síntoma, sin embargo, algo ha de permanecer, lo que se oculta y que ha de quedar perpetuamente en las tinieblas, pues se escabulle de toda simbolización.3 Pero, ¿por qué se ha de aceptar esta molesta permanencia? De hecho la permanencia es doble: se da tanto en esa inquietante extrañeza individual, de miedo al otro, como en la permanencia política que ha instituido ese miedo como razón política, la cual organiza una correcta distribución de los miedos particulares en un estado de seguridad, de esta manera, logra la forma de unidad bajo el dominio de un miedo mayor, organizado mediante una dinámica articulada como un gran artificio de control por sobre aquellas particularidades, ante el cual non est potestas Super Terram quae Comparetur ei.4 Pero ¿por qué aquel miedo, eminentemente mayor, ese poder incontrastable es aceptado como un bien mayor? La tesis hobbeseana introduce un elemento de necesidad racional que no contienen los miedos particulares, éstos se encuentran sujetos a sus pasiones, de las que es imposible prever nada, en tanto que el Estado ordenaría siguiendo un modelo científico-racional. Un gran miedo externo, completamente visible, vendría a exorcizar aquel otro miedo en el cual todos participan y que permanece oculto, invisible, y que, de hecho, se encuentra llamado a quedar soterrado en este orden que se ha establecido artificialmente. En una extraña dialéctica, el miedo ancla su presencia entre lo visible y lo invisible, como algo acechante en cada casa y que gustaría quedarse recluido, pero que al aparecer de modo visible somete; algo semejante a la señal puesta a Caín por el Dios comentado al inicio. Tal es el poder que tiene el Leviatán, el cual mantiene una semejanza estrecha con la violencia presente en la imagen del héroe fundador del mundo griego, el cual tenía la virtud de poder hacer aparecer de manera abrupta aquella hybris violenta al momento de actuar en su calidad de oikistés, pero éste, como figura visible perdía sus atributos al quedar la ciudad fundada. La forma legal que significa el orden instituido lo excluía y, en su lugar, pasaba a formar parte del culto público. A su muerte era enterrado al centro de la ciudad, como presencia de aquella violencia originaria, una presencia inquietante y elevada a forma divina, a la cual se le ofrecían permanentes sacrificios5 . El gesto de poner afuera lo que se encuentra adentro, del mundo antiguo, de objetivizar aquel miedo mediante una presencia representativa divinizada, funciona 3 Esto que se esconde ha sido categorizado en cierta medida por Freud con el término ominoso (Das Unheimliche) desarrollado en el ensayo homónimo de 1919. En nuestro contexto acá se revela un germen, una potencia de ese estado de naturaleza familiar, anterior al comienzo del Estado, lo que contiene aquello ominoso. El Estado será el intento de esconder más profundamente, salir de las relaciones inmediatas de parentesco, echar más y más tierra sobre aquello desconocido que hace peligrar todo estado de paz. Schelling, citado por el propio Freud, decía que lo Unheimlich “es todo lo que estando destinado a permanecer en secreto, en lo oculto, ha salido a la luz”. Esto se corresponde con bastante elocuencia al infantil intento de Caín de ocultarle su acción a Yahveh, ante lo cual éste le recrimina: “-¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra.” Lo Unheimlich es algo oculto que se torna clamor con tal furor que es imposible volver a confinarlo a las sombras. Lo reprimido retorna, dirá Freud un año más tarde en Más allá del principio de placer, y esto reprimido, y que se ha mantenido oculto por represión, vuelve como algo ominoso, lo que no se ha querido ver, retorna como algo que se conoce, pero ya no como heimlich (intimo familiar), sino como su contrario Unheiliche, como algo terrorífico. 4 “No hay poder sobre la tierra que se le pueda comparar”. Tal es la sentencia, tomada del libro de Job, que se encuentra en la portada del Leviatán. 5 “Mientras está vivo, el «oikista» rinde culto a Apolo Arquegeta, el dios que preside su empresa. Una vez muerto es el fundador el que recibe un culto oficial y, presumiblemente, también de arquegeta [. . . ] el «oikista» difunto es colocado en el ágora, en el espacio publico abierto a las asambleas y reservado a las construcciones oficiales mezcladas con los santuarios de los dioses” (Detienne Op. Cit., 123) 194 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Juan Ignacio Arias Krause como elemento de tope de los límites de la misma ciudad. Si la ciudad se encuentra circundada y restringida a un orden que limita con su opuesto (el desorden anárquico que acecha los muros de la ciudad), la presencia del fundador en su centro cumple la función de un signo que apunta a la violencia que en todo minuto puede hacerse presente para restituir el orden que en el origen él mismo había instituido. La violencia al ser elevada a forma de representación divina exorciza aquel miedo, como una amenaza latente de un gran y persistente dador de miedo. Lo mismo funciona con la poderosa metáfora realizada por Hobbes con su Leviatán. Símbolo del poder, con todo, la metáfora mantiene una distancia propia del mundo moderno, y es lo que el autor no disimula: el Leviatán es una creación artificial. Lo que en el mundo antiguo aparece como un poder natural, precedido por el oráculo de Delfos y por tanto en vínculo directo con Apolo, acá el poder se difumina en la mera forma, que por lo mismo se torna omnipresente y omniabarcante de todos los miedos particulares, pero por lo mismo, se vuelve escurridizo y de difícil aprehensión. Presente en cada rincón del Estado, indica su presencia mediante la seguridad que se ampara detrás del miedo que se superpone a todos los otros miedos particulares. El mismo miedo se vuelve escurridizo, deslizándose furtivamente ahí donde se dice hay estado de seguridad. La visibilidad con que el mundo antiguo exorcizaba el miedo invisible se ha desvanecido, quedando presente en la mera metáfora posibilitadora de poder que significa el Leviatán. Lo que ha sucedido es que a cambio de ese miedo lo que se le ha proporcionado al hombre es poder, que, a su vez, tiene que devolver por lo limitado que aparece a la reunión de todas las parcelas de poder que se encuentran presentes en la comunidad. El circulo es vicioso: el hombre moderno lo único que tiene es poder, pero ese poder es mera potentia, que al no poder ejercer con plena potestat, no encuentra una concreción valida, limitando su realización, y la de todos. Esa imposibilidad de toda la comunidad hace que tal potencia se difumine en escuálidos intentos de dominios, reduciéndose a particulares actos de poder que no hacen sino atentar limitadamente contra las otras potencias. El poder de cada individuo se convierte en miedo por su impotencia en la capacidad de realizarlo en plenitud; este miedo insta a tener que ceder esa pequeña parcela de poder a un ente superior que restrinja cualquier intento de ejercer el poder de los particulares en las relaciones que se den en la comunidad. Pero con esto sólo se ha logrado que los individuos se encierren en sus casas, donde podrán como un villano en su rincón, ser amo y señor de su limitado mundo. En este punto se encuentra un hecho crucial, que ha sido denunciado por Villacañas (Villlacañas Op. Cit., 161-190), y es que la tesis del Leviatán que aboga por mantener la seguridad al interior del Estado y asegurar la libertad particular, se da solamente como una tesis provisional: si cada individuo goza de libertad en su casa, con esto el poder ilimitado del Leviatán se reciente, encontrándose limitado a esa libertad. “Que el Leviatán devorara también al sujeto privado no era sino cuestión de tiempo. ¿Acaso no reconocían todos que la fuente del Leviatán era la locura humana? ¿Qué instancia podría impedir que el Leviatán finalmente interviniera en la miserable vida de los hombres, caracterizada como extravagancia, devaluada en perversión? Y cuando el individuo sienta esta presión del Estado, ¿cómo no intentará eliminar el poder absoluto?”(Ibid., 195 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Juan Ignacio Arias Krause 171) En verdad el Leviatán no podrá descansar hasta identificar su potencia con su poder, hasta acabar con la intima e individual libertad. Una característica de esta pretensión de dominio es la formación política que conduce a la reunión de todos los miedos en uno, como es la conocida caracterización del pueblo, y que a partir de Hobbes6 ha entrado en la escena política como manifestación de aquel intento de extirpar los elementos individuales de la política, pues, como ya se ha hecho mención, el miedo, como pathos constitutivo de los hombres, los lleva a unirse en torno a un miedo que les es común, deshaciendo los particulares en él, de modo que de esta reunión surge como una unidad indiferenciada la formación del pueblo. Pero al extirpar el miedo de los hombres, el Estado también deberá extirpar todo aquel elemento que vaya contra aquella unidad que se ha vuelto más poderosa que la suma de los individuos. 4. Conclusión Hemos visto la circularidad que contiene el juego del poder y la potencia en el Estado civil, pero a la vez, y como conclusión de la investigación, podemos reconocer esta peligrosa circularidad también en el paso que se da desde aquel Estado de naturaleza presentado en la modernidad, hasta este otro orden que pareciera defendernos de un momento natural y originario. En verdad lo que se ha hecho es agudizar el problema, cubriéndolo artificialmente. La tesis de un Estado de naturaleza originario y confinado a los límites de la historia política, no sirve más que como hipótesis de trabajo teórico, pero que en la práctica carecen de validez, inclusive ya trabajado exclusivamente a nivel académico. Autores inmediatos a Hobbes –en particular, nos referimos a Spinoza– supieron ver aquel estado no clausurado a un inmemorial pasado, sino real y actuando en el Estado moderno y del cual el análisis político no se puede desprender, no sólo como hipótesis, sino porque tal Estado revela la real naturaleza del hombre, que se renueva constantemente y en cada caso donde actúa un individuo, ya que éste no se encuentra determinado exclusivamente por la razón, sino también –y de manera radicalmente más fuerte– por los afectos, expresión concreta de aquel estado de naturaleza que cierta tradición política ha insistido en obviar. Bibliografía Anónimo, Sagrada Biblia. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1975. Arteta, Aurelio, García, Elena, Maíz, Ramón (eds.). 2003. Teoría política: poder, moral, democracia. Madrid: Alianza Editorial. Cruz, Manuel (ed.). 1999. Los filósofos y la política. Madrid: Fondo de Cultura Económica. Detienne, Marcel. 2001. Apolo con el cuchillo en la mano. Madrid: Akal. 6 Para un análisis detallado sobre el concepto de pueblo en disputa con el concepto que políticamente se posesionaría como su antípoda, como es el de multitud, véase el libro de Paolo Virno, Gramática de la Multitud. 196 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Juan Ignacio Arias Krause Esposito, Roberto. 2007. Communitas. Origen y destino de la comunidad. Buenos Aires: Amorrortu editores. Hobbes, Thomas. 2006. Leviatán. O la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil. México: Fondo de Cultura Económica. – Del ciudadano. Madrid: Tecnos, 1987. Mouffe, Chantal. 2007. En torno a lo político. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Plutarco. 2000. Vidas paralelas I. Madrid: Gredos. Rykwert, Joseph. 1985. La idea de ciudad. Antropología de la forma urbana en el Mundo Antiguo. Madrid Hermann Blume. Trias, Eugenio. 2005. La política y su sombra. Barcelona: Anagrama, Villacañas, J. L. 1999. “Critica de la antropología política moderna.” en Los filósofos y la política. Madrid: Fondo de Cultura Económica. Virno, Paolo. Gramática de la multitud. Madrid: Traficante de sueños, 2003. 197 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 José Francisco Puello-Socarrás Convencionalismos y sub-versiones epistemológicas José Francisco Puello-Socarrás* La vía propia de acción, ciencia y cultura, incluye la formación de una nueva ciencia, subversiva y rebelde, comprometida con la reconstrucción social necesaria, autónoma frente a aquella que hemos aprendido en otras latitudes y que es la que hasta ahora ha fijado las reglas del juego científico, determinando los temas y dándoles prioridades, acumulando selectivamente los conceptos y desarrollando técnicas especiales, también selectivas para fines particulares. Orlando Fals Borda, ¿Es posible una sociología de la liberación? La ciencia política está enferma, su actividad servil y mísera, su propuesta innovadora es vil. Antonio Negri, El monstruo político. 1. Preliminar En todas las épocas, comenzando por la más remota antigüedad, La Política ha sido objeto de las más diversas provocaciones. Desde los antiguos aforismos sapienciales, pasando por la sistematización filosófica moderna, ó más recientemente bajo el influjo contemporáneo del pensamiento dominante y su pretensión de indagación “científica”, las maneras de comprender y los modos de reflexionar sobre La Política testimonian una preocupación constante. También bastante polémica. Este impulso, visto a lo largo del desarrollo de la historia del saber político permanece hasta ahora como un hecho incontestable. Precisamente, la posibilidad de contar con un análisis de La Política rigurosamente científico es el nudo gordiano que sigue generando las más diversas controversias. Al examinar la relación histórica entre la producción del conocimiento y la constitución de un marco para el pensamiento político bajo el discurso de la Ciencia, el cual no sobra decir, encuentra su sustento actual en las convicciones y presupuestos típicos de la Razón y la Lógica modernas y que, hoy en medio de la crisis profunda en la que parece debatirse, se podría señalar que la llamada “ciencia política” en general no sólo estaría, como sugestivamente plantea Negri, enferma sino que además - habría que añadir - resultaría anacrónica y obsoleta, epistemológicamente hablando. * Politólogo de la Universidad Nacional de Colombia, Magíster en Administración Pública y estudiante del Doctorado en Ciencia Política en la Universidad Nacional de San Martín (Argentina). Becario CONICET. Actualmente, se desempeña como asistente de docencia en la Universidad Nacional de San Martín (Argentina). 198 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 José Francisco Puello-Socarrás Es más. Se podría sospechar que la actividad servil en la propuesta “innovadora” que se le imputa, estaría muy relacionada con este (in)suceso. A propósito de las discusiones en torno a la necesidad de reactualizar la política como ciencia, por lo menos cuatro respuestas han intentando desatar este debate. La primera alternativa se inscribiría en torno a cierto postmodernismo vulgar -para diferenciarlo del llamado pensamiento postmoderno en general. Esta postura, extremista en su “crítica” al pensamiento clásico y a la ciencia tradicional y un énfasis exuberante sobre el final de las meta-narraciones -entre ellas, la fe en la razón-moderna-, sugiere para este asunto una especie de fuga mundi. Parafraseando a Joseph Fontana, este viraje a la postmodernidad - para el caso de la reflexión política - traería consigo un exagerado reduccionismo relativista que haría imposible cualquier empresa científica, instalando una solución peligrosamente irreflexiva. Existe una segunda respuesta que considera esquemáticamente una separación casi irreconciliable entre el estatuto científico de las ciencias naturales y las sociales, división que rememoraría esa vieja distinción decimonónica entre ciencias de la naturaleza y ciencias de la cultura1 . Subraya la infranqueable especificidad del fenómeno social-humano y una ruptura epistemológica fundamental -o, si se quiere, una discontinuidad- entre las diferentes maneras de producción del conocimiento, la delimitación de los objetos de estudio, las metodologías, en fin, diversos obstáculos que harían frívolo cualquier intento por lograr un discurso científico en general y sin adjetivos, así como también una relación dinámica entre el mundo del conocimiento “artificial/humano/social” y el “natural” (no-humano). A pesar de que esta postura encara efectivamente los mínimos del debate y avanza en muchos aspectos, la ambigüedad con la cual se relativizan y aíslan algunas cuestiones entre ellas, la separación tajante entre cultura/naturaleza – impone la presencia de un relativismo moderado que - aunque plantea interesantes progresos en las discusiones sigue entrabando la integración actualizada del saber político a partir de conocimientos logrados desde “otras” ciencias. Parecería que, en este sentido, no habría salidas alternativas en la articulación de la ciencia política por fuera de las ciencias sociales2 . Esto preventivamente implica serios riesgos de anquilosamiento para el pensamiento político, más si se tiene en cuenta el panorama intelectual y los paradigmas vigentes que prevalecen en el ambiente disciplinar. Otra postura exhibe una tercera posición: confiesa la posibilidad de tomar estratégicamente aportes hoy por hoy disponibles desde “las nuevas orientaciones del pensamiento científico más avanzado” -las mal-llamadas “ciencias duras”- e incluso prevé que ello propiciaría una apertura epistemológica de la teoría social. Sin embargo, advierte al mismo tiempo que, en la mayoría de los casos, este tipo de desarrollos en las ciencias contemporáneas – como por ejemplo, en la 1 “¿Podemos acaso suponer que un fenómeno social posee la misma naturaleza ontológica que los fenómenos de la naturaleza? Mal que les pese a muchos, esta igualación no reviste equivalencia posible. La relatividad de los fenómenos culturales impiden la posibilidad de trazar leyes en el sentido que las mismas poseen en el campo de la naturaleza. Esto no imposibilita establecer mecanismos causales, posibilitar generalizaciones, o intentar predicciones; pero éstas deben acotarse a su matriz histórica” (Bulcrouf y Vázquez 2004, 300). 2 Una posición análoga, a raíz de la crisis de la ciencia política (usamericana) es la que recientemente ha adoptado Giovanni Sartori, para quien “la ciencia política dominante ha adoptado un modelo inapropiado de ciencia (extraído de las ciencias duras, exactas) y ha fracasado en establecer su propia identidad (como ciencia blanda)” (Sartori 2003, 350). 199 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 José Francisco Puello-Socarrás física cuántica – aunque son valiosos e interesantes resultan ser escasamente operativos y, con frecuencia, inaplicables si no irrelevantes. La transacción de nuevos conceptos y nociones, herramientas analíticas, etcétera, sería entonces una maniobra extremadamente difícil como para dar con una base ideológica nueva y firme para la generación de conocimiento científico en política (Borón 2000). Finalmente, identificamos una última actitud que reivindica - por decirlo de alguna manera - el despropósito y la inercia. Enclaustrada en los oráculos teóricos más entusiastas y que inveteradamente han auxiliado al pensamiento único y las posturas hegemónicas de la disciplina, esta versión se propone profundizar los enfoques dominantes actualmente existentes, muy a pesar de que además de anacrónicos y obsoletos, éstos muestran progresivamente su incapacidad para aproximar con algún grado de verosimilitud la compleja realidad política. Ni siquiera en sus aspectos básicos esenciales. En esta postura se protege una actitud irreflexiva, fetichista y, por lo tanto, para el ambiente científico e intelectual hoy, tozudamente anti-científica. Mientras tanto, sus más acérrimos defensores pretenden seguir proclamando exactamente lo contrario3 . Para ilustrarlo de algún modo, esta perspectiva pretende penetrar las profundidades del universo intergaláctico equipado con una lupa y aduciendo que la tierra es plana. Muy esquemáticamente ó, si se quiere, bajo un tono canónico, se trata del esquematipo que los enfoques autodenominados “científicos” han introducido desde sus inicios a partir de la “ciencia política” contemporánea (usamericana) y que en adelante denominaremos: Political Science; tradición que también ha sido heredada y compartida por algunas orientaciones de la Política Comparada -comparative politics. En ambos casos se sigue desesperadamente guardando la esperanza desproporcionada y para el momento actual inadmisible de la superioridad innata y exclusiva de los parámetros epistémicos del pensamiento clásico moderno y de las supuestas bondades - para ellos, aún vigentes - del modelo teórico y analítico neoclásico -específicamente: angloamericano y proveniente de la teoría económica. Desde luego, esto implica un rechazo enmascarado de las contribuciones científicas emergentes4 . En esta postura, la opción sería en imponer un “no futuro” para la ciencia política – epistemológicamente hablando – e insistir en una ortodoxia que opone férrea resistencia a las transformaciones más actuales tanto del mundo en concreto como de la ciencia en abstracto5 . 3 Propuestas para llevar una supuesta de renovación para la disciplina, como la que sugiere la recientemente laureada con el premio nobel (¡de economía!), la ‘cientista política’ usamericana Elinor Ostrom, es un claro ejemplo sobre los límites de la no-alternativa que representa “innovar” los viejos análisis y métodos en aspectos superficiales sin instalar una ruptura fundamental y una discusión de fondo, empezando por la naturaleza epistémica y social de la disciplina hacia el futuro, en el campo de producción y ‘aplicación’ del conocimiento político. (Ostrom 2002, 191-192) 4 Sobre los detalles del “modelo-tipo” neoclásico básico (ortodoxo, de corte usamericano): Puello-Socarrás, J. F. Nueva Gramática del Neo-liberalismo. Itinerarios teóricos, trayectorias intelectuales, claves ideológicas. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2008, pp. 56-70. 5 Puello-Socarrás, José Francisco, El oráculo de los entusiastas. La teoría del Rational Choice en política: ¿una decisión irracional? (ante todo, después de todo). Mimeo. No pretendemos desconocer que: a) la Ciencia Política Usamericana (Political Science) se reduce ó se agota exclusivamente en este tipo de enfoques; b) Que la Política Comparada y mucho menos las diferentes escuelas y aproximaciones que la constituyen sean, para este caso, exclusivamente usamericanas; c) Que enfoques como “la elección racional” (rational choice) hayan tenido otros desarrollos en los últimos tiempos. De hecho, un nuevo enfoque del rational choice, alejado de la postura “clásica”, ha querido abandonar las asunciones de la teoría económica neoclásica (en su versión ortodoxa y angloamericana) pero su influencia es – hasta ahora - marginal. (Zuckerman 2009, 77). Con el ánimo de llevar adelante la discusión en sus aspectos más generales, intentamos destacar algunas tendencias 200 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 José Francisco Puello-Socarrás Así las cosas y en nuestro concepto, ninguna de las alternativas anteriores resulta completamente satisfactoria ante los retos intelectuales y epistemológicos más actuales. Pensamos que una variedad de aportes estratégicos emergentes contribuyen hacia perspectivas más relevantes y ajustadas a la complejidad de las realidades hoy por hoy presentes en la política de las sociedades contemporáneas y, de paso, liberarían la actual ‘ciencia política’ -y a la política misma- de sus ataduras más habituales. Con este propósito, intentamos una cartografía – todavía muy preliminar pero que puede animar el debate hacia el futuro - en torno a la situación y la condición del pensamiento político, es decir, la producción del discurso científico de la política vis-ávis los principales desafíos que se plantean a nivel epistemológico en las Ciencias en general y en la llamada Politología en particular. La división en los modos de aprehender la política hoy vigentes y que aquí condensamos alrededor de la categoría Politología nos permite identificar el plano epistemológico por excelencia que posibilitaría comprender la producción histórica del pensamiento y el conocimiento políticos, sobre todo, desde su evolución en la época moderna bajo un tono considerado hoy “filosófico” pero con mayor atención en las épocas recientes donde el epílogo contemporáneo que significa la Political Science hegemónica y dominante resulta protagonista. Comenzamos por rastrear algunas de las particularidades del carácter epistémico de la ‘filosofía’ y la ‘ciencia’ políticas -la Politología-, problematizando los corolarios que eventualmente surgen de la exigencia de adoptar/adaptar el discurso de la ciencia en general al interior de las modalidades de reflexión que corrientemente son consideradas legítimamente disponibles en el análisis político. Se interponen así dos de las más importantes contribuciones estratégicas provenientes desde los nuevos horizontes de la Ciencia actual con el fin de advertir las posibilidades de integrar las novedades emergentes en los marcos tradicionales del saber politológico y pensar en la posibilidad de una politología renovada ó, lo que es lo mismo en nuestros términos: una Ciencia DE LA Política - cuestión diferente a la “ciencia política” (Political Science) – la cual, necesaria y complementariamente, debe extender sus horizontes en un más allá de la tópica clásica, moderna y lógico-racionalista (politología) e incluir la nueva tópica científica contemporánea y simbólica -que denominamos, por contraste a la primera, mítico-política. 2. La Ciencia en la Política. Algunas invariantes epistémicas Aún después de haberse institucionalizado el término ciencia política, esta voz sigue presentando una ambigüedad pasmosa. Lo anterior, fruto de diferentes situaciones históricas, epistemológicas y, por supuesto, concretas en los campos académicos, científicos y políticos relacionados estrechamente con los cambiantes contextos en los que se ha visto inmersa la evolución de la disciplina. Igualmente por las diferentes luchas entre poderes y saberes, en su afán por definir y conceptualizar la Política y lo político, en sí mismos acontecimientos sociales – dinámicos y, desde luego, contradictorios - en diferentes espacios y épocas. que se derivan de la hegemonía y el dominio que pretenden una serie de paradigmas en la manera como han evolucionado las discusiones fundamentales en el campo del conocimiento político actual. 201 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 José Francisco Puello-Socarrás Sin embargo, ¿a qué nos referimos cuando proponemos hablar de una Ciencia DE LA Política? O, de otra manera: ¿cuál es la razón por la que el pensamiento sobre la Política se haya obsesionado con las temáticas epistemológicas? ¿Por qué este afán inusitado de la Política en presentarse como científica? 2.1. Politologías en (retro)perspectiva social-histórica Si consideramos la evolución moderna y contemporánea del pensamiento político en perspectiva social-histórica podríamos caracterizar la Ciencia de la Política, en primer lugar, como Politología 6 . Entre otros, Norberto Bobbio es quien ha puesto de presente que, retrospectivamente hablando, el estudio de la política podría dividirse – sólo con propósitos pedagógicos pues esta división es claramente ficta – en dos vertientes didácticamente diferentes: por un lado, la filosofía política y, por otro, la ciencia política -para nuestros propósitos, la Political Science, la cual venimos diferenciándola de una Ciencia 1985)7 . DE LA Política (Bobbio Bobbio propone que estos dos estilos - lejos de ser puros - pueden distinguirse en varias cuestiones básicas. Por un lado, la Political Science emerge sobre ciertos criterios, considerados “científicos”, entre los cuales podríamos destacar: a) el principio generalización y validación (verificación ó falsificación) de regularidades sintetizadas en hipótesis que avalan la aceptabilidad de sus resultados; b) la primacía de los nexos causales y de las técnicas racionales en la indagación de los fenómenos8 ; c) el principio de avaluatibilidad, si se quiere, la abstinencia de formular “juicios de valor” que puedan consagrar algún tipo de neutralidad de sus conclusiones. Aquí se revela un vaciamiento (detrimento) de las cuestiones subjetivas e ideológicas en nombre de una supuesta objetividad que deifica la tradicional separación entre sujeto y objeto la cual, llevada a su esquema típico, es la base del conocimiento científico moderno, especialmente en su versión clásica. Por otro lado, la Filosofía Política estaría interesada en buscar los principios normativos en la construcción de los discursos políticos (Quesada 1997:13). O en los términos sugestivos de Bobbio: la indagación por la óptima república, el mejor Estado, la legitimidad del poder político. 6 Me referiré a politología como el término genérico del saber/reflexión de emphlo político, que recoge tanto la versión filosófica como la pretendida exposición científica del pensamiento político. Marcel Prelot ha indicado, en una brillantísima reconstrucción del término “politología”, la utilidad universal de este neologismo, contra la expresión “ciencia política”, debido a la ambigüedad que éste genera en otros idiomas. Por ejemplo, en Alemania, donde – aprecia Prelot – la traducción de “ciencia política” termina significando “la ciencia politizada”, Politische Wissenschaft, impide “la costumbre alemana de nombrar a los profesores”, de acuerdo a su especialidad. Otra virtud, es que a diferencia de la political science, con la acepción “politología”, ambos términos – polis y logos – son tomados del mismo idioma. En suma, una versión que, desde la misma expresión, no resulta arbitraria. (Prelot 1961, 13) 7 La misma intuición tiene Bourdieu cuando insinúa: “la ciencia social en el sentido moderno del término (. . . ) en oposición a la filosofía política de los consejeros del príncipe (. . . )” (Bourdieu 1993: 96-97). 8 Habría que contemplar la afirmación de Bobbio en dos sentidos y, en esa forma, “complementarla”: i) Cuando se habla de “verificación” y/o “falsificación” se está aludiendo a las aproximaciones desarrolladas por el racionalismo crítico (deductivo, del tipo Karl Popper) y al empirismo lógico (inductivo, del tipo Carnap), no olvidemos, las dos corrientes de la filosofía de la ciencia “clásica”. De allí, ii) garantizar la primacía de los “nexos causales” supondría no sólo la utilización de técnicas “racionales” sino también herramientas “lógicas”; o, si se quiere, considerándolas en conjunto, la hegemonía de herramientas “lógico-racionales” para la indagación de la política. Por lo tanto, la cuestión analítico-empirista, en este caso, es meridiana y no debe aislarse (Busshoff 1976, 314). 202 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 José Francisco Puello-Socarrás Se advierte - bajo esta perspectiva - una distancia casi indefendible entre la Filosofía Política vis-á-vis la postura “científica”. Por ejemplo, la Filosofía Política no podría retener un carácter avaluativo; como indagación del fundamento último del poder no podría pretender “explicar” el fenómeno del poder en los términos de la political science sino más bien justificarlo -“calificar un comportamiento como lícito o ilícito”, plantea Bobbio- lo cual resulta imposible sin remitirse a valores; como investigación de la esencia de la política estaría alejada del criterio de verificación -o falsificación- empírica pues la presunta “esencia de la política” se desprende de una definición nominal y “como tal no es verdadera ni falsa” (Bobbio 1985, 71-72). Esta división se promovió en el momento en que la vieja perspectiva de la filosofía política se “actualizó” con el nuevo tratamiento en el marco del discurso “científico” provocando el efecto colateral de estipular además una división insalvable en el tratamiento de las problemáticas políticas pero sobre todo en su método y sus objetos específicos de ocupación y preocupación. En esta versión, la cuestión “científica” de la política enfrentaría sus problemáticas desde una visión “objetiva” donde axiomas, proposiciones y corpus teórico reflejarían los parámetros de la ciencia moderna en todas y cada una de sus conclusiones. Un proceso que – según la mayoría de las opiniones – se iniciaría con Maquiavelo y, muy seguramente, terminaría a la luz del “éxito” y la “productividad” que han obtenido los sucesivos paradigmas dominantes, desde la revolución conductista hasta la sistémica, situación que se mantendría incólume hasta los enfoques racionalistas de la política comparada (Rubio Carracedo 1990, 34). Sin embargo, sobre este asunto quedan sin resolverse algunas cuestiones. Creemos que la tensión entre ciencia y no-ciencia o ciencia contra ideología -y, sin más, asumida en equivalencia a la discusión contemporánea en la disciplina: “ciencia versus filosofía”- supone una interrogante central en cuanto esta división es simplemente inexistente, un señalamiento demasiado inconveniente y erróneamente formulado si no se evita establecer la discusión en términos concretos, sociales e históricos, tomando en cuenta el desarrollo mismo de la disciplina. El carácter transhistórico de la reflexión de la Política nos permitiría replantear la relación entre ciencia y filosofía en política y restablecer una dimensión más pertinente. Sintéticamente: el pensamiento político en su versión de filosofía política no puede ser considerado “pre/no-científico” – algo así como una ciencia política incipiente – ni la Political Science o la Comparative Politics alguna suerte de Filosofía Política “evolucionada”. Acerquemos tres ejemplos ilustrativos. El primero lo tomamos de la antigüedad griega, sobre todo, por la referencia automática que surge a la hora de hablar de la Política. Aristóteles seguramente es recordado como uno de los pioneros en la formulación de las reglas subyacentes al análisis en política. El consenso sobre el particular es tan antiguo como extendido. No obstante, sus contribuciones generalmente no se incluyen como parte de la ciencia en política. Al Estagirita se le atribuye una aproximación sistemática, profunda y reflexiva de la política pero lejos de ser posicionada como un pensamiento auténticamente científico. Se habla generalmente de Aristóteles en estos temas como un “filósofo 203 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 José Francisco Puello-Socarrás político”; nunca como un científico de la política9 . Contrario al sentido común, Aristóteles es un digno y fiel representante de la producción genuina de Ciencia en Política. Bastaría con analizar adecuadamente su concepción sobre ella para advertir que el intento aristotélico configura una empresa científica en el sentido más riguroso y potente del término. Veamos. En su obra más famosa, Politeia -traducida en la mayoría de los casos como: La Política-, Aristóteles se propone descubrir los principios políticos (arkhai) que rigen el Orden de una comunidad humana. Se trata de un intento riguroso por investigar la naturaleza del ser humano en su realidad concreta. De hecho, los conceptos Zoon Politikon (“Ser Político”) y Politeia son axiales para dar con esta indagación. Detengámonos en éste último concepto de Aristóteles pues aquí se revela contundentemente el carácter científico del pensamiento político aristotélico. La palabra Politeia se refiere a la “Constitución Política” y, al mismo tiempo, a la Ciudadanía Política de las ciudades-Estado; desde luego, éstas son una de las raíces de la palabra “Política”. Pero aunque esta traducción literal resulta lícita, la interpretación del concepto se ha enrarecido gracias a la adecuación mecánica entre el término y su significado inmediato y, con ello, el sentido real de la voz ha venido agotándose solamente en uno de los tantos sentidos que ella expresa dentro del corpus de la teoría política aristotélica, a veces, sin tener en cuenta la compleja semántica que se deriva del espacio-tiempo en que emerge. Para hacer inteligible este concepto de Aristóteles hay que bifurcar el término por lo menos en dos direcciones. Por un lado, en el sentido de “la Constitución” (Política), tal y como hoy la entendemos: el máximo orden legal existente en las sociedades. Si se quiere, el entramado legal de los derechos y deberes ciudadanos. Por supuesto, éste era también uno de los sentidos de la palabra politeia en la antigüedad griega. No olvidemos que las leyes escritas de la ciudad se publicaban en las murallas de Atenas para recordarles a los ciudadanos (polites) cómo debían comportarse y qué derechos tenían. Por otro lado, esta designación evaluada a partir de criterios socio-históricos planteaba otra situación adicional: Politeia en tanto “la Constitución” de la Comunidad Política. Esta referencia ahora, situada en un más allá de la dimensión legal, condensaba interrogantes del tipo: ¿de qué está constituida ó compuesta tal o cual comunidad?; ¿a qué orden obedece? – en el doble sentido de la afirmación “obedecer” -; ¿qué instituciones la conforman?: la co-institución, constitución, de la comunidad política en términos de sus costumbres, tradiciones, hábitos prevalecientes, etc.; ¿cuál es la forma y de qué está formada dicha comunidad?: la modalidad y los modos prevalecientes en las relaciones humanas, entre los ciudadanos, etc. En últimas, politeia interrogaba sobre ¿cuál es la “naturaleza” de la comunidad política? Ahora bien, Aristóteles erige su teoría en general y la politeia en particular - contrario a lo que comúnmente se cree - desde el concepto, si bien “antiguo”, de movimiento, ¡concepto que desarrolla en su Física!10 El cambio de la realidad -la modificación de 9 Estos calificativos y distinciones desde luego no existían en la Atenas del siglo IV a.C., pero acudimos a ellos sólo con el ánimo de ilustrar nuestra idea. 10 “Puesto que la naturaleza es un principio del movimiento y del cambio, y nuestro estudio versa sobre la naturaleza, no podemos dejar de investigar qué es el movimiento; porque si ignorásemos lo que es, necesariamente ignoraríamos también lo que es la naturaleza”. Aristóteles, Física, Libro III, “El Movimiento”. Frecuentemente se relaciona directamente con la Ética a Nicómaco sin advertir su relación con la Física. 204 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 José Francisco Puello-Socarrás su ser- como lo proponen sus observaciones y las mismas conclusiones a las que llega en la Física: conocer las causas y los principios constitutivos de la Realidad, están plenamente presentes a nivel político. Basta recordar de qué manera el Estagirita analiza las constituciones políticas, en el doble sentido de la afirmación, como un ajuste -“equilibrio”, podríamos proponer en palabras de hoy- entre la naturaleza de las comunidades y sus nomoi, las leyes y normas, etc. Es más, en sentido general la motivación de su epistéme en política es conocer los arkhai (los principios), lo que “gobierna” (arkhé) esa realidad (política). Aquí mantenemos también el doble sentido de la afirmación. En Aristóteles esta “transferencia” es unívoca y sugiere que – como en la Física y guardando cuidadosamente las proporciones - la investigación sobre la política es un conocimiento sobre sus fundamentos, y con ello, un saber que en su propio sistema de referencia social-histórico no podría calificarse como un saber débil o inferior o subordinado sino todo lo contrario: autorizada y sólidamente científico11 . El segundo ejemplo es moderno: Thomas Hobbes. Para nadie es un secreto que el propósito de Hobbes en sus incursiones intelectuales fue construir una verdadera ciencia social que permitiera superar las disputas en torno a las cuestiones políticas. Insistimos en que la pretensión hobbesiana era, sin lugar a dudas, científica aunque para algunos desprevenidos se valora como puramente filosófica. ¿Qué hizo Hobbes? La Física de Newton es uno de los planos reflexivos desde el cual es posible pensar los problemas políticos para Hobbes. Y aquí nos encontramos ante la política bajo la forma de epistéme, ciencia, que bajo el nuovum methodum hobbesiano transforma la geometría de los objetos físicos en una geometría de lo social -y de la política, por supuesto- con el fin de descubrir la naturaleza de las cosas. No se equivoca Cassirer cuando sobre el particular planteaba: “Desde el comienzo mismo de su filosofía, su gran ambición era crear una teoría del cuerpo político, igual a la teoría de los cuerpos físicos de Galileo: igual en claridad, en método científico, en certidumbre” (Cassirer 1946:146). Y es que muchas veces no se advierte que en la época de Hobbes la frontera entre ciencia y filosofía era inexistente12 . El siglo XVII la filosofía era abierta y explícitamente una actividad científica. Por aquel tiempo, los criterios corrientemente aceptados establecían distinciones entre la filosofía científica y otra, considerada “no-científica”. Aún más allá, Hegel por ejemplo, el filósofo por antonomasia de la Modernidad, 11 Desde luego, habrá que advertir la salvedad que en la antigüedad clásica la división entre ciencias, como sucede moderna y contemporáneamente era prácticamente inexistente. Aunque la polémica puede ser ardua vale la pena recordar: “(. . . ) PHYSIS no era una región especial del ente, sino que en la tradición griega designaba todo cuanto existe en el Universo: los astros, la materia inerte, las plantas, los animales y el hombre. El surgimiento en el siglo VI de una ciencia de la PHYSIS, en este sentido, fue el gran hecho que decidió el destino del pensamiento griego. Lo que la expresión PHYSEI ÓNTA quería significar en el legado de los jonios es que las cosas provienen y se fundan en la PHYSIS, que la PHYSIS es su entidad misma, lo que las hace estar siendo en sus más diversas mutaciones y vicisitudes, que para ser hay que llegar a ser y que la PHYSIS es el gran protagonista del devenir de lo real, de cuanto es y acontece” (Echandía 1995, 10). 12 Guardando las proporciones, esta situación aplica, entre otros tantos ejemplos, para el caso de la teoría política de Agustín, de gran impacto (trans)histórico pues la división tácitamente moderna entre fe y razón resultaba en su tiempo inocua: una ciencia que no estuviera basada en la fe racional del Dios Cristiano, simplemente, era ficta. La Ciencia “Pagana” es una contradicción en términos pues no hay camino hacia la verdad por fuera del Dios universal para Agustín. (Puello-Socarrás 2009). La división entre los discursos de la filosofía y la ciencia es una referencia típicamente contemporánea que deviene con el surgimiento de las llamadas Ciencias Sociales desde finales del siglo XIX. 205 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 José Francisco Puello-Socarrás hablaba de la Filosofía Especulativa, la cual lejos de tener como referencia lo que podríamos interpretar hoy como “especulativo” - muy próximo a lo doxático, la opinión sin fundamento -, se trataba de una filosofía plenamente científica -ó, si se quiere, una “ciencia-filosófica”, si partimos de nuestro propio lugar y tiempo de enunciación y desde nuestros propios /¿pre?/juicios sobre el particular para referirnos retrospectivamente a esta división y mostrar su despropósito. Ciertamente, Hegel estaba hablando de Ciencia en el sentido más penetrante de la palabra. En su caso con el objetivo de establecer una crítica científica al modelo político de Hobbes a Kant, el iusnaturalismo, en torno a la Ciencia del Estado, la ciencia política de su tiempo, un debate que recorre todo el siglo XIX y que, por supuesto, actualmente sigue generando diferentes polémicas que al momento sobreviven como clásicas. Sólo así se entiende que el texto del joven Hegel de 1802 y que precisamente tenía ese propósito, se titulara: “Sobre las distintas maneras de tratar CIENTÍFICAMENTE el derecho natural” (énfasis nuestro) (Hegel 1979). Para Hegel la gran tarea de la Filosofía estaba en “Comprender lo que es” y aprehender “lo presente y lo real” porque lo que es, es la razón, una cuestión que sin tener en cuenta una inspección socialhistórica del asunto y considerada sólo en abstracto, es decir, imponiendo sin más los criterios que aseguran la división tajante entre filosofía/ciencia, normativo/positivo, “lo que es”/”lo que debería ser”, fronteras que tienen efectos prácticos para otra época, antes que iluminar las reflexiones terminan obscureciéndolas. Para el caso de Marx, evidentemente, sobrarían las infinitas referencias sobre la institución de una ciencia del proletariado, marcadamente, política. El último ejemplo puntual se sintoniza con nuestros tiempos, con ocasión de los prolegómenos de una ciencia política en términos de las ciencias sociales contemporáneas. Por supuesto, hablamos de Gaetano Mosca, considerado el “fundador” y promotor original de una ciencia política en el sentido contemporáneo del término. Y es que su obra máxima titulada sin ningún tipo de cortapisas: Elementos de ciencia política (en su primera edición de 1898 y en la segunda que data de 1923) logra establecer para la ciencia política un estilo apegado a los criterios instituidos del conocimiento científico de su tiempo, inscrito en el marco de las nacientes ciencias sociales: una disciplina positiva y empíricamente fundamentada. Mosca, desde un principio, acude a la Historia como una manera de encontrar una “explicación científica” de los fenómenos políticos mediante el método de comparación, es decir: el descubrimiento de las leyes constantes que regulan el nacimiento y la decadencia de los Estados. Más exactamente: la meta de la Ciencia Política mosqueana sería encontrar las “leyes psicológicas constantes que determinan la acción de las masas” ó, como lo amplia Bobbio a partir de Mosca, derivar las “leyes que regulan la vida de los organismos políticos” (Mosca 1995:10). Estas “leyes”, inmutables y constantes emanarían de la comparación histórica, y ésta, en el horizonte de las nacientes ciencias sociales contemporáneas, aparecía como una práctica homóloga a la posibilidad que brinda el experimento científico en las ciencias naturales (Puello-Socarrás 2005 y 2006). Pero, como en los casos anteriores, Mosca si bien ocupa un lugar destacado en la historia de la disciplina – así en Aristóteles o Hobbes – el italiano es considerado un pensador destacado nunca un científico de la política. En los reconocimientos menos injustos es tratado apenas como un precursor 206 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 José Francisco Puello-Socarrás - algo así como un proto-científico - de la ciencia política, mote que en el desarrollo del siglo XX, con el epílogo usamericano de la Political Science, le adjudicaran a Easton, Dahl y sus seguidores como referentes fundacionales de la disciplina. Hay que resaltar la pretensión de cientificidad como una invariante que orienta la producción de conocimiento y discurso científico en política, desde luego, si se mantiene con recelo el tiempo y la época histórica de los autores y no simplemente se evalúa arbitrariamente ciencia por un lado y política, por el otro. Podemos concluir con base en estas incursiones, todas ellas bastante representativas de la historicidad de la disciplina, es que tendríamos que hablar retrospectivamente de distintas politologías, las cuales podríamos agrupar en una ciencia (“en general”) DE LA política en la cual han hecho presencia tanto “ciencias-filosóficas” (como la political science) y, al mismo tiempo, “filosofías-científicas” (como la filosofía política); es decir, ciencias matizadas filosóficamente y filosofías matizadas científicamente. No existen razones para validar la escisión entre ciencia y filosofía, mucho menos si lo que se intenta contraponer es “ciencia/anti-ciencia”, en el estudio de la política. Incluyendo, categorías que aún imponen una distinción entre ciencia política y teoría política en muchos ambientes académicos, abiertamente vana e innecesaria. El reciente mote de “ciencia política” que ha sido reservado exclusivamente para una ciencia-filosófica en específico: la Political Science -insistimos, bajo coordenadas de enunciación espacio-temporal específicas e imposibles de universalizar sin más: tradición anglosajona y últimamente, de cuño usamericano- y recientemente para algunos enfoques de la Comparative Politics, definitivamente es un prejuicio restrictivo. Más aún, inconveniente y limitativo. Ahora bien, queda claro que dos de los soportes epistemológicos por excelencia de la ciencia política usamericana y la política comparada: el positivismo (racionalista) y el empirismo (lógico), sólo pueden ser tenidos como dos opciones filosóficas entre muchas otras aunque corrientemente éstos se hayan confundido y se igualen cándidamente a “la ciencia” en general y stricto sensu 13 . Hay que advertir subsidiariamente que tanto la filosofía como la ciencia en este recorrido trans-histórico por el pensamiento político comparten un elemento característico: la prerrogativa de la lógica-racional como la vía para abordar el complejo mundo de la Política. Un aspecto que se exacerba desde la época moderna, planteando en la mayoría de los casos abusos. Por esta razón, desde un principio planteamos una “Polito-logía”: categoría que siguiendo su etimología original da a entender “una aproximación a la Política (la politica) a través del “logoi” -el logos que en términos modernos estrictamente sería la lógica-racional. En estos términos, se han venido desechando grandes oportunidades para acceder a maneras diferentes y alternativas de penetrar la(s) realidad(es) política(s) diferentes una disciplina donde imperan la lógica (formal) y la racionalidad (instrumental). Una situación que de paso mantiene hoy a la politología – así entendida 13 Estas dos tradiciones influyentes en la confección de la Political Science han desarrollado vínculos privilegiados con el estatuto epistemológico de la teoría económica de tradición neoclásica ortodoxa (y específicamente ¡angloamericana!) hoy en decadencia, epistemológica y concretamente hablando. Al presente, el resurgimiento de las escuelas neoclásicas heterodoxas (con la ganadora del premio nobel ¡en economía!, la cientista política hayekiana E. Ostrom, decíamos antes) plantearían un nuevo - aunque problemático – auge (Puello-Socarrás 2009). 207 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 José Francisco Puello-Socarrás - en una fosilización poco favorable y ambigua (Puello-Socarrás 2005). En una época en que las críticas hacia las formas clásicas del saber, la razón (instrumental) y la lógica (formal) arrecian y hasta constituyen un lugar común en las ciencias sociales, la politología estaría en deuda de adentrarse en estas temáticas. Para no saturar las provocaciones en este sentido resulta bien sintomático notar que inclusive al interior de estas mismas posturas intelectuales, perennes defensores de estas apuestas como Giovanni Sartori han señalado recientemente que la disciplina “científica” de la política se encuentra en un marasmo, fruto – entre otras cosas - de su incapacidad de superar convenientemente el hiperracionalismo y el empiricismo, desde luego, el obsesivo empeño cuantitativista, haciendo que la disciplina se encuentre en una especie de sin-salida (Sartori 2002: 349-354)14 . ¿Cómo pensar entonces una subversión de esta situación? Los paradigmas reinantes en la Ciencia en general que han servido como guías para posibilitar un conocimiento científico en la Política han estado muy próximos, primero, a la Física -“antigua” en el caso de Aristóteles y después, con el influjo indiscutible de la Física Moderna newtoniana en Hobbes. En el caso de Mosca, por su parte, bajo el influjo de la física newtoniana aunque también de la naciente biología que despega sólo desde mediados del siglo XIX15 . ¿Por qué? ¿Cuál es la razón de esto? ¿Una simple casualidad? La Física dentro de las ciencias naturales ha ocupado un lugar preponderante en vista de que alrededor de ella se ha realizado, por decirlo de alguna forma, la crítica ontológica de la realidad; es decir, tentativas por responder las preguntas fundamentales sobre “cómo es”/”por qué es” así la Realidad (física, desde luego). La Biología, subsidiariamente, se ha concentrado en el problema del bios, la vida, un atributo que, por lo menos contemporáneamente, nadie podría soslayar para analizar la vida política y los organismos sociales que la protagonizan16 . Estos desarrollos científicos han devenido en centrales para la forma cómo las ciencias humanas y sociales han querido repensar las nuevas perspectivas que ofrece el marco emergente de la nueva cosmovisión científica. La Ciencia de la Política, en su primera versión de politología -filosofía política y ciencia política de profundo compromiso lógico-racional y empírico-positivista- no podría ser ajena a esta exigencia. Vimos algunos detalles sobre la influencia de los avances científicos desde las ciencias consideradas “duras” en el campo intelectual de la política. La Antropología, la Sociología o la Psicología, han logrado ya hacer uso estratégico de estas aportaciones mostrando interesantes resultados. 14 Otros entusiastas han querido ver en esta crisis en una suerte capitulación definitiva, una muerte de la disciplina, cuestión que solamente la compartimos parcialmente en su argumentación pero la rechazamos en su provocación (Cansino 2008). Easton (2002, 284), en una especie de mea culpa, ha reconocido tibiamente algunas de estas dificultades, no obstante, interpreta que la disciplina estaría “tratando de desarrollar un nuevo sentido de su identidad y una nueva dirección o el sentido de su propósito” y, antes que en una crisis, se encontraría en una “transición” en su etapa post-conductista 15 La biología emerge y se desarrolla sólo desde el siglo XIX principalmente con la Hidrogeología de Lamarck (1802), la cual ¡restituye el objeto de la nueva biología frente a la antigua Historia animalium de Aristoteles! quien también piensa la política en términos del bios. 16 Resulta irónico pero mientras Mosca, por acercar un ejemplo presente en los señalados “filósofos especuladores, pre-científicos”, hablaba de la Política en términos de la vida, estrictamente de los organismos políticos – ¡los organismos se entienden en términos de “lo viviente”, entidades reales! -, la pretendida ciencia política dominante sigue enclaustrada en el concepto de sistema político que en su versión convencional (input-output) relaciona un “esquema” el cual sólo podría entenderse en clave de “(fríos) mecanismos”: ¡sin vida! 208 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 José Francisco Puello-Socarrás Sin embargo, el panorama en nuestra disciplina parece ser la tozudez en la que continúan sumergidas las opciones hegemónicas y dominantes en ciencia política, las cuales siguen negando la oportunidad para convocar muchos de estos aportes: otras lógicas, otras razones (desde la Física Contemporánea y la Biología, entre otros) que deberían ser considerados para incorporarse estratégicamente en el conocimiento de la realidad - política, desde luego - y lograr ‘actualizar’ nuestra disciplina17 . Cuáles aportes y en qué sentido podríamos abrir caminos alternativos desde las ciencias naturales contemporáneas y dejar atrás falsos perjuicios con la posibilidad de alcanzar una Ciencia de la Política a la altura de los desafíos actuales es el tema del siguiente apartado. 3. Aportes estratégicos e implicaciones teóricas del ‘nuevo horizonte’ científico Citando un texto de Eddington, Michel Maffesoli ilustraba en una de sus obras, una anécdota que resulta bastante provocativa para nuestros propósitos: (. . . ) Primero debo luchar contra la atmósfera que ejerce presión sobre cada centímetro cuadrado de mi cuerpo con una fuerza de 1 kg. Enseguida debo tratar de aterrizar sobre una plancha que gira alrededor del sol a la velocidad de 30 km por segundo; una fracción de segundo de atraso y la plancha queda a miles de kilómetros de distancia. Además la plancha no es de materia sólida. Si plantarse sobre ella quiere decir poner el pie sobre un enjambre de moscas. . . Es verdad, es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un físico atravesar el umbral de su puerta (. . . ) (Maffesoli 1993,55). En un reciente artículo acerca de los avatares de la Ciencia Social en el nuevo milenio, Atilio Borón, intercalando algunas de las reflexiones que hemos venido presentando hasta ahora, valoraba el significado del famoso Informe Gulbenkian dirigido por I. Wallerstein a propósito de la actual crisis de la ciencia social (Borón 2000). Tanto Wallerstein como Borón en ambos trabajos consideran que ante la radical y prometedora apertura epistemológica del nuevo espíritu científico - por utilizar una expresión de Gastón Bachelard - una de las tareas urgentes de las ciencias sociales hoy, sería profundizar críticamente los nuevos planteamientos y las recientes formulaciones del conocimiento en general para que puedan ser integradas en el marco del conocimiento social actual. Pero, más allá de las valiosas conclusiones a las que llega, para Borón parecería que los nuevos conceptos y concepciones, sobre todo los provenientes de la física cuántica (v.gr. teoría del caos, atractores, no-linealidad, etc.), quedarían sin ningún tipo de relevancia específica en el terreno de las ciencias sociales. Es más, como él mismo se pregunta respecto a la teoría del caos para el caso de las situaciones sociales: ¿hasta qué punto la novedad de estos aportes podría llegar a traducirse en una base ideológica firme para superar las dificultades por las que atraviesa la teoría social? 17 Esta tarea no es excluyente sino complementaria con la recuperación inevitable que habría que practicar en la disciplina de autores clásicos como Marx o Weber quienes no han sido incorporados en toda su dimensión en las discusiones disciplinares y que, a pesar de haber confluido con muchas cuestiones actuales en la nueva tópica científica, siguen sistemáticamente -seguramente también estratégicamente- evitados en diferentes debates en política. 209 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 José Francisco Puello-Socarrás En nuestro criterio, los nuevos avances no deben obstaculizar – tal y como sucede en la anécdota de Maffesoli que acabamos de sintetizar cuando imaginariamente un profesor de física contemporánea intenta cruzar el umbral de su puerta - sino más bien facilitar la comprensión de la realidad, en nuestro caso, la política. La exigencia por sistematizar nuestra creciente complejidad histórico-social y abandonar definitivamente la simplificación simplista de las posturas de antaño y sus paradigmas (tanto las pretendidamente universalistas como la exageradamente particularizantes) es obligante. Para ello se exige imaginación científica: complejizar -articulando las distintas dimensiones de las realidades, en plural- y no complicar al extremo nuestras preocupaciones; o, para parafrasear a Edgar Morin, el desafío es tener la cabeza bien puesta, no llena. Y es que la virtud de los nuevos aportes de las ciencias contemporáneas (como la física cuántica ó la biología contemporánea) deben ser cuidadosamente sopesados para evitar caer en el quietismo paralizante o en una suerte de paroxismo fatigante, esos mismos que hemos venido aquí denunciando. Siguiendo esta clave y con la oportunidad que sugiere este debate en la vía de avistar una Ciencia DE LA Política, urgiría rearticular y aprehender los elementos conceptuales y los significados epistemológicos y heurísticos que la tópica científica de los nuevos tiempos ofrece. El propósito está en liberar a la politología en singular y a las ciencias sociales en plural del actual marasmo y convocar una disciplina mejor preparada para el presente y hacia el futuro. Para ello exploramos enseguida dos alternativas que consideramos hoy centrales. Ambos ejemplos ofrecen luces sobre distintos aportes epistemológicos en relación con la dimensión simbólica en general (la producción cognitiva, de sentido(s) y significados) que, además de haber sido minimizada por la tradición moderna lógico-racionalista, son en este momento cruciales a la hora de permitirse abrir una dimensión que pueda reorientar nuevas usanzas y herramientas para aproximar las realidades políticas y, ojalá, reconstituir el pensamiento, el conocimiento y las visiones políticas – eruditas y cotidianas -, integralmente18 . Una de las razones para poner a tono la semántica de la ciencia y dar al traste con la ingenua ilusión de la exclusividad del carácter científico en el metarrelato que ha impuesto últimamente la political science dominante se convoca una reflexión en torno al significado de hacer ciencia hoy y preguntarnos ¿cuál es el fundamento epistemológico de la tópica científica actual? El tema, por supuesto, resulta ser tan extenso como denso para desarrollarlo en unas pocas líneas. Ensayamos – en todo caso - una especie de síntesis sobre lo que parecería estipular la actividad científica para el siglo XXI y que puede compendiarse en una frase que atrapa y conceptualiza la producción del pensamiento más contemporáneo: una nueva visión del mundo. 18 Un buen ejemplo lo ofrece el politólogo Jon Elster y sus estudios sobre “lógica modal” y su aplicación al mundo de lo social. Elster, Jon, Lógica y Sociedad: contradicciones y mundos posibles, Barcelona, Gedisa, 1978 (2006). 210 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 José Francisco Puello-Socarrás 3.1. La teoría de Santiago: La Complejidad y la dimensión social-cognitiva La obra de Fritjol Capra, entre muchos otros, ha estado atenta a proporcionar un marco pertinente e innovador para lograr conectar las profundas implicaciones sociales de los principios científicos más recientes. Capra advierte que para comprender la vida -sea ésta biológica o social pues existe una continuidad probada e incuestionable- las últimas teorías han acudido a la noción de dinámica no-lineal o como más comúnmente se le conoce: teoría de la complejidad. Y es que definitivamente este es uno de los aspectos que más raya y contradice la supuesta actualidad del estatuto epistemológico de la politología en su versión de Political Science. El tono cientista bajo el cual se ha construido la ciencia política usamericana y que, sigue siendo particularmente influyente en el marco epistémico hoy, reivindica exclusivamente el rancio paradigma de la simplicidad, el cual hoy no sólo resulta anacrónico sino sumamente obsoleto19 . De la mano de la complejidad se postulan “tres perspectivas de la vida”, cada una de las cuales están presentes en la naturaleza de los sistemas vivos: a) el “patrón de organización” ó forma: la configuración de las relaciones entre sus componentes que determina las características esenciales del sistema; b) la “estructura” ó materia del sistema ó la “encarnación física” de su respectivo patrón de organización; y, c) el proceso vital o simplemente el proceso continuo de encarnación (Capra 2003, 103). En lo fundamental esta síntesis reconoce que cualquier fenómeno biológico necesariamente incorpora estas tres perspectivas: (. . . ) las tres perspectivas de la naturaleza de los sistemas vivos antes mencionada corresponden al estudio de la forma (o patrón de organización), de la materia (o estructura material) y del proceso. . . Al estudiar los sistemas vivos desde la perspectiva de la forma, descubrimos que sus patrones de organización son los de una red autogenética. Desde la perspectiva de la materia, la estructura material de un sistema vivo es una estructura disipativa, es decir, un sistema abierto que opera lejos del equilibrio. Y continúa Capra: Finalmente, desde la perspectiva del proceso, los sistemas vivos son SISTEMAS COGNITIVOS , en los que el proceso de cognición está íntimamente 19 Para un análisis sobre el anacronismo y la obsolescencia de la Political Science y especialmente de su plataforma epistémica, el “modelo Easton-Lasswell” (input-output), Puello-Socarrás, José Francisco, “La dimensión cognitiva en las políticas públicas. Interpelación politológica”, Revista de Ciencia Política (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia) No. 3, Enero – Junio de 2007, pp. 70-76. Los últimos 20 años la metodología en la Political science ha estado dominada por una aproximación econométrica y la utilización de “técnicas refinadas” que se limitan en su aplicación a los modelos lineales bajo el trasfondo del modelo eastoniano. Estos modelos lineales por su misma naturaleza hacen parte del paradigma de la simplicidad mientras que los “no-lineales”, relacionados con la complejidad “sólo tienen una pequeña porción de extensiones y aplicaciones” en la disciplina. (Jackson, 1996: 72). Lo anterior no se limita al “cuantitivismo” – como cree, en su mea culpa, entre otros Sartori - sino también incluye a los enfoques cualitativos convencionales pues lo mismo sucede con “nuevos” arreglos como el sendero de dependencia o “viejos” diseños – imperantes en la metodología de la comparative politics hoy -hablamos del método del “acuerdo” y la “diferencia” de John Stuart Mill, formalizado por Przeworski y Teune en 1970-, que - en opinión autorizada de autores de los mismos círculos intelectuales que los avalan, resultarían: problemáticos, hazarosos, nosistemáticos, limitados, simples, débiles, etc., en últimas, problemáticamente “científicos”. Cfr. Ragin, Charles, Berg-Schlosser, Dirk y de Meur, Giséle, “Political Methodology: Qualitative methods” en Goodin, Robert y Klingemann, Hans-Dieter, Op. Cit., pp. 749-768. 211 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 José Francisco Puello-Socarrás ligado al proceso de autopoiesis20 (. . . ) (Capra 2003, 104, énfasis propio) . Aquí el reconocimiento de la dimensión cognitiva es un hecho capital. Este elemento merece una mayor consideración en la medida en que se extienden las implicaciones sociales de los sistemas vivos. En lo social – entendido en su máxima expresión – tendríamos que entrar a considerar una cuarta perspectiva adicional que es inapelable para la comprensión de estos fenómenos: la cuestión del significado. Al tratar de extender la nueva comprensión de la vida al ámbito social, nos encontramos de inmediato enfrentados a una increíble multitud de fenómenos – normas de conducta, valores, intenciones, objetivos, estrategias, diseños, relaciones de poder. . . - que no tienen papel en el mundo no humano, pero que son esenciales en nuestra vida social. Sin embargo, TODAS ESAS FACETAS DE LA REALIDAD SOCIAL COMPAR TEN UNA CARACTERÍSTICA BÁSICA COMÚN (. . . ) LA COMPRENSIÓN DE LA CONSCIENCIA REFLEXIVA . . . INEXTRICABLEMENTE VINCULADA A LA DEL LENGUAJE Y SU CONTEXTO SOCIAL . Este argumento puede ser expresado a la inversa: la comprensión de la realidad social está inextricablemente vinculada a la de la consciencia reflexiva (Capra 2003, 106, énfasis propio). Hasta el momento pretendemos enfatizar éstas dos últimas dimensiones: la cognitiva y la hermenéutica (significado/sentido) pues ambas son constitutivas - y sin las cuales sería impensable - “lo social”. Esta referencia a pesar de la novedad en esta exposición ya había sido enunciada desde la biología por Humberto Maturana y Francisco Valera y que hoy se conoce como la Teoría de Santiago de la cognición. Esta postura identifica el proceso de conocimiento con el proceso de la vida -“la cognición es el proceso mismo de la vida” (Capra 2003, 61)21 . El argumento cobra mucho más valor heurístico cuando se recuerdan las contribuciones hechas antes desde la sociología del conocimiento de Wright Mills ó de Berger y Luckmann o las del mismo Pierre Bourdieu y el estructural-constructivismo. Sin embargo, haciendo memoria, los aportes instalados por estos pensadores simplemente es haber rescatado adecuadamente propuestas que para los enfoques dominantes simplemente son vestigios obsoletos de la filosofía decimonónica, del tipo Marx, Nietzsche o Freud, o un exotismo promovido por la incómoda antropología desafiante -pienso entre otros en Lévi-Strauss- no tenidos en cuenta o adoptados con desconfianza en términos del análisis político convencional. Pero la conclusión paradigmática de estas tentativas es poner de relieve la construcción social de la realidad. Máxima que también “puede ser expresada a la inversa”: que – tal y como habíamos anunciado - la realidad se construye socialmente (Puello-Socarrás 2006). Las consecuencias inmediatas de lo anterior siguen tornándose todavía más relevantes cuando se reconoce la existencia de una dimensión social - a la vez cognitiva 20 Los esquemas convencionales de la political science y la comparative politics son incapaces de asumir aspectos complejos como la autopoiesis, en tanto, este tipo de procesos “escapan a las relaciones input y output”. El pensamiento tradicional, no dejamos de insistir, se ubica en el de los procesos alopoeiticos dentro de paradigmas de la simplicidad (Guattari 1996, 54). 21 Guattari (1996) – entre otros - plantea críticas muy sugestivas a la postura de estos autores y extiende todavía más los argumentos en la dimensión social-colectiva y política, desde luego. 212 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 José Francisco Puello-Socarrás y hermenéutica, es decir, en términos generales: simbólica - en la construcción de la Realidad que no es otra cosa que cuestionar, por un lado, el supuesto carácter objetivista -ó en el otro extremo, subjetivista; en todo caso, la separación radical entre el objeto y el sujeto- de la realidad social. Al mismo tiempo y por el otro lado, reivindicar el papel de las ideas, los valores, las actitudes, los referentes culturales, las representaciones, los imaginarios y las mentalidades sociales. Vale decir, mundo(s) otro(s) y radicalmente diversos que hacen parte de las realidades sociales múltiples. Aquí de lo que se trata es incorporar los marcos de producción del mundo -en su dimensión de “orden”, “organización”, en últimas para nuestro caso: la realidad políticay los marcos de interpretación, es decir, la producción de sentido -precisamente, para que ese “mundo”, tal o cual “orden”, se tornen significativos, tengan un significado y sean efectivos- como dimensiones constitutivas e inexcusables en cualquier consideración sobre la dimensión social científicamente considerada22 . De lo anterior también se deriva otra cuestión. La realidad en igual sentido se constituye políticamente. Construcción social, constitución política de la Realidad son dos proposiciones que el estudio de la política no puede extraviar como allende el discurso cientificista y no científico, de la political Science y sus sucedáneos se permitían en torno al supuesto mundo “neutral” que opera simplemente con intereses objetivos sin permitirse ir más allá de la complejidad constitutiva de lo real y su dimensión sociopolítica, siempre enaltecida y enriquecida constantemente por fenómenos simbólicos, distintos a los concebidos como “naturales”, “normales”, “civilizados” – sin ir más allá. Estos hechos reclaman igualmente no olvidar que La Política retiene un carácter diversal, es decir, diverso e imposible de censurar desde cualquier universo particular o absoluto como sucedió con la realidad moderna neoeuropea o la contemporánea angloamericana que dictaba, de una vez y por todas y ad infinitum La Realidad -humana, social, económica y desde luego, política- universal y unívoca. Esta es una herencia que ha estado bien anclada en la modernidad y, por supuesto, el pensamiento político contemporáneo no ha sido la excepción. 3.2. El Espíritu de Córdoba: la inevitable dimensión simbólica23 No es un secreto entonces que vivimos en medio de una profunda modificación de las perspectivas metodológicas y epistemológicas fruto del desarrollo científico y filosófico del siglo XX y que las ciencias sociales - incluida la politología - encaran en el naciente milenio. En esta nueva tópica, la física contemporánea – denominada también “cuántica” – ha sido protagonista de la subversión del consenso epistemológico de la ciencia clásica. Una de las características de este movimiento – tal y como lo planteó Gastón Bachelard, casi un siglo atrás – y de la mano del “efecto Córdoba”24 y los nuevos descubrimientos 22 Lo que llamamos realidad social – plantea Žižek (2000, 2003 y 2006) - es una “construcción ética” que se apoya en un como si, en la objetividad de la creencia. Pues, tan pronto se pierde la creencia -no como un mero psicologismo, ya que esta creencia se objetiva, se materializa en el funcionamiento efectivo del campo social“la trama de la realidad se desintegra”. 23 Con base en: Durand, Gilbert, “Epistemología del significado”, Mitos y sociedades: introducción a la mitodología, Buenos Aires, Biblos, 1996, pp. 43 y ss. 24 Se trata de las conclusiones extractadas del famoso “Coloquio de Córdoba” celebrado en 1979 y en donde – recuerda Durand - “por primera vez en siglos la física más moderna se sentaba en la misma mesa del convite con los antropólogos y los poetas”. Allí se dieron cita intelectuales de las ciencias “exactas” -físicos, astrofísicos, 213 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 José Francisco Puello-Socarrás suscitados a partir de los trabajos de Einstein, Bohr o Heisenberg e igualmente de von Foerster, Lupasco o Morin, por nombrar algunas referencias, pueden sintetizarse de la siguiente manera: (. . . ) invita al investigador a la humildad, probándole que el “objeto” no es tan objetivo como tal, que depende del sistema que lo manifiesta (teoría de la relatividad) y del procedimiento ineluctable de observación o, mejor aún, de instrumentación al cual está sometido (“relación de incertidumbre” de Wesner Heisenberg). Como lo subraya Bernard d’Espagnat, se abandona un concepto imperialista “de objetividad pesada” para situarse en una objetividad “oculta” por las relatividades, ligada al observador y a su observatorio (Durand 1996, 50). Diversas concepciones que han evolucionado frente a los tabúes tradicionales de la ciencia moderna, prueban sostener enseñanzas trasferibles a nuestra propia actividad intelectual. Por ejemplo, frente a la noción de espacio, el cual en términos clásicos (racionalismo newtoniano) es de carácter absoluto. El pensamiento científico clásico sitúa los objetos sobre coordenadas que los singularizan y los separan. En la mirada contemporánea - muestra D’Espagnat - por el contrario, cuando por ejemplo se emite un sólo fotón y se pone como blanco de un objetivo, digamos, más de un agujero (dos o mil, da igual) en una pantalla, lógicamente se pensaría que el fotón atraviesa por uno sólo de esos agujeros. No obstante, el fotón pasa efectivamente por los dos, los cien o los mil agujeros preparados. ¿Qué es lo que sucede? El fotón se difracta, es decir, manifiesta ubicuidad ya que al mismo tiempo puede estar en “dos, cien o mil lugares” del espacio a la vez -principio de “la noseparabilidad” de d’Espagnat. Esto lejos de ser un misterioso truco publicitario es un hecho empírico y experimental de ¡la física actual! Así funcionan nuestros televisores. Heisenberg, igualmente, ha probado que si se quiere localizar (inmovilizar) un corpúsculo -un electrón en órbita alrededor del núcleo atómico- se perderían sus cualidades físicas ya que el electrón obtiene la energía física de su cinética alrededor del núcleo: si se lo inmoviliza para identificarlo pierde sus cualidades. Entonces, en este ejemplo, hay que elegir: o se inmoviliza, o se guardan sus propiedades energéticas pero de esta manera se pierde su “lugar puntual” en el espacio del átomo -ecuación de incertidumbre de Heisenberg. Aquí también, como en el principio de la “no-separabilidad”, se incita re-pensar “la noción de identidad”. ¡El “dogma” de la epistemología y la filosofía hasta el siglo XX! Más coloquialmente: se denuncia la imposibilidad de separabilidad desujeto y objeto - ¡base del conocimiento objetivista clásico y paradójicamente denunciado como el obstáculo ideológico de la filosofía y postulado que garantizaría la ciencia (moderna)! -pues si se separa el sujeto de su objeto, ninguno de los dos al final de cuentas existe en tanto ambos se constituyen recíprocamente. Estas evidencias derivadas desde la teoría experimental de la física contemporánea ponen en duda las supuestas e irrenunciables virtudes de la organización de la realidad proyectadas desde la lógica formal y la razón (uni)causal que establecían parámetros neurólogos, etc.- con gente de las ciencias “inexactas” provenientes de la antropología y la psicología que llegaron a muchas de las conclusiones que aquí presentamos 214 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 José Francisco Puello-Socarrás exclusivos de validez dicotómica y que, en terminología política, por ejemplo, fueron preparados como gobernantes/ó/gobernados para ahora explorar con legitimidad una razón simbólica, axiológica en los marcos epistémicos pero, con mayor relevancia aún, en las realidades sociopolíticas mismas. Ahora, ¿qué consecuencias suponen estos “descubrimientos” – entre muchos otros para los propósitos que aquí aspiramos? La nueva tópica de la física contemporánea cuando fisura el pensamiento común de la modernidad clásica refuerza al mismo tiempo la dimensión simbólica y la efectividad del símbolo en la ontología de la realidad. En lo fundamental, la producción de sentido, imposible si se separa el objeto del sujeto. En términos políticos, podría interpretarse en el papel dinámico que juega la ideología -en su versión amplia de cosmovisión- en la constitución de realidades políticas y sociales y también en la producción misma de las teorías, concepciones, metodologías, paradigmas, etcétera25 . En este aspecto, sólo por nombrar algunas contribuciones que desde hace mucho plantean el núcleo de estas perspectivas: la síntesis de las múltiples determinaciones socio-históricas de Marx y más recientemente - los sistemas históricos y sociales de referencia de Cerroni – desafortunada y prácticamente, inadvertidas (Cerroni 1992). Recuerda Gilbert Durand que René Thom sugirió al símbolo como la coherencia de dos tipos de identidad diferentes -“coherencia” en el sentido físico del término: dos cosas pueden ser puestas juntas sin que haya exclusión. La frase, a primera vista – para el pensamiento dicotómico clásico y que tanto influjo mantiene en las maneras convencionales de pensar la política – sería paradójica pues desde el conocimiento tradicional es imposible que existan dos principios de identidad (el tercero excluido de la lógica formal “aristotélica”). Pero estos dos principios de identidad permitirían acceder simultáneamente: i) Un principio de “localización” ó simbolizante: la simbolización llama al sentido por un nombre, una imagen, un concepto, el cual así denominado, remite a un léxico que “localiza”, a su vez, un tiempo (o un espacio), el más trivial. A esto se le ha denominado perfil (Bachelard) e identidad de localización (Thom). ii) Un principio “No localizable” ó ubicado en lo simbolizado – la identidad de noseparabilidad según Durand – que consiste en la “colección no localizada de cualidades, de los epítetos que describe y define un objeto” (Durand 1996, 54). Ambos principios - plantea Durand - “están ligados”, es decir, son perfectamente coherentes en tanto “cada una de estas identidades no se da más que por la otra” (Durand 1996). Entre otras cosas porque la relación sujeto-objeto aquí es inseparable: (. . . ) En el símbolo, lo inexpresable del simbolizado, necesita del medio de expresión del simbolizante. Viceversa, todo simbolizante no adquiere sentido más que remitiendo a lo inexpresable que él simboliza. . . El sentido 25 Nos referimos a “ideología” en el sentido en que derivamos este elemento anteriormente, cosmovisiones, producción de sentido, lo cultural, etc., lejos de las referencias tradicionales que lo igualan simplemente como “ideas” o “doctrina” abstractas. 215 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 José Francisco Puello-Socarrás inexpresable se expresa localizándose pero toda localización lexical, incluso reducida a la más estrecha semiótica, necesita, para no ser imbécil, cargarse del sentido (. . . ). Por esto, la concepción de objeto desde estas incursiones permite afirmar: (. . . ) El objeto simple, localizado “clara y distintamente”, ya no tiene esta “objetividad pesada” que tenía para Galileo, Descartes, Newton, Avogadro o Lavoisier. Ese objeto se destaca – otra expresión de d’Espagnat – de lo “real velado”. Yo agregaría que está “velado” por su carga más grande de semanticidad. Por eso incluso es más complejo: “el otro lugar” es más complicado que “el aquí-ahora” de las localizaciones espacio-temporales. Porque, por definición, “el otro lugar” funda la alteridad, funda la dualidad que es el incentivo de todas las pluralidades (. . . ) (Durand 1996, 50). O para el caso del “tiempo” – absoluto o si se quiere, irrelevante dentro de la mecánica newtoniana -tanto como en la tradición fundamentalmente ahistórica de la political science y algunos enfoques de la comparative politics-, Wallerstein nos proporciona otro ejemplo sustancial y sintético sobre las cuestiones que venimos discutiendo, desde luego, aplicada en términos de la nueva cosmovisión científica en las ciencias sociales: (...) En contraposición con un tiempo que está ahí, un parámetro físico externo, Braudel presenta la pluralidad de los tiempos sociales, tiempos que se crean y, una vez creados, ayudan a organizar la realidad social y ponen límites a la acción social. . . Por un lado, hay múltiples tiempos sociales que se entrecruzan y deben su importancia a una especie dialéctica de las duraciones. Y, por el otro lado, ni el acontecimiento efímero y microscópico ni el concepto dudoso de realidad eterna pueden ser la base de un análisis lucido. Deberíamos ubicarnos sobre lo que yo llamaría EL MEDIO NO EXCLUIDO - tiempo y duración, un particular y un universal que son al mismo tiempo ambos y ninguno - si queremos llegar a una comprensión significativa de la realidad (...) (Wallerstein 2004, énfasis propio). La dimensión simbólica fundamental a la que acuden estos relatos (dimensión que permite transformar la univocidad tradicional en pluralidad múltiple, por ejemplo) es justamente lo que los análisis políticos sustentados en la hegemonía dominante y de la mano de la exacerbación lógico-racionalista imperante han omitido (o minimizado) metódica y estratégicamente. Desde luego esta situación no ha sido en vano. Tampoco simplemente una operación intelectual, eminentemente erudita o simplemente epistemológica, in vitro. Tiene que ver con la productividad política del saber-poder en términos de la construcción de las realidades sociales y la constitución de las fuerzas sociales y políticas que la constituyen, por decirlo de alguna forma, in vivo. Estaría fuera de nuestro alcance seguir desarrollando las varias aplicaciones específicas de estos giros epistémicos para la Ciencia de la Política. Sin embargo, esta miscelánea de alusiones podría contribuir hacia la apertura de otros horizontes y la renovación de las actitudes, métodos, temas, diseños e investigaciones26 . 26 “Mandar, obedeciendo” (EZLN), sólo por dar un ejemplo, es epistémicamente imposible de acceder o pensar 216 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 José Francisco Puello-Socarrás 4. Algunos postulados perniciosos que la Ciencia de la Política debe abandonar Parafraseando a Charles Tilly, en la politología actual subsisten algunos postulados perniciosos – particularmente, en su versión de “ciencia política” - que impiden su liberación y que, como en la presente crisis de las disciplinas intelectuales, no se trata sino del síntoma revelador que el trance es el reflejo del malestar de sus profesantes. Nos parece importante pues destacar algunos de los desafíos a los que se aboca una Ciencia de la Política de cara al siglo XXI. Este inventario antes que pretender ser exhaustivo intenta enlistar algunos temas básicos que exigen ser repensados con urgencia para reconstruir el conocimiento en política con lo que ello significaría en términos de nuestras realidades. 4.1. La fosilización cientificista Ante todo, habría que salir de la fosilización cientificista (Fontana 1999, 261). La teoría política tiene por responsabilidad establecer pautas de análisis de la Política en todas y cada una de sus dimensiones y perspectivas. Esta cuestión que suena a primera vista abstracta – incluso inmaculada - resulta ser muy concreta pues se refiere a las prácticas realmente existentes. Una introducción política del pensamiento político y su teoría parece ser un primer paso. Reconocer que toda teoría política es a su vez política y que la producción y reproducción de conceptos, nociones, perfiles epistémicos, etcétera, no sólo advierten sobre la diversidad de visiones en torno a la política sino también tienen que ver con los compromisos políticos y las responsabilidades intelectuales -implícitos y explícitosy sociales que los activan. El cientificismo imperante en la politología, sobre todo en su versión de Political Science, tan influyente en nuestros contextos y enseñanzas profesionales, es viva muestra de una actitud erudita abstracta que no se compromete – solo en apariencia pues su lugar de enunciación es precisamente usamericano - con la existencia como discurso y práctica sociopolítica que instituye (o destituye) realidades sociales y políticas ni responde a sujetos/actores reales, de carne y hueso27 . El efecto que ha provocado este perfil (y en algunas de sus derivaciones en los estudios actuales de la política comparada) ha sido abiertamente inconveniente. Ha logrado imponer una ciencia política despolitizada – una contradicción en los términos – y desde lo convencional. Simplemente sería ininteligible, en tanto el pensamiento/conocimiento político basado en la lógica formal y, por lo tanto esencialmente dicotómico, impide reflexionar en esta doble identidad simultánea ¡que es completamente verosímil y real! Es más, uno de los axiomas más generalizado en ciencia política – originalmente de Mosca – impone: “gobernantes / gobernados”, o se manda o se obedece, nunca ambas “al mismo tiempo”. ¡Un axioma! Esta manera de conocimiento singulariza identidades y en general no permite pensar dinámicamente las problemáticas del poder con versatilidad o, como se dijo, fundamentado en la alteridad. Ni qué decir de nuestra intuición acerca de la avaluabilidad que anteriormente comentábamos. 27 David Easton (1966, 17-34) considera que el aporte de los científicos sociales “desde afuera” de la ciencia política, estimulan el desarrollo de la disciplina. Más que inferir su debilitamiento, ello: “no es visto por Easton como una manera de sustituir carencias o dispensar a la ciencia política del esfuerzo que significa hallar nuevas vías de aproximación al fenómeno político”. Esta indicación del propio Easton en el capítulo introductorio a su obra, Enfoques sobre teoría política y titulado: “Introducción: estrategias alternativas en la investigación teórica”. Desde otro lugar el mismo autor reconoce: “Las ciencias sociales se ocupan de la totalidad de la situación humana; por ello, si la investigación política prescinde los hallazgos de otras disciplinas, corre el peligro de reducir la validez de sus propios resultados y socavar su generalidad” (Easton 1969, 25). Pero en la práctica, la ciencia política terminó o aislada en el análisis de la política como una cuestión limitada al “gobierno”, “el sistema político”, “la democracia política (poliarquía)” llevando a cabo una escisión entre “lo político” y “lo social” o subsumida en los enfoques reinantes de la sociología o la economía neoclásica. 217 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 José Francisco Puello-Socarrás cientistas políticos construidos a partir de una suerte de identidad virtuosa e irrevocable entre técnica (de racionalidad instrumental y económica), independencia (frente a cualquier visión política) y neutralidad (ideológica), presupuestos del “auténtico” conocimiento politológico28 (Puello-Socarrás 2009). Este hecho resulta controvertible no tanto en términos del conocimiento político en sí mismo sino desde las mismas dinámicas sociales -sobre todo cuando se analizan los lugares de enunciación del conocimiento, es decir, a qué responden social y políticamente. En lo fundamental, la política como acción y en tanto conocimiento son expresiones de luchas concretas entre diferentes - y la mayoría de las veces, contradictorios proyectos políticos -cosmovisiones políticas, ¡las maneras de ver el mundo y la política!y previenen sobre la reinvención de la ciencia de la política y, desde luego, de la Política misma teniendo presente esta circunstancia. Es insostenible por lo tanto intentar purificar la política de la ideología –en el sentido amplio del término– y la ciencia en política de ambas pues, por el contrario, política e ideología son presupuestos válidos de la producción científica, aunque para algunos –aún anclados en tradiciones anacrónicas– se resistan. Recordemos la imposibilidad en la ciencia contemporánea de separar a los objetos de sus sujetos. Sabemos de sobra que las definiciones en las agendas de investigación social están moldeadas por las temáticas “relevantes” y los temas “fundamentales” que son, a su vez, definidos desde agendas políticas y de las políticas públicas -nacional e internacionale instalan la relación de fuerzas del devenir político y, en este caso, también académico e intelectual. Sorprende entonces que en los estudios actuales no se interroguen sobre qué cosa puede resultar de la conjunción entre aquello que se entiende por “ciencia” y por “política”. Más aún: ¿qué ciencia?, ¿qué política?; ¿cuál ciencia, cuál política?; ¿cuál ciencia para qué política? Obviamente, no son preguntas para hacerse de una vez y para siempre, como han pretendido algunos con el ánimo de clausurar definitivamente el debate. Al contrario, debe ser la pregunta cotidiana, diaria; un asunto para derivar en alerta, constantemente y que está políticamente matizado. Esta obligación, si verdaderamente pensamos que la Política no se la aproxima de cualquier manera, es pensar, conocer, reflexionar, disciplinada y científicamente la Política, apropiándonos de conceptos políticos, métodos y metodologías y, en últimas, de un sinnúmero de criterios que implican una responsabilidad intelectual. El famoso Informe Gulbenkian, Comisión que estuvo conformada por un centenar de renombrados intelectuales y presidida por Wallerstein y al que hacíamos mención, llamó la atención sobre los problemas de las Ciencias Sociales, animando un nuevo comienzo. Dejó en claro que no se trata de recorrer el mismo camino. 4.2. Elitismo congénito Pocas veces se ha advertido que la constitución teórica, epistemológica y práctica de la “ciencia política” convencional-hegemónica (Political Science usamericana) ha estado 28 No obstante hay que señalar que la “despolitización” no puede concebirse en términos absolutos pues en últimas y en realidad es repolitización. 218 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 José Francisco Puello-Socarrás marcada por un fuerte carácter y profundos antecedentes elitistas. Se omite por lo general que las primeras incursiones contemporáneas de la política en tanto ciencia durante el siglo XX se constituyeron adoptando/adaptando como base ideológica la llamada teoría de las élites, una postura que aunque originalmente fue abierta y expresiva de sus convicciones, con el paso del tiempo y la “evolución” de la disciplina – sobro todo en su aurora, con los enfoques “científicos” dominantes ya analizados – fue sistemáticamente encubierta. Ciertamente existe una continuidad, contradictoria pero no por ello menos consistente, desde Mosca a Easton pasando por los aportes de J. Schumpeter y H. Lasswell, A. Kaplan y R. Dahl hasta las proyecciones neoelitistas hoy presentes en las versiones de la ciencia política actual -como en Sartori-, que le imprimen una gramática elitizada a los análisis, conceptos, nociones o perspectivas de la disciplina en el sentido de promover la idea según la cual el poder, el gobierno, la democracia, en fin, la política en sentido amplio, se desenvuelven en un lugar social y político específico: las élites29 . Es cierto que entre la scienza que soñaba Mosca y la science usamericana imperante saltan a la vista menos afinidades que inconmensurables divergencias. Sin embargo, para ser justos con la discusión, entre una y otra también existe también una convergencia problemática pero siempre llamativa de inspiraciones y apuestas. En todo caso ya varios y desde hace mucho tiempo habían advertido sobre las premisas elitistas en la teoría “científica” de la política y sus peligros. Y es que no hay que olvidar el éxito de la difusión teórica explícita ó implícita de la teoría de las élites -en su versión liberal, específicamente, la denominada escuela del plural-elitismo liberal- y la influencia ideológica que ésta le imprimiría al nacimiento de la political science usamericana, entre otros, bajo el auspicio de Harold Lasswell y Abraham Kaplan y, posteriormente, en las corrientes de los estudios comparados que siguen los mismos presupuestos30 . Bobbio y Mateucci precisamente subrayaban que fue en los Estados Unidos donde la teoría de las élites adquiría “pleno derecho de ciudadanía”. Por aquellos años en el ambiente intelectual usamericano se introducían y discutían renovaciones del elitismo original a través de la traducción hecha por Lasswell del Tratado de Pareto, junto a Mosca, los elitistas clásicos. De hecho, el libro de Lasswell y Kaplan, titulado: Who gets, what, when, how (1935), una referencia inequívoca para la Political Science, se inicia con un capítulo titulado: “Élites” donde se propone que el estudio de la política es la investigación de la influencia y de los que la ejercen y de sus valores -deferencia, ingreso y seguridad. Los que obtienen la mayor parte de estos “valores” son la élite; el resto es la masa. A este respecto Bobbio agregaba: (. . . ) Al formular el concepto de élite, Lasswell apela explícitamente a la tradición de Mosca, Pareto y Michels. En el libro posterior, escrito en 29 Para una ampliación de los detalles en relación con la evolución del pensamiento elitista, vinculado al desarrollo del pensamiento político y sus influencias en la political science y la comparative politics, PuelloSocarrás, J.F. 2005a. “Élites, elitismo, neoelitismo: perspectivas desde una aproximación politológica en el debate actual”. En Espacio crítico (Bogotá) No. 2. I Semestre. ; Estrada Álvarez, Jairo y Puello-Socarrás, José Francisco, “Élites, intelectuales y tecnocracia: calidoscopio contemporáneo y fenómeno latinoamericano actual” en: Colombia Internacional (Bogotá: Universidad de Los Andes) No. 62. Julio-Diciembre, 2005. 30 La ciencia política como disciplina empírica, según Lasswell y Kaplan en Power and society [“Poder y sociedad”] (1.950) es “el estudio del modo como se conforma y comparte el poder”. De allí, Bachrach (1973:108) dirá: “En este aserto (...) Lasswell vuelve explícita la premisa central, aunque inarticulada, de Pareto y Mosca”. 219 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 José Francisco Puello-Socarrás colaboración con Abraham Kaplan, P OWER AND SOCIETY , articulando aún más el concepto, distingue la élite propiamente dicha, que está constituida por los que tienen el mayor poder en la sociedad, de la élite media [a la que denomina SEMI - ÉLITE ], constituida por los que tienen un poder inferior, y de la masa, constituida por los que tienen el poder menor (Bobbio, Norberto y Matteucci 1981, 594). Siguiendo la misma tradición de los elitistas clásicos, Lasswell afirmaba que los miembros de la élite son menos numerosos que los de la masa, distinguiendo diversas formas dominio que no serían más que el correlato de las diversas formas de poder – según el autor, los modos de participación en la toma de decisiones - de una sociedad. Así concebido, el poder estaría controlado y sobre todo ejercido de acuerdo con los distintos tipos de élite. Pero esta noción, en adelante axiomática para el estudio de la política, la élite propiamente dicha, la presenta Lasswell como aquellos individuos que poseen el poder dentro de un cuerpo político, es decir, “dentro del gobierno” (Bachrach 1973, 110-111). De ahí que la política -y su “ciencia”- excluya poco a poco a quienes no lo poseen -bajo estos términos-, las masas -de lo que se podría inferir, según esta concepción también: serían “inferiores políticamente”-, y en adelante este lugar social y sus sujetos resultasen eximidos de importancia y de relevancia políticas para el conocimiento pues la disciplina debe apuntar hacia la “exclusividad” y “autonomía” de un objeto de estudio preciso. Otros conceptos alrededor de la élite como: el gobierno, influencia, el sistema político, la poliarquía entre otros y que reemplazaron las consideradas “viejas nociones” de clase social, poder político -en su sentido amplio-, Estado -como relación social- y Democracia -más allá del rito electoral- dentro del perfil de la Political Science y que todavía subsisten en algunas versiones de la comparative politics, a pesar de un supuesto regreso - por el ejemplo al concepto de Estado (vaciado, desde luego, como lo propone el neoinstitucionalismo) -mantienen el protagonismo exacerbado de la élite como centro de gravedad de la política y su estudio. Como decíamos en relación con el cientificismo, la circunstancia histórica y hoy presente del elitismo no resulta ser simplemente un sin sentido ni una cuestión arbitraria al interior de la constitución epistemológica de la disciplina. Por el contrario, responde consistentemente a un perfil de ciencia en la política pensado “en sí” (hegemónica) y “para sí” -los intereses políticos, económicos, sociales, culturales, cognoscitivos, etc., de las élites y clases políticas y dirigentes- y la materialización de las realidades sociopolíticas, a diferentes niveles -global, regional, local- en concreto. La cuestión es, sin embargo, indisciplinar y poner de cabeza estas creencias que no se justifican cuando se evalúa su verosimilitud desde su existencia social. Se precisa entonces la construcción de una versión alternativa y contra-hegemónica que responda, enfatice y sea auténticamente expresiva de las condiciones, situaciones y necesidades protagonizadas por las grandes mayorías, las cuales nunca hemos abandonado la centralidad - incluso más trascendental - en términos de la vida política, máxime cuando observamos en términos de América Latina y el Caribe transformaciones y novedades recientes que marcan rupturas frente a los proyectos políticos anteriores pero que actualmente exhiben un déficit de inspección intelectual y 220 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 José Francisco Puello-Socarrás de propuestas desde las voces científicas de la política31 . Los vacíos en este sentido desde el punto de vista de los compromisos intelectuales de una nueva ciencia de la política y sus profesantes resultan inexpugnables. 5. Terminal. Por una (nueva) Ciencia de la Política Lo que sí parece percibirse de todo esto es que si queremos innovar las comprensiones habrá que subvertir la politología en alguna otra cosa. Una nueva actitud científica basada en una tópica actualizada tampoco significa hacer tabula rasa con lo hasta aquí ha sido conseguido. Aunque sí plantear transformaciones radicales, de raíz. De allí que frente a la tradicional polito-logía planteemos con base en lo antes descrito, dialéctica y complementariamente, su inverso: una mítico-política -una aproximación a la política desde el “mito”-, subversión de la primera y alternativa epistémica ya no basada en el logos-ratio (absoluto) sino en el mythos (múltiple). Se trata del mito no en el sentido tradicional que la razón y lógica modernas lo han “irracionalizado” relacionándolo con lo fantasioso o irreal sino como aquel parámetro simbólico, por definición, plural y crítico que se constituye desde una plataforma epistémica distinta, igualmente verosímil pero diferente y diferenciada de aquella instituida con el imperio del saber-poder imperante que la insubordinaba a los cánones convencionales – como ha sucedido, por ejemplo, con las imposiciones colonialistas en el saber ¡y en sus prolongaciones prácticas! – y que definitivamente re-conozcan la diversidad constitutiva presente en las múltiples facetas de la realidad física pero, sobre todo y con mayor urgencia, política y social. Para plantear in extenso el marco potencial de una Ciencia de la Política, compendiamos una cartografía tipificada e integrada para el conocimiento científico en Política alrededor de la tabla 1. Nuestra notación en torno a la mítico-política (2) es consecuente con lo que Gilbert Durand caracteriza como “la profunda modificación de las perspectivas metodológicas y epistemológicas” en el desarrollo científico y filosófico del siglo XX y del naciente milenio (como las que hemos sintetizado antes) alrededor del “retorno del mito”, perfil científico que constituye hoy por hoy el emergente nuevo espíritu científico. Apostar entonces por una Ciencia de la Política amplia significa, dialécticamente con su pasado polito-lógico, enfrentar los desafíos actuales y específicos más apremiantes hacia el futuro, animando a repensar la disciplina dentro de esta perspectiva. Desafortunadamente estas propuestas han sido más bien poco advertidas en sus alcances y consecuencias epistemológicas más profundas. Apenas hasta tiempos recientes estas ideas han venido siendo involucradas con las discusiones y debates centrales de la disciplina y, no obstante los avances son lentos, auguran ser en el futuro muy consistentes32 . 31 Vale la pena rescatar que en dos escenarios regionales: el Congreso Latinoamericano de Ciencias Sociales de octubre de 2007 (Quito, Ecuador) y en la XXIII Asamblea General del Consejo de Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) de octubre de 2009 (Cochabamba, Bolivia) - ¡los lugares de enunciación! – se señalaba que la justificación hoy por hoy de las ciencias sociales estaba en su capacidad de transformación y recreación de su discurso a partir de realidades emergentes, distintas a la mera reproducción del pensamiento, en estrecha dialéctica de teoría y praxis. Una responsabilidad quizás débilmente articulada en términos del conocimiento y el análisis político actual. 32 Las razones son múltiples. Principalmente, creemos, debido al perfil intelectual y académico que ha dominado el campo del pensamiento social hegemónico, al cual le ha sido funcional un saber-poder específico 221 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Figura 1: Política qua Ciencia 222 José Francisco Puello-Socarrás Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 José Francisco Puello-Socarrás La liberación de las ataduras eruditas, epistémicas, conceptuales – muchas veces implícitas, invisibles - no se corresponden con nuestra realidad material, vital y/ó existencial. Por ello, rogar por una ciencia de la política autóctona, alterna y nativa – alternativa -, liberadora y en perspectiva para reinventar por La Política nuestra es la tarea inaplazable por ir transformando las condiciones políticas actuales y el pensamiento político mismo. Y esta es, sin embargo, una de las invitaciones que – pensamos – pueden derivarse de los intersticios que plantean las nuevas epistémes. La misma realidad latinoamericana, o si se quiere, cualquier localización periférica de la geografía global, muestra de sobra la interesante intersección de “politicidades” y “culturalidades” eventualmente especiales y bastante específicas en nuestros contextos particulares. Desde el punto de vista de los modos de vida, las subjetividades del poder, las trayectorias históricas y proyectos sociales, desde luego, los propios horizontes de pensamiento y conocimiento autóctonos, no se dejan atrapar “por completo” (¡afortunadamente!) desde las categorías convencionales heredadas. Sucesos relativamente recientes - el neo-zapatismo mexicano, las luchas populares indígenas andinas, las reivindicaciones de la democracia “de base” regionales en Colombia, los movimientos alternativos brasileños y argentinos, entre un calidoscopio amplísimo de ejemplificaciones a lo largo y ancho de NuestrAmérica - característicamente expresivas de lo latinoamericano y caribeño, siguen generando múltiples interrogantes que llaman, justamente, hacia una renovación de las aproximaciones y, al mismo tiempo, ruegan por transformaciones epistémicas radicales. Pues siempre hay que mantener en mente que: (. . . ) todas estas civilizaciones no occidentales (v.gr. Nuestra América), muy lejos de fundar su principio de realidad sobre una verdad única, sobre un único procedimiento de deducción de la verdad, sobre el modelo único de lo Absoluto sin rostro y en el límite innominable, han establecido su universo mental, individual y social, sobre fundamentos plurales, por lo tanto diferenciados (Durand 2000, 19). Nunca antes como ahora sigue en vigor esa propuesta desencadenante con la que iniciábamos del maestro Orlando Fals Borda, pronunciada casi medio siglo atrás respecto de la sociología de su tiempo y que nos permitimos parafrasear para el conocimiento político: una ciencia de la política, subversiva y rebelde – entiéndase muy bien: que esté dispuesta a “volver a verter”, a sub-vertir – la miseria y el servilismo reinante y ofrezca posibilidades sólidas para una Politología liberadora y profunda, una Politología de la Liberación, una Nueva Ciencia de la Política, modesta contribución para la renovación de nuestras realidades33 . emparentado con el Paradigma de las Luces y una ciencia asentada en el determinismo y en los sistemas cerrados, en las matemáticas globalizantes y el axiomatismo lógico-deductivo, que, como lo planteara así Michel Serres (1977, 9): “ha estado aliado a las grandes maquinarias de guerra” que son los Estadosnacionales, los Estados-razón. 33 Cfr. Fals Borda, Orlando, “¿Es posible una sociología de la liberación”, en: Ciencia propia y colonialismo intelectual, México, Nuestro Tiempo, 1970. 223 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 José Francisco Puello-Socarrás Bibliografía Aristóteles, Física, Libro III. Bachrach, P. 1973. Crítica de la teoría elitista de la democracia. Buenos Aires: Amorrortu. Bobbio, N. 1985. Estado, gobierno y sociedad. Por una teoría general de la política. Santafé de Bogotá: FCE. Bobbio, N. y Matteucci, N. 1981.Diccionario de política. México: Siglo XXI. Borón, A. 2000 “¿Una teoría social para el siglo XXI?”. En Estudios Sociológicos [en línea], Vol. XVIII, No. 3. Bourdieu, P. 1993. “Génesis y estructura del campo burocrático”. En Actes de la recherche en Sciences Sociales, No. 96-97. Bulcrouf, P. y J.C Vázquez. 2004. “La ciencia política como profesión”. POSTData, No. 10, Diciembre. Busshoff, H. 1976. Racionalidad crítica y política. Bogotá: Editorial Alfa. 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Não só porque se trata de um efeito de campo inventar sua tradição mesmo quando o que se tem é uma miscelânea de idéias a respeito do assunto, mas porque os elementos presentes nas discussões normativas, aqueles ligados a valores – igualdade, liberdade, justiça, entre outros -, tem sido estudados de diferentes modos na história recente da disciplina; o que não nos permite afirmar que exista apenas uma única forma de teoria política normativa. De fato, as categorias presentes na epistemologia da disciplina parecem separar a mesma em dois campos distintos. Um que diz respeito à ciência propriamente dita e outro ligado à teoria normativa1 . De um lado – no campo científico - encontramos a noção de verificação de proposições teóricas por meio de teste empírico, a falseabilidade como norte orientador desse teste e uma busca por explicação causal. No campo ligado à filosofia política temos noções como coerência ou incongruência interna do argumento, construção e esclarecimento conceitual e justificação ideacional e lógico-racional. Embora estas categorias pareçam mesmo firmar uma distinção rigorosa entre os dois campos, não são tão claras as fronteiras que demarcam os campos da filosofia, da teoria e da ciência políticas, como comprova a existência de argumentos que ressaltam as identificações, bem como as relações entre eles. Trabalhar a literatura sobre isso pode nos revelar os problemas quando tomamos essas divisões muito rigidamente. ∗ A primeira parte desse trabalho é uma versão modificada de um paper com o título de “Democracia e justiça: entre a normatividade e a empiria” apresentado no IX Congresso Nacional de Ciência Política, em 2009, em Santa Fé, Argentina. E a segunda parte é uma versão modificada do segundo capítulo “Uma teoria epistêmica da democracia” da minha dissertação de mestrado intitulada “Procedimento e substância da democracia: qual o lugar da justiça social na teoria democrática?” defendida em 2010 no Departamento de Ciência Política da Universidade de São Paulo, Brasil. † Doutorando e mestre em Ciência Política pela Universidade de São Paulo. E-mail: [email protected] 1 Neste trabalho, o termo teoria normativa é usado de forma intercambiável com as denominações filosofia política ou somente teoria política. Do mesmo modo, os termos teoria empírica, teoria política positiva e teoria positiva serão usados como sinônimos, uma vez que o uso intercambiável desses termos não prejudica nossa análise e evita confusões conceituais. 227 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Thiago Nascimento da Silva 1.1 As fronteiras dos campos que compõem a disciplina: filosofia, teoria e ciência políticas Comecemos por Sartori (1974). Este autor apresenta uma distinção rigorosa, que podemos chamar de “tradicional” ou “canônica”. Neste caso, a ciência é definida como conhecimento observacional e causal, capaz de teste empírico e operacionalização de suas teorias; e à filosofia, deficiente na capacidade operativa, restaria um conhecimento idealizado e baseado em termos de justificação. Segundo o mesmo autor a ciência política conseguiu se emancipar da filosofia e produzir um critério próprio de validação a partir das suas características de verificação e explicação. Dessa separação entre os campos revelam-se dicotomias como entre: normativo e positivo; prescritivo e descritivo; valores e fatos; sistematização universal e indiferença a princípios; caráter não cumulativo e qualidade cumulativa do conhecimento; investigação metafísica sobre as essências e conhecimento válido, material e verificado pela experiência; conhecimento não aplicado e conhecimento operacionalizável (Sartori 1974, 138-139). Sartori ressalta que o conhecimento produzido pela filosofia não descobre o fato. Ele o releva e o transfigura (conhecimento, portanto, idealizado) e a explanação é feita nos termos da justificação. A explicação científica, por sua vez, que pressupõe pesquisa empírica, emerge dos fatos e representa figurativamente estes (conhecimento, aqui, observacional). A explicação, neste caso, é produzida em termos de causas e efeitos (Sartori 1974, 144). Em última análise, para este autor, a distinção entre filosofia e ciência, a partir dos seus respectivos instrumentais lingüísticos, esta no fato da filosofia se basear em um uso meta-empírico da linguagem e na sua tendência a assumir um sentido “ultra-representativo” do que estuda – a prioridade está na conceitualização e na justificação. Enquanto a ciência seria baseada no vocabulário descritivo-observativo dos fatos que significa o que eles, de modo aproximativo da realidade, representam. Este é um conhecimento descritivo que considera mundos sensíveis a serem explicados pelas regras de funcionamento. Por isso Sartori defende que a filosofia não é aplicável, pois para intervir no mundo devemos saber como o mundo funciona. O lugar da filosofia, então, estaria em uma incessante criação de idéias e valores. Olhando retrospectivamente, com as lentes da literatura recente sobre as fronteiras dos campos da disciplina, não é possível afirmar que ocorreu uma espécie de endogeneização exclusiva da teoria no campo da ciência política (nem no campo da filosofia política) conforme previra Sartori. Hoje a ciência política engloba tanto o que chamamos de teoria política dentro da filosofia política contemporânea como a teoria política positiva presente nos trabalhos empíricos da disciplina2 . Além disso, o texto de 1974 de Sartori expressa grande expectativa do autor na época com a aproximação da ciência política ao modelo matemático – oriundo das duas revoluções teórico-metodológicas das décadas de 1950 e 1960 que vai do modelo behaviorista de conhecimento - que para o autor denota a passagem pré-científica para a científica da disciplina - até a teoria da escolha racional com o esgotamento do behaviorismo3 . Estes 2 Embora estudantes da área de filosofia política comumente façam estudos que se situam na fronteira entre a ciência política e a filosofia – trabalhando com temas e autores em comuns -, ninguém negaria estes estudos como pertencentes a uma área hoje institucionalizada nos departamentos de ciência política e com um campo autônomo – com ferramentas analíticas especializadas - dentro da disciplina. 3 Embora o próprio autor aponte para alguns problemas do excesso de tecnicismo, abuso de expressões matemáticas e possibilidade de desonestidade operacional destes movimentos teóricos (Sartori 1974, 157). 228 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Thiago Nascimento da Silva movimentos teóricos tiveram papel fundamental na crise da teoria normativa dos anos 1940 a 1970; ponto que trabalharemos mais adiante neste trabalho. Embora encontremos na literatura sobre as fronteiras dos campos da disciplina exemplos rigorosos de distinção como o de Sartori (1974), temos outros trabalhos que afirmam não existir essa separação rígida entre eles. Os autores analisados a seguir argumentam que embora os campos não sejam idênticos, disso não se segue que não sejam relacionáveis. Warren (1998, 609-611) oferece distinções e inter-relações possíveis entre os campos da ciência e da filosofia política. Do que aqui importa elucidar, para este autor é um erro comum de conceitualização na ciência política tratar a filosofia política apenas como uma teoria normativa ou ver suas questões como invariavelmente normativas. Para ele é preciso enxergar um campo maior de atuação desta área, englobando três categorias de análise: 1. questões ontológicas, ou seja, proposições acerca da natureza da realidade, que definem os objetos a serem explicados, tornam o mundo político possível de explicação e limitam ou expandem os próprios critérios conceituais de explicação; 2. questões epistemológicas. Essas se conectam à autoridade das teorias a respeito do mundo que propõem explicar. Procuram responder, por exemplo, quais são os métodos mais adequados para se alcançar uma explicação coerente, e; 3. questões normativas, que dizem respeito a como devemos julgar o conhecimento, quais são os critérios do julgamento e como estão relacionados com os valores humanos, assim como quais instituições políticas podem maximizar esses valores. Assim como Warren (1998), Grant (2002, 588-590) acredita que nem tudo que existe no campo da ciência política é abordado pela orientação positivista. Para esta autora, os campos são mesmo distintos, porém complementares. Em seu trabalho, Grant critica a definição de ciência como um campo que procura somente identificar mecanismos causais e leis gerais (e que só se importa com comportamentos) sem considerar elementos do que denomina “humanidades”, ou seja, nossa capacidade e necessidade de julgar a realidade, analisar valores, sentidos e significados do mundo em que vivemos. Partindo do pressuposto de que a ação humana é pré-orientada por razões e julgamentos (o comportamento político expressa intenções e desejos valorativamente ordenados), toda tentativa de explicação que não considera isto distorce o fenômeno a ser explicado. Assim, julgamentos devem ser elementos também da ciência, senão esta é incompleta e passível de deturpar a realidade. Hodges (1965, 416-417) argumenta que na tentativa rápida de distinguir proposições normativas e descritivas, confunde-se o “significado normativo das proposições” com “proposições normativas”. Ao distinguir entre esses dois tipos de proposições o autor procura mostrar como no campo “positivo”, onde se procura evitar valorações e eliminar julgamentos morais, há espaço para declarações normativas. Caminhando um pouco mais na literatura, Wendy Brown (2002, 569-573) recomenda, mais do que uma relação, uma expansão das fronteiras da ciência política aos elementos, técnicas e conhecimentos que se desenvolveram fora dela – especialmente as áreas literárias, da retórica e da teoria visual. A disciplina, para esta autora, é negativamente muito fechada e auto centrada e deveria se tornar cada vez mais interdisciplinar e variada, uma vez que a política é um elemento onipresente no mundo social, isto é, está presente em diversos espaços – cultural, familiar, econômico, social, entre outros. Tratar 229 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Thiago Nascimento da Silva deste objeto só do ponto de vista da ciência seria assim limitar demais o conhecimento. Para entender esta reorientação, que, diga-se de passagem, é bastante radical se pegarmos os extremos de um continuum que vai de Sartori (1974) a Brown (2002), na demarcação das fronteiras dos campos que compõem a disciplina de ciência política, é preciso refazer o caminho do que entendemos hoje como teoria política normativa. Um caminho em que é preciso elucidar o momento de crise desse campo e outro de renascimento. 1.2 Morte ou reorientação da teoria normativa? A literatura a respeito das razões para a crise da filosofia política no início do século XX parece convergir para a força do neopositivismo e o ataque deste movimento filosófico à teoria normativa. Este movimento por uma boa parte do século XX definiu as acepções epistemológicas sobre o que contava como conhecimento científico e o que poderia ser dito de compreensível sobre o mundo empírico. As alternativas a este movimento, a reorientação interna do campo, e fatores externos à academia, contribuíram, como procurarei deixar claro, para o revival da teoria normativa e da filosofia política. Como coloca Vincent (2004, 24), entre o período de 1940 a 1970 fica claro uma resistência na ciência política à linha normativa da teoria política. A razão disso para o autor está na perspectiva dominante da teoria analítica anglo-saxônica – uma visão menos normativista; procurando uma compreensão empírica, metodologicamente orientada, com análise rigorosa e avaliação imparcial. Isto era fazer teoria política positiva, ou seja, era um pensamento metodologicamente rigoroso e analítico sobre proposições empíricas, por exemplo, a respeito das intenções e estratégias dos comportamentos dos governos e outros atores políticos. A teoria positiva, assim, passou a ter uma clara prioridade sobre recomendações normativas ou prescritivas. Na verdade, Vincent (2004, 55) diz que já a partir de 1900 as formas de estudo positivistas e empíricas ganhou muito espaço sobre a perspectiva normativa nas disciplinas como economia política e sociologia, e o impacto nos estudo da política, diz o autor, foi quase inevitável. Isso devido ao nascimento e expansão do empiricismo nas ciências sociais, tão bem expresso no que se passou a chamar, como citado anteriormente, de revolução behaviorista do campo, um movimento teóricometodológico das ciências sociais baseado no rigor empírico. A busca do behaviorismo era por uma ciência social empírica, livre de valores, capaz de separar estes do que, segundo seus seguidores, importava – os fatos -, e com a possibilidade de ser verificada ou falseável (para utilizar o termo popperiano). A procura era por teorias científicas que pudessem apreender uma realidade objetiva através de uma linguagem observacional neutra. Em suma, o conceito de teoria empírica colocado pelos behavioristas era visto como objetivo e livre de valores. A idéia geral era emular as ciências naturais, mais precisamente, coletar dados empíricos, descobrir correlações, gerar generalizações, formular teorias com capacidade de predição e testáveis. E o que deu base a isto foi o movimento filosófico conhecido como positivismo lógico (oriundo da epistemologia das ciências naturais). Como nos informa Buckler (2002, 172-173) para os teóricos do positivismo lógico o único conhecimento possível tem como origem a experiência empírica, de forma que 230 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Thiago Nascimento da Silva os estados de valor não podem ser expressões sensíveis de conhecimento, mas apenas questões de convenção. As questões colocadas pelos filósofos – como a melhor forma de vida – eram tomadas como especulações baseadas em erros sobre o que conta como conhecimento objetivo, desvendados pelo movimento filosófico positivista. A visão de conhecimento aqui, portanto, se reduz a questões factuais, baseadas na experiência sensitiva, em princípios abertos a testes empíricos e validação (Buckler 2002, 174). Esse tipo de conhecimento, como adiantamos, minou a filosofia política e suas questões sobre a natureza do bom ou do tipo de vida que deveríamos seguir. Isso porque a ciência do positivismo lógico reservou à filosofia política apenas investigar propriedades lógicas e as relações entre os conceitos, ou seja, clarificação lingüística e conceitual como vimos em Sartori (1974). A filosofia política era assim vista como um campo que procura desmistificar e clarificar conceitos e termos políticos e expor confusões lingüísticas (vejamos que o que está em jogo aqui é a lógica ou coerência das questões e não seus valores) (Buckler 2002, 173-175). Alguns podem afirmar, então, que não se parecendo em nada com sua forma tradicional, a filosofia política estava morta e o papel da teorização normativa no estudo da política rebaixada quanto ao seu valor para a ciência política. O obituário, no entanto, foi prematuro e um número de alternativas emergiu, rejeitando a revisão positivista e afirmando um papel mais expansivo para a investigação normativa da política (Buckler 2002, 176). Dito de outra forma, as afirmações categóricas a respeito da crise da filosofia política ou teoria normativa estavam mal colocadas. Ocorreu um enterro de algo que não estava morto. Parekh (1996, 506-507) esta entre os autores que buscaram derrubar a idéia de um declínio fulminante ou “morte” da filosofia política. Para este autor, essa posição de declaração de óbito da filosofia política no período dos anos 1950 e 1960 reflete em parte, como vimos, a força do neopositivismo, o triunfo da revolução behaviorista e problemas contextuais da época. Mas para o autor, outro importante fator foi a própria concepção normativa da filosofia política. O que Parekh tenta mostrar é que se os que criticavam esta concepção esperavam da filosofia política novos objetivos políticos, uma coerente concepção das necessidades da era moderna e prescrições convincentes de como devemos viver, então, os autores deste período (Oakeshott; Arendt; Berlin, entre outros) falharam neste intento. Muitos dos filósofos das décadas de 1950 e 1960 (como os supracitados) posicionaram a filosofia política como um campo contemplativo-reflexivo e de investigação interessada mais em compreender do que em prescrever. Dos padrões esperados dos críticos ao que era feito na filosofia política, os primeiros pronunciaram a morte do campo. Para Parekh, então, o que se deu foi antes uma reorientação interna no campo do que um declínio da produção da filosofia política. Reorientação esta fortemente demarcada pela publicação de Uma teoria da Justiça (2002; 2008) [1971] do filósofo norte-americano John Rawls4 . Rawls, ao contrário dos filósofos dos anos 1950 e 1960, apresenta uma teoria normativa (uma forma de filosofia moral) orientada para a prática ou redesenho das 4 Parekh (1996, 509) aponta outros caminhos da teoria normativa a partir do novo alento da filosofia política. Entre eles destaca o debate comunitarista e o neo-pragmatista. De todo modo, embora travem discussões bastante intensas, todos os campos subseqüentes de certa forma tiveram que dialogar em algum momento com o liberalismo de Rawls. 231 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Thiago Nascimento da Silva instituições existentes a partir de critérios de justiça substantivos. Estes critérios sugeridos pelo autor são fortemente justificados a partir de um plano analítico rigoroso e com critérios racionais significativos. Assim, Parekh (1996, 508) demonstra como esse tipo de filosofia produzida a partir dos anos 1970 invalida a distinção rigorosa entre filosofia política e ciência política e integra estes dois campos. Esta reorientação fortemente marcada pela repercussão da obra de Rawls orienta toda a agenda de estudo em filosofia política nas décadas subseqüentes (outros liberais, libertarianos e comunitaristas). Isto não significa que as proposições teóricas de Rawls tenham sido consensualmente adotadas por seus intérpretes e comentadores. Ball (2004), assim como Parekh (1996), não acredita que a teoria política tenha morrido nos termos daqueles que decretaram sua morte, porém, sugere que tanto os que decretavam a morte da teoria política como os que sustentavam que ela não estava morta e nem poderia morrer, estavam certos. Como ele mesmo coloca: “a teoria política estava sob alguns aspectos morta ou morrendo - e ainda assim não poderia morrer” (Ball 2004, 11) . Embora a princípio a colocação de Ball possa parecer paradoxal, a resposta está em uma distinção do autor (Ball 2004, 11-12) a respeito de dois tipos de teorização política: 1. teorizações de primeira ordem e 2. teorizações de segunda ordem. A de primeira ordem diz respeito à atividade de prestar atenção ao ordenamento de uma sociedade. Teorização esta inevitável, pois, na medida em que pessoas vivem juntas em comunidade, questões controversas fundamentais – morais e políticas - sempre serão engendradas. Neste tipo de teorização estão em primeiro plano questões que interessam aos teóricos políticos como justiça, liberdade, igualdade, autoridade e poder. Este tipo de teorização, segundo o autor, mostra não só como a teoria política é necessária e importante, mas como esta é quase imortal. Já a teorização de segunda ordem consiste na atividade de estudar, ensinar e comentar os clássicos do pensamento político; teorização esta, para o autor, eminentemente morta. Esta é uma afirmação bastante forte e controversa, pois parece negar a possibilidade da teoria política histórica. De todo modo, o que Ball tenta mostrar é que quando Laslett e outros anunciaram a morte da teoria política estavam anunciando a morte de um tipo específico de teorização que pode ser desacreditada, desaparecer ou morrer, mas outros (como Berlin e Plamenatz) estavam também certos em dizer que a filosofia política não estava morta por ser ela uma atividade indispensável. Ball (2004, 13) também aponta que, embora o positivismo lógico tenha contribuído para o descrédito da teoria política nas décadas de 1950 e 1960, é simplista creditar apenas à derrota do positivismo o ressurgimento da teoria política. Outro fator importante no novo alento deste campo diz respeito ao “fim do fim da ideologia”, ou seja, novos movimentos políticos – estudantes, negros, mulheres, ativistas contra a guerra – que suscitavam novas questões e formulavam novas agendas; assim, as teorizações de primeira ordem continuavam vivas. Neste sentido, uma razão do ressurgimento da teoria política diz respeito ao contexto social e político do período. Como coloca Brian Barry (1979, 18-19) enquanto Uma teoria da justiça foi um estímulo interno para o reflorescimento da filosofia política na academia em 1971, a Guerra do Vietnã (19551975) foi o estímulo externo crucial. De tudo isso fica claro também que o liberalismo representou a doutrina proeminente 232 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Thiago Nascimento da Silva da grande virada da teoria normativa no século XX. A teoria da justiça de Rawls colocou a doutrina liberal como a resposta filosófica mais contundente ao positivismo lógico, permitindo o desenvolvimento de uma auto-sustentada (e substantiva) filosofia política normativa feita por filósofos (Barry 1979, 13-16)5 . Analisemos um pouco mais em detalhes o que isto significa. Em resposta à proclamação da morte da teoria política, alguns autores como Isaiah Berlin argumentaram contra o reducionismo do positivismo lógico – em que o que se entende como compreensível provém unicamente da experiência empírica. Há questões que resistiram a isso, como, por exemplo, as que envolvem julgamentos de valor e são típicas da filosofia moral e política. É verdade que questões desse tipo refletem um pluralismo moral e de “concepções de bem” que marcam nossa sociedade liberaldemocrática e parecem transformar a procura por consenso quanto a princípios gerais, doutrinas abrangentes ou comprometimentos metafísicos um objetivo inalcançável (Shapiro 2006, 151). Mas certo é também que a revolução behaviorista não foi capaz de tratar destas questões normativas complexas no contexto da Guerra do Vietnã e dos debates dos direitos civis. Este movimento não foi capaz de trabalhar questões profundamente sociais, morais e legais como gênero, guerra, raça e justiça social (Vincent 2004, 59). É adequado afirmar que há sistemas de valores competitivos pelos quais as pessoas aderem e que não há um critério objetivo pelo qual possamos decidir qual é o sistema correto. No entanto, e isto é uma resposta à crítica relativista, conflitos de diferentes opiniões sobre o que é bom, justo, ou correto fazer não invalida o debate normativo. Elas mostram não só como um acordo entre os indivíduos da sociedade democrática pode ser difícil, mas que devemos levar em consideração o fato do pluralismo razoável6 se quisermos lançar princípios de justiça razoáveis e atrativos para as instituições sociais que determinam a divisão de vantagens entre parcelas da população e para selar uma distribuição eqüitativa de bens (Rawls 2002, 5). O fato do pluralismo razoável, então, esta no centro da recente teoria normativa. Parte daí os elementos centrais do debate contemporâneo no campo: os desafios colocados pelo conflito de interesses entre os cidadãos e a possibilidade de justificar uma ordem que leve isto em consideração (Buckler 2002, 186). No exemplo mais notável dessa reorientação do campo, Rawls procura teorizar um conceito de justiça, sustentada pelas comunidades políticas democráticas, à luz do irreconciliável desacordo moral. Este autor utiliza uma perspectiva de condições básicas e implicações da autonomia racional das pessoas no sentido de desenvolver uma teoria da justiça baseada na eqüidade. É essa perspectiva, que faz uso de novos dispositivos analíticos como a posição original recuperação da idéia de contrato social – e o véu-de-ignorância - que permite expressar a igualdade de condições entre os indivíduos -, que decisivamente levou o pensamento 5 Esta reorientação da teoria normativa não é apenas uma resposta aos limites do positivismo lógico. Ela aparece, principalmente, como contraponto ao legado utilitarista e a qualquer tipo de ética teleológica; e isso tanto no campo liberal em que Rawls se encontra, como na crítica à proposta rawlsiana de Nozick (1991) [1974]. A oposição é fundada na argumentação de que o utilitarismo não leva em conta a pluralidade dos fins individuais e a própria distinção entre as pessoas. 6 Para Rawls (2003, 4-5) o fato do pluralismo razoável consiste em “profundas e irreconciliáveis diferenças nas concepções religiosas e filosóficas, razoáveis e abrangentes, que os cidadãos têm do mundo, e na idéia que eles têm dos valores morais e estéticos a serem alcançados na vida humana”. E acrescenta o mesmo autor que embora não seja sempre fácil aceitar esse fato, cabe “à filosofia política tentar reconciliar-nos com ele mostrando-nos sua razão e, na verdade, seu valor e seus benefícios políticos”. 233 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Thiago Nascimento da Silva normativo a um novo patamar no campo da ciência política. Desses dispositivos se espera extrair princípios morais fundamentais que produzam ideais objetivos pelos quais podemos julgar nossos arranjos políticos (ou a estrutura básica da sociedade segundo a terminologia rawlsiana)7 . 1.3 A nova teoria política normativa Diferente do que hoje se constitui como teoria política, a teoria política clássica envolvia a crença de que existem desejos e intenções universais, ou bens comuns, ou um tipo de vida boa compartilhada por todos os indivíduos (embora as teorias clássicas variassem enormemente sobre esses temas) (Vincent 2004, 21-25). No século XX o desenvolvimento da filosofia política e moral se torna menos contextualizada do que a do campo clássico e idéias como a de bem comum ou vontade geral sofrem diversas críticas consistentes. Há também uma forte influência do anti-fundacionalismo na recente filosofia política. Os que o mantém o tem em termos modernos, aceitam o pluralismo de valores e evitam visões morais grandiosas - metafísicas. Podemos dizer que um dos impactos do positivismo lógico na teoria normativa é que verdades metafísicas absolutas como base das questões normativas agora são sempre suspeitas (Buckler 2002, 193). Além disso, o colapso do behaviorismo não é acompanhado por um abandono do empiricismo. Um dos grandes legados do movimento foi a possibilidade de pesquisa empírica dos fenômenos políticos e sociais. O que aqui importa destacar é que pensar a teoria política como um campo independente e autônomo (em uma perspectiva autoconsciente) é um fenômeno muito recente. A teoria política como disciplina demarcada, com campo próprio, pensadores próprios e currículo claro, é uma invenção do século XX. Para se ter uma idéia disso, o primeiro periódico independente e de grande reconhecimento institucional na área só apareceu na década de 1970 (Vincent 2004, 26). Do mesmo modo, é desta época que se permite enxergar a teoria política enquanto um campo distinto da ideologia – campo este eminentemente prático do pensamento. Portanto, seguindo Vincent (2004, 26), a visão de um empreendimento consistentemente articulado que foi temporariamente perdido ou morto e então ressuscitado e reerguido é uma leitura ajustada pelo presente. Do que até aqui discutimos acredito que vale a pena elucidar como a teoria normativa, a partir da sua reorientação nos anos 1970, significa não apenas uma recuperação da filosofia política nos moldes anteriores à crise, mas a fundação de algo novo; no sentido da profissionalização e distinção desta atividade acadêmica e quanto à sua própria forma de conhecimento derivada da filosofia analítica (Rawls), em que há uso inclusive de recursos valorizados pelos positivistas lógicos: análise conceitual rigorosa, tratamento racional significativo e utilização de modelos, por exemplo, da teoria da escolha racional (Rawls 1971, Gauthier 19868 ). Temos, então, o nascimento de uma teoria política normativa ancorada em novos termos e sob novas orientações. 7 A estrutura básica da sociedade, ponto que retornaremos com mais cuidado na sessão 2.2 deste trabalho, constitui as instituições sociais mais importantes que distribuem direitos e deveres fundamentais e determinam a divisão de vantagens provenientes da cooperação social. A vantagem de focar nesta estrutura ou no que Nagel (2006) chama de teorias neutras em relação ao agente é que podemos avaliar como injustos resultados da distribuição de ônus e vantagens da sociedade ainda que não possamos identificar um agente específico como responsável, minando a crítica de Hayek (1978), segundo a qual só quando há atores responsáveis podemos realizar avaliações sob critérios de justiça. 8 Roemer (1996) também produziu uma teorização formal do debate sobre justiça redistributiva. 234 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Thiago Nascimento da Silva 2 Justiça e democracia na perspectiva da teoria política normativa contemporânea Analisaremos agora a relação entre dois grandes temas dessa nova teoria política normativa – justiça e democracia - à luz da teoria da justiça de John Rawls. É importante considerar que este autor, ainda que nos diga em Uma teoria da justiça o que a justiça exige ou a que uma sociedade justa deve se parecer, ele não sistematiza a relação entre justiça e democracia. Rawls apresenta em seu trabalho uma concepção de justiça substantiva que deve servir como ideal normativo para as instituições sociais mais importantes, mas não há um tratamento rigoroso no que diz respeito à sistemas políticopartidários, à engenharia eleitoral, à mobilização política, à movimentos organizados, ao processo político democrático de uma forma geral (Cohen 2003, 87). Essa relativa desatenção à engenharia política de um modo geral poderia provavelmente deixar a impressão de que sua teoria da justiça denigre a democracia, subordinando esta a uma concepção de justiça defendida por meio de uma razão filosófica e que deveria ser implementada por juízes e administradores políticos. Mas, como espero deixar claro, esta crítica é respondida à luz da teoria do próprio autor, ou seja, buscaremos demonstrar como a teoria da justiça liberal-igualitária pode ser compatível e contribuir para a reflexão democrática. 2.1 A justiça como equidade e o liberalismo político de John Rawls: em busca de critérios normativos No cenário das teorias contemporâneas da justiça, o intuito é expressar o que a justiça exige, o que é uma sociedade justa e quais são as instituições que melhor satisfazem essas exigências. A discussão, então, gira em torno de questões éticas e morais – igualdade, liberdade, direitos, deveres e obrigações -, que, embora complexas e problemáticas, recebem um tratamento racional significativo por parte dos autores desta literatura. Em busca de uma noção de justiça social que melhor possa exprimir a ideia normativa central de uma sociedade democrática faço uso da obra que, como afirmado anteriormente, deu novo alento à filosofia política no mundo contemporâneo: Uma teoria da justiça de John Rawls (2002, 2008) [1971]. É nesta obra que Rawls apresenta, de modo mais preciso e sistemático, sua concepção de justiça que denomina de justiça como equidade 9 . Rawls (2002, XIII-XIV) estabelece no prefácio à edição brasileira de Uma teoria da justiça “as ideias e os objetivos centrais” de sua concepção “como os de uma concepção filosófica para uma democracia constitucional” e que ela deve parecer “razoável e útil, mesmo que não seja totalmente convincente, para uma grande gama de orientações políticas ponderadas, e, portanto, expresse uma parte essencial do núcleo comum da tradição democrática”. Tomando-se por base Cohen (2003, 87), em três casos a justiça como equidade de Rawls é uma concepção para uma sociedade democrática: 1. no que diz respeito ao regime político democrático – arranjo político com direitos de participação, eleições, e direitos de associação e expressão designados para tornar a participação informada 9 Uso, para me referir à concepção de justiça apresentada por John Rawls em Uma teoria da justiça [1971] (2008), os termos justiça rawlsiana, justiça como equidade e justiça liberal-igualitária como intercambiáveis. 235 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Thiago Nascimento da Silva e efetiva; 2. na ideia de sociedade democrática – sociedade em que seus membros são tratados pelas instituições políticas básicas (e, espera-se posteriormente, pela cultura política) como pessoas livres e iguais e; 3. enquanto conteúdo da deliberação democrática – uma sociedade política em que o argumento político apela a razões ligadas a cooperação entre pessoas livres e iguais e justiça como equidade, ao oferecer também uma concepção substantiva de justiça, pode servir como guia para que os cidadãos façam julgamentos políticos10 . Em suma, justiça como equidade é para uma sociedade democrática, então, primeiro porque assegura que os indivíduos tenham um direito igual de participar e exige um regime democrático como uma questão de justiça básica. Segundo, é endereçada a uma sociedade de iguais, e o conteúdo dos seus princípios são formados pela compreensão pública. Finalmente, tem como intenção guiar a razão política e os julgamentos dos membros da sociedade democrática no exercício dos seus direito políticos. Assim, a proposta rawlsiana se torna atrativa para o que discutimos neste trabalho no sentido em que, como espero deixar claro, seus princípios de justiça, por um lado, se aproximam das pré-condições da participação livre e igual no processo político democrático (ou seja, do que esperamos de justiça deste processo) e, por outro lado, servem como um guia entre outros, e nada mais, para o debate político efetivo, ou seja, não pode de antemão ser incluído, como expectativa a ser garantida, pelo processo político. Como este último sentido diz respeito a um critério substantivo de justiça, seu espaço depende da natureza pública do debate democrático que pode, ou não, incorporar seu conteúdo. Assim, não perdemos de vista a natureza inevitavelmente política das questões de justiça e deixamos para as pessoas encontrar as respostas para questões controversas por elas mesmas. Elas devem decidir o que a justiça é e o que ela exige, mas este debate deve ser realizado em termos de igualdade e equidade. Neste processo podem estar presentes princípios substantivos como o de Rawls a competir com outros. No entanto, uma vez em competição com outros princípios, opiniões ou ideais, nada garante que estes serão incorporados à agenda política democrática. 2.2 Justiça como equidade e sua justificação A visão contemporânea do estudo sobre justiça, tal como vemos em Rawls (2008), vincula justiça à equidade e procura princípios a serem institucionalizados pela estrutura básica da sociedade. Ao assumir a incompatibilidade de concepções de bem e o fato do pluralismo razoável – a diversidade das doutrinas abrangentes, morais, filosóficas e religiosas como traço permanente da cultura pública das democracias , torna-se implausível satisfazer uma aceitação unânime entre as partes de alguma concepção supostamente “verdadeira” de justiça. Os esforços se voltam, então, em prover meios justos e cooperativos para alcançar acordo entre pessoas que discordam em seus interesses (Knight 1998, 426). O objeto da concepção de justiça de Rawls, portanto, onde se espera aplicar os princípios de justiça firmados em um plano ideal, afirma este autor (Rawls 2002, 8), 10 Este último caso em que a justiça pode ser apresentada como conteúdo para deliberação democrática pode gerar mal entendidos. Rawls, como aqui interpretamos sua teoria, não é um teórico da perspectiva democrática denominada deliberativa e não apresenta nenhum modelo alternativo ao que é amplamente aceito como democracia liberal (que também podemos chamar de democracia competitiva ou minimalista). 236 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Thiago Nascimento da Silva é a “estrutura básica” da sociedade, ou como ele mesmo especifica, aquelas instituições sociais mais importantes que “distribuem direitos e deveres fundamentais e determinam a divisão de vantagens provenientes da cooperação social”. A razão de Rawls em dirigir seus princípios de justiça a essa “estrutura básica” diz respeito aos impactos dela na vida de todos os membros da sociedade. Ela, apesar de não determinar nossas ações, é altamente responsável pelo quadro de opções - incentivos e desincentivos – a que podemos recorrer para realizar nossas concepções de bem; ela define os direitos e deveres dos homens e influencia nossos projetos de vida, bem como nossos “interesses, desejos e habilidades”, tornando condutas indesejáveis mais caras ou estimulando condutas desejáveis (Rawls 2002, 7-8; Elster 1994, 175; Pogge, 1995, 242). Neste conceito amplo estão presentes, então, diferentes instituições como as que definem e regulam a propriedade, a divisão do trabalho, as relações de gênero e matrimoniais, a competição política e econômica, a proteção constitucional fundamental das liberdades política, religiosa e pessoal. Em suma, como prescreve Rawls (2002, 211) “as principais instituições dessa estrutura são as de uma democracia constitucional”. Essa estrutura possui ainda uma natureza coercitiva, ou seja, somos membros dela não voluntariamente, mas coagidos a cumprir suas normas. Fazemos parte dela ao nascer e dela só saímos ao morrer (Rawls, 2000b, 70). Isso requer, então, uma justificativa especial independente do recurso à coerção, baseada, portanto, em um consentimento voluntário. Partindo da tese da arbitrariedade moral, segundo a qual os resultados da distribuição aos cidadãos de vantagens e ônus pelas instituições sociais não podem ser influenciados por acaso genético ou pela sorte, Rawls constrói um processo de decisão hipotético – a que denomina posição original. Nesta situação seus contratantes devem estar em condições de equidade para que alguns deles não consigam tornar os resultados vantajosos para si – por meio de suas vantagens naturais - e onerosos para os demais. A ideia é forçá-los a decidirem por resultados que favoreçam a sociedade como um todo. Em outras palavras, deve-se alcançar um acordo racional e voluntário que ninguém poderia razoavelmente rejeitar, certo que estão sendo considerados “equitativamente” (Vita 2000, 185). Em busca dessa condição de equidade, Rawls insere seus contratantes em um plano de incerteza por meio de um recurso metodológico a que intitula véu-de-ignorância. Sob esse véu os atores na posição original desconhecem seus traços físicos e pessoais mais importantes (Rawls 2002, 147), ou seja, eles são ignotos quanto às circunstâncias sociais, bem como quanto a seus talentos naturais e suas capacidades produtivas. O pouco que eles conhecem é que a sociedade em que vivem está sujeita às “circunstâncias da justiça”: uma sociedade onde os recursos são escassos (circunstâncias objetivas) e em que há um conflito de interesses, por exemplo, quanto às concepções de bem que podem vir a executar (circunstâncias subjetivas) (Rawls 2002, 136-138). Se nessa condição, em que ignoramos as informações, existe uma concepção de justiça que vale a pena aceitar, então, como afirma Shapiro (2006, 158), essa concepção possui certo atrativo moral. Isso porque o véu de ignorância, assim formulado, tem um papel crucial em converter (pela aversão ao risco) auto-interesse em justiça ou equidade. A posição original de Rawls é, então, um dispositivo para tornar vívidas, para nós e para os outros, nossas intuições sobre justiça e as desigualdades que concordamos 237 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Thiago Nascimento da Silva em anular ou aceitar. O véu de ignorância, por sua vez, serve para expressar “a igualdade humana fundamental ou o valor intrínseco igual dos seres humanos” (Vita 2000, 191). Deste modo, devemos ver a posição original como um ’recurso de exposição’ que ’resume o significado’ de nossas noções de equidade e ’nos ajuda a extrair suas consequências” (Vita 2000, 80; Vita 1993, 56; Araújo 2002, 82-83; Kymlicka 2006, 80; Knight 1998, 435). Assim considerado, esse recurso pode não nos obrigar a nada, mas revela elementos essenciais de ideias intuitivas fundamentais como, por exemplo, a ideia de que ocupar uma posição social não é razão válida para aceitarmos ou esperar que outros aceitem uma concepção de justiça que favoreça especialmente os que ocupam essa posição (por isso o véu de ignorância). De todo modo, a posição original não passa de um procedimento hipotético. Não se apresenta nem como uma doutrina metafísica nem como substituto do processo político efetivo11 . Mas se desse dispositivo se extrai, de forma clara, uma concepção de justiça fundada em argumentos e premissas morais fortes, podemos propor seus princípios como bases normativas para nossas instituições12 . Segundo Rawls os princípios firmados por seus contratantes sob essa condição de igualdade seriam: a cada pessoa tem o mesmo direito irrevogável a um esquema plenamente adequado de liberdades básicas iguais que seja compatível com o mesmo esquema de liberdades para todos [princípio de liberdades básicas iguais]; b. as desigualdades sociais e econômicas devem satisfazer duas condições: primeiro, devem estar vinculadas a cargos e posições acessíveis a todos em condições de igualdade eqüitativa de oportunidades [princípio de igualdade eqüitativa de oportunidades]; e, em segundo lugar, têm de beneficiar ao máximo os membros menos favorecidos da sociedade (o princípio de diferença) [ou maximin] (Rawls 2003, 60). O princípio de liberdades básicas iguais designa os direitos civis e políticos reconhecidos nas democracias liberais – o direito de votar, de se expressar, de se reunir, de concorrer a cargos políticos. O de igualdade equitativa de oportunidades reclama que as desigualdades de renda e prestígio são justas se, e somente se, houver livre competição à ocupação dos cargos e posições que produzem estes benefícios. E com o princípio de diferença Rawls procura mostrar que as instituições sociais podem ser ordenadas de forma que as contingências “operem para o bem dos menos afortunados” (Kymlicka 2006, 70-73). Sendo assim, tratamos as pessoas como iguais não removendo todas as desigualdades, mas apenas as que só trazem benefícios para alguns, notadamente, os 11 Aqui é preciso considerar de antemão que os planos ideais que fornecem os critérios de justiça, como vemos na teoria de John Rawls (2002, 2008) [1971], não servem como substitutos ao plano efetivo do processo de tomada de decisão coletiva. Não há ganho analítico nisso. Manter essa distinção permite questionar e avaliar os resultados morais do processo político efetivo (Vita 2008, 125). 12 Além de não ser o único, e possivelmente não ser o mais forte mecanismo de justificação (ao que parece ser o que denomina de método do equilíbrio reflexivo), e, ainda, apesar da força dos argumentos e da atratividade do mecanismo de deliberação ideal, a posição original apresenta uma série de problemas. Sobre alguns exemplos destes problemas conferir Vita (1993, 42-43), Shapiro (2006, 143 e 179) e Buchanan e Brennan (2000, 36). No entanto, o próprio Rawls (2002, 646-647) afirma que existem muitas outras interpretações possíveis da posição original e qualquer lista de concepções de justiça, ou qualquer suposto consenso a respeito do que se considera serem condições razoáveis para os princípios, são certamente mais ou menos arbitrários. Mas isso não significa que uma concepção mais razoável ou de acordo com nossos juízos ponderados não deva ser procurada. 238 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Thiago Nascimento da Silva mais privilegiados. Se certas desigualdades beneficiarem todo o mundo, ao extraírem talentos e energias socialmente úteis, então, elas serão aceitáveis para todos (Kymlicka 2006, 66). Estes princípios firmados na posição original, afirma Rawls (2003, 60-61), seguem também uma ordenação lexicográfica, ou seja, possuem uma hierarquia que não deve ser quebrada. O primeiro princípio tem precedência sobre o segundo, assim como, no segundo princípio, a igualdade equitativa de oportunidades tem precedência sobre o princípio de diferença. Espera-se que ao tentar aplicar o último princípio, os dois anteriores já tenham sido satisfeitos. Deste modo, ainda que a restrição às liberdades levasse a um maior benefício dos menos favorecidos ela não seria permitida por ferir princípios morais fundamentais. Aceitar as liberdades políticas como fundamentais não é afirmar, como um aristotélico, que o homem é um animal político, nem sustentar que a autonomia é o bem supremo da sociedade. Estas são liberdades fundamentais porque recorrem a forças morais básicas, quais sejam, nossa capacidade de um senso de justiça - capacidade de formar e agir de acordo com a concepção dos termos justos da cooperação social – e nossa capacidade de formular uma concepção de bem - formar, revisar e perseguir sistema de valores e fins desejáveis. De acordo com essa visão dos cidadãos possuidores destas capacidades morais temos, pode-se afirmar, a capacidade de compreender princípios de justiça, oferecer razões para outros sustentá-los, avaliar as instituições que convivemos e moldar e formar nossos objetivos e identidade à luz desses princípios (Rawls 2003,107). As liberdades são fundamentais, então, no sentido de serem essenciais para satisfazer o bem dos cidadãos compreendidos como pessoas livres e iguais. Devemos optar por concepções de justiça que não violem o que julgamos como comprometimentos fundamentais e obrigações. Deste modo, tratamos as convicções morais das pessoas seriamente. Elas não teriam razões para concordar com uma concepção que não levasse isso em consideração (Cohen 2003, 106). Como assinalamos anteriormente, ao justificar o uso do projeto de Rawls neste trabalho, a primeira parte dos princípios de sua teoria da justiça – das liberdades básicas iguais e da igualdade equitativa de oportunidades - desenha um procedimento equitativo, enquanto princípios de justiça substantivos - como o princípio de diferença do autor - avaliam as instituições e os resultados oriundos do seu funcionamento, e servem como orientação, de conteúdo normativo, para os cidadãos no processo político efetivo. 2.3 Sociedade democrática e o espaço dos critérios normativos substantivos De acordo com o primeiro princípio da justiça como equidade, que inclui os direitos e liberdades básicas, bem como as garantias e prerrogativas do Estado de direito, todos os cidadãos devem ter um direito igual para participar e determinar os resultados do processo constitucional que estabelecem as leis a que todos devem estar submetidos. Assim, este princípio pode ser visto como uma razão procedimental para a democracia. A democracia, como vimos, pode ser usada para caracterizar uma forma de governo, mas também pode ser usada para descrever um tipo de sociedade qualificada por proporcionar condições de igualdade. Este sentido de democracia, enquanto ausência de 239 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Thiago Nascimento da Silva distinções como as de uma aristocracia, é o que mais se aproxima da conceitualização utilizada por Rawls em Uma teoria da justiça (2002; 2008) [1971]. Mais do que um regime político, a sociedade democrática apresenta-se como um sistema de cooperação capaz de satisfazer uma noção de igualdade humana fundamental: tratar indivíduos como livres e iguais, ainda que existam desigualdades socioeconômicas entre eles. Essa sociedade é aquela em que as instituições tratam de forma equitativa as diferentes concepções ou doutrinas do bem que os indivíduos pensam (planejam) realizar e em que os arranjos sociais básicos são justificados sem se ancorar em alguma concepção ou doutrina do bem controverso na sociedade (princípio de neutralidade ou tolerância). Podemos, por exemplo, justificar a tolerância religiosa sem se posicionar em favor de uma concepção específica. Seguindo a concepção de pessoa de uma sociedade democrática devemos tratar os cidadãos como pessoas livres (em virtude das suas capacidades morais, da razão, do pensamento e do julgamento) e como iguais (possuem essas capacidades na medida necessária para serem membros integrais da sociedade). Essas pessoas, assim consideradas, como assinalamos anteriormente, possuem duas faculdades morais: são capazes de um senso de justiça e de construir, por elas mesmas, uma concepção de bem (projeto de boa vida). De uma forma mais detalhada, Rawls (2000a, 229-234) afirma que os cidadãos são considerados livres quando: 1. consideram a si e aos demais moralmente capazes de ter uma concepção do bem (concepção não necessariamente fixa); 2. consideram a si mesmos como livres na condição de fontes originárias de reivindicações legítimas (sejam elas concepções políticas ou morais), e; 3. são capazes de assumir a responsabilidade dos seus fins, o que afeta a maneira de avaliar suas diversas reivindicações. Em uma sociedade justa com direitos políticos iguais (ou sociedade bem ordenada, nos termos de Rawls), diferenças de classe, raça ou gênero não podem se sustentar como panos de fundo das instituições, pois são diferenças irrelevantes. O princípio de diferença, nesta situação, busca eliminar desigualdades econômicas e sociais que colocam em xeque a igualdade política e pessoal dos cidadãos em uma democracia. Com este segundo princípio espera-se mitigar as desigualdades que podem levar a disparidades no que diz respeito a poder e influência política (Rawls 2002, 98). Estão em jogo, então, dois tipos de justiça: a justiça do processo político (este possuindo tanto valores procedimentais, como também substantivos13 ), definida pelos direitos e liberdades presentes no primeiro princípio e uma reivindicação de justiça substantiva dos resultados oriundos do processo (justiça essa avaliada com referência ao segundo princípio) - esta pode servir como guia para se avaliar a democracia política no sentido de saber, por exemplo, se a distribuição de recursos econômicos e políticos é equitativa. Disso se extrai, afirma Rawls (2000b, 279), dois papéis coordenados da estrutura básica da sociedade. O primeiro garante os direitos e as liberdades fundamentais pa13 Neste sentido, o processo democrático não é apenas formal e abstrato, é também uma forma de justiça. E, neste caso, tanto processual - por garantir meios equitativos para chegar a decisões coletivas - como substantiva (e distributiva) - um mecanismo de distribuição adequada de autoridade que exige e é responsável pela distribuição de outros recursos cruciais para os cidadãos e para o funcionamento apropriado do processo, como poder, riqueza, renda, educação, acesso a conhecimento, oportunidades para desenvolvimento pessoal, entre outros (Dahl 1989, 164). Consequentemente, uma escolha entre o processo democrático e resultados substantivos não é uma simples escolha entre justiça processual e justiça substantiva. É uma escolha entre a justiça do processo democrático, tanto processual como distributiva, e outras reivindicações de justiça substantiva. Desenvolvo estas idéias em outro trabalho (Silva 2010). 240 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Thiago Nascimento da Silva ra instituir um procedimento político justo e o segundo diz respeito às desigualdades sociais e econômicas formulando instituições plausíveis e capazes de corrigir equitativamente estas desigualdades, no sentido de sustentar que os cidadãos sejam tratados como livres e iguais e para que eles possam usar satisfatoriamente o processo político efetivo. É com este segundo princípio que a justiça como equidade torna-se, antes de tudo, uma concepção de justiça substantiva, pois oferece critérios normativos independentes do processo efetivo a serem assegurados. Sendo assim, a teoria de Rawls é controversa não porque procura manter o ethos existente em uma sociedade como a nossa, mas porque eliminar elementos considerados fortuitos que influenciam na desigualdade de renda, de riqueza, de influência política e de outros elementos requer, depois de certo ponto, uma reforma bastante controversa quando confrontados com os juízos presentes em nossa sociedade liberal democrática. Por exemplo, parece mais fácil aceitar a tentativa de eliminar desigualdades distributivas geradas por fatores adscritícios (raça, sexo, gênero) ou ambientais (nível de cultura e educação), mas não está claro se pessoas estariam de acordo com políticas que não levassem em conta fatores geradores de desigualdades como talentos e empenho, que podem refletir contingências e não escolhas. Saber, no entanto, se esta sociedade atende a critérios independentes de justiça, como o princípio maximin, ou deles se afasta são desdobramentos que devem ser deixados a cargo da natureza pública do processo político (seus resultados no máximo podem ser avaliados, e não, impostos pela teoria). Nada nos diz, na realidade, que a democracia possa levar a resultados esperados. Podemos afirmar, por exemplo, que as exigências da justiça provêem padrões para uma legislação justa, mas não há garantia de que o processo legislativo irá produzir esses resultados. Esperar de teorias da justiça (ou mesmo de teorias democráticas) desenhos de dispositivos institucionais concretos para alcançar resultados invariavelmente justos é exigir demais de uma teoria normativa. Por isso concepções religiosas e morais controversas aparentam ser dispostas apenas de uma maneira: permitindo às pessoas seguirem seus próprios julgamentos ou consciência (Barry 1995, 89). Sendo mais preciso, a ideia é que, exceto em casos onde todos reconhecem que existe uma única política absolutamente necessária, a legitimidade exige que indivíduos sejam livres para seguirem os caminhos que desejarem. Em suma, deve ficar a cargo dos cidadãos compreender e, se for o caso, buscar alterar as políticas colocadas por diferentes partidos e líderes políticos e avaliar como eles e os outros serão afetados por essas políticas quando postas em prática (Barry 1995, 107-108). A esperança é que, assim, mesmo se o Estado agir de modo inconsistente às ideias e valores dos cidadãos, estes não deixarão de aceitar as decisões políticas como legítimas, ainda que não estejam de acordo com elas. O desacordo de interesses entre os cidadãos não é visto, assim, como um problema ou uma anomia social, pois reflete o pluralismo de interesses que uma sociedade e um regime democráticos devem permitir. 2.4 O lugar do desacordo moral no processo político democrático Ao contrário de proposições da incipiente teoria democrática deliberativa, em uma democracia nada garante que as pessoas convergirão para um acordo ou um consenso quanto aos resultados do processo político. Elas discordam quanto à justiça, quanto 241 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Thiago Nascimento da Silva aos resultados do processo, quanto ao critério de competência e sobre quem é mais qualificado para governar (Arnerson 2004, 53; Hardin 1995, 168). Neste sentido, não há qualquer garantia de que as pessoas em uma democracia selecionarão uma única concepção, dita melhor, de justiça. Isso é uma questão política. Nenhum de nós possui um acesso epistêmico à verdade sobre a justiça. Além disso, teorias da justiça como a de Rawls podem ter força motivacional apenas para os que já são adeptos dela e não para os que se opõem e precisam ser convencidos. É vago dizer, mas em alguns momentos do processo político se discordamos, então, discordamos. Só nos resta contar as forças de cada lado da questão. Quais princípios de justiça devem ser aceitos e como devem ser interpretados em casos particulares, supõe-se, devem ser decididos através da interação entre as pessoas no próprio processo (Thompson 2008, 509). Em contraste, então, à busca do consenso, e de acordo com Shapiro (1994, 134140), o dissenso na vida social deve ter um papel central no nosso pensamento sobre a ordenação das práticas sociais de uma forma justa. A presença do dissenso, com exceção dos casos deletérios, pode ser um sinal de vitalidade e saúde do processo e não de anomia. Se geralmente não existe consenso em quais bens obter e como obtêlos, segue-se que teóricos políticos não podem, de forma plausível, ler a perspectiva correta das métricas da justiça social a partir de normas prévias. As pessoas devem ser livres para aprender, inventar, descobrir e argumentar sobre valores que elas vão possuir em diferentes momentos da vida e, neste caminho, não estão imunes a relações de conflito e poder. Devemos ter, então, um compromisso, por princípio, contra um vanguardismo que busca mudanças por meios não democráticos recorrendo a um conhecimento privilegiado, epistêmico, acima dos cidadãos, ou experiente. Isso nos leva a suspeitar de expertise e irmos contra a imposição de valores, seja em nome da democracia ou qualquer teoria política (inclusive uma aparentemente mais igualitária como a de Rawls) caso haja tentativa de ser imposta. Em suma, dada a onipresença da política e a importância do desacordo, nenhuma teoria do valor pode defensivamente ser imposta para as pessoas como correta ou verdadeira. Isso é adotar uma atitude pragmática e orientada por problemas (problem-driven) no que diz respeito à inovação política. As soluções para questões controversas, como as de cunho moral, que surgem entre as partes no processo político devem ser resolvidas na própria arena política. Não há respostas filosóficas unívocas para elas. Assumir o contrário é esperar demais da teoria política. Uma teoria normativa que não pondera isso falha na consideração do onipresente elemento poder e da natureza competitiva da realidade política democrática. Isso esta de acordo e reflete a natureza atual da teoria política normativa, segundo a qual não há ninguém (nenhum partido de vanguarda, como defendia Lenin) em posição privilegiada para decidir por todos (imparcialmente) e de forma infalível o que é justo ou certo e como devemos alcançar isto. Impor uma teoria como correta ou verdadeira para as pessoas só é possível quando uma elite política de tipo “jacobinista”, que julga ter o conhecimento sobre o bem supremo a ser realizado na sociedade, pode se valer do controle do poder político para impor sua visão de bem a todos, incluindo os recalcitrantes. Mas a teoria de Rawls, em Uma teoria da justiça (2008) e, principalmente, em O liberalismo político (2000b), está muito distante de qualquer pretensão dessa natureza. A concepção de “justiça como equidade” é justificada como a melhor interpretação possível para certos ideais e 242 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Thiago Nascimento da Silva para “juízos ponderados de justiça” que, de fato, são compartilhados na cultura política de uma democracia constitucional e são, pelo menos implicitamente, reconhecidas (e necessárias) como fundamentos normativos das instituições democráticas. É claro que há um esforço de elaboração teórica aqui, mas os fatos empregados na construção da teoria (os juízos ponderados de justiça) não foram produzidos por fiat filosófico. E, como ressaltamos anteriormente, o papel da concepção de justiça que resulta disso é no máximo o de oferecer orientação para os julgamentos dos cidadãos e seus representantes, ao exercerem a responsabilidade deliberativa que o processo democrático coloca sobre seus ombros e que não pode ser exercida por mais ninguém a não ser por eles próprios. Assim, a justiça como equidade, embora compatível, não pode ser confundida com uma teoria da autoridade política. Em O Liberalismo Político (2000b) [1993], de forma mais clara e enfática do que em sua obra de 1971, Rawls busca evitar em sua concepção de justiça como equidade qualquer pretensão a algum tipo de verdade universal ou filosófica. O ideal, como afirma o autor (Rawls 2000a, 202), é que em uma democracia constitucional, a concepção pública da justiça seja, tanto quanto possível, “independente de doutrinas religiosas e filosóficas sujeitas a controvérsias”. Shapiro (1994, 146) acredita que Rawls foi muito longe ao afirmar que uma concepção política de justiça pode ser desenvolvida independente de comprometimentos filosóficos controversos. Isso seria querer se aproximar de uma neutralidade filosófica não possível, pois os que acreditam na verdade de suas filosofias terão, inevitavelmente, suas aspirações políticas frustradas pelas alternativas acolhidas nos programas dos governos e incorporadas pelas instituições sociais e políticas. No campo da justiça, o problema é que a motivação psicológica convence os partidários daquela teoria, mas não necessariamente os que se opõem a ela, quem de fato deve ser convencido. A solução, assim (e essa parece ser, conforme afirmado anteriormente, a posição do próprio Rawls), deve ser deixar os resultados, consensuais ou não, sempre para o campo da política. É por isso que este autor (Rawls 2000a, 202) afirma que, na formulação de tal concepção, “devemos aplicar o princípio de tolerância à própria filosofia: a concepção pública da justiça deve ser política, e não metafísica”. A partir dessa visão, a teoria de Rawls se torna uma entre outras a competir por aceitação no processo político. Pensando no caso ideal de uma sociedade democrática, tal como trabalhamos aqui, espera-se, segundo o conceito de consenso sobreposto, que cada uma das doutrinas abrangentes e razoáveis, uma vez entrelaçadas, constituam um equilíbrio oriundo dos valores políticos compartilhados. As pessoas, portanto, podem concordar com um conjunto de princípios sem concordar com as razões de sua concordância – ao que Rawls denomina como consenso sobreposto. Uma doutrina abrangente é razoável quando leva em conta exigências da razão, ou seja, ela admite que outros podem rejeita-la na medida em que segue o raciocínio “eu aceito minha doutrina como verdadeira, mas não posso propo-la como verdadeira a outros”. Assim, se a doutrina é razoável é em boa medida também liberal e o ideal é que se possa evitar julgamentos de razoabilidade de doutrinas específicas. Como se mostra muito difícil, e para alguns politicamente desnecessário, fazer com que as pessoas concordem com “princípios gerais, doutrinas abrangentes ou comprometimentos metafísicos, é preferível e factível esperar de diferentes agentes a concordância, por diferentes razões, a princípios específicos de justiça” (Shapiro 243 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Thiago Nascimento da Silva 2006, 151). O que se exige é que conduzamos nossos argumentos em conformidade, e somente assim, com valores políticos que todos possam aceitar em questões como “quem tem direito ao voto, ou que religiões devem ser toleradas, ou a quem se deve assegurar igualdade equitativa de oportunidades, ou ter propriedades” (Rawls 2000b, 263). A base pública para um acordo político entre pessoas que divergem em seus interesses estaria justamente neste consenso pelas premissas que todos podem aceitar por alguma razão ou dentro do objetivo de um acordo desejado. A teoria da justiça, assim, não se apresenta como uma concepção verdadeira, mas como base para um acordo político informado e totalmente voluntário entre cidadãos que são considerados como pessoas livres e iguais pela sociedade democrática. A única alternativa ao princípio da tolerância seria o recurso autocrático do poder do Estado e isso não é aceitável segundo nossa concepção de sociedade democrática. A teoria normativa de Rawls, com o conceito de consenso sobreposto (e também o de razão pública) em seu O Liberalismo Político (2000b) [1993], abre espaço para discordâncias, pois este não afirma que uma determinada concepção de justiça será necessariamente aceita quando em competição com outras concepções na deliberação política. Seus princípios de justiça não necessariamente serão aplicados aos arranjos institucionais de uma democracia (necessários para realizá-los). Nas palavras do próprio autor “a visão que denominei ‘justiça como equidade’ é apenas um exemplo de concepção política liberal; seu conteúdo específico não é o único possível de tal ponto de vista” (Rawls 2000b, 276). Isso é não só inevitável para uma concepção política de justiça, como também desejável em uma sociedade democrática, pois, o regime que abre espaço para a participação e a competição política é mais, e não menos, democrático14 , e mais inclusivo na consideração de diferentes interesses e concepções de bem. Ele atende ao pluralismo de interesses que estamos dispostos a sustentar em uma democracia. Isso vale, igualmente, para o primeiro princípio de justiça, aparentemente incontroverso nas democracias constitucionais estabelecidas. Uma concepção política de justiça, neste sentido, é mais “uma tarefa social prática do que um problema epistemológico ou metafísico” (Rawls, 2000a, 202). Quais arranjos institucionais específicos deverão ser adotados em uma democracia para garantir um sistema plenamente adequado de direitos e liberdades fundamentais é algo que, portanto, depende de circunstâncias de conhecimento empírico de cada sociedade em questão. 3 Considerações Finais Na tentativa de conectar ambas as partes desse trabalho, e evitar repetições, afirmaremos que é possível apreciar dois pontos de vista do atual estado da teoria democrática: um normativo, quando nos perguntamos quão persuasivas as teorias são no sentido de justificar a democracia como o melhor sistema de governo (dadas suas vantagens) e; um explanatório, quando perguntamos quão bem sucedidas nossas teorias são no sentido de tentar apreender como os sistemas democráticos funcionam (Shapiro 2001, 235). De acordo com o que discutimos na primeira parte deste trabalho é um infortúnio que estas duas formas de trabalhar a literatura sobre a teoria democrática 14 Esses são os dois eixos da definição de poliarquia (a democracia operacionalizada ou realmente existente) nos termos de Dahl (2005, 29-31) [1971]. 244 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Thiago Nascimento da Silva sejam colocadas em esferas separadas, pois especulações sobre o que “deve ser” são mais úteis quando informadas por conhecimento relevante sobre o que é e o “o que é” deve considerar questões normativas no sentido em que a teoria empírica se torna banal ou trivial quando se orienta exclusivamente pelo primado do método e se isola destas questões pertinentes ao mundo da democracia (Shapiro 2002). O que estamos afirmando é que a teoria normativa pode fazer uso de fatos, e melhor seriam suas proposições se assim caminhasse, uma vez que a natureza da realidade como ela é não é imaterial para nenhum dos lados (Glaser 1995, 30). Esta perspectiva integrativa tem a vantagem de buscar contextualizar conceitos centrais hoje – como justiça e democracia – na teoria política normativa. O problema parece ser maior quando partimos para o campo da teoria da justiça e constatamos que é uma exigência muito grande esperar, em uma sociedade liberaldemocrática, que todos os cidadãos aceitem uma mesma concepção de justiça. Mesmo quando há acordo entre um grande número de cidadãos sobre um determinado componente de uma concepção de justiça pode estar em jogo muita controvérsia sobre quais arranjos institucionais e quais políticas públicas seriam os mais apropriados para realizá-lo. Assim, é prudente pensar que quaisquer princípios de justiça engendrados por um plano de deliberação ideal servem apenas como alternativas a serem consideradas no processo político efetivo. Mas com isso se afirma que eles não serão considerados de forma unânime nem nas democracias mais avançadas. Mesmo que a justiça como eqüidade esteja calcada em razões morais fortes para uma sociedade democrática não podemos esperar que o processo democrático mais razoável deva ser fundado em um consenso quanto à justiça social (Cohen 2003, 131). No entanto, como já afirmamos anteriormente, esta constatação anterior vai ao encontro, e não contra, a natureza atual da teoria normativa. Segundo esta, ninguém está em posição privilegiada para decidir imparcialmente e de forma infalível o que é justo e como devemos alcançar esta justiça. Não é coerente produzir conhecimento na disciplina hoje sem auto-reflexão, ou seja, sem situar e expor de onde se parte (e quais valores estão implícitos). Além disso, é positivo, e não ruim, que as pessoas discordem e tenham liberdade para discordar. Qualquer teoria normativa que busque lançar proposições a respeito da democracia deve considerar o “o fato do pluralismo razoável”. Neste sentido, buscamos demonstrar como a teoria da justiça de Rawls pode ser compatível e contribuir para a reflexão democrática. Em suma, o liberalismo igualitário deste autor, é uma concepção não só orientada a uma sociedade justa, mas também a uma sociedade democrática. Afirmamos que com essa teoria não perdemos de vista a natureza inevitavelmente política das questões de justiça e deixamos para as pessoas encontrar as respostas para questões controversas por elas mesmas. Elas devem decidir o que a justiça é e o que ela exige, bem como determinar outros valores normativos, mas este debate deve ser realizado em termos de igualdade e equidade. Neste processo, podem estar presentes princípios substantivos como o de Rawls a competir com outros. No entanto, nada garante que estes serão incorporados à agenda política democrática. Ao assumir, como a teoria de Rawls assume, a incompatibilidade de concepções de bem e o fato do pluralismo razoável, torna-se implausível satisfazer uma aceitação unânime entre as partes de princípios supostamente “verdadeiros” de justiça apenas 245 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Thiago Nascimento da Silva porque foram formulados por procedimentos hipotéticos fortemente justificados. Planos hipotéticos, como a posição original, podem servir como potentes dispositivos para tornar vívidas, para nós e para os outros, nossas intuições sobre justiça e as desigualdades que concordamos em anular ou aceitar. No entanto, estes recursos não passam de procedimentos hipotéticos. Não se apresentam como procedimentos a substituir a deliberação política efetiva (realmente existente). Por isso fizemos a distinção, ao justificar o uso do projeto de Rawls neste trabalho, de que a primeira parte dos princípios de justiça de sua teoria – das liberdades básicas iguais e da igualdade equitativa de oportunidades – desenha um procedimento equitativo, enquanto princípios de justiça substantivos - como o princípio de diferença do autor - servem para avaliar as instituições e os resultados oriundos do seu funcionamento, e servem ainda como orientação, de conteúdo normativo, para os cidadãos no processo político efetivo. Se uma sociedade atende a critérios independentes de justiça, como o princípio maximin, ou deles se afasta são desdobramentos que devem ser deixados a cargo da natureza pública do processo político e seus resultados explicados empiricamente. O que importa ressaltar é que embora não devamos misturar as coisas – confundir democracia com justiça social ou o plano empírico com modelos normativos -, não é negado ao teórico político trabalhar sobre a natureza da ordem social justa a partir de considerações democráticas (sejam elas normativas ou empíricas). Assim, se delineia aqui como um problema manter uma divisão rigorosa não só entre os campos da filosofia, teoria e ciência políticas, mas também entre as dimensões normativa e positiva do estudo da política. Somos acadêmicos e estudiosos de teoria política, mas também cidadãos interessados e preocupados com a política e com o mundo em que vivemos. Uma divisão rígida entre as dimensões normativa e positiva levam a visões equivocadas do campo e prejudica o próprio avanço do conhecimento na área (Shapiro 2002). E prejudica a ambos os lados não porque a divisão não exista (ou não possa ser pensada em termos abstratos), mas o que ocorre é que a teoria normativa quando não utiliza do conhecimento produzido pelos teóricos positivos deixa de informar sobre o mundo empírico e o resultado é um debate incessante entre os próprios teóricos normativos; e esta separação também leva os teóricos políticos empíricos a uma orientação banal e guiada erroneamente pelo primado do método, deixando de lado as grandes questões do dia e lançando suspeitas proposições teóricas ou produzindo previsões empíricas tautológicas (Green y Shapiro 1994). Ball (2004, 16) adverte também sobre o risco de uma possível nova queda no campo normativo a partir de sinais como: 1. O crescente isolamento da teoria política em relação ao seu tema (a política); 2. a crescente especialização e profissionalização da teoria política; 3. o aumento da preocupação dos teóricos políticos com questões de método e técnica, e; 4. a propensão a engajarmo-nos incessantemente em disputas metodológicas e/ou metateóricas. Ao se preocupar exclusivamente com essas questões o teórico político corre o risco de se afastar demais do mundo político real e dos problemas colocados por este. Por isso, como defendido neste trabalho, esta flexibilidade entre os campos normativo e empírico, a meu ver, pode ser sustentada nos estudos que buscam uma aproximação maior entre a teoria da justiça e a teoria da democracia. E a filosofia política hoje no intuito de revelar isso, como recomenda Glaser (1995, 22-23), não precisa abrir 246 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Thiago Nascimento da Silva mão da variedade de métodos que dispõe, seja ao procurar consistência interna dos argumentos morais, ao avaliar a validade das premissas empíricas dos argumentos nas ciências sociais, ao expor problemas dos argumentos morais não imediatamente revelados na razão abstrata ou ao comparar as conclusões dos seus argumentos contra as próprias intuições e ao ponderá-los frente aos achados empíricos. Neste sentido, entre as questões substantivas da teoria política normativa deste novo século as que dizem respeito à justiça social e suas implicações no mundo democrático ainda parecem render mais do que a literatura no momento oferece. Referências bibliográficas • Araújo, C. 2002. “Legitimidade, justiça e democracia: o novo contratualismo de Rawls”. En: Lua Nova, 57: .73-85. • Arnerson, R. 2004. “Democracy is not intrinsically just”. En Justice and Democracy: essays for Brian Barry, editores Downding, K. R. 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Esta tendencia ha sido problematizada por estudios empíricos sobre identidades colectivas, partidos políticos y movimientos sociales, en diferentes contextos sociales (tanto en los países centrales como en los periféricos de Europa y América), y partiendo de teorías divergentes, centradas en categorías como modernidad, representación o ciudadanía. En todos los casos, la constatación de que se han modificado las formas de constitución y la naturaleza de los actores colectivos ha obligado, durante las últimas tres décadas, a redefinir las herramientas teóricas y metodológicas para abordar los fenómenos políticos y sociales, aunque en direcciones que persistentemente se bifurcan. Frente a este diagnóstico, que reseñaremos brevemente en el próximo apartado, es necesario formularse numerosos interrogantes: ¿Qué clase de dinámicas se instalan cuando las organizaciones tradicionales (partidos políticos, movimientos sociales) son desbordadas por otros actores que compiten en la enunciación política? ¿Cómo abordar, desde la sociología política, procesos cuyos agentes son, en muchos casos, colectivos circunstanciales? El objetivo del presente artículo es ofrecer un principio de lectura sobre el proceso de disgregación de las identidades colectivas. Proponemos interpretar la dinámica política contemporánea en los términos de una sucesión de procesos de identificación política, discontinuos desde el punto de vista de su cristalización en sujetos colectivos, pero hilvanados por la tematización de los asuntos públicos. Desde esta perspectiva, ensayaremos una articulación entre la literatura dedicada a la sociología de las identidades políticas y los estudios sobre sociología de los problemas públicos. Afirmaremos que la agenda pública cumple una función de sutura de la esfera pública en tanto, por un lado, restringe la multiplicidad de asuntos susceptibles de debate público a un conjunto delimitado, filtrado por el proceso de tematización, mientras que, por otro, el mismo proceso implica la emergencia de antagonismos y la identificación con definiciones concretas de los problemas públicos. ∗ Licenciado en Ciencia Política (UBA) y doctorando en la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Becario CONICET en el Instituto de Investigaciones Gino Germani. [email protected]. 250 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Sebastián Mauro Desarrollaremos las categorías de identidad política y agenda pública. Respecto de la primera, articularemos el argumento de Ernesto Laclau (1990) sobre las nociones de identidad y diferencia políticas, con la perspectiva de Paul Ricoeur (1996), sobre la autoinstitución performativa de la subjetividad política a partir de su puesta en escena frente a un público desinteresado. Dicha articulación nos permitirá definir el proceso de tematización de los problemas públicos desde una perspectiva que recupere tanto la dimensión agonal de la política como su aspecto reflexivo. Sobre esta base, definiremos la noción de agenda pública siguiendo la línea de la sociología de los problemas públicos, desde los trabajos de Cobb & Elder (1972) y Blumer (1971), hasta Cefaï (1996). 1 Teorías y evidencias sobre las transformaciones contemporáneas en las solidaridades políticas Como hemos señalado, la literatura que recoge las transformaciones en la constitución de los actores colectivos, acumulada durante las últimas décadas, es plural y heterogénea. Dedicaremos algunas líneas a los trabajos referidos a los partidos políticos, las formas de acción colectiva en el espacio público y la representación política, a modo de breve panorama general. Muchos estudios teóricos y empíricos destacan la centralidad que la mediación política ha adquirido en el marco de sociedades “ilegibles” desde sus aspectos sociológicos, centralidad que entra en tensión con el declive de los partidos políticos como actores estructurantes de los conflictos políticos. 1.1 Partidos, representación y acción colectiva En las últimas décadas, estudios sobre partidos políticos en diferentes contextos nacionales, tanto en los países centrales como en América Latina, han señalado profundos cambios en dos dimensiones paralelas: sus formas organizacionales y su función representativa. Respecto de las organizaciones partidarias, el declive de los partidos de masas ha sido tempranamente desarrollado por Kircheimer (1966), en su célebre caracterización del partido atrapa-todo. Sin embargo, durante los últimos 20 años, la literatura ha coincidido en señalar la coexistencia de estos modelos partidarios con nuevos tipos de organizaciones, aunque no hay consenso en torno al uso de alguna de las muchas categorías acuñadas para designarlos: el partido profesionalelectoral (Panebianco 1993), el partido cartel (Katz & Mair 1995), el partido personal (Calise 2000), el partido estatal de redes (Carty 2004; Scherlis 2009). Con todas sus divergencias, estas categorías designan a un tipo de organización flexible, que reemplaza al modelo diseñado por Duverger (1972), de integración de círculos concéntricos de participación en torno a un núcleo compuesto por la élite partidaria. En estas nuevas organizaciones, las solidaridades estables parecen haberse fragmentado en distintos tipos de coaliciones circunstanciales entre líderes personalistas y expertos en las distintas esferas en las que se juega la política contemporánea, desde el marketing político al manejo del aparato de Estado o a la distribución estratégica de recursos1 (Scherlis 2009). 1 La “novedad” de este formato partidario ha sido tematizada por la literatura europea en los términos de una “americanización” de la política, habida cuenta de que el sistema político estadounidense desarrolló tempranamente un tipo de organizaciones que desconocían los modelos elaborados por Duverger, Panebianco, 251 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Sebastián Mauro Esta nueva forma de organización fue postulada como la expresión de un doble retiro de la esfera pública, del que participan tanto los ciudadanos como las fuerzas partidarias (Dalton & Wattenberg, 2002). Por un lado, los partidos políticos han experimentado una creciente erosión de su capacidad para comprometer a la ciudadanía y para formar a sus propios líderes. Las organizaciones partidarias han reaccionado ante dicha incapacidad fortaleciendo su función como agencias gubernamentales (en términos de Peter Mair, “estatalizándose”), en detrimento de las funciones de integración y agregación de intereses, lo que ha conducido a la profundización de las incapacidades referidas. Dado que sus recursos económicos y políticos provienen cada vez en mayor medida del Estado, los partidos orientan sus actividades a perpetuarse en las instituciones de gobierno, conformando una suerte de cartel para impedir el ingreso de nuevos actores al reparto de poder institucional (Mair 1997). Esta nueva dinámica de la competencia partidaria ha derivado en la pérdida de sentido de la diferenciación política, especialmente en las democracias de Europa Occidental, fenómeno tratado por la literatura más diversa (Giddens 1996; Mair 2005; Mouffe 2007; Rancière 1996). Frente a ello, numerosos estudios entienden que los ciudadanos se han alejado de sus antiguas lealtades partidarias, tendencia que se ha observado en diferentes contextos sociales a partir de una baja en las tasas de participación electoral y de afiliación partidaria, así como en el incremento de la volatilidad electoral, de la selectividad en el ejercicio del sufragio y del número de indecisos en los períodos preelectorales (Mair 2005; Manin 1998). La tendencia ciudadana hacia la desafección partidaria ha sido interpretada en diversos términos. Algunos afirman un “retiro” de los ciudadanos hacia la esfera privada del consumo y un progresivo deterioro de la esfera pública, que viene profundizándose incluso desde el advenimiento de las sociedades de masas (Arendt 2001; Habermas 1978; Schnapper 2004). Otros autores entienden el declive de los partidos de masas como parte de un proceso de actualización del modelo de gobierno representativo, revitalizando la tensión constitutiva entre élites políticas y ciudadanía (Manin 1998; Rosanvallon 2007). En la interpretación de Rosanvallon, la renovación de la tensión representativa ha derivado en la proliferación de manifestaciones de la “desconfianza ciudadana” respecto de las élites partidarias; fenómeno que, antes de un retiro hacia la esfera privada, significa una vigilancia militante hacia la amenaza de oligarquización de la representación política. En cualquier caso, es difundido el reconocimiento de que los partidos políticos ahora compiten en el marco de sociedades altamente diversificadas, atravesadas por el consumo de los medios de comunicación masiva y de procesos de globalización cultural y económica, que atentan contra la escala nacional de los asuntos públicos y la constitución de una subjetividad popular homogénea. Repasemos brevemente dicha literatura. Respecto de los estudios sobre movimientos sociales, diversos trabajos han señalado el fin de la matriz nacional y popular de la acción colectiva (Garretón 2002), y con ella, el declive de las formas de emergencia y de la naturaleza de los movimientos sociales, tal como existieron durante el siglo XX. En primer lugar, en las últimas décadas se ha aludido a un cambio en la escala Sartori, Manin y otros. 252 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Sebastián Mauro de la acción política, por el cual emergen, por un lado, la dimensión local, y, por otro, las dimensiones regional y global, desbordando las capacidades de los Estados nacionales para gestionar sus demandas2 (Della Porta & Tarrow 2005). Señalando el doble movimiento que desplaza a la (todavía fundamental) dimensión nacional, la literatura ha denominado a dicho proceso glocalización (Beck 1998; Robertson 1995). Asimismo, las condiciones para la emergencia de interpelaciones a un sujeto popular parecen haberse vuelto más complejas, en varios aspectos. En primer lugar, por una profunda transformación en las formas de organización del trabajo (Gorz 1998), así como por la emergencia de nuevas desigualdades sociales, demasiado heterogéneas y fragmentarias como para aprehenderlas desde categorías sociodemográficas o clivajes totalizadores (Rosanvallon 1995; Castel 1997). En relación con este último proceso, numerosa literatura ha formulado interrogantes en torno a la constitución de las subjetividades políticas y de la ciudadanía como estatuto igualitario, apuntando a nuevas formas de subjetivación y a la proliferación de luchas por el reconocimiento (Kymlicka & Norman 1996; Taylor 1993). Estas cuestiones han conducido a los estudios sobre movimientos sociales a un proceso de innovación teórica, articulando las corrientes anglosajonas (centradas en la dimensión estratégica) y continentales (centradas en la dimensión identitaria) para redefinir su objeto de estudio, enfocándose en la acción colectiva como una instancia lógicamente anterior a la del movimiento social (Mc Adam Tarrow & Tilly 2001; Mellucci 1994; Touraine 1987). Después de la crisis relativa del concepto de clase como principal explanans de la acción colectiva, la noción de movimiento social surgió como una alternativa que permitió dar cuenta. . . del surgimiento de fuerzas sociales que se mostraban en el espacio político bajo formas de constitución no clasista y con reclamos novedosos. . . Sin embargo, esta noción terminó por mostrarse una vez más demasiado rígida para la variedad creciente de acciones colectivas que el presente nos muestra. Y es que para hablar de un movimiento social. . . se pide continuidad y extensión espacio-temporal a un sistema o conjunto de acciones. . . Esto, sin embargo, no parece darse en una cantidad de formas de acción colectiva contemporánea, cuyos protagonistas suelen asociarse y dejar de hacerlo en tiempos relativamente breves, en espacios fuertemente localizados y sin construir necesariamente identidades continuas en el espacio-tiempo (Schuster 2005, 45-46). Por otro lado, numerosa literatura destaca el rol que los medios de comunicación de masas cumplen en las sociedades contemporáneas, y sus vínculos con la fluidificación de las identidades sociales y políticas. De manera unánime, los estudios señalan la 2 Existe una variada literatura que discute el uso del término globalización y su pertinencia para designar los fenómenos contemporáneos sin sobredimensionarlos. Como ilustración, reproducimos una crítica a la hipótesis, sostenida por Della Porta & Tarrow, de la formación de una sociedad civil global: “. . . resulta riesgoso afirmar que un conjunto de actores heterogéneos que actúan colectivamente de manera no coercitiva a escala trasnacional son la sociedad civil global. En efecto, sería complicado considerar que la existencia de un conjunto de actores que tienen capacidad de intervenir fuera de sus países nos habilita a caracterizar ese conjunto como sociedad civil global. . . Un riesgo de lo que podríamos llamar globalicentrismo es no sopesar qué dimensión de la acción colectiva realmente existente opera en una y otra escala, y cuáles son las relaciones entre ambas. Al analizar sólo acciones más allá de las fronteras, es probable que haya una sobrerrepresentación de actores de países centrales o con importante financiamiento de estos países” (Grimson & Pereyra, 2008: 27). 253 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Sebastián Mauro centralidad que los medios han alcanzado, ya no como narradores de sucesos políticos que se producen en otros espacios, sino como la arena misma de producción de acontecimientos políticos. En función de ello han proliferado las líneas de investigación, desde el estudio de las nuevas tecnologías de la comunicación en la construcción de redes de sociabilidad o de activismo (Bennet 2003), hasta la indagación sobre las consecuencias del protagonismo de las narrativas mediáticas en la erosión del vínculo de representación política (Champagne 2002). En este sentido, algunas posturas han denunciado que la lógica mediática contribuye a la despolitización del debate público (Bourdieu 1997; Sartori 1998), lo que ha ampliado la distancia entre élites políticas y ciudadanos, poniendo en crisis el vínculo de representación política (Touraine 1998). Otros autores, en cambio, han relativizado los argumentos en torno de la banalización del debate público, y han afirmado que tanto la televisión como la prensa asumen un rol fundamental de mediación política y convergencia discursiva en sociedades altamente fragmentadas, constituyendo una arena de publicidad que, aunque degradada y colonizada por factores económicos, no puede ser reemplazada por ningún otro dispositivo existente (Manin 1998; Thompson 1998; Wolton 2007). 1.2 La mediación política como solución y como problema La evidencia de que asistimos al declive de aquellos marcos que informaban las dinámicas políticas y sociales de las sociedades de posguerra es abrumadora, y, a una década de iniciado el nuevo siglo, hacer referencia a la “crisis de los actores representables” o a la “balcanización de las identidades políticas” parece redundante3 . A tal punto que ya son categorías aceptadas los impactantes términos que la literatura teórica acuñó para referirse a un cambio de proporciones epocales: modernidad radicalizada (Giddens 1999), posmodernidad (Lyotard 1999), modernidad líquida (Bauman 2003). Sin embargo, la caracterización de esta tendencia en términos de fragmentación y fluidez ofrece muy pocas certidumbres. En efecto, continuar afirmando que el horizonte de este permanente proceso de cambio es la segmentación y la volatilidad no responde siquiera a la pregunta sobre si asistimos a un único proceso o a una multitud de transformaciones inconexas; o si nos referimos a un proceso todavía en curso o a un paradigma relativamente consolidado. Ante la fragmentación de las identidades colectivas, otrora cristalizadas en torno a antagonismos totalizadores (que permitían una legibilidad de lo social a partir de una jerarquía de clivajes políticos) y a organizaciones de masas (partidos políticos, sindicatos, etc.), la teoría política ha revitalizado la función de la mediación política. Diversas corrientes teóricas contemporáneas han señalado que, en el marco de inestabilidad del lazo social, se vuelve evidente la centralidad de la política para instituir subjetividades, sean populares (Laclau 2005), democráticas (Mouffe 2003; Rorty 1996) o sociales (Giddens 1991; Taylor 1993). El problema es que, como hemos señalado, los partidos políticos parecen no ser ya 3 La primera expresión fue acuñada por Novaro (1999) y la segunda es una reelaboración del planteo de Michel Chevallier hecha por Aboy Carlés (2001). Los años que han transcurrido desde la publicación de estos estudios ilustran cómo las transformaciones reseñadas constituyen un diagnóstico aceptado antes que una novedad. 254 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Sebastián Mauro los sujetos de esta mediación. Incapaces de movilizar a los individuos construyendo lazos solidarios e instalando diferencias políticas significativas, las organizaciones partidarias han perdido gran parte de su homogeneidad interna y de su capacidad para hegemonizar el debate público. Los nuevos actores emergentes, por otra parte, no parecen capaces de consolidarse en el tiempo, actuando en escalas variables, con diversos niveles de compromiso y organicidad, en el contexto de sociedades segmentadas y políticamente ilegibles. ¿Cómo abordar, desde la sociología política, procesos cuyos agentes son, en muchos casos, colectivos circunstanciales? ¿En qué sentido es posible referirse a identidades cuando las interpelaciones políticas no sedimentan en organizaciones o prácticas regulares? ¿A partir de qué objeto de estudio son aprehensibles las interacciones entre partidos políticos, colectivos ciudadanos movilizados y medios de comunicación de masas? Sostenemos que dicho proceso de disgregación de las identidades colectivas ha derivado en una dinámica signada por la sucesión de procesos de identificación política. Explorar el proceso de lucha hermenéutica entre colectivos variables por la tematización y definición de los problemas públicos permite reconstruir una trayectoria donde, desde el punto de vista organizacional, pareciera imperar la discontinuidad. Afirmamos que la construcción de la agenda pública cumple el rol de totalización de la esfera pública en tanto, por un lado, restringe la visibilidad de los asuntos susceptibles de debate público a un conjunto limitado, filtrado por el proceso de tematización, mientras que, por otro, el mismo proceso implica la emergencia de antagonismos y la identificación de los actores con determinadas definiciones de los problemas públicos. La agenda pública es, al mismo tiempo, el resultado de un proceso político de selección y definición, y la arena donde se desarrolla dicho proceso, el terreno donde luchan actores políticos y sociales con pretensiones de representar a la sociedad en su conjunto. A través del proceso por el cual los actores convergen en tematizar determinados problemas y pugnan por establecer sus definiciones particulares, los temas se vacían progresivamente de significado, ensanchando sus horizontes semánticos más allá de las reivindicaciones o reclamos que los instalaron en un primer momento. En los términos de la teoría laclauniana, al convertirse en objeto de lucha hegemónica los problemas públicos devienen en significantes flotantes. Como hemos señalado, el proceso de tematización instala sus propias arenas de disputa política. Denominamos esfera pública a la simplificación que resulta de la superposición de esta pluralidad de arenas. A través de dicha superposición se produce una disputa por el cierre o la apertura del espacio de debate: mientras que aquellos actores con mayor capital político intentan cerrar la disputa sobre sus enunciadores autorizados (“propietarios” del tema), existe una recurrente presión a la apertura del proceso de tematización por parte de colectivos circunstanciales formados en la sociedad civil. En este proceso se pone en juego, al mismo tiempo, la definición del contexto sociopolítico en un determinado período y la conformación de los actores que intervienen en él. En el siguiente apartado desarrollaremos esta propuesta. 255 Sebastián Mauro Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 2 La constitución de las identidades políticas en la esfera pública Gerardo Aboy Carlés ha propuesto una definición de la noción de identidad política que articula un conjunto de categorías provenientes de diferentes tradiciones teóricas. . . . podríamos definir a la identidad política como el conjunto de prácticas sedimentadas, configuradoras de sentido, que establecen, a través de un mismo proceso de diferenciación externa y homogeneización interna, solidaridades estables, capaces de definir, a través de unidades de nominación, orientaciones gregarias de la acción en relación con la definición de asuntos públicos (Aboy Carlés 2001, 54). Tomaremos esta definición como propia, y, a partir de ella, estableceremos la relación entre los procesos de construcción de identidades políticas y de tematización de los problemas públicos. 2.1 La identidad como conjunto de prácticas sedimentadas La definición propuesta sitúa el estudio de las identidades políticas en un horizonte constructivista, opuesto a las corrientes teóricas que entienden a los sujetos políticos como entidades unitarias, dotadas de intereses, estrategias o funciones preexistentes al proceso político. A la inversa de estas últimas posiciones, sostenemos que es la acción en común la que instituye un “nosotros”, que se revela como su agente y responde por su significado. En este sentido, toda subjetividad política es, antes que su origen o causa, el efecto retroactivo de la acción, es el sedimento de su performatividad. Esta concepción de las identidades políticas rescata su carácter discursivo, cuestionando la distinción entre discurso y materialidad, tal como lo ha tematizado una variada literatura teórica (Rorty 1983; Laclau y Mouffe 2003). Como han sostenido tanto el pensamiento fenomenológico como estructuralista, ningún objeto se constituye como tal al margen de una superficie discursiva de emergencia, lo que ha conducido a diversos autores (desde Laclau 2005 hasta Ricoeur 1995) a afirmar el lugar de la retórica como terreno primario de constitución de lo social. Del mismo modo, como ha afirmado una larga tradición iniciada por Althusser4 , la construcción discursiva de una identidad no se produce exclusivamente en un plano “ideal” de las representaciones, sino que se sostiene en un conjunto de dispositivos, rituales y prácticas, tan simbólicas como materiales. Desde esta perspectiva, consideramos improcedente la distinción entre prácticas discursivas y no discursivas. Siguiendo la línea desarrollada por Wittgenstein5, entendemos que toda práctica involucra una dimensión discursiva, del mismo modo que todo discurso es en sí mismo una práctica. Toda práctica social (lingüística o extralingüística) está sujeta a condiciones de felicidad ilocucionaria y depende del reconocimiento del sentido de la acción por parte de otros. En lo que hace a la sedimentación de prácticas en identidades colectivas, “felicidad ilocucionaria” implica la emergencia de un sujeto colectivo como agente y responsable de las prácticas (Naisthat 4 Cf. 5 Cf. Althusser, 1988; Pêcheux, 2004; Zizek, 2003. Wittgenstein, 1988; Austin, 1998; Searle, 1980. 256 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Sebastián Mauro 2002). Como veremos más adelante, dicho reconocimiento involucra una dimensión conflictiva y agonal, específica de lo político. El primer efecto de la acción colectiva es, entonces, la institución de vínculos entre los partícipes y su cristalización en un espacio solidario. Más allá de la cooperación y coordinación entre una multitud de subgrupos, la sedimentación de las prácticas en “unidades de nominación” implica la constitución de una singularidad política6 , a la que hemos caracterizado según la primera persona del plural: “nosotros”. Este proceso está habitado por una tensión interna entre sedimentación y reactivación. Toda identidad es el resultado de un proceso de construcción identitaria (al que denominaremos proceso de identificación7 ), que ha subvertido las posiciones sociales y los significados que configuraban el campo político preexistente: la construcción de una identidad implica una subversión del campo cristalizado previamente, resignificando las prácticas, los valores y los rituales existentes8 . Pero, al mismo tiempo, toda identidad política se cristaliza por la sedimentación de dicho proceso de identificación en un conjunto de prácticas, valores y rituales, cuyos significados instituidos se convierten progresivamente en sentidos literales. Sin la (parcial y precaria) estabilización de estas prácticas sería imposible traducir el proceso de articulación (que define a todo colectivo) en un espacio solidario delimitado. La naturaleza de los lazos que se tejen entre los actores para instituir una subjetividad política es, antes que instrumental o funcional, afectiva (Laclau 2005). En este sentido, describiremos el doble proceso que Aboy Carlés denomina de “homogeneización interna y diferenciación externa” como la relación de mutua necesidad y subversión entre dos operaciones de investidura, a las que llamaremos identificación y diferenciación 9 . Ambos procesos se caracterizan por la transformación de ciertos objetos (posiciones sociales, valores, rituales, etc.) como representantes de espacios excluyentes, operando una simplificación de lo múltiple social que permite su aprehensión y construcción colectiva. 6 Ernesto Laclau (2005) entiende que la institución de una subjetividad política depende de la producción social del nombre: es el nombre el que otorga entidad a su referente, lo que en nuestro planteo significa que es el nombre lo que determina el paso de un agrupamiento circunstancial a la singularidad de un sujeto colectivo. Hemos desarrollado en otro lugar (Mauro, 2010b), que esta perspectiva se basa en una caracterización particular de la noción de discurso, a la que creemos necesario incorporar una dimensión hermenéutica. En este sentido, Ricoeur propone trascender la escala del “nombre” para pasar a la del “relato”: “Decir la identidad de un individuo o de una comunidad es responder a la pregunta: ‘¿quién ha hecho esta acción?’, ‘¿quién es su agente, su autor?’ Hemos respondido a esta pregunta nombrando a alguien, designándolo con su nombre propio. Pero, ¿cuál es el soporte de la permanencia del nombre propio? ¿Qué justifica que se tenga al sujeto de la acción, así designado por su nombre, como el mismo a lo largo de una vida que se extiende desde el nacimiento hasta la muerte? La respuesta sólo puede ser narrativa” (Ricoeur, 1995: 997). 7 En este punto nos separamos de la noción de acto de identificación (Laclau & Zac, 1994), por considerar la categoría “acto” como síntoma de una dicotomía excesivamente esquemática entre sedimentación y reactivación. Cf. Mauro, 2010b. 8 En este sentido, nuevamente Laclau y Ricoeur convergen. Al afirmar el carácter retórico de la construcción de una identidad, ambos autores entienden que dicho proceso requiere de un quiebre del uso literal del lenguaje natural, que sólo puede producirse a partir de un uso metafórico, impertinente y subversivo. Cf. Mauro, 2010a. 9 Para evitar confusión con la acepción funcionalista del término, sería pertinente hablar de alterización. Sin embargo, dado el uso hecho por el propio Aboy Carlés y otros autores (como Mouffe, 2007) en la definición de identidad política, y el uso corriente de la expresión “diferenciarse” para aludir a la instalación de oposiciones políticas, mantendremos el término diferenciación para referirnos a la producción de antagonismos. 257 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Sebastián Mauro 2.2 Representación y antagonismo como formas de identificación y diferenciación Si consideramos a las identidades políticas como construcciones sociales contingentes, nos enfrentamos al problema de determinar de qué modo un espacio solidario es delimitado. En efecto, si partimos del hipotético no-lugar de lo múltiple social10 , la primera condición de la inteligibilidad del campo político es su simplificación, a través de la instalación de una frontera entre aquello que pertenece a determinado espacio solidario y aquello que no. Según Ernesto Laclau, la delimitación del espacio solidario se instituye en forma relacional, a partir de la exclusión radical de una posición social particular, que es investida como representante de un “otro” definido en términos puramente negativos, como amenaza u obstáculo a la realización plena del “nosotros” (Laclau 1990). Esta constitución de una identidad por exclusión de la alteridad ha sido definida por Laclau y Mouffe (2003) bajo la noción de antagonismo. En su condición de amenazados por la figura del “otro”, las heterogéneas posiciones sociales articuladas pasan a reconocerse como equivalentes entre sí, subordinando sus diferencias como particularidades frente a la pertenencia común a una singularidad política delimitada por el conflicto. Paradójicamente, la figura de la amenaza funciona, al mismo tiempo, como condición de posibilidad y de imposibilidad de la identidad. De posibilidad, porque la identidad sólo puede constituirse como un espacio solidario relativamente delimitado (suturado) en tanto existe una alteridad que amenaza su realización plena. De imposibilidad, porque dicha amenaza constituye un obstáculo para alcanzar la plenitud de los valores y rituales con los que se identifica el grupo. De esta tensión, por la cual Laclau afirma que toda identidad es un objeto al mismo tiempo imposible y necesario, se infiere que la plenitud del colectivo no es otra cosa que una imagen mítica. Es decir, un vacío del ser que cobra existencia precisamente por la contradictoria condición de estar ausente. Dicha ausencia moviliza a las posiciones internas del colectivo hacia la formación de una subjetividad común, en tanto éstas asumen (y forman su identidad a partir de) la imagen inalcanzable de la plenitud del espacio solidario. En este proceso consiste la segunda operación de investidura que hemos mencionado, la identificación, que es constitutiva del vínculo de representación política11 . Del mismo modo que afirmamos que todo sujeto es el efecto de su propia acción, sostenemos que la existencia de una entidad representable es un producto del propio vínculo representativo. Aquello que es representado se instituye como identidad en el mismo movimiento en el que se inviste a un representante. La mediación entre lo múltiple social y la unidad del colectivo es eminentemente afectiva, en tanto requiere de la iden10 La simplificación de la heterogeneidad de lo social es la primera condición del sentido mismo, por lo que la pretensión de tratar “lo múltiple social” como un objeto accesible a la experiencia no es pertinente. Apelaremos, sin embargo, a esta imagen, como “lo otro” del orden de la experiencia, siempre latente como un exceso que se resiste a ser integrado al campo simbólico. Authier-Revuz (1984) sistematiza esta perspectiva articulando una serie de teorías bajo la noción de heterogeneidad constitutiva. 11 Carl Schmitt (1982) ha diferenciado las nociones de identidad y representación, como categorías formales y opuestas: la primera se referiría a una presencia inmediata del sujeto colectivo, mientras que la segunda se caracteriza por una distancia entre el representante y aquello representado, es decir, por la diferencia entre ambas instancias. En el mismo sentido, Novaro (2000: 215-219) acusa a Laclau de confundir ambos principios. Desde nuestra perspectiva, el propio proceso de identificación requiere de una diferencia, no sólo en el sentido de un principio opuesto con el que entra en tensión, sino como una condición interna, en tanto que la imagen asumida por un colectivo para formarse es siempre la de una exterioridad. 258 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Sebastián Mauro tificación de los actores sociales con una imagen del grupo (Laclau 2005). Una multitud de posiciones sociales, heterogéneas entre sí, puede reconocerse como un actor colectivo, al asumir una imagen unitaria del grupo, cristalizada en valores y rituales. Los valores y rituales que representan la plenitud del espacio solidario no forman un conjunto de contenidos objetivos, acordados en un proceso deliberativo, sino que son formas parcialmente vacías de significado que dan identidad al grupo de manera elusiva y ambigua, por un proceso de condensación de todas aquellas particularidades internas al espacio solidario, en última instancia inconmensurables entre sí. En este sentido, la representación no consiste en la agregación de particularidades, sino en la transformación de éstas al ponerlas en equivalencia en el marco de una subjetividad –un “nosotros”. Laclau (1990) ha denominado a estas entidades significantes vacíos. Según el autor argentino, la representación sólo puede realizarse mediante la investidura de un objeto particular (es decir, de una de las posiciones sociales internas al espacio solidario), que se vacía progresivamente de su significado específico para asumir la imagen de la plenitud mítica de la identidad colectiva. Dado que la plenitud es precisamente un mito, un objeto ausente e imposible, se produce una distancia inconmensurable entre la función de representación política y las capacidades representativas de la particularidad que asume dicha función. En consecuencia, el vaciamiento del significado particular de los rituales y valores representativos nunca es completo, es decir, siempre permanece una huella de particularidad e historicidad en aquello que pretende representar la plenitud del colectivo. En este sentido, no es indiferente qué posición particular asume el rol de representación, en tanto será ella quien fije un sentido político específico al lazo solidario –es decir, a las prácticas, valores y símbolos con los que se identifica el colectivo. Es por ello que en torno del proceso de investidura se produce una disputa hegemónica. El argumento que he desarrollado es que, en este punto, existe la posibilidad de que una diferencia, sin dejar de ser “particular”, asuma la representación de una totalidad inconmensurable. De esta manera, su cuerpo está dividido entre la particularidad que ella aún es y la significación más universal de la que es portadora. Esta operación por la que una particularidad asume una significación universal inconmensurable consigo misma es lo que denominamos hegemonía (Laclau 2005, 95). La construcción del espacio solidario se caracteriza por una permanente pugna entre sus elementos internos por asumir el rol de representación, en tanto es a través de dicho proceso que los actores pueden direccionar el significado de la acción colectiva. Como señalamos anteriormente, la unidad y plenitud del grupo son, en este sentido, míticas: las apelaciones a dichas imágenes son intentos de borrar las huellas de contingencia y conflictividad que atraviesan al espacio solidario y le son inherentes. Ello implica, en los términos de la teoría laclauniana, fijar el sentido de las prácticas, rituales y valores que circulan en una sociedad en un contexto determinado. En la medida en que dicha operación hegemónica siempre es precaria e incompleta, numerosos valores, prácticas y significantes políticos permanecen “flotantes”: su sentido es polisémico y se encuentran disponibles para ser articulados en cadenas equivalenciales alternativas. 259 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Sebastián Mauro En lo expuesto hay, sin embargo, un supuesto simplificante que ahora debemos eliminar. . . que la frontera [entre las identidades] se mantiene siempre igual, sin desplazamientos. . . ¿qué ocurre si la frontera dicotómica, sin desaparecer, se desdibuja. . . ? En ese caso, las mismas demandas democráticas reciben la presión estructural de proyectos hegemónicos rivales. . . su sentido permanece indeciso entre fronteras equivalenciales alternativas. A los significantes cuyo sentido está “suspendido” de este modo los denominaremos significantes flotantes (Laclau 2005, 164-165). En este sentido, los polos de un antagonismo convergen en la investidura de significantes flotantes, que se convierten en objetos de la lucha hegemónica. Mientras mayor sea la flotación, mayor será la indecidibilidad del campo político entre sus múltiples alternativas (es decir, entre las múltiples identidades que luchan por articular rituales, prácticas y símbolos valorados por el resto de los colectivos sociales). Términos como democracia, libertad o igualdad suelen funcionar como significantes flotantes, en tanto los actores compiten por asignarles sentidos alternativos (todos ellos igualmente metafóricos, es decir, impertinentes en el marco de otros discursos), y sólo circunstancialmente convergen en torno de algún significado literal. 2.3 La referencia a los asuntos públicos y el desdoblamiento de la alteridad Entendemos, entonces, que toda identidad política se constituye a partir de una simplificación de lo múltiple social por dos operaciones: de exclusión de una alteridad entendida como antagónica y de puesta en equivalencia de un conjunto de posiciones heterogéneas a partir de la asunción de la imagen unitaria que representa al colectivo. Como hemos señalado hacia el final del apartado anterior, ambas operaciones son precarias y se subvierten mutuamente, en tanto la propia interioridad del espacio solidario requiere para existir de la exterioridad que pretende excluir. Es por ello que hemos señalado que toda identidad es un objeto al mismo tiempo imposible y necesario. Este planteo adolece de una simplificación de la noción de alteridad, que exige una revisión. El estudio empírico de los modos de subjetivación política en las sociedades contemporáneas, tal como lo hemos señalado en el primer apartado, demuestra que asistimos a una contaminación y superposición permanente de los clivajes políticos, que instituyen múltiples pertenencias simultáneas sin que ninguna sobredetermine a las otras. Este fenómeno, al que nos hemos referido como “balcanización identitaria”, ha sido el marco en el que Laclau articuló su proyecto teórico en los años ‘80 (Laclau & Mouffe 2003). Sin embargo, la teoría laclauniana ha persistido en privilegiar el modelo de división dicotómica del campo político en cadenas equivalenciales paratácticas como la forma general de la política12 , obstruyendo la visibilidad de otras dimensiones de la constitución de las identidades políticas y restando importancia a la emergencia de 12 Ha sido Chantal Mouffe quien ha privilegiado una línea de investigación alternativa, iniciada en el proyecto de “democracia radicalizada y plural” (Laclau & Mouffe, 2003) y continuada en el uso de la noción de agonismo como forma de lidiar con las contradicciones entre liberalismo y democracia sin anularlas (Mouffe 1999; 2003). El agonismo aparece como una forma específica de antagonismo que reconoce la existencia de un espacio común a los contendientes, sin reducir el conflicto político a un intercambio racional (argumentativo o estratégico) mediado por reglas neutrales (Mouffe 2007). El argumento es atractivo, pero la autora belga lo ha desplazado progresivamente de la fundamentación teórica (considerándola una categoría para analizar las sociedades democráticas) al proyecto político (tomándola como un programa de renovación de la izquierda). 260 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Sebastián Mauro conflictos locales13 . Estas debilidades obligan a complejizar la noción de alteridad y su función en la construcción de las identidades políticas. A estos efectos retomaremos brevemente los planteos de autores inscriptos en una tradición ético-política, que han privilegiado la conformación de un espacio público como principio organizador de la política moderna. Como Laclau, Paul Ricoeur (1996) ha acuñado una concepción relacional de las identidades políticas, según la cual todo colectivo requiere de la presencia de una alteridad para constituirse. Pero, a diferencia del autor argentino, no define a la alteridad como una amenaza que sirve a la homogeneización del “nosotros”: su función es la de un público ante el cual el “nosotros” se hace presente, asumiendo la responsabilidad del sentido de las prácticas colectivas. Es a partir de esta toma de responsabilidad ante otros que se produce el pasaje de una multitud a un sujeto colectivo, representado en la persona gramatical “nosotros”. Este pasaje está sujeto a condiciones de felicidad ilocucionaria, es decir, al reconocimiento del público de que el agente de las prácticas es efectivamente un sujeto colectivo. En este sentido, el proceso de constitución de una identidad es el de una autoinstitución performativa, pero que requiere no sólo de un “otro” frente al cual constituirse, sino también de una tercera entidad frente a la cual poner en escena la acción colectiva. En la línea ético-política que desarrolla Ricoeur –en línea con corrientes teóricas tan disímiles como las de John Austin o Hannah Arendt–, el modelo paradigmático de este proceso de constitución identitaria es el acto de habla correspondiente a la promesa14 . Hay aquí una respuesta muy fuerte a la paradoja de la promesa; a saber, que el principio de fidelidad en virtud del cual hay que cumplir las promesas, no deriva de la promesa misma. Para ello hay que tomar en cuenta la dimensión pública de la promesa, la cual supone a su vez un espacio público; lo cual hace que la promesa sea una realidad no solamente dual sino triangular. . . En este triángulo de la promesa queda asegurada la ipseidad, no sólo por su relación con el polo alocutorio tú sino también por el polo de la equidad, que marca el lugar del tercero (Ricoeur 1987, 90). Si incorporamos estos elementos a nuestra definición de las identidades políticas, podemos comprender acabadamente a qué nos referimos cuando citamos la afirmación 13 Respecto del modelo de división dicotómica del campo político, la teoría laclauniana en los ’80 postulaba: “. . . Porque si una lucha democrática no divide el espacio político en dos campos, en dos series paratácticas de equivalencias, esto significa que el antagonismo democrático ocuparía una ubicación precisa en un sistema de relaciones con otros elementos. . . De ahí hay un solo paso a afirmar que las luchas democráticas –el feminismo, el antirracismo, el movimiento gay, etc.– son luchas secundarias, y que sólo es realmente radical la lucha por la ‘toma del poder’ en el sentido clásico, que supone, precisamente, la división del espacio comunitario en dos campos. La dificultad procede, sin embargo, de que en nuestro análisis hemos mantenido en estado de indefinición esta noción de ‘espacio político’, y de esta manera, subrepticiamente, hemos terminado por hacerla coincidir con la formación social empíricamente dada. Pero esta identificación es, desde luego, ilegítima” (Laclau y Mouffe 2003, 89). Veinte años después, el argumento era el inverso: “En tipos de discursos más institucionalizados (dominados por la lógica de la diferencia), la cadena equivalencial se reduce al mínimo, mientras que su extensión será máxima en los discursos de ruptura que tienden a dividir lo social en dos campos... En cualquier caso, lo que es importante destacar es que no estamos tratando con dos tipos diferentes de política: sólo el segundo es político; el otro implica simplemente la muerte de la política y su reabsorción por las formas sedimentadas de lo social” (Laclau 2005, 195). 14 “La promesa desempeña aquí un papel paradigmático; pero para que la misma sea posible es necesario una realidad ‘triangular’, que agrega a la díada del hablante y del oyente el espacio público en el que la regla performativa puede existir como tal.” (Naishtat 2002, 378) 261 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Sebastián Mauro de Aboy Carlés de que toda identidad instituye orientaciones colectivas de la acción en relación a asuntos públicos. El uso del término “público”, ajeno al universo semántico laclauniano (que recurre, en cambio, al uso de la noción “espacio comunitario”, que excluye el elemento de pluarlidad15 ), incorpora una tercera figura a la díada interioridadexterioridad (análoga a la díada amigo-enemigo), asociada a un espacio común a priori no articulado a ninguna de las identidades existentes16 . Anexar esta figura del “tercero no implicado” nos permite comprender la emergencia de conflictos locales, que no dicotomizan el espacio comunitario, sino que se superponen, articulan y oponen con otras solidaridades en un espacio complejo, en el cual se juega la hegemonía. Y, por otro lado, entender la figura de la terceridad desde la perspectiva de la hegemonía nos permite complejizar la perspectiva ético-política desarrollada por Ricoeur, que obtura la problematización del conflicto político, constitutivo de la formación de todo espacio solidario. El recurso a la figura de un tercero no implicado en el antagonismo también nos permite volver más productivo el argumento laclauniano sobre la flotación del significante. La existencia de rituales y símbolos polisémicos, valorados por diferentes actores pero no completamente apropiados por ninguno, garantiza la existencia de un espacio en el que coexisten múltiples posiciones que, aunque son inconmensurables entre sí, convergen en la disputa por los mismos objetos. Estas posiciones funcionan como público ante el cual las intervenciones hegemónicas se ponen en escena17 . La autoinstitución de los sujetos políticos en esta puesta en escena implica el intento de generalización de sus posiciones particulares con el objetivo de articular a otros actores no implicados. A su vez, estos actores que ocupan el lugar del tercero realizan sus propias apuestas discursivas, reinterpretando las prácticas del resto de los sujetos y desplazando las fronteras entre las posiciones sociales. En función de este argumento, según el cual hemos vinculado la construcción de identidades políticas con la lucha hegemónica por la definición de los asuntos públicos (es decir, por la imposición de perspectivas particulares sobre aquellas prácticas, 15 “El espacio es público cuando no es más común, cuando no se da más en una comunidad tendencialmente próxima. . . como eso que se extiende entre, como eso que, como dijo Hannah Arendt, inter homines est, eso que separa a los individuos, los mantiene en una exterioridad los unos a los otros y en una exterioridad de cada uno al conjunto. . . De cierta manera, eso que hay en común en el espacio público es la dimensión intervalar en la cual nos volvemos los unos a los otros y, por tanto, a nosotros mismos” (Tassin 1991 33, traducción propia). 16 La necesidad de este espacio común y plural para la emergencia de lo político ha sido formulada por Hannah Arendt (2001) y Claude Lefort (1990). También ha sido tematizada por un autor cercano a la teoría laclauniana, Jacques Rancière. Compartiendo el piso común de definir a lo político como la dimensión conflictiva, constitutiva de lo social, Rancière ha desplazado la noción de antagonismo para introducir la de litigio, que implica la construcción de escenarios comunes donde el conflicto polítco puede ser “mostrado” y “puesto en escena”: “Hay política porque quienes no tienen derecho a ser contados como seres parlantes se hacen contar entre éstos e instituyen una comunidad por el hecho de poner en común la distorsión, que no es otra cosa que el enfrentamiento mismo, la contradicción de dos mundos alojados en uno solo: el mundo en que son y aquel en que no son, el mundo donde hay algo ‘entre’ ellos y quienes no los conocen como seres parlantes. . . ” (Rancière 1996, 42). “En toda discusión social donda hay efectivamente algo que discutir, está implicada esta estructura, en la que el lugar, el objeto y los sujetos mismos de la discusón están en litigio y en primer lugar tienen que ser probados. Antes de toda confrontación de intereses y valores. . . está el litigio acerca de la existencia del litigio y de las partes que se enfrentan en él. . . La afirmación de un mundo común se realiza así en una puesta en escena paradójica que reúne a la comunidad y la no comunidad. Y una conjunción tal siempre es muestra de la paradoja y el escándalo que trastoca las situaciones legítimas de comunicación. . . ” (íbid. 75). 17 “Se trata de interpretar, en el sentido teatral de la palabra, la distancia entre un lugar donde existe el demos y otro donde no existe, donde no hay más que poblaciones. . . La política consiste en interpretar esa relación, es decir, construir en primer lugar su dramaturgia, inventar el argumento en el doble sentido, lógico y dramatúrgico, del térmnio, que pone en relación lo que no la tiene” (Rancière 1996, 115). 262 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Sebastián Mauro rituales y símbolos valorados por la comunidad en su conjunto en función de su carácter polisémico), en el apartado siguiente trataremos la literatura específica sobre la sociología de los problemas públicos. Demostraremos cómo esta literatura puede ser articulada con nuestra concepción de las identidades políticas, a fin de construir el marco teórico para abordar los procesos de identificación política en la dinámica política contemporánea. 3 La agenda pública como arena de procesos de identificación En el presente apartado recuperaremos algunos argumentos de la sociología de los problemas públicos, con el objetivo de ofrecer una definición de la noción de agenda pública que recupere la dimensión hegemónica del proceso de tematización y su vínculo con la construcción de identidades colectivas. 3.1 Problemas sociales y arenas públicas En sintonía con la definición constructivista de las identidades políticas que hemos desarrollado, las principales corrientes de la sociología de los problemas públicos18 se han concentrado en el proceso de movilización social y de selección de temas como un fenómeno social independiente de su correspondencia con el contexto social objetivo. En este sentido, una situación determinada puede devenir en un problema sólo cuando en torno a ella se desarrolla un proceso de producción discursiva en la esfera pública. Los problemas sociales no son el resultado de una disfunción intrínseca de una sociedad, sino el resultado de un proceso de definición por el cual una condición dada es elegida e identificada como un problema social. Un problema social no existe para una sociedad a menos que sea reconocida su existencia por dicha sociedad. De no ser consciente de un problema social, una sociedad no lo percibe, aborda, debate o hace nada al respecto (Blumer 1971, 299, traducción nuestra). Esta perspectiva define como su objeto de estudio al proceso de definición del problema, y la determinación de una trayectoria típica o “historia natural” deviene su principal problema teórico. La literatura ha propuesto múltiples modelos de etapas típicas que atraviesa el proceso de tematización19 , desde la formulación del problema por parte de grupos sociales que se autodefinen como damnificados o víctimas, hasta su 18 Nos referimos a los estudios que discutieron la perspectiva objetivista de los problemas sociales, enunciada por el funcionalismo. A los tempranos aportes de la escuela de conflicto de valores (Fuller & Myers 1941), se sumaron los estudios sobre construcción de la agenda gubernamental (Cobb & Elder 1972) y sobre la función de los medios de comunicación de masas en el proceso de selección de temas (McCombs & Shaw 1972). En torno de estas cuestiones, y en el marco de revistas especializadas, se institucionalizó una literatura sobre los procesos de formulación, selección y reconocimiento de los problemas sociales en diferentes arenas públicas (Becker, 1966; Blumer, 1971; Gusfield, 1981; Hilgartner & Bosk 1988; Kitsuse & Spector 1973; Loseke 2000). Estas corrientes, en su mayoría tributarias del interaccionismo simbólico, fueron retomadas en los últimos años por vertientes pragmatistas de la sociología francesa (Boltanski 1990; Cefaï 1996; Quéré 1994). 19 “Para presentar el surgimiento, la carrera y el destino de los problemas sociales en un proceso de definición colectiva es necesario un análisis del curso de este proceso. Encuentro que el proceso pasa a través de cinco etapas. Voy a denominarlas: (1) la aparición de un problema social, (2) la legitimación del problema, (3) la movilización de acción con respecto del problema, (4) la formación de un plan oficial de acción y (5) la transformación del plan oficial en su aplicación empírica” (Blumer 1971: 304, traducción propia). Otros estudios (por ejemplo Cefaï 1996) complejizan estas etapas, especialmente las referentes a la legitimación del problema y a las disputas en torno a la implementación de la acción estatal. 263 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Sebastián Mauro “resolución” por la intervención de instancias estatales20 . No es nuestro interés discutir la pertinencia de dichos modelos –aunque coincidimos con Lorenc Valcarce (2005) en considerar estas etapas como dimensiones desordenadas y superpuestas antes que como fases lógica o cronológicamente sucesivas–, sino rescatar algunas de las categorías que nos permitirán definir la noción de agenda pública. La literatura destaca que la trayectoria típica de la tematización de un problema suele requerir: (a) de un primer proceso de movilización social –que postule una definición del problema articulando una demanda a través de diferentes formas de acción colectiva–, (b) del reconocimiento de la demanda por parte de diversas arenas públicas21 –donde la definición del problema instala conflictos en torno a la legitimidad o eficacia de valores, prácticas o normas; en un sentido general que excede los intereses particulares de los damnificados– y (c) de la intervención de agencias estatales –que ofrecen diferentes tipos de tratamiento, contribuyendo a la estabilización de ciertos sentidos del problema así como a la institucionalización de los actores que lo tematizaron. Estas cuestiones nos conducen a plantear tres argumentos. En primer lugar, la tematización de los asuntos públicos es, tal como habíamos concluido en el apartado anterior, un proceso de disputa hegemónica. Y ello en dos sentidos diferentes22 . Por un lado, la enunciación de un problema social implica una evaluación negativa respecto de una situación particular vigente, lo que instala un antagonismo entre aquellos que se identifican como damnificados por la situación y aquellos identificados como responsables –ello en un doble sentido: como causantes de la situación o como responsables políticos de su resolución23 . Dado que este proceso de simultánea identificación (en tanto damnificados) y diferenciación (respecto de los responsables de una situación interpretada como injusta) se juega en un espacio público más amplio que el de los antagonistas, los denunciantes del problema deben ensayar estrategias de generalización de su discurso (Boltanski 1990). En un proceso que entendemos como lucha hegemónica, los denunciantes presentan la situación denunciada como problemática no en términos privados, sino públicos24 : no como inconveniente o insatisfactoria para sus propósitos particulares, sino como injusta, y, por ello, contraria a la organización de la comunidad. Ello conduce a la puesta en escena de un conjunto 20 “Por ‘resolución’ de una cuestión entendemos su desaparición como tal, sin implicar que ello haya ocurrido porque haya sido ‘solucionada’ en sentido sustantivo alguno. También puede ser resuelta porque otros problemas más visibles han monopolizado la atención de las partes anteriormente interesadas en aquélla, o porque se ha concluido que nada puede hacerse con ella. . . ” (Oszlak & O´Donnell 1976, 18). 21 “Una arena pública puede pensarse como un lugar de debate, polémica o controversia, de testimonio, de experiencia y de deliberación donde poco a poco emergen problemas públicos” (Cefaï 1996, 10, traducción propia). 22 “La estructura de los problemas públicos es la de una arena de conflicto en la cual un conjunto de grupos e instituciones, generalmente incluyendo agencias gubernamentales, compite y lucha sobre la propiedad y la desapropiación, la aceptabilidad de teorías causales y la fijación de responsabilidades” (Gusfield 1981, 15, traducción propia). 23 “[T]enemos que añadir otros dos conceptos: responsabilidad causal y responsabilidad política. . . .El primer uso apunta a una explicación causal de eventos. El segundo busca a la persona o la agencia encargada de controlar una situación o resolver un problema. En mi uso la agencia o persona responsable es la encargada de resolver el problema, susceptible de recompensa o de castigo por no hacerlo” (Gusfield 1981, 13, traducción propia). 24 “Es útil distinguir los problemas públicos de los privados. Es por ello que prefiero los términos ‘problemas públicos’ que de ‘problemas sociales’. Todos los problemas sociales no necesariamente devienen públicos. No se convierten en materia de conflicto o controversia en las arenas de acción pública. No concretan en organismos para asegurar o en movimientos para trabajar para su resolución. Qué situaciones deben ser problemas públicos es en sí mismo una cuestión fundamental” (Gusfield 1981, 5, traducción propia). 264 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Sebastián Mauro de repertorios de acción vinculados a las gramáticas de lo público (Cefaï 1996), en el marco de un segundo proceso de disputa hegemónica. La generalización 25 de una demanda requiere de condiciones de felicidad ilocucionaria en algún tipo de arena pública, es decir, requiere del reconocimiento de instancias más generales de debate político. El ordenamiento de los temas en un conjunto finito y jerarquizado según el grado de atención pública que reciben, exige que los grupos sociales luchen por imponer el tratamiento de sus problemas, en detrimento de otros. La disputa por la instalación de un problema, así como por alcanzar el estatuto de enunciador privilegiado (propietario) sobre su definición, constituyen un objeto de la lucha hegemónica. El concepto de ‘propiedad de problemas públicos’ se deriva del reconocimiento que en las arenas de la opinión pública y debate todos los grupos no tienen igual poder, influencia y autoridad para definir la realidad del problema. La capacidad para crear e influir en la definición pública de un problema es lo que refiero como ‘propiedad’ (Gusfield 1981, 10, traducción propia). Los estudios tradicionales sobre agenda-building entienden esta disputa en los términos de una concurrencia económica: la atención pública es un bien escaso y los grupos sociales compiten por ella (Hilgartner & Bosk 1988). Desde nuestra perspectiva, esta concepción requiere ser conceptualizada en términos de hegemonía. En este sentido, los actores políticos juegan su identidad en la diferenciación política construida en torno de los problemas públicos, por lo cual no sólo se produce una disputa por instalar un tema en detrimento de otros, sino por imponer una determinada definición de la cuestión, que delimite una frontera política en lugar de otras alternativas. Ello involucra la dimensión identitaria de los colectivos en disputa y del propio sentido de aquello que es público. Como analizamos en el tratamiento de la noción de significante flotante, en este proceso de disputa por la agenda pública está en juego el sentido mismo del lazo solidario. El segundo argumento que debemos tener en cuenta atiende al proceso de generalización25 de las demandas y al reconocimiento de ellas en las arenas públicas, lo que nos obliga a retomar nuestra concepción de la esfera pública, con la que concluimos el apartado anterior. En sintonía con los planteos que rescatamos del trabajo de Paul Ricoeur, los estudios sobre los procesos de tematización distinguen la noción de público de dos reducciones. La primera es, tal como afirmamos cuando criticamos el planteo laclauniano, la del espacio comunitario. En lugar de ser un espacio cerrado sobre sí mismo, un espacio donde la pluralidad se funde en una única singularidad, la esfera pública mantiene un juego de vínculo y distancia entre los partícipes (Arendt 2001; Tassin 1991), que le permite funcionar como un espacio en permanente autoconstitución, abierto a posiciones reflexivas. Como afirma Louis Quéré (1995), lo público es una categoría de la terceridad: es una construcción simbólica a la cual apelan los actores sociales (reconstruyendo una gramática que diferencia público y privado) para poner en escena los conflictos políticos. Lo público existe, en el sentido en que nos referimos más arriba, como el espacio de la flotación de los significantes, en tanto opera como el 25 También denominado con el neologismo publicitación (publicisation), es decir, “devenir público”. 265 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Sebastián Mauro horizonte al que se refiere toda acción política, pero, en última instancia, su sentido no puede ser fijado por ningún actor26 . Ello no significa adherir a la otra reducción de lo público, sostenida por Jürgen Habermas (1978), que lo asocia al ideal regulativo de la comunicación universal racional. Y ello por varias razones. En primer lugar, porque la figura de lo público es siempre situada histórica y culturalmente: como vocabulario inserto en un juego de lenguaje, la apelación a lo público depende de la vigencia de ciertos valores y creencias, especialmente asociados a las tradiciones políticas modernas (democrática, republicana o liberal). En segundo lugar, porque esta concepción de lo público rescata su carácter pluralista y agonista: lo público se caracteriza por la proliferación de posiciones indecidibles, cuya resolución no es objeto de criterios racionales de argumentación sino de decisiones políticas, materializadas en criterios históricos y particulares de argumentación y polémica27 . Finalmente, la tercera cuestión que queremos destacar es el uso del plural que hace la literatura para referirse a las arenas públicas. En sintonía con otra línea de críticas a la concepción habermasiana de la esfera pública (Fraser 1992), la literatura entiende que la tematización de los problemas públicos se juega en una pluralidad de esferas de interacción, cuyas lógicas son irreductibles entre sí. Aunque coincidimos en este punto, nuestro interés por desarrollar una perspectiva que contemple la dimensión identitaria (necesariamente hegemónica) de los procesos de tematización nos conduce a pensar las formas de convergencia o superposición de esta multiplicidad de esferas. Entendemos que tanto el dominio del lenguaje natural como la convergencia en la investidura de ciertos temas como principios de lectura de la realidad permiten configurar un marco de interacciones entre una pluralidad de actores que intervienen en arenas heterogéneas pero superpuestas. Denominamos esfera pública a la simplificación de la disputa hegemónica por la superposición de arenas públicas, capaz de articular el entramado de la vida cotidiana con el sistema político28 . Como destaca la literatura, cada una de estas arenas, así como el espacio que emerge de su superposición, están atravesadas por relaciones de poder, y condiciones desiguales de acceso. 3.2 La disputa por el cierre de las arenas en el proceso de tematización Dominique Wolton ha construido perspectiva sobre la esfera pública que diera cuenta de su pluralismo y heterogeneidad, en términos análogos a los que hemos desarrollado. Aunque, a diferencia de nuestro planteo, Wolton suscribe a la definición habermasiana del espacio público como puramente deliberativo, su principal aporte consiste en 26 “Los hechos nunca son accesibles más allá del horizonte de representaciones que se les ha dado. Este ‘se’, lejos de ser una persona individual, es un horizonte de interacciones e interlocuciones dentro del cual se construye una realidad y una legitimidad” (Cefaï 1996, 49, traducción propia). 27 Ambos argumentos son recogidos tanto por la literatura sobre los problemas públicos (Cefaï & Pasquier 2002) como por las teorías sobre las identidades políticas (Mouffe 1999). 28 Desde una perspectiva que combina la filosofía reflexiva de la acción comunicativa con la teoría de sistemas, Habermas definió la noción de espacio público-político como una estructura de comunicación (enraizada en el mundo de la vida) donde se identifican y tematizan los problemas de manera convincente e influyente, con capacidad de ser elaborados por el sistema político, que convierte deliberación en decisiones vinculantes (Habermas 1998). Desde nuestra perspectiva, rescatamos la utilidad de pensar al espacio público como un punto en el que convergen diversas esferas de interacción, aunque entendemos que la concepción de estructura comunicativa es problemática, en tanto subestima dimensión afectiva de lo político, así como separa los intercambios comunicacionales de otras formas de la práctica política. 266 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Sebastián Mauro plantear la interacción entre dicha esfera y un campo específico de acción, susceptible de una definición operacionalizable, al que denominó espacio de la comunicación política. Según el autor francés, en las democracias contemporáneas, la pérdida del monopolio de los partidos políticos sobre la enunciación política ha derivado en una dinámica de intercambios entre actores provenientes de diferentes arenas públicas. Ello configuró un campo especial, que reconoce límites precisos (en tanto participan de ella un conjunto limitado de actores autorizados) pero que, no obstante, se compone de la concurrencia de tres campos diferentes: el sistema político, los medios de comunicación y la opinión pública. La comunicación política es el espacio donde se intercambian los discursos contradictorios de tres actores que poseen la legitimidad de expresarse públicamente sobre política y que son los políticos [en sentido amplio], los periodistas y la opinión pública a través de las encuestas. Esta definición hace hincapié en la idea de interacción del discurso de actores que no tienen ni el mismo estatuto ni la misma legitimidad pero que, por sus respectivas posiciones en el espacio público, constituyen, en realidad, la condición del funcionamiento de la democracia de masas. (Wolton 2007, 387). La definición de Wolton tiene la ventaja de acotar la imprecisa categoría de esfera pública hacia un tipo específico de campo, complejo y heterogéneo pero susceptible de abordaje sociológico. Sin embargo, el uso de esta categoría para nuestro estudio requiere de dos correcciones. La primera fue señalada por Vommaro (2007) en referencia a la imprecisión que encierra la expresión “opinión pública a través de las encuestas”. Vommaro ha propuesto, en cambio, referirse a las pretensiones representativas de los analistas de opinión, verdaderos enunciadores del espacio constituido por las encuestas. Respecto de la segunda, a lo largo de nuestra investigación empírica hemos descubierto que el foco en la interacción entre políticos, periodistas y analistas sólo resulta provechoso en determinados contextos, como el de las campañas electorales. Si nuestro interés consiste en analizar los procesos de identificación política y su vínculo con la tematización de problemas públicos, es necesario observar las relaciones entre esta superposición de campos y la esfera pública, en la que intervienen otros actores bajo reglas diferentes, desde los tribunales de justicia hasta las acciones colectivas de protesta. Siguiendo la literatura sobre sociología de los problemas públicos, es necesario rescatar el papel de las acciones de protesta en la esfera pública, como un espacio más amplio de intervención que el propio de los medios, la competencia partidaria o los sondeos de opinión. Las pretensiones de cada una de estas arenas de cerrarse sobre sí mismas, tanto en la convergencia en el espacio de la comunicación política como en la capacidad de articulación con los poderes fácticos (agentes económicos o corporativos que influyen sobre las instancias de decisión política sin pasar por el filtro de la generalización de sus argumentos), deben ser analizadas, pero sin perder de vista las presiones que emergen desde otros sectores del espacio público para abrir el proceso de tematización hacia otros actores. 267 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Sebastián Mauro 3.3 Definición de agenda pública Luego de problematizar las consecuencias teóricas de insertar el proceso hegemónico de construcción de identidades políticas en el marco del vocabulario de lo público, evitando las reducciones de la noción de esfera pública y analizando las tensiones que surgen de su heterogeneidad constitutiva, podemos concluir ofreciendo una definición de la agenda pública. Por agenda pública entendemos el conjunto de problemas públicos cuya definición y tratamiento son objetos de una lucha hegemónica entre actores políticos y sociales heterogéneos, bajo criterios de argumentación e interacción superpuestos. La agenda pública es, en este sentido, el resultado y la condición de la disputa política. La función de la agenda pública es la de totalización de la esfera pública, evitando la dispersión de la pluralidad de arenas públicas por la convergencia en la investidura de determinados problemas como principios estructurantes de la construcción de la realidad social. En primer lugar, dicha convergencia restringe la visibilidad de los asuntos susceptibles de debate público a un conjunto de temas (y de definiciones sobre ellos) filtrado por el proceso de problematización. En segundo lugar, la existencia del espacio común conformado por los límites de la atención pública permite la emergencia de procesos de identificación política (sobre ciertos valores y prácticas asociadas a los problemas) y de diferenciación (tanto en la atribución de responsabilidades por los problemas como en la competencia por instalar determinados problemas y definiciones particulares). En este sentido, los problemas que forman parte de la agenda pública funcionan como significantes flotantes. En la lucha por el significado de los temas convergen actores políticos y sociales con pretensiones de representar a referentes más amplios, como la sociedad, la ciudadanía o la opinión pública. Por este proceso de simultánea convergencia y divergencia, los problemas públicos se vacían progresivamente de significados particulares, ampliando sus horizontes semánticos y políticos más allá de las reivindicaciones particulares que los hicieron visibles, generalizando los discursos e impidiendo su completa apropiación. Un problema social siempre es un punto focal para la operación de divergentes y contradictorios intereses, intenciones y objetivos. La interacción de estos intereses y objetivos constituye la forma en que una sociedad trata con cualquiera de sus problemas sociales (Blumer 1971, 301, traducción propia). A través de dicho proceso de ensanchamiento semántico, los problemas públicos son investidos como elementos totalizadores del campo político: los temas de la agenda funcionan, al mismo tiempo, como descriptores del contexto e indicadores prácticos para los actores sociales, así como puntos nodales en torno a los cuales se instalan antagonismos y se suturan identidades políticas y sociales. 4 Conclusiones Hemos procurado, a lo largo del presente artículo, ofrecer una propuesta metodológica para abordar el estudio de las identidades políticas en el contexto de solidaridades inestables. Reseñando una numerosa y diversa literatura, hemos caracterizado el 268 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Sebastián Mauro proceso de fragmentación y fluidificación de las solidaridades políticas en los términos de una distancia entre los procesos de construcción identitaria (identificación y diferenciación) y su sedimentación en identidades políticas. Sobre dicha caracterización, propusimos repensar el objeto de estudio de la sociología política, desde las cristalizaciones que significan las categorías de identidad política o de organización partidaria a los procesos de identificación que se suceden de manera relativamente discontinua en la esfera pública. A partir de allí, definimos a las identidades políticas como sedimentaciones de procesos simultáneos de identificación y diferenciación políticas, que configuran horizontes para la acción colectiva en referencia a asuntos públicos. Hemos problematizado la figura de lo público como una dimensión constitutiva de la hegemonía, en tanto instituye la figura del tercero ante el cual el antagonismo es puesto en escena. Hemos caracterizado el estatuto de esta figura del “tercero” en los términos de la flotación del significante, en tanto lo público aparece como un conjunto de valores y creencias disponible para su articulación en cadenas equivalenciales opuestas y alternativas, permitiendo la convergencia temática y la disputa política. Sobre esta construcción, hemos definido a la agenda pública como un conjunto de problemas construidos socialmente. Dicha construcción implica un doble proceso, que ha ocupado la reflexión de dos literaturas diferentes. Por un lado, instala un conjunto limitado de cuestiones y tomas de posición, filtrándolas del conjunto casi infinito de problemáticas susceptibles de tratamiento. Por otro, se constituye en el objeto de una disputa hegemónica, constituyendo un espacio en el cual los actores sociales pueden identificarse con determinadas posiciones y diferenciarse de aquellos que son señalados como responsables de los problemas, tanto como de aquellos que proponen otros temas o definiciones alternativas. Interpretar la dinámica política contemporánea en los términos de la sucesión de procesos de identificación y diferenciación políticas referidos a la tematización de asuntos públicos nos permite recuperar, tanto para la elaboración teórica como para la investigación empírica, una gramática capaz de dar cuenta de la interacción y la lucha entre coaliciones fluctuantes en una multiplicidad de arenas, sin perder de vista ni el carácter pluralista y diverso de las sociedades contemporáneas, ni la dimensión inerradicable de la hegemonía y el antagonismo. Bibliografía • Aboy Carlés, G. 2001. Las dos fronteras de la democracia argentina. 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Pero la característica más específica y podríamos decir “personal” del sociólogo francés ha sido el permitirse reflexionar sobre la propia práctica sociológica, algo que no es común en el medio académico (Bonnewitz 2003, Pinto 2002). Posiblemente haya sido su propia historia lo que habilitó esa fuga irreverente; el no ser un “heredero” de los refinados claustros franceses lo dotó de lo que Wright Mills llamaría una espacial “imaginación sociológica” donde biografía e historia se entrelazan permitiendo una creación teórica multifacética, fundamentada empíricamente y, ante todo, original (Wright Mills 1969). Con un conocimiento poco común de la tradición sociológica clásica y de sus contemporáneos, la sociología de Bourdieu nos propone una “praxiología social” que permite la convergencia de posicionamientos teóricos y metodológicos tradicionalmente contrarios. Esto no significa una mezcla o yuxtaposición de concepciones y enunciados sino una labor teórica y empírica marcada por una constante “vigilancia epistemológica” cuyo resultado es una sociología en donde los factores estructurales e históricos logran un fino engarce con los agentes y sus prácticas (Bourdieu y Wacquant 2005). La amplitud de temas y problemas abordados por Bourdieu a lo largo de su trayectoria intelectual nos permiten vislumbrar la capacidad tanto de interpelar a la sociedad como hacia la propia práctica del observador, el cual integra una comunidad de relaciones insertas en la propia sociedad pero no reductibles a otras esferas. Autonomía e interdependencia de los campos, principalmente en las sociedades desarrolladas, es un juego de relaciones que caracteriza a la visión dinámica de la obra de Bourdieu. Intentaremos en este artículo hacernos de algunos conceptos básicos del trabajo de Pierre Bourdieu para utilizarlos en pos de una mejor comprensión de los fenómenos tradicionalmente estudiados por la teoría política1 . Estamos convencidos que los aportes * Profesor e Investigador de la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ) y de la Universidad de Buenos Aires (UBA). ** Docente e investigador de la Universidad de Buenos Aires (UBA) e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ). 1 Esta idea de trasladar en forma reflexiva aportes de la sociología reciente a la teoría política constituye una labor enriquecedora; en este sentido nuestro trabajo se orienta en forma similar al realizado por Marcelo Sain, el cual utiliza principalmente los aportes de Anthony Giddens y Pierre Bourdieu para introducirnos en 274 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Pablo Alberto Bulcourf- Nelson Dionel Cardozo del sociólogo francés permitirán una construcción conceptual de gran utilidad para la disciplina, sirviendo para establecer diálogos y prácticas académicas fructíferas entre posiciones tradicionalmente antagónicas dentro de la ciencia política. Enrolarnos en elaborar una “praxiología de la ciencia política”, las mesas separadas de las que nos ilustra Gabriel Almond en uno de sus últimos escritos podrán establecer diferentes acercamientos para construir un conocimiento más acabado de las complejas tramas del poder en la sociedad (Almond 1999). 2. Reconstrucción metateórica El estudio de la propia actividad científica y sus productos constituye una de las actividades académicas principales de las ciencias sociales. Si bien la sociología, la economía o la ciencia política principalmente intentan describir, explicar y comprender el mundo social, uno de los ejercicios intelectuales por excelencia ha sido históricamente el análisis de la propia práctica, representada principalmente por los escritos producidos por sus cultores, ya sean trabajos empíricos o elaboraciones teóricas. En un principio esta forma de autoconocimiento estuvo fuertemente desarrollada por la tradición de la historia de las ideas y en segundo término por los aportes de la epistemología a las ciencias sociales. La primera forma de abordaje suele resaltar los contextos históricos y una descripción de lo escrito y la segunda pretende establecer los parámetros del llamado “criterio de demarcación” junto al análisis lógico de la estructura de enunciación de las teorías y sus criterios de justificación y validación externa e interna. En los últimos años se ha buscado la confluencia interdisciplinaria para el estudio de la propia producción teórica; es así como se fue acuñando en concepto de “metateoría” para dar cuenta de una forma de abordar la actividad académica que permita la confluencia de la historia y la sociología de la ciencia, la epistemología y, principalmente la reflexión que los propios cultores realizan de su labor en la comunidad en la cual se desempeñan (Garcia Selgas 1994 y Bulcourf y Vazquez 2004). De esta forma la metateoría pretende construir redes conceptuales para estudiar lo que producen y hacen los académicos, y también las consecuencias sociales, políticas y económicas del conocimiento que producen2 . La obra de Pierre Bourdieu se estructura como una de las piezas más prolíferas de la sociología europea de las últimas décadas. Arraigada en la tradición más profunda es principalmente deudora de Emile Durkheim y Karl Marx, matizadas con el legado sociológico del siglo XX. Es indudable que los aportes de la antropología y la psicología se imbrican en un producir que triangula la indagación teórica con la investigación empírica minuciosa y una reflexión ácida sobre la propia práctica del científico social. Pierre Ansart coloca a la obra de Bourdieu como un producto que intenta superar las posiciones estructuralistas que predominaron en las décadas del cincuenta y sesenta, principalmente en Francia. Algunos suelen denominarlas “postestructuralismo” o la ciencia política (Sain 2007). 2 Como señala Gina Zabludovsky: “entendida en cierta forma como una teoría de la teoría la metateoría pretende erigirse como un elemento distinguible de la constitución de la sociología y la ciencia política contemporánea, que se vincula con el estudio de las formas culturales que adquieren estas disciplinas. Este tipo de reflexión se plantea el doble propósito de profundizar en los distintos aspectos de la producción teórica existente y de constituirse a su vez en un punto de arranque para nuevas propuestas” (Zabudovsky 1995, 113). 275 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Pablo Alberto Bulcourf- Nelson Dionel Cardozo “Estructuralismo genético” ya que intenta eliminar cierto mecanicismo y devolver al sujeto un lugar en el análisis social, sin por ello dejar de lado el estudio de la posición de clases en el análisis sociológico (Ansart 1992). En el sentido que pretendemos darle a la indagación metateórica la obra de Bourdieu se nos presenta en dos dimensiones. Por un lado es propiamente una teoría social que propone tanto una conceptualización de la Sociedad como las formas más convenientes de abordarla desde el plano de la investigación científica. Pero por el otro, la peculiaridad de la propia indagación social bourdiana, es en sí misma una clara y contundente reflexión sobre la producción teórica, sus formas de validación y el rol social que adquiere la ciencia para las sociedades desarrolladas. Su estudio sobre la universidad, plasmado en su libro Homo académicos, como una serie de trabajos íntimamente ligados, nos ponen de manifiesto el sentido agudo de su producción (Bourdieu 2008). Finalmente, destacaremos que el estudio del aparato conceptual elaborado por Bourdieu y sus implicancias, constituye un valor agregado fundamental para aplicar estas categorías a los temas y problemas que tradicionalmente ha estudiado la ciencia política. 3. Ciencia política y poder El fenómeno del poder constituye uno de los ejes centrales de indagación de la teoría política, tanto en su tradición ancestral y filosófica, que Norberto Bobbio denominó ciencia política en sentido “amplio” como en los estudios más científicos y empíricos que representan a la disciplina en sentido “estricto” (Bobbio 1982). En los comienzos de la Modernidad Thomas Hobbes nos ofrece una de las definiciones de poder más influyentes:El poder del hombre (universalmente considerado) consiste en sus medios presentes para obtener algún bien manifiesto futuro. Puede ser original o instrumental”. Así Hobbes define el poder natural a aquellas capacidades físicas o cualidades que posee la persona en su corporeidad –fuerza, belleza, prudencia, aptitud, elocuencia, liberalidad o noblezas extraordinarias-al mismo tiempo que define como “poderes instrumentales aquellos poderes que se adquieren mediante los antedichos, o por fortuna, y sirven como medios e instrumentos para adquirir más, como la riqueza, la reputación, los amigos y los secretos designios de Dios, lo que hombres llaman buena suerte” (Hobbes 2001, 69). Luego se remite después a la definición de poder político como el que constituyen varios hombres unidos mediante el contrato social, en manos del Estado, en donde confluyen las voluntades de diferentes personas particulares. El materialismo histórico surgido a partir de los aportes de Karl Marx y Frederik Engels darán lugar a una concepción del poder que trata de “desenmascarar” las relaciones de explotación existentes en la estructuras económica y reproducidas en la superestructura a partir de la crítica tanto a la visión liberal como a la concepción hegeliana del Estado: “El poder político, hablando propiamente, es la violencia organizada de una clase para la opresión de otra. Si en la lucha contra la burguesía el proletariado se constituye indefectiblemente en clase; si mediante la revolución se convierte y, en clase dominante, suprime por la fuerza las viejas relaciones de producción las condiciones para la existencia del antagonismo de clase y de las clases en general” (Marx y Engels 1994, 276 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Pablo Alberto Bulcourf- Nelson Dionel Cardozo 55). Partiendo de su concepción comprensivista de las relaciones sociales Max Weber redactará una de las definiciones de poder más utilizadas hasta nuestros días afirmando que: “Poder significa la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aún contra toda resistencia y cualquiera que fuere el fundamento de esa probabilidad” (Weber 1992, 43). Es aquí como el poder representa una relación asimétrica de mando y obediencia, requiere un carácter efectivo y por el otro lado no especifica el fundamento del mismo ni el ámbito social donde es ejercido (Bulcourf y Vazquez 2004). El desarrollo de la sociología académica norteamericana, y especialmente el aporte del estructural-funcionalismo de Talcott Parsons van a incorporar una visión sistémica del poder de gran influencia en la revolución sistémico-conductista de mediados del siglo XX que permitirá el despliegue y afianzamiento de la ciencia política académica en los EE.UU. El poder es para este autor un “recurso sistémico” que permite la consecución de metas comunes de una sociedad las que se fundamentan en el conjunto de valores, creencias y costumbres que las personas reciben desde su temprana socialización. En palabras del propio Parsons éste es definido como: “un medio simbólico generalizado que circula de modo muy parecido al dinero, cuya posesión y uso permiten desempeñar más eficazmente el cometido de un cargo con autoridad en una colectividad” (Parsons 1969, 124). Michel Foucault va a desarrollar una concepción reticular del poder, marcada por su visión “microfísica” del mismo basada en el control de los cuerpos, al sostener que:“el poder es coextensivo al cuerpo social, no existen, entre las mallas de su red, playas de libertades individuales” (. . . ); las relaciones de poder están imbricadas en otros tipos de relación (de producción, de alianza, de familia, de sexualidad) donde juegan un papel a la vez condicionante y condicionado”. Por consiguiente, el poder es esencialmente una forma de control de las conductas y los cuerpos, el cual se cristaliza en la acción. El poder es el despliegue de una relación de fuerza, y no una cesión o contrato. Esta perspectiva, entra en contradicción con la tradición iusnaturalista iniciada en la modernidad, ya que el poder se advierte en términos de conflicto y lucha. Así pues, “no existen relaciones de poder sin resistencias; que estas son más reales y más eficaces cuando se forma allí mismo donde se ejercen las relaciones de poder” (Foucault 1992, 1974). Las diferentes tradiciones teóricas que se fueron constituyendo a lo largo del siglo XX han abordado la problemática del poder como un aspecto central en el estudio de los fenómenos políticos a pesar de las diferentes concepciones que se han ido estructurando en ellas. En su libro El poder. Un enfoque radical Steven Lukes clasifica estas tradiciones en tres enfoques, la visión unidimensional del poder, propia de la tradición pluralista norteamericana; la visión bidimensional del poder, surgida en forma crítica hacia la primera y basada en la visión weberiana y por último la visión tridimensional del poder, de características estructurales y arraigada principalmente en la tradición marxista (Lukes 1990). Utilizando una visión muy similar Robert Alford y Roger Friedland, al clasificar las diferentes perspectivas teóricas existentes en la ciencia política también nos van a ofrecer una trilogía de tradiciones: el pluralismo que enarbola una visión del poder como influencia; la concepción dirigencial que analiza el poder como dominación 277 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Pablo Alberto Bulcourf- Nelson Dionel Cardozo y por último la perspectiva clasista que ve al poder como hegemonía (Alford y Friedland 1991). Como veremos a continuación la obra de Pierre Bourdieu presenta un conjunto de conceptos de extrema utilidad para la comprensión de los fenómenos políticos que permite un delicado equilibrio entre las visiones centradas en los agentes o en las estructuras sociales. Poder en términos de Bourdieu es algo que está relacionado al volumen global de capital que cada individuo o grupo posee. Cada agente trata de acrecentar volumen global del capital, dando pie a las jerarquías y a las revoluciones. Para ello se generan estructuras para aumentar o retener su capital, es decir su poder. Por su parte, cada campo trata de acrecentar su poder valiéndose de su capital y al tratar de salvaguardarlo se generan los conflictos. Así es como se va tejiendo esta relación entre las estructuras e historia, entre diacronía y sincronía. Sus comportamientos como el motivo se van conformando mutuamente. Así la lucha en el campo político es la lucha entre quienes intentan conservar el capital político y quienes intentan apropiárselo. 4. Bourdieu y la teoría política: construyendo una teoría del campo político 4.1. El concepto de campo Como menciona Bourdieu en Sociología y Cultura un campo “se define, entre otras formas, definiendo aquello que está en juego, y los intereses específicos, que son irreductibles a lo que se encuentra en juego en otros campos o a sus intereses propios” (Bourdieu 1990, 136). Ergo, existen tantos campos como capitales se encuentran en juego: campo cultural, campo político, campo académico, campo intelectual, etc. Podemos advertir que en la construcción de su noción de campo recurre a una doble metáfora. Por un lado, la física en donde abreva en la idea de campo magnético entendido como un campo de fuerza creado como consecuencia del movimiento de cargas eléctricas -flujo de la electricidad. Estos campos son dinámicos, ya que cambian con el tiempo, como los campos electromagnéticos generados por otras fuerzas. En la concepción de Bourdieu, los campos poseen autonomía relativa unos con otros, y por lo tanto se encuentran atraídos en mayor o menor medida por el que cuenta con mayor densidad. Así mismo, recurre a la metáfora deportiva, en donde hace una analogía entre el espacio social y el campo de juego, existiendo jugadores, un capital -el balón-, reglas y estrategias. En su definición de campo cultural sostiene que: Para dar su objeto propio a la sociología de la creación intelectual y para establecer al mismo tiempo, sus límites es preciso percibir y plantear que la relación que un creador sostiene con su obra y por ello, la obra misma, se encuentran afectadas por el sistema de las relaciones sociales en las cuales se realiza la creación como acto de comunicación o, con más precisión por la posición del creador en la estructura del campo intelectual (la cual, a su vez, es función, al menos en parte, de la obra pasada y de la acogida que ha tenido). Irreductible a un simple agregado de agentes aislados, a un conjunto de adiciones de elementos simplemente yuxtapuestos, en CAMPO INTELECTUAL a 278 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Pablo Alberto Bulcourf- Nelson Dionel Cardozo la manera de un campo magnético, constituye un sistema de líneas de fuerza. Esto es, los agentes o sistemas de agentes que forman parte de él pueden describirse como fuerzas que, al surgir, se oponen y se agregan confiriéndole su estructura específica en un momento dado del tiempo. Por otra parte, cada uno de ellos está determinado por su pertenencia a este campo: en efecto debe a la posición particular que ocupa en él, propiedades de posición irreductibles a las propiedades en el CAMPO CULTURAL. Campo cultural como sistema de relaciones entre los temas y los problemas y por ello, un tipo determinado de INCONCIENTE CULTURAL, al mismo tiempo que está intrínsecamente dotado de lo que se llamará un PESO FUNCIONAL, porque su “masa” propia, es decir su poder (o mejor dicho, su autoridad) en el campo no puede definirse independiente de su posición en él (Bourdieu 2010, 13-14). La idea de “masa” tiene que ver con la densidad que tiene el campo en cuestión en relación a otro. Así aparece la idea de campo dominante y campo dominado, en donde hay espacios sociales que se encuentran con relativa autonomía unos con otros en un momento histórico determinado. Esa relación de campo dominante-campo dominado es dinámica y por lo tanto se va redefiniendo permanentemente por las variaciones de masas relativas que van adquiriendo los campos que se encuentran próximos atrayendo el más denso al que posee menos masa. Para nuestro objeto de indagación podemos ver que muchas veces el campo político fue atraído por otro debido a su densidad menor. El campo económico fue mucho más influyente durante la política del comité, como así el campo sindical en la época de los partidos de masas. Durante los regímenes burocráticoautoritarios el campo militar ejerció una influencia decisiva en la política; y hoy en día podemos hablar que con la videopolítica y la política 2.0 estamos frente a un crecimiento de la densidad del campo comunicacional. Es plausible afirmar que la historia política latinoamericana fue un proceso de lucha en la cual lo político siempre intentó ganar autonomía en oposición a otros campos que ejercieron influencia y le impusieron sus reglas. 4.2. Una concepción no determinista del capital El planteo de Bourdieu intenta superar el determinismo materialista del pensamiento marxista. Si bien, recupera la idea de campo como un espacio social constituido históricamente en una zona de lucha por la apropiación de un capital específico que lo define, se desprende del economicismo, al hablar de las cuatro variedades de capital y sus especies. El francés reconoce que existe el capital económico, cultural, simbólico y social. El primero se corresponde a la propiedad de determinados bienes que son una dimensión más para determinar la posición del grupo y el agente dentro del campo. Así, mientras que los planteos materialistas supeditan la posición del agente dentro de las relaciones sociales a la posesión o no de los medios de producción, el capital en términos de Bourdieu adquiere un volumen dado por la suma de las cuatro variedades de capital y la forma que asume su distribución. Entiende que el capital cultural, simbólico y social tiene una relevancia sustantiva para definir la posición objetiva y subjetiva de un actor dentro de un espacio social. La importancia que revistió este tipo 279 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Pablo Alberto Bulcourf- Nelson Dionel Cardozo de capital fue variando de acuerdo a los estados del campo político. Durante la política del comité, previamente a la ampliación del sufragio universal la política dependía en mayormente del financiamiento particular, por lo que pertenecer a una clase económica siempre era una condición indispensable para generarse una carrera política, ya que no había partidos políticos que funcionaran de manera estable. Por el contrario, con los partidos de masas el financiamiento de la política provenía de la cuota de los afiliados y su vinculación con el ambiente, motivo por el cual el capital económico pasó a jugar un rol menor dentro del volumen total del capital. Por el contrario con la llegada de la videopolítica y el aumento del financiamiento de las campañas en los medios masivos de comunicación, cada vez más los partidos se hicieron dependientes de los grupos de interés y los subsidios estatales, cobrando nuevamente centralidad los aportes particulares. En los últimos años, el advenimiento de la política 2.0, y las TICs ha creado canales de comunicación entre los políticos y el electorado por medio de redes sociales, blogs, y portales de internet gratuitos lo que ha que ha “depreciado” el capital económico. El capital cultural es una especie que atrae un minucioso análisis al sociólogo francés. Así pues, este tipo de capital puede encontrarse en tres estados: en el estado incorporado bajo la forma de disposiciones duraderas en el organismo (ser competente en tal o cual campo del saber, ser cultivado, tener un buen dominio del lenguaje, de la retórica, conocer y reconocerse en mundo social y sus código); por otro lado, a realizaciones materiales, capital en el estado objetivado, patrimonio de bienes culturales (cuadros, libros, diccionarios, instrumentos, máquinas); y por último, el capital cultural puede encarnarse socialmente en el estado institucionalizado por títulos, diplomas, éxito en el concurso etc. . . , que objetivan el reconocimiento de competencias por la sociedad (o, con más frecuencia, Estado) (Bourdieu 1986, 92). Podemos sostener que la mayoría de los políticos del mundo -a excepción de los de extracción sindical- poseen algún tipo de titulación académica -generalmente vinculada a las llamadas “profesiones liberales”-, por lo que podemos concluir que es un capital muy importante para el reclutamiento político. Sin embargo, podemos advertir diferentes estados del campo a lo largo del tiempo. En la política del comité el capital cultural institucionalizado, mediante la figura del “notable” tenía un peso fundamental. Esto cambió con el sufragio universal y los partidos de masas que se convirtieron estructuras burocráticas que funcionaban de manera regular cumpliendo diversas funciones, entre ellas la de socialización política. Por consiguiente, muchos dirigentes políticos -mayormente de extracción sindical- que no poseían capital cultural institucionalizado como las elites tradicionales se formaron políticamente en ellos con lo que el capital cultural incorporado pasó a tener un peso mucho mayor. El político ahora valía por sus conocimientos y su saber hacer en la política, y no tanto por su carácter de “notable”. Con la llegada de la videopolítica y los “outsiders” (personas que comienzan carreras políticas en niveles medio-altos del partido) provenientes de otros ámbitos (negocios, deportes, espectáculos, etc.) se ha desdibujado el peso del capital cultural dentro del capital global. El capital simbólico nos remite a las teorizaciones weberianas que recuperan la 280 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Pablo Alberto Bulcourf- Nelson Dionel Cardozo noción de status. Se relaciona con el prestigio, el reconocimiento, la legitimidad, la estima social y la autoridad que se le asigna tanto al origen como a la posesión de otros capitales. Como menciona Bourdieu: estas transmutaciones de las especies de capital simbólico encuentran un ejemplo prototípico en el caso del ‘gran apellido’ (de una ‘gran familia’), patronímico que condensa simbólicamente todas las propiedades materiales e inmateriales acumuladas, heredadas, y cuyos portadores son buscados, y se buscan, precisamente en virtud del poder de sus ‘virtudes’ simbólicas (Chauviré y Fontaine 2008, 22). Podemos sostener que en la política monárquica la única fuente de legitimidad para el pertenecer a una determinada familia la cual era la que heredaba el capital político. Con el sufragio censitario, también ha sido un elemento central el capital simbólico, con la figura del notable, en donde la militancia de tipo cualitativo convertía al status como la principal base poder político. Sin embargo, con la política de las masas y la burocratización de las estructuras partidarias aparece un elemento cuantitativo de la militancia y surge el político reconocido por sus dotes de liderazgo, carisma, capacidad de comunicación y conducción. En la última etapa el capital simbólico se traduce en la notoriedad como presencia en los medio masivos de comunicación, sobre todo en la televisión, y en los años recientes vía contacto directo con el electorado vía redes sociales. Finalmente, el capital social hace referencia a aquella red de relaciones en la que se encuentra inserto el sujeto, operacionalizándose en los contactos, relaciones, conocimientos, amistades, obligaciones (acreencias o deudas simbólicas), que da al agente un mayor o menor espesor social, que puede sintetizarse en la red de relaciones sociales más o menos institucionalizadas de pertenencia a un determinado grupo. Por consiguiente los lazos sociales con que cuentan los agentes son una herramienta para potenciar las otras variedades de capital tendiendo a ser una suerte de multiplicador que permite desplegar para crear, reforzar, mantener, acompañar, reactivar, lazos de los que cualquier momento puede tener la esperanza de extraer beneficios materiales o simbólicos. En el campo político constituye un capital vital, ya que la regulación de los ascensos dentro de la estructura partidaria se debe la mayoría de las veces de nominaciones y reconocimiento por parte de los “caciques” de la labor realizada. El “trato personal”, la “llegada”, o la “amistad” constituyen el capital social por excelencia que activa las carreras políticas. 4.3. La incorporación del habitus Uno de los aportes más interesantes de la teoría sociológica de Bourdieu es el concepto de habitus. Como menciona el galo, “para que funcione un campo, es necesario que haya algo en juego y gente dispuesta jugar, que esté dotada de los habitus que implican el conocimiento y reconocimiento de las leyes inmanentes al juego, de lo que está en juego, etcétera” (Bourdieu 1990, 136). El habitus aparece como aquellas disposiciones durables que se encuentran aprehendidas por los agentes, pero que al mismo tiempo es generado por un condicionamiento histórico y social. Bourdieu insiste en el carácter incorporado de los habitus que inscribe en los cuerpos gestos, posturas, 281 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Pablo Alberto Bulcourf- Nelson Dionel Cardozo ciertos aspectos del condicionamiento social, los que aparecen así como naturales a los agentes, que sólo los captan a través de los habitus. Así, en sus obras “Los Herederos” y “Homo Academicus” intenta desmenuzar cuales son aquellas pautas de comportamiento, actitudes, visiones, que hacen que los que detentan el capital “elegir a los elegidos”, descubriendo en los mecanismos de reclutamiento académico que son en realidad formas de disciplinamiento y segregación. Los criterios de selección y clasificación escolar ocultan una discriminación social legitimada, en donde “los test que miden las disposiciones -habitus- que requiere la escuela -de allí su valor predictivo del éxito académico -están hechos justamente para legitimar de antemano los veredictos escolares que los legitiman” (Bourdieu 1990, 279). Hablando del campo político, ya desde el Renacimiento Nicolás Maquiavelo hablaba del habitus que debía tener el príncipe, en relación a cuestiones tales como el honor, la palabra, el modo de proceder, ser amado o temido; y en lo que podemos denominar hoy videopolítica o política 2.0 el valor que tiene la imagen, la voz, el discurso para “construir un candidato”. 4.4. Legitimidad y estructura La lucha por la legitimidad que reviste indefectiblemente la política está supeditada a la estructura del campo, es decir, por la distribución del capital específico de reconocimiento político entre los participantes de la lucha. Dicha estructura es posible que varíe entre dos límites teóricos: En un extremo podemos caracterizar la situación de monopolio de capital específico de autoridad política –que en nuestro análisis de corresponde con la legitimidad que se detenta por el usufructo de un cargo político de carácter electivo, de designación o tecno-burocrático. En el otro límite del continuo podemos ubicar la situación de concurrencia perfecta que presupone la distribución igual de este capital entre todos los competidores. Claro está que en política este supuesto teórico nunca llega a generarse. Así mismo, “la estructura del campo es un estado de la relación de fuerzas entre los agentes o las instituciones que intervienen en la lucha” (Bourdieu 1990, 136) o dicho de otro modo, la distribución del capital específico que ha sido acumulado durantes luchas anteriores y que orienta la estrategias posteriores. Esa lucha es una lucha en dos flancos: Por un lado por la apropiación del capital en juego, pero al mismo tiempo por la redefinición de las reglas del juego, en aras de convertir a los que aspiran a poseer el monopolio en detentadores. La lucha por la modificación de las reglas del campo, es en definitiva la lucha por la legitimidad de la apropiación del capital en disputa. El enfrentamiento por la apropiación legítima del capital resume muchas veces la historia y los cambios en los estados de los campos. Así, en la época de las oligarquías competitivas la legitimidad estaba dada por la pertenencia a una elite económica e intelectual. Las luchas por la ampliación de la base política que se dieron desde finales del siglo XIX hasta las primeras décadas de la centuria pasada, intentaron redefinir esa legitimidad, y la aparición de los diputados de extracción sindical constituyeron una “rara avis” que pugnó por la apertura de la política hacia los sectores trabajadores. Ya en la época de los partidos de masas y los denominados “populismos”, asistimos a diversas fuentes de legitimidad de la posesión del capital político: capital sindical, militar, carisma, cargos en la estructura partidaria, entre otros. Formar parte de las elites económicas ya no 282 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Pablo Alberto Bulcourf- Nelson Dionel Cardozo es garantía de formar parte de la elite política. Con las transiciones a la democracia y la irrupción de la videopolítica en las últimas décadas del siglo XX, lo que asistimos es a una redefinición las reglas por nuevos actores que aspiran a detentar el capital: aparecen las figuras mediáticas, los líderes de opinión, el líder personalista por fuera de la estructura partidaria, que propulsan sus carreras centralmente en la presencia en los medios masivos de comunicación y últimamente en las redes sociales. 4.5. Hacia una conceptualización del campo político Podemos rastrear en las diferentes miradas de los autores sobre lo que llamaremos campo político, desde visiones que niegan totalmente su autonomía, supeditándolo a los fenómenos estructurales, hasta las posturas que dotándolo de independencia lo reducen a la competencia electoral. Partiendo de la denominada ruptura de la modernidad es posible situar en la obra de Nicolás Maquiavelo, aparece la política como una arena de lucha por el poder, otorgando autonomía a lo político respecto de la esfera normativa y ética. De este modo, es plausible advertir que el campo político se constituye en la escisión de la tradición filosófica política clásica de la moderna, donde vemos los fenómenos de secularización, antropocentrismo y emergencia de los Estados-Nación. Así pues, el punto de partida para pensar la existencia de un campo político es la creación entre una esfera pública y privada, en donde puede decirse que el campo político ocupa “aquellas esferas consideradas como ‘públicas’, a diferencia de una lista parecida que se podría elaborar con expresiones que implican la idea de ‘lo privado” (Parsons 2007, 37). La idea de “campo político” presupone la existencia de una esfera o ámbito de la vida que no es privada o puramente individual, sino colectiva. Comprende aquellas dimensiones de la actividad humana que se cree que requieren el dominio de una instancia no privada, que en las sociedades contemporáneas denominamos Estado. Así, hallamos las visiones marxistas ortodoxas, en donde lo político aparece como un epifenómeno de las relaciones sociales que se dan a nivel de la estructura. Para esta corriente del pensamiento, las relaciones de producción componen la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica –cristalización normativa de las relaciones de poder-, política -tipo de Estado, e ideológica –que son, las cosmovisiones de la clase dominante a nivel de la base material. Por lo tanto, en términos estrictos el objeto de indagación de lo político está indefectiblemente relegado al estudio de los fenómenos económicos. No obstante ello, aparece la división entre los planteos instrumentalistas –que miran al aparato estatal como una herramienta de opresión de una clase sobre la otra siguiendo lo plasmado en el Manifiesto Comunista- y las visiones estructuralistas (Althousser, Poulantzas, Thwaites Rey) –que tienen su origen en el 18 Brumario-, en donde: el Estado no es una instancia neutral sino el garante de una relación social desigual-capitalista- cuyo objetivo es, justamente preservarla. No obstante esta restricción constitutiva incontrastable, que aleja cualquier falsa ilusión instrumentalista-es decir-, ‘usar’ libre y arbitrariamente el aparato estatal como si fuera una cosa inanimada operada por su dueño-, es posible u necesario forzar el comportamiento real de las instituciones estatales para que se adapten a ese ‘como si’ de neutralidad que aparece en su definición burguesa formal 283 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Pablo Alberto Bulcourf- Nelson Dionel Cardozo (Thwaites Rey 2005, 67). Por lo tanto, las visiones del materialismo histórico en sus diversas formas subyugan el campo político a las relaciones de producción capitalistas, siendo el primero determinado por las segundas. La postura de Foucault define el campo de lo político en la esfera de los dispositivos de control: el poder solamente se da en la acción. El poder es el despliegue de una relación de fuerza, y no una cesión o contrato. Dado, entonces que el poder es una relación de fuerza, debe ser analizado en términos de lucha, de conflicto y de guerra constante. Por lo tanto, quien detenta el capital político es aquel o aquellos que manejan el control social, aquellos que pueden reprimir las acciones, inadecuadas a sus intereses, en los demás, o sea aquel que gana la capacidad de “vigilar” y castigar”. Para la postura weberiana el campo político queda referido específicamente a la instancia estatal toda vez que “por política entenderemos solamente la dirección o influencia sobre la dirección de una asociación política, es decir, en nuestro tiempo del Estado” (Weber 1967, 82). Así queda supeditado el campo político a la dominación racional-legal dentro del Estado Moderno, en donde el campo político aparece como una empresa de un grupo que ha logrado con éxito detentar el monopolio legítimo de la violencia física, o en términos de Bourdieu, el llamado capital político. Uno de los enfoques que dota con mayor autonomía al campo político, son las denominadas teorías pluralistas de la democracia, que como sostienen Alford y Friedland (1991) se asientan en un individualismo metodológico. Sin embargo, son muy útiles a los efectos de nuestro análisis, ya que rescatan una dimensión que toma Bourdieu que es el reconocimiento de la existencia de un mercado de bienes específicamente políticos. Las teorías económicas de la democracia -como las propuestas por Anthony Downs- incluyen muchas de las especies de capital que tomará el sociólogo galo. Así define a los partidos políticos como un grupo de individuos que busca obtener, a través del mismo, los cargos gubernamentales para detentar la renta, el prestigio y el poder que traen consigo el ejercicio de esas posiciones. Por lo tanto, los políticos son individuos racionales que despliegan estrategias para apropiarse del capital político, quedando claramente delimitado el capital específico del campo social, pero desdibujando la dimensión histórica del mismo y la función que cumple la estructura. La corriente estructural funcionalista, encabezada por Talcott Parsons, encuadra el campo político menoscabando el rol de la agencia, toda vez que el poder es, en general, la capacidad de asegurarse el cumplimento de obligaciones por parte de las unidades de un sistema de organización colectiva, en el cual las obligaciones son legítimas en base a su relevancia para el logro de metas colectivas. En caso de resistencia, existe una expectativa de imposición de sanciones situacionales negativas, sea cual fuere el sujeto que dispone concretamente de tal imposición. Aquí queda desdibujado el poder de los sujetos, y las estrategias que se apartan de los valores comunes de una sociedad aparecen como una conducta desviada sobre la que opera el control social. Volviendo a nuestra propuesta, podemos afirmar que el derrotero político en la modernidad, y más aún el siglo XX fue la historia de la autonomización de lo político de otros campos. En la medida que el campo político ganó autonomía con relación a las presiones y a las demandas directas de las fracciones dominantes de la burguesía a medida que se fue constituyendo un mercado de “bienes políticos”, con características 284 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Pablo Alberto Bulcourf- Nelson Dionel Cardozo eminentemente políticas de los productores, consumidores y poseedores de bienes políticos –o sea, el sistema de los factores vinculados a la posición que cada agente ocupa dentro del campo - ganaron fuerza explicativa de los fenómenos políticos, quedando en la acción del factor fundamental que constituye la posición de la fracción de los políticos en la estructura de clases dominante. 4.6. Subespecies de capital El campo político, se organiza alrededor de una oposición principal entre dos especies de poder. Poder propiamente político, que se organiza en el dominio de los instrumentos de reproducción de la burocracia partidaria, asignación de cargos de designación y burocráticos. O sea aquel capital que se adquiere mediante la participación de la vida en la política partidaria, al mismo tiempo que en la competencia electoral mediante la obtención de escaños electivos, detentado especialmente por los partidos que podemos denominar mayoría y primeras minorías. A nivel de los partidos políticos, podemos establecer que hay un grupo dominante, o sea aquel grupo que retiene el mayor volumen de capital político, que se encuentra enfrentado a aquel grupo que aspira a detentarlo en ese momento, es decir la llamada “oposición”. Sin embargo, tenemos que tener un cuenta que las reglas con la que se manejan los denominados “partidos mayoritarios” son diferentes a la de las “terceras fuerzas” o “nuevos partidos”, toda vez que estos tratan de imponerse en el campo por lo general intentando cambiar algunas de las reglas de dicho espacio contra la denominada “vieja política”. A ese poder socialmente codificado se le opone un conjunto de poderes -especies de capital-, que se encuentran sobre todo a partir de la relevancia pública que tienen los agentes: El poder que implica ser un dirigente sindical -como en el caso del presidente Lula Da Silva- los altos cargos en la militancia universitaria, la notoriedad intelectual3 , cargos militares –en la historia latinoamericana los gobiernos burocrático-autoritarios se nutrieron de cuadros militares-, ser una figura del mundo empresarial –el caso de Piñera en Chile o del actual Jefe de Gobierno porteño Mauricio Macri-, cargos en asociaciones de la sociedad civil -clubes, ONG, sociedades vecinales, etc.-, y por último la relación con los instrumentos de amplia difusión, televisión y semanarios de gran tirada que traen aparejado un poder de consagración y de la denominada “tribuna política”. El segundo principio de división se opone, por una parte a los políticos de más edad y más provistos de cargos públicos ejercidos estrictamente en la arena electiva -diputados, senadores, intendentes, gobernadores, presidentes-, o el prestigio como un “buen político” que sería la estima que tiene la propia clase política del actor en cuestión. Por otra parte, encontramos a los políticos más jóvenes, que se definen sobre todo negativamente por aquello que no poseen, por la privación de los signos de prestigio institucionalizados y las posesiones de la forma de poder político. Esta oposición, se establece además, tanto en la arena pública como en la burocracia partidaria, y en 3 En este caso el caso del ex presidente Fernando Enrique Cardoso es un claro ejemplo de transferencia de la notoriedad intelectual al campo político. Graduado por la Universidad de São Paulo. Fue autor junto con Enzo Faletto de un texto muy importante dentro de las ciencias sociales latinoamericanas Dependencia y desarrollo en América Latina Ensayo de interpretación sociológica publicado en 1969. Es cofundador y presidente honorífico del Partido da Social Democracia Brasileira. Mientras Brasil estuvo bajo un gobierno militar, Cardoso, que en ese tiempo era profesor de sociología, fue expulsado del país. Cuando volvió fue uno de los más importantes miembros de las campañas que pedían el regreso de la democracia. 285 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Pablo Alberto Bulcourf- Nelson Dionel Cardozo la ausencia de visibilidad pública como resultado del acceso a los medios masivos de comunicación. El grado de éxito de las trayectorias políticas suele acrecentarse con la proximidad social a alguna forma de elite: Burguesía, cúpula sindical, cuadros militares, elite intelectual, entre otros. En relación al tercer elemento, éste contrapone establishment político, formado por los políticos consagrados, en su mayor parte como parte de los gobiernos nacionales y estaduales, conformando lo que comúnmente denominamos “la clase política”, que dominan todo un partido y que acumulan a menudo el control de la reproducción interna -regulación del acceso a la burocracia partidaria, acceso a cargos de designación y tecno-burocráticos- y un fuerte reconocimiento externo -televisión, cargos en la cúpula gremial, conducción de asociaciones de la sociedad civil, notoriedad intelectual, prestigio personal, etc.-, al grupo de los partidos minoritarios, muchas veces ajenos a la notoriedad como al poder interno, que aparecen como ajenos a esta clase política porque provienen de una extracción inferior, tanto en lo que respecta al volumen global de capital que portan y por ende aparecen como jugadores marginales tendientes a cambiar las reglas del campo. Como explica Bourdieu Aquellos que dentro de de un estado determinado de la relación de fuerzas, monopolizan (de manera más o menos completa) el capital específico, que es el fundamento del poder o de la autoridad específica característica de un campo, se inclinan hacia estrategias de conservación –las que, dentro de los campos de producción de bienes culturales, tienden a defender la ortodoxia-mientras que los que disponen de menos capital suelen ser también los recién llegados, es decir, por lo general los más jóvenes) se inclinan a utilizar estrategias de subversión: las de la herejía (Bourdieu 1990, 137). 4.7. Los estados históricos de los campos políticos en América Latina Podemos decir que el campo político ha venido evolucionando desde que los grupos primitivos han devenido en sociedades más complejas o estatales. Partiendo del imperio romano, pasando por el feudalismo y las monarquías absolutas, la política desde finales del siglo XIX se caracterizó por la instauración de las reglas electorales basadas en el sufragio restringido. Así, los políticos responsables del reclutamiento trabajaron sin ninguna concertación previa para defender las constantes sociales de la elite política económica. En ese momento hay una homogeneidad en capital cultural habitus, titulaciones en las profesiones liberales, consumo de bienes culturales-, en donde la producción y consumo de bienes políticos es muy estandarizado. El censo, la pertenencia a las clases económicos, a una familia distinguida, o la notoriedad intelectual eran la especie de capital más corriente en este momento. El campo intelectual y económico eran los campos dominantes, siendo el de la política el dominado, toda vez que no se había constituido un mercado de bienes específicamente políticos. En todos los regímenes oligárquicos la crisis política fue fundamentalmente una crisis de sucesión. El sistema político en este estado tendía a asegurar la propia reproducción produciendo notables dotados de características sociales e intelectuales casi constantes y homogéneas, y en consecuencia, casi intercambiables tanto en el transcurso del tiempo como en el instante. En este momento la división con los 286 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Pablo Alberto Bulcourf- Nelson Dionel Cardozo dominantes es clara: las nuevas clases medias emergentes y los sectores sindicales forman parte de los grupos que pugnan por la ampliación de la base política cambiando las reglas de campo político mediante el establecimiento del sufragio universal. Como reacción, la elite económica e intelectual, pone en práctica estrategias de conservación. Las clases emergentes como resultante de los cambios en la estructura social, entre los cuales se encuentran los recién llegados a la política, disponen de menor capital y se inclinan a utilizar estrategias de subversión, mediante las herejías. Como producto de las crisis de sucesión (Argentina, México y Brasil representan los casos más elocuentes), se produce el pasaje paulatino los regímenes cívicos de clase media, y gradualmente se van incorporando los sectores obreros a la vida política. Si en un primer momento las clases medias desplegaron estrategias para apoderarse del capital, una vez constituidos en detentadores del capital se enfrentan a los sectores populares encarnados en los regímenes nacional-populares. Sin embargo, en este período se va configurando un mercado de bienes específicamente políticos. Esta autonomía de lo político respecto de lo económico, dio paso a los partidos burocráticos como expresión de esta mayor independencia: una fuente de capital específicamente político se plasma con los cargos dentro de la burocracia partidaria, en donde se van reproduciendo las mismas lógicas de lucha que en el campo político: el control por el poder, prestigio, recursos, y las nominaciones son el eje de la lucha al interior del campo burocrático-partidario. Al mismo tiempo se va constituyendo el campo electoral en donde el principal capital en juego son los votos conseguidos por una fuerza política. Otras fuentes de poder no estrictamente político son el carisma del líder -que en momentos de transición reviste especial importancia-, el capital sindical (cargos en la estructura gremial), y el capital militar. Si en el estado de la política del comité el campo que más influencia ejercía era el económico, en este momento los sucesivos golpes de Estado y la emergencia de líderes de extracción militar van a ser el indicador claro que el campo militar ejerció durante todo este período una creciente influencia, concurriendo con otro campo como lo fue el sindical. En toda América Latina, la apropiación del capital político por parte de grupos de orientación nacional-popular, sobre todo a partir de la Segunda Posguerra generó un mercado político en donde el capital electoral, el de bienes sindicales, confluyeron con el mercado de bienes políticos. Esto se ilustra en una mayor participación de líderes de extracción gremial, líderes partidarios y militares en cargos electivos, de designación y tecno-burocráticos. Es en este período en donde estos últimos cargos empiezan a ser también una gran fuente de reclutamiento y poder, ya que el crecimiento de la burocracia estatal como producto de la regulación, planificación y expansión de las funciones del Estado en la provisión del bienestar genera mayor cantidad de posiciones en la estructura gubernamental para distribuir. Las reglas del campo en este período son la democracia movimentista, el diálogo directo del líder con las masas, y el veto por parte de los militares y los sindicatos. Lentamente, el enfrentamiento entre el sector popular sindicalizado, las elites tradicionales, la nueva burguesía, los partidos populistas generó situaciones de empate que representaron una distribución del capital entre estos grupos muy diversificada y equilibrada. En los últimos momentos de esta fase aparece el recurso de la violencia organizada como instrumento de poder. Este capital pasa a ser 287 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Pablo Alberto Bulcourf- Nelson Dionel Cardozo bruscamente monopolizado por el sector militar, anulando las reglas de la competencia electoral: represión, terrorismo de Estado, reforma económica, desmovilización política, modernización, exclusión de los sectores populares, son las reglas del campo político en este momento histórico determinado. Así mismo el campo económico utiliza el poder de lobby como un recurso de poder para condicionar el campo político. El concepto de “anillos burocráticos” como penetraciones de grupos de la burguesía en la estructura estatal ilustra lo mencionado. La dictadura modernizadora brasileña, los autoritarismos neoliberales de Chile y Argentina son ejemplos claros de cómo se constituyó el campo político en los años 60 y 70 en América Latina. Como producto de la escasa diversificación del capital que manifestaron estos regímenes (privándose del capital electoral) al concentrar la dominación por parte de la elite militar en base a la coerción, se van produciendo resistencias y luchas por la democratización basadas en grandes arcos opositores al régimen donde confluyeron organizaciones de la sociedad civil con los partidos políticos. Así, se restablece el juego político democrático pero con unas reglas bastante diferentes a las democracias de masas de la Segunda Posguerra. En este momento el campo político empieza a ser atraído por el denominado “campo comunicacional” en donde el principal capital es la notoriedad como producto de la aparición en los medios masivos de comunicación. Así, queda depreciado el capital partidario, valorizándose la visibilidad de los candidatos: Asistimos a la aparición de figuras de otros campos -deportivo, empresarial y artístico- que realizan carreras meteóricas subvirtiendo los mecanismos de reclutamiento partidario y acceso a la nominación para cargos políticos. En América Latina, el peso de las elecciones presidenciales y el costo de las campañas políticas hacen que el dinero sea un recurso crítico, por lo que el financiamiento privado y estatal es un recurso vital de poder para competir exitosamente en elecciones. La personalización de la política, la crisis de la representación, el declive de las ideologías, o el surgimiento de la videopolítica hacen que el campo comunicacional confluya con el campo político condicionándolo fuertemente. En los años 90 y este milenio, vemos que para hacerse del capital político los agentes deben desplegar estrategias obteniendo capital comunicacional. Sin embargo, el creciente costo de las campañas políticas que implicó que el dinero sea un elemento crucial en la política, parece estar diluyéndose con la presencia de las tecnologías 2.0 que plantean un acceso universal a herramientas de comunicación, autonomizando el campo político del económico. Las tecnologías digitales en la construcción de la Política 2.0 provocan cambios de forma y de fondo que simplemente reinventan el campo político. Por un lado, permiten que el político, desde todas las instancias posibles, se comunique con la ciudadanía y por el otro, hace posible que el elector deje su opinión, interactúe, proponga, divulgue, construya y de esa manera se comprometa con la vida cívica y política de la comunidad a la que pertenece. La elección de Obama marcó el quiebre en relación a la videopolítica con la política 2.0, y la última elección presidencial en el Brasil parece estar siguiendo este derrotero. Como corolario en el siguiente cuadro especificamos las diferentes especies de capital político y condensamos los cuatro estados del campo político en América Latina. 288 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Pablo Alberto Bulcourf- Nelson Dionel Cardozo Figura 1: Especies de capital en el campo político 289 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Pablo Alberto Bulcourf- Nelson Dionel Cardozo Figura 2: Estados históricos del campo político en América Latina | Elaboración propia 290 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Pablo Alberto Bulcourf- Nelson Dionel Cardozo 5. A modo de conclusión: construyendo una praxiología de la ciencia política Como se ha señalado en numerosos ocasiones el trabajo de Pierre Bourdieu ha sido uno de los principales aportes a las ciencias sociales de las últimas décadas. Autor multifacético, conocedor como pocos del campo científico y, ante todo su principal crítico. Su obra trasciende las fronteras de la sociología francesa y se instala como una guía para tratar de arrojar un haz de luz sobre la compleja trama de relaciones sociales sobre objetos diversos (Martinez 2007). En lo que respecta al estudio de las relaciones de poder el legado de Bourdieu nos permite establecer una mirada diferente al conjunto de fenómenos que tradicionalmente ha abordado la teoría política. Sin caer en determinismos ni reduccionismos sus conceptos desestructuran el tramado complejo de relaciones que hacen a la actividad política, sus actores, formas de agrupamientos, estrategias y condicionantes. El concepto de campo político que tratamos de elaborar a partir de Bourdieu posee la plasticidad y precisión necesarias para comprender la dinámica política de las sociedades contemporáneas. Es por ello que hacemos un llamado especial a los cultores de los estudios políticos a echar una mirada por la obra del pensador galo. La extrema diversidad de perspectivas y orientaciones que presenta hoy en día la teoría política pueden encontrar en la riqueza de la teoría de Bourdieu un idioma que permita una comunicación en una Torre de Babel donde la fuga prevalece ante el diálogo. Es por eso que la praxiología social que bregaba como modo de síntesis de la experiencia vivida por la sociología puede trasladarse a la teoría política y permitir un crecimiento fructífero y una práctica reflexiva. Por otro lado, sus estudios sobre la comunidad académica deberían guiarnos a pensar nuestro quehacer cotidiano y especialmente la forma en que el conocimiento que creamos se reproduce y se articula con la misma praxis política en donde las luchas por el poder también son trasladables al campo académico de la teoría política. Posiblemente pensar desde y cómo Bourdieu sea un ejercicio de autoconomiento que nos oriente hacia una disciplina política y socialmente más responsable, crítica y comprometida. Bibliografía Alford, R. y R. Friedland. 1991. Los poderes de la teoría. Buenos Aires: Manantial. Almond, G. 1999. Una disciplina segmentada. Escuelas y corrientes en ciencia política. México: Fondo de Cultura Económica. Ansart, P. 1992. Teorías sociológicas contemporáneas. Buenos Aires: Amorrortu. Bobbio, N. 1982. “Ciencia Política”. En Diccionario de Política. 3ra. edicción compiladores Bobbio N. y N. Matteucci. Madrid: Siglo XXI. Bonnewitz, P. 2003. La sociología de Pierre Bourdieu. Buenos Aires: Nueva Visión. Bourdieu, P. 1986. La sociologie de Bourdieu. Paris: Le Mascaret. Bourdieu, P. 1990. Cultura y poder. México: Grijalbo. 291 Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, Nº1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840 Pablo Alberto Bulcourf- Nelson Dionel Cardozo Bourdieu, P. 2006. Argelia 60. 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