Pliego - Vida Nueva

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2.915. 1-7 de noviembre de 2014 PLIEGO TEOLOGÍA INDÍGENA, EVANGELIZACIÓN Y DÍAS DE MUERTOS CARLOS VILLA ROIZ, periodista Ilustrador: MIGUEL ÁNGEL LOMELIN Los días de muertos (el 1 y 2 de noviembre) en México son punto de encuentro entre la teología prehispánica y el cristianismo, porque la importancia que daban a la muerte fue crisol para la nueva fe; no se puede entender la cultura indígena sin sus fiestas y ritos funerarios. Mitología y religión eran parte cotidiana de la vida indígena. Por ello, la celebración de Todos los Santos y los Fieles Difuntos prosperaron con facilidad. PLIEGO Dualidad o Trinidad teológica los primeros evangelistas hablaron de la Trinidad, concepto teológico que los rebasaba por mucho y que tuvieron que aceptar como dogma, en lo abstracto, abandonando la lógica creadora que les mostraba todo en la naturaleza. La dualidad indígena y la Trinidad cristiana no eran compatibles, y su entendimiento se dificultó más con la visión masculina del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. ¿MONOTEÍSMO? U no de los primeros obstáculos fue que, en la teología indígena, la dualidad de sus dioses era lógica y natural, pues ellos veían al hombre y a la mujer como complemento obvio en la reproducción humana y única vía para lograr la fertilidad. Este modelo se repetía entre los animales: machohembra; y, así, el concepto lo aplicaron al sol y a la luna, al día y la noche… Lo dual era complementario en el cosmos, y por ello sus dioses supremos fueron Ometecuhtli y Omecíhuatl, hombre y mujer. El prefijo náhuatl ome significa dos. Esta dualidad divina fue conocida con el nombre de Ometéotl y, a partir de esta pareja, les resultó más fácil entender la creación. La primera acción de Ometéotl fue crear a otras cuatro deidades que son conocidas como los Tezcatlipocas: el rojo, el azul, el blanco y el negro, quienes son, respectivamente, Xipetotec, Nuestro Señor desollado; 24 Huitzilopochtli, Colibrí Zurdo, la deidad guerrera; Quetzalcóatl, y Tezcatlipoca, el Espejo que Humea y a quien representaban con un pie descarnado. Hay contradicciones en las versiones mitológicas, pero abundantes puntos de concordancia. En la cultura náhuatl, Tezcatlipoca Negro y Quetzalcóatl acudieron a un océano primigenio donde habitaba Cipactli, un monstruo del cual surgió nuestro mundo. Tezcatlipoca Negro le ofreció como señuelo su pierna y este emergió del abismo y se la comió. Entonces, Tezcatlipoca y Quetzalcóatl domaron a Cipactli, dando origen de la tierra. La versión indígena de la creación, tanto como el Génesis y aun la ciencia moderna, coinciden en que el origen de la vida surgió en el océano; la Biblia afirma que, en el principio, “el Espíritu de Dios se movía sobre el agua”. Sin embargo, la cosmovisión dual indígena fue punto de choque cuando Algunos estudiosos contemporáneos suponen que, entre las principales castas sacerdotales, había quienes intuían la existencia de una fuerza creadora superior por encima de Ometéotl; era una voluntad creadora llamada Tloque Nahuaque (El que está cerca, al lado y alrededor de las cosas) “Señor de lo cercano y lo lejano”. De acuerdo a la mitología náhuatl, Tloque Nahuaque fue el dios creador y ordenador de todas las cosas; él se creó a sí mismo según su pensamiento. Aunque esta deidad no fue representada en el México antiguo y, por lo tanto, no hay evidencia de culto a su existencia, en la literatura náhuatl se advierte, lo que no está plenamente aceptado por arqueólogos e historiadores. Defienden la existencia de este dios supremo el doctor Miguel León Portilla, en su libro Filosofía Náhuatl; José Luis Martínez, en su libro Nezahualcóyotl. Vida y obra; Fernando Alva Ixtlitlxóchitl y Diego Muñoz Camargo, en su Historia de Tlaxcala, quien cita: “Será razón que tratemos del conocimiento que tuvieron de un solo Dios y una sola causa, que fue aquel decir que era substancia y principio de todas las cosas; y es así que como todos los dioses que adoraban, eran los dioses de las fuentes, ríos, campos y otros dioses de engaños, concluían con decir: ¡oh Dios, en quien están todas las cosas!, que es decir el Teo tloque nahuaque, como si dijéramos ahora, aquella persona en quien asisten todas las cosas acompañadas, que es solo una esencia. Finalmente, este rastro tuvieron, de que había un solo Dios, que era sobre todos los dioses…”. El rey poeta, Nezahualcóyotl, en uno de sus cantos, decía: “Es el Dador de la vida que sustenta a la tierra”. Otro, en Cantares Mexicanos, refiere: “… existe la ciudad de Tenochtitlan, el Dador de la vida la hace florecer”. LOS REINOS DE LA MUERTE Para los indígenas no había ni cielo ni infierno, aunque, después de la muerte, sí había otro tipo de vida y existencia. El gran Señor de la muerte se llamaba Mictlantecuhtli y su esposa, Mictlancíhuatl. Cíhuatl significa mujer. Ellos reinaban en el Mictlán, un lugar del inframundo propio para los muertos comunes, donde permanecerían hasta la eternidad sin pena ni gloria. Quetzalcóatl, como un Orfeo indígena, bajó a los “infiernos”, al Mictlán, donde estaban los huesos de los antepasados de los hombres y con ellos dio vida a una Quinta Humanidad, que es la nuestra. Quetzalcóatl robó aquellos huesos y también a las hormigas, los granos de maíz, para que el humano pudiera alimentarse. Para honrar al Mictlán, algunos pueblos indígenas hacen referencia a su nombre. En Oaxaca, está Mitla, famosa zona arqueológica por las grecas de las fachadas de sus edificios. Mitla, en su significado náhuatl, es “Lugar de muertos”. Además del Mictlán, estaba el Tlalocan, donde reinaba Tláloc, la deidad del agua. A este sitio iban quienes morían a causa de un rayo, granizo o ahogados, y quienes padecieron enfermedades bubónicas. El Tlalocan, de acuerdo con dibujos en códices y un mural de Teotihuacán, era un jardín con flores, donde corrían arroyos y volaban aves y mariposas. Este escenario era lo más parecido al cielo cristiano, pues se mostraba como un lugar de placer. El destino de los muertos estaba condicionado a la forma en que fallecían. Las mujeres que perdían la vida en el parto eran llamadas Cihuateteos y se representaban con el rostro descarnado, cadavérico. Se les ve de hincadas y sentadas sobre sus piernas, con las palmas de las manos extendidas hacia el frente. A partir del cuarto año del fallecimiento, las Cihuateteos se convertían en coloridas aves que acompañaban al sol en su viaje diurno, desde el amanecer hasta el mediodía. Bernal Díaz del Castillo relata que la conquista de México Tenochtitlan fue anunciada con presagios, entre los cuales había una Cihuateteo que gritaba por las noches y se lamentaba por el destino que tendrían sus hijos los mexicanos. Esto es un antecedente de leyenda de La Llorona, pero la leyenda está generalizada en todo el país e incluso en América. La Llorona también se relaciona con Cihuacóatl, una mujer serpiente. Había otro tipo de aves, las que volaban junto al sol desde el mediodía hasta el ocaso. Eran los guerreros muertos en batalla, quienes también mutaban después del cuarto año de su fallecimiento. Una de las órdenes militares de México-Tenochtitlan era, justamente, los Guerreros Águila y, en el escudo de la fundación de la ciudad, vuelve a aparecer el águila, como símbolo del sol. Las aves simbolizaban presagios, como consta en códices como el Borbónico, y tenían relación con los días del calendario; algunas plumas eran muy preciadas como moneda. Luego de comprender estos conceptos, se entiende de manera más amplia el Nican Mopohua, referente a las apariciones en el Tepeyac, aquella mañana del 9 de diciembre de 1531: “Era sábado, muy de madrugada, venía en pos de Dios y de sus mandatos, y al llegar cerca del cerrito llamado Tepeyac ya amanecía. Oyó cantar sobre el cerrito, como el canto de muchos pájaros finos; al cesar sus voces, como que les respondía el cerro, sobremanera suaves, deleitosos, sus cantos sobrepujaban al del coyoltototl y del tzinitzcan y al de otros pájaros finos. Se detuvo a ver Juan Diego. Se dijo: ¿por ventura soy digno, soy merecedor de lo que oigo? ¿Quizá nomás lo estoy soñando? ¿Quizá solamente lo veo como entre sueños? ¿Dónde estoy? ¿Dónde me veo? ¿Acaso allá donde dejaron dicho los antiguos nuestros antepasados, nuestros abuelos: en la tierra de las flores, en la tierra del maíz, de nuestra carne, de nuestro sustento; acaso en la tierra celestial? Hacia allá estaba 25 PLIEGO viendo, arriba del cerrillo, del lado de donde sale el sol, de donde procedía el precioso canto celestial. Y cuando cesó de pronto el canto, cuando dejó de oírse, entonces oyó que lo llamaban, de arriba del cerrillo, le decían: “Juanito, Juan Dieguito”. esa población entre 1542 y 1560, ya estaba representado el Espíritu Santo en forma de paloma, con las alas enhiestas, al lado de otras aves. LA PALOMA Y EL ESPÍRITU SANTO Cuando los frailes enseñaron las Sagradas Escrituras y hablaron sobre la concepción de María mediante la acción del Espíritu Santo, es de suponer que los indios hayan entablado similitudes con el relato del embarazo de Coatlicue, la madre tierra. Según leyenda mexicana, Coatlicue, madre de los demás dioses, de la vida y de la muerte, de la tierra y la fertilidad, quedó embarazada mientras barría, cuando una pluma entró en su vientre. Como los dioses solo podían concebir con otros dioses, su hija (Coyolxauhqui) y sus 400 hermanos decidieron matar a su deshonrada madre, pero en ese momento nació Huitzilopochtli, el Dios de la guerra, y desmembró a su hermana y mató a otros de sus hermanos. A pesar de que ambas concepciones resultan inexplicables, los frutos de su embarazo son opuestos. De Coatlicue nace la divinidad guerrera de los mexicanos. Por su parte, María, dio a luz al Redentor, quien dio su vida para lavar los pecados de la humanidad. Huitzilopochtli exigía sangre humana; Jesús, entregó la suya por amor. Uno de los nombres que recibía Coatlicue fue Tonantzin (Nuestra Madrecita) y, después de las apariciones de la Virgen de Guadalupe en el Tepeyac, en 1531, la Virgen fue llamada amorosamente por los indios Tonantzin, pero no en memoria de la antigua diosa, sino por el significado literal de la palabra. El fervor guadalupano solo es explicable a través del milagro. A los frailes les hubiera resultado imposible sustituir la feroz imagen de Coatlicue, cuya fisonomía es amorfa y terrorífica, por la dulce y amorosa imagen de la Virgen morena. No son compatibles ni tienen puntos de concordancia en sus valores. La principal característica del sincretismo religioso “es que se realiza a través de la mezcla de los productos culturales de las tradiciones coincidentes” y, aunque la concepción Cuando los primeros evangelizadores hablaron del Espíritu Santo representado como paloma, es de suponer que la visión cognoscitiva haya traído confusión en los indios, ya que, como señala Francisco del Paso y Troncoso, al estudiar el Códice Borbónico, “los númenes indianos gustaban también de acompañarse de ciertas aves: los dioses del fuego y de la tierra, con dos especies de colibrí, uitcitcilin; el dios de aire, con el gallipavo uexólotl; el sol o Tonatiuh, con la codorniz, collín; el Señor del “infierno”, Mectlantecuhtli, con la lechuza, xixtli; Tezcatlipoca, dios de la providencia, con el búho, tecolotl; y así los demás de la lista, con excepción de Cinteotl, dios de los mantenimientos, que no se juntaba con ave ninguna, pero que gustaba de la compañía de otro habitante de las regiones aéreas, la mariposa o papalótl”. Por su parte, fray Bernardino de Sahagún confirma que el canto de las aves anunciaba presagios buenos o malos, y puso como ejemplo un ave llamada oacton, al búho y la lechuza. El encuentro casual con otros animales, como la comadreja, el conejo, la sabandija, hormigas, ranas y ratones también eran motivo de adivinación. Por desgracia, “se ignora absolutamente el papel que esos habitantes del aire desempeñaban en el tonalámatl” o libro adivinatorio de los destinos”. Hay poblados cuya toponimia hacen referencia a las palomas, como Huilotepec: Huilotl-“paloma”, Tepec“cerro”, lo que en mexicano significa “cerro de las palomas”. Sahagún menciona un tipo de pan de maíz molido hecho sin cocer que se llamaba huilocpalli, que significa “posadero de paloma”, y que los joyeros ofrendaban a Xipe Totec. En la lámina VIII del Códice Tlatelolco, que se refiere a los acontecimientos de 26 LA MATERNIDAD DE LA VIRGEN MARÍA Y COATLICUE de ambas resulta inexplicable, los valores que representan no son coincidentes, sino opuestos y, por lo mismo, no hubieran podido cohabitar en armonía. La conquista de México derribó ídolos y destruyó templos. Al momento de las apariciones, Coatlicue había sido derrotada diez años antes por el soldado español y ya era leyenda; no había posibilidad de simbiosis en la que los dos cultos se pudieran mantener de forma simultánea. Sin embargo, en el proceso de asimilación de la doctrina, es posible que ambas historias se hubieran conectado en algún momento mediante esta fórmula: la Virgen quedó encinta mediante la acción de Espíritu Santo representado como una paloma; Coatlicue quedó embarazada con una pluma de ave en su vientre. María es Tonantzin, Nuestra Madrecita, pero Huitzilopochtli exigía guerra y sangre, y Jesús nos liberó de Huitzilopochtli, el falso dios. LA AUSENCIA DE CIELO, PURGATORIO E INFIERNO La enseñanza de la doctrina trajo conceptos nuevos que no fueron entendidos fácilmente. El cielo, como espacio físico, encontró su mejor equivalencia en el Tlalocan, un Edén florido y placentero; sin embargo, resultaba demasiado abstracto para los indios imaginar el paraíso como la exclusiva presencia de Dios o un estado espiritual de gracia. Por su parte, el Mictlán, en el inframundo, semejaba más a la visión cristiana del limbo o judía del Seno de Abraham, un sitio sin castigo o premio en espera de la resurrección final, y que fue la que explicación que dieron los primeros teólogos al interrogante de adónde iban los niños no bautizados o los justos antes de la muerte de Cristo. No está de demás recordar que, bajo el auspicio del papa emérito Benedicto XVI, un grupo de teólogos llegó a la conclusión de que el limbo no existe, pues, por el mérito de la Pasión de Cristo, los recién nacidos que fallecen sin bautizar tienen acceso al cielo, entendido este como la presencia de Dios. El purgatorio, como un lugar o un estado de purificación para las almas, tampoco existía en la mentalidad indígena, no obstante ellos tenían definidos principios sobre el bien y el mal, tal como lo muestran sus normas de convivencia y el derecho civil, y sobre el cual ahondan fray Bernardino de Sahagún, o las últimas láminas del Códice Mendocino. El infierno como un lugar o estado de tortura eterna para las almas, generada por la ausencia de Dios, tampoco tenía cabida en la cosmovisión india, y, ciertamente, su conocimiento despertó terror en muchos nativos. Por ejemplo, fray Toribio Motolinía narra que “hubo muchos de ellos que tomaron tanto espanto y temor, que temblaban de oír lo que los frailes les decían, y algunos pobres desarrapados, de los cuales hay hartos en esta tierra, comenzaron a venir al bautismo y a buscar el reino de Dios, demandándole con lágrimas y suspiros y mucha importunación”. La evangelización cruzó por distintas etapas. La destrucción de ídolos fue una experiencia traumatizante, ciertamente. Fray Diego Durán rescata un diálogo en el que los indígenas pedían a los españoles que rezaran a su Dios, porque los suyos, de piedra, ya habían sido destruidos, y no caía lluvia sobre la milpa. Las nuevas representaciones artísticas derivadas del catecismo, con gran sentido pedagógico, fueron de gran utilidad en la enseñanza, porque los nativos estaban acostumbrados a las imágenes, como también ocurrió con las representaciones teatrales de los autos sacramentales y pastorelas. Sin embargo, el poco conocimiento que tenían los frailes de las lenguas indígenas y el irreconciliable cruce de dos cosmovisiones dificultaron la enseñanza. Los nativos estaban dispuestos a aceptar la cruz, pero sin renunciar a sus antiguas deidades. Motolinía explicaba: “Hallaron lo más dificultoso y que más tiempo fue menester para destruir, y fue que de noche se ausentaban, y llamaban y hacían fiestas al demonio, con muchos y diversos ritos que tenían antiguos, en especial cuando sembraban el maíz y cuando lo cogían”, y es que, durante la conquista y los primeros años de evangelización, a partir de 1524, incontables ídolos fueron destruidos, pero los indios, tratando de salvar su fe, “escondían los ídolos y los ponían en los pies de las cruces, o en aquellas gradas debajo de las piedras, para allí hacer que adoraban la cruz y adorar al demonio, y querían allí guarecer la vida de su idolatría”. La evangelización, la conquista espiritual, fue más difícil que la armada, porque estaba encaminada a la razón y, por ello, las autoridades decretaron que todos los niños deberían asistir al catecismo para que se formaran en la doctrina. Esta medida trajo consigo el enfrentamiento cultural y religioso entre padres e hijos, y con ello surgieron los primeros mártires de estas tierras: los tres niños indígenas beatos de Tlaxcala (Juan, Antonio y Cristóbal), torturados y asesinados por sus propios padres, bajo la presión de los ancianos de sus comunidades. 27 PLIEGO LA GUERRA FLORIDA Y LA MUERTE Como en tantos grupos humanos, la guerra fue una actividad primaria para la cual se preparaba a los varones desde los 15 años en las escuelas conocidas como telpochcalli, y que había una en cada barrio de la ciudad. El Calmécac, por el contrario, era una escuela de élite para formar a niños y jóvenes en el gobierno, la vida sacerdotal, las artes o los mandos militares. La guerra, más que oficio, era una vocación, un destino definido por el tonalli de los mexicas. El Códice Aubin y otros más, como el Ramírez, narran el peregrinar de los aztecas, desde el mítico Aztlán… “Entonces se les apareció su dios Huitzilopochtli, Colibrí Zurdo, y les dijo que ya no se llamarían aztecas sino mexicanos, y les dio el arco y la flecha, y les horadó las orejas”. La guerra era su misión. Los mexicanos fueron el último grupo náhuatl que se asentó en el valle de Anáhuac y, por medio de tributos, guerras y alianzas, crearon un imperio. La fundación de su ciudad en un islote pantanoso solo se puede explicar por cuestiones religiosas, y la muerte, en este sentido, fue tan cotidiana como natural. Mexicas y tlaxcaltecas entablaron continuas guerras para hacerse con prisioneros que serían sacrificados en los altares. Estas Guerras Floridas liberaban a los verdugos del lazo de familiaridad, al momento de sacrificar a las víctimas, que eran vistas como ofrendas a los dioses que reclamaban sangre humana. Las víctimas-ofrendas llevaban ante los dioses las peticiones de los pueblos; sin embargo, había otro tipo de sacrificios no rituales. La evangelización cambió a esas deidades, cuya sed jamás saciaba, por un Dios hecho hombre que, lejos de reclamar sacrificios, Él mismo se entregaba. La antropóloga Yólotl González reconoce varios tipos de sacrificios: por flechamiento, desollamiento, por fuego, decapitación, extracción del corazón, ahogamiento, como se acostumbraba entre los mayas en algunos de los cenotes o en el lago de Texcoco, en el remolino de Pantitlán. 28 Frente a estos crueles sacrificios, es de esperar que los frailes hayan tenido problemas al tratar de despertar compasión ante la imagen ensangrentada de Cristo, pues los indios cometían actos de barbarie similares. En algunos casos, los prisioneros morían en combate y, para ello, eran atados de un pie a piedras de sacrificio conocidas como cuauhxicalli, como la Tízoc, que se encuentra en el Museo de Antropología. Las víctimas tenían que defenderse en desventaja, con armas de pluma, contra guerreros con pedernales. Los sacrificios gladiatorios –y, en general, los de muerte ritual– fueron representados en códices o esculpidos en tableros del Juego de Pelota, en Chichen Itzá, Yucatán o en Tajín, Veracruz. El sacrificio humano con fines rituales no debe confundirse con la ejecución de delincuentes, que era de orden civil. MUERTE Y SEPULTURA Los entierros iban acompañados de ofrendas y objetos útiles para el más allá. Motolinía explicó que “tenían días de sus difuntos, de llanto que por ellos hacían, en los cuales días, después de comer y embeodarse, llamaban al demonio, y estos días eran de esta manera: que enterraban y lloraban al difunto, y después a los 20 días tornaban a llorar al difunto y a ofrecer por él comida y flores encima de su sepultura; y cuando se cumplían 80 días hacían otro tanto, y de 80 en 80 días, lo mismo; y acabado el año, cada año en el día que murió el difunto le lloraban y hacían ofrenda, hasta el cuarto año; y de allí cesaban totalmente para nunca más acordarse del muerto”. Había varios tipos de entierros: los primarios, donde es posible diferenciar los restos de una sola persona; y los secundarios, donde hay varias osamentas. La ciencia hoy permite conocer las causas de muerte, sexo y edad de las personas, posibles fechas de fallecimiento, e incluso, los grupos raciales. Hay tumbas, como la de Palenque (Chiapas), que, hacia el año 675 d. C., fue cubierta con una lápida labrada descubierta en el interior del Templo de las Inscripciones en 1949. Otros entierros presentan enigmas, como los descubiertos en Las Pilas, en el valle de Amilpas, Morelos, donde varias personas fueron sepultadas en canales de riego, en honor al dios del agua, Tláloc; todos los cuerpos están en posición de Flor de Loto. Unos más fueron sepultados como ofrendas multitudinarias. A veces, se trataba de prisioneros, pues sus manos estaban atadas. Otros más eran depositados en urnas o vasijas de cerámica, con tapa o sin ella; sobre todo, cuando se trataba solo de huesos o cenizas. En el área maya, la costumbre data del preclásico. El petate constituía un envoltorio adecuado para los cuerpos, de allí que aún se conserve el refrán del “petate del muerto”. El petate era símbolo de principio y de fin; era el lugar donde se engendraba, donde se dormía y, finalmente, la mortaja. Esta es una de las razones por la cual los altares de muertos se deben colocar sobre petates, tradición que se ha perdido y que solo se conserva en pueblos como Chalcatingo, de tradición olmeca, en el oriente de Morelos. LOS TZOMPANTLI Con un cráneo o miquiztli, fue representado el sexto día de los 20 que tenía el calendario prehispánico y, por esta razón, figura repetidamente en códices como el Durán y el Ramírez. La arquitectura indígena también desarrolló espacios mortuorios y funerarios, los tzompantlis, además de que en la decoración de las ciudades, fueron labrados estelas, tableros y fachadas. Había otro tipo de tzompantli, con verdaderos cráneos humanos, que eran ensartados con una vara por la sien, y se colocaban a manera de ábaco en sitios ceremoniales de las ciudades. Especialistas suponen que los tzompantlis se formaban con prisioneros de guerra, y eran símbolos visibles del poder militar, político y religioso de los pueblos. Bernal Díaz del Castillo, Hernán Cortés, Andrés de Tapia o fray Bernardino de Sahagún dejaron testimonio de la existencia de los tzompantli, aunque las cifras que también inspiran los modernos altares de muertos que se levantan en iglesias y lugares públicos como parte de las tradiciones mexicanas. Algo similar se puede decir de las charamuscas, dulces típicos de Guanajuato que hacen alusión a la famosa colección de momias que exhiben en un museo y que, a su vez, han servido de tema a películas y trabajos literarios de personalidades como Ray Bradbury. La influencia prehispánica también pasó a los dibujos y grabados de José Guadalupe Posadas, quien, con su Catrina y otros personajes típicos hizo crítica social y política en los siglos XIX y XX. Las calaveras literarias, con versos satíricos, tampoco son la excepción, como tampoco lo es la representación de Don Juan Tenorio propia de esas fechas. La muerte también está presente en las artes plásticas, como en la tradición de pintar honras fúnebres a niños muertos. Tal es el caso del muralista José Reyes Meza, o los ahorcados de la Revolución Mexicana que pintó Francisco Goitia. En la iconografía religiosa cristiana, la muerte y las calaveras también han sido aprovechadas con fines pedagógicos y místicos, como es el caso de san Francisco de Asís y otros santos y santas. LOS MITOS DEL MÁS ALLÁ proporcionan pueden ser exageradas. Sahagún dice que en Tenochtitlan había siete tzompantlis. Arqueólogos han encontrado este tipo de altares en el Templo Mayor de México Tenochtitlan, que es el mejor ejemplo, pero también en Tula y Chichen Itzá. Durante la construcción de la Línea 12 del Metro, se encontraron cráneos de tzompantli que corresponden al período posclásico, en la zona de transbordo de la estación Ermita, donde también se encontró el cráneo traspasado de un perro. Durante la conquista, el cráneo de un caballo y los de algunos españoles también fue a parar a los tzompantli, como lo explica Bernal Díaz del Castillo. Andrés de Tapia describió el tzompantli de Tenochtitlan: “Estaban de un cabo a otro de estas vigas dos torres hechas de cal y de cabezas de muertos, sin otra alguna piedra, y los dientes hacia afuera en lo que se puede parecer, y las vigas apartadas una de otra a una vara de medir, y desde lo alto de ellos hasta abajo puestos palos cuan espesos caben; en cada palo cinco cabezas de muerto ensartadas por las sienes: y quien esto escribe, y un Gonzalo de Umbría, contamos los polos que había y multiplicando a cinco cabezas cada palo, de los que entre viga y viga estaban, como dicho he, hallamos a ver ciento treinta y seis mil cabezas, sin las de las torres”. Los tzompantli inspiraron la creación de calaveritas de azúcar y chocolate, y la amplia variedad de panes en torno a las festividades del 1 y el 2 de noviembre. El más conocido de estos, espolvoreado con azúcar, está adornado con un símil de huesos humanos y, por supuesto, La arqueología y sus ciencias afines han entablado semejanzas entre distintas culturas de la antigüedad, no tan solo en América, sino en el mundo entero. Podían llevarnos a la conclusión de que, en lejanas fechas, estos grupos hubieran tenido un tronco común, pero no es el tema de nuestro estudio. Una de estas coincidencias se da en los ritos funerarios, donde prevalecía la costumbre de colocar en la boca del difunto una moneda, como era el caso de Grecia-Roma; fenómeno que se repite en China, donde utilizaban una cuenta de jade, y en algunas partes de Mesoamérica, donde daban al difunto una cuenta de piedra fina. Los mitos y leyendas también coinciden en varios puntos, por ejemplo, en la presencia de un perro negro en el inframundo. Los egipcios 29 PLIEGO consideraban a Anubis, el dios chacal, como la deidad de la muerte, patrono de los embalsamadores; en Mesoamérica, el perro era el encargado de guiar al difunto al inframundo, creencia que prevalecía también entre los mayas. Los perros, como compañeros del hombre en su viaje al más allá, fueron representados en códices como el Vaticano A, el Laud, el Féjerváry-Mayer o el Madrid y, a partir de este estudio, se sabe de la existencia de al menos dos razas, una sin pelo y otra con pelo. El perro o izcuintli era otro de los 20 días del calendario prehispánico. Las ofrendas funerarias se explican por la creencia de que objetos, animales o personas podrán ser útiles al difunto. En China, por ejemplo, Qin Shi Huangdi mandó construir un ejército de terracota para que le servieran después de su muerte; en Mesoamérica, ocurría algo semejante. Fray Diego Durán testimonió que “mataban a las molenderas, para que fuesen allá a molerle y hacerle pan al otro mundo”. Yólotl González explica en El sacrificio humano de los mexicas que “este tipo de sacrificio era definitivamente clasista, pues solamente lo hacían para Señores o Reyes”. Motolinía agrega: “Llevaban las víctimas sus mantas nuevas pensando que allá a donde iban había frío, puesto que no alumbraba el sol”. En cuanto al número de personas sacrificadas, destinadas a acompañar a los muertos, Durán explica que, “cuando murió Axayácatl, los señores vecinos y los de las provincias subyugadas trajeron en promedio cuatro esclavos cada uno; en total fueron 50 o 60 los que ahí mataron, pero cuando murió Ahuizótl fueron 10 los esclavos que trajeron los señores tributarios, y el total de los acompañantes del difunto rey al otro mundo fue de 200”. Las ofrendas más comunes de estos altares son el pan de muerto, flores de cempasúchil, papel picado, frutas (calabazas, naranjas, jícamas), bebidas, platillos mexicanos, velas, monedas, objetos personales, calaveras y elementos religiosos como son el rosario o la cruz. El sincretismo religioso se hace presente en los niveles que se destinan para el altar, y que hacen referencia a la cosmovisión del mundo material y el inmaterial. Los 30 altares de dos niveles representan la tierra con sus frutos y el cielo con sus bendiciones como la lluvia; los de tres niveles representan al cielo, la tierra y el inframundo, aunque bajo una óptica cristiana sus significados pueden ser: la tierra, el purgatorio y el cielo, o bien, la Santísima Trinidad. Los altares con siete niveles representan los siete sitios que debe atravesar el alma para poder llegar al descanso o paz espiritual. Según la práctica otomí, los siete escalones representan los siete pecados capitales. En la cosmovisión azteca, las almas debían pasar ocho niveles o pruebas, antes de llegar ante Mictlantecuhtli y su esposa Mictlancíhuatl, donde encontraban el eterno descanso. EN LA BÚSQUEDA DE LAS CONTRADICCIONES A casi 500 años de que llegara a México la primera cruz con la expedición de Francisco Hernández de Córdoba en 1517, aún existen 60 grupos que se identifican como indígenas y se definen católicos, aunque en sus usos y costumbres conservan elementos sincréticos, y realizan ritos que pueden encontrar sus raíces en tiempos prehispánicos. En el proceso evangelizador se dieron contradicciones como el haber visto arrodillado a Hernán Cortés, el gran conquistador, ante doce humildes franciscanos, cuando los sacerdotes indígenas eran portentosos; o como el predicar a un Dios todopoderoso, aunque los propios frailes, sus representantes, temieran las fumarolas del Popocatépetl, volcán al que consideraban una deidad. Uno de los grandes desafíos de la pastoral indígena es, precisamente, urdir en la historia para encontrar aquellos orígenes, justificar la permanencia de ritos y costumbres en el tiempo y terminar de encausarlos hacia la doctrina. La pastoral indígena, con el apoyo de varias instituciones, como Ayuda a la Iglesia Necesitada, aún sigue misionando en lenguas nativas y traduce la Biblia y el Catecismo, para que el Evangelio pueda llegar a plenitud a los más de diez millones de indígenas en México. 31