Pisco-yacu Polo Godoy Rojo

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PISCO-YACU Polo Godoy Rojo (Cuentos y leyendas) - Año 1989 - INDICE A MANERA DE PROLOGO .............................................................. 2 LA PETACA DE MI ABUELITA. ....................................................... 2 CRISTOBALITO Y SU BURRO CENIZO ......................................... 8 QUE EL SEÑOR LA BENDIGA ...................................................... 12 EL TESTAMENTO........................................................................... 17 REVOLCADERO DE PUMAS......................................................... 24 “LEYENDA DE LOS DOS SOLES” ............................................... 28 LEYENDA DE LA PALOMITA DEL MONTE.................................. 30 IMAGEN DE LA PATRIA ................................................................ 35 LA PUERTITA MALA...................................................................... 38 LAS CARTAS .................................................................................. 41 LA ARAÑA BLANCA ...................................................................... 45 EL MAESTRO NO VUELVE ........................................................... 52 LA GUITARRA EMBRUJADA ........................................................ 56 A MANERA DE PROLOGO Cuando me propuse dar forma a este libro, lo hice pensando en que fuesen páginas que pudieran ponerse sin reserva alguna en manos de los jóvenes y de todos aquéllos que aman a nuestra tierra y a sus tradiciones. Para ello he elegido cuentos y leyendas, algunas dadas a conocer ya en páginas de diarios y revistas y otras escritas en fechas recientes, teniendo todas estas páginas de común estar dirigidas a rescatar costumbres, hábitos, creencias, manera de sentir, pensar y obrar de los habitantes de una gran comarca del interior del país, como son los del Gran Valle del Conlara, en San Luis. Y lo he hecho con mucho respeto y con el cariño que me han inspirado siempre a lo largo de mi vida, ya en los días de mi feliz infancia, ya en mis años de maestro rural, estas mujeres y hombres, nobles campesinos, sencillos, laboriosos y enamorados de la tierra que los sustenta. Muchas de sus costumbres van desapareciendo en forma acelerada. Tal vez dentro de poco tiempo, a penas si quedará memoria de nuestra identidad. La penetración cultural extranjera y la indiferencia de los propios argentinos habrá posibilitado que así suceda. Para entonces, pienso que este libro puede dar testimonio de la forma de vida tradicional de un pueblo que con su trabajo y cariño por la tierra nativa, echó las bases que cimentaron esta patria a la que anhelamos ver siempre elevándose desde sus propias vigorosas raíces. *** LA PETACA DE MI ABUELITA. - La petaca de la abuelita tiene una historia…! - nos contó con su vocecita débil una tía vieja momentos antes de regresar a su casa en el pueblo distante. Muchas veces habíamos visto esa petaca fuerte, bien terminada, trabajada por hábiles manos, que lucía a todo lo largo del frente unos vistosos rombos entretejidos con tirillas de cuero de diferentes colores. Sabíamos que la abuela Manuelita guardaba en ella cuanto le era más querido: medallas, rosarios, pañuelitos finos que ella misma bordaba con delicada mano, libritos de rezos y tantas cosas más que alguna vez alcanzamos a ver acercándonos curiosos cuando ella levantaba cuidadosamente la bien forrada tapa. Pero, hasta entonces, a ninguno de los muchos nietos que compartíamos con ella sus días y su cariño, se nos había ocurrido pensar que su petaquita tuviera una historia. Y con los que nos gustaban los cuentos y las historias que ella misma nos contaba cuando nos sentábamos en la noche rodeando la lámpara grande! Pero de la historia de la petaquita nunca se había acordado. Para más, cuando se la reclamamos, negó que la supiera. Y desde entonces perdieron encantos las rondas que formábamos al atardecer cuando íbamos con nuestros cantaritos y tinajas a la acequia sombreada de sauces y aromada de veramotas. Dejó de interesarnos el infaltable regreso de “Guadañín”, montado en su burro, cimbrando las piernas largas, que volvía desde el pueblo siempre pisando el polvillo de la noche y envuelto en las desafinadas notas de un canto del que jamás pudimos entender ni jota. Nos olvidamos también de “La vieja de los burros”, aquella mujer que nos daba grandes sustos cuando imprevistamente bajaba desde la montuosa serranía arreando su tropilla de burros vizcachillos cargados con un arsenal de cosas raras, que pasaban por el frente de la casa de la abuelita lentamente, para perderse luego a lo lejos en el silencio y desolación de los campos. Y ya no tuvo, tampoco, ninguna gracia escaparnos en plena siesta para el alto de los alpatacos a rivalizar con los negros y relucientes moscardones y brillantes abejitas en la conquista de flores de pencas de agridulces velitas. - La petaca de la abuelita tiene una historia…! - Solamente en eso pensábamos por aquellos días. Y nuestra infancia parecía haberse detenido al peso de aquella preocupación. Pero ella, que vivía adivinando todos nuestros pensamientos, nos comprendió y una noche, conteniendo las lágrimas, nos empezó a contar… - La historia de la petaquita, como ustedes la llaman, es muy simple. Esa cajita de cuero que ustedes conocen, la hizo mi abuelo y me la regaló cuando cumplí diez años. Yo era muy regalona, hija única además y todos se desvivían por verme siempre contenta. Tatita, que era un hombre muy bueno, pero muy serio y que siempre hablaba poco, vivía mucho de su tiempo lejos de las casas ocupado con arreos que traía desde las sierras y mamita le ayudaba en el sostenimiento del hogar trabajando en el telar que tenía bajo esos algarrobos grandes. El santo día las manos de mi madre alargaban las tramas. Yo me pasaba todas las horas jugando, siempre cerquita de ella, siempre contándole todas las cosas que me ocurrían o que deseaba saber, preguntas que a ella le hacían mucha gracia. Cuando querían enseñarme alguna tarea de la casa, mi padre se oponía diciendo que era chica todavía y que no me haría bien trabajar. Por otra parte, que tampoco era necesario. De esa manera me criaban totalmente inútil. Así vivíamos completamente felices, hasta que un día…Yo tenía doce años. Lo mismo que ahora, los vecinos que vivían más cerca eran los del “Alto”, junto al arroyito. Mirando a todo viento no había otra cosa. Y, lo mismo que ahora, ellos eran nuestros mejores vecinos. Una tarde, en la que tatita andaba llevando un arreo, salimos con una vieja criada rumbo a la casa de nuestros buenos vecinos para pedirle a alguna de las niñas, puesto que eran muchas, si podría venir a acompañarnos esa noche. Así fue como, esa tarde, mamita vino a quedar completamente sola en las casas. Ya venía anocheciendo cuando salimos de vuelta desde el “Alto”, yo muy contenta, inocente de todo, como son las criaturas. No habíamos andado mucho cuando divisamos a lo lejos, para el lado del sur, una humareda que nos llamó la atención; seguimos por el senderito un poco asustadas, cuando al pasar por un polear muy grande que había, oímos para el lado del arroyo unos gritos que daban miedo; mujeres y chicos gritaban que los favorecieran, aullaban los perros, escandalizaban las gallinas y gallinetas y otros gritos como largos chillidos, lastimaban nuestro oídos. Después, escuchamos patentitos unos tropeles que hacían temblar la tierra. Si aquello parecía el fin del mundo! Mi pobre corazón no daba más. Tantos horrores habíamos oído contar de los malones. Eran los bravos ranqueles que venían del sur. En ese momento ni una idea nos venía a iluminar. No sabíamos qué hacer del miedo tan grande que teníamos. Llorando nos tiramos boca abajo entre el polear y nos cubrimos la cabeza con las manos tratando de no ver ni oír. Pero qué…! En seguida nomás nos dimos cuenta bien clarito que la manada de caballos se descolgaba como un viento desde lo alto de la lomada. Se oyeron cada vez más cerca los golpes de los cascos sobre las piedras y los gritos salvajes que parecían trizar el alma. Nosotros no atinábamos más que a rezar. Qué sufrimiento fue aquél, Dios mío! Pasaron a pocos metros de nosotros sin divisarnos, solamente porque el Señor, con su misericordia, quiso apiadarse de tan débiles criaturas. Pero cuando hubieron pasado, no nos alegramos ni un chiquito porque estábamos seguras que se dirigían derechito a casa y que mi madre no tenía salvación. Y sucedió tal como pensábamos; al oír los gritos desesperados que ella nos daba, nos enderezamos rápidamente; pero tan asustadas estábamos que no fuimos capaces de dar ni siquiera un paso, no para acudir en defensa suya, porque eso hubiera sido una locura, sino para rogarle a los indios intrusos que nos llevaran junto a mi mamita para acompañarla. Pero cuándo! Mirábamos y mirábamos para el lado de las casas, sin poder pronunciar ni una sola palabra. Después…como si el viento los empujara, oímos que los nativos huían hacía el sur, siguiendo la costa del río. La noche parecía que nos apretaba. Llegamos a casa con el luto en el alma. Mi madrecita querida no estaba! Se la habían llevado nomás los indios! Las lágrimas no la dejaron continuar. Calló la abuelita y, comprendiendo su gran sufrimiento, nadie se animó a pedirle que continuara el relato. Así vino a quedar trunca la historia de la petaquita. Pero no podíamos olvidarnos de ella y vivíamos preguntándonos qué habría sucedido después. Por suerte para nosotros, a los pocos días faltaron tres cabritos de la majada y abuelita nos mandó a la casa del “Alto” a preguntar por ellos. Un viento frío barría nubes del sur. Nos fuimos contentos llenándonos el alma con el olor a poleos florecidos en esa nueva primavera. Al recorrer la sendita nos vino a la memoria, otra vez, aquella historia de la petaquita. Qué pena no saberla! Y si allá en el “Alto” le preguntábamos a doña Carmen que había sido tan amiga de abuelita? Ella tal vez la supiera. Con esa idea llenándonos la cabeza, más pronto llegamos; al mismo tiempo se desencadenaba con furia la tormenta. Qué mejor para contar cuentos esa tarde! - Que si conozco la historia? - dijo sonriente la dueña de casa, feliz de poder hacernos olvidar el ruido infernal de truenos que parecían reventar su furia encima de la casita. - Sí, pues, y con pelos y señales -, agregó. Nosotros palmoteamos de gusto ya olvidados de la tormenta. Y entonces ella habló así: - Está claro que Manuelita no les haya podido seguir contando. Tuvo tanto que sufrir entonces que le recuerdo de aquellos días la aflige muchísimo todavía! Bueno… cuando el padre de ella volvió, al enterarse que los indios le habían llevado a su mujer y cuanto de valor tenía en la casa, quedó como trastornado. Manuelita andaba igual. Yo iba a entretenerla, pero nada la alegraba. Cerca de un año habría pasado después de aquel sucedido -, continuó contando - cuando cerca de la madrugada a la niña la despertó el canto del gallo y en seguida oyó un tropel que llegaba hasta los algarrobos grandes de la punta del patio. Quedó escuchando atentamente. Tenía mucho miedo. Se disponía a hablar a su padre, cuando se dio cuenta, al oír una bullita por el patio que era su padre el que conversaba con otro hombre. Luego entraron al cuarto de las visitas, oyó asegurar la puerta del medio y por una ranurita que esta puerta tenía, vio brillar la luz de la vela. Hablaban en voz tan baja que no alcanzaba a oír nada de lo que decían. De qué hablarían? Estaría en peligro también la vida de su tatita? O eran noticias de su madre las que ese extraño les traía? Y por qué a esa hora? Mil preguntas más se hacía Manuelita y sin poder responderlas temblaba y no hallaba qué hacer. Al fin se decidió, saltó de la cama y apegó el oído a la puerta. Se daba cuenta de que eso estaba mal hecho, pero no pudo contenerse. El desconocido hablaba, con voz gruesa, de indios, reales, senderos ocultos, grandes peligros y otras cosas que ella no alcanzaba a comprender. Le faltaba el aire. Tanto era su miedo que ya estaba a punto de intentar abrir la puerta del medio para correr a refugiarse en brazos de su padre, cuando le oyó decir en voz bien clara y fuerte: - Dice usté que puede ayudar a mi esposa a escapar de la toldería. Muy bien. Eso es lo único que me interesa. Por lo demás, soy hombre que vive solamente de su trabajo, pero fije un precio para hacerme ese favor y yo le pagaré a su debido tiempo sin mirar para atrás. Eso sí, quiero que me asegure que me entregará viva a mi querida esposa. El desconocido le dio en voz baja la respuesta y al parecer quedaron de acuerdo. A Manuelita se le pasó el miedo como por encanto. Su madrecita estaba viva! Qué importaba, entonces, todo lo demás! Qué importaban todos los sacrificios que tuvieran que realizar con su tatita para reunir la suma que el desconocido había solicitado! La esperanza perdida, al renacer, le había devuelto de golpe, toda la alegría. El extraño se fue en silencio, como había venido, sobre el filo de la madrugada. Manuelita me contaba después con qué ansiedad había esperado que aclarara el día para corre a besar a su tatita y recibir de sus labios la hermosa noticia! No durmió más esperando ese momento. Muy grande, sin embargo, fue su decepción, cuando después de saludarlo se quedó esperando inútilmente lo que anhelaba conocer. El no le dijo ni media palabra. Era posible que hubiese oído mal lo tratado en la conversación? Ella no se animaba a hacerle la pregunta para salir de su duda, porque tendría que confesarle que había estado espiando y eso, que le estaba prohibido, le ocasionaría, por supuesto, un gran disgusto a su tatita. De tal manera que su alegría, que era como una chicharrita criando alas en su corazón, calló de nuevo. Y así siguió viviendo sus días repartidos dolorosamente entre la esperanza y la tremenda duda. Eso sí, se sentía alentada al ver que, de la noche a la mañana su padre se había convertido en otro hombre; seguía siendo el mismo en cuanto a su seriedad, siempre reservado, hombre de pocas palabras y desde que su esposa faltaba del hogar, era visible que vivía como vencido por una gran tristeza. Pero desde que llegara aquella misteriosa visita, noche y día no paraba de trabajar. Guapo había sido siempre, pero de vez en cuando se daba un respiro; pero ahora nada; ni de noche como digo, ya que se quedaba hasta altas horas de la noche trabajando. De vuelta de los arreos, saltaba del caballo y ya en seguida, andaba hecho un arco sobre el arado y en los pocos ratos libres y sobre todo en la noche, tejía azoteras para látigos, unos finísimos botones para riendas y bozales de tiritas de cuero muy finas en un trabajo tan prolijo, que aquello era un primor. No había duda que ganaba bastante más dinero que antes. Una noche, Manuelita lo sorprendió contando los reales que guardaba en una tinaja, pero él, sin darle mayor importancia, le confió que era para comprar la felicidad de los dos, pero de inmediato guardó su pequeño tesoro y se alejó. Manuelita, a todo esto, seguía siendo tan regalona como antes. Ni un jarro de agua le dejaban alcanzar. Sin embargo, a todos los que la veían, les llamaba la atención que la niña, día a día, se la viera más delgada y pálida. Nadie se explicaba qué podía sucederle. Esto fue otro motivo de gran preocupación para el padre. Una noche, muy tarde, le oyó contar de nuevo las monedas. Y a la madrugada siguiente, espiando desde su ventana, lo vio cargar unas mulas con árganas y exportones y salir con rumbo desconocido. Aunque no dijo nada a nadie, Manuelita presentía que se acercaba el momento que vivía esperando en silencio. No podía engañarse. Los últimos días lo había visto a su padre muy animoso y por momentos hasta alegre, dentro de la reserva que lo caracterizaba y que en todo ese tiempo se había hecho más cerrada todavía. No, no podía engañarse. Y salió del voluntario encierro en el que pasaba la mayor parte de los días y se desvivió arreglando una y otra cosa, haciendo limpiar y poniendo orden en toda la casa. El día con el que soñaba debía estar muy cerca. A los seis días el viajero estaba de vuelta. Y aquella escondida felicidad que parecía acompañarlo días ante de partir, se había convertido en un nudo de angustia que no lo dejaba ni siquiera hablar. - Me han asaltado, Manuelita! - fue lo primero que pudo decir después de haber desmontado. Toda esa esperanza que tan finamente había hilado estaba deshecha por un solo golpe traidor. Y entonces, necesitado de un corazón con quien compartir tanta penuria, se confió a su hija. - Me han robado parte de lo que llevaba para entregar; con el dinero que pensaba reunir, enteraría lo que debo entregar dentro de pocos día para que m’entreguen sana y salva a su mamita allá por la “Laguna Oscura” donde debo ir a buscarla. A la pobre criatura el corazón se le volaba. De manera que había sido cierto que su mamita vivía, que cobraban dinero para devolverla! - Y qué voy a hacer ahora - continuó diciendo desesperado - Llevo vendidos ya todos mis animales, vacas, mulas, hasta la tierra, todo, pero no me alcanza. Los amigos que podían ayudarme, ya lo han hecho. No es mucho lo que me falta para enterar la suma que me han exigido para entregarla. Pero después de este asalto de dónde saco lo que falta para completar la suma que me pide este hombre? Se da cuenta usté? Y si no estoy en el lugar fijado dentro de cinco días, el entregador seguramente la llevará de vuelta otra vez a la toldería. O vaya a saber qué pasará. Pero la perderemos para siempre y ella quién sabe qué irá a pensar de mí, comprende, m’hija? Quedaré como un hombre descariñado y sin palabra. Qué bochorno! - Y la voz se le rompió en un sollozo. Viéndolo así, derrotado, Manuelita fue a contarle el secreto que guardaba tan cuidadosamente; era una suma muy modesta, suponía ella, la que había podido ahorrar a escondidas de su padre. Por eso mismo le pareció ridículo confiarle que tenía ese dinero. Para qué podía alcanzar! Además, el miedo de darle un disgusto porque había estado trabajando a escondidas y vendiendo el fruto de su trabajo, la contuvo en ese momento. En su desesperación, pensando solamente en salvar de alguna manera a su compañera, el hombre empezó a hurgar cuanto rincón y cuanta caja hubiera en busca de anillos, algún puñal o rastra o cualquier cosa que pudiera tener algún valor. A medida que pasaba el tiempo y viendo lo escaso del rendimiento de su búsqueda, fue perdiendo la paciencia. Una sorda protesta contra su mala suerte lo volvía ciego. Y un dolor muy hondo se ensañaba con él. En una de esas idas y venidas, tan nerviosas, levantó la pequeña petaca de Manuelita, esa petaca tan querida por ella, donde guardaba las pequeñas cosas que más quería; pero un grito lo atajó. - No, tatita, la petaca no! -, le rogaba Manuelita. El hombre, asentando la caja, inmóvil, la mirada sin comprender; Era lo que faltaba! Que su hija tuviera secretos, que anduviera con cosas escondidas! Pensó en una mala acción de Manuelita y la rabia le hizo brillar los ojos. Sin poder apartar de su cabeza malas ideas, le gritó sin poder contenerse: - Por qué no la voy a abrir? Estoy en mi casa y aquí yo dispongo de todo! - La petaquita no, por favor, tatita! No! - Manuelita tenía los ojos llenos de lágrimas y la voz le salía sin alientos. Pero aquel hombre, tan prudente, tan cariñoso con su hija, cargado por la rabia, no alcanzaba a verla, ahí, parada frente a él con sus ojitos dulces, sus largas trenzas negras como la imagen de una virgen que va cargando con el peso de un suplicio injusto. Es que había perdido del todo los estribos. - Deme de una vez la llave para abrir! - dicen que le gritó. Ella, en ese momento no era más que una cascarita levantada por un remolino. Como una autómata le obedeció. Y al abrirla, empezaron a salir sus tejidos finísimos, pañuelitos, puntillas, estampitas y muchísimas cosas más. Ella, indefensa, no hacía más que mirar entre lágrimas sus cosas queridas, así revueltas, apretando los puños. De pronto sucedió lo que su padre no esperaba. Cuando ya había sacado todo, dio con una pequeña gaveta de madera, fuerte, cuidadosamente escondida. Cuando dudando por el peso del contenido, hizo correr la tapa, se encontró con que estaba llena, llena de una gran cantidad de monedas de todos los tamaños. Se enderezó con la caja en la mano, la cara como azotada por una llamarada. Pensó por un momento que su hija le había venido robando su dinero. Por eso su pregunta cayó como un azote en la inocencia de la niña. - Y esto? - le preguntó congestionado el rostro por la rabia. Ella, a la que nadie tocara jamás ni con la punta de un dedo ni menos se atreviese a levantarle la voz, sacando sus últimas fuerzas, se largó en brazos del padre. - Son mías, mías, tatita… las junté para ayudarle a comprar nuestra felicidad. - Pero cómo! Con la respiración entrecortada, Manuelita siguió diciendo: - Una noche me pareció haber oído que un hombre le pedía dinero para ayudar a escapar a mamita de las tolderías. Pero usté nada me dijo después. Y yo quedé con mi duda y con mis miedos. Pero lo mismo no perdí la esperanza de que así fuera; y por eso empecé a juntar dinero, seguro de que usté algún día habría de contarme la buena noticia y entonces yo le daría todo el que había reunido. Pero pasaban los días y usté nada me contaba; y además mi dinero era tan poquito que me daba vergüenza ofrecérselo! Entonces, sintiéndola temblar como una palomita en sus brazos, comprendió todo. Había sido duro y egoísta con ella al no compartir su esperanza. Y con mayor claridad todavía, comprendió la belleza del alma de su hija, cuando, entre sollozos le fue contando, cómo, desde que oyó que era posible la vuelta de su madre, se dispuso a ayudarlo. Y así fue cómo, buscando de una forma u otra, halló la manera de hacerlo. Con gran paciencia aprendió a tejer; día a día se esmeraba en lograr labores más bonitas. Y como tenía gran facilidad, no había punto por difícil que fuese que ella no pudiera sacar. Como sabía que no la dejarían trabajar ni siquiera en esas labores, lo hacía a escondidas y cuando su padre no estaba. Y entonces prolongaba sus tareas en la noche, alumbrándose con una vela; tejía y tejía como una arañita, alentada por su cariño, siendo así que nada le parecía imposible alcanzar. Por milagro de ese amor, fueron saliendo de sus habilidosas manos, vainillas preciosas, tejidos de Irlanda, las mallas y delicadas puntillas que alababan y codiciaban todas las entendidas y a las que, por eso, a su criada le era muy fácil vender. De tal manera de reales y de medios reales, había reunido esa cantidad, que en ese momento, al contarlas con su tatita, eran tantas. Le parecía mentira que de una en una, con el correr de los días, hubieran llegado a la cantidad que llenaba de gozo al corazón de su tatita. Porque con ellas alcanzaba para completar la suma que se había comprometido a entregar y además, sobraban monedas como para afrontar los gastos que el largo viaje demandaría. Cuando llegó el día esperado, montados en los mejores caballos, salieron rumbo a la “Laguna Oscura” donde, en un paraje cercano, ya los estaba esperando la felicidad de la que disfrutaron por larguísimos años. La lluvia había pasado. Regresamos saltando sobre los arroyitos que bajaban riendo hacia él cuesta abajo. La alegría nos bendecía con sus cantos los labios. Y la tarde, aromada y dichosa, se enjoyaba de luz en la gotitas cristalinas que lucían las flores, pebeteros mecidos por la grácil mano del aire, elevando un sahumerio para Dios. Al llegar, corrimos a refugiarnos en los brazos de abuelita y, con el beso más tierno, le dijimos de nuestro amor y crecida admiración por ella. CRISTOBALITO Y SU BURRO CENIZO Cristobalito ha quedado solo en su casa; tiene en la boca un gusto dulce melón maduro y la claridad de ese día de verano, que ya ha dispuesto sea toda para él y su burrito Cenizo, se le vuelve bullente cristalería en la sangre. Anda el sol por el mediodía, cuando abre la puerta de trancas y sale costeando el cerco bordeado de achiras y “uvitas del campo”. - Bombilla, doña Crucita! - grita al pasar junto al rancho vecino, montado en su burro, que en ese preciso momento suelta un estornudo, como si riera con todas sus ganas. - Güen día, m’hijito! le responde ella; pero de pronto se detiene en la tarea de juntar las pasitas que han caído al suelo y con las manos en jarra, se queda mirándolo. - “Bombilla” mi’ha dicho? Jesús, si será atreviu este chino! A eso si’ha de aplicar! Pero ya Cristobalito va bajando rápidamente la cuesta, montado a ratos, de pie a otras sobre el lomo de su burro de serenísimo andar y haciendo todas las piruetas que se le vienen a la cabeza. Cenizo castiga con la cola hacia uno y otro lado y olfatea gozoso el día que tiene para su nariz un verde olor a alfalfar florido. - Bicho feo! - Tu agüe…la! - le responde al pajarito que desde una rama alta del nogal le ha soltado alegremente su llamado. Y apenas si dándose vuelta para amenazarlo cariñosamente con la mano en alto, sigue senda arriba, haciendo rodar pedriscos y cantando con toda la boca canciones que jamás a nadie oyera. El día es el que canta por su boca, luminoso y caliente, oloroso también a melones maduros, fragante a tomillo y a menta. Quisiera ser “breverito” para picar brevitas; como soy Cristobalito me conformo con pasitas. De lejos la venía pensando, no son brevas, no; son higos, los higos morados que revientan su azúcar, de maduros que están, en un gajo que escapa hacia el sendero por sobre el cerco ramoso del huerto de don Ramoncito, y en un abrir y cerrar de ojos se la ha prendido como rundún a la flor en primavera, de pie en su burro, que permanece inmóvil con la cabeza gacha; come vorazmente y le parece muchísimo más ricos que los del huerto de su casa. Es que este día es todito para él y su burro Cenizo, por eso todo está más lindo, alegre y aromado. Toma una senda orillada de peperina y luego otra que va a llevarlo al lugar mismo donde el arroyo canta. Camina su burro lentamente a veces, trota a ratos y tiene también en su cara de chiquilín travieso, grandes ojos de picardía. - Cenizo…! Mi Cenicito…! –Y le acaricia la tabla del cogote, en tanto piensa en la próxima diablura que va a hacer. Porque algo, mucho de lo que todos los días piensa y no puede, tiene que realizar ahora. Cómo le arde el día en la piel, cómo le inquieta los pies, cómo le parece que el alma se le ha vuelto pájaro que quiere escapársele locamente por los ojos! Y ese olor a molle, a “meloncitos del zorro” que el sol alza de entre las piedras relumbradoras, por entre los élitros de vidrio de las abejitas que pasan zumbando y zumbando! Allí, en una vuelta de la senda, divisa que viene don Camargo bajando lentamente, montado en su viejo burro, al aire la barbita de papel de seda a la que el viento acaricia suavemente. - Quedate aquí, quedito, que yo m’escondo y l’espanto el burro, oís? Cenizo parece no entender que esto sea bueno, porque en ese momento suelta un fuerte rebuzno que alerta al serrano que se acerca trabajosamente. - Qu’este nu’ es el burro ‘e Cristobalito? Ande ‘ta mi amiguito, po…? Y gracioso, jugando, se desmonta y da en buscarlo inclinándose sobre los yerbajos orilleros. - Anda buscando conejitos agazapau entre las ramas, hom…? La vocecita mansa, viejecita, viejecita, lo desarma. - Va o viene, don Camarguito? - le pregunta asomando de entre los yuyos. - No vis? Descolgando el cerro venimos con mi peludo. Y vos? - Yu’ando comprando lechiguanas. - Dende cuando se venden las lechiguanas, ah? - le pregunta con una sonrisa en el rostro de piel morena y trizada. - Desde que Cristobalito, tiene ganas de sacar una a la siesta pa’ empiparse de miel y nu’haya por parte alguna. - Yo, a mi amigo Cristobalito no le vendo, le regalo una, diez o las que él quiera, que pa’eso somos cumpas… Vaya, m’hijito, cruce el arroyo, dueble p’al altito, baje a unas piedras lajas qui’hay, veia si áhi ‘ta parau un lagarto bayo overo, descuelgue y en un tala que va a ver junto al peñón, va a encontrar lo que busca. Pero ya Cristobalito, con el día de verano adentro del cuerpo, rubio y aromado como carne de melón, cristalino y dichoso como el canto de los zorzales que trinan por las ramazones del arroyo, le hinca los talones a su cenizo. - Cenizo! Cenizo! Si no te digo? Petiso! Y el día canta otra vez en su boca: Cuando vengo en mi Cenizo todos saben di’ande vengo, que es como nada ir en él donde da la vuelta el viento. También abajo, entre loe helechos y altos cocos, el arroyo está dejando desgranar su pedrería de cantos en los cristales que saltan de peña en peña y caen mansamente en el remanso ancho y abierto en amplio redondel. Ahora hará lo que más ansía y que nunca le permitieron hacer. No lo piensa dos veces. Todo el remanso será para él. Todo. Se despoja de un tirón de su ropa, mira el baño donde ha visto con envidia tirarse a los muchachos más grandes que él, lo mismo que unos sapitos. El sol, redondo, como un gran espejo está bien en el medio del agua, que es un cristal finísimo, levemente anaranjado. Se mirará bien de cerca en ese espejo, por qué no? Por primera vez en su vida se mirará en esa lámina apenas movediza, su cara de rapaz con pecas en la nariz, cejas y ojos negros y esa sonrisa de pícaro que no se le borra nunca. - También…ya tengo como ocho años… - Se prepara - Cenizo…! Cenizo.! Mirá cómo me tiro! - Las altas paredes de piedra repiten por lo alto: …zo…zo…zo…ro…ro…ro…! A Cristobalito le parece que es su burrito el que le contesta, porque lo está mirando con sus dulces ojos de niño, bien paraditas las largas orejas, tiesas, tiesas, bien tiesas. Y sin contar si quiera se arroja y el agua lo sostiene flotando y la deforma el cuerpo flacucho y le hace un desparramo de sus extremidades. - Cenizo, vení Cenizo! - Y se zambulle e imagina que su burrito lo persigue y emerge y otra vez le grita, limpiándose los ojos y manoteando luego, pataleando y abriendo las piernas, igual, igual que un sapito. Cenizo, aburrido, después de empanzarse con el agua naranja helada, pellizca yuyitos entre las piedras. Hasta que por fin, el hambre lo saca del agua a Cristobalito. - Y ahora, Cenizo, me podís decir donde hay un puñado de ancua aunque sea, ah? - El burro se le acerca y lo acaricia con el belfo suavísimo de terciopelo y él ríe, ríe, ríe, porque ese día es todo de él y de la risa y ni el hambre más grande podrá hacerlo entristecer. Menos todavía habiendo cerca tanto para comer. Costeando el arroyo está el frutal de don Aspasio. Ufff! Ese viejo mezquino que nunca les mandó ni una sola sandía, duerme la siesta como un tronco. Elegirá la mejor de sus sandías y se las comerá de una sentada. Total, tiene muchísimas. Entre el maizal es la cosa. No pierde tiempo. Cenizo lo lleva en un santiamén. Y están lindas, no hay duda. Grandotas son y rayaditas como un lápiz. Una “azuquita”! No elige mucho. Sólo siente no tener el cuchillito para calar algunas y elegir mejor. Pero será lo mismo. Ya la tiene. A la orilla del arroyo, bajo una sombra frondosa de cocos la lleva. De un golpe la parte. Tiene rojo, bien rojo el corazón y como cristalizado. Y come, come, como un muerto de hambre; las cáscaras se las pasa a Cenizo, que no le desprecia una sola. - Ahora que sí que cuando! - Tras un rato se endereza con la barriga como tambor, se desajusta el piolín que usa a guisa de cinto, se acomoda el sombrerito de hoja de zapallo “helau” y montando de nuevo en el burro lo deja ir, para que haga su santo antojo por una vez en ese día que es de los dos. Cuando cierra su boca con la última gota de canto empieza a darse cuenta por donde su pícaro burro lo lleva. - Ah, ah! Ya te conozco, pajarito! Goloso de miel! Y le dan alborozo a él también unas cosquillas que le hacen brotar la risa, porque ha cruzado ya el arroyo, a doblado por el altito, baja junto a unas piedras lajas, en fin, todo, todo el camino que le enseño don Camarguito para llegar hasta la riquísima lechiguana. Y enseguidita nomás, Cenizo ve a su amo, cubierta la cabeza con la blusita, como un cuco chiquito, cubiertas de barro las manos, encarando el avispero y haciéndose dueño de un panal redondo, grande como un zapallo. - Ay, ayito, Cenizo! Esto es andar en la güena! - Y el burro se relame también y el escozor que el produce el olor a miel parece correrle por el lomo, que le tirita como cuando se le asienta un tábano, porque también conoce la exquisitez de los panales que está acostumbrado a compartir con Cristobalito. Y mano a mano, tapa a tapa, paladean los dos el azúcar riquísimo y aromático hasta que le dan fin. - Y ahora, Cenizo? Qué hacemos? - le pregunta apretándole el hocico con las dos manos y mirándolo a los ojos. No le responde Cenizo, pero lentamente se da vuelta y Cristobalito sabe que ya desea llevarlo de regreso. Y es razón, porque el día se está cortando en el filo de las sierras del poniente, lejos, más allá del pueblo y los “rey del bosque” dejan ya que el agua les apague los trinos. Cristobalito también siente que en su boca el canto se le ha vuelto oloroso a estrellas. Y Cenizo va perdiendo lerdos pasos, removiendo viejos rastros senda abajo, buscando su cerco amigo. - Adiós, Negra! Si te pilla la noche, no sé dónde t’encontrará tu mama…! La “Negra” que lleva una cesta llena de uva moscatel, no halla nada mejor que un racimo de esa uva para arrojarle por la cabeza: - Atreviu! Te voy a acusar! Ya vas a ver! - Gracias! - Cristobalito recoge en el aire el racimo y sigue adelante comiéndolo grano a grano; Cenizo, entre tanto, va contando los pasos que le faltan para llegar. - Que recién vuelve, niño? - Recién, doña Crucita. Hasta “banana”… - y le alarga el saludo con la mano en alto desde su burro. - “Banana” ha dicho? Si será! Chino atreviu! - Y se queda de pie, con los brazos en jarra, mirándolo alejarse, aunque luego le hace gracia la figura menuda del chico zangoloteándose en su burro. - Dios los cría y ellos se juntan! Ni que jueran hermanos! Sí, pues, ni que jueran hermanos… - Y todavía anda su risa por entre los nardos de su patio, cuando ya Cristobalito llega a su casa. Apenas si ha desmontado, cuando lo hacen también sus padres, de regreso del pueblo. - Juntó las pasas, Cristobalito? - No, mama, porque… - Y las cabras? Que no jue a buscar las cabras todavía? - Iba a ir ya, pero dicen qui’anda el lión… - Ah, Cristobalito…! - se lamenta la madre. - Cristobalito… siempre el mismo! - agrega el padre más resignado. - Cristobalito… - Cubre la noche valles y sierras y Cristobalito se duerme oyendo pronunciar su nombre y soñando con que se lo dice Cenizo, que, al acercársele, tiene los ojos grandes, grandes y brillantes como dos de las estrellas más lindas que nunca viera arder en su cielo. QUE EL SEÑOR LA BENDIGA - Levante, no sea que venga calladita y nos agarre sin perros - La voz de la anciana es suave y tiembla ligeramente. El cabello nevado le cae en cimbas por la espalda cargada de años. La rosquilla se afina en sus dedos en tanto gira y gira el huso en las diestras manos. El viejo abuelo, que sentado en un banquito, lezna en mano, acondiciona un árgana, la mira por un momento sin decir palabra. Afuera, la estribación se empina y el cerro, a esa hora del atardecer, se corona con un sol grande y redondo, de oro puro. - Bah! Quédese tranquilita - le dice terminando de colocar el remiendo de cuero y cortando con los dientes el afinado lazo. - La oyí cantar reciencito p’al lau ‘e la cuchillas con calaguala. Debe andar con los chicos de Juan. Las criaturas la siguen como si juera el rey de los pajaritos. - Vaya - insiste ella, al tiempo que le recibe la lezna. El obedece, deja el banco, va a la punta del ramadón y avizora. - Que no oye? En la solemnidad de la tarde azulada sobre los cerros se levanta una voz dulce que canta y a la que hacen coro las voces claras de varios niños: “Si los pajaritos cantan yo también hi de cantar, risas tengo y una vida enterita pa’ entregar”. - Cómo canta esa niña! - dice como en un rezo la anciana. El viejo se vuelve y con picardía en los ojos ya un poco turbios, le susurra al oído: - Hi di’ aprovechar que está lejos pa’hacer otra gargarita. - No se le vaya a ir la mano, nomás, porque ella lo‘hay descubrir por el aliento, no ve? Y aunque el viejo ha entrado a la habitación, lo mismo continúa conversando: - Es güena, pero quiere que le diga una cosa? A veces quisiera que se juera. Entre el ruido de botellas que llega desde adentro, se deja oír la voz del viejo: - Que no l’hi dicho que molesta como el tábano la chica ésa? Siempre con los ojos distantes, con el huso inmóvil entre las manos, ella se queda pensando. Mucho fue lo que debió porfiar para que su compañero accediera a hacerse cargo de una nieta. La necesitaba, porque los hijos todos habían volado ya y ella quería tener a quién poder ofrecerle toda la ternura de abuela que le llenaba el corazón. Después que lo consiguió, con mucho sacrificio ayudó a crecer a su Evangelita. Ahora es ya una niña, dueña y señora de la casa. - Se le va la mano en el cariño - suele decir el anciano – No ve? No me deja ni agarrar la guadaña. Y a usté áhi la veo el santo día, sentaita, mano sobre mano, sin poder conar el triguito pa’ un frangollo, sin que la deje juntar unas pasas pa’llenar los capachitos ni guastar un poquito de molle p’al mate, nada, nada! Y el huso… güeno, a escondidas solamente. Y a ella, que fue mujer muy hacendosa, le da por pensar a veces, que sino estuviera con ellos esa nieta que la encadena lejos de sus quehaceres, todavía sería muy capaz de hacer un arropito de chañar que también le siente al pecho de su viejo, pisaría unos quesillitos con leche de chiva, teñiría el hilo de todos sus tejidos. Ahora, con un fuerte olor a aguardiente y con paso no muy seguro, regresa su compañero del interior. - Es que nu’entiende… nu’entiende a los viejos, caracho! Cómo nos quiere tener acá, sentaitos, igual que santitos ‘e bulto? Meneando la cabeza, la anciana intenta una débil defensa: - Cierto es, pero nu’hay que ser desagradecidos; acuérdese qu’es guapa y que gracias a ella no falta el pan en nuestra mesa. - Peru’es mandona… lo dicho, me gustaría que se juese d’esta casa! La mira fijamente y paladea todavía el aguardiente que ha saboreado tan largamente. -Y si’anima a que nos quedemos solitos? A los dos le brillan los ojos ante ese pensamiento de que así, solos, tendrán libertad para hacer sus gustos sin necesidad de andar a las escondidas. - Siempre la reclaman de la casa d’ella, además… - Le podíamos decir de que ya es tiempo de que vuelva con sus padres. Al viejo le da por asomarse, temblando ante la idea que lo sacuda de pronto de que Evangelita pueda haber oído su comentario, cuando ve que un muchacho, taloneando su burro, ya entra a lo limpio del patio. - Es el muchacho d’Eudosio. - Y a qué puede venir? - interroga curiosa buscando con los ojillos velados el rostro de su compañero. - Por lo menos el burro se viene lomiando al peso de las árganas. Y en tanto los pensamientos de la anciana quedan encajados en la frondosa ramazón de su sorpresa, el muchacho, vivo y ágil, de pantalón a media canilla y sombrero de “hoja de zapallo”, hace rayar el burro en el patio y junto con el salto, larga el saludo: - Güenas tenga usté, don Ramoncito. Le responde otro lleno de curiosidad que abre la puerta a la descarga del muchacho. - Le manda muchos saludos mi patrón y estas sandiyitas pa’ que las pruebe. Por lo bajo, la anciana, que se ha acercado y que recuerda lo amarrete que es el remitente, musita por lo bajo: - Qué burro s’irá a morir! - Y sonríe con picardía. Un codazo la vuelve a la realidad, pero el muchacho ya anda bajando las primeras frutas y el anciano acude comedido en su ayuda. - Viera, doña! Son una azuquita! - Comenta saboreándose. Y en tanto el dueño de casa continúa acarreándolas al cuartito, sin poder alejar el mismo pensamiento, dice como para sí: - Santa María, qué víbora lu’habrá picau a semejante mesquinazo! Haciéndose el desentendido, el muchacho inicia la exploración del terreno: - Y la Evangelita, doña, que no se ve? Señalando hacia el cerro, la da la respuesta: - Anda por las cuchillas. Ahi venir cerraita la oración. - Ah, ah! - El primer tiro le ha fallado. Desconcertado, sin saber cómo hacer una nueva pregunta, sigue bajando la fruta. Se rasca la cabeza buscando otra idea, pero no la encuentra. Al fin, ya no le queda más que la última sandía, una que ha mantenido cuidadosamente escondida en la árganas y no sabe qué hacer. -Nu’hay más? –Para colmo, la pregunta del viejo. Y como con las manos le da a entender que ya se terminaron, manda las gracias a don Eudosio, le promete visita para cuando mejore de las piernas y sigue afanoso llevando adentro algunas de las que habían quedado en el patio. Con los ojos más vivos el muchacho da fuerzas a la tentativa final que encierra su pregunta. - Ansí es que la niña…? Celosa, presintiendo algo, ella, viendo que se ha quedado indeciso al lado del burro, lo corta con fastidio esta vez, enarcando las cejas y frunciendo más todavía la boca. - Que ya no t’hi dicho? La precisás para algo? - Este… no… - y luego de una pausa, con los ojos traviesos que no pueden disimular más su intención, agrega: - Güeno, sí… pa’ decir verdá, sí. - Ah, sí! Y qui’hacís que nu’hablás de una güena vez! - Güeno… esta sandiyita se la tráiba pa’ella - dice enseñándole una que saca de las árganas. - Y no se la podís dejar? En ese momento, sintiendo embarulladas sus ideas por los nervios, termina por descubrirse del todo. - Es qu’el joven Antonio me dijo que si ella nu’estaba no se la juera a dejar a nadie. La anciana se lleva las manos al pecho y abre grandes los ojos. - Jesús! Qué será di’oro esa sandiya! - Y luego de una pausa, agrega: - Y dejaselá. Yo también se la puedo entregar. Tras una ligera vacilación, el muchacho, con la cabeza gacha, se la alcanza y al recibirla, a pesar de la poca luz que hay a esa hora, descubre algo en la fruta que le llama la atención; un gran corazón dibujado en la cáscara y unas letras que parecen entrelazarse. - Por estos garabatos será que la mezquinabas? - Y güeno…son pa’la niña… él me mandó… la quiere más… - Y entonces… tu patrón? - Su duda empieza a confirmarse. - No, doña… jue él… la quiere mucho…y dice que se casará con ella… Un golpe de colores se difunde por las mejillas de la anciana. - La boca se te tuerza, bribón! Pa’eso sois ardiloso y muy aplicau. L’Evangelita nu’es pa’ cualquiera, sabís, trompeta? El muchacho recibe el chaparrón y no puede sujetar la gracia que le hacen las palabras de la abuela, muy picada por los celos; y para hacerla rabiar, insiste. - Cualquiera no, pero p’al joven sí. Cuando se le pone, nu’hay breva que no la abaje. Es más porfiau… Y adiosito, doña. Adiosito, don Ramón! Y con el saludo último se toca el sombrero, monta en el burro, que alivianado de peso, marcha ágil, haciendo sonar las árganas, al trote alegre, rumbo a la querencia. Cuando su compañero vuelve de entrar las últimas frutas del regalo, la encuentra a ella apretando la sandía contra el pecho, húmedos los ojos y con los pensamientos muy lejos. - Y eso? - le pregunta. - Que no alcanza a ver? Dos corazones… di’amor! Es di’Antonio, mozo guapo y que puede…pa’ella… Se les ablanda el corazón y sin decir palabra, por un rato, sienten que se les desvanece el cuerpo, que hay algo muy de ellos que de un solo golpe amenazan arrancárselos. Y ya no dudan. - L’echau el ojo…se nos áhi casar - Vuelve en sí, deja la sandía en el suelo y habla con un hilo de voz. - Pobrecita! Tan güena! Más qui’una hija ha siu pa’nosotros. - Una hija, mesmamente! Y quedan otra vez pensativos, viéndola ir y venir sin cansarse, sin protestar jamás en todos los días del año. Trepando un recuesto, asoma la majadita de cabras, entre un sonoro tropel y cristalina alegría del cencerro; más atrás, el burro cargado con dos ganchos repletos de leña, y, al fin, la armoniosa figura de la niña sobre la apagada línea de la tarde. Al verla avanzar, en un abrir y cerrar de ojos, corren y esconden todas las cosas que no les permite tocar jamás: la lezna, el huso, todo, todo. Y de golpe empiezan a darse cuenta de la situación. - Es que l’Evangelita la quiere muy mucho, por eso es que le tiene cortita la rienda. Pa’ su corazón que si’agita – dice el viejo - nada ‘e fatiga, pa’ sus ojos que ya no ven ni pizca, nadita ‘e costuras. La anciana se pasa suavemente las manos por el cabello blanco abierto en trenzas, asiente en lo que le oye decir y con el mismo tono de voz, continúa: - y pa’su dolor de piernas, descanso en la sillita de cuero y pa’ su hígado, nada de vinitos ni di’aguardientes, ve? Comprende bien y con una risita ronca se anatematiza: - Animal desagradeciu el hombre! Si ella tiene un corazón ‘e madrecita pa’ nosotros y nosotros… güeno, ya ve! - Y bonitilla l’Evangelita - Ande van a encontrar otra flor como ella! Dicen que se parece a mí cuando yu’era chica, es cierto? - Sí, sí… es su cara finita y su mesmo modito ‘e mirar. – El rostro se le ilumina ante la evocación. – Es usté con sesenta años menos! – Y luego de una pausa, agrega: - Si se nos llega a ir…! Y de pronto le parece hallar el remedio para que esa posibilidad no se concrete: - Rompa la sandiya esa, así no s’entera! La honestidad de ella se opone una y otra vez. La lámpara que él acaba de encender, los ilumina tironeados por la misma duda. Y cuando Evangelita llega irradiando la frescura de su vida, los besa y pregunta sobre lo ocurrido durante su ausencia; en el momento apremiante, cuando él va a ser descubierto de que probó tantas veces el aguardiente esa tarde, la anciana, entregándole sin vacilar la sandía, le dice: - Vino el muchacho d’Eudosio. Esto le mandó el Antonio. Evangelita la recibe y al distinguir las alegorías, se ruboriza y no halla qué decir. - De Antonio? Y para mí? La anciana que está pendiente de los labios de la nieta y quiere salir de una vez por todas de la duda que tanto la mortifica, inquiere ansiosa: - Usté lo quiere, m’hija? A Evangelita se le vuela el corazón: - Pero abuela… - Ya los cachetes se le han encendido como una granada. - Y, qué se va ha hacer… son cosas de la vida… - Bueno, sí, pero… - Y no deja de mirarla con los ojos húmedos, muy húmedos. El anciano, con falsa serenidad, las ha estado mirando, pero ya le es imposible seguir guardando el silencio propuesto. Con dos lágrimas que se le caen sin sentir, pronuncia temblando: - Güeno es él… Y ella añade, sujetando de pura guapa un sollozo: - Y muy alentau… - Si usté pa’entonces quisiera seguir viviendo aquí… - Usté ha siu y seguirá siendo la dueña d’esta casa. - Evangelita no halla qué decir. Se ha quedado inmóvil, con la fruta apretada contra el pecho, como soñando. Y el anciano prosigue con una sonrisa que le cuesta hacer asomar en su rostro curtido de arrugas: - Y no m’enojaré porque me mezquine el vinito… - Y yo m’estaré muy quietecita adentro y l’hi de mecer la cuna a sus hijitos, quiere? Evangelita regresa de su éxtasis; sin poder contener más su emoción, deja la sandía en el piso y aprieta fuertemente a sus abuelos en un largo abrazo: - No, no, abuelos, no hablemos más de eso! Nunca me iré de aquí: Cómo tendría alma para dejarlos solos! - Y sella su promesa con dos tiernos besos. - Y a no llorar más! - añade como reprendiéndolos – Esto se acabó! Me oyen? - Y entra a la habitación llena de la satisfacción que le da poder ser buena sin contrariar ni uno solo de sus pensamientos. Y en tanto pasa en seguida a avivar el fuego en la cocina, los ancianos, sentados en el ramadón, uno al lado del otro, con las manos enlazadas, sienten el temblor de sus corazones y una fortalecedora beatitud los llena de tranquilizadora paz. De pronto el anciano se anima y rompe el largo y dulcísimo silencio, hablando apenas para que ella lo oiga: - No s’irá, vio? Y ella le responde como en un rezo que apenas entreteje el aire: - Mi nietita santa! Qu’el Señor la bendiga! EL TESTAMENTO  Le disparaba como perro al zorrino a jueces y comisarios, cuando de repente vine a quedar entrampau en semejante enredo! En güena mi’había metiu, sí, señor! Pero tenía que salir adelante como mejor me lu’enseñara mi cerrau entendimiento. Después di’añares había vuelto al paraje ‘e “Punta del Agua"  y me lo encontraba a Ramoncito cáido y tristón y a la heredá, qui’antes juera un güerto, hecho un peladar. Habíamos sido como uña y carne con José, el padre de Ramoncito, hombre aquel de una sola pieza. Nu’había siu menos el hijo, por eso me dolía ver el abandono en que se encontraba. Yo había siu siempre vecino d’ellos y conocía bien qué clase e’gente era. Poco después de la muerte de José, compré un campito p’al lau ‘e la costa ‘i sierra ande mi jui a vivir, pero me costaba olvidarme ‘e la querencia; si era lo mesmo que burro ‘e volvedor! De modo, como le digo, qui’al cabo di’ años ‘taba de güelta en el paraje. Como a la primera noche ‘e charla Ramoncito no me dijera nada ‘e las causas de sus pesares, al otro día mientras tomábamos mate sentaus bajo una ramadita, me dispuse a agarrar el toro por las aspas. Quée tanto! Y el hombre,   Adaptado de una escritura del año 1790. Paraje vecino a Santa Rosa del Conlara. qui’andaba con su dolor adentro, viendo en mis canas las de su mesmo padre, sin duda, habló clarito. Y así me jue contando, con pelos y señales lo mal que se llevaban con su madrastra, la Emerenciana, qu’era lo que se dice, una güena zorra. Siendo una chinita chica nomás, en proporción con la edá d’él, si’había casau con José, qu’enviudara años antes, en tiempos en que mi’amigo no pasaba ya ni el agua de viejo. ‘Taba visto que li’había echau el ojo a las tierras y a los animalitos de José, la muy interesada. Pero, en aquel tiempo, no hubo quien l’hiciera entender esto a mi amigo y así si’acollararon nomás. Claro que no se llevaron bien, como todo el mundo suponía; en seguida no más la chinita capujó las riendas y empezó a vivir como a ella le gustaba, de fiesta en fiesta, de visita en visita, claro qui’olvidándose de mi querido amigo. ‘Taban en ese tira y afloja, cuando él, sintiéndose mal, dispuso hacer su testamento; a los pocos días murió el pobre. Y ahura venía yo y m’encontraba con estas novedades; iban y venían las denuncias de la mujer en contra de Ramoncito. El que nu’era hombre di’andar con enredos, solito, sin decirle nada a naide, disimulando sus pesares, había aguntau hasta entonces todas las injusticias y mentiras de su madrasta, que ‘taba hecha una vieja seca y alta sin guatana pa’ soltar las palabras más fieras. Pero lo que más lu’amargaba al güeno ‘e Ramoncito, era que las pretensiones de la doña iban en aumento. La primera denuncia que hizo no decía más que Ramoncito li’hacía destrozar con los animales sus sembrados. Después, claro, como lo viera medio mal cinchau, había presentau otra, reclamando como suya todas las tierras qui’habían siu del finau, porque a ella l’había dejau como única heredera, según decía a todo el mundo. Ahí sí que se li’había puesto fiera la cosa a mi amigo. El, en su ignorancia, no sabía que eso nunca podía ser; pa’ colmo no tenía un sólo papel pa’ jundamentar sus derechos; porque él había viviu siempre confiau en lo que hacían los otros, siempre ‘taba bien hecho. El sabía que tenía sus derechos, pero nada más que de boca. Cosa escrita no tenía nada. De tal manera que todo le venía en contra ‘el pelo. La mujer le quería entregar, como si juera la parte d’él, de propiedá tan hermosa, llena de alfalfares, güertas y agua de riego, nada más qui’ unos pedregales en el “alto”. Qué podía hacer! Y así andaba desganau, con una rabia que lu’iba comiendo por dentro. La mujer de Ramoncito, al ver en este estado a su compañero y pensando qui’una enfermedá mala lu’estaba consumiendo, tampoco atinaba a nada. Yo había llegau como peludo ‘e regalo. Ya sabrán por qué. Cuando me contó todo esto, lo primero qu’hice jue calmarlo y darle valor pa’ que no se dejara por delantiar más por esa vieja pícara. Yo le prometí ayudarlo hasta donde me dieran las lonjas. Diciendo y haciendo, aunque, como ya lo dije, no me gustaba mucho, me presenté al juez y le pedí que apuntara mi declaración. Yo sabía muy bien cómo habían sucedido las cosas. Sí ‘taba bien seguro que mi amigo José había hecho ante juez su testamento en el más sano juicio. Y a más, por la luz que mi’alumbra que no miento, que ya cuando esa noche el juez había terminau d’escribir y estando yo de cuerpo presente, entra a la pieza Ramoncito y le dice al padre, qu’en gloria sea, que ‘taba ya moribundo: - Señor, por qué nu’hace poner en el testamento un pedazo ‘e tierra p’al bien de su alma…” Y respondió el viejo en sus últimos alientos: - Qué tierras hi de mandar poner yo cuando no las tengo, que más bien podís disponer vos como que son todas tuias…” Y poco después murió. Testamento había. Y era de colegir qu’eso qui’había dicho lu’ habría hecho asentar bien en los papeles. Pero Ramoncito no los tenía ni nadie sabía dar razón d’ellos. Ande habían ido a parar? Ahi ‘taba la cosa. Y mi entendimiento buscaba y buscaba sin dar con la explicación. El caso jue que l’hice anotar al juez lo que sabía del asunto, pero eso nu’alcanzaba p’hacer justicia. Y ande ‘ta el testamento? me preguntó el juez. Y ahí se mi’acabaron las razones y no supe qué contestar. Mientras marchaba mi mulita por la costa del río que culebreaba entre los toscales por un lau y los cerritos bajos por el otro lau, ya de vuelta de lo del juez iba yo recomponiendo mi relato, clarito, clarito, hecho de sagrada verdá; pero no me servía para nada. Cuando l’Emerenciana s’enteró de mis dichos, me desmintió a toda boca. Mal bicho era esa mujer! Li’aseguro que me corrió entonces la rabia como un “juego” por dentro. Yu’era hombre ‘e respeto y nunca naide si’había atreviu a decirme “su boca miente” y menos todavía una mujer. Al saber eso, alcé los brazos, hice una cruz y besándola, juré por Dios no descansar, así me costara lo que me costara, hasta que no encontrara la forma de que se hiciera justicia con mi amigo Ramoncito. Si la suerte m’ayudaba, podía conseguirlo. El juez aquel había muerto. Pero mi’acordé qui’otra persona había estau presente aquella noche de la muerte de don José; había llegau en su machito un poco más tarde y él podría dar una señal cierta del paradero d’ese testamento. Me despedí ‘e Ramoncito y de su mujer, triste y con vergüenza, una por no haberles podido devolver la tranquilidá tal como yo quería y otra por la forma cómo aquella mujer mi’había humillau. Eso sí, les pedí que m’esperaran, qu’iba a volver. Cargando las alforjas en mi mulita picaza, monté y la puse a la marchita qui’a mí me gustaba. Al Señor de Renca m’encomendé. El tenía qui’ayudarme a dar con el paradero del padre Juan, qu’era la persona que yo salía a buscar. Muchos días se me jueron; muchas encrucijadas atravesé; pero un amigo, cuando es realmente amigo, vale mucho más que las penurias di’una marcha en mula y que todos los peligros que nos toque afrontar en las cerrazones, si’andamos en busca de su felicidá. Y Dios mi’había dau una manito. Pa’no alargar tanto mi relato, le diré que ‘taba ya de vuelta y en la casa del juez de “Punta del Agua”, acompañau por el curita Juan, enfermo y achacoso y por Ramoncito. Arrinconada en otro cuarto, ‘taba l’Emerenciana, que ya había prestau declaración, tapándose la cara con un rebozo negro y dejando apenas asomar sus ojos de basilisco. Qué mujer, amigo! Después pasé yo al escritorio. El juez jue anotando lo que yo decía y después leyó lo escrito. “Le pedí juramento por Dios, nuestro Señor y una señal de la cruz que hizo y celebró según forma de dro. y a cuio cargo prometió decir verdad de lo que supiera y se le fuera preguntando…”. “…Dijo el declarante que cuando estaba enfermo dcho. padre de don Ramón, le había asistido siete días, en los cuales días, el último por la noche jue a la casa del enfermo el padre Fr. Juan, religioso de la Orden de los Predicadores, diciendo qe el cura lo mandaba qe descargara su conciencia de enfermo y entregase todos los papeles ajenos que tuviese”. Después, a eso, li’agregé todo lo demás que ya hi dicho antes. Atrasito mío, entró el padre cura. Aunque ‘tábamos retiraitos de donde hablaban, algo alcanzamos a oír cuando el juez leyó lo dicho por él pa’que firmara. Mi’acuerdo que jue más o menos así: -“qe él le había pedido al enfermo que quedara en paz con su conciencia entregando los papeles ajenos, en cuio tiempo lo mandó al testigo declarante que previniera a dcha. su esposa Emerenciana, que presente estaba, sacase todos los papeles para registrarlos, y habiendo sacádolos los reconoció el enfermo y se los entregó a dcho. padre declarante para que se los entregase a su hijo Ramón, pues, que era su testamento, y el padre declarante se los pasó a mano de dcha. su esposa Emerenciana por no tener en qué guardarlos en dcha. ocasión; y en ese tiempo falleció su dcho. esposo y sucedió en el trastorno siguiente se olvidó de reclamarlos para hacer su entrega s. el mandante, por la que a la fecha obrarían en poder de dcha, dña. Emerenciana, qe ella sabría del fin corrido por esos papeles…”. En seguida el juez nos hizo pasar a todos y cuando la vieja zorra empezó a oír la declaración del padre Juan, se puso como una brasa en cuanto terminó de leer el juez, pegó un salto como una liona, y largó el grito: - Miente! Si sería atrevida la tal Emerenciana! En tanto yo pensaba qué íbamos a hacer s’emperraba en negar y los papeles nu’aparecían? Ramoncito ‘taba pálido y yo morau ‘e rabia! Pero en eso el padre Juan, chiquito ya de viejo, pobrecito, se adelantó p’hacer frente a aquella mujer enfurecida. Tenía una vocecita fina, temblorosa, pero llegadora. Sabía decir muy bien las cosas el curita aquel! Así jue como li’habló mansito, sin perder en ningún momento los estribos, de conciencia, Dios y qué se yo de qué otras yerbas más. - Recuerda hija mía que Dios nos juzgará al final y que ante El estamos obligados a rendir cuentas de nuestras acciones. Dí la verdad hija, porque sino te condenas -, le rogó todavía el curita Pucha! Qué momento! Si’oían las respiraciones. El padre flaquito, encorvado de viejito como llevo dicho, la seguía mirando con sus ojitos llorosos y la mujer, en un momento, pareció empezar a atacarse de temblores. Los colores ‘e la cara ya l’habían abandonau. ‘Todo ya tan sin sangre, que yu’esperaba que di’un momento a otro se viniera como tejo al suelo. Le subía y bajaba el pecho ligerito como paloma asustada. Nadie hablaba, caray, en ese momento! Hasta que otra vez el curita le rogó con energía – Di la verdad, hija toda la verdad, porque sino te condenas! Y jue en aquel momento que esa mujer juerte y de corazón más duro que las piedras, soltó un gemido: - Padre, hi pecau! Perdóneme, padre! Por fin la mentira quedaba al descubierto. Pa’qué le voy a mentir que viéndola en esa desesperación, cómo el curita li’había hecho largar las aguas, tuve lástima de esa arpía. Y más cuando, como escondiéndose debajo del rebozo, metió la manos al seno, sacó el testamento y entre sollozos se lo entregó al padre Juan. Así terminó la historia di’un testamento que en su tiempo dio mucho qui’hablar y que, al ser encontrado, devolvió la tranquilidad a mi querido amigo Ramoncito y a su familia, por supuesto. Por un momento más aquellas memorias temblaron, vivas en mis manos desde los amarillos papeles que las guardaban en la “Presentación ante el juez don Ramón Romero, vecino de la Comandancia de San Luis y Residte. en la jurisdicción en el Paraje el Río, del año 1790”. Luego, la fresca tarde de “Punta del Agua”, las fue borrando lentamente de mis manos. EL CARRETERO DE RENCA De pie en lo alto de la roca, Teresita dejó perder la mirada a lo lejos, más allá de las últimas colinas azuladas por donde siempre la tolvanera era seguro anuncio de tropas que se aproximaban. Aguzó el oído acostumbrado a percibir desde el primer traqueteo de buges que la distancia alcanzaba, pero nada oyó ni vio. La noche llegó con sus alas mojadas y borró cuanto existía. El último toque de las campanas de la capillita se había perdido ya a lo lejos rebotando de hondonada en hondonada, despidiendo el día. Tan sólo quedó ella, sus pensamientos y el viento leve del río Conlara que se le ceñía cariñosamente al cuerpo. Dos días llevaba ya de larga espera y la tropa de carretas no daba señales de vida. Con las manos juntas, Teresita pensó que siempre aquello que más ansiosamente se espera es lo que más tarda en llegar. Aunque muchas veces había esperado anteriormente a su Marcos y siempre lo vio llegar junto a los otros carreteros sin mayor retardo. Pero ahora, ahora que le traería la promesa que más feliz puede hacer a una mujer enamorada, su esperanza no era más que una sombra larga que su miedo tendía sobre los senderos de la noche. - Qué le gustaría, mi niña, que le traiga del Rosario? - le había preguntado antes de partir. - El anillito… - se animó a pedir ella. Le había cerrado la boca con un beso. Y con su modo alegre de mirar, que era un reflejo de su alegre manera de mirar también la vida, le había dicho suavemente al oído: - Anillo no; será una cadena con una medallita de la virgen. Y entonces iremos los dos hasta la Capillita y áhi, delante ‘el padre cura, le pondré mi regalo, él nos echará la bendición y nos iremos a vivir al ranchito ‘el alto… Había suspirado ella y ese suspiro de puro amor, se puso alas de besos y quedó prendido en los labios del muchacho. - Qué gusto más dulce tiene la vida, mi flor del aire! Y tomados de la mano, en la más sencilla y pura de las caricias, se dieron a soñar. El río, el compañero de siempre, que pasaba lamiendo con sus aguas las casitas de más abajo, conversaba bellas cosas con los sauces trasnochados, con las estrellas palpitantes. Una olada de viento galopando desde el confín, sacudió su rama cuajada de sueños. El apagado rumor que escuchaba, el distante traqueteo de buges, no podía equivocarla; tenía que ser la tropa que se acercaba. Le entraron ganas de saltar como una chiquilla. Dijo el nombre querido: Marcos! Y por su cuerpo, gajo primaveral, correteó la sangre recordando otras horas felices. Cuando llegaran al “Arbolito Seco”, empezaría a oírse el canto de él, el que siempre cantaba al aproximarse: “No mi’aten a las güeyas que mi’ha de desatar el cariñito mío que ya mi’oye cantar”. Marcos, la medallita, el ranchito del alto, todo, todo! La cubrió otra nube de gozo y las lágrimas fundidas en amor, le hicieron arder los párpados. Ya habían pasado, calculó ella el “Arbolito Seco” y el canto no se dejaba oír. Ni tampoco el cornetín, heraldo de inmensa alegría. Teresita puso toda su esperanza en un rezo fervoroso. Por la pampita de piedra, como sobre un tambor gigantesco, tamborilearon pezuñas cansadas un andar de esperanzas; resecos los buges, partieron a hachazos en los baches, el solemne silencio de la hora. Y ni un sólo canto. Ni una voz animando la marcha. Todo era silencio. Poco después, Teresita ya divisaba los bultos negros moviéndose pesadamente. Por su corazón, contemplando aquello, pasó un viento de miedo y tembló. En la arena del río los bueyes callaron sus pasos y los hombres seguían siempre mudos, se le ocurrió a ella que aquello no era una tropa de carretas retornando triunfal a la aldea querida, sino un fantasmal cortejo fúnebre. Y en cuanto subieron la barranca, ya sin poder contenerse, guasqueada por su miedo, que le abría pozos de inconciencia, corrió, corrió desesperada al encuentro de la tropa. - Tata viejo! La recibió en sus brazos fuertes el viejo tropero; a la leve claridad que caía de una luna distante, la barba hilada de plata pura le temblaba, aguardando la pregunta. - Y Marcos! Calló primero, luego, procurando disimular su turbación, le puso una risita zonza a unas palabras que no decían nada. - Marcos? Si’ahurita áhi llegar… ahurita, nomás, m’hija, no si’apure, componga esa cara, qu’esto nu’es motivo pa’ llanto. - Pero dónde está? Por qué no ha venido con ustedes? - Y el alma llena de miedo se le iba por los ojos. - Si ya áhi venir…no le digo? Si atrasó nomás… esu’es… esu’es… No, no le podía creer. Se quedó a un lado de la huella, viendo pasar los carreteros. Traían rastros de pelea. Sufrimiento y sueño en los ojos y borradas de expresión las contadas palabras. Con la duda clavada como una lanza en su corazón, Teresita ya de rodillas ante el altar del Señor de Renca, fue tratando de encender, de una a una, como a cirios, las esperanzas que de un sólo soplo acababan de apagarle. La tropa zangoloteaba su cansancio entrando en la espesura de la noche. Arriba se estiraban unas nubes negras y gruesas cruzando al sur por unos pagos amarillos de luna. - Andaremos toda la noche - dijo el Tata Viejo – ‘Ta clarita la noche - El ansia de llegar de todos los hombres les multiplicaba las leguas que faltaban para llegar a la querida aldea. - Meta nomás! - Y picaneando de nuevo a los bueyes continuaban avanzando. Días y días llevaban ya de andar entre la tierra, la sed y el temor a la emboscada, pronta siempre a levantarse tras cada matorral, tras cada vuelta de la huella interminable. - Con pacencia se llega… siempre se llega… - los estimulaba el Tata Viejo. El espíritu jovial de Marcos, retemplado por la alegría que le daba la proximidad de la querida aldea y la cadenita y medalla de plata que traía, según lo prometiera, sostenía el entusiasmo de la marcha. - No se queden callaus. Por lo menos pónganle un silbo a la noche, que si se nos vienen encima los salvajes, con hombres se las han de ver y no con maricas, se le ocurrió decir en unas de esas. Llegaban a una espesura de talas, algarrobos corpulentos y espesos charcales, sitio preferido por los indios para salir repentinamente desde ellos a dar sus cargas mortíferas. Un hilo de miedo que les acortaba el aliento, siempre desteñía la sangre a cuantos pasaban por ese lugar. Por eso Marcos venía diciendo: - Si salen mi’han de matar, pero a la cadenita no se la llevarán - Callate, lechuzo, - le gritó uno. El traqueteo de la marcha borró el temblor final de las palabras. Pero ya Marcos rompía de un tirón el bolsillo escondido donde llevaba el regalo y ante la vista de sus compañeros, para asegurarlo mejor, se abrió el cabello negro y espeso, la envolvió repetida veces alrededor de la raíz misma de un mechón, lo cerró de nuevo, los alisó con sus manos rudas y rió triunfante. - Solamente con esta se la podrán llevar! - y tocándose el cuello hizo una violenta señal de degüello. Cuando más cerca se sentían los corazones de la aldea, desde la temida espesura se levantó el tropel tremendo, cuajado de aullidos salvajes y el golpe vino, terrible, espantoso, sin vuelta de hoja. Era una partida pequeña desbandada del malón grande, que hallaron propicia la oportunidad. Y tan veloz fue la arremetida que solamente se dieron cuenta de ella cuando la tuvieron encima. Haciendo pie en las carretas, los troperos trabaron la lucha cuerpo a cuerpo, cristianos cayeron y cayeron indios también en la tenida. Marcos se batió como un león. En el ardor de la riña se había apartado de sus compañeros y cuando quiso acordar, eran tres los que lo acorralaban. Peleó hasta caer exhausto, lastimados, inertes los brazos, sin un resto de energía ya para sostener su bravura. Entonces lo cargaron maniatado en un caballo arrebatado a los mismos carreteros y lo echaron arreando. En tanto, como luz, los salvajes habían sacado de bolsillos, cajas y talegas, cuanto creyeron de valor en su apurado trance y clavaron de inmediato, como flecha, su alocada carrera hacía el nor - este. Le temían a la guarnición de “El Morro” y trataron de zafarse haciendo un arco sobre la zona que consideraban peligrosa. Pero alerta el sargento Díaz, sobre la línea de la medianoche, se descolgó como el viento del cerro, los apretó en un doble cerco y los desplumó de un sólo golpe. Marcos oyó como entre sueños que la noche se partía en furiosos galopes. Quería entender qué sucedía; pero un agua sucia, como de pesadilla, no lo dejaba asomar a la realidad. Los gritos se fueron haciendo más y más distantes. Luego fue un silencio largo y pareció que cruzaba un campo arrasado por las llamas. Sentía los labios desollados. Cuando pudo percibir sensaciones, se dio cuenta que el caballo mordisqueaba tranquilamente la hierba. Con esfuerzo abrió los ojos. Era el “Pico Blanco” que aflojaba su cansancio perdido en una isleta de monte. Se tranquilizó. No oyó ruido alguno. Con trabajo procuró ubicarse y fue recordando pedazos de lo sucedido. Ubicó el fuego de las llamas en cada herida que le laceraba el cuerpo y los brazos; alcanzaba a percibir más cosas… en medio de la fiebre recordó su promesa. Sintió en la raíz del pelo la cadenita… quiso reír de felicidad. Pero un ay! lo dobló! Una gran debilidad lo vencía. Arriba no tardaría en aparecer el lucero. La fragancia del alba lo vivificó. Entonces algún soldado lo encontraría. Y ya estaría a salvo. Pero, y si así no sucedía? Y si tardaban demasiado? Y Teresita… qué pensaría? Estaría desesperada. No, no podía esperar. Era necesario hacer algo. Y aunque destrozado el cuerpo, sangrante los brazos heridos, se inclinó hasta poder alcanzar con los dientes las anudadas riendas que descansaban en el cogote del animal y lo animó con los talones, seguro de que lo llevaría, muerto o vivo, de vuelta a la querencia. Aquel amanecer ya se conocía en la aldea todos los detalles del desastre. La desesperación andaba en las desiertas callecitas. Teresita había recorrido una y mil veces la distancia que separaba su casa de la capillita y se negaba a aceptar que la ausencia de Marcos llegara a ser definitiva. Los que le callaban la verdad, la compadecían; y ella, a ratos, en su desesperación, parecía comprender lo que le ocultaban esos relatos entrecortados. Y a la hora en que el sol había ganado altura en el cielo y se hacía ascuas en los pedregales relucientes, por la asperezas de los cerritos sacaron chispas unos cascos y el galope repiqueteó como un canto sobre el río empenachado de cortaderas y se descolgó rumbo al pueblo. El padre cura, que no podía descansar en esa siesta quemante, fue el primero en verlo. Frente a la capilla iba pasando, tapado por la espuma el “Pico Blanco” de los troperos y echado sobre su cuello, abrazado al mismo, con la ropa destrozada, más muerto que vivo, Marcos. Corrió el cura y con mano resuelta lo contuvo. - La cadenita, padre! - le oyó decir con voz entrecortada, escapando de su fiebre, no bien se le aproximó. - Entre el cabello… para Teresita… para que nos eche su bendición, padre…! - No dijo más. El dolor de sus heridas y la fiebre que lo consumía cerraron sus ojos y se desplomó en los brazos del cura. Es fama entre los lugareños que llevado Marcos a su casita del alto, como Teresita lo pidió, sin más remedio que sus manos milagrosas, el carretero curó de sus heridas y vivió largos años para contar cuanto les había sucedido entonces, adorar a su compañera y seguir andando de nuevo tras las carretas por esas huellas de Dios. REVOLCADERO DE PUMAS Sentado ante la puerta de la cueva de piedra que le daba amparo, Diego afilaba una vez más la reluciente hoja de su cuchillo. Una Espesura de molles, tabaquillos y helechos disimulaban la entrada; desde el lugar podía divisarse a lo lejos el valle anchuroso y verdeante y en él, perdido entre el tupido bosque, uno que otro rancho. - Yo no esperaré más. Me volveré a casa, sabís? - Y ti’ animás a dejarme en el estado en que estoy? - La voz de Pedro salió fatigada desde la cueva. En la semioscuridad se le podía ver el rostro encendido, los labios secos y los ojos brillantes por el resplandor de la fiebre. - Y de no? Yo no te sé curar y además nos moriremos di’hambre. - Esperá hasta mañana - le rogó Pedro – En una d’esas amanezco bien y entonces podremos bajar los dos. - Y luego de una pausa, añadió: - Qui’haré yo solo si mi’agarra una partida? Diego acomodó el cuchillo en la vaina y se irguió; era un mocetón alto y corpulento y en sus ojos negros brillaba la luz de las determinaciones definitivas. - No llegarán hasta aquí; yo volveré cuanto antes y te trairé de comer para agregar de manera terminante luego de una breve pausa: - Y por último, te guste o no, lo mismo me iré. No aguanto más esta vida! - Si así lu’has dispuesto… - Pedro, en la oscuridad, se dio vuelta sobre la manta y quedó en silencio escondiendo su resentimiento. Los pasos largos de Diego resonaron entre las piedras y hojarasca y luego se perdieron en el alto pastizal y enredaderas que se abrazaban a los gruesos troncos, coronando de verdor las copas. Hacía como un mes ante la noticia de la proximidad de una leva, los dos jóvenes amigos habían resuelto fugar antes que engancharse a ella. No eran cobardes, pero se contaban tantos horrores de esa guerra que sostenían con igual ardor y encarnizamiento bravos caudillos alzados contra la autoridad legal, que un día, cargando sus cuchillos y llevando las alforjas repletas de alimento, se adentraron en la sierra, quebrada arriba, buscando un refugio tan sólo por ellos conocido y poco menos que inaccesible. Así pasaron muchos días, más encendida esa amistad que los unía desde niños ante el peligro que los amenazaba. Conocían muy bien los duros castigos que debían soportar los que escapaban al reclutamiento. Alguna vez vieron levantarse polvaredas a lo lejos, por los ocultos senderos del valle y temblaron pensando que se trataría de partidas que andaban buscándolos y entonces, resueltamente, se prepararon para todo. Otras noches, muy oscuras, sintieron acercarse el peligro en el rugir no distante de los pumas y entonces, el corazón se les encogió involuntariamente. A pesar de eso iban pasándolo sin mayores sobresaltos hasta el momento en que Pedro cayó enfermo y la fiebre fue, día a día, en aumento. Fue lo suficiente para que Diego se sintiera como atrapado al no poder hacer nada por su amigo y más y más empezara a mortificarlo la vergüenza por su deserción. Era inútil que pensara en las razones que adujera antes para tomar su decisión. Ahora no lo conformaban. Por el contrario, lo avergonzaba. “Tener que vivir escondido como un animal… por cobarde - pensaba. - No, no! - y la protesta crecía día a día en su pecho. Y una noche entre vueltas y vueltas tomó la resolución. No viviría más escondido. Haría frente a lo que fuera, pero saldría a buscar, cuanto antes, algún auxilio para su amigo. En todo eso pensaba mientras saltaba de piedra en piedra buscando el camino del valle, hondamente preocupado por tener que dejar abandonado a su suerte a Pedro. Lejos, muy lejos, oyó torear unos perros y súbitamente pensó en la proximidad de una partida; pero no lo detuvo ese pensamiento y continuó adelante, faldeando una áspera loma, desde cuya altura contemplaba el hermoso valle lleno de luz y silencio, entoldado por un cielo de altas serenidades. En la frescura de la tarde los zorzales bendecían a Dios con sus cantos y, abajo, en la quebrada profunda, gorgoteando en las piedras o con aflautada voz, el agua rozaba amorosamente las rocas de la orilla y las guijas de su fragante lecho. Continuó avanzando, desgarrada en parte la camisa, con el sombrero echado para atrás, sobre la nuca sudorosa, no muy fuerte la pisada de la ushuta, firme el puñal al alcance de la mano en la vaina encajada en la cintura. Así de salto en salto cayó sobre una gran piedra lisa y cuadrada; debajo de ella, como a un metro y medio, llegando hasta el borde mismo de la quebrada y con un peligroso declive, observó un amplio desplayado que le llamó la atención. Con agilidad saltó a ese lugar y cuando iba a asomarse, para satisfacer su curiosidad, a la caverna en la que terminaba aquella especie de patio, sintió echársele encima, con la rapidez del rayo, un puma agilísimo, vibrante; sólo tuvo tiempo para afirmarse y girando con rapidez, pudo esquivar el primer zarpazo de aquel enemigo temible. Pero inmediatamente, dando una voltereta en el aire, ágil como un gato, el animal se le vino encima. Sin tiempo para echar mano al puñal, hinchado el ancho pecho, el serrano capujó de las extremidades anteriores a la fiera, quedando en un mano a mano donde se jugaba a todo o nada: la vida o la muerte. Rugió la fiera enfurecida sostenida por sus fuertes patas y empezó a lanzar impresionantes dentelladas que no alcanzaban a su enemigo, porque, firme en las muñecas, estirando en cuanto daban sus membrudos brazos, lo mantenía a distancia, favorecido porque el animal no podía hacer pie y resbalaba una y otra vez sobre la lisa superficie inclinada hacia la que lo empujaba Diego porfiadamente, dando la sensación de que de un momento a otro rodarían al abismo. Ninguno cedía en su posición, pero el final no era difícil predecirlo. A Diego empezaba a correrle un sudor frío por el cuerpo; los ojos de la fiera, inyectados en sangre, duros, magnéticos, le debilitaban la razón y el aliento cálido y lleno de hedores con el que lo envolvía, estaban a punto de provocarle náuseas. Sólo la estatura, el vigor y una valentía probada en más de un lance, le permitían hasta ese momento sostenerse sin claudicar. Pero con creciente horror, sentía que un desfallecimiento imposible de evitar, lo invadía paulatinamente. Tuvo todavía ojos para mirar la impresionante hondura que lo atraía a un costado, esquivó otro agarrón de la fiera, siempre manteniéndola firmemente sostenida de las patas y sin poder más, perdido por perdido, olvidado del hombre que era, entre ese ir y venir como si fuera un baile macabro, gritó en demanda de auxilio. Fue un grito largo y angustiado el que rasgó con su impresionante vibración la quietud de la tarde. Y luego otro y otro más, debilitados, pero con mayor desesperación cada vez poblando con su angustia, aquel mundo silencioso de pájaros, flores y agua murmurante en las profundidades de la quebrada. Pedro, allá en la cueva, con la sensibilidad agudizada por el largo debilitamiento que lo consumía, dolorida la cabeza, sintiendo en tan desesperada situación cercada su vida por la adversidad, quemada sus últimas esperanzas de salvación, tan sólo en la realización de un milagro. Y de pronto oyó un grito; y luego otro y otro. Automáticamente pegó un salto. Diego ha sido sorprendido por alguna tropa - pensó. Y de inmediato, mareado, casi arrastrándose, buscó la puerta de la cueva a tiempo que comprobaba si el cuchillo estaba al alcance de la mano. Al asomarse, inclinado todavía, la viva luz del día lo cegó y al enderezarse, un mareo superior a su voluntad, lo obligó a tenderse de nuevo. Lejos, volvió a temblar el grito sobre el agua remansada de la tarde e inconsciente, tal como un borracho, Pedro, tambaleando a ratos, se encaminó hacía el lugar que su oído le indicaba. Los ojos vidriosos, consumidos por una fiebre de días, parecían a punto de saltárseles; no pensaba para nada en sí mismo, en el peligro que pudiera esperarlo ni tenía en cuenta tampoco la actitud extraña de su amigo que lo había dejado librado a su propia suerte cuando más lo necesitaba. Aunque nublada su conciencia en esos momentos, seguía sostenido con firmeza el concepto de la amistad, que era la que le daba alientos sobrehumanos para continuar avanzando. Así, tambaleándose anduvo un buen trecho casi corriendo en partes, tomándose de un árbol y de otro; no estaba lejos; ya percibía el jadear de los contendientes. El cuchillo, su querido cabo blanco, le temblaba en la mano, a pesar del esfuerzo que hacía por serenarse. Pero estaba dispuesto a jugarse entero por su amigo. Saltó trabajosamente a la piedra y al ver el espectáculo aquel, quedó helado. Ahí estaba Diego prendido con el puma en una lucha a brazo partido, yendo de una orilla a otra del desplayado, con el semblante desencajado, mezquinando la cabeza a los impresionantes tarascones de la bestia, la que, a su vez, enfurecida continuaba procurando liberar sus extremidades de aquellos garfios que se las aprisionaba, tensa la musculatura, babeante las fauces, castigándose violentamente los flancos sudorosos, con su larga cola, dilatados los ojos y enrojecidos, como bañados en sangre. Pedro no podía escapar de aquel cuadro, que para él seguía siendo una alucinación. Miraba sin comprender y el cuchillo se le aflojaba más y más en la diestra. - Matalo! - gritó Diego con desesperación, pero su amigo continuó inmóvil, estupefacto. - Matalo, cobarde! - lo insultó ya sintiendo agotadas todas sus fuerzas, consumiendo en la lucha el último esfuerzo. Por fin reaccionó Pedro, se aproximó y temblándole el debilitado brazo, consciente de todo el peligro que corría su amigo, buscó con su cuchillo el corazón del puma que cayó agonizante, cubierto por le rojo caliente de su sangre. Y al mismo tiempo vio caer a un costado, deshecho por el brutal esfuerzo, a su amigo. Bajo la ancha piedra que daba al desplayado, Pedro comprobó que allí se encontraba la guarida de los pumas y que ese amplio patio de piedra que daba al abismo mismo, no era otra cosa que un cómodo revolcadero que tenían. Sin pensarlo dos veces, ya bastante aclaradas sus ideas y temeroso de otro encuentro semejante, cargó al hombro a su amigo y al paso que le permitían sus debilitadas fuerzas, se alejó del lugar. Fatigosamente llegó a la fuente donde consiguió reanimar a su compañero con el agua fresca que brotaba de la misma. - Lo mataste? - preguntó Diego débilmente abriendo los ojos. - Y no! Era una hembra - le aclaró, seguro de que no lejos andarían los cachorros. - Me perdonas, hermano? - preguntó de nuevo Diego, ya más reanimado. Hubo un silencio profundo en que el zorzal dejó oír si despedida de la tarde. - Nu’has visto que sí? - Te debo la vida… - Y luego de una corta pausa, agregó: - Qué bicho grande, hermano! - y después de un hondo suspiro, aflojando la cabeza, se dejó caer en el pozo de sombra de un aliviador desvanecimiento. “LEYENDA DE LOS DOS SOLES” Mi amigo Marcelo Aballay, que se siente orgulloso de ser un auténtico nativo, “un hombre hecho de agua y greda de Huaco, pueblo lleno de tradiciones diaguitas”, como él dice, se complace en contar, con rico sabor nativo, muchas de las cosas que recuerda de sus antepasados. Así me contó una noche propicia para evocaciones, esta leyenda que recogió de labios de su tía Antonina, según dijo. Era está, me dijo una mujer extraordinaria, de rara belleza, a la que conservaba a pesar de sus muchos años; tenía una mirada profunda en cuyo brillo se reflejaba el orgullo de pertenecer a una raza ya en vías de extinción, que habían sido dueños de vastas extensiones de tierra en la comarca de Huaco, familia a la que habían pertenecido los Aballay. No sabía leer ni escribir, lo que no le impedía que en forma correcta expresara conceptos llenos de claridad, belleza y sabiduría. Por eso escucharla era una fiesta. Me contaba don Marcelino que una mañana, al ir de visita al limpio rancho de esta mujer, le enseñó el dibujo de unos rastros que acababa de copiar de la arenisca del Cerro del Valle, quizás pertenecientes a un dinosaurio; era su propósito que ella le contara algo referido al origen de los fósiles encontrados en lugares como Ichigualasto y también de los restos que ella misma tenía metidos allí, en gran cantidad, en las ranuras de su rancho; al examinar el dibujo aquel, empezó a contar: - Este dibujo que me has traído, tiene mucho que ver con “La Leyenda de los dos soles”, de la que me acabo de acordar. Según contaban nuestros antepasados, la tierra era una esfera totalmente cubierta de muy abundante vegetación. Crecían árboles gigantescos a los que se enredaban helechos y enredaderas que hacían muy difícil el desplazamiento de los animales que la poblaban. Además, abundaban los ríos, arroyos y lagunas, que daban vida a vegetación tan lozana. En esa maraña prácticamente impenetrable, vivían seres gigantescos, mamíferos, peces, saurios, gliptodontes, muchísimos reptiles y pájaros, a todos los cuales, por su gran tamaño, hoy nos es difícil siquiera imaginar. Todo este mundo maravilloso había sido creado por Staisky, cosmos en el que todos vivían en una permanente armonía. La tierra giraba alrededor de dos soles, uno, el que existe actualmente y otro, más pequeño. En ese tiempo no había estaciones, se vivía en un verano permanente por el gran calor y humedad reinantes. Las flores de mil tonos encantaban, igualmente los pájaros de vistosos colores y de cautivantes trinos. Pero a la sombra de Staisky, diosa de todo lo bueno, medraba Win, el dios maligno y envidioso, que vivía cuidando los pasos que daba aquélla, esperando se equivocara para desatar por todo el mundo el mal. Todo era hermoso, entonces, todo era armonía. Para nada existía la mala intención. Sin embargo Staisky no vivía satisfecha. Le parecía que a ese mundo por ella creado, algo le faltaba. Y un día supo qué era. Y para dar cumplimiento a ese propósito se le ocurrió crear un ser diferente, que añadiría más belleza a la ya existente y concibió al hombre. Pero el Dios Win asechaba y en el mismo momento en que la diosa lo creaba, lo copió lo mejor que pudo y sin pérdida de tiempo, soplando le dio vida y lo depositó en aquel mundo lleno de esplendores. En tanto, la diosa del Bien, que no estaba totalmente conforme con su obra, empezó a demorar y demorar, buscando perfeccionarla, la pareja creada por el dios envidioso se adaptó rápidamente al nuevo ambiente, pudiendo salvar su vida del ataque de los carniceros por la gran agilidad que tenían para trepar a los árboles y trasladarse por entre el alto ramaje. Estos animales que tenían la característica de manejarse con cuatro manos y ser peludos, pronto empezaron a reproducirse, asegurando, de tal manera, su vida en el planeta. Por fin un día, Staisky, que tanto se había preocupado por crear una pareja de bípedos que agregara extraordinaria belleza a las bellezas de la tierra, liberó a su pareja, pero pronto debió lamentar su fracaso, ya que al no tener la agilidad suficiente para trepar por los árboles, ser además sumamente indefensos y de frágil físico, fueron extinguidos en seguida, quedando de tal manera, el edén sin su nueva especie. Ante este fracaso quedó muy decepcionada Staisky, por lo que de inmediato encargó al dios Jolt fuese a averiguar a la tierra sobre la causa que había motivado la desaparición de esta pareja. El emisario llegó en fulgurante carro de fuego al lugar de destino. De regreso le dio todas las explicaciones de lo sucedido y le aclaró que para que pudiese vivir la nueva pareja, que tanto le preocupaba, bastaría con que les preparase un clima más adecuado, que favoreciese la vida y multiplicación de la pareja. Añadió que para lograrlo de inmediato bastaría con disminuir la temperatura existente, lo que se conseguiría apagando uno de los dos soles, que eran los que daban calor a la tierra en aquellos tiempos. Staisky estuvo de acuerdo con el proyecto de Jolt y al llevarlo a cabo apagando el sol más pequeño (la luna es parte de aquel sol extinguido) se produjo una terrible hecatombe cósmica que produjo un cambio total en la corteza terrestre, principalmente, por haberse modificado el clima del planeta. Por primera vez se sintió frío en él, se agrietó en partes y en otras se produjeron elevaciones de rocas ígneas; también empezaron a alternarse la noche y el día y la fronda, tan exuberantes, prácticamente desapareció ocasionando de tal manera, al escasear, en proporción a la que necesitaban, la desaparición de los grandes herbívoros. Por eso es que se han encontrado entre los fósiles, grandes animales conservando restos de hierbas entre sus dientes, ya que fueron sorprendidos por la hecatombe en el momento de dar el mordisco. Muchos de estos animales sobrevivientes fueron sepultados por el hielo y otros por montañas de tierra. Igualmente, al romperse el equilibrio, gigantescos animales carniceros desaparecieron al no tener suficiente cantidad de alimentos para poder subsistir y de los que, hasta entonces, habían tenido gran cantidad. Así sucedió en Ichilaguasto, Ichichica o Talampaya. Considerando ya que el medio ambiente se había vuelto adecuado, y que no amenazarían grandes peligros a la nueva pareja, de la que tan orgullosa estaba Staisky, los llevó de nuevo a la tierra y allí la dejó, segura de que en esta oportunidad no fracasaría en su propósito. Win, el dios maligno y envidioso, descubrió que ésta, a diferencia de la por él creada, tenían una piel suavísima y eran sumamente bellos, lo que lo llenó de rabia y envidia y de inmediato se propuso hacer todo lo posible para hacerle sentir a Staisky que era más poderoso que ella y que podía hacerla fracasar en lo que se había propuesto, es decir embellecer más la naturaleza con la nueva pareja. Pensando y pensando, elaboró un plan lleno de malignidad, seguro de que triunfaría en su propósito. En un descuido de la diosa, le tocó las sienes a la pareja recién llegada a la tierra, logrando transformar de inmediato el instinto con que Staisky los había dotado, en inteligencia razonada. No bien dispusieron de ella, la mujer y el hombre, lo primero que dispusieron fue desobedecer a todos los dictados de su diosa, es decir, apartarse de los buenos fines para los que habían sido creados. Por eso, impulsados por el espíritu maligno impuesto por Win, de inmediato se dieron a la tarea de destruir todo lo creado por Staisky. Así fueron eliminando con increíble crueldad, animales y plantas, sujetando o desviando el curso de los ríos, destruyendo o modificando para mal, todo lo creado hasta entonces en la tierra. Fue inútil que la diosa intentara hacerlos volver al buen camino. La fuerza del espíritu del mal la había derrotado. Y llevados por ese espíritu, tan soberbia se sintió la pareja, que olvidada de los fines para los que había sido creada (hacer el Bien y sembrar la Belleza, entre otras cosas), se convirtió en la principal ejecutora del mal y enemiga de su propia existencia. - El hombre se matará, terminó diciendo la tía Antonina. La ciencia de la que él se enorgullece, lo llevará a su propio holocausto. LEYENDA DE LA PALOMITA DEL MONTE “Flor de Luna”, la de los ojos negros y boca exquisita, esperó escondida entre las enredaderas que se envolvían a los horcomolles y cocos corpulentos, con el corazón presa de incontenible emoción. El percutir sonoro de las cajas convocando a guerrear, sonaba cada vez más apagado, en tanto un fuerte y extraño reventar, que retumbaba multiplicado como un largo trueno en la profunda quebrada, empezaba por fin a decrecer. “Flor de Luna” se apretó el pecho con mano temblorosa. Por qué no regresaba su Pilcún? A caso una desgracia demoraba su regreso? Crueles pensamientos lancearon su cerebro y una desazón profunda enlutó su cielo y la invadió como un fuego devastador por todo el cuerpo. Miró otra vez con ojos ansiosos hacia la sierra que apenas dejaba ver sus aristas cortantes entre la oscuridad que se espesaba más y más. El aire, en su revolar tibio y sosegado, no le traía ningún indicio de vida en ese momento. Luego del ensordecedor estrépito que tanto la asustara, había caído como una lápida la sombra del más mortificante silencio. No lejos, el arroyo corría mansamente en su ininterrumpida marcha de siglos. “Flor de Luna”, sin poder tenerse más de pie, se dejó caer abatida sobre un grueso tronco derribado. Los pasos de Pilcún no se dejaban oír avanzando sobre la hojarasca; el canto de su quena no llenaba de melodías aquel anochecer tan triste. Ella lo recordó hondamente, como si una fuerza secreta le anunciara que ya nunca volvería a verlo. - Será posible? Será posible? – se preguntaba llena de temor. Hacía siete lunas que una madrugada, había llegado Pilcún portando un mensaje de paz para la tribu de “Flor de Luna”, allí en el gran valle. Fue una sola mirada, honda, definitiva, la que se cruzaron a la distancia en ese momento: - Serás mía! - parecieron decir los ojos de Pilcún. - Seré tuya, si así me lo pides - dijo en secreto “Flor de Luna”, ya prieto el corazón de amor, al ver pasar la alta y recia figura del joven indio, brillantes los miembros cobrizos, ágil el paso, ceñida la cabellera lacia y con un mirar en el que dormitaban las melancolías de los más tristes atardeceres. Pero el cacique, su padre, no estaba en su mejor día; al acercársele Pilcún, tronó furioso despidiéndolo con cajas destempladas. No había paz. Esto indicaba que los arcos de las tribus tradicionalmente enemigas, seguirían sembrando muerte con las ásperas puntas de piedra, que día tras día labraban afanosas las hábiles manos indígenas. Después de todo, a “Flor de Luna” eso no le importaba. Quedóse con la secreta esperanza de que Pilcún, tarde o temprano, regresaría; y su ser toda cantaba por dentro la canción de la entrega total, del desvanecimiento propio para ser sólo carne y espíritu del ser amado. Por días y días, aromados los cabellos, agrandados los ojos por una sombra cuyo secreto solamente ella conocía, llameando en sus pupilas la tenue luz de amor esperanzado, lo aguardó oculta en el nacimiento de la vertiente, mientras el alba, debilitando sombras, proclamaba la entrada triunfal del día. Si en realidad deseaba verla otra vez, pensaba, no le sería tan difícil llegar hasta ahí. Acaso no era valiente? No volaban de tribu en tribu las mentas de sus portentosas hazañas? Tal vez hubiera prendido el amor también en él y entonces, el paso obligado hacia sus dominios era ése. Esperó muchas veces inútilmente, acariciando con los labios suavemente, el nombre que ya le era tan querido, soñando despierta con que, al fin, los brazos fuertes del joven venían a ceñirle la estrecha cintura; radiantes las corolas se entregaban a sus manos y ella tejía finas coronitas de verbenas, aljabas y ramilletes, pensando en adornar con ellas la frente del vencedor de su corazón. Un amanecer, en tanto el lucero cobraba altura y se perdía en la hondura del cielo, “Flor de Luna” oyó a lo lejos la música dulcísima de una quena. Era una música suave, en la que iban entretejidos el amor y la nostalgia, que conmovía tiernamente. Los pájaros callaban para oírla y en el silencio de la hora, aquella música le llegaba con el embriagante aroma de la flor del aire y de la salvia temprana. “Flor de Luna”, oyendo tan bella serenata y presintiendo quien podía ser el inspirado músico que así llegaba a su corazón, avanzó suavemente por entre los molles y saucesillos. La quena se oía cada vez más cerca y en su melodía desfloraba corolas de esperanza sobre la pura ensoñación de un nombre amado. Ahí, ahí estaba! Los ojos de “Flor de Luna” se agrandaron de emoción; de cara al poniente, expresivo el rostro, los dedos con alados movimientos desprendían de la pequeña flauta de caña, la música aquélla donde volaba el alma del enamorado. De pronto ella, avanzando en el éxtasis, al leve ruido de una rama quebró el encanto. Pilcún, sorprendido, dejó caer la flauta y ágil, echó mano a su arco; ella avanzó sonriendo y, entonces, el joven deslumbrado, corrió a encontrarla. Le habló como si hiciera años que sus corazones se conocían, como si sus labios, de mucho antes ya, conocieran toda la dulzura y el ardor de los besos que aún no se habían dado. - Mi “Flor de Luna”… quiero decirte que mi toldo del molle pispo te espera llena de colmenas y de flores del monte. Te irás conmigo? - preguntó anhelante Pilcún. A ella, en aquel momento de dichosa turbación, no se le ocurrió más que una palabra con sentido cariñoso para sus labios tiernos de amor, un arrullo para quien la escuchaba embelesado. - Bubú…! Mi querido Bubú! - Sentía débil el corazón dominado por tantas emociones y por eso los labios callaban todos sus puros sentimientos y solamente hablaban las manos finas que no cesaban de acariciar suavemente a las fuertes de Pilcún. - De aquí a dos lunas volveré… aquí me esperarás de nuevo! y entonces todo tu valle y toda mi sierra se engalanará de flores y de trinos para vernos pasar, mi hermosa “Flor de Luna”. Ella asintió. No pedirían el consentimiento paterno porque sería en vano; huirían desafiando a su padre y a la ira de los brujos de la tribu. Era un amor que estaba ya por encima de la vida y de la muerte. Inquieta esperó “Flor de Luna” el paso de los días. Un gozo sin igual le llenaba el corazón y cantaba y reía porque sí. - Está loca! - decían algunas viejas de la tribu. - Li’hace falta un amor -, comentaban los jóvenes. - Pero es tan agrandada que no puede querer a ninguno de la tribu. Qué esperará? Ella escuchaba y callaba. Con las dos manos se apretaba suavemente el corazón como pidiéndole fuerza para seguir guardando el secreto. Ya lo sabrían! Largo se hizo el tiempo, pero una luna se gastó y volvió de nuevo con su cuernito luminoso a asomar por el poniente. Y creció y creció… y así hasta que un atardecer los brazos de Pilcún le ciñeron fuertemente la cintura y la llevaron triunfante entre el trinar alborozado de los zorzales y el mágico deslumbrar de las corolas que aromaban el aire dulcemente. Así, acercándose a la sierra, llegaron al arroyo en cuyas cercanías, aguas al naciente, entre la serranía ondulante, entre quiebras suaves y aromadas, la tribu a la que pertenecía Pilcún sentaba sus reales. Quiso esperar la noche para llegar con ella, y en tanto, se acercaban las sombras, sentados a la orilla del agua, se decían las únicas palabras que el corazón, desde el principio, aprendió a poner en labios de los enamorados: - Te quiero…! De pronto habían sonado con toque fúnebre las cajas convocando a la guerra. Qué podía suceder? Pilcún no se explicaba, por qué en ese momento no había amenaza de guerra con ninguna tribu vecina, aunque sus relaciones con algunas no fueran totalmente cordiales; pero, sin embargo, los parches seguían sonando y sonando cada vez con mayor insistencia, cada vez con una desesperación mayor. Pilcún vaciló al principio. No sabía si dejar sola ahí, a la niña de sus sueños o llevarla entre sus brazos, corriendo todos los riesgos a los que sabía iba a exponerla. Pero el deber le señaló inexorablemente el camino. Se acomodó bien el arco y besando a su amada, repitió la promesa: - No te muevas de aquí; espérame. Volveré mi “Flor de Luna”; antes de que el día llegue, ya estaré a tu lado. Y mirándola de nuevo, llenos los ojos de amor y de esperanzas, voló por la costa del arroyo, hirviéndole en las venas su sangre de combatiente valeroso. Cuando Pilcún se plegó a los suyos, más que el enemigo los había derrotado el asombro. Eran hombres blancos que disparaban con sus manos el trueno mortal; eran dioses, sin duda, seres casi invisibles y poderosos, a quienes nadie podía oponerse con posibilidades de éxito. Parapetados tras el pucará, sus compañeros de armas lucharon con bravura en defensa de lo que les pertenecía; pero morían uno tras otros y desde lo alto caían rodando como piedras al arroyo, donde quedaban amontonados por cientos. En tanto más allá, sendero abajo, “Flor de Luna” esperaba y esperaba el retorno de Pilcún. Llegó la noche y con sus alas negras y frías, le hizo un cerco de miedo. Por qué no regresaba, por qué no estaba ya al lado suyo su querido “Bubú”? Un sollozo seco se le quebró en la garganta y las uñas se le clavaron en la carne hasta hacerle doler. Quería despertar, porque tan larga ausencia no podía ser otra cosa que un mal sueño, una terrible pesadilla. Arriba pasó la luna velozmente sobre la crestería aguda de nubes negras y pesadas… después, el silencio que aplastaba a su corazón como un muro de piedra. Qué noche más triste, su noche de desposada! Horas y horas pasaron así, hasta que ya sin poder contener su desesperación, dominada por terrible aflicción, se decidió a salir en busca de su amado. Caminó temerosa por la orilla del arroyo, pareciéndole, a la luz de la luna, que el agua venía tenuemente teñida de rojo; siguió avanzando, empequeñecido el corazón por la angustia y con un frío mortificante que le quitaba energías y le turbaba la cabeza. Así marchaba aguas arriba, trepando peñas, esquivando aguazales, cuando de pronto le pareció oír un clamor. Escuchó con atención y ya no le cupo ninguna duda: era la señal inequívoca de la muerte, que andaba buscando sus presas. Se alarmó, pero a medida que avanzaba, oyó más y más lamentos y comprendió que se hallaba en el campo de una reciente y feroz batalla. Estaría entre los caídos, Pilcún? Llena de terror, se entregó a la dolorosa tarea de buscarlo entre tantos muertos y heridos, de tez descolorida y gesto fiero arremansado en los rostros a los que la luna iluminaba a su paso. Pero su “Bubú” no estaba entre ellos; a quién preguntar por él? No había nadie que pudiera responderle. El llanto la fue llenando de desesperación y sus ojos, errando de uno a otro hombre caído, debilitaron sus fuerzas y empezó a sentir que la acosaban terribles presagios. Pasó a buscarlo en las chozas, pero no halló a nadie. Todos, mujeres, niños y viejos, presas del pánico, habían huído; volvió al arroyo y continuó de nuevo su desesperada búsqueda. Pero no estaba, no estaba… Culpando de inútiles a sus ojos que no eran capaces de encontrar al ser amado, en su gran desesperación, los afilados dedos se le clavaron con fuerza en ellos; perdida, derrotada, desde la más profunda raíz de su ser arrancó un grito que corrió por la quebrada llenándola de angustia: “Bubú”…! Bubú…! Luego escuchó anhelante. Nadie le respondió. Siguió avanzando arroyo arriba, saltando entre las piedras, mojándose los pies en un ir y venir desorientado, chapoteando en el barro de la costa y siempre con el grito clamoroso, implorante, alzándolo por sobre la quietud del silencio: “Bubú…! “Bubú…! - No le respondía. Estaba cercada por la desolación más inmensa. Con el corazón apretado de dolor, como si fuera a reventársele, tendidas las manos en desgarradora súplica y sacudido el cuerpo por convulso llanto, gritó y corrió por entre el pedregal, cada vez más áspero y empinado y por entre malezas espinosas que la herían sin piedad. Pero nada podía detenerla, porque ya ningún dolor sentía en su carne. Era solamente un alma y un nombre que volaba en la noche, en esa noche que seguía pasando majestuosa, envolviendo en grandeza y serenidad las cosas y sobre las que el misterio floraba dolorosamente. - Pilcún! “Bubú…! Mi “Bubú…” – La voz aterrada rasgaba el silencio y la desesperación nublaba cada vez más la razón de la hermosa “Flor de Luna”. Casi vencida, pensando que su grito se oiría desde más lejos, subió trabajosamente a un molle y desde lo alto renovó el llamado fervoroso, en un ruego esperanzado que pudiera escucharlo su amado. - “Bubú”…! “Bubú”…! - y a medida que lo hacía, parecíale sentir un alivio, porque su alma se le adelgazaba y se le iba liviana, alada, con el grito. Llamó, llamó larga, desesperadamente; luego la fue venciendo el cansancio y se dejó caer en un llanto manso, hecho con las letras del nombre amado… y así fue sintiéndose más y más liviana y pequeña, apenas si luego una palomita del monte, que ponía en el nuevo amanecer la suavidad dolorosa de su tierna queja: “Bubú”…! “Bubú”…!, que nunca regresó tras su encuentro con los primeros expedicionarios españoles que entraron por el gran Valle del Conlara. IMAGEN DE LA PATRIA Antes debió salir; mucho antes; antes que las madreselvas florecieran; antes que el jazmín del cielo estallara en su purísima blancura. Talonea la mula con ansiedad. Quisiera llegar en ese momento mismo. La achicharra el sol y el calor le reseca la boca. Adelante, cruzando el desierto avanza lentamente el baqueano y más atrás, acomodados en otra mula, van los niños, Isabelita y el negrito criado. Lejos van quedando los cerros de su Tucumán. La esperanza la lleva a San Juan donde su José Manuel andará por entre montes y sierras, poniendo su pecho y lanza en ristre buscando enemigos. Estuvo ciega; se reprocha amargamente por no haber viajado antes. Todas las mujeres, piensa, debieran andar custodiando a sus maridos. A caso no lo sabía desde hace mucho tiempo? A caso no sabe las trampas y oscuras encrucijadas por las que ha venido cruzando la patria? Recuerda que ya, desde muy niña oía hablar, entre luto y llanto, de sombras, odios y traiciones sin vuelta. El incendio venía desde Buenos Aires y las ráfagas cálidas llenaban de llamaradas el corazón de los lugareños – Viva Rosas! -, se expandía el grito desafiante y altanero. Y las respuestas airadas, firmes, chocantes, que no se hacía espera: Muera! Marco Avellaneda era un hombre joven, bueno, sonriente. Ella lo había conocido. Era amigo de todos en Tucumán. Cómo iba a ser capaz de hacer mal a nadie! Y sin embargo lo acusaron. Y cuando Oribe derrotó a Lavalle en Famaillá, en momentos en que lo llevaban prisionero, el comandante Sandoval le dio muerte, le cortó la cabeza y la hizo enarbolar en una pica en la plaza de Metán. Pobre don Marco Avellaneda, que había rogado a su joven mujer, presintiendo el peligro, viajara al norte con sus cuatro hijitos y una niña de pecho todavía! Inútil ya, inútil todo! No, las mujeres debían andar al lado de sus hombres para evitarles flaquezas y ser perjudicados por traiciones! Y su padre, don Máximo Piedrabuena? Junto a su hermano Bernabé eran uno con Marco Avellaneda. Y como a él, también lo alcanzó la cuchilla vengadora y fue degollado en Tucumán. Su corazón desde niña, sabe mucho de odios y de muertes. Ha vivido pisando tierra estremecida por el temblor de la caballada galopando desbocada como un viento enloquecido, desatado en todas sus furias. Ha vivido escuchando en la noche los pasos sigilosos, el hablar susurrado, las palabras maldicientes quemando la boca. Qué sabe ella de días luminosos, de amistades tejidas en tranquilas ruedas familiares, abiertas a todas las estrellas, a todas las músicas soñadas. Era el silencio, la desconfianza, la delación, presente en todo los momentos de la vida cotidiana y más allá, el degüello, el último suspiro, la muerte! - Viva Rosas! - Permanentemente se escuchaba los gritos desafiantes. Y más allá la respuesta cargada con sed de venganza. - Viva el glorioso General Lavalle! Y los hombres del Chacho por entre los quebradales y los del Fraile Aldao y las noticias de los pueblos sometidos y saqueados y los hombres cruzando como fantasmas tras sus caudillos, semidesnudos y hambrientos. Relato con base verídica sobre testimonios conservados en tradición oral por descendientes de la familia Piedrabuena.  - Patria mía! Patria!. Cómo me dueles hasta en la sangre, hasta en las lágrimas que no he dejado de verter ni un sólo día de mi vida! Podré verte alguna vez como lo querían Belgrano y San Martín? - se desconsuela y llora. Pero la vida no quiere la muerte. Y busca sobrepasarla. Aunque sea haciendo milagros. Por eso, un día, en momentos en que ella se asomaba a la ventana, vio pasar a José Manuel en su mula. Eran valientes que regresaban de una difícil misión cumplida en defensa del terruño querido. Y sus ojos jóvenes se encontraron. Florecían las glicinas; cantaban los pájaros. Cuando una noche se encontraron sus manos, los labios adivinaron sus nombres: - José Manuel! - Isabel! Y al sufrimiento, a las luchas, al pesar, a las amenazas, que les llegaban constantemente, les opusieron el amor que no sabe de desfallecimientos. Danzaba la muerte alrededor, pujaban federales, unitarios y montoneros que solamente obedecían al dictado del corazón de sus caudillos y al cariño por su tierra. Los caminos interiores tenían cerrazones de boca de lobo, aullaba el hambre, sollozaba la noche, malparía la patria! Por ellos llegaron al altar. Y entre los fugaces momentos que él podía robarle a la lucha, junto al mate compañero, al lado del bracero, renovaban esperanzas. Y llegó Isabelita y crecieron las ganas de vivir por ella y para ella. - Ah, si la patria no se desangrara…! - Si Rosas parara la mano…! - Si Lavalle…! - Y rogaban y rogaban. Escapando de sus recuerdos y sintiendo sus mejillas quemadas por las lágrimas, talonea de nuevo con desesperación a la mula… San Juan… San Juan…! Ha tomado de repente la decisión y a juntado a la disparada unas poquitas cosas, un atadito de ropas, las ollitas, lo poquísimo que podría poner amontonado en una mula de tiro. Había dispuesto estar cerca de José Manuel consolarlo, darle fuerzas, defenderlo de la muerte, poniendo adelante su pecho si fuese necesario; pero nunca más lejos de él, nunca más! Morir por la patria y por él. Así sería en adelante. De San Juan había llegado el pedido urgente de refuerzos, porque el General Varela, derrotado en Pozo de Vargas, había rehecho sus fuerza en la cordillera. Desde allí acecha y baja como un puma sediento. Se sabe de él cuando ya ha pasado como un ventarrón maldito por las Bateas, Jachal, La Quebrada de Miranda. Contra esas tropas bravas y semisalvajes se enfrentarán, las que integra José Manuel. - Dios me lo proteja! - ruega. – Que no le suceda lo que a tata! Tras largos días de fatigosa marcha, van llegando por fin a San Juan. Le parece que estando ya ella en el lugar, todo estará salvado. Ya nada podrá sucederle a su José Manuel. Nada malo le podrá ocurrir con ella a su lado. Por nada del mundo. Porque para eso estará ella. Para no dejar que nadie lo toque. Es fuerte, es valiente José Manuel Reynoso, es un argentino que honra a la patria y es necesario que esté vivo para cuando haya que rehacer todo lo deshecho por la furia fratricida. Van entrando a la ciudad a la hora de la siesta por las calles estrechas y pedregosas. No se ve un alma. De vez en vez a la distancia divisa soldados que pasan a caballo apresuradamente. Un silencio de muerte se levanta de todas las cosas. Uno que otro perro aúlla como preludiando un duelo. A Isabel se le oprime el pecho. El paso de las mulas de su tropita pareciera tamborilear a muerto. Se le caen las lágrimas. Ojalá, Dios mío, no sea tarde! Ojalá Varela no haya entrado todavía a San Juan! Se acerca a la plaza, no la distraen unas casas vacías de puertas hechas pedazos. Lo conoce desde lejos. En una pica, en el centro de la misma, está la cabeza de su querido José Manuel. Sí, son sus barbas espesas, su pelo enrulado. Se detiene. Reza. Lo recoge. Luego sigue su marcha lentamente. Todavía escucha tropeles, gritos, sollozos desgarradores, aullidos lastimeros. Atrás queda San Juan arrasada. Apenas dos días en los alrededores para llorar a su muerto querido hasta agotarse y luego reponerse un poco. Y la vuelta desalentada con los chifles llenos de agua para la larga travesía y el corazón vacío… por qué todo se dio para que llegara tarde? Por qué ese nuevo golpe mortal contra su vida? Entre tanto dolor y tanto luto, no encuentra motivos para vivir. Pero algo que se levanta desde lo más recóndito de su alma le hace encontrar el rumbo: Isabelita. Allí la tiene a su pequeña con sus ojos preciosos llenos de inocencia mirándola detenidamente. Su Isabelita tan adorada por él. Y ahora? Hacia dónde irá? Se mira entre lágrimas y así, enteramente enlutada de pies a cabeza, con el corazón dolorido, débil, enferma… se figura entonces que es la imagen misma de la patria cruzando los más oscuros andurriales. Y entre cientos de muertos conocidos y queridos, se recortan vivamente en sus días el de su padre y el de José Manuel. Cuantos rostros entre miles y miles estará llorando la patria! No llorar y seguir… Porque ya las conoce, sabe que las sendas del regreso serán muy penosas. Leguas y leguas de soledad… desiertos, desiertos, avanzando entre ralos cachiyuyos y jumes. Lejos, lejos, un chañarito raquítico, una brea, algún algarrobillo insignificante. Dónde quedará “La Chañarienta”, dónde, por Dios, “Cruz de Jume”! Y los solazos del verano y los dos niños, Isabelita y el negrito Damián al que han criado con tanto cariño, uno en cada árgana para equilibrar el peso en la mula que los conduce, cubierto con duraznillo o cualquier otra ramaje verde para cobijarlo de los fuertes rayos del sol. Adelante… Los ojos se le han secado de tanto llorar. Y tan lejos, tan lejos que está su querido Tucumán! Tucumán, con sus tarcos florecidos, con sus nogales añosos, con sus frondas verdes, verdes, todas en flor. La esperanza… se sorprende de haber estado levantando esperanzas desde tanta muerte, desde tanta desesperación y palabras sangrientas como las que salpican permanentemente a su alma; degüello, venganza, sangre, muerte! Llega la temida noche en el desamparo del desierto, en la que los recuerdos más dolorosos tercamente vienen a rondar. Y el miedo los hace estremecer por los rugidos del yaguareté que ronda y se acerca más y más. Se hace la rueda más cerrada alrededor del fueguito… no tiene nada más que eso, un pobre fueguito para espantar el terror. Pero el cansancio es poderoso y finalmente barre con todo. Nadie sabe de nadie. El amanecer marca el doloroso vacío. El negrito no está; ha desaparecido. El baqueano rastrea horas y horas, pero llega un determinado momento en que confiesa que ha desaparecido todo rastro de él. Es, ni más ni menos, como si se lo hubiese tragado la tierra. Se confiesa vencido. En vano lo han buscado a los cuatros vientos y han hecho deshacer su nombre en el cielo terroso del desierto. El baqueano a toda costa quiere seguir la marcha cuando antes. - Mire, niña - dice intentando convencerla. El chico si’ha perdiu y nu’hay nada qui’hacerle. Nosotros tenimos que seguir la marcha cuanto antes. De no, se nos acabará el agua antes de llegar al balde de “La Chañarienta”, me comprende? Y ya se sabe cual será nuestra suerte entonces. - Pero, cómo lo vamos a dejar a Damián? Se lo comerán los yagüaretés! - afirma sacudida por la desesperación. - Yo no sé, niña, pero tenga en cuenta lo que le digo. El balde de “La Chañarienta” está lejos, muy lejos todavía. Y usté ve el agua que nos queda? Es un poquitito agrega enseñándole el agua de los chifles. - Pero… y qué será de él? Cómo lo vamos a dejar perdido en medio del desierto?- vuelve a repetir con el corazón desgarrado pensando en que puedan dejarlo abandonado así. Y ofrece promesas a todos los santos con tal de que se lo devuelvan sano y salvo. - Nos quedaremos sin agua y sin comida también - dice terco el baqueano que ve cada vez más oscuro el futuro a medida que transcurren las horas. No está dispuesto a perder su vida por culpa de la grave imprudencia del negrito. Y ella también piensa en el hambre y la sed… hambre y sed que cruza por todos los caminos de la patria. Cómo salir de esto? Cómo terminar con toda esta sombra funesta que oscurece el futuro de la patria? Y saca fuerzas de donde no tiene y vuelve a rogar: - Pasemos una noche más aquí… mañana al despuntar el alba seguiremos la marcha, quiere? Cede finalmente el hombre: - Así si’hará, niña. - Es noche que pasa Isabel sentada junta a la débil lumbre rezando y rezando. Dios tendrá que traerlo de vuelta a su negrito querido. Su fe es inquebrantable. Y al amanecer, lo ven llegar, sin poder creerlo contento y feliz. De poco valieron las palabras. Contó que aquella noche se despertó muerto de sed, que salió despacito a buscar agua y que una virgen le salió al encuentro y le dijo que ella lo iba a guiar hasta un lugar donde podría beber toda el agua que quisiera. Y así había sucedido. Y allí estaba ahora, sonriente, sano y salvo. Una alegría desbordante se vive en medio de los jumerales. Una gran alegría cuando ya desesperaban en medio de los cachiyuyos, la arena caliente, el insoportable calor. El sendero sigue… el dolor sigue… las amenazas de los yagüaretés que rondan permanentemente… Ay, que lejos “La Chañarienta”! Que lejos “Cruz de Jume”! Tucumán… cómo… cuándo… Y el corazón de Isabel que busca el olvido y se abraza a la esperanza en su pequeña hija. Como la imagen enlutada de la patria, que allá por 1860 sigue cruzando sombras, entre el hambre, la sed y la muerte, con la esperanza puesta en los rezos para que toda aquella horrible pesadilla termine de una vez para siempre, avanzan lentamente sobre los calientes médanos del desierto con rumbo a Tucumán. LA PUERTITA MALA Susto como ese, nunca hi teniu otro, pa’ qué le voy a mentir! En una noche muy oscura y en un lugar donde no vivía cristiano alguno en muchas leguas a la redonda, supo salirme un perro negro que se me plantó en medio e’ la güella y no mi’aflojó el paso mirándome con unos ojos qu’echaban llamas… y otra ocasión en que se m’enancó una luz mala en un zainito tostau que sabía tener… ah, qué le cuento! Pero no, julepe como el que le voy a contar, no pasé otro en mi vida. Veya, jue así. Había llegau cerraita la oración al rancho, qu’era en ese entonces ya poco más o menos lo qu’está viendo. Eso sí, la güerta más poblada, más llena ‘e todo árbol d’hermosa fruta, pero en lo demás, como ahura: el senderito que la cruza, la “Puertita Mala” que si’abre p’al lau ‘e la sierra, áhi nomás el arroyito y güeno, en fin, todo así. Como l’iba diciendo, había llegau del pueblo a esa hora y por el Señor que me desdiga con la muerte si miento, no había probau ni una copa; venía “fresquitito”. Desensillé, pasé a la cocina ande andaba huroniando mi vieja y ya m’estaba por dejar estar tranquilo descansando e’ las piernas cuando ella me dijo que las cabras nu’habían vuelto todavía. Qu’iba a hacer! Con pereza y todo enderecé p’al lau ‘e la “Puertita Mala” que ya nomás le g’ua contar por qué le decimos así. Ahí, un poquito más al alto, contrita d’esas cuchillas filosas que se ven, sabía haber en otro tiempo un ranchito donde vivieron unos ahijaditos míos, ‘e casamiento, muy trabajadores, güenos y humildes ellos. Tuvieron un muchachito, criaturita ‘e Dios, como un muñeco de bonito, qu’era una gloria ‘e ver. Ahura va a saber usté lo que jue d’este ángel. Tendría unos tres o cuatro años, cuando una tarde ‘e tempestá que daba miedo, con “torbollinos” y piedra, desapareció ‘e las casas; jue como si se l’hubiese tragau la tierra. Qué… Lo buscaron por toda esta costa y a l’orilla ‘el arroyo, pero nada. P’al otro lau no podía estar porque esa gracia nunca l’había hecho. Jue por demás que buscáramos; no se lu’halló. Y así nos tapó la noche dele gritos y corridas di’aquí p’alla. Pa’colmo, el arroyo creció como nunca; venía bramando que daba miedo con su juria di’agua, ramas y piedras y naide si’atrevía ni siquiera a pensar en cruzarlo. Pero p’al pobre padre no podía haber “esperates” cuando se l’estaba partiendo el corazón y así jue como yo, pa’ no dejarlo ir solo, me ofrecí ‘acompañarlo; sin andar con muchas güeltas, la corajiamos y seguiu por unos perros muy güenos que tenía, pasamos con peligro y julepe a l’otra banda. Era ya pasada la medianoche y nosotros andábamos de rancho en rancho despertando gente y preguntando por el angelito; pero nada. Cuando aclaró, seguimos andando, pero a la purita yanca, sin rumbo alguno. Si naide lu’había visto y ni un rastrito le podíamos cortar en parte alguna. En eso qu’íbamos andando con mi ahijau en medio de un silencio ‘e cementerio, cada uno mascando su sufrimiento, entramos en una mesillita donde nu’hay más que piedras y uno qui’otro güalán y por donde sale de vez en cuando el lión a cazar, cuando vimos que los perros hicieron una arrancada y atropellaron. - Es un lión! - dijo mi compañero. En eso que medio nos preparamos p’hacerle frente, alcanzamos a ver que los perros empezaban a mover la cola haciendo fiestas a alguien. Nu’es de creer lo que le cuento! Pero llegamos y áhi ‘taba el niño sentadito, con las ropas bien secas, acariciando a los perros que lu’habían conociu. Le preguntó el padre que con quien se había veniu y él dijo que solito nomás, qui’una señora muy güena li’hacía señas y lo llamaba, que por eso l’había seguiu. Después, conversando y mientras volvíamos, le preguntaba si no había teniu miedo y él decía “no, si estuve con mi mamita. Ella me cuidó anoche pa’ que no se me mojara la ropita”. El caso es que nunca se supo cómo sucedió aquello. Y lo que son las cosas. A poco andar, áhi, no bien se pasa la “Puertita Mala”, yendo por el caminito ‘e la güerta, usté va a ver una laguna que si’hace cuando llueve y que junta bastantita agua. Güeno, áhi, en esa laguna, como le decía, una mañana apareció muerto el pobrecito, flotando todavía en el agua las florcitas ‘e yuyo qui’andaba recogiendo arriba, en “El Mogotito”, desde donde si’había desmoronau hasta dar con la laguna, qu’estaba llenita. Jue suceder esa desgracia y empezar a oírse y verse cosas malas, cosas ‘e cuento pa’ ese lau. Pa’naides resultaba grato salir a la nochecita con ese rumbo pero los hombres, si se daba el caso, teníamos qui’hacer nomás de tripas corazón. A mí me tocó en aquella güelta que le dije, toparme con algo muy fiero y no tengo por qué mentirle ni un chiquitito en todo esto que l’estoy contando. Como l’iba diciendo, llegué del pueblo esa noche y apenas había alcanzau a doblar las rodillas cuando mi vieja me dijo que las cabras si’habían quedau en las sierras. Ahí nomás salí con el oído fino a ver si me apercibía del cencerro y después de andar un rato, entré a un bajito pastoso, donde a veces se quedaban ramoniando. No oí nada. A todo esto la noche si’había cerrau del todo, pero todavía se notaban unos listones gruesos de luz por el cielo; nu’era noche pa’echarse a perder. Caminé otro güen rato subiendo y bajando por entre las piedras; llegué a un ranchito qui’había en la punta di’un bajo y áhi mi’aseguraron que la majada nu’había pasau. Renegando, porque era seguro que me l’había dejau atrás, dispuse volverme. Ya estaba cansau di’andar; orillé un poco arribita las lomas, por la dudas qui’hubieran quedaus escondidas atrás di’algún mogote. Qué, la noche ‘taba claritita, así que de estar, las iba a ver dende lejos. Había caminau por el alto volviendo a las casas un rato largo, cuando en eso oí un balidito. Me descolgué medio corriendo y juí pa’ese lau, pero no vi nada. Pero ya más cerca ‘e las casas, otra vez ese balidito, tiple, lastimero, como un llanto ‘e criatura que parecía caminar adelante mío. Me dio un poco ‘e fastidio y estiré más el tranco. Y jue justo cuando divisaba el mogotito ese que está más allá de la “Puertita Mala” cuando me sucedió aquello. No contaba ya con encontrar la majada y venía pensando qui’aquel balido nu’había siu más qui’una soncera mía, cuando en eso, como si juera mismito encima ‘e mi cabeza, o como si di’adentro d’ella me saliera, oí un balido, juerte, triste y largo de cabrito que sufre, de animalito que lu’están degollando, que si’alargaba y alargaba y seguía más débil después. Caracho! Qué cosa fiera, amigo! en ese momento lo oía clarito, clarito, como el llanto mismo di’una criatura. No podía ser otra cosa. Quedé plantau ‘e susto, duro ‘e frío y me llevé las manos a la cabeza porque parecía qu’iba a reventárseme. Sentía el corazón apretau y sin juerzas y me faltó la respiración. No, caray! Por más que quiera, no puedo contarle bien todo lo que pasó en aquel momento! Calló el anciano; la noche estaba serena, como había estado aquélla de su historia y yo distinguía desde el patio lleno de luna, la huerta y más allá, el “mogotito” aquél. Fijó los ojos en mí, pareció esperar ansioso las reacciones de mi semblante. - Solamente mi’acuerdo – continuó diciendo luego de la pausa - que le pedí a Dios que no me desamparara y que si era aquélla una ánima en pena, que también la favoreciera. En cuanto pude agarrar alientos, escapé di’áhi como alma que escapa del diablo; cuando me dí cuenta, venía corriendo a lo que daban mis piernas p’al lau del rancho. No podía más. A penas pasé la “Puertita Mala”, ya en mi propiedá, sin juerzas pa’tenerme parau, me dejé cáir junto a esas plantas ‘e membrillo qui’usté ha visto al pasar. Y vea lo que son las cosas! Me tapé la cabeza con los brazos, sintiendo todavía qu’el corazón, con aquella agitación que tenía, a momentos parecía que se me iba a reventar. Y áhi me quedé, no sé cuanto rato, tirau como un borracho, sin poder ordenar mis pensamientos. Cuando me pareció qu’estaba más calmadito, mi’animé a abrir los ojos. Saben decir que cuando es cosa mala, al ver la luz se descompone el tiempo. Y jue ver la luz que daba el “jueguito” ‘e la cocina y venirse encima un ventarrón que nu’era pa’crer. Entre las nubes ‘e tierra me levanté y juí caminando despacito, cosa que si’alguna huella del gran susto había quedau en mi cara, se borrara hasta llegar, así no si’asustaba mi vieja. Pero qué! Aquéllo había siu mucho y esas güellas ‘taban muy marcadas hasta adentro. Ella m’esperaba todavía con la luz prendida y lo primero que dijo al verme, jué: - Niño, por Dios! Qui’andau conversando con el Malo, a caso, que trái esa cara? Negué, por supuesto. Usté tiene una borrachera como nunca, siguió diciéndome. Vaya, vaya a la cama di’una vez! y me capujó di’un brazo. Yo, que rialmente me sentía muy mal, me dejé llevar como una criatura a la cama. Pero nu’era borrachera lo que tenía: Di’ande! Ella me confesó, mucho después, qui’a su manera ‘e ver, nunca mi’había hecho tanto daño la bebida como en aquella ocasión. Y sólo entonces yo le dije cómo, un balido de cabrito oído en medio de la noche y en la soledá más completa, pueden hacerle aflojar las piernas a un hombre más toro, cuando se le presenta como un mensaje di’otro mundo escondido a ojos de nosotros, los pobres cristianos. LAS CARTAS Terminó de poner las trancas en la puerta del corral de las cabras, y caminando con la elasticidad que le daba la juventud, se dirigió a la cocina. Pero ahí la paralizó la figura de un hombre, que a esa hora de sombras que se adensan, caminaba lentamente por el sendero abierto entre las piedras de la loma. El presentimiento que desde hacía dos años nublaba sus ojos, amargándole la vida, le hizo un nudo en la garganta. No, no podía ser su hermano aquel hombre que avanzaba llevando a cuestas una bolsa y demostrando en su andar desganado su gran cansancio. De todas maneras, Paula caminó resuelta al encuentro del desconocido. Cuando estuvo cerca, cuando ya le distinguía las facciones, la barba espesa y la ropa hecha jirones, la detuvo la voz enronquecida: - Paula! Era él, era él que estaba de vuelta; lo abrazó emocionada; pero cuando fue a continuar avanzando hacia el rancho, ella lo detuvo. - No, Lisandro; me has d’esperar aquí; ya vuelvo. - Pero, y mama? Ella no lo escuchó. Quedó desconcertado y un agrio desasosiego echó profundas raíces en Lisandro; cuando más indeciso estaba, le sorprendió el regreso de su hermana. - Tomá y vamos a la cocina. El recibió una pequeña caja y un paquete con cartas. La llama del débil fogón iluminó los ojos sin brillos del hombre y los ansiosos de ella. - Pero, y mama? - volvió a preguntar moviendo los labios resecos. - Ya la verás; no te apurés; enterate bien primero de lo que dicen esas cartas. El obedeció mansamente, y mientras iniciaba la lectura en medio de un profundo silencio, roto solamente por un brote de agua murmurante que subía desde el Arroyo Amargo, ella, contemplando la ruina de ese hombre que tenía enfrente, recordó cuanto habían sufrido con su madre por culpa de él. Cuando quedaron huérfanos, las dos mujeres, hacendosas y cumplidoras trabajaron sin descanso para ganar el sustento; mientras la madre fabricaba los cántaros, platos y ollas de barro que salían de entre sus manos como por obra de milagro, ella vigilaba en la loma su majadita de cabras; en tanto el muchacho, al que las dos regaloneaban con exageración, no servía para nada. Tiempo después, la madre le descubrió el gusto de quedarse con cuanta moneda pasaba cerca de la mano de él; y más adelante no faltó quien le contara que en cierta fiesta se había plantado ante el bolichero y tal como un hombre, cuando todavía no era más que un pichón, había pedido una vuelta y desprendiendo el bolsillo del tirador, había pagado de inmediato. Desde entonces tomaba sin asco y pitaba del fuerte; llegó borracho una noche y otra. La vela se consumía y la pobre madre prendía otra para seguir esperando. Paula también se revolvía en la cama desvelada. - Mama, no duerme? - No, m’hija; no puedo. Oye como gritan los borrachos p’al lau del bajo? En realidad los oía perfectamente, pero siempre respondía que no. - Por qué no se vendrá temprano, m’hijo, a su casa? No se dará cuenta de lo mucho que sufrimos por culpa d’él? No le importa nada de nosotras! Ahora ha vuelto y está ahí, barbudo, desgreñado, vistiendo un traje sucio y viejo, vencido, chupando un cigarro tras otro, mientras da vuelta las carillas. - Paula… - puede decir apenas, rompiendo el silencio que ella le ha pedido encarecidamente. La emoción le impide continuar hablando y recogiéndose en sí mismo, continúa leyendo. Paula se levanta y va a ver a su madre, que se halla en la habitación contigua. Ahí está, quietecita, ajena a todo, sentada en su vieja silla de cuero, cubierta la espalda por su vieja capita tejida. Siempre se quedaba así, como dormidita, soñando el sueño largo de los que tiene los ojos en sombra. Paula enciende la lámpara y va a salir de nuevo. La anciana, buscando anhelante con leves movimientos de cabeza esa luz cuya vislumbre recibe, dice: - Está alegre m’hija, esta noche? - Cómo lo sabe? - Me pareció… Hace tanto que no enciende la lámpara grande: Era verdad; no había reparado en eso. Sí, desde que él se marchó esa lámpara no había vuelto a iluminar más la casa. Paula recuerda otra vez, sentada de nuevo ante su hermano, aquel día que fue tan terrible para ella. - Sabe m’hija, que mi’ha apareciu como una sombra en el ojo? - le dijo sin poder ocultar la preocupación que sentía. - Será la vejez, mama -, le respondió juguetona, intentando restarle importancia a eso que acababa de llenarla de inquietud, mientras cosía su vestido nuevo. - Oh, no! Si no estoy tan vieja, niña! - protestó pasándose las manos por la cabeza blanca. Y así, de un momento para otro, la sombra leve se fue haciendo sombra cerrada y de un ojo, en poco tiempo le pasó al otro, apagándose toda luz. - M’hija, m’hija! Ya no veo nada, comprende? - se lamentó en su desesperación. Y con las manos a tientas y los ojos llenos de lágrimas trataba entretanto, de llegar hasta su silla de cuero. - Si’hubiera venido ayer Lisandro, todavía hubiera podido verlo… Pero ahura, nunca, nunca… Pa’ qué quiero vivir! - protestaba llorando. - Mama, tenga paciencia; usté se va a curar y Lisandro es segurito que vendrá… y verá cómo todo será lindo otra vez. Pero la resignación no llegaba y las promesas se sucedían. - Paula - decía con voz desesperada por ese deseo fervoroso. – Ya sé que no habré de ver jamás a m’hijo; pero Dios debía ser bueno y permitirme siquiera oírle, saber que está a mi lado, poder besarlo; saber por lo menos que está aquí y que no sufre. No será tan bueno el Señor? Y Paula, que se endurecía en el trabajo para tener en pie el rancho se ablandaba ante el dolor de su madre y fue entonces cuando fraguó el plan. Lisandro, que ha terminado la lectura la observa detenidamente. - Tais llorando, hermana? - No, no! - Por qué escribiste estas cartas en mi nombre? Por qué le mentiste a mama? - No te das cuenta que estaba desesperada? No sabís qu’está ciega y que no podrá ver jamás? - Así qu’está ciega? - Sí, por eso mentí; mentí pa’ consolarla, pa’ consolarla inventé esas cartas, pa’ que no muriera de pena le dije que eras feliz, que trabajabas mucho pa’ ganar el dinero con el que podría pagar su curación, que volverías pronto y que se yo cuantas cosas más le dije en mi desesperación! Lisandro mira un pequeño paquete que ella le ha entregado. - Y esta plata? - Dáselo por tu cuenta; es lo que ella espera qui’habrás de traerle. - Y cómo has hecho Paula, pa’ juntarla, pa’… - He trabajau más, eso es todo. Cuando se la entregués, le dirás qu’eso es lo que li’habías prometido para que se haga curar de sus ojos. - Paula, tenís que perdonarme. – Y la abraza conmovido. – Puedo ir a verla? - Por supuesto, vamos -, le responde con voz firme, - pero no te vas a olvidar de todo lo que has leído en las cartas; estás bien empleado, ganás bien, le traés esa plata para que se haga curar y ese santito ‘e bulto que también te pedía siempre cuando yo le escribía las cartas para vos… has entendido? - Sí, hermana… - y la mira a los ojos, asombrado por la entereza de aquella mujer. - Y además debés decirle que mañana tempranito te vas a ir, porque no tenís más permiso y que después volverás por más tiempo. Ningún vecino debe verte aquí, porque si llegaran a descubrir esta burla y ella llegara a enterarse, se moriría de vergüenza. Te quiere tanto, hermano! Con pasos ansiosos entraron en la habitación donde ella dormitaba. Un fuerte temblor nervioso sacudió a la anciana al escuchar la voz del muchacho, al abrazar interminablemente esa presencia añorada. - Gracias, gracias, Señor, porque me lo has tráido! Cuando la alegría la dejó hablar, fue tan sólo para preguntarle mil cosas, para indagar cuanto podía, teniéndolo a su lado, fuertemente apretado. - Decime, Paula, ‘ta más lindo qui’antes? Qué color tiene el traje que si’ha puesto pa’ visitarme? Ingrato, que ya mi’había olvidau! Y Paula tenía que hallar respuesta para todo apelando a su imaginación. - Si lo viera, mama, parece un doctor, derechito y bien peinau, con su regio traje de pueblero. Quien iba decir, no mama? La vergüenza avivaba la sangre de Lisandro y a Dios le pedía fuerzas para contener el grito que ya le nacía: “Mentira, todas son mentiras! Pero se contenía por ellas dos, sobre todo por la felicidad de su madre. Cuando la anciana recibió el dinero que le entregaba para su curación, qué orgullosa se sintió de su hijo, de ese muchacho del que todos no hacían más que decirle que lo malcriaba, que cuando fuera grande le iba a sacar los ojos. Qué irían a decir cuando se enteraran por su propia boca de cuanto ahora le sucedía y que parecía un sueño maravilloso? Al aprestarse a partir Lisandro, de acuerdo con lo convenido con su hermana, ella protestó, pero al fin quedó conforme. - Es cierto que volverás? No m’engaña, m’hijo? – preguntaba ansiosa, acariciándole las manos. - Cierto, mama, es cierto. - Pa’ cuando vuelva, ya estaré sanita, si Dios quiere y la Virgen; con este montón de dinero podremos pagar al mejor médico. Y qué dichosos vamos a ser entonces, cuando mis ojos tengan luz y usté esté a mi lado! A medianoche quedó dormida, con el rostro iluminado por la sonrisa más pura de felicidad. En tanto su hijo, antes que alumbrara el lucero y escondiéndose de la mirada de algún vecino madrugador, perdía sus pisadas, que resonaban amortiguadas en las cenagosas costas del Arroyo Amargo. La lección que acababa de darle su hermana le quemaba el alma como hierro candente. Comprendía cuánta abnegación había en su actitud y cuánto sacrificio le habría costado reunir esa suma de dinero que le obligara depositar en las manos de la madre ciega. Todo por ella y todo por él, por él, que jamás había servido para nada en la vida! Y mientras avanzaba a saltos por entre las charcas y piedras de la orilla, le pareció que el agua en su murmullo y el viento que silbaba en los junquillos, señalándolo como a un criminal, repetían a coro: - No huyas, mal hijo! No huyas, cobarde, a dónde vas? Sobre la luz del amanecer, los pasos se le vuelven cada vez más pesados y una sofocación, seguida de un sudor frío, lo debilitan paulatinamente, y el coro crece más y más en un aullar desaforado: “Cobarde, cobarde, cobarde! Está a punto de ceder; cuando llega al remanso temido por todos, va a entregarse a las aguas, aplastado por el peso de su culpa, pero entonces lo alcanzan las palabras de su madre: - Hijo, vuelva pronto! Dios me lo va a ayudar en todas sus cosas! Crea siempre en El, m’hijo! - Entonces siente hervir en sus venas una fuerza nueva, desconocida, que le aclara la vida como una visión de amanecer. No le parece que sea tan difícil llegar a ser ese hombre que ideó su hermana para arrimarle un consuelo a la desesperación de la madre ciega. - Por qué no voy a poder ser como el de las cartas? Podré… podré…! se dice respirando hondo, como escapando de un mundo asfixiante. Allá en el bajo, por el verdeante valle, cruzando hacia el sur, un tren pierde su penacho azulado. Se le alegra el corazón como nunca. Porque le parece descubrir que le está señalando un rumbo, donde intentará lavarse de toda culpa y regresar. Entonces, aferrándose a su fe, recompone sus esperanzas y con paso firme camina en busca de su nuevo destino. LA ARAÑA BLANCA Estuvo demás que su madre le recomendara: - Andá en el “Flor de Durazno” a tráir una rastra ‘e leña, pero no te vas a demorar porque tenís que ir con Pancho al río a cuidar l’agua esta noche - y agregó -: No sea desobediente; alguna vez haceme caso, Chino! Pero él se entretuvo como siempre, tal vez más que siempre. En un santiamén la rastra estuvo preparada con muchos palos secos y gruesos como a su madre le gustaba y la dejó prendida a la cincha del viejo caballo que dormitaba con la cabeza gacha, meneando la cola y pateando sin sosiego las moscas. Después anduvo de un lado para otro, carrereando con los perros, trepó a los árboles para hurgar los nidos y cuando se aburrió de ver pasar las hormigas enaltando la cabecita con su increíble carga, se tendió sobre el redondel de sombra de un peje. En todos sus pensamientos vino su madre, pura como un ángel a acompañarlo. La recordaba diciéndole siempre, desde que muriera su padre: - Hay que lomiarse pa’ganar el pan, hijos, y no tener que pedir nada a nadie. Dende el más grande al más chico, cada uno hará lo que pueda, pero todos harán algo. Esa misma noche, Florián con la cabeza inclinada sobre la falda de ella, pestañeando ligero de sueño, le oyó decir algo de malos amigos y de garras; su tono de voz tuvo entonces un tono triste y dolorido. - Pero no les vamos a dar en el gusto; a la propiedá la vamos a salvar. Oscuro todavía ya se la oía andar quebrando ramitas para prender el fuego en el que, en seguida, la cayana de boca negra y vientre generoso, empezaba a hacer brincar las nevadas flores de maíz tostado. Después de tomar la leche que les daba la “Mocha” y de llenarse los bolsillos de granos olorosos, cada uno buscaba el caminito de su tarea. Y en tanto sus dos hermanos se turnaban pastoreando las cabras o haciendo los quehaceres de la casa, ella se iba con los dos varones en busca del arado con los bueyes y después de indicarles cómo iban a trabajar, se sentaba en un bordo a la sombra de los árboles; desde allí los dirigía y alentaba, en tanto su mano hacía girar sin descanso el huso hilando las finas rosquillas. Florián, viéndolo a Pancho de sólo dieciséis años trabajar como un hombre, se mordía los labios, se arremangaba las mangas de la camisita y se endurecía para que el cansancio no lo venciera. Su madre andaba preocupada y triste y a él no le gustaba verla así. Aunque todo escaseaba en su casa, sin embargo igual que cuando era vivo su padre, seguían llegando los pobres, los desvalidos y desamparados, y ella en algún rinconcito, encontraba aunque más no fuera que un puñado de maíz o un huesito para darle gusto al caldo, para ofrecerles. En tanto esperaba Florián le llegaran deseos de volver con la carga de leña, el silencio del campo no le pareció tan limpio como en otros tiempos. La cascadita de agua, a lo lejos, no sonaba cantarina como antes, en que a él se le antojaba que era un pajarito. No lejos de donde estaba había una espesura a la que muchas veces recorriera con los perros. Pero ahora, con sólo mirarla a la distancia, se le encogía el corazón. El recuerdo de la tía Eulalia, moviendo los labios a la luz mortecina de la lámpara, no era ajeno a su miedo. De tarde en tarde asomaba la figura de esta mujer sobre el linde del monte cabalgando en su burro cenizo. Estaba un día o dos y regresaba a su refugio en el monte cargaba como una hormiga cuanto le daban. Empezó a conocerla más desde que faltó su padre, porque entonces ella se quedó en su casa hasta que terminó el novenario que ella misma rezaba. La tía Eulalia era alta, más bien flaca, como una cuajada de blanca; había quedado ciega siendo joven, de resultas de un golpe, por lo que caminaba a tientas y su voz cavernosa languidecía en una tonada primitiva. Pero no se había dejado abatir jamás. Si se disponía a hacer una cosa, la cumplía, así corriera viento, lloviera o que al mismo río crecido tuviera que cruzarlo. Era muy buscada para los novenarios porque sabía milagrosos rezos antiguos que repetía en voz alta y quejosa, apretada las manos como sumida en profundo éxtasis. Se la miraba con respeto y con una temerosa desconfianza, que creció mucho más en su casa cierto día que llegó en una de sus periódicas salidas desde el tupido monte. Su madre, luego de recibirla, le había hecho oír su queja. - Mirá, Eulalia, qué mala suerte la mía; el maicito por granar y que no caiga ni una chispa! Qué pena! - todos los rigores que se avecinaban quedaron patentes en la aflicción de su voz. - Nu’stá perdiu del todo; esperate - respondió con voz seca, y sacando el rosario del hondo bolsillo, empezó a recitar en voz alta, los ojos perdidos hacia arriba, como buscando el sol, caminando a tientas hacia el centro de la tierra caliente y abatida: “Nuestra Señora ‘e la Libranza…” y su ruego se perdió ahogado como por un llanto largo e ininteligible, que le hacía temblar las manos juntas y la falda ancha que arremolineaba la tierra suelta. Fue de no creer; esa noche se levantaron nubes desde todas partes y se amontonaron más y más hasta que, entre ensordecedores truenos, se desplomaron violentas en una blanca cascada. Hasta el río que dormitaba desde hacía meses, roncó en seguida sordo, grueso, más allá de los talares. Durante las noches que duró el novenario, al quebrarse el respetuoso silencio y marcharse los extraños, ella quedaba sentada como al calor de la vela y allí formaba rueda con los chicos para contar sus historias, que iba arrancando con facilidad de sus trillados recuerdos. - Chico pareciu a su agüelo, este Florián, - decía a veces -. Se me figuraba igualito qu’él como yo lo sabía ver cuando mis ojos servían… con la mantita al hombro, callaito, humildoso, pero vivo como zorro… igualito, igualito qu’este, se mi’hace… - añadía finalmente con pena pasándole suavemente la mano por la cabeza. - Güeno - continuaba - ‘taba por decir qu’él andaba siempre en muchas cosas enredadas, pero sabía unas palabras pa’ que li’ayudaran a zafarse ‘e los peligros qu’eran muy güenas - y añadía riendo -: y yo también las sé y se las voy a enseñar a m’hijito en cuanto se críe… Fíjate qui’una vez yendo con un arreo p’el sur… - Cuente un cuento, tía – arriesgaba aburrido Pancho con su voz gruesa, pidiendo también con los ojos largos y capotudos - Usté dijo que nos iba a contar l’historia de Crucito Lamas. - Güeno, yo la voy a contar, pero después no me vayan a salir con que tienen miedo si grita un koklón a medianoche -. Los chicos se miraron entonces unos a otros pero ninguno dijo esta boca es mía. Florián, tendido bajo el chañar, trató de alejar el recuerdo, pero éste se le impuso. - L’estancia ‘e los Vega quedaba al norte y sierra adentro tenía leguas ‘e campo, pero no prosperaba; el vacaje, aunque el año juera llovedor y pastoso, en algo había ‘e sufrir, ya juera en malas pariciones o epidemias. Florián se tapó los oídos con las dos manos procurando evitar que le llegaran las palabras de la tía, porque su miedo iba en aumento, pero era inútil. Con los ojos fijos en el tronco de peje que le daba sombra le seguían llegando pedazos del retrato de aquella noche. - Así jue cómo di un año p’al otro se l’empezó a aumentar l’hacienda y a poco ya jue un cabecerío que llenaba valles y quebradas d’este y del otro lau ‘e la sierra… El Negro se empezó a dar muchos gustos… S’empezó a hacer mentas que li’había vendiu l’alma al diablo y la gente, dende entonces, lu’entró a mirar con recelo… sabiyan contar qu’el viejo no dormía casi ‘e noche… que si’oían bullas y risotadas a eso ‘e la medianoche y a veces salía pa’la sierra, solo, cuidando que nadie lo viera, a echar un vistazo a sus botijas con monedas di’oro que por áhi escondía … la noche de su muerte dicen que daba miedo oír el balido desesperau ‘e l’hacienda y después el ruido ‘e miles ‘e pezuñas que golpeaban sobre las piedras huyendo como si mandinga mismo juera el que las arriaba. Florián miró hacia uno y otro lado sin poder contener el miedo que lo estremeció. No, no quería recordar más; los perros quebraron una rama y se enderezó de un salto: - No vaya a ser un novillo ‘e Satanás! Cruz diablo! Dijo y se persignó. No se demoraría más; ya se estaba haciendo muy tarde; miró la rastra de leña y ya se disponía a montar en su “Flor de Durazno”, cuando pasaron por delante suyo los perros, a toda furia, como almas que llevara el diablo. Arrastrado por la curiosidad, olvidado de todo, salió por atrás para ver de qué se trataba. Al alcanzarlos, el “Indio” cavaba con furia en un desplayado al pie de un algarrobo seco, agrandando la boca de una cueva vieja y el “Capataz” y los perros chicos, aullaban como si fuese cosa mala lo que habían visto. A todo escape buscó un palo y hurgoneó con saña la cueva; cuatro o cinco enviones violentos habría dado, cuando los perros que estaban expectantes, rodeando la cueva como con hambre, se apartaron medroso para dar paso a un bicho blanco, de cuerpo fofo, repugnante, en forma de bola sostenido por patas finas, largas y numerosas. Florián también saltó para atrás y fue a huir. Pero los perros, con asco y todo, cortándole la carrera hacia la espesura, lo obligaron a volver al bicho aquel y trepar a un arbolito seco. - Qui’araña fiera, mi Dios! - Le temblaba la carretilla a Florián. Como una luz la vio corriendo por el tronco, siguió la única rama que quedaba hasta llegar al extremo y de inmediato, aturdida por el torear de los perros se descolgó de nuevo por el tronco con la rapidez de una centella. Florián vio que se abría camino entre las fauces de los animales y continuaba la marcha hasta donde él se encontraba. Sólo aquello vio… …Por un instante, aterrorizado, las piernas endurecidas no le respondieron… y la araña espantosa, enorme, con su cuerpo blando y peludo, asqueante, se le acercaba más y más… - Mama…! El grito le abrió el camino a la huida y escapó a toda furia en busca del caballo. Como cincuenta metros corrió ciego, desesperado, impelido por el terror. Temía darse vuelta y sólo oía a los perros, que enfurecidos, atropellaban con renovada fiereza. Le pareció que no daba más, que le faltaba la respiración y quiso pensar que su tenaz perseguidora había cambiado de rumbo; fue un segundo… sin detenerse volvió la cabeza. - Mamita…! El grito largo, nacido de entrañas neblinosas, le partió la garganta. La araña venía pisándole los talones. Un último esfuerzo les exigió a sus piernas cortas y de un salto cayó en ancas de “Flor de Durazno” que dormitaba pesadamente, ajeno a todo. El golpe repentino y la atropellada de los perros que pasaron por entre sus patas, lo arrancaron del sosiego, y como un potrillo, quebrando ramas, saltando cercos, asustado, oyendo llorar los perros por atrás, galopó a toda carrera como en sus mejores tiempos. Dando un bufido rayó en el patio de las casa, llevando a Florián más muerto que vivo sobre su lomo filoso, desparramado el aperito de bolsas y con la cadena a la rastra sin un solo palo de leña. Al verlo llegar, su madre le preguntó alarmada. - Decí que ti’ha pasau, niño! - al tiempo que le alcanzaba el porongo con agua para que bajara el susto. Pero él, sollozaba, suspiraba, se levantaba el pantaloncito que se le escapaba de la tira, pero no se le asentaba por nada el corazón. Por fin, después que ella le friccionó la espalda, pudo hablar y relatar lo sucedido. - Araña? - Si, mama, una araña blanca… - Araña blanca…! No te das cuenta qu’es el Ángel que tomó esa forma pa’ salvarte ‘el “uñudo” qui’andaría por áhi cerca buscándote? Si hubieras hecho caso a tu madre, nada ti’hubiera sucedido! A l’hora qui’has güelto! terminó rezongando y pasándose la mano por la cabeza. - Yo… - Ninguna cosa! Andá, proba un bocau porque tenís qu’ir con Pancho esta noche a cuidar l’agua en la boca toma. L’hora qu’es ya! Qué chico, Dios mío” - y pasó a la cocina protestando. El muchacho anduvo un largo rato como perdido; dio una vuelta por el ramadón sin motivo alguno, porque era la primera vez que sabiendo que lo esperaba la comida, no tenía deseos de comer. Prosiguió huroneando por el cuarto de su madre, quiso meter mano en la petaca, llena de recuerdos y olorosa a membrillos, pero se arrepintió; entró al “cuartito chico” donde tenían las camas humildes con Pancho, pero tampoco se detuvo. - Qué te pasa qui’andás como perro enmoscau! Salí di’una vez, criatura! Tomá, lleven estos ponchos porque ‘ta llegando viento frío ‘el sur. Pancho lo esperaba ya en el cebruno, con la pala. Montó enancado y salieron. Florián se sentía débil, inquieto, sofocado. Galoparon un trecho. Pancho se extrañó del silencio desacostumbrado de su hermano. - Qué tenís, que vas tan callau? - Nada. Y mirándolo con picardía: - Te salió la viuda? Florián sentía frío; cerró los ojos y apretó los puños. El viento silbaba lastimeramente en la ramazón de los árboles que se desnudaban lentamente. Olor a zapallo, a chalas húmedas, a hierbas maduras les venían en las oleadas constantes. El río, haciéndose oír cada vez más en su parloteo de piedra, marcaba su proximidad. Más entrada la noche todavía entre los empinados barrancos, llegaron y no bien desmontaron se pusieron a trabajar. Con piedras y ramas taponaron el agua que se escapaba y la echaron por “su toma”. Después juntaron yuyos secos para hacer una fogata que los protegiera de las alimañas. - Quisiera saber quiénes son los que nos roban el agua! - protestó Pancho. Florián, con los labios pegados, seguía como en el aire. - No decís nada? - La llamarada dejó ver una sonrisa difusa, perdida en el rostro blanco, otras veces tan lleno de vida. El cebruno ramoneaba atado a una estaca. Tendieron las caronas y se acostaron juntos, cubriéndose con los gruesos ponchos, a los que el fuerte viento intentaba arrebatar; el frío los continuó punzando. Florián hizo todo lo posible por dormirse cuanto antes, pero no pudo. Se ovilló buscando calor y fue inútil, porque continuó tiritando. El viento hacía crujir las chilcas, y el agua, descolgándose con furia en una estrecha cintura del río, llenaba de bullicio las densas sombras. Se tapó los oídos con ambas manos, pero nada. Un zorro llamó a su pareja por los cercados del alto. Pancho roncaba a pata tendida. Todo le incomodaba. Se dio vuelta cuatro o cinco veces más. El corazón le galopaba como nunca, haciendo un ruido raro. Y por más que procurara alejarla, la imagen de la araña, de largas patas peludas, volvía una y otra vez y le llenaba los ojos y se le ganaba hacia adentro por el pecho. Solamente enderezándose y mirando con detenimiento hacia uno y otro lado, conseguía sujetar el grito de horror que ya se le escapaba de la garganta seca. Llegó un momento en que no pudo más. - Pancho…! - llamó con un contenido sollozo, pellizcándolo al mismo tiempo. - Qué querís! - Y si viene algún ladrón di’agua? - Dejá di’ hablar pavadas, oís? Cerró de nuevo los ojos; pero otra vez la araña… otra vez le pareció que se le acercaba lentamente haciendo crujir apenas las ramas secas de los yuyos. Un lechuzo bodeguero clavó su grito lúgubre por las barrancas de oscurecido silencio. - Pancho! - Otra vez tembló su voz. - Ah? - le respondió medio dormido, sin destaparse la cabeza. El cebruno pegó un bufido y dio una sentada que fue a sujetar donde ya el lazo no le cedió más. - Qué pasó?- preguntó con voz chiquita y temblorosa. - Será un lión- No se molestó ni en mirar. - Un lión? Y si nos come, Pancho? - Callate, zonzo! Tipo zonzo, habráse visto!- lo babeó con desprecio. - Un lión…!- las lágrimas se le soltaron como aguacero. El cebruno pegó dos o tres bufidos más y pateó el suelo, molesto, intranquilo, como si estuviera viendo algo extraño. –Pancho…! Che…tengo miedo!- refunfuñó. - Que te dejís de molestar, t’hi dicho!- vencido por el sueño sacó unos de sus largos brazos y se lo dejó caer como azote. Más le dolió todavía a Florián sobre su miedo. Vas a ver….le voy a decir a mama que mi’has pegau!- estalló entrecortado y sollozante su resentimiento. - Decile…Que m’importa! Florián siguió mascullando acusaciones por lo bajo, sin poder contener totalmente su llanto. Con un solo ojo que sacaba por debajo del poncho cuidaba que no se le acercara la araña, porque estaba seguro de que no estaba lejos. El viento alto pasaba barriendo las estrellas. La fogata, cansada de bailotear, iba dejando cerrar su ojo luminoso. El agua que se escapaba del tapón grande, carcajeaba gozosa de ganar otra vez el cauce del río querido. Florián ya se había cansado de sollozar sin que le hicieran caso. Sentía los ojos pesados, ajustada la garganta y las piernas flojas. Como una barra de plomo iba cayendo en el agua turbulenta del sueño. Pancho, con las costillas doloridas por el suelo pedregoso, se dio vuelta para acomodarse mejor. Fue entonces cuando el río pareció llenarse con el grito largo, agudo, de Florián. - Ay, ay, ay…L’araña me picó…!- Hasta el cebruno volvió a bufar y ha cabestrear asustado. - Qué decís?- Pancho alarmado, viéndolo tomarse con desesperación un pie, se sentó, enmarañada la porra, llenos de sueños los ojos. - L’araña me picó…!- seguía gritando. - Qui’ araña! - L’araña… l’araña blanca…- Soplado por el llanto, los gritos traspasaban el cueverío donde las lechuzas mimaban a sus pichones en las barrancas. Pancho fue dejando al lado su pereza. - M’haber! Arrimate! Ande decís que ti’ha picau?- Echó otras ramas al fuego y se enderezó a mirar. Florián alargó el pie hasta la luz. - Ahi…áhi, junto al tobillo…- el muchacho apenas le asentó la mano dura de callos y el chico se desangró en ayes inacabables. - Muy mucho te duele? Carasta!- Su cara había cambiado de color. - Mucho, sí! Ay, ay…! - Ahi te duele?- Dos puntitos rojos asomaban junto al tobillo. - Ahi. No me toqués…no me toqués….! Ay! Ay! Ay! - ‘Ta que los tiró…! Correte más acá, voy a ver qué bicho es!- lo arrastró con apuro hasta cerca del fuego, donde lo dejó retorciéndose y empezó a avantar las caronas y los ponchos. - Es l’araña…! l’araña…! Llevame a las casas…-clamaba Florián llorando. - No podís sufrir un poquito? Te sigue doliendo mucho? Florián sentía que el dolor se iba amortiguando, pero al tocarse, le pareció que se hinchaba más y más y entonces más fuerte le empezó a poner al ojo. - Si falta cuando un pobre si’ha d’embromar…! rezongaba Pancho, mientras continuaba sacudiendo las caronas. Y agregó: -Víbora me parece que nu’es… por qui nu’hay nada. - Es l’araña…l’araña, no te digo? - Te duele? - Mucho…mucho…! Llevame a las casas, querís? –le rogó de nuevo. - Pero si nos vamos nos van a robar l’agua y mama se va a enojar! - Y entonces, querís que me muera?- la pregunta ajustada en la garganta alcanzó por convencer a Pancho. La sombra larga del muchacho se fue moviendo con creciente rapidez poniéndole las bolsas al cebruno. - Todo si’ha’i juntar!!- en su rezongo, se le enredaron las espuelas espinudas en una rama y saltó trastabillando con el tintineo hasta donde se había alejado el caballo, se las tocó para ver si estaban bien atadas y se quedó con la mano como pegada a los pinchos. La sospecha lo inmovilizó por un momento; luego llegó hasta Florián en dos pasos de sus largas piernas. - A ver… vení…todavía te duele? - Sí, no me puedo levantar…-le respondió entre sollozos. - Estirá la pata más cerca ‘el juego- le exigió con rabia. Florián obedeció. - A ver las picaduras-; éstas son? Apenas le sintió los dedos, gritó otra vez. - Ay, ay, ay…! No mi’hagas doler…- y soltó su avivado llanto; Pancho, sosteniéndole en alto el pie, se descalzó la espuela y le asentó los dientes en la picadura. Ya no tuvo dudas, encajaban justito los dos pinchos en las marcas que decía dolerle tanto. - Pavote! Mirá l’araña, llorón!- dijo enseñándole los dientes de la espuela. - No jue?- se animó a preguntar esperanzado en parte y corrido por la vergüenza por otra. - No vis, zonzo, que mi’había tendiu con las espuelas puestas y te las hi clavau sin saber? Con rabia todavía Pancho, y encogido de miedo y de vergüenza el otro, se tiraron de nuevo sobre las caronas y en seguida los borró el sueño. El agua levantó más clara su salmodia y en los huracos barranqueños prolongó su sollozo el viento. Sobre el pecho de Florián aún continuaba caminando, no ya la araña blanca, sino otra grandota y feroz como aquélla, pero peluda y negra, profundamente negra, como de felpa, esponjosa, recortada del más oscuro pedazo de su noche de miedo. De la novela: “Campo Guacho” del mismo autor. EL MAESTRO NO VUELVE - Y qué piensa usté que podimos darle? - La mujer le clava la pregunta afirmada por sus ojos duros, sin chispa de fe. - Yo no sé… algo. - La voz del hombre es calma, dejada como su andar, como el transcurrir de su vida abrumada por la miseria. Los dos se quedan mirando la mortecina luz de la vela. Los chicos, un poco más atrás, abriendo grandes los ojos, esperan la decisión. No dicen nada, pero tienen el corazón lleno de las palabras más bonitas por si llegan a dejarlos hablar. Todo es silencio otra vez. Cada uno gana campo afuera en pensamientos y en tanto, en medio de la inmensa desolación de jarilla y quebrachal, los padres ven tan sólo cabritos muertos de hambre y sed, los chicos, los cuatro chicos, divisan desde sus almas el chañar que se cargó de flores y saben que después de eso viene, ineludiblemente, el tiempo de la ausencia larga del maestro para las vacaciones, senderos borrados, labios mudos, cerrados para la risa y el canto. - Y no si’anima a que le demos la gallina? - se arriesga a preguntar él. - Es l’única! - Yo decía… jue tan güeno el maestro…! - Las manos expresan vagamente, más vagamente aún lo que ha dicho la voz pesada y ronca. La madre mantiene el gesto hosco, severo, con las manos fuertemente apretadas contra el pecho. - Y si’animaría a dársela? - Nos ha hecho tanto bien…! Los chicos rompen su ruedo de aislamiento e irrumpen con sus voces de campanita mañanera. - A mí me curó cuando me picó la víbora… Si nu’es por él…! - Cierto es. - Y a mí me sacó una espina así, que se me clavó en el talón! - Ciertito, pues. Y las dos más chicas, con un sonrisa que se les pega con tristeza al rostro: - Cuando la Petronita me despeinó ayer, él mi’arregló las simpitas. - Y a mí cuando m’enanca en el burro, me dice: hasta mañana, lucerito! – Y le brillan de felicidad los ojos a la Uvita. - Güeno, no desageren… - La mujer hosca, más afilada la nariz por la seriedad, se mantiene firme. - Peru’es qu’es tan güeno…! Ciertito es cuanto llevan dicho. – El hombre mira a sus hijos y sabe bien que ese chiquito de alegría que les chispea en los ojos, a él se la deben. A él, que es grande, pero bueno como un niño, que sabe enseñar cosas para la vida de los hombres, pero también las más lindas para este mundo maravilloso de sus niños, que él, en medio de la ceguera de su ignorancia, es capaz de adivinar claramente. - Mama… por qué hay pueblos? - Suelta la pregunta el mayor. - Y pa’ qué lo quere saber? - Y… porque si n’hubiera pueblos el maestro no s’iría. - Cierto y se quedaría aquí todo el verano y con él podríamos ir a juntar algarroba y piquillín - añade otro, contento, como si soñara. - Güeno… ya ‘tan bolaciando ‘e más; tendé el jergón, Juana, y vayan nomás a dormir. - Mama… y la gallina? - El dirá! - Apenas si con un movimiento de la barbilla lo indica a su marido. No quiere afrontar esa decisión que la obligará a desprenderse de algo que mucho habrá de costarle. Tras una larga pausa, pasándose la mano por la cabeza, el hombre desmadeja sus pensamientos. - ‘Ta bien; se la daremos. Está pesado el silencio, como mojado por muchas lágrimas. Luego añade: - Eso sí, me gustaría qui’uno ‘e nosotros juera a llevarle la bataraza. - Y usté nomás, ya qui’ha tau tan garifo pa’disponer… Yo no tengo hilachas pa’ poneme, además. - Esconde la cabeza entre los hombros flacos para guardar entre ellos un viejo resentimiento. - Y cómo! Si yo tampoco tengo alpargatas! - Los brazos abiertos ampliamente manifiestan la verdad de un crucificado. - Podía comprar. - Y con qué! - Qué se yo! - Y chancletea, fastidiada, en la estrechez del rancho. El desencanto marca en el hombre comisuras más hondas y dolorosas. El rostro es joven aún, pero tiene la vejez del sufrimiento repetido que agobia y se vuelve arrugas. - Hasta que nu’haga una changa… La mujer parece despertar y mueve lentamente la cabeza, oscurecida por el aturdimiento. - Y güeno… que se la lleven ellos nomás - ‘Ta bien. Atendé, Juana - Se queda pensando el hombre, buscando dificultosamente las palabras. - Mañana – continúale llevás la gallinita y le decís… güeno, yo no sé… que le mandamos eso… que le vaya bien, y que vuelva…! Y que vuelva, eso… Y que vuelva! - Sacudiendo el sueño han apoyado con entusiasmo la idea los chicos y como si acabaran de desprenderse de un gran peso, ahora ya se van a acurrucar en el jergón tendido en el suelo para todos. Cama dura, con un sueño más duro y oscuro todavía, que apenas, si a veces tiene el poquito de luz de una estrella asomando arriba, entre las jarillas peladas del techo. De allá, de la escuela, vuelven al otro día con unas figuritas, con un libro, el Juancho con unas bolitas, acusándola a la Uvita que no se quería venir, pero todos con una pena de raíz honda, la que les ha dejado ese día y que no pueden borrar la impresión dulcísima del beso y las palabras del maestro. - Volveré… volveré, hijos! Largo es el verano y querida la esperanza, que alguna tarde les hace saborear un canto que se deshilacha entre el balido de los cabritos, sobre el cuadro de maíz achicharrado por el sol, allá muriendo sobre el oscuro nido de los alikukos, que se llenará de miedo después, a la noche. Y por fin, en marzo, la senda para la escuela, se abre otra vez en un día hermoso y allá van sobre ella, que tiene, como para acompañarlos, verbenas florecidas y espejos de agua pintados por la lluvia reciente, desgranando sus racimos de risas y de cantos, que nadie les ha enseñado, montados felices en el burro viejo que se va lomeando al peso de su bulliciosa carga. Al divisar el rancho de la escuela, lo miran como si fuese un castillo, de esos bonitos que hay en los cuentos del maestro. No importa que la maleza haya invadido sus patios ni que, por entre las patas del burro, escapen haciendo sonar sus crótalos una pareja de enfurecidas víboras. La escuela, la escuela, por fin la escuela y en ella, sin duda, el querido maestro esperándolos. No han acabado de bajarse del montado los más chicos, cuando la noticia los deja tiritando como en mitad del invierno. - El maestro no güelve más… lu’han mandau a otra parte - La da el casero como si tal cosa. - Ento… no vuelve más? - No vuelve nunca más? - No…? - …? - El Pancho queda mudo pensando que será el pueblo el que se los quita y la Uvita, pensando lo mismo, maldice eso que ella piensa en un montón de cosas de ricos, allá muy lejos. - Por qué… por qué nos han quitau el maestro, si era nuestro, nuestro? - El año pasau dejó dicho, por las dudas que no llegara a volver, que como no pudo llevar la gallinita qui’ustedes le regalaron cuando se jue, se las entregara a ustedes con todos los pollos que llegara a sacar. – Los niños le oyen como si el casero hablara desde más allá de una lluvia brumosa, más allá del umbral de la sombra. No comprenden. Y todavía la mujer del casero, que agrega asombrada: - Y doce sacó! Doce! Había siu güena sacadora! Aquí’tan… vengan. Ellos, allí, en medio del patio, sólo siguen escuchando: No vendrá más…! No vendrá más…! El griterío de los pollos les espanta por un momento esas ganas tremendas que tienen de llorar, de partirse el pecho y dejarlo al corazón que vaya donde está ansiando escapar, desde su dura cárcel. - No…! - No…! Allí les han llenado dos bolsas con las aves y se las han cargado en el burro. Allí va, avanzando éste, con la cabeza gacha, más largas las orejas, asombrado, oyendo ese raro silencio de los niños que lo siguen sin despegar los labios. La senda no tiene ni flores ni espejos de agua; ni hay pajaritos asentados en los árboles de la orilla, sino todo es un bosque inmenso, lleno de acechanzas y espinas y ellos están solos, ignorados, lejos del mundo, cargados sus huesos de niños con un gran cansancio y sus ojos ensombrecidos por un largo, por un viejo dolor que es para hombres. Hoscos, llenos por ese mismo silencio, llegan al patio del rancho, al que encuentran más ruinoso y sombrío que nunca. Al escuchar el griterío de los pollos, aparece la madre y con las manos en jarra, los recibe sonriendo. - Y eso? - El maestro… - se le corta la respiración. - El maestro… no vuelve. - Pa’ nosotros? - pregunta sin poder contener la curiosidad. - Se quedó en el pueblo… Qué muchos…! Qué muchos…! - Feliz, sin pérdida de tiempo, olvidada de todo, baja las bolsas con la carga. - Mi comadre me los manda? - No… es que… no vendrá más, mama! - Se han quedado los cuatro de pie, endurecidos, cada uno con un pollo en brazos. - Y qué les sucede que sin’han quedau áhi como muertos? La mayor le repite como para que oiga de una vez, si es que todavía no ha oído. - Qu’el maestro no vuelve! - Y por eso le vas a gritar a tu madre, atrevida? Restregándose los ojos, sale el hombre de su hueco de sombras. - Pero digamé, Deifilia, que nu’entiende? - Una vieja y sepulta rebeldía asoma en sus palabras – Acaso - continúa – vale más una gallina, muchas gallinas, las que sean, qu’el maestro? - No, pero… - el bochorno le tiñe el rostro ajado. - Que no se da cuenta qu’él nu’hay venir más? - No vendrá más? - No vendrá…? - No…? – Todavía preguntan uno a uno y luego a coro los niños, como implorando que los desmientan, desconcertados, empochados en lúgubre asombro. - Ento…es cierto, tatita? - La Uvita se le cuelga del cuello, tiernos, temblorosos los descarnados bracitos. - Sí, sí, m’hijita… qué lástima! - Le nace la voz en un hilo enronquecido y siente que una lágrima le cava por dentro un áspero surco de dolor. - Pobrecito! - Añade la Juana. Y cada uno se da vuelta y mezquina la cara y se busca en lo más escondido de sí mismo, para dar rienda suelta a su sentimiento. Canta la mujer más allá, pero su alegría cae enlutada como sobre un silencio de secos cipreses. De la novela “Donde la patria no alcanza” del mismo autor. LA GUITARRA EMBRUJADA La noche estaba clara como un mediodía. Habíamos cruzado lomas pedregosas y ríspidas y por fin bajábamos a un vallecito estrecho, surcado por el arroyuelo que reventaba con su líquido burbujeante en una garganta de agudos peñones. Se veían uno que otro hualán aplastados y algún algarrobo achaparrado y casi seco, con la ramazón retorcida, torturada por los vientos cubreños. Mi inquietud era creciente iba a descubrir la verdad de lo que me había contado la misma vieja que me acompañaba, que era la siguiente: “En un cerrado vallecito, pero con mucho y largo dominio sobre la región cerrera, supo vivir un hombre muy rico llamado Bailón Romero. Era bueno y guapo. Tenía varios hijos, pero por ese corazón suyo tan generoso, se había apiadado de un pobre muchacho huérfano y lo había criado. Lázaro se llamaba. Era un negrito pelo duro, boca grande, mal hecho, salvándose solamente de eso los ojos negros, de tibio mirar y las manos de largos y delgados dedos. - Fiero pa’ padre - decíale alguno en broma a don Bailón. - Fiero pero güeno es m’hijito - respondía él, acariciándose la barba y mirando alejarse a su muchacho, con los ojos empañados en lágrimas por la ternura que le manaba mansamente del corazón al verlo. Don Bailón, como era hombre de posibles y sin flojera ninguna, cuando había necesidad, acompañado de tres o cuatro hombres de confianza, hacía sus viajecitos a Córdoba o al Rosario en los que tardaba tres o cuatro meses. Qué decir que su regreso era una fiesta! Porque siendo tan bueno y teniendo cómo hacerlo, para todos traía siempre su presente. Y fue en una de esas ocasiones que regresó trayendo una guitarra para Lázaro. Era una guitarra preciosa, de caja negra y con unas voces llenas y dulces. Se encantó el muchacho del instrumento de modo tal que más de una vez debió arrepentirse don Bailón de habérsela traído. Se había vuelto pesado para hacer las cosas porque se dejaba ganar por el gusto de quedarse horas y horas acariciando las cuerdas de su guitarra. Un día, ante la amenaza de don Bailón de que se la escondería, Lázaro, que sabía bien que su tatita no se andaba con vueltas, resolvió esconderla bien lejos de la casa. En sus andanzas había descubierto una gruta abierta en la montaña, de suficiente amplitud como para prestar protección a un hombre y ahí, luego de acomodarla lo mejor posible dejó a buen resguardo su guitarra y a ella volvió cuantas veces le fue posible. Catorce o quince años tendría, ya muchachito formado, cuando entretenido en unas de esas guitarreadas, se encontró con que la majada, a la que había dejado pastando cerca, se le había hecho humo. Sin perder un segundo se le fue sobre el rastro. Había descolgado la lomada, transpuesto el arroyo, subido después por un empinado murallón de pizarras y la veía bajar a lo lejos en una suave pendiente toda verde, donde se divisaba también un gran caserón estrechado por alameda y huerta. Tras tanto andar, se dio cuenta el muchacho que había entrado en los dominios de don Ramiro Montalbán y más apuro le dio. Era éste un serrano rico que tenía muchas tierras y hacienda y además, era padre de varios hijos. Entre ellos una sola niña de la que Lázaro había oído hablar muchas veces, ponderándola siempre por agraciada y buena moza. María Rita se llamaba y tendría unos dieciséis o diecisiete años. El muchacho, más de una vez se sorprendió pensando en lo feliz que sería si llegara algún día a poder verla de cerca. No sin trabajo rejuntó la majada entre el repicar del cencerro y el alborozado ladrar de “Jazmín”, el perro pastor. Las arreaba ya casi con la última luz de aquel día de primavera costeando un pircal revestido de suspiros, clavelinas y cabellos de ángel, cuando lo sorprendió como una luminosa aparición, una niña preciosa que lo observaba desde lo alto de una roca. Con voz muy clara, oyó que le gritaba: - Quién ti’ha dau permiso p’andar por estos campos pastoreando? Después de mirarla un rato, deslumbrado por la belleza que irradiaba ese rostro ligeramente moreno, de unos ojos grandes y boca luminosa y toda enmarcada en una simpatía subyugadora, Lázaro, todo ruborizado, atinó a responder: - Disculpe… es que ellas se vinieron solas y… - Ti’has de cuidar otra vez, porque si tatita te llega a ver la majada por aquí, no te la dejará llevar, sabís? El muchacho, por toda respuesta, bajó los ojos y fue a seguir la marcha. Pero fue la atracción secreta y poderosa de aquella criatura, lo que le hizo despegar los labios en la pregunta: - Usté es la niña María Rita? Le respondió sin moverse, con altivez: Sí… y qui’hay! El muchacho, estrujándose los dedos, transparentó en palabras la modestia de su alma: - Disculpe… quería saber nomás. Mi’acordaré siempre di’usté. Yo soy el Lázaro, de la casa de don Bailón. Adiós, niña. Sin responderle, ella le clavó una mirada despreciativa. El muchacho se fue alejando lentamente, pero, al darse vuelta para mirarla por última vez, le pareció oír que le gritaba, como burlándose de él: - Sapo! Sapito! Lázaro se mordió herido por la ofensa. Bien sabía que era feo. Muchas veces se lo habían dicho y muchas, mirándose en el espejo del remanso, lo había comprobado y le había dado lástima verse así. Pero ahora era la primera vez que sentía a su corazón bajo el peso de una pena tan grande que lo aproximaba al estallido del sollozo. - María Rita! Qué hermosa había sido! - se decía. Y en vano buscaba una flor para compararla porque ninguna podía acercarse siquiera a la belleza de aquella deslumbrante aparición. Desde aquel encuentro la amó en silencio y sabiéndose pobre y feo, buscó otro camino, entusiasmado siguiendo la esperanza de despertar la atención de ella alguna vez… y fundió su alma en la guitarra. Sus dedos, en tal afán, descubrían sin trabajo alguno en las cuerdas, el sonido que transparentaba la belleza que su alma conseguía arrancar de las cosas y seres que lo rodeaban: la serenidad de un atardecer, el trinar de una mandioca, el fluir manso del agua, el apresurado golpear en su marcha de las pezuñitas de las cabras, al amanecer sobre la senda riscosa, la poesía tierna e ingenua, de ese amor que lo deslumbraba y en cuyas aguas cristalinas se zambullía ciegamente ganado por su hondo y encantador misterio. - María Rita! - Oía hablar de ella a veces en la casa y cortaba la respiración para no perder sílaba de lo que se decía. Alguien notó alguna vez la ansiedad con que escuchaba y fue motivo para risas. - Qué… la conocís? - Te gusta la María Rita? - Cualquier flor nomás t’elegiste! Para todas esas preguntas su corazón tenía la respuesta, pero prefería callar. Solamente pensaba en que ella tendría que escucharlo alguna vez pulsar su guitarra y entonces pondría el alma en ella, para que María Rita adivinara lo que tal vez no podría decirle, de otra manera, jamás. Y, por qué no, podría comprenderlo y entonces… Acaso él no era bueno de alma y no sabía ganar muy bien con sus manos el pan que comía diariamente? Acaso no había oído muchos cuentos en los que el joven pobre alcanzaba la mano de la niña rica por esa sola virtud? Guapeando y sin aflojar en su pensamiento, soñando con verla y en poder aprovechar cualquier oportunidad que se le presentara, se le fueron algunos años. Tenía de ella nada más que una imagen real borrosa y otra embellecida por tanto añorarla, por tanto pensarla comparativamente con las cosas más bellas que conocía: el brillo de las estrellas, el perfume de la flor del aire, la frescura del agua cristalina del manantial de la ladera. Fue para el casamiento de uno de los hijos de don Ramiro cuando, para festejarlo echando la casa por la ventana, fueron invitados todos los vecinos de varias leguas a la redonda. Allá fue don Bailón con todos los suyos. Y Lázaro también fue. Era entonces un mozo ya, ganoso de asomarse a la vida y no vio la hora de Dios que llegara ese día. Aunque el temor lo dominaba solamente al pensar en lo que haría, cargó a escondidas la guitarra. Era su oportunidad, la oportunidad tanto tiempo esperada. Fiesta linda fue aquella. Los manjares y bebidas más exquisitas y costosas corrieron de mesa en mesa y nadie se quedó con ganas de repetir. Las piezas estaban todas enchufadas con los tejidos más vistosos y en los estrados las damas lucían sus mejores prendas cómodamente sentadas. Ya en la noche las luces brillaron por todas partes y en todo hubo claridad como robada al mismo día. Cantores llegaron de muchas partes, y los mejores y sin cansarse, entre el bullicioso festejo de la concurrencia, cohetes, tiros y muchas vivas, fueron dedicando sus coplas y tonadas a los novios felices y a sus padres y padrinos. Pasada la medianoche y con el corazón que parecía soltársele por la boca, Lázaro sacó su guitarra y la hizo trinar. Allí estaba ella con un vestido blanco, finísimo, con las simbas que le caían airosamente por la espalda, bellísima, atrayendo sobre sí la mirada de todos los mozos. Un silencio largo se hizo. Don Bailón abrió grandes los ojos. Sabía que su criado tocaba la guitarra, pero esto que veía no lo había supuesto jamás. De inmediato, por lo bajo, corrieron unos cuchicheos: - Quién es ése? - Lázaro, dicen; el criau de don Bailón, el dueño del “Valle Alegre”. - Ah, ah; fiero el chino! Así lo vieron todos al principio. Ridículo, con un largo pañuelo blanco al cuello, que le caía por delante y otro con puntillas, que le colgaba del bolsillo del saco, grandota la boca, duro, indomable el cabello retinto. Pero fue empezar a pulsar las cuerdas con esos dedos que prodigiosamente parecían alivianarse y alargarse, para entrar en una profundidad desconocida y retornar de allá con la suavidad, primero apagada de unos trinos que iban despertando nuevos sentimientos y la evocación de una belleza apenas entrevista pero nunca gustada plenamente. Luego fueron ganando en intensidad y dulzura y naciendo desde lo más hondo de una caja que parecía guardar todas las bellezas. No se movía nadie. Y en tanto los dedos proseguían su sondeo con facilidad que maravillaba a todos, la persona del muchacho se transfiguraba, crecía su estatura, irradiaba simpatía, su boca parecía achicarse y ablandarse en un gesto de conmiseración y los ojos grandes y suaves, daba la impresión de bañarse en ese mar encantado de melodías con que él llenaba en ese momento el silencio de la noche y el corazón de todos, que lo escuchaban en recogido suspenso. Al finalizar, Maria Rita fue la primera en darle la mano y en pasarle una copita de licor que su misma mano había preparado. Y tras ella, todos los demás se fueron acercando para mirarlo como a un ser extraño. - Manco el mozo! - Qué dedos, mi Dios! - Mandinga li’habrá enseñau! - ‘Ta embrujada esa guitarra! - Toca por el temple del diablo! – susurraban Todo era asombro. Y María Rita, como hechizada, se quedó largo rato con él. Lázaro sentía que los ojos más lindos, los más dulces que había visto, los ojos tanto tiempo soñados, lo miraban como acariciándolo y que la sonrisa más tierna de esos labios entraba como la luz de una estrella en su mismo corazón. No sabía hablar de amor, pero estaba seguro que ella lo había entendido, tal como él lo pensara. Ella, como encandilada, le preguntaba cómo había aprendido, quién era su maestro, llena de admiración. Lázaro, sin atreverse a mirarla, respondió bajando la voz: - Solo… por usté y pa’usté. Desde entonces, vivió unos días que jamás pudo pensar llegaran para él. Me quiere, me quiere, se decía, me quiere mucho y yo soy capaz y la haré feliz. Su alegría no tenía límites. Merodeando y merodeando la casa de ella, un día logró entrevistarla por un momento y quedó fijada la hora y lugar del nuevo encuentro. Vivió esperando desde entonces el día señalado hasta que la hora por fin llegó. Vino ella aquella noche por entre los árboles del huerto hasta el eucalipto grande, que se alzaba al pie mismo de un gigantesco peñón que remataba arriba en una aguda cresta. María Rita olía a rosas. Lázaro estaba como borracho. Gozaba al verla llegar, pero al mismo tiempo temblaba de miedo. Tenía mucho miedo. - Nadie la vio salir? - Nadie… nadie. Mucho me esperó? - No… pero ya estaba pensando que no vendría. - Si viví pensando en esta noche - dijo ella con voz temblorosa. Y tomándole con cuidado las manos, Lázaro la miraba y quería hablar, decirle cuanto la amaba. Pero no le era posible. No hallaba las palabras que andaba buscando. Y en ese momento comprendía: su voz, su verdadera voz estaba en la guitarra; por medio de ella sabía expresar un lenguaje divino al que entendían todas las almas. Sin ella en sus manos, no era más que un pobre muchacho, torpe e inútil. Y ahora no la tenía para decirle a María Rita cuan inmenso era su amor. Y en su temor, veía levantarse bultos desde cada sombra y su doble impaciencia le cerraba la vertedera de sus pensamientos. Ella le habló del naranjo que crecía junto a su ventana, del que soñaba cortaría los azahares para el día feliz. Porque lo quería y se habrían de casar. El nada podía añadir. Estaba como embobado ante tanta belleza, ante tan inmensa felicidad. Y en tanto, tras la breve entrevista él volvió como enajenado por tanta dicha, ella, recordando lo sucedido en el encuentro, se sentía completamente defraudada y en vano intentaba recuperar la imagen que le quedara de Lázaro aquella noche de asombros en su casa. Poco a poco sentía que aquélla se le iba y dejaba paso a esta otra que hallaba odiosa y cobarde y de nuevo volvía a verse ella trepada en los altos de la roca gritando como la primera vez que lo viera: Sapo! Sapo! Se apretaba la cabeza con las manos en su desesperación, porque veía roto su más hermoso sueño de niña y era en vano que intentara recrear la imagen amada, porque se levantaban sombras y entre ellas un torbellino de palabras que siempre escuchara decir en su casa: - Lázaro? Bah! Pobre muchacho! - Nunca tendrá nada más que la guitarra que le regaló Bailón. Otra cosa no le va a aflojar el viejo. Y su sueño moría, moría irremediablemente sin que ella pudiera salvarlo a pesar de todos sus intentos. Muy largos fueron los días que vinieron para Lázaro. Era en vano que orillara los pircales, porque no podía verla ni nada sabía de ella tampoco. Su corazón iba por una larga noche orillada de horribles presagios. Un día la divisó muy a lo lejos y cuando esperaba que correría hacia él, dio vueltas y regresó. Pero no podía ser… no alcanzaba a comprender lo que había sucedido. Así pasaba el tiempo, cada vez más atormentado por sus dudas. Y cuando más se inquietaba por hallar una respuesta para tanta duda, la misma le llegó por boca de don Bailón, quién largó la noticia en medio de todos en la casa, como si a nadie fuese a dolerle. - No saben? Se casa la María Rita. - Se casa? - Muchas miradas se posaron incrédulas en don Bailón. - Pero si nadie supo qu’esa niña anduviera noviando! - Y güeno… pero ella se casa… esu’ es todo. Juan Antonio es güeno y rico además. Suerte pa’ella. - Y todavía añadió que se sabía que estaba muy contenta y enamorada. Ahora Lázaro se explicaba bien la causa del engaño en que había vivido. Comprendía bien que María Rita se había sentido atraída en cierto momento, pero después todo se le había aclarado; a los defectos físicos que tenía, aquella sola virtud, no había alcanzado a disimulárselos. Además, había estado muy equivocado al pensar que la había deslumbrado para siempre. Cómo se le había ocurrido también, enamorarse de una niña rica y hermosa? Nunca debió hacerlo! Y pensaba y pensaba y más sufría. Pero no. En la inspiración de un segundo, creyó que no todo estaba perdido. Era innegable que ella al escucharlo pulsando su guitarra había olvidado una vez todas sus ataduras para acercarse a él. Por qué si llegaba a descubrir nuevas y maravillosas armonías en su guitarra, ella no podría volver? Se sentía capaz de hacerlo y entonces, si la mujer que amaba tenía sentimientos, volvería a su lado. Desde aquel momento se alejó de todos y se volvió más huraño. Esperaba con ansiedad la noche y se encaminaba en silencio a su refugio de la montaña donde tenía escondida su caja llena de sonoridades pocas veces oídas. Ahí se quedaba horas y horas acariciando las cuerdas como si fuese a ella a quien acariciaba. Imaginaba la caja llena de las cosas más bellas y sus manos, los delicados instrumentos con los que podía dejarlos ante le luz: estrellas, voces de pájaros, flautas, roce del aire mañanero en la corola de la verbenilla y todo, todo para ella, para la inolvidable María Rita. Al alba, con los ojos ardidos por el insomnio, regresaba fatigado, desconocido, apenas si brillándole un rayito de razón en los ojos que guardaban la última esperanza. Ella sería tan sólo para él, se decía, porque no habría mujer alguna capaz de no rendirse al hechizo de los arpegios que él había descubierto en sus largas noches desveladas. Cada día estaba más seguro de que esa belleza que vivía puliendo, era incomparable, era viviente, finísima, traslúcida y llegaría directamente a las almas. Era la belleza de Dios pura e intocada jamás por nadie. Los días, entretanto, corrían apresuradamente y se acercaba el fijado para la boda. Todos en casa de la novia estaban contentos. Don Ramiro, que había maliciado lo que sucediera en determinado momento, porque cortaba de una vez y para siempre un asunto que había llegado a preocuparlo y los vecinos porque podrían gozar de otra fiesta memorable. Solamente Lázaro, torturado por la obsesión, perdía salud y empezaba alarmar a los de la casa, alguien dijo haberlo oído conversar en lo más alto de la noche, con una persona oculta, a la que no pudo ver, la que le ofrecía un trato que pareció tentador, y otros hablaron de haberlo visto una noche orillando el murallón del despeñadero. Pero él no decía nada. Su natural reservado se había convertido ahora en un silencio que rompía de vez en cuando con uno que otro monosílabo. Y fue en la noche anterior a la del casamiento de María Rita, cuando Lázaro salió dispuesto a cumplir con su propósito. Llevando la guitarra, con liviano paso sorteó cuchillas ásperas y parameras, salvó el arroyo, y se encaramó a la lomada fraganciosa a tomillo. Una ansiedad incontenible lo poseía y el alma parecía escapársele a los dedos que se consumían en sed inapagable. Solamente pensaba en llegar para que ella lo escuchara. Bien sabía que los perros de don Ramiro eran temibles, por eso, llegado al huerto, se deslizó con la mayor sagacidad. Todo era silencio. Desde el firmamento oscurísimo, las estrellas volcaban una apagada claridad. Era ya pasada la medianoche cuando llegó. Vio la ventana de María Rita protegida por gruesos barrotes de hierro, que daba hacia el huerto: Un estrecho canal oculto por mentas y hierbabuena, marcaba una natural separación. No llegó a la ventana. Antes de pasar el canal estaba el viejo y coposo naranjo del que le hablara una vez María Rita y contra su grueso tronco se recostó. Tañó entonces las cuerdas su mano maestra y una armonía compuesta de desconocidas notas esplendió en el silencio de la noche. Pulsaba suavemente las cuerdas como para que tan solamente ella las escuchara, con la misma suavidad y entusiasmo con que la calandria inicia su canto de la madrugada. No sabía de otra cosa. Había perdido todo contacto con el mundo. Tenía los labios secos, los ojos cerrados, mirando afiebrado hacia el interior de su alma. Se corrió un cerrojo de la ventana de pronto y María Rita apareció. Pero Lázaro continuó ajeno a eso. Parecía estar ebrio con su propia música. Semejaban llorar las cuerdas una lamentación de indefinida belleza y luego se recuperaban en un canto que era el de su última esperanza. De pronto, un grito partió como una puñalada las sombras de la noche: - Lázaro! Viene tatita! Váyase, por Dios! Váyase! - Los perros hicieron una atropellada vacilante. Don Ramiro, por atrás, al tranco pesado de sus botas, se acercaba con un grueso arreador que silbaba ya en el aire. La sombra que caía del naranjo no le dejaba ver muy bien, por eso, a la distancia, pegó furioso el grito: - Quién anda! Le respondió una guitarra con su voz cuajada de dulzura. Avanzó más, ofendido por la burla: - Quién anda hi’dicho - La guitarra continuó haciendo resplandecer entre las sombras de la noche sus más pulidos sones. Con los ojos turbios de rabia, revoleando con furia el arreador, don Ramiro dio pasos resueltos hacia el intruso, dispuesto a todo: - Me vas a respetar, maula! - El grito de María Rita le nació desgarrador desde lo más vivo del alma: - No, tatita, por Dios! Pero ya el hombre, enceguecido, descargó el arreador con fuerza tremenda, una y otra vez y sus guascazos silbantes parecían dar sobre algo, que, sin embargo, permanecía siempre firme. - Juera, juera di’aquí, perro! - Su voz era un rugido. Y entonces sucedió lo increíble. Hubo, después de uno de esos golpes, como una vacilación en la melodía, como un remoto gemido ante golpes tan salvajes, pero la guitarra continuó sonando. La niña miraba todo aquello con ojos desorbitados, sin poder comprender, convulsa, prendida de las rejas. - Cruz diablo! - gritó el viejo retrocediendo. Pero era hombre de agallas y sacando el cuchillo, dio un paso atrás y se plantó, alta la figura, vivo el ojo, dispuesto a todo. - Mandinga habíais sido, pero igual te desafío! La guitarra siguió sonando por un momento, aunque en seguida fue decreciendo su voz, pero no era como si la llevaran del lugar, si no daba la impresión de apagarse ahí mismo, muy lentamente. Los perros, a todo esto, aullaban larga, lastimeramente. A los gritos de don Ramiro, vinieron los hijos y fue por demás que con toda clase de luces se cruzaran de arriba abajo. No había ahí ni hombre ni guitarra. Unos rastros, sí, frescos, de alguien que había llegado al lugar, pero nada más. Se alteró la niña y el viejo quedó alicaído y triste, con pensamientos extraños que, inútilmente trataban de arrancarle, de modo que fue preciso postergar el casamiento. Lázaro, en tanto, había desparecido de la casa y nunca más se supo algo de él. Dándolo por despeñado lo lloraban los suyos y todo hubiese quedado en eso y el tiempo, que sobre todo deja caer sus velos, habría facilitado el olvido, de no haber sido que, justo a los tres meses de aquel sucedido, en una noche serena como aquélla que nadie podía olvidar, todos los que estaban en la casa de don Ramiro oyeron, pasada la medianoche, tañer la guitarra con un música que los sacudió hasta hacerlos llorar. Sin fuerzas para luchar, abatido don Ramiro vendió todo tirado y se fue lejos del lugar. A los pocos años llegaron de él y de la hija las más tristes y dolorosas noticias. Aquí la casa se vino abajo, se secaron los árboles del huerto y todo quedó abandonado en la oscura soledad. - Ahí ‘ta el naranjo, ve? Lo veía, sí; su tronco era grueso y en la copa desmembrada y sin hojas veía el azahar que siempre da, tal vez en la espera de María Rita, según dicen los lugareños. No es más que uno, pero nunca, por más cruel que sea el año, deja de lucir como un milagro su blancura. - Dicen qui’alguien lo vio al muchacho cruzarse alguna vez por aquí, en las noches claritas llevando su guitarra, esa guitarra llena ‘e brujerías y otros ahí que la vieron a ella, así tan donosita como era, secándose las lágrimas de su arrepentimiento y tratando de acercarse pa’ cortar el azahar que el naranjo no le mezquina, pero al que su destino no dejará nunca que lo corte. Yo no quiero mentir, nada d’eso hi visto, pero oír en ciertas noches la guitarra, sí, esu’es muy ciertito. A mi vieja compañera, de cuyo relato siempre había dudado, se le contraía la boca en una mueca y a la luz de la luna, le veía multiplicada las arrugas de su cara más que morena. Tuve un instante de miedo o desconfianza porque con su mantito ceniza y el diente que le bailaba al hablar, me pareció que iba acompañado nada más ni nada menos, que por una bruja. Pero en ese instante se detuvo súbitamente. - Atienda - me dijo tomándome del brazo para que detuviera la marcha. – Ya s’empieza a encender, oye? Efectivamente, era como si se encendiera. Suavemente, muy suavemente fue subiendo el tono y sus notas llenas, magníficamente engarzadas, parecieron levantarme de la tierra. Creí ver entonces, como me lo había descripto mi compañero, aquellos dedos largos y finos del Lázaro, prendiéndose a las cuerdas y sacando de ellas en el movimiento afiebrado, arpegios nuevos y extraños, hondos, dolientes a veces, como en un susurro en otras, acariciantes, implorativos, esperanzados, pero siempre nacidos a la luz de un alma que se daba entera a la fecundación de su arte maravilloso. Nadie sería capaz, nunca, de arrancar de un instrumento musical sones como aquéllos, que hablaban de una belleza no descripta jamás, no expresada nunca con tanta claridad para la comprensión de las almas. No sé cuanto tiempo pasó. Pero cuando escapé de aquella fascinación, unas nubes oscuras corrían bajo la luna y el recuerdo de Lázaro y la imagen de María Rita era tan nítidas que yo también temblaba de emoción. Y digo y diré que nadie será capaz de transformar su pasión en una manifestación artística tan clara, tan vibrante, tan llena de vida, de fuego, en una belleza de vibraciones tan profundas y extrañas, como las que escuché entonces y que aún se escuchan en ciertas noches en las ruinas de la heredad que fuera de don Ramiro Montalbán, valle feracísimo, pero incultivado desde el tiempo aquel de tan angustiado amor. El indígena, de pronto, detuvo su agitada marcha. - Tierra llana y fértil…linda! - dijo dejando que sus ojos abarcaran con deleite el vasto horizonte. Lejos, una sierra alta y azulada y más cerca, otra que parecía hundirse lentamente para impedir que el sol mezquinara su luz a la hermosura del día, lo maravillaron. Las fuentecillas de plata, la vegetación, el susurro del agua jugando en los junquillos y cortaderas de la orilla, todo le recordaba a su muy amado Yacu, su río del Perú, en el que se regocijaba jugando durante su infancia. Días y días Pisco había corrido ansioso en cumplimiento de un sagrado deber y muchas veces, rendido por el cansancio, al levantar los ojos en algún claro del monte, le pareció ver, alzados por la reverberación y recortándose contra el azul intenso de la montaña, las torres altas y macizas, ricamente plateadas, del Imperio de los Césares. Esa era su meta. Tenía los pies deshechos pero el ánimo sin mella le permitía sobreponerse a todo: llegaría… tenía que llegar. Atahualpa, el Inca, lo quería así; y así lo había prometido solemnemente su padre Sinchi, que recibiera el secreto mensaje. Los amautas anunciaban una gran peligro que se levantaba desde el norte y él, Pisco, portador del mensaje, debía dar cumplimiento a la sacrificada misión llegando hasta la Ciudad de los Césares y si aún le restaban fuerzas, pasar hasta el “Lin - Lin”, tierra envuelta en impenetrable misterio. Pero allí, ganado por la belleza del lugar, se dispuso a descansar hasta el amanecer, hora en que proseguiría su marcha; en tanto sentado, aflojando su cansancio, Pisco, el fornido y hermoso joven indígena, pensaba en todo aquello. Había bebido largamente del agua cristalina. En seguida sintió hambre; pero en vano hurgó la “chuspa”. Maíz y coca se habían terminado. Entrecerró los ojos y a tientas extrajo la quena. No le intranquilizaba la falta de alimento; el silbo de patos y el bullicio incesante de gallaretas, le anunciaban abundancia de huevos. Como en tantas veces en esa tierra nueva que iba atravesando, dejaría el mensaje musical del poderoso imperio para sus hermanos, en unas melodías que él sabía arrancar como desde el propio corazón. Quién pudo encontrar otras tan bellas como él? Nadie. Estaba seguro. Iba a consolarse y a tonificar su espíritu para continuar después con nuevos ímpetus la marcha. No tenía tiempo para perder. El sol ya había caído. Quedaban sus últimos resplandores despidiéndose en silencio de la naturaleza, entre el aroma de azahares y azucenas del campo. Apoyando su cabeza contra un árbol, fue a empezar su concierto, pero se contuvo, porque en ese momento un canto se le anticipó. Pisco contuvo la respiración. Suavemente, como llevada en los días de seda de los pétalos, voló aquella voz. Subió hasta el cielo y desde allí desgranó una cascada cristalina de arpegios angelicales. Pisco no había escuchado jamás algo semejante. Sorprendido, sus ojos buscaron el origen de aquella voz y descubrió, entonces, a pocos pasos, a una joven esbelta, de negra y reluciente cabellera, que, mirando hacia el poniente, parecía rezar con arrobamiento su canción. Qué decía en el cantar, ora dulce desbordante de alegría, ora triste, lento y apagado? Era de amor, acaso, o una voz de la tierra misma que se alzaba en un himno con desconocida pasión para retemplar el espíritu de sus fuertes hijos? Pisco, desde su escondite, vio cómo algunos indígenas que pasaban cerca se detuvieron y puestos de rodillas, quedaron como extasiados escuchándola. Cuando la vibración final quedó titilando como una estrella, ella se dio vuelta para alejarse y el “chasqui” del Inca quedó más deslumbrando aún. Nunca había visto joven tan bella; en las delicadas líneas de su rostro, la brisa besaba en ese momento todos los encantos que un hombre puede anhelar atesore su amada. Todos se habían alejado y solamente ella, como una deslumbrante aparición, inclinada hacia delante, alzaba agua en el cuenco pequeñito de sus manos y bebía. Una alegría nueva y diferente sacudió como un oleaje la sangre de Pisco. El corazón le latía aceleradamente y no era de miedo, porque no lo había conocido jamás. Se sentía ágil y fuerte y aromaba sus labios un revolotear de palabras que nunca dijera: “Amor”, “te quiero”, “para siempre”. Solamente de un día, de contadas horas disponía. Y no vaciló. Fue resueltamente al encuentro de la niña y pasado el primer asombro, dialogaron largamente. - Me llamo Calandria - díjole ella. - Y yo Pisco - Voy lejos. Dejé atrás mi hermosa tierra incaica, pasé por el altiplano del Titicaca, crucé nevadas cumbres, atravesé montes fragosos, anduve por desiertos arenales, sangraron a mis pies los alpatacos y duras espinas de cardones y churquis enconados. Y hoy llegué aquí, al nacimiento de este dulce río que me recuerda mi querido Yacu. - El río chiquito, nuestro “Río Claro”. - Y te escuché cantar como nadie lo ha hecho jamás. Por eso soy feliz: te amo, Calandria…! La estampa de Pisco, alta y fuerte, alcanzaba toda la plenitud en el amor. Ella lo había escuchado sin sacarle los ojos de encima. Como cautiva. Era visible que tampoco podía alejarse. Por eso Pisco esperaba anhelante, lleno de esperanzas, la respuesta. Pero Calandria callaba y seguía cruzando, por sobre la ansiedad, un silencio demasiado largo. Otra vez rozó el agua del río en un recodo de piedra y un puñado de aromas de hinojos pasó volando en el aire. - Calandria: te he conocido y te quiero. Quiero por vez primera. - Vienes de lejos. Te irás muy lejos. - La niña tenía en la voz los temblores vírgenes del amor. - Pero volveré, te lo aseguro. - Cuando vuelvas… entonces… - La melancolía velaba sus palabras. - Volveré y para siempre. Pero antes de partir mañana, cuando la estrella del alba se compare contigo, deseo saber si me esperarás. - Mañana? Tan pronto? - Un aletazo de pena le ensombreció el rostro. - Debo cumplir con un deber sagrado. Me es forzoso partir. - Mañana tendrás mi respuesta. - Y le tendió su mano pequeñita y suave, tan suave que parecía llena de amor y se alejó. Por entre los junquillos, Pisco la vio desaparecer. Era tan bella como una flor, como si fuera un símbolo vivo de esa tierra de dioses que acababa de conocer. No se iría sin llevar su respuesta. Ya lo había decidido. Aunque debiera esperar un día más, no importaba. No le sería difícil recuperarlo, porque más fuerzas tendría así para cumplir con las jornadas venideras, cada vez más duras y difíciles, si ella aceptaba su amor. Saberlo sería como beber en las fuentes mismas de la vida. Había llegado ya la noche. Solamente la soledad lo acompañaba. Se sentó de nuevo a orillas del agua a pensar sobre cuanto le había sucedido. Recordaba las infinitas bellezas del canto, la voz clara y armoniosa al hablar, los ojos negros, hechiceros, la boca pequeñita de aquella niña en plena floración y un gozo sin igual lo poseía. La luna, en las aguas transparentes, pintaba perfectas redondelas del agua y mínimas, movedizas lentejuelas. El silencio estaba como saturado de presagios felices. Y Pisco acercó su flauta de caña a los labios y escaparon de ella silbos hermosísimos y extraños. Hablaban de una tierra grande e inmensamente rica, de un río querido, su lejano “Yacu”, de un señor todopoderoso, el Inca amado, y saludaba después, con infinito contento, a las tierras nuevas y en especial, a ésa del anchuroso valle del Conlara, a la que contemplaba, húmeda, tibia y florecida. Luego su canto renacía en notas largas, suaves, temblorosas, cristalinas, que se enlazaban con otras breves, rientes, como un trino susurrado de pajarito en el tiempo de amar. Y Pisco amaba, por eso su corazón se transparentaba mejor que nunca en la canción. En las últimas notas que desgranara, palpitaba claramente una promesa de amor eterno. Cuando el cansancio hizo desprender de sus manos la quena, la levedad de unos pasos, alejándose, hizo temblar levemente el silencio de la noche. Tras escuchar oculta el concierto, Calandria huía cautelosamente poseída por una rara sensación: encantamiento, felicidad nunca sentida, y, más allá, un dolor mortificante, inexplicable, cuya raíz no alcanzaba a encontrar. Y pasó un día y otro más. Calandria demoraba su respuesta; y Pisco, desorientado, obedeciendo tan sólo al reclamo de su amor, hallaba pretextos que antes hubiera despreciado, para demorar más y más la partida: los pies llagados, la falta de ushutas en condiciones, la proximidad de una tormenta o algún dolor inexistente. El “chasqui” evitaba el encuentro con los nativos del lugar y tan sólo en las noches salía para buscar alimento y entrevistarse secretamente con Calandria. Una fuente donde el agua reventaba a borbotones de las entrañas amorosas de la tierra fue testigo de todos sus encuentros. Ante el ardoroso reclamo del mensajero del Inca, muchas veces pareció que Calandria cedería. Se le llenaban los ojos de lágrimas y temblaba. - Volveré - decía Pisco - y aquí haré nuestro nidito con totoras; los mejores anillos los tendrán tus dedos y también tuya será una yakolla (1) entretejida con las plumas más delicadas de los runduncitos (2) que gustan de acercarse a tus labios. - Pisco! No me hables así - protestaba Calandria y callaba. - Por qué no cantas? - le preguntaba después el joven, extrañado de que no lo hubiera vuelto a hacer después de aquella tarde memorable. - No cantaré más… aunque quisiera, no puedo. - Por qué? Dímelo. Tengo yo la culpa, acaso? - No - respondía con infinita tristeza -, simplemente no puedo cantar más y callaba de nuevo hondamente. Pisco no podía vencer esa fortaleza de silencio y reconcentrado dolor que hallaba en la niña. Y sufría y amaba más. Ella, al alejarse después de sus tiernos encuentros, lo hacía invariablemente con la promesa que al día siguiente le daría ya la respuesta definitiva. Mil veces se preguntó Pisco sobre las secretas causas que se oponían a su felicidad. Creía comprender que era amado por la expresión de los gestos, por el tono de la voz, por la ternura con que lo miraban los ojos renegridos de Calandria: pero las palabras callaban lo que adivinaba su corazón. Día a día le parecía encontrarla más delgada, con visibles huellas de sufrimiento en el rostro, y se concedía una tregua más pidiendo favores a sus dioses para no llegar demasiado tarde a la recóndita y misteriosa tierra de los Césares. Pero todo debía terminar. Y una tarde Pisco miró pasar asombrado a “chasquis” que parecían volar hacia todos los rumbos; al escuchar el mensaje que les dejaban vio que los hijos de la tierra quedaban demudados por el terror. - Blancos! Hombres blancos, del norte, hombres que matan con el fuego! Y los vio desde su escondite, armar apresuradamente sus arcos, afilar miles y miles de puntas de flechas labradas en piedras blancas y cristalinas entre el clamor de las mujeres y el llanto de miedo de los niños. Pisco, cada vez más acurrucado en el alto y tupido ramaje que lo ocultaba, se sintió devorado por el arrepentimiento. Demasiado tarde ya para cumplir con su misión! Qué hacer? - se preguntaba con desesperación. Solamente un milagro podría salvarlos. Por eso, hincado, en un ruego fervoroso, del alma misma dejó nacer su desesperado clamor: - Viracocha (3) bondadoso! Alma piadosa de Sinchi, mi padre bueno! No comprendéis mi situación? Corred, por favor en mi ayuda! Dadme alas para llegar a tiempo llevando el mensaje de mi amado Inca! - Y lloró, lloró amargamente y un fuego infernal pareció irle consumiendo lentamente la materia. Sintió hondos desgarramientos, pero no se soltaba, aún en medio de tremendos dolores, de su ruego: - Dadme alas, todopoderoso Viracocha! - Se encogía, se achicaba más y más persiguiendo tenazmente aquello que era su obsesión. Tan sólo eso le importaba. Sí, tenía que cumplir, como lo había hecho siempre, con su promesa! Y cuando ya pareció no quedar nada de él, sino únicamente lo bueno que tuviera, no fue más que un pajarito que andaba a saltos entre las totoras y que ensayaba luego, cautelosamente, su primer vuelo, de gajo en gajo, entre los talas. Su ruego había sido escuchado y necesariamente tenía que partir. Ya nada le faltaba; tenía alas que se le fortalecían a cada nuevo ensayo de vuelo. Tal vez estaba a tiempo. El Imperio de los Césares, el de las altas torres de plata y fastuosa pedrería, el de los ríos que bajaban cantando entre brillantes tejuelos de oro, no se perdería. Tan sólo tendría que abrir las alas y hundirse en la diáfana claridad del cielo. Pero todavía no; una partícula impura le había quedado indudablemente, porque cuando iba a emprender el vuelo definitivo, bajó los ojos y al hacerlo, contempló de nuevo a Calandria que trasuntaba en la ansiosa mirada escrutadora todo el dolor y desesperación que arrasaba a su alma. Con claridad comprendió con cuanta aflicción lo buscaba: no podía equivocarse. Escuchó anhelante. Sí, sí… ya no tuvo dudas. Nítidamente oyó que lo nombraba y luego un llanto, un fino hilo de llanto, apenas audible, que escapaba de ese corazón ensombrecido, lo hizo estremecer; lo buscaba llamándolo sin descanso; estaba bien claro que lo había amado y que ese mismo amor era el que la llevaba a buscarlo con desesperación. Pero cómo siendo así, había callado tanto entonces? Desde la altura en que se hallaba, Pisco vio tribus y más tribus que pasaban con desbordante furia. La tierra entera era un grito, un solo grito de guerra, poderoso, rugiente, desafiando a la misma muerte. Y de sus entrañas mismas parecían surgir más y más hijos de tez bronceada, con el brazo en alto, duro, armado de coraje indomable. Pisco, desde una rama alta, temblaba. Su corazón amaba más que nunca, quería vivir, quería mucho tiempo para bajar a buscar su felicidad; por eso ante la proximidad del gran peligro que amenazaba a todos, por vez primera sentía miedo. Oyéndola de nuevo a Calandria en su repetida queja amorosa, comprendió que todos sus esfuerzos por partir serían inútiles hasta que no lograra comunicarse con ella. No, jamás podría abandonarla así. Por eso voló bajito entre los churquis coronados de loconte, saltó entre los juncos, orilló la fuente cristalina y se quedó horas y horas en los hilillos de plata esperándola. Todo en esos días era triste: todo nada más que llanto y desolación. El cielo parecía tan sólo una sombra larga oscureciendo la tierra con el gemido de una raza que la amaba con todas sus fuerzas. En tal situación Pisco, para consolarla, cantaba cuando las sombras de la noche se cernían amparadoras sobre su morada. Eran las mismas notas de su flauta las que Calandria escuchaba con asombro, sin poder precisar de qué lugar del alto follaje le llegaban. Cuántos recuerdos! Cuánta dulce evocación llovía sobre su alma transida de dolor! Afinaba el oído y alivianando los pasos para no asustarlo, alargando más y más su cuerpo, procuraba acercársele, pero todo era inútil. Y escuchando la voz del gran amor que le desbordaba el alma, esperanzada de llegar a las alturas donde él cantaba, para confesarle toda la verdad, esa verdad que la llenaba de vergüenza y de arrepentimiento, empezó a subir por las ramas, pasaba de una a otra sin pensar en la fatiga, sin sentir rasguños ni pinchazos, y poco a poco comprendió que iba adquiriendo más y más agilidad, que su cuerpo también, momento a momento, se iba tornando más pequeño y liviano, hasta que al fin, también ella no fue más que un avecita, que vestida con la sencillez de su plumaje, saltaba infatigablemente de gajo en gajo persiguiendo los silbos misteriosos de Pisco. Pero muchos días habían transcurrido ya y el “chasqui” del Inca, el pajarito que vivió en las cercanías del agua, Pisco - Yacu, el de hermosísimo plumaje azul, verde dorado y tornasol, desesperado al no verla llegar como antes a las fuentes murmuradoras, lleno de pena, desencantado y sintiéndose castigado con el más tremendo arrepentimiento, vencido totalmente había emprendido ya el largo vuelo del regreso. Muy sola quedó Calandria, y ensombrecida de pena su vida, porque jamás podría confesarle la verdad de cuanto le sucediera: que lo amó desde el primer instante, que demoró por coquetería tan sólo la respuesta en el primer encuentro, pero más tarde, al escucharlo en ese concierto que Pisco diera saludando a las nuevas tierras, los celos, el temor que la desposeyera de la admiración que despertaba entre los nativos con sus cantos, el egoísmo de querer continuar siendo ella sola la dueña de esa sagrada adoración, le hicieron sofocar el dulce sentimiento que llenaba su corazón. Y así había empezado su larga y cruenta lucha interior, que desembocara en tan larga senda de sufrimiento. Desde entonces, evocándolo incesantemente, canta como sólo ella solía hacerlo, procura imitar las melodías tiernas y emocionadas que le oyera arrancar a Pisco de la quena, y, al saberlo irremediablemente perdido, canta y llora en sus trinos a la vez, alzando el eco purísimo de la tierra noble y generosa que la vio en otros tiempos tan feliz, desbordada el alma de trinos, bajo un cielo donde todo traslucía esperanzas. Y en Pisco - Yacu, en el extenso valle del Conlara, las fuentecitas de plata, las del pajarito Pisco, hacen memoria del romance. Sigue el agua manando como entonces entre la frescura de ramilletes y junquillos y tiene el dulce temblor de un corazón emocionado que vive latiendo sobre los siglos para recordar una hermosa historia de amor. Vocabulario: 1- Yakolla - Capa 2- Rundún - Colibrí 3- Viracocha - Padre de todas las cosas ***Fin***