Obras Selectas - Aníbal Romero

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O V O L U M E N I I l O Obras Selectas Aníbal Romero Tiempos de conflicto Estudios sobre estrategia y política Obras Selectas. Tiempos de conflicto. Estudios sobre estrategia y política. Aníbal Romero © 2010 | Editorial Equinoccio Todas las obras publicadas bajo nuestro sello han sido sometidas a un proceso de arbitraje. Reservados todos los derechos. Coordinación editorial Carlos Pacheco Cuidado de la edición Maribel Espinoza Diseño y diagramación Aitor Muñoz Espinoza Impresión Gráficas Acea Tiraje 1.000 ejemplares Hecho el depósito de ley Depósito legal: lf2442010320151 isbn: 978-980-237-313-0 Valle de Sartenejas, Baruta, estado Miranda. Apartado postal 89000, Caracas 1080-a, Venezuela. Teléfono: (0212) 9063162 | Fax: (0212) 9063164 E-mail: [email protected] rif: g-20000063-5 Índice 7 Nota preliminar P A R T E 9 Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle 11 Introducción. El pensamiento militar entre las dos guerras mundiales Hitler Stalin Churchill De Gaulle 35 103 173 213 I P A R T E 243 La sorpresa en la guerra y la política 245 Introducción Sorpresa y filosofía de la historia Escepticismo, conocimiento y racionalidad Paradigmas, percepción e inteligencia estratégica Engaño, magia, ilusión y fricción en la guerra La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa Consideraciones finales 255 267 283 317 343 439 II P A R T E 445 Historia, estrategia y relaciones internacionales 447 531 Clausewitz hoy El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941 Las biografías de Hitler: Problemas de la interpretación histórica Tolstoi: El poder y la paz 567 Bibliografía 465 511 III P Á G Nota preliminar La presente edición en tres volúmenes de mis Obras Selectas es el resultado de la buena voluntad y el esfuerzo de numerosas personas. De manera especial deseo destacar la guía y el apoyo de mi colega y amigo Carlos Pacheco, profesor titular de la Universidad Simón Bolívar y director de la Editorial Equinoccio, así como de Evelyn Castro y todos los miembros del equipo de trabajo de Equinoccio. He sido afortunado al contar con el respaldo profesional y aprecio compartido de Maribel Espinoza, cuya devoción hacia la tarea de corregir los textos y prepararlos para su publicación ha sido fundamental. Agradezco también a Aitor Muñoz Espinoza su aporte creador, así como a Alberto Linares su dedicación. Numerosos amigos contribuyeron con el financiamiento de estas publicaciones. A todos ellos les reitero mi honda gratitud. Una de las más gratas experiencias vinculadas con la realización del proyecto, ha sido precisamente constatar que cuento con un nutrido grupo de sinceros y leales amigos. Me he sentido genuinamente recompensado por ello. El presente volumen recoge dos de mis libros en torno a la estrategia y las relaciones internacionales, así como varios estudios adicionales vinculados a estos temas. Las siguientes son las fechas iniciales de publicación de los diversos textos acá recopilados: • • • • • • Clausewitz hoy (1977) Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle (1979) El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941 (1980) Tolstoi: El poder y la paz (1981) La sorpresa en la guerra y la política (1992) Las biografías de Hitler: Problemas de la interpretación histórica (2004) 7 P Á G Nota preliminar 8 Dedico esta edición de mis Obras Selectas a Gladys, mi esposa, y a Paola, mi hija, a quienes debo más –en términos de afecto entregado y de estímulos para vivir– de lo que jamás podría retribuirles. Caracas, febrero de 2010 P A R T E Líderes en guerra: I Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle «Todo lo que es decididamente interesante ocurre en las sombras. Uno no sabe nada acerca de la verdadera historia de los hombres». Louis Ferdinand Céline Voyage au bout de la nuit. P Á G Introducción. El pensamiento militar entre las dos guerras mundiales Lecciones militares de la Primera Guerra Mundial Imágenes de la guerra antes de 1914 Durante la segunda mitad del siglo xix, novedosos desarrollos tecnológicos en la elaboración de armamentos comenzaron a ejercer un impacto gradual en el arte de la guerra. Los principales conflictos bélicos que tuvieron lugar en las décadas inmediatamente anteriores al estallido de la Primera Guerra Mundial: la guerra civil en Estados Unidos, la guerra franco-prusiana de 1870-1871, la guerra ruso-turca de 1877-1878, la guerra de los Boers de 1899-1902 y la guerra ruso-japonesa de 1905 arrojaron en su conjunto importantes lecciones que en general pasaron inadvertidas para los estados mayores militares de los poderes en pugna entre 1914 y 1918. La más crucial de esas lecciones se refería al creciente poder de la defensa sobre el ataque debido a la invención de nuevas armas como la ametralladora, el fusil de repetición y la artillería de fuego rápido, así como también al uso extensivo de las trincheras que reducía radicalmente la eficacia de los ataques frontales y la utilidad de la caballería. La incapacidad de los estrategas militares europeos responsables de las doctrinas de guerra y de la planificación en la Primera Guerra Mundial no puede atribuirse a una falta de información sobre las experiencias bélicas mencionadas, ya que numerosos participantes y observadores de las mismas hicieron públicos sus análisis sobre el poder de las nuevas armas y las ventajas que otorgaban a la defensa. Invenciones como el aeroplano, el submarino, el automóvil, la radio, y otras, presentaban problemas especiales y bastante novedosos para el arte militar, pero las 11 P Á G I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle 12 transformaciones tecnológicas en las armas de infantería y en la artillería no generaban tales dificultades de asimilación. Los nuevos fusiles podían ser disparados hasta veinte veces por minuto; ametralladoras pesadas como la Maxim de 1883 alcanzaba entre doscientos y cuatrocientos disparos por minuto, y nuevas piezas de artillería eran capaces de disparar proyectiles más poderosos que cualquiera de sus antecesores hasta diez veces por minuto. Las distancias que las nuevas armas podían cubrir eran también más extensas. En el siglo xviii y la primera mitad del siglo xix las guerras se llevaban a cabo con mosquetes y cañones de corto alcance, difíciles de recargar y por lo tanto de acción muy lenta. En esas condiciones, si el atacante lograba la superioridad numérica en áreas clave para el ataque era bastante probable que obtuviese el éxito en la medida en que las tropas se desempeñasen con suficiente determinación. Las nuevas armas, con su velocidad de tiro y su mayor alcance, cambiaron paulatinamente esta situación hasta fortalecer en forma decisiva la defensa. Las razones que explican las fallas en el pensamiento militar europeo antes de la Primera Guerra Mundial, y el exagerado culto a la ofensiva desarrollada en diversos países, hay que buscarlas en la naturaleza expansionista de la política exterior de las potencias de la época y en las exigencias que ella imponía a los establecimientos militares. Las metas expansionistas de las potencias europeas, y particularmente de Alemania, implicaban el diseño de una estrategia ofensiva. Las doctrinas militares oficiales tenían que estar en armonía con el carácter de las políticas a las que iban a servir como instrumento. Por otra parte, el exacerbado nacionalismo, pleno de distorsionadas concepciones sobre «superioridad racial» y otros mitos del darwinismo social, influyó grandemente en las teorías militares, que incorporaron la idea de que «el ataque es la mejor forma de defenderse» y la ofensiva a ultranza la única doctrina de guerra apropiada para una nación consciente de su dignidad. Los partidarios de la ofensiva no ignoraron del todo los problemas creados por las nuevas armas en el campo de batalla, pero asumieron que la voluntad, la energía, la decisión y el coraje de los hombres se sobrepondrían a las dificultades, imponiéndose finalmente en ataque frontal. El impacto de estas ideas fue particularmente acentuado en Francia, y una de sus más extremas expresiones se encuentra en el libro del coronel Ardant Du Picq titulado Estudios de batalla, que tuvo gran influencia entre la oficialidad francesa antes de 1914. Du Picq, así como otros promotores P Á G 13 Theodore Ropp, War in the Modern World. New York: Collier Books, 1971, pp. 216-217. Introducción. Evolución del pensamiento militar entre las dos guerras mundiales de las tácticas ofensivas, comprendía que debido a los problemas creados por el poder de fuego de las nuevas armas se hacía más difícil para los oficiales conducir a sus hombres en batalla abierta. Su conclusión fue que sólo la «energía interna» de un todopoderoso «espíritu ofensivo» podía dar movilidad y capacidad de ataque a los ejércitos de masas. El problema de la motivación sicológica del soldado común y corriente ocupa lugar primordial entre las consideraciones de Du Picq, quien sostuvo que un ataque tiene éxito cuando los defensores del bando opuesto se convencen, abrumados por el arrojo y heroísmo de los atacantes, que su fuego no puede detenerlos. La conquista de ese arrojo a toda prueba es entonces requisito indispensable para la victoria. En la obra de Du Picq, el análisis científico de la batalla en las nuevas condiciones tecnológicas es en gran parte sustituido por la propaganda y los eslóganes acerca del élam, del «espíritu de combate» y el arrojo característicos del soldado francés. La escuela de pensamiento militar francesa, promotora de la ofensiva a ultranza, se inspiró en Du Picq y encontró en el general Foch a su máximo exponente. Foch sostuvo que «cualquier mejoramiento en las armas de fuego resulta en última instancia en el fortalecimiento de la ofensiva».1 Oficiales como Du Picq, Foch y sus discípulos tomaban poco en cuenta el comprobado efecto de la nueva tecnología de armamentos y se concentraban en la movilidad de los ejércitos, sin formularse unas preguntas clave: ¿Cómo hacer físicamente posible la movilidad de las tropas bajo el fuego de las armas modernas? ¿Qué ocurriría si los defensores se atrincheraban para disparar desde posiciones guarnecidas? Como lo había demostrado la experiencia de varias guerras, en una situación tal la mayoría de los disparos hechos por los atacantes desde campo abierto contra las trincheras se perderían; en cambio, los disparos de los defensores extraerían un altísimo costo en bajas a sus adversarios. Este escenario, de ataques a campo traviesa destruidos por las armas de repetición y por la muralla infranqueable de las trincheras, fue claramente descrito por un autor polaco cuya obra, El futuro de la guerra, constituye una excepción dentro del pensamiento estratégico en el período precedente al estallido de la conflagración. Iván Bloch no era un militar profesional, sino un banquero; no obstante sostenía que «las conclusio1 P Á G 14 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle nes a que llegan los expertos militares no son de ninguna manera inaccesibles a otras personas». De sus lecturas de los escritos de estrategas de la época, así como de sus propias investigaciones, Bloch concluyó que los nuevos desarrollos tecnológicos en las armas de fuego habían resultado en: 1) la apertura de las batallas desde distancias mucho más amplias; 2) la disgregación de las formaciones en el ataque; 3) el fortalecimiento de la defensa; 4) el crecimiento en la extensión global del campo de batalla, y 5) el aumento en el número de bajas. 2 Bloch fue uno de los pocos que apreció el escaso realismo de los partidarios de la ofensiva a ultranza al estilo de Foch; sin embargo, a pesar del carácter a la vez acertado e incisivo de sus conclusiones, la obra de Bloch permaneció en general ignorada. Su muerte en 1902 le impidió analizar las experiencias de la guerra ruso-japonesa de 1905, la cual confirmó en buena parte sus planteamientos. Foch y Bloch pueden considerarse representantes de las dos posiciones extremas en la controversia ofensiva-defensiva anterior a la guerra mundial. Por un lado, el énfasis de Foch en la superioridad de la ofensiva llevó a sus más ardientes discípulos a argumentar que las críticas a esa tesis eran signo de debilidad moral y de incapacidad sicológica para el mando. Por otro lado, Bloch, hondamente convencido de la veracidad de sus postulados, concluyó que los costos humanos y materiales de una conflagración general serían tan altos que «la guerra se había hecho imposible». Desde cierto punto de vista Bloch tenía razón: en vista de sus costos probables, la guerra se había hecho «imposible» como acto racional de la política de los Estados participantes. El problema estaba en que, con muy escasas excepciones (entre las que se cuenta lord Grey, secretario del Exterior británico), los líderes políticos y militares que tomaron las decisiones de ir a la guerra en 1914 nunca imaginaron que los costos del conflicto serían tan extraordinariamente elevados, y que sus consecuencias políticas serían tan catastróficas para los poderes beligerantes. La Primera Guerra Mundial condujo al derrumbamiento de tres de los imperios participantes, los imperios alemán, ruso y austro-húngaro, y al debilitamiento de los imperios francés y británico. La guerra fue igualmente uno de los detonantes de la Revolución Rusa y el acontecimiento que marcó el inicio de la decadencia de Europa como el principal centro de poder en el mundo. 2 Ibid., p. 219. P Á G 15 Introducción. Evolución del pensamiento militar entre las dos guerras mundiales A los hombres no nos es dado prever el futuro, no obstante, preguntas como ésta tienen un sentido: «¿Cuál de los ministros que declararon la guerra en agosto de 1914 no hubiera retrocedido horrorizado si hubiese visto el estado del mundo en 1918, para no decir nada del estado actual?».3 Su sentido se encuentra en que estimulan la búsqueda y el análisis de los errores, de las fallas, de las omisiones, y también de los aciertos en las perspectivas de los hombres acerca del futuro y en los presupuestos con base en los cuales alcanzan una determinada decisión. Durante la primera década de este siglo se extendió en Europa la creencia de que ningún país podría sostener económicamente una guerra larga, que este tipo de guerra conduciría al colapso de la civilización y a la revolución y la desintegración social; por lo tanto, la guerra debía ser corta, y todos los Estados Mayores militares de la época elaboraron planes para una guerra de corta duración y decisiva. Políticos y militares no se plantearon, antes de 1914, que la guerra duraría cuatro años sin detenerse a pesar de sus enormes costos. Existía la convicción de que la guerra tendría que ser corta, y esto demuestra que los líderes políticos y militares de la época no estaban totalmente ciegos ante las posibles consecuencias de un conflicto. Su error crucial estuvo en la subestimación de las potencialidades de la nueva tecnología armamentista, y en la distorsión de la estrategia por una política expansionista y por una ideología nacionalista, que consideraban la ofensiva no como un instrumento militar de valor relativo, sino como el terreno de pruebas de la dignidad de un país. Los planes militares y su ejecución Los planes militares de los principales poderes continentales en pugna, en particular el Plan Schlieffen del Alto Mando alemán y el plan xvii del Estado Mayor francés, eran por naturaleza ofensivos y dirigidos al logro de una victoria rápida y decisiva. Según los jefes militares alemanes, la posición central de su país en el continente europeo hacía indispensable la búsqueda de una rápida victoria en uno de los frentes de guerra, lo cual permitiría trasladar a tiempo las fuerzas armadas a un segundo frente. El Estado Mayor alemán se había convencido desde 1890 de que no era posible obtener un triunfo rápido ante Rusia en el frente oriental, por lo tanto se hacía necesario conHenry A. Kissinger, Un mundo restaurado. México: Fondo de Cultura Económica, 1973, p. 17. 3 P Á G 16 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle centrar inicialmente el grueso de las fuerzas contra Francia en el frente occidental. La evolución gradual del plan dirigido a derrotar a Francia en seis semanas fue fundamentalmente la obra del conde Schlieffen, jefe del Estado Mayor alemán entre 1891 y 1906. Su proyecto comprendía la concentración de las fuerzas alemanas en el flanco derecho, ante Bélgica y Holanda, para descender contra Francia en una clásica maniobra envolvente y capturar París. Los flancos central e izquierdo del despliegue alemán permanecerían provisionalmente débiles, y sólo algunos contingentes serían enviados al frente oriental para contener a los rusos, los cuales serían destruidos después de la caída de Francia. El Plan Schlieffen tomaba en cuenta, aunque sin resolverlos, dos riesgos: en primer lugar, la posibilidad de una rápida ofensiva general rusa, que se materializase antes de la derrota de Francia; en segundo lugar, la posibilidad de una penetración francesa a través del flanco izquierdo alemán en occidente, que era relativamente débil. Schlieffen confiaba en la capacidad de sus fortificaciones para contener esos ataques, hasta que su maniobra principal dislocase totalmente al Ejército francés. El sucesor de Schlieffen, general Von Moltke, alteró algunos de los detalles del plan redactado en 1905, mediante la cancelación de la ofensiva a través de territorio holandés y el fortalecimiento del flanco izquierdo alemán. Luego del fracaso de 1914 Von Moltke fue duramente criticado por estos cambios, pero lo cierto es que el mismo Schlieffen había experimentado con cambios crecientes sobre sus proyectos de ataque, a medida que comprendió la verdadera magnitud de los problemas logísticos, de aprovisionamiento y movilización de tropas que sólo había resuelto en abstracto. De hecho, el éxito del plan dependía de numerosas suposiciones acerca de las posibles reacciones del adversario y dejaba de lado importantes consideraciones logísticas. De acuerdo con el historiador británico J. E. Edmonds, los proyectos de Schlieffen «eran arrogantes y se basaban en un injustificado menosprecio de sus adversarios. Alemania no poseía suficientes tropas para llevarlos a cabo y deben por lo tanto ser juzgados severamente, como errada estrategia».4 En 1913 el general Joffre, jefe del Estado Mayor francés, adoptó el así llamado «Plan xvii», que postulaba una ofensiva para penetrar el supuesto sector central del despliegue militar alemán y paralizar las comunicaciones del ejército enemigo. Sus fundamentos eran los mismos que 4 J. E. Edmonds, A Short History of World War i. London: Oxford University Press, 1951, pp. 9-10, 17-18, 26. P Á G 17 Citado por Ropp, p. 229. Introducción. Evolución del pensamiento militar entre las dos guerras mundiales los del Plan Schlieffen: la importancia de la ofensiva estratégica en una guerra corta, y se distinguía por su exaltado espíritu ofensivo. En sus órdenes, el general Foch, otro de los jefes militares franceses, enfatizaba que «Todos los ataques deben ser llevados hasta el límite con la firme resolución de ir hacia el enemigo y destruirlo con las bayonetas [...], aun al precio de sangrientos sacrificios. Cualquier otra concepción es contraria a la naturaleza misma de la guerra».5 El Plan xvii estaba condenado al fracaso en vista de que sus disposiciones en cuanto a la distribución real de las fuerzas alemanas eran totalmente erradas. El plan francés colocaba la mayor concentración de fuerzas frente al flanco izquierdo alemán, y dejaba contingentes reducidos a lo largo de la vulnerable frontera belga que sería la que finalmente iba a soportar el peso principal del ataque. Ambos bandos entraron en batalla convencidos de que la guerra duraría pocas semanas. Los alemanes creían que el Plan Schlieffen les llevaría a derrotar prontamente a Francia y volcar de inmediato sus fuerzas sobre Rusia antes de que el Zar hubiese logrado la movilización total de sus tropas. Los aliados anglo-franceses compartían ese optimismo y esperaban que el Plan xvii les condujera a Berlín en 45 días. Los rusos también confiaban en su capacidad de marchar hacia Berlín desde el este a través de Prusia oriental. Las visiones predominantes de la guerra, de la estrategia y la táctica eran aún «napoleónicas»: la llave de la victoria estaba en concentrarse en el punto decisivo y utilizar la superioridad numérica para obtener el triunfo. Mas la guerra no terminó en seis semanas sino que se extendió por cuatro años hasta quebrar el poder de Europa, en una atroz conflagración que nadie antes de 1914 había imaginado en toda su ferocidad y amplitud. Las razones de esta extensión del conflicto fueron diversas; en un principio se enfatizó la ineptitud de los principales comandantes militares en los distintos teatros de guerra. En Alemania, Von Moltke fue criticado por errores que supuestamente habían impedido el logro de una rápida victoria. En primer lugar, Von Moltke había establecido su cuartel general lejos de los frentes de batalla, lo cual hizo imposible mantener una perspectiva clara y un control adecuado de los acontecimientos. En segundo lugar, Von Moltke dio a sus subordinados excesiva libertad de acción, lo cual comprometió la rigidez de ejecución exigida por el Plan 5 P Á G 18 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle Schlieffen. Por último, quizás el más crucial error de Moltke fue su decisión de enviar, apenas comenzada la contienda, importantes contingentes destacados con las fuerzas de choque que atacaron Francia al frente oriental, en respuesta a las informaciones acerca de una rápida movilización rusa. En este sentido, el Plan Schlieffen «falló en buena parte debido a que los comandantes alemanes se asustaron. Enfrentados a los avances rusos hacia el este de Alemania, ordenaron el envío de refuerzos desde el frente occidental, debilitando así su poder ofensivo en un momento clave. La ironía de la situación estuvo en que estos refuerzos se encontraban en tránsito cuando se realizaban batallas en ambos frentes».6 También habría que señalar la obsesión ofensiva de los altos mandos francés y británico, que arrojaron cientos de miles de hombres contra defensas infranqueables por la infantería en ataques frontales que continuaron hasta el fin de la guerra, así como también la manifiesta incapacidad de los jefes militares rusos, que fue una de las principales causas del desastre experimentado por sus tropas en la batalla de Tannenberg. No cabe duda de que los principales comandantes militares en la Primera Guerra Mundial se caracterizaron por su falta de imaginación estratégica, así como los políticos por la confusión de sus objetivos y su debilidad e indecisión ante los hechos. Durante la guerra, estrategia y política tomaron caminos separados; la guerra se convirtió en un fin en sí mismo y dejó de ser un instrumento de la política, y los comandantes terminaron imponiendo una definición de victoria basada en criterios puramente militares. No obstante, las deficiencias de los generales y políticos sólo explican en parte el rotundo fracaso de las esperanzas depositadas en las ofensivas de 1914 y de años posteriores, casi hasta el fin de la guerra. La nueva tecnología de armamentos, unida a las trincheras, fue otra de las causas fundamentales del estancamiento de los frentes de batalla por cuatro largos años. Ya en diciembre de 1914 la guerra en el continente europeo estaba teniendo lugar a lo largo de dos extensas líneas de trincheras y fortificaciones. Este era un panorama inesperado y sorprendente para todos los beligerantes, que confiaban en que esa situación sería temporal. La creencia en el poder indetenible de la ofensiva estaba hondamente arraigado, y el 6 Henry A. Kissinger, «American Strategic, Doctrine and Diplomacy», en M. Howard, ed., The Theory and Practice of War. London: Cassell, 1965, p. 277. P Á G 19 Introducción. Evolución del pensamiento militar entre las dos guerras mundiales deseo de asestar un golpe mortal y decisivo al adversario se manifestaba por igual en todos los combatientes. En 1915, Haig, comandante de las tropas británicas en Francia, declaraba que «si nos fuesen suministradas cantidades suficientes de proyectiles de artillería [...] caminaríamos sobre las defensas alemanas en varios sitios». Después del fracaso de las ofensivas de marzo y mayo escribió que «las defensas frente a nosotros son tan fuertes, y el apoyo de las ametralladoras es tan completo, que sólo un largo y metódico bombardeo de artillería podrá demolerlas». Mas a pesar del uso de cientos de piezas de artillería pesada en poderosas concentraciones de fuego, las ofensivas continuaron estrellándose contra la muralla de las trincheras, los nidos de ametralladoras y el alambre de púas. Alemanes y aliados aprendieron pronto a protegerse del creciente poder de los ataques de artillería. Apenas éstos comenzaban, los defensores de uno u otro bando tomaban refugio en sus trincheras y emergían de las mismas cuando cesaba el cañoneo. Ello les daba tiempo de sobra para prepararse a hacer frente a los ataques de la infantería, que avanzaba a campo traviesa ofreciendo blancos fáciles a las ametralladoras. Los pocos que penetraban las líneas enemigas tenían escasas posibilidades de dislocar las defensas contrarias o de sobrevivir mucho tiempo, debido a los rápidos contraataques del adversario y a las dificultades de recibir algún refuerzo. En 1915 los franceses sufrieron 1.430.000 bajas y sólo ganaron unos 6 kilómetros de terreno; no obstante, la guerra continuó. Todos los gobiernos de los poderes en pugna temían la derrota; detener la guerra sin vencedores ni vencidos significaba correr un grave riesgo político: ¿Cómo justificar entonces ante las masas los sacrificios realizados? Para el gobierno alemán una decisión de este tipo era particularmente difícil. Su plan para una guerra corta había fallado, pero, sin embargo, al final de 1914 Alemania se encontraba en una ventajosa posición militar. Importantes áreas habían sido capturadas en el norte de Francia que contenían sustanciales recursos de carbón y hierro, así como varias industrias clave. Bélgica también había sido ocupada, así como extensos territorios hacia el este. El costo había sido muy alto y los beneficios obtenidos no podían simplemente ser abandonados, a pesar del estancamiento de los frentes de batalla. La guerra siguió su curso y a medida que aumentaban sus costos humanos y materiales se acrecentaba para todos los gobiernos la ne- P Á G I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle 20 cesidad de justificarlos. El llamado del Presidente norteamericano Wilson para una «paz sin victoria» no podía ser aceptado por los estadistas europeos. La idea de una guerra corta y decisiva fue sustituida por la idea de una guerra de desgaste: mientras más larga y cruel fuese la masacre, mayores serían las posibilidades de que uno de los bandos desistiese. En 1916, las batallas de Verdún y el Somme infligieron 1.700.000 bajas a los combatientes, a cambio de mínimos avances. Ya para esta fecha el poco control político que en algunos momentos se había ejercido sobre la guerra estaba irreparablemente perdido. Elementos básicos de una nueva concepción estratégica Las teorías estratégicas predominantes antes de 1914 compartieron casi en su totalidad dos errores igualmente cruciales. En primer lugar, la exaltación del espíritu ofensivo como un valor en sí mismo, y de la ofensiva como la forma primordial de la guerra, sin tomar en cuenta que la relación entre ofensiva y defensiva está sujeta a cambios a través de la historia, y que el carácter decisivo de una u otra forma de guerra depende de las circunstancias tecnológicas, políticas y sociales existentes en un período determinado. El segundo error estuvo en la subestimación de los nuevos desarrollos en materia de artillería y armas de repetición, y en la falta de comprensión acerca del poder que estas armas, así como las redes de trincheras, otorgaban a la defensa. Conceder a la ofensiva o la defensiva un valor absoluto es una grave equivocación; en toda guerra se dan situaciones en que es oportuno atacar o defenderse; la defensa no tiene por qué ser considerada una manera pasiva de hacer la guerra; en determinadas condiciones, una defensa activa, con contraataques, una vez que el adversario se ha sobreextendido en su ofensiva, puede proporcionar las mejores posibilidades de retomar la iniciativa en los combates. Los generales que estimulaban el culto ciego a la ofensiva perdían de vista que los enormes bombardeos preparatorios de artillería sacrificaban por completo la movilidad y la sorpresa estratégica en aras de la concentración y el poder de fuego. Durante la Primera Guerra Mundial, las grandes ofensivas se iniciaban con bombardeos de artillería que usualmente duraban varias horas. Esos ataques eran la mejor indicación para el contrario de que una ofensiva se avecinaba; éste entonces tomaba refugio, aguardaba el fin del bombardeo guarecido en sus trincheras, y preparaba sus armas para recibir a la infantería y cerrarle el paso. P Á G 21 Introducción. Evolución del pensamiento militar entre las dos guerras mundiales Los frentes se estancaron e hicieron infranqueables a la infantería; era necesario dar de nuevo movilidad a la guerra y encontrar la fórmula de penetrar las líneas enemigas. Para resolver estos problemas se desarrollaron algunas tácticas y técnicas que constituyeron los elementos básicos de una nueva concepción estratégica, la cual sólo fructificó plenamente después de finalizado el conflicto. En marzo de 1918 las tropas alemanas en el frente occidental se lanzaron al ataque, utilizando nuevas tácticas que intentaban restaurar los efectos de la sorpresa en el campo de batalla. Los escuadrones se movieron al área de ataque en el último momento, y grupos seleccionados infiltraron los puntos débiles en las líneas enemigas luego de un bombardeo de artillería de sólo cuatro horas. En ofensivas sucesivas hasta el mes de julio, los alemanes capturaron un espacio diez veces mayor al ganado por los aliados durante todo el año de 1917, causando un millón de bajas a sus adversarios; no obstante, estas tácticas no fueron decisivas y las pérdidas alemanas también ascendieron a varios cientos de miles. Su importancia radicó particularmente en que constituyeron un intento de recuperar el factor sorpresa en la batalla, así como de evitar en lo posible los costosos ataques frontales, adoptando vías menos directas para las ofensivas. Las otras dos aproximaciones novedosas dirigidas a abrir brechas en los frentes tuvieron un carácter tecnológico. La primera de ellas fue el uso del gas, que comenzó, por parte del Ejército alemán, en abril de 1915. A pesar de un relativo éxito inicial, métodos de protección antigases fueron rápidamente introducidos en las filas aliadas, y muy pronto ambos bandos «aprendieron a vivir» con el gas. El éxito de los ataques iniciales con gas fue menor al esperado, en buena parte debido a que se perdió el factor sorpresa al usar la nueva arma en pequeñas cantidades. Algo semejante ocurrió con los tanques de guerra en sus primeras acciones. Los británicos fueron los primeros en introducir tanques al campo de batalla. Esto ocurrió en septiembre de 1916 cuando 49 tanques entraron en acción contra los alemanes, los cuales fueron tomados totalmente por sorpresa. Sin embargo, muchos de esos tanques experimentaron fallas mecánicas aun antes de foguearse en batalla, y su número era insuficiente para producir una ruptura realmente grave en las defensas contrarias. Los aliados incrementaron paulatinamente su uso de tanques, que eran concebidos como vehículos blindados capaces de avanzar sobre cráteres, trincheras y alambre de púas, y de apoyar a la infantería con ametralladoras y cañones ligeros en movimiento. Un ataque británico P Á G I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle 22 realizado en agosto de 1918 con 415 tanques jugó un papel crucial en el proceso de dislocación sicológica del liderazgo militar alemán, que muy pronto iba a decidir dar fin a las hostilidades. Otra innovación tecnológica que es necesario mencionar se refiere a la utilización de aviones para apoyo de ataques terrestres en estrecha cooperación con los tanques. La tecnología entonces existente no permitió una amplia explotación de estos métodos, pero sus potencialidades no pasaron inadvertidas. Llegado el final de la guerra en noviembre de 1918, ya existían los ingredientes fundamentales de una nueva concepción estratégica que fructificaría en las dos décadas siguientes: los alemanes habían aportado tácticas de sorpresa e infiltración; por su parte, los aliados habían introducido el tanque, y ambos bandos hicieron uso de los aeroplanos en misiones de apoyo táctico terrestre. Por último, todos los contrincantes adquirieron una visión más acertada del valor de la propaganda como arma de guerra y de las posibilidades de emplear las fuerzas militares en ataques indirectos, no frontales, dirigidos a dislocar sicológicamente al adversario. Los teóricos del poder aéreo Douhet En 1921, el general italiano Giulio Douhet publicó su obra El comando del aire, que marcó el primer paso de importancia en la conformación de una teoría estratégica basada en el poder aéreo. Douhet partió de la premisa, comprobada según él por las experiencias de la Primera Guerra Mundial, de que la guerra moderna se había convertido definitivamente en un conflicto total. Los ejércitos beligerantes habían logrado mantenerse durante cuatro largos años en los frentes de lucha gracias al apoyo de sociedades enteras, enfrascadas en un esfuerzo económico sin precedentes destinado a sostener a las tropas y suministrarles todo lo necesario para combatir. La decisiva participación de las poblaciones, masivamente organizadas, en el esfuerzo de guerra, borraba para Douhet las líneas de separación entre combatientes y no combatientes; de ahora en P Á G 23 Giulio Douhet, The Command of the Air. London: Faber & Faber, 1943, p. 26. Ibid., p. 84. Edward Mead Earle, ed., Makers of Modern Strategy: Military Thought from Machiavelli to Hitler. Princeton: Princeton University Press, 1943, p. 315. Introducción. Evolución del pensamiento militar entre las dos guerras mundiales adelante todos los miembros de una nación en guerra eran combatientes, y en consecuencia se convertían en blancos legítimos de ataque. Douhet definió el «comando del aire» como la «capacidad para impedir a la fuerza aérea enemiga levantar el vuelo, mientras se retiene la habilidad ofensiva de la fuerza propia».7 Su doctrina puede resumirse así: 1) el bombardero es el arma ofensiva por excelencia, debido a su independencia de limitaciones terrestres y a su superior velocidad; 2) la desintegración de las naciones, que en la Primera Guerra Mundial se logró en forma indirecta y prolongada mediante el enfrentamiento de los ejércitos y el bloqueo naval, puede obtenerse directa, decisiva y rápidamente con el empleo masivo de fuerzas aéreas. El bombardeo indiscriminado de centros industriales, comerciales y de comunicación, y de concentraciones civiles, puede paralizar física y sicológicamente a una nación en corto tiempo, e impulsar a sus habitantes a pedir la paz. Douhet planteó que en guerras futuras el papel de las fuerzas terrestres y navales sería secundario, sus labores se limitarían a ocupar territorios conquistados por el poder de los bombarderos aéreos: «... la fuerza aérea independiente es el más útil instrumento de victoria [...] una vez que ha sido organizado en forma apropiada el comando del aire y para explotar ese comando con otras fuerzas...».8 La experiencia de la Segunda Guerra Mundial demostraría que las expectativas de Douhet con respecto al carácter decisivo del poder aéreo eran exageradas, y que las limitaciones de la tecnología eran mayores de las que había supuesto. No obstante, sus predicciones con respecto al carácter total de la futura guerra europea se cumplieron por completo. En este sentido, Douhet coincidió con el general alemán Ludendorff, quien en un libro publicado en 1935 definió la guerra total como un conflicto que: 1) se extiende sobre todo el territorio de los beligerantes; 2) implica la participación activa de toda la población y economía del país; 3) usa la propaganda para fortalecer el frente interno y debilitar la moral combativa del enemigo; 4) debe prepararse antes de la ruptura de hostilidades, y 5) debe estar dirigido por una autoridad suprema.9 En la Segunda Guerra Mundial, la urss fue la potencia que en forma más plena llenó todos esos requerimientos. 7 8 9 P Á G 24 Trenchard I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle El desarrollo de una fuerza aérea independiente en Gran Bretaña está indisolublemente ligado al nombre de Lord Trenchard. A mediados de 1917, el gobierno británico encomendó al general Smuts la realización de un estudio sobre los requerimientos de defensa aérea frente a los ataques alemanes contra Londres, que ya habían comenzado a producirse. En su informe, Smuts no se limitó a dar recomendaciones sobre la situación a corto plazo, sino que dirigió su mirada al futuro en una forma que anticipaba ideas que posteriormente ampliaría Douhet: «Es posible que no esté muy lejos el día cuando las operaciones aéreas, con su devastación de los territorios enemigos y la destrucción de sus industrias y centros poblados se conviertan en las principales acciones de guerra, respecto a las cuales todas las operaciones tradicionales, navales y militares quedarán subordinadas».10 Al igual que Douhet, Smuts exageró las potencialidades de la nueva arma, deslumbrado por las perspectivas de ataques masivos a gran altura, con bombas de gran poder, contra los cuales se suponía no había un eficaz antídoto. Lo mismo ocurrió en el caso de Trenchard, quien fue nombrado jefe de Estado Mayor Aéreo en 1919. Trenchard tuvo que sostener una dura lucha interna contra el escepticismo y la acentuada rivalidad de las fuerzas tradicionales de mar y tierra, y una de sus armas en este conflicto de carácter burocrático consistió en la exaltación ilimitada del poderío aéreo, en especial en lo que respecta a la dislocación sicológica de la población del adversario. Según Trenchard, «el efecto sicológico (“moral”) de los bombardeos supera sus efectos materiales en una proporción de veinte a uno».11 Por lo tanto, Trenchard propugnó la creación de una fuerza aérea compuesta esencialmente de bombarderos. A los que argumentaban que el carácter por naturaleza ofensivo del bombardero como arma de guerra lo hacía poco apropiado como instrumento en tiempo de paz, Trenchard respondía que, precisamente por su indetenible poder ofensivo y la grave amenaza que representaba, el bombardero era la mejor y más útil arma de disuasión en tiempo de paz. En estos debates de los años 1920 y 1930 se encuentran argumentos muy semejantes a los que hoy se esgrimen en torno a la cuestión nu10 11 Citado por C. Cole, Royal Air Force 1918. London: Kimber, 1968, p. 9. Citado por D. Divine, The Broken Wing. London: Hutchinson, 1964, p. 162. P Á G 25 Citado por C. Webster y N. Frankland, The Strategic Air Offensive Against Germany 1939-1945, vol. i. London: hmso, 1961, p. 55. Introducción. Evolución del pensamiento militar entre las dos guerras mundiales clear. Para Trenchard, la capacidad de infligir serios daños al enemigo en caso de que éste actuase de manera «inconveniente», era la más sólida garantía de disuadirle antes de que se atreviese a emprender ese curso de acción. Sus ideas indican que Trenchard había hecho suyo el aforismo según el cual «el ataque es la mejor forma de defensa», pues siempre sostuvo que sólo la fuerza aérea podía detener un ataque aéreo enemigo, pero no mediante el uso de cañones antiaéreos en tierra o de aviones caza interceptores. La fórmula adecuada era enfrentarse a la raíz del problema con ataques directos a las fuentes de producción enemigas. El ganador de la batalla aérea sería aquella flota de bombarderos capaz de eliminar más rápida y eficazmente las bases e industrias que sostienen su esfuerzo bélico: «En lugar de atacar una máquina con diez bombas, debemos ir directamente a las instalaciones que suministran las bombas y demolerlas, y hacer lo mismo con las fuentes de producción de las máquinas. Este es un método más efectivo que permitir la continua generación de suministros de guerra».12 Trenchard, al igual que Douhet, asumió que las defensas contra bombarderos serían un problema menor o del todo ineficaz, actitud que fue plasmada de modo insuperable por Baldwin, Primer Ministro británico de la época, cuando declaró que «el bombardero siempre pasará», es decir, nada podrá detenerlo. El optimismo de estos hombres no fue confirmado durante la Segunda Guerra Mundial, ya que sí fue posible, en ocasiones con gran eficacia, hacer frente a los bombarderos con defensas activas (aviones caza, radar, artillería antiaérea) y pasivas (como camuflaje, construcción de refugios e instalaciones industriales subterráneas, etc.). La mayoría de los teóricos del poder aéreo sobrestimaron el potencial destructivo de las bombas entonces existentes, así como también las posibilidades de realizar ataques de precisión contra blancos específicos. No cabe duda de que el bombardeo estratégico contra Alemania en la Segunda Guerra Mundial produjo enorme destrucción; sin embargo, a pesar de la gran superioridad aérea de los aliados, los efectos fueron acumulativos durante un período de tiempo relativamente largo. Los tenaces ataques de las flotas aéreas norteamericanas, británicas y soviéticas no lograron impedir que los alemanes continuaran su producción bélica y alcanzaran altísimas cifras en tanques, aviones, submarinos, etc. Los 12 P Á G 26 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle efectos sicológicos se hicieron sentir sólo progresivamente, y la dislocación general que Trenchard y Douhet entre otros esperaban, en realidad no se produjo; así que las expectativas de los teóricos del poder aéreo quedaron sin cumplirse en importantes aspectos. Mitchell William Mitchell, oficial norteamericano que comandó fuerzas aéreas en la Primera Guerra Mundial, tuvo gran influencia en las teorías sobre el poder aéreo a partir de 1919. Al igual que Trenchard y Douhet, Mitchell enfatizó los efectos materiales del uso del arma aérea directamente sobre el territorio enemigo, así como los efectos sicológicos de ataques masivos contra centros poblados: «En el futuro, la mera amenaza de bombardear una ciudad con la fuerza aérea resultará en su evacuación y en la suspensión de todas las actividades industriales. Para obtener una victoria duradera en la guerra, el poder productivo bélico del adversario deberá ser destruido [...] Aviones operando en el propio corazón de un país enemigo cumplirán esta meta en un período de tiempo increíblemente corto».13 Si bien Mitchell compartía el optimismo de otros teóricos del poder aéreo, sus tesis le diferenciaban del de Douhet y Trenchard en algunos aspectos relevantes. En particular, Mitchell no creía en el dogma de la invulnerabilidad de los bombarderos, e insistió en la importancia de los aviones caza como un eficaz instrumento de defensa aérea. Por otra parte, Mitchell tomó en cuenta el papel que el poder aéreo podía cumplir en misiones de apoyo terrestre, como complemento de otras fuerzas. En el caso de Mitchell, como en el de Trenchard y Douhet, el estudio de las potencialidades de la fuerza aérea fue estimulado por las experiencias de la Primera Guerra Mundial y el deseo de restaurar flexibilidad táctica al poder militar y utilidad política a la guerra. Mitchell confiaba en que «el resultado de la guerra aérea será producir decisiones rápidas en los conflictos. La superioridad aérea causará tales daños en el enemigo que una campaña prolongada será imposible».14 Si bien las proyecciones de los teóricos del poder aéreo no se cumplieron a plenitud en la práctica, sus obras ejercieron una profunda influencia en el de13 14 William Mitchell, Winged Defence. New York: Putnam, 1925, pp. 126-127. W. Mitchell, Skyways. New York: Lippincott, 1930, pp. 255-256. P Á G La mecanización del campo de batalla La guerra de trincheras había sido altamente costosa, no sólo en términos de bajas humanas y pérdidas materiales, sino también en sus devastadores efectos sobre la imaginación creadora en el área militar. La ausencia de flexibilidad, el interminable desgaste mutuo, la tenacidad que se convertía en terquedad de repetidos ataques frontales contra un mismo objetivo, todos éstos y otros factores contribuyeron de manera determinante a cercenar la potencialidad creadora dentro del arte militar, y a restar a la guerra su carácter de instrumento al servicio de un fin que está más allá de sí misma. Las repercusiones de esas experiencias se hicieron sentir en las mentes de un brillante grupo de teóricos militares, que analizaron las lecciones de la Primera Guerra Mundial y dieron origen a un nuevo estilo de pensamiento, más amplio y versátil, que estaba destinado a cambiar el curso de las operaciones bélicas. Sus esfuerzos nacieron de la determinación de no repetir en el futuro el enfrentamiento estático de las trincheras, y culminaron en la exitosa restauración de la movilidad al campo de batalla. La oportunidad de lograrlo se produjo con la invención del motor de combustión interna utilizado en vehículos blindados y aeroplanos, que acrecentaban extraordinariamente la capacidad de movimiento y poder de fuego de los combatientes. Varios nombres se destacan en este contexto, muy especialmente los de dos autores británicos: Fuller y Liddell Hart. Ambos concibieron una estrategia y una táctica dirigidas, no hacia la eliminación de las fuerzas armadas enemigas en costosas batallas de desgaste, sino hacia la des- 27 Introducción. Evolución del pensamiento militar entre las dos guerras mundiales sarrollo del pensamiento estratégico en el período entre las dos guerras mundiales. Su objetivo de devolver a la guerra un carácter decisivo fue también adoptado por los pensadores que concentraron su atención en el segundo producto tecnológico que, junto al aeroplano, se convirtió en instrumento clave en los campos de batalla de la Segunda Guerra Mundial: el tanque. P Á G 28 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle trucción de su voluntad de lucha con el uso de la sorpresa y la aplicación de golpes certeros y rápidos sobre sus propios centros de comando y comunicaciones. También los teóricos del poder aéreo sostenían que el objetivo militar debían ser industrias y centros poblados del enemigo como un medio de afectar su voluntad de lucha; Fuller y Liddell Hart compartían el punto de vista según el cual el quiebre de esa voluntad combativa era el factor clave, y lograron diseñar las herramientas necesarias para producir la rápida dislocación sicológica de adversarios todavía aferrados a las nociones del pasado. En palabras de Fuller, su proyecto consistía en «atacar los centros de comando del enemigo antes de atacar sus cuerpos combatientes, de tal forma que éstos, al dar batalla, se paralizasen por falta de dirección y liderazgo. El método es penetrar con poderosas columnas de tanques rápidos protegidos por aviones a través del frente enemigo, avanzar hasta su cuartel general y tomarlo».15 Liddell Hart describió el objetivo y el método así: ... cortar las principales arterias de suministro en la retaguardia enemiga y producir el colapso de su ejército, difundiendo la desmoralización (con la ayuda de la propaganda y subversión) en su pueblo y gobierno [...] Los elementos esenciales son: combinación de ataques aéreos y blindados, manteniendo continuamente un rápido avance a través de un proceso similar a un torrente que sigue adelante sin pausa, y desconcierta al enemigo amenazando varios objetivos simultáneamente.16 La dislocación sicológica del oponente se obtiene con dos fórmulas: en primer lugar, el enemigo debe sentirse amenazado desde varias direcciones, pues ello le crea un dilema en cuanto a cómo y dónde concentrar sus fuerzas; en segundo lugar, la confusión del oponente debe agravarse mediante la paralización de sus comunicaciones y centros de comando.17 Liddell Hart denominó las teorías que él y Fuller desarrollaron «estrategia de la aproximación indirecta». Sus componentes básicos pueden sintetizarse en pocas palabras: sorpresa, movilidad, velocidad, flexibili15 16 17 J. F. C. Fuller, The Reformation of War. New York: Dutton & Co., 1923; The Conduct of War. London: Eyre & Spottiswoode, 1961. Citado por Ropp, p. 301. B. H. Liddell Hart, Strategy. New York: Praeger, 1967, pp. 333-346. P Á G 29 General Von Seeckt, Thoughts of a Soldier. London: Ernst Benn, 1930, pp. 62-63. Introducción. Evolución del pensamiento militar entre las dos guerras mundiales dad y, quizás por encima de todo, una mezcla de audacia e inteligencia que es el signo distintivo de los grandes comandantes. Las contribuciones de Fuller y Liddell Hart, entre otros, liberaron el pensamiento estratégico de las cadenas de una estéril y rígida ortodoxia. En sus obras, la imaginación militar volvió a abrirse caminos y nuevos horizontes comenzaron a ser explorados. Ninguna potencia europea asimiló tan plenamente los nuevos planteamientos como lo hizo Alemania. A pesar de que Fuller y Liddell Hart eran británicos, sus estudios tuvieron una reducida influencia práctica en su propio país; lo mismo ocurrió en Francia y la urss, donde los esfuerzos de oficiales como De Gaulle y Tuchachevski para promover las doctrinas de la guerra de blindados fracasaron en lo fundamental. No así en Alemania, donde una combinación de condiciones objetivas y subjetivas favoreció la adopción y puesta en práctica de los proyectos delineados en los trabajos de Fuller y Liddell Hart. Entre las condiciones objetivas se destaca el hecho de que, a raíz del Tratado de Paz de Versalles, en 1918, Alemania había sido obligada a desmembrar sus ejércitos y a mantener una fuerza militar de sólo 100.000 hombres. La necesidad de defender varios frentes en caso de guerra hacía indispensable, en vista de la escasez de tropas, que los pocos regimientos existentes fuesen capaces de desplazarse rápidamente de un punto a otro del país y de sobreponerse con su calidad a la superioridad numérica del adversario. Esta situación estimulaba la asimilación de doctrinas estratégicas que enfatizaban la movilidad y la decisión rápida. Así lo demuestran las frases del general Von Seeckt, que tuvo en sus manos el mando del Ejército alemán durante los primeros años de la posguerra, en un libro publicado en 1930: «En resumen, creo que el futuro de la guerra descansa en el empleo de ejércitos muy móviles, relativamente pequeños, pero de gran calidad y reforzados con la adición de aviones...».18 Las condiciones subjetivas se refieren a la clara percepción que dos hombres, un militar profesional y un político, tuvieron acerca de las potencialidades del tanque como arma de guerra: Guderian y Hitler. A mediados de los años 1920, Guderian, que era entonces capitán, se convirtió en un entusiasta de los tanques y comenzó a estudiar en detalle las obras de Fuller y Liddell Hart. En su autobiografía, Guderian narra que ya en 1929 se había convencido de que 18 P Á G 30 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle ... los tanques, actuando por sí solos o en conjunción con la infantería, no podían alcanzar una importancia decisiva. Mis estudios históricos y la experiencia práctica de simulacros me habían persuadido de que los tanques no serían capaces de producir todos sus efectos hasta que las otras armas (infantería y artillería), en cuyo apoyo tienen que confiar, adquiriesen los mismos estándares de velocidad y eficacia. En esas formaciones de todas las armas, los tanques jugarían el papel principal, y las otras armas estarían subordinadas a sus requerimientos. Era equivocado simplemente añadir los tanques a las divisiones de infantería; lo que se necesitaba era crear divisiones blindadas que incluirían todas las armas de apoyo para permitir a los tanques combatir con plena efectividad. 19 Las divisiones Panzer o acorazadas, compuestas de tanques, infantería motorizada, artillería autotransportada, y con apoyo aéreo, se convertirían en un instrumento militar decisivo para la realización de la «estrategia indirecta». Como comandante de varias unidades blindadas experimentales, Guderian dio gran impulso a las nuevas ideas estratégicas en Alemania; pero el paso crucial en el desarrollo de las divisiones Panzer fue dado por Hitler. Guderian relata una visita de Hitler en 1933 –el año de su ascenso al poder–, al campo de pruebas de las aún escasas unidades Panzer. Impresionado por la velocidad y precisión de las mismas, Hitler exclamó repetidas veces: «¡Esto es lo que necesito! ¡Esto es lo que deseo tener!».20 Hitler, un veterano soldado de la Primera Guerra Mundial, había comprendido que la mecanización decidiría el curso de las guerras futuras. En el segundo volumen de su libro Mi lucha, publicado por primera vez en 1926, Hitler ya había hablado de «la motorización general del mundo, que en la próxima guerra se pondrá de manifiesto inconteniblemente»; 21 y en 1932 cristalizó aún más sus ideas al declarar que «la próxima guerra será muy distinta a la anterior guerra mundial. Los ataques de masas de infantería han quedado obsoletos. Las luchas que se extienden por años en frentes petrificados no retornarán. Yo garantizo que nuestro bando recuperará la superioridad que otorga la flexibilidad en las operaciones».22 19 20 21 22 General Heinz Guderian, Panzer Leader. London: Futura, 1977, p. 24. Ibid., pp. 29-30. Adolf Hitler, Mein Kampf. London: Hutchinson, 1974, p. 603. Citado por John Strawson, Hitler as Military Commander. London: Batsford, 1971, p. 36. P Á G 31 Introducción. Evolución del pensamiento militar entre las dos guerras mundiales El concepto de «guerra relámpago» (Blitzkrieg) resultó de la combinación de elementos militares y políticos. Militarmente, en palabras de Guderian, la «guerra relámpago» era un instrumento cuya potencialidad residía en «ser capaces de moverse más rápidamente de lo que hasta ahora se ha hecho, de mantenerse en movimiento a pesar del fuego defensivo del enemigo y así crearle dificultades para construir nuevas posiciones defensivas; y finalmente, conducir el ataque hasta lo más profundo de las defensas del adversario».23 Políticamente, la guerra relámpago era el instrumento militar de una voluntad de conquista que empleaba la propaganda y la «guerra sicológica» como armas complementarias en un enfrentamiento total. Como lo expresó Hitler: «Nunca comenzaré una guerra sin antes estar seguro de que un enemigo desmoralizado sucumbirá bajo el impacto de un único y gigantesco golpe».24 Contra Polonia y Francia estos métodos trabajaron con gran éxito; no así contra la urss, donde los cálculos de Hitler fallaron. Hitler unió diversas tendencias del pensamiento estratégico más novedoso de la época y les imprimió un sentido de dirección uniforme, incorporando, en forma muy original, una perspectiva de guerra sicológica y propagandística de demostrada eficacia práctica. La propaganda como arma de guerra Durante la Segunda Guerra Mundial, el empleo de la propaganda como arma de debilitamiento y dislocación sicológica del adversario tuvo gran efectividad. Los nazis fueron verdaderos maestros en este arte. Hitler comprendió desde los inicios de su carrera política la real importancia de la propaganda. Abrumado por la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial, Hitler analizó las causas de ese fracaso y encontró que la superioridad de la propaganda enemiga había jugado un papel relevante como factor que contribuyó a erosionar la voluntad de lucha de su país. En su libro Mi lucha, Hitler dedicó un capítulo al tema de la «propaganda de guerra». Estas páginas, en las que Hitler discute las técnicas de Guderian, p. 41. Citado por Strawson, p. 39. 23 24 P Á G 32 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle la propaganda de masas y el arte del liderazgo político son quizás las más interesantes de todo el libro; el análisis es pragmático y lleno de cinismo, pero su lucidez lo diferencia de otras largas secciones del volumen en las que Hitler, en oscuros y complicados párrafos, trata de explicar sus crudas y poco originales ideas políticas. En palabras de Alan Bullock, autor de la que es todavía una de las mejores biografías de Hitler: «El genio político de Hitler descansaba en su inigualada comprensión de lo que es posible lograr con la propaganda, y en su habilidad para emplearla».25 En Mi lucha, Hitler se refiere a la manera en que los ingleses, contrariamente a los alemanes, consideraron la propaganda «un arma de primer orden», y a la necesidad de asumirla como tal si se quiere tener éxito en la guerra y en la política. La Primera Guerra Mundial había demostrado «los inmensos resultados que se pueden obtener mediante la correcta aplicación de la propaganda»: La función de la propaganda no consiste en promover la actitud crítica del individuo, sino en enfocar la atención de las masas hacia ciertos hechos, procesos, necesidades, etc., cuyo significado se coloca por primera vez dentro de su campo visual [...] Toda propaganda debe ser popular y su nivel intelectual debe ajustarse al de la más limitada inteligencia de aquellos a los que se dirige. En consecuencia, mientras mayor sea la masa que se pretende alcanzar, más bajo debe ser el nivel puramente intelectual de la propaganda. En el caso de la propaganda de guerra, cuyo objetivo es influenciar a todo un pueblo, debe evitarse plantear demandas intelectuales excesivas al público [...] El arte de la propaganda consiste en entender las emociones de las grandes masas y en encontrar, con los instrumentos sicológicos adecuados, el camino hacia la atención y el corazón de las mayorías. 26 Hitler desprendía su análisis de una premisa que consideraba básica: la congénita incapacidad de las masas para razonar fríamente: «Las masas son tan femeninas por su naturaleza y actitud, que el razonamiento sobrio determina sus pensamientos y acciones mucho menos que la emoción y el sentimiento».27 25 26 27 Alan Bullock, Hitler: A Study in Tyranny. Harmondsworth: Penguin Books, 1972, p. 68. Hitler, pp. 164-165. Ibid., p. 167. P Á G 33 Ibid., p. 168. Karl Dietrich Bracher, The German Dictatorship. Harmondsworth: Penguin Books, 1973, p. 193. Hannah Arendt, Le systéme totalitaire. Paris: Éditions du Seuil, 1972, p. 68. Introducción. Evolución del pensamiento militar entre las dos guerras mundiales Repetición constante de las mismas consignas, perseverancia, insistencia, radicalismo, continuidad y uniformidad en su aplicación eran para Hitler los principios de una exitosa propaganda: «La más brillante técnica propagandística no triunfará a menos que se adhiera en forma constante a un principio esencial: debe confinarse a unos cuantos puntos y repetirlos una y otra vez. Aquí, como en tantas otras cosas de este mundo, la persistencia es el primero y más importante requerimiento del éxito».28 El partido político creado por Hitler aprendió a presentar sus vagas y confusas teorías en frases simples y fácilmente memorizables, a «implantar» los hechos mediante su repetición constante, a generar poderosas emociones con el uso de símbolos impactantes, y a canalizar la irracionalidad y el dinamismo de cientos de miles de hombres en contra de enemigos envilecidos sobre la base de la propaganda: «El partido [nazi] debió su crecimiento a la aplicación de técnicas de la publicidad comercial al reclutamiento político [...] con las que se lanzó un asalto al subconsciente colectivo». 29 Como de manera acertada lo expone Hannah Arendt, la propaganda totalitaria, en este caso la propaganda nazi, «se dirige siempre hacia el exterior, bien sea hacia segmentos de la población nacional o hacia países extranjeros. Ese dominio exterior es muy variable; aun después de la toma del poder, la propaganda puede volcarse hacia sectores de la propia población cuyo adoctrinamiento no se considera lo suficientemente intenso».30 Internamente, en la propia Alemania, la propaganda hitleriana perseguía la mayor cohesión del país y el adoctrinamiento de las masas para la guerra. Hacia el exterior, Hitler utilizó la propaganda para debilitar sicológicamente a sus adversarios, de manera de encontrar la menor resistencia posible en el momento en que emprendiese sus planes de conquista. Su feroz anticomunismo no habría permitido jamás a Hitler hacer suyas las siguientes frases de Lenin, las cuales, sin embargo, expresan con gran precisión ideas que de hecho caracterizaron la política nazi: «El método mediante el cual una nación pretende imponer su voluntad sobre otra podría ser reemplazado, con el tiempo, por una lucha puramente sicológica, en la que ni las armas se emplearían en el campo de batalla, sino que, en cambio, la voluntad de una nación [...] debilitaría la facul28 29 30 P Á G 34 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle tad intelectual y desintegraría la fibra moral y espiritual de la otra».31 Hitler conquistó Austria y Checoslovaquia sin disparar un tiro, y fue a la guerra contra Polonia confiado en que sus adversarios occidentales, sicológicamente vencidos de antemano, aceptarían de nuevo, con sólo débiles protestas, el ejercicio de la arrolladora voluntad de poder nazi. Liddell Hart cita con frecuencia en sus libros otras frases de Lenin que ilustran con insuperable claridad el propósito de la «guerra sicológica»: «La estrategia más apropiada en la guerra consiste en posponer las operaciones hasta que la desintegración moral del enemigo convierta la ejecución del golpe mortal en algo fácil, además de posible».32 Hitler no dio comienzo a ninguna de sus empresas bélicas sin estar previamente convencido de que sus enemigos se encontraban internamente erosionados, y no serían capaces de oponer una resistencia férrea. Esto fue así muy particularmente en el caso de Rusia, la cual, según Hitler esperaba, se desintegraría desde dentro al recibir el impacto de las acciones militares nazis. Hitler y los nazis no fueron los únicos, desde luego, en apreciar correctamente el valor de la propaganda como arma de guerra, mas no cabe duda de que supieron utilizarla con gran destreza, combinándola con doctrinas militares cuya eficacia quedó ampliamente demostrada en las primeras etapas del conflicto. Hitler tenía claro que la guerra es un instrumento y un acto político, y que por lo tanto es la política la que plantea los fines y da un sentido de dirección a la estrategia. No obstante, no fue capaz de mantener un equilibrio entre capacidades y objetivos, sus ambiciones desbordaron sus medios, y finalmente sucumbió bajo el poder de adversarios que su misma propaganda le había enseñado a subestimar. 31 32 Vladimir Ilich Lenin, citado en Military Review, June 1977, p. 14. Liddell Hart, p. 164. P Á G Hitler 35 El político y el aventurero «... propia afirmación de la propia esencia previamente a toda acción singular, vitalidad, energía de la existencia. Donde esto se observa como impulso vital primario, no como actitud racional encaminada a un fin, es que estamos en presencia del hombre político». 1 De esta manera define Spranger la característica fundamental de la «forma de vida» del político, y ciertamente esa definición se amolda plenamente a Hitler: «Quizás no ha habido nunca otro hombre que haya entendido mejor la naturaleza del poder o que lo haya utilizado con fines más bajos».2 No cabe duda de que para lograr lo que logró, a pesar de ser ello terrible, Hitler requirió, y de hecho poseyó, capacidades fuera de lo ordinario, un genio político poco común, entendiendo por política, en un sentido estrecho, la búsqueda y conquista del poder. Ese fue el sentido que Hitler siempre dio a la política: lucha constante por el poder de acuerdo con la ley del más fuerte; es el sentido que le da Carl Schmitt cuando sostiene que: «Si la guerra es la continuación de la política, también la política contiene siempre, por lo menos como posibilidad, un elemento de enemistad; y si la paz encierra la posibilidad de la guerra [...] también contiene un momento de enemistad».3 Para Hitler, la lucha entre individuos, comunidades nacionales, y sobre todo entre Eduardo Spranger, Formas de vida. Psicología y ética de la personalidad. Madrid: Revista de Occidente, 1954, pp. 259-260. A. J. P. Taylor, Europe: Grandeur and Decline. Harmondsworth: Penguin Books, 1967, p. 199. Carl Schmitt, Teoría del partisano. Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1966, p. 83. 1 2 3 P Á G 36 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle razas, era una ley natural, y la voluntad de dominio, poder y hegemonía la marca de los individuos y razas superiores. Basándose en este principio Hitler emprendió su camino de conquista, empleando para sus objetivos habilidades que han sido magistralmente resumidas por Bullock: conocimiento de los factores irracionales en la política, maestría para descubrir las debilidades de sus oponentes, capacidad para simplificar los problemas, sentido de la oportunidad, disposición a tomar riesgos: «Cínico y calculador en la explotación de sus dotes histriónicas, siempre mantuvo una creencia inalterable acerca de la importancia de su papel histórico y de sí mismo como una criatura del destino».4 En estas últimas frases de Bullock se encuentran las razones que explican tanto los triunfos como el aplastante fracaso final de Hitler. Sus capacidades políticas, su destreza táctica, su voluntad de hierro, estaban en última instancia subordinadas a un espíritu aventurero y fantasioso que confundía la realidad y los deseos. Hitler quiso moldear la realidad de acuerdo con los dictados de su voluntad, pero continuamente tendió a ignorar la realidad, a mirarla de soslayo y a sustituirla en caso necesario por su fantasía. T. E. Lawrence «de Arabia» escribió este extraordinario pasaje: «Todos los hombres sueñan, pero no de la misma manera. Aquellos que sueñan por la noche entre los repliegues polvorientos de su mente, se despiertan con el día y piensan que todo era vanidad; pero los soñadores diurnos son hombres peligrosos porque pueden actuar su sueño con los ojos abiertos, para tornarlo posible».5 Hitler era uno de esos «soñadores diurnos»; sus sueños eran de destrucción, terror y muerte, y a pesar de que en numerosas ocasiones los describió públicamente, no muchos se atrevieron a creerle o a tomar oportunamente las medidas necesarias para impedir su realización. Una vez que la maquinaria motorizada por sus descontroladas ambiciones empezó a funcionar, sólo una maquinaria muy superior pudo detenerla. Hitler el político sucumbió ante Hitler el aventurero. Según Spranger: «Como trágica disposición se observa con frecuencia en el ávido de poder una vasta fantasía en la que se envuelve a sí mismo, en vez de ponderar con espíritu realista hombres y circunstancias».6 Hitler creó una 4 5 6 Alan Bullock, Hitler: A Study in Tyranny. Harmondsworth: Penguin Books, 1972, p. 804. Roger Stephane, Retrato del aventurero. Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 1968, p. 10. Spranger, p. 168. P Á G 37 Albert Speer, Spandau: The Secret Diaries. London: Fontana, 1976, p. 44. A. Speer, Inside the Third Reich. London: Sphere Books, 1975, p. 239. Hitler imagen de sí mismo: una imagen de infalibilidad, de fuerza irresistible, de realizador de milagros políticos y militares; sus éxitos iniciales le condujeron a ello, pero la imagen le embriagó, perdió toda capacidad de cuestionarla, su cinismo se esfumó, descartó el sentido de los límites, su mundo se redujo a sus sueños y le llevó a la ruina. En sus Diarios, escritos secretamente en la prisión de Spandau, Albert Speer, uno de los hombres que estuvo más cerca de Hitler, hace unas reflexiones de gran interés dentro de este contexto. Speer dice que: «Todos nos fascinamos ante las grandes personalidades históricas; y aun si un hombre de hecho no lo era, y sólo actuaba su parte con un poco de habilidad, nos postrábamos a sus pies. Eso ocurrió en el caso de Hitler. Pienso que su éxito se explica hasta cierto punto por la imprudencia con la que pretendía ser un gran hombre». 7 La definición de «grandeza» en la historia depende, desde luego, del punto de vista que se asuma: ¿Qué hizo «grande» a Federico «el Grande», o a Alejandro «Magno»? Podría construirse un sólido argumento, de fundamentos éticos, para calificarlos de «grandes asesinos» en vez de «grandes conquistadores». Sin embargo, la observación de Speer es importante, pues apunta hacia una de las características de la personalidad de Hitler que mayores resultados le dio a lo largo de su carrera política: su capacidad de dramatizar, de actuar, de asumir un papel e imponerlo con total eficacia sobre las más diversas audiencias. Mucho se ha escrito acerca de la destreza de Hitler en el manejo de la sicología de masas y sobre su gran magnetismo personal. Su fuerza comenzó a decaer cuando los sucesivos triunfos le convencieron de que su magia como individuo y su voluntad superarían todos los obstáculos, lo cual le llevó a perder conciencia de los límites y a distorsionar la realidad de acuerdo con los dictados de su fantasía. En sus Memorias, Speer señala que: «Hitler, de hecho, no sabía nada acerca de sus enemigos, y rehusaba usar la información que se le suministraba. En su lugar, Hitler confiaba en sus intuiciones, sin importarle que muchas veces fuesen inherentemente contradictorias y gobernadas por el desprecio y la extrema subestimación de sus adversarios».8 Los dos más graves errores políticos de Hitler, su suposición de que los británicos aceptarían un arreglo con Alemania basado en la dominación nazi de Europa, y de que el régimen de Stalin en la urss se desintegraría 7 8 P Á G 38 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle internamente al recibir los impactos de la maquinaria de guerra alemana, se desprendieron de la ignorancia y subestimación con que veía a sus enemigos. Tal y como lo expresa, con palabras lapidarias, el historiador británico A. J. P. Taylor: «Hitler tenía una fe indestructible en la basura que llenaba su mente»; 9 y esa «basura» le conducía a menospreciar peligrosamente a sus contrarios y a ver el mundo no como es, sino como él quería que fuese: «El pecado que Hitler cometió fue [...] el del orgullo exagerado, el de creerse a sí mismo más que meramente un hombre. Nadie ha sido más duramente destruido por su propia imagen que Adolfo Hitler».10 Hitler creó una «ideología de la voluntad»; de una voluntad todopoderosa, capaz de derribar todas las barreras y de sobreponerse a todas las dificultades. Concebía el liderazgo como equivalente a la voluntad; como afirmaba en Mein Kampf: «El prerrequisito para la creación de una forma organizacional eficaz es y seguirá siendo el hombre necesario para liderarla [...] El liderazgo requiere voluntad y habilidad, y debe concederse mayor importancia a la voluntad y a la energía que a la inteligencia como tal; la más valiosa combinación es: habilidad, determinación y perseverancia».11 Ese culto a la voluntad le llevó en numerosas ocasiones a superar situaciones difíciles y a imponerse sobre los acontecimientos, y no hay duda de que ella fue un ingrediente clave de sus éxitos. Para el general Guderian: «La más resaltante cualidad de Hitler era su fuerza de voluntad. Con su ejercicio, llevaba a los hombres a seguirle»; 12 no obstante, al exagerar el poder de su voluntad, Hitler la convirtió en un mito que finalmente le envolvió junto a los hombres que le seguían. Aún en mayo de 1943, después de la derrota de Stalingrado, Goebbels anotaba en su diario: «El Führer ha manifestado su inalterable convicción de que nuestro Reich se adueñará de toda Europa. Tendremos todavía que realizar muchas batallas, pero obtendremos sin duda maravillosas victorias. Ellas nos abrirán el camino hacia la dominación del mundo, pues el que domine Europa asumirá por consiguiente el liderazgo mundial».13 Confiado en su voluntad, Hitler se negaba a aceptar los hechos, descartaba la evidencia objetiva y cerraba sus oídos a cualquier opinión que 9 10 11 12 13 A. J. P. Taylor, p. 199. Bullock, p. 385. Adolfo Hitler, Mein Kampf. London: Hutchinson, 1974, p. 317. General Heinz Guderian, Panzer Leader. London: Futura, 1977, p. 431. L. P. Lochner, ed., The Goebbels’s Diaries. New York: Award Books, 1974, p. 403. P Á G 39 Citado por Joseph Peter Stern, Hitler: The Führer and the People. London: Fontana Press, 1975. Henry A. Kissinger, «The White Revolutionary: Reflections on Bismarck», Daedalus, 97, Summer 1968, p. 893. Hitler no coincidiese con su propio punto de vista. En diciembre de 1942, ante la posibilidad de que el Sexto Ejército alemán en Stalingrado fuese completamente cercado por las tropas soviéticas, Hitler decía a Zeitzier, jefe del Estado Mayor: «Stalingrado debe simplemente ser sostenido; debe serlo, es una posición clave». Veinticuatro horas más tarde, luego de recibir las «garantías» de Goering de que al Sexto Ejército se le suministraría todo lo necesario desde el aire, manifestaba: «¡Entonces, hay que sostenerse en Stalingrado! No tiene sentido seguir hablando de que el Sexto Ejército puede romper el cerco ruso... ¡Stalingrado debe ser sostenido!».14 De nada valía que sus asesores militares le señalasen el carácter quimérico de las promesas de Goering, la grave amenaza que se cernía sobre el Sexto Ejército, el agotamiento que embargaba a las tropas, la carencia de alimentos y municiones, y que le indicasen que la única alternativa para evitar el desastre era permitir al Sexto Ejército que intentase romper el cerco y escapar. Para Hitler lo importante era la decisión de defender la posición, la voluntad de mantenerla: el «fanatismo» se impondría sobre la realidad. Muchos autores han relatado la atmósfera de pesadilla que imperaba en el refugio de Hitler en Berlín, bajo las ruinas de la Cancillería, durante los últimos días de existencia del Tercer Reich y su máximo líder. En la sala de trabajo, rodeado de sus más cercanos colaboradores, y bajo el cañoneo de las tropas soviéticas que se cernían masivamente sobre Berlín, Hitler estudiaba los mapas, daba órdenes a ejércitos que habían dejado de existir, planificaba contraofensivas con divisiones que sólo vivían en el papel, enumeraba tanques y aviones que yacían humeantes a todo lo largo de su «Reich». La fantasía y las ilusiones se hicieron dueñas absolutas del jefe nazi en la agonía de su carrera. Al igual que Bismarck, Hitler insistía en identificar su voluntad con el significado de los acontecimientos, pero las diferencias entre ambos estadistas eran cruciales. Como agudamente lo ha apuntado Kissinger en sus «Reflexiones sobre Bismarck», este último «comprendió siempre los requisitos del éxito, pero nunca tuvo la plena seguridad de si debía emprender su tarea con cierto sentido de respeto hacia la limitación de la naturaleza humana [...] un estadista que no deja margen para lo imprevisto en la historia puede hipotecar el futuro de su país».15 Bismarck tendió al 14 15 P Á G 40 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle autocontrol en el ejercicio del poder, deslumbrado ante las exigencias de su tarea y las potencialidades de la maniobra política, y a veces ensimismado en el manejo de las técnicas del gobernante. Bismarck fue capaz de preservar cierto «sentido de reverencia» ante las limitaciones de la naturaleza humana; Hitler, por el contrario, concibió siempre su autoafirmación como la ruptura de todos los límites. «La Némesis del poder –escribe Kissinger– reside en que el confiar en él, excepto en manos de un maestro, tiende más a provocar una contienda armada que el autodominio».16 Bismarck creía que una evaluación correcta del poder como medio desembocaba en una doctrina de autolimitación; Hitler exaltaba el poder hasta el paroxismo, y el poder mismo era su doctrina. El general Von Manstein, tal vez el más eficiente de los generales al servicio de Hitler, escribió: Hitler era un hombre que sólo reconocía el principio de la lucha extrema y brutal. Su pensamiento estaba gobernado por la imagen de grandes masas de soldados enemigos desangrándose ante nosotros, y no por la imagen del elegante espadachín que sabe en ocasiones apartarse, para luego dar una limpia estocada con mayor seguridad. Al concepto del arte de la guerra, Hitler opuso el de la fuerza más cruda, y la idea de que la efectividad de esa fuerza estaba garantizada por la voluntad que la impulsaba.17 Después de haber ejercido hábilmente ese arte, Hitler se deshizo de la destreza política, arrojó por la borda todo sentido de los límites de la acción, y dio rienda suelta a su culto por la fuerza. Sus compromisos ideológicos, que más bien cabría llamar dogmas, sobre las «razas inferiores», la «superioridad aria», etc., ahogaron su magia; por último, sucumbió en la «Némesis del poder». Ver en Hitler simplemente a un sicópata y un paranoico sería pasar por alto el hecho de que por muchos años, desde los comienzos de su carrera política hasta las postrimerías de la guerra, fue capaz en múltiples ocasiones de actuar basándose en evaluaciones objetivas y «racionales» de muy diversas situaciones. Ciertamente, como señala Speer, «los ge16 17 Ibid., p. 922. Citado por Stern, p. 223. P Á G 41 Hitler nerales en particular no estuvieron sobrecogidos por una fuerza despótica durante toda una década; ellos obedecían a una personalidad impactante, capaz de argumentar con coherencia».18 En Hitler coexistían un político y un aventurero; al final de su carrera, el aventurero se sobrepuso al político, sus obsesiones ideológicas y sus fantasías le envolvieron y cometió graves errores que eventualmente le condenaron. Tal vez esos errores fueron, sin embargo, los de un jugador que sabe que está apostando el todo por el todo en una aventura ilimitada. El programa político de Hitler El programa de Hitler en materia de política exterior fue la combinación de un conjunto de postulados ideológicos, la mayoría de los cuales se definieron desde los inicios de su carrera, así como de una serie de conclusiones extraídas del contexto político-diplomático europeo en los años 1920 y 1930. Hitler comenzó como un discípulo ideológico del movimiento pangermánico, del cual adquirió varias ideas básicas que determinaron decisivamente su perspectiva política. En primer lugar, Hitler compartía los principios del socialdarwinismo decimonónico, según los cuales la vida humana es una lucha constante por la supervivencia de los más aptos. En segundo lugar, Hitler consideraba la «raza» como el factor primario en la historia. Finalmente, estaba convencido de que Alemania era un país peligrosamente sobrepoblado que requería mayores territorios para su supervivencia. De la combinación de estos elementos, Hitler produjo una visión de las relaciones internacionales dominada por la lucha entre varias naciones para posesionarse de cantidades limitadas de tierras y recursos. La función de la política exterior alemana debía ser entonces asegurar que ese país pudiese conducir el combate por su supervivencia desde la posición estratégica más favorable posible. Sintetizando todo esto, Hitler escribió en su Segundo Libro: «Si la política es la historia realizándose, y la historia es el escenario de la lucha entre hombres y naciones por Speer, Spandau..., p. 53. 18 P Á G 42 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle la autopreservación y permanencia, la política es en verdad la ejecución del combate de una nación por su existencia».19 En 1919 el programa básico de Hitler, quien apenas comenzaba su vida política, coincidía con el movimiento nacionalista pangermánico, cuyos objetivos concretos: revisión del Tratado de Versalles, unificación de todos los alemanes en un solo Reich y la adquisición de territorios mediante conquista de colonias fuera de Europa, Hitler compartía. El programa del partido nazi en 1920 recogía estos puntos, y la evidencia sugiere que para aquella época Hitler, al igual que los pangermánicos, consideraba a Gran Bretaña y Francia, y no a Rusia, como los principales enemigos de Alemania.20 Según quedó demostrado por acontecimientos posteriores, Hitler estaba dispuesto a ser flexible en cuanto a los medios necesarios para llevar a cabo ese programa. Sobre todo, Hitler estaba consciente de que Alemania necesitaría la colaboración de aliados poderosos para enfrentarse a Francia y Gran Bretaña, los dos principales protectores del statu quo. Italia por sí sola no podía aportar la ayuda requerida; el imperio austríaco se había derrumbado, sólo restaba otro gran poder, también inconforme y aislado: Rusia. Al comienzo de su carrera, y aunque ahora pueda parecer extraño, Hitler no se había opuesto a una alianza con la nueva Unión Soviética, y llegó a manifestar en algunos de sus primeros discursos que ésa debió haber sido la política del gobierno alemán de la preguerra con respecto a Rusia. A partir de 1919, sin embargo, viejos prejuicios y la influencia de ideólogos como Alfred Rosenberg se combinaron para convencer al líder nazi de que la Revolución Rusa había sido la obra de los judíos, y que de hecho los bolcheviques eran judíos. En un discurso pronunciado en julio de 1920, Hitler expresó que «una alianza entre Rusia y Alemania sólo podría producirse si los judíos son derribados»; de tal manera que Hitler dejaba abierta la posibilidad de la alianza, sobre todo en vista de la precariedad que entonces caracterizaba al régimen bolchevique; mas si ese régimen se estabilizaba, todas las puertas de unión quedarían cerradas. ¿Por qué Hitler aceptaba en forma tan ligera la identificación de «judíos» y «bolcheviques»? En parte debido a que tal conexión se ajustaba a su proyecto de expandir el poderío alemán hacia el este de Europa; aque19 20 Adolfo Hitler, Hitler’s Secret Book. New York: Grove Press, 1961, p. 7. J. Noakes y G. Pridham, eds., Documents on Nazism, 1919-1945. London: Jonathan Cape, 1974, p. 497. P Á G 43 Robert Cecil, Hitler’s Decision to Invade Russia. London: Davis-Poyntern, 1975, p. 32. Hitler llos que deseaban marchar contra los eslavos y tomar sus tierras podían ahora hacer causa común con los que querían exterminar a los judíos. Por otra parte, esa identificación respondía a uno de los principios clave de su técnica propagandística, que consistía en simplificar al máximo el mensaje político y dirigir el odio de las masas hacia un solo objetivo. Desde luego, el antisemitismo de Hitler no era meramente asunto de frío cálculo político; él fue víctima de su propia propaganda enraizada en poderosos y profundos prejuicios antisemitas, antieslavos y antimarxistas. De no haber sido así, Hitler habría conducido la guerra como un jefe que actúa racionalmente sobre la base de apreciaciones de costos y beneficios y no hubiese, por ejemplo, utilizado recursos que eran urgentemente necesarios para hacer la guerra en la ejecución de sus incalificables designios contra los judíos europeos. Por encima de todo, como lo plantea Robert Cecil, Hitler «no hubiese atacado Rusia tan despectivamente y con tan exageradas expectativas de rápida victoria. Implícita en su identificación de judíos y bolcheviques se hallaba la suposición de que los defectos que Hitler atribuía a los primeros, en especial la incapacidad de crear y mantener un Estado, se aplicaban también a los segundos».21 Si los bolcheviques eran judíos, y los judíos no podían construir un Estado, entonces el régimen bolchevique estaba «maduro para la desintegración» y sucumbiría prontamente bajo el poderío nazi. El peor error de Hitler, su invasión a la urss, estuvo motivado por ese prejuicio. La ocupación francesa de la zona del Ruhr en 1923 creó una nueva situación diplomática que Hitler no tardó en percibir. La gran oposición que este evento suscitó en Gran Bretaña convenció a Hitler de que se estaba produciendo un viraje crucial en la política de ese país hacia Francia, derivado del temor a una posible hegemonía francesa en el continente. A raíz de esto, Hitler concibió la alternativa de una alianza entre Alemania y Gran Bretaña contra Francia. No obstante, tal posibilidad introducía un importante cambio en el esquema original de Hitler, ya que Alemania no podría obtener una alianza con la Gran Bretaña si al mismo tiempo trataba de conquistar colonias en Asia o África, perturbando así la estabilidad del Imperio británico. En 1924, en prisión, Hitler resolvió el dilema mediante un programa de política exterior que reconciliaba las supuestas necesidades de expansión alemanas y conquista de «espacio vital» (Lebensraum) con la renun21 P Á G 44 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle cia a la adquisición de colonias de ultramar, a objeto de evitar un conflicto con Gran Bretaña. La solución hitleriana consistía en buscar ese «espacio vital» en el propio continente europeo, hacia el Este, y concretamente en Rusia donde ya el régimen bolchevique se había hecho más sólido. Como expresó en Mein Kampf, donde expuso con nitidez ese programa: Para Alemania, la única posibilidad de llevar a cabo una sana política territorial descansa en la adquisición de nuevas tierras en el propio continente europeo [...] Si hablamos hoy de tierra en Europa, debemos tener en mente ante todo a Rusia y sus estados vasallos [...] El gigante imperio en el Este está maduro para el colapso, y el fin de la dominación judía en Rusia será también el fin de Rusia como Estado. 22 Al dirigir sus planes de conquista hacia el Este, hacia la gran masa continental ocupada primordialmente por la urss, Hitler esperaba evitar la situación de una guerra en dos frentes que vivió Alemania durante la Primera Guerra Mundial. El gobierno del káiser Guillermo II había intentado proseguir simultáneamente una política colonial contra Gran Bretaña y una política continental contra Francia y Rusia, lo cual le condujo al fracaso. Hitler planteaba una solución que a sus ojos parecía óptima, pues combinaba consideraciones de poder, basadas en cálculos «realistas» (evitar una guerra en dos frentes), con elementos ideológicos sintetizados en la cruzada antibolchevique. En su Segundo libro o Libro secreto de 1928, Hitler reiteró el programa delineado en Mein Kampf e introdujo dos nuevas perspectivas. En primer lugar, dio énfasis al problema representado por Francia como seguro adversario de las ambiciones alemanas, y se refirió a la amenaza estratégica planteada por el sistema de alianzas francés en Europa oriental. Con relación a Polonia y Checoslovaquia, Hitler concluyó que, gracias a esos aliados, Francia estaba «en posición de amenazar con aviones casi todo el territorio de Alemania, apenas una hora después de que estalle un conflicto».23 En segundo lugar, Hitler atacó enérgicamente el argumento según el cual la Gran Bretaña, siguiendo su política tradicional de preservar el balance de poder en Europa, se opondría a las pretensio22 23 Hitler, Mein Kampf, pp. 128, 598. Hitler, Hitler’s Secret Book, p. 127. P Á G 45 Ibid., p. 149. Hitler nes de hegemonía continental de Alemania. Según Hitler este argumento era incorrecto; Gran Bretaña no se opondría a la expansión alemana en Europa en tanto el Reich se abstuviese de amenazar en forma directa al Imperio británico. «Si Inglaterra permanece fiel a sus verdaderos intereses políticos mundiales, sus oponentes en Europa serán Francia y Rusia, pues son éstos los países que amenazan su posición imperial, así como en el futuro y en otras partes del mundo lo hará la Unión Americana [Estados Unidos]».24 Hitler era un experto en detectar debilidades en el carácter de sus enemigos, pero carecía de iguales dotes para apreciar la fortaleza moral y política de sus adversarios. Los líderes nazis eran incapaces de percibir la repugnancia moral que sus conquistas producían en el mundo exterior, así como la profunda reacción de rechazo que sus políticas suscitaron por ejemplo en Gran Bretaña, sobre todo a partir de 1938. La decisión británica de combatir a Hitler no resultó tan sólo de consideraciones de poder, sino también y fundamentalmente de una honda convicción moral y política que se enfrentaba a la naturaleza esencialmente destructiva y nihilista del credo nazi. De los argumentos e intenciones anunciados por Hitler en sus libros y discursos se desprende un programa político dividido en cinco etapas, que eran las siguientes: 1) Eliminación de las restricciones impuestas al rearme alemán por el Tratado de Versalles. Esta meta constituía una medida indispensable para edificar el instrumento militar que permitiría a Hitler llevar a cabo sus proyectos de conquista. 2) Destrucción del sistema de alianzas francés en Europa oriental, mediante el cual Francia intentaba mantener rodeada a Alemania. 3) Confrontación con Francia y su derrota, lo que aseguraría la frontera occidental de Alemania y abriría las puertas al siguiente paso: conquista de «espacio vital» hacia el Este. 4) Conquista y sumisión de Rusia. Esta era la etapa decisiva del programa político de Hitler: la obtención del «espacio vital» que el líder nazi consideraba absolutamente necesario para la supervivencia de Alemania. 5) La etapa final de su plan de dominio fue sólo superficialmente esbozada por Hitler en diversas ocasiones; su imaginación proyectaba a Alemania explotando los recursos conquistados en Rusia y fortaleciéndose para luego expandirse fuera de Europa, bien en pugna con Gran Bretaña o preferiblemente en alianza provisional con los británicos contra Estados 24 P Á G 46 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle Unidos. La lógica inherente de la ideología nazi implicaba que la meta final sería el dominio del mundo por parte de la «raza superior», mas Hitler no llegó a detallar sus planes para el logro de ese último objetivo. Los objetivos del programa político de Hitler, en especial su meta de conquista de «espacio vital» en Rusia, permanecieron firmes durante toda su carrera, pero los medios empleados por Hitler para realizar su programa se caracterizaron por su gran flexibilidad y elasticidad. Esta disparidad entre la solidez de los fines y la flexibilidad de los medios ha traído como consecuencia que algunos historiadores hayan cuestionado el valor de los libros y pronunciamientos de Hitler como guías para determinar en qué consistían realmente sus proyectos de política exterior. Se ha dicho, por ejemplo, que Mein Kampf no proporciona lineamientos específicos para las acciones diplomáticas de Hitler entre 1933 y el comienzo de la guerra (1939), las cuales de hecho le condujeron a acordar un pacto de no agresión con la urss y a una guerra contra la Gran Bretaña, un poder que Hitler había considerado como aliado potencial. Autores como A. J. P. Taylor han calificado los proyectos de conquista y dominación como «fantasías», «sueños diurnos», 25 y han señalado que, en la práctica, Hitler demostró ser fundamentalmente un político astuto y cínico, un oportunista que extraía ventajas de los errores e ilusiones de otros, para extender el poderío alemán por cauces y con métodos familiares a la historia europea. Lo que los historiadores como Taylor pierden de vista es que Hitler mismo había establecido una clara distinción entre el pensador que formula objetivos y el político práctico que tiene que realizarlos, enfatizando con frecuencia la necesidad de flexibilidad táctica en la vida política. Como escribió en Mein Kampf: «El teórico de un movimiento debe establecer los fines, y el político debe luchar para lograrlos. El pensamiento del primero debe estar guiado por una verdad eterna, las acciones del otro por la realidad práctica del momento». Y luego, pensando sin duda en sí mismo: «En ciertos períodos del desarrollo humano, puede una vez ocurrir que el político y el pensador teórico se funden en un solo hombre».26 Hitler se adhirió siempre y en forma obsesiva a las principales metas de su programa político, pero no así a un determinado conjunto de medios o de maniobras tácticas específicas; su política exterior 25 26 A. J. P. Taylor, The Origins of the Second World War. London: Hamish Hamilton, 1963, p. 69. Hitler, Mein Kampf, pp. 191, 193. P Á G 47 Hitler combinaba una total consistencia de los objetivos junto a un completo oportunismo en los métodos y tácticas de acción, lo cual ha sido en muchas oportunidades la clave del éxito en esa área. Como agudamente lo anota Bullock en su artículo, «Hitler y los orígenes de la Segunda Guerra Mundial»: Hitler sólo puede ser entendido si se toma en cuenta que era al mismo tiempo fanático y cínico, indoblegable en su voluntad y astuto en sus cálculos, convencido de su rol como hombre del destino y dispuesto a representarlo con todos los trucos y artificios de un consumado actor. Esos dos aspectos: el irracional y el calculador, caracterizaron la personalidad de Hitler y lo apartaron de sus imitadores. 27 Hitler tenía objetivos fijos, que serían realizados por una serie de movimientos coordinados, pero no tenía un «plan maestro» en el sentido de que esos movimientos tácticos estuviesen predeterminados en detalle. Esto permitía que cada fase de acción fuese mantenida en secreto y ejecutada con flexibilidad. Su táctica le dio grandes éxitos políticos hasta 1939, y a pesar de que la gravedad de los riesgos que asumía se acrecentaba más y más, se trataba siempre de riesgos calculados. Para Hitler, era políticamente razonable suponer que su pacto con la urss en 1939 eliminaba toda posibilidad de que los aliados anglo-franceses, cuyo comportamiento sobre Checoslovaquia en 1938 había dejado tanto que desear, prestasen ayuda efectiva a Polonia o se atreviesen a declarar la guerra a Alemania. Hitler subestimó los cambios experimentados por la opinión pública británica y francesa entre 1938 y 1939, y aunque la declaración de guerra de los aliados le tomó hasta cierto punto por sorpresa, pronto decidió saldar definitivamente sus cuentas con Francia, mantener abierta la posibilidad de un arreglo con los británicos y preparar el escenario para su golpe más crucial: el ataque a la urss. En Mein Kampf Hitler había afirmado que: «Alemania concibe la destrucción de Francia sólo como un medio que le permitirá abrir a su pueblo las puertas de la expansión en otra parte»; 28 se refería, desde luego, a Rusia. Alan Bullock, «Hitler and the Origins of the Second World War», en E. M. Robertson, ed., The Origins of the Second World War. London: Macmillan, 1973, p. 193. Hitler, Mein Kampf, p. 616. 27 28 P Á G 48 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle Taylor tiene toda la razón cuando afirma que Hitler no buscaba una guerra general, que «quería los frutos de la victoria total sin la guerra total»; pero es importante interpretar correctamente el sentido de estas palabras: Hitler quería lograr sus objetivos paso a paso y derrotar a sus enemigos uno a uno, pues sabía que el poder combinado de sus adversarios superaba al de Alemania. No obstante, Hitler estuvo dispuesto a aceptar una guerra total cuando ello se hiciese necesario, y así lo demostró al atacar a la urss antes de concluir su confrontación con Gran Bretaña, así como también al declararle la guerra a Estados Unidos. La Segunda Guerra Mundial fue el resultado lógico de la ideología y los planes nazis, y esto debe tenerse muy presente cuando se examinan las causas y los eventos que condujeron al conflicto. Tres puntos importantes, entre otros, merecen ser mencionados: 1) para Hitler, la Primera Guerra Mundial no había concluido, y la Segunda proporcionaría a Alemania la victoria; 2) la adquisición de «espacio vital» presuponía necesariamente expansionismo y agresión, y 3) el totalitarismo nazi se basaba en la movilización permanente de una comunidad que proyectaba sus conflictos y energías internas hacia la conquista exterior. 29 Ahora bien, antes y después de 1939, Hitler pensó en términos de un tipo de guerra distinta a la que Alemania había luchado y perdido entre 1914 y 1918. Así como en teoría se opuso tenazmente a una guerra en dos frentes (antes de romper su propio precepto al invadir a la urss en 1941 sin haber alcanzado una decisión contra Gran Bretaña), Hitler también entendió que Alemania estaría en desventaja en una guerra general y prolongada contra el conjunto de sus enemigos. Mas Alemania podía tal vez triunfar contra cada uno de sus adversarios por separado, a través de una serie de campañas individuales en las cuales tendría superioridad sobre su contrincante de turno. La sorpresa y el poderío de las ofensivas iniciales llevarían cada campaña a una conclusión decisiva antes de que la víctima lograse movilizar todos sus recursos, impidiendo igualmente la intervención efectiva de otros poderes. Para comprender los éxitos militares nazis, así como también sus fracasos, hay que tener claro qué tipo de guerra quiso hacer Hitler: la Blitzkrieg o «guerra relámpago», el instrumento militar que derrocó a Polonia en cuatro semanas, a Holanda en cinco días, a Bélgica en diecisiete, a Francia en seis semanas, a Yugoslavia en once días, a Grecia en tres se29 Karl Dietrich Bracher, The German Dictatorship. Harmondsworth: Penguin Books, 1973, p. 495. P Á G El concepto de Blitzkrieg La estrategia de Hitler tenía sus raíces en lecciones extraídas de la Primera Guerra Mundial. Una de ellas era que Alemania tenía que escoger entre la amistad con Gran Bretaña y la amistad con Rusia para evitar una guerra en dos frentes. Para lograr sus objetivos, el Reich debía o bien estar libre del bloqueo naval británico, que tan decisivamente había influido en la derrota de 1918, o bien tener acceso a los recursos naturales de la Unión Soviética como único medio para asegurar la expansión. Ya se ha explicado en estas páginas la manera en que Hitler afrontó este problema y la solución que finalmente le dio. Otras dos lecciones, también sacadas de las experiencias de Alemania entre 1914 y 1918, eran las siguientes: en primer lugar, había que asegurar la estabilidad del frente interno, cuya desintegración en las postrimerías de la guerra fue, según Hitler, la causa principal de la derrota alemana. Para Hitler, Alemania había perdido la guerra porque elementos subversivos minaron la moral del frente interno, ya bastante debilitada por las penalidades impuestas a raíz del bloqueo, y dieron una «puñalada por la espalda» a un ejército imbatido por sus adversarios externos. La otra lección se refería a la necesidad de restaurar movilidad a la guerra y lanzar golpes rápidos y decisivos contra los enemigos del Reich, evitando así una guerra de desgaste desfavorable para Alemania. Estas tres consideraciones fueron unificadas por Hitler en el concepto de Blitzkrieg o «guerra relámpago» que no se refería solamente al uso de divisiones blindadas con apoyo aéreo en los frentes de batalla, sino tam- 49 Hitler manas; el instrumento con el cual Hitler pretendió conquistar a la urss en cuatro o cinco meses, enviando a sus tropas al combate sin equipo de invierno confiado en que lograrían un triunfo rápido. La guerra que planeó Hitler y para la cual preparó a Alemania, consistía en un conjunto de guerras cortas y decisivas contra enemigos diferentes. Esa era la estrategia militar que más se adecuaba al programa político de Hitler y al contexto político dentro del cual trató de implementarlo. La «guerra relámpago» le dio brillantes victorias, pero falló en la prueba crucial. P Á G 50 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle bién a un método de hacer la guerra que evitaba el compromiso económico de la guerra total y permitía a la población civil alemana disfrutar de los beneficios de una serie de victorias sucesivas, sin experimentar las privaciones asociadas necesariamente a una guerra prolongada y de desgaste. Para Hitler, la Blitzkrieg no era tan sólo un concepto militar, un proyecto de orden puramente táctico dirigido a evitar los errores de la guerra de posiciones; se trataba de una noción más global, destinada a imposibilitar una repetición de las tensiones políticas, económicas y sicológicas vividas por los alemanes durante la Primera Guerra Mundial. Esta concepción de Hitler se oponía por completo a la idea de «guerra total» formulada y promovida por el general Ludendorff, según la cual todos los aspectos de la vida nacional debían ser coordinados en la realización de un enorme esfuerzo de naturaleza militar. Hitler, por el contrario, sostenía que «Alemania no será capaz de sobreponerse a las fuerzas movilizadas contra ella en Europa si deposita su confianza tan sólo en medios militares»; 30 la presión diplomática, la subversión y la propaganda se encargarían, como primer paso, de erosionar la voluntad de resistencia del enemigo, que sería posteriormente sometido por golpes rápidos y poderosos suministrados por ejércitos «de formaciones especiales, altamente calificadas». Este tipo de guerra, pronosticaba Hitler, sería «increíblemente sangrienta y terrible», pero al mismo tiempo, y paradójicamente, «la menos cruel, porque será la más corta».31 La Blitzkrieg sería el tipo de guerra menos cruel para el pueblo alemán, que continuaría consumiendo a un nivel cercano al del tiempo de paz a pesar de que Alemania se encontraría en guerra. Para los enemigos de Alemania, la Blitzkrieg luciría igual que una guerra total; pero para los alemanes, la Blitzkrieg tendría el costo material y la duración de una guerra limitada, o, más exactamente, de una serie de guerras limitadas. En su excelente estudio sobre los fundamentos económicos de la Blitzkrieg, Alan Milward ha destacado aquellos aspectos del concepto que se derivaban de consideraciones sobre la situación interna de Alemania, las características organizativas del régimen nazi y la influencia de todo ello en la instrumentalización del programa de política exterior de Hitler. Milward explica que la economía de Blitzkrieg hundía sus raíces en la pro30 31 Hitler, Hitler’s Secret Book, p. 128. Citado por Hermann Rauschning, Hitler Speaks: A Series of Political Conversations with Adolf Hitler on His Real Aims. London: Thorton Butterworth, 1939, pp. 17-21. P Á G 51 Hitler pia naturaleza del Estado nazi y de la dictadura hitleriana; ese tipo de organización económica «se adaptaba en forma plena a los principios en los cuales Hitler basaba su dictadura».32 En síntesis, Hitler la escogió debido a los siguientes factores: 1) La economía de Blitzkrieg estaba en armonía con los métodos administrativos peculiares al Estado nazi. 2) Se adecuaba a la idea de una dictadura. 3) Proporcionaba un método de hacer la guerra que no imponía excesivas exigencias a la población civil, y no perturbaba la estabilidad interna del régimen. 4) Ofrecía una fórmula mediante la cual Alemania podía hacer la guerra contra adversarios económicamente superiores. 5) Era estratégicamente muy conveniente, ya que las debilidades que inevitablemente revelaría la economía alemana en una guerra prolongada no serían explotadas por sus adversarios. La Blitzkrieg, en este sentido profundo, era el tipo de guerra para el cual Alemania y Hitler estaban preparados en 1939. Su ejecución ... requería «armamento en extensión» en lugar de «armamento en profundidad» [...] Alemania había organizado su economía para mantener un alto nivel de disponibilidad en armamentos, pero no se había realizado la inversión básica necesaria para producir un nivel de armamentos capaz de dar la victoria en contra de poderes económicamente superiores. En otras palabras, Alemania tenía alto nivel de disponibilidad inmediata de armamentos, pero un bajo nivel de potencial productivo de armamentos. 33 Estas medidas, desde luego, son relativas, y se refieren al potencial de Alemania comparado con el de poderes como la urss y Estados Unidos. En una guerra contra estos países Alemania sufriría la enorme desventaja inherente a sus limitaciones en cuanto a posesión de materias primas, ya que el carbón era el único recurso vital para una guerra que Alemania poseía en cantidades suficientes. El concepto hitleriano de Blitzkrieg fue cuestionado antes y durante la guerra por unos cuantos miembros de las Fuerzas Armadas alemanas, entre los cuales se destaca el general Georg Thomas, quien en noviembre de 1939 había sido designado jefe de la Oficina para Armamentos y Alan S. Milward, The German Economy at War. London: University of London Press., 1965, p. 8. Ibid., pp. 8-6. 32 33 P Á G 52 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle Economía de Guerra del Comando Supremo. En diversos informes presentados a Hitler, Thomas manifestó su desacuerdo con el concepto de Blitzkrieg como medio para evitar una guerra larga contra una coalición de enemigos. Thomas creía que al final Alemania se encontraría nuevamente cercada por sus adversarios, y que la subestimación del poder de la urss y Estados Unidos sería fatal. En su opinión, los riesgos de una guerra larga debían ser afrontados con tres medidas básicas: primero, imposición de drásticas restricciones al consumo del sector civil y creación de una economía de «guerra total»; segundo, introducción de un sistema racional y consistente de prioridades en la asignación de contratos para armamentos y distribución de recursos humanos y materiales; tercero, rearme en profundidad, y no sólo en extensión para la disponibilidad inmediata, y de tal manera edificar una maquinaria productiva de guerra sobre una sólida infraestructura. Hitler se oponía resueltamente a las proposiciones de Thomas, y por varias razones. Primeramente, Hitler y muchos otros altos jerarcas del partido nazi querían evitar a toda costa la imposición de restricciones de «guerra total» sobre el frente interno, es decir, sobre el sector civil alemán. Las experiencias de desintegración doméstica durante la Primera Guerra Mundial estaban vivas en su memoria; la preocupación de los nazis sobre la verdadera solidez de la moral civil y del apoyo de masas al régimen, se originaba tanto en esas lecciones del pasado como en numerosos informes que llenaban los archivos de los organismos de seguridad del Estado en la década de 1930, en los que se anticipaba gran inestabilidad política en caso de un aumento excesivo de las penalidades producidas por los programas de inversión de capital. Como señala Milward: «El que estas proyecciones fuesen o no válidas, o aun plausibles, no importa mucho; lo verdaderamente relevante es que tales informes influenciaron a Hitler, y su deseo de llevar a cabo una guerra que no implicase restricciones en la producción de bienes de consumo fue el factor que le llevó a dudar por tanto tiempo antes de comprometer a Alemania en una economía de guerra total».34 A fines de enero de 1941, cuando Hitler pronunció su discurso anual en conmemoración de su ascenso al poder, el público alemán notó que Hitler había omitido cualquier referencia a las relaciones con la urss, contra la cual se adelantaban en secreto masivos preparativos de ataque. 34 Ibid., p. 12. P Á G 53 Cecil, pp. 141-142. Hitler A partir de esa fecha y hasta el comienzo de la invasión, los reportes de la policía contenían numerosas observaciones acerca del temor y la ansiedad popular ante cualquier perspectiva de una mayor extensión de la guerra. Esto lo sabían los jefes nazis, quienes estaban decididos a continuar produciendo tanto armamentos como bienes de consumo y a evitar una guerra larga. Hitler iba todavía más lejos, ya que no solamente quería que los alemanes tuviesen «pan», sino también «circo»: en el invierno de 1939-1940 prosiguieron las labores de construcción del gran estadio olímpico de Garmisch, Baviera, y en el verano de 1940 Hitler continuaba insistiendo en que los grandiosos proyectos de construcción de su arquitecto Speer para Berlín y Núremberg siguiesen adelante, a pesar de que consumían enormes cantidades de materiales estratégicos necesarios para el esfuerzo de guerra. 35 En cuanto a la segunda sugerencia de Thomas sobre la introducción de un sistema nacional de prioridades de distribución de recursos, Hitler rehusaba operar una estructura coordinada de planeamiento militar, o conectar el sector militar al sector civil a través de la maquinaria administrativa. Hitler trabajaba basado en el principio de «divide y reinarás», y la dirección de la economía de guerra alemana había sido puesta en manos de diversas organizaciones y cuerpos administrativos que competían entre sí. La reorganización de la economía para la «guerra total» implicaba el abandono de esas prácticas administrativas cuya descentralización permitía de hecho un mayor control por parte de Hitler y el partido. La economía de Blitzkrieg no imponía tales requerimientos de organización y podía ser fácilmente operada dentro del marco de los métodos administrativos nazis. Además de los motivos ya citados, Hitler tenía otras razones, aun de mayor peso, para oponerse a los argumentos de Thomas sobre la necesidad de «armarse en profundidad». El programa político de Hitler tenía metas fijas y claramente determinadas, pero desde el punto de vista táctico, en cuanto a los medios de acción, Hitler buscaba un máximo de flexibilidad: sus enemigos iban a ser aislados y atacados sucesivamente, pero su lugar dentro de esa secuencia no estaba preestablecido de antemano, y era intercambiable de acuerdo con las circunstancias. Una política de «armamento en profundidad», como la quería Thomas, hubiese coartado la libertad de acción de Hitler en la escogencia del momento para ata35 P Á G 54 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle car a uno u otro de sus enemigos: la idea de Blitzkrieg consistía en una serie de guerras cortas coordinadas con una intensificación del esfuerzo económico en sectores específicos. Dada una situación en la cual sólo una parte de la economía estaba dedicada a propósitos bélicos, se hacía necesario cambiar la composición del producto de este sector, de acuerdo al enemigo de turno. De esta manera el ataque a Francia estuvo precedido de un gran acrecentamiento en la producción de vehículos blindados; los preparativos para la invasión a Gran Bretaña, que no llegó a realizarse, incluyeron como es lógico un incremento en la producción de equipo naval y aeroplanos, y, en forma similar, el ataque a la urss estuvo precedido de un enorme esfuerzo productivo en el campo de equipos para las fuerzas terrestres: Ninguno de estos incrementos en producción implicó un incremento global de la producción del sector de la economía dedicado a la industria de guerra. Cada incremento fue logrado mediante reducciones en la producción de otros tipos de armamento; en consecuencia, a pesar de que el tamaño del sector comprometido en la industria de guerra no cambió, hubo violentos cambios de prioridades dentro del mismo. 36 La economía de Blitzkrieg favorecía la posición personal de Hitler como dictador, a la vez que se adecuaba a la naturaleza de su proyecto político. En agosto de 1940, luego de la derrota de Francia, Hitler aún no había tomado una decisión respecto a las opciones militares que tenía ante sí: o bien emprender la Operación León Marino e invadir Gran Bretaña, o bien lanzar sus fuerzas a la conquista de Rusia en la Operación Barbarroja. En tales circunstancias, Hitler comunicó al general Halder que: «Nuestras Fuerzas Armadas deben estar listas para todo, aunque no se les hayan asignado todavía tareas específicas».37 Para Hitler, la mejor política, por su flexibilidad y adaptabilidad, era la de «armamento en extensión», sometida a su voluntad y coordinada con el impacto de la Blitzkrieg, el cual aseguraba que la guerra sería corta. El punto débil del plan hitleriano se encontraba en su suposición de que la Blitzkrieg sería también efectiva contra un adversario como la urss, cuyas condiciones 36 37 Milward, p. 11. Citado por Cecil, p. 145. P Á G 55 Hitler peculiares eran muy distintas a las de otros países que sucumbieron bajo el poderío de la maquinaria militar alemana. El general Thomas, quien había visitado la urss en 1933 y conocía sus potencialidades, fue acusado de excesivo pesimismo cuando señaló las dificultades que presentaba el intento de repetir allí la Blitzkrieg. La fase económica de la Blitzkrieg duró en Alemania desde la ruptura de hostilidades en 1939 hasta el momento en que las tropas soviéticas iniciaron su contraofensiva a las puertas de Moscú, a fines de 1941. Si la urss se hubiese desintegrado, como esperaba Hitler, la Blitzkrieg se habría justificado en forma decisiva; mas la capacidad soviética de sobrevivir a la «ofensiva de cinco meses» lanzada en su contra por los nazis colocó a Hitler ante el compromiso de una guerra en dos frentes, uno de ellos fundamentalmente terrestre (en Rusia), y el otro básicamente naval y aéreo (contra Gran Bretaña). En tales condiciones la Blitzkrieg se hacía imposible. Aun cuando este fracaso tardó en ser del todo reconocido por el liderazgo nazi, las derrotas sufridas en el invierno de 1941-1942 marcaron de hecho el inicio de una nueva etapa en la guerra. A partir de esta fecha, Alemania empezó a armarse para una guerra larga y a abandonar las políticas económicas que hasta entonces había seguido. En vista de que Alemania tenía ahora que prepararse para una guerra larga contra poderes económicamente más poderosos, ¿cómo pensaba Hitler ganarla? Las nuevas circunstancias impusieron un cambio de perspectiva en los planes de Hitler; el fracaso de la Blitzkrieg en Rusia le llevó a depositar su confianza en la superioridad cualitativa de la tecnología alemana sobre la de sus adversarios. Hitler asumió que sería posible para la tecnología alemana mantener una ventaja constante sobre la de sus enemigos en el ramo armamentista; no quedaba otro remedio que conceder la superioridad cuantitativa de la producción de armamentos de sus oponentes, no obstante, Alemania era capaz de ganar una guerra de producción en masa dirigiendo su ciencia y su tecnología a la tarea de mantener superioridad cualitativa en un conjunto de armamentos clave. Durante esta segunda fase de su economía de guerra, Alemania logró importantes éxitos en el campo del desarrollo armamentista, pero éstos nunca llegaron a tener los efectos decisivos que Hitler esperaba. A medida que las derrotas nazis se hacían más severas, también aumentaban las expectativas de que las nuevas armas se mostrasen capaces de torcer el rumbo de la guerra y devolver a Alemania la iniciativa militar. Las bombas v-1 y v-2, los tanques «Tigre» y «Pantera» para la confrontación con la P Á G 56 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle urss y en África, nuevos torpedos para los submarinos tipo «u», y otros inventos, llegaron a convertirse en verdaderas panaceas a ojos de los líderes nazis, que ya podían percibir en el horizonte las consecuencias que una derrota traería para ellos y su país. Hitler era particularmente propenso a exagerar las potencialidades de las nuevas armas y a depositar en las mismas esperanzas excesivas. En numerosas ocasiones la influencia personal de Hitler fue crucial para la ejecución de programas que condujeron a importantes mejoramientos e innovaciones en el arsenal de guerra alemán. No obstante, los errores del jefe nazi en este campo fueron también apreciables. En sus Memorias, Albert Speer llega a decir que: «Hitler tenía una desconfianza esencial hacia todas aquellas innovaciones que como en el caso de los aviones jet o las bombas atómicas, trascendían los límites de la experiencia técnica recogida por la generación de la Primera Guerra Mundial, a la que Hitler pertenecía, y presagiaban una era que no llegaría a conocer».38 Es posible que en este párrafo el ex ministro de Armamentos nazi haya exagerado un poco los obstáculos y dificultades que en diversas oportunidades Hitler interpuso en el camino del desarrollo tecnológico de la industria de guerra alemana. No obstante, la afirmación de Speer apunta hacia un problema central de la noción de superioridad cualitativa: este concepto resultaba inútil si se le confinaba únicamente a los procesos de desarrollo y producción de armamentos; la superioridad tenía que extenderse también a la esfera del uso práctico de los armamentos producidos, y en este campo existía una ruptura casi total entre las decisiones económicas y las decisiones estratégicas. El ministerio de Speer desarrollaba proyectos tecnológicos, pero era Hitler quien decidía qué hacer con ellos. La noción de superioridad cualitativa tenía tanta importancia económica como estratégica, y uno de sus puntos débiles se encontraba en que su efectividad requería el más sólido acuerdo entre el comando militar y los ministerios económicos. Este tipo de coordinación no llegó a materializarse en el Estado nazi, y fueron frecuentes las ocasiones en que Hitler tomó decisiones que restaron eficacia militar a los nuevos desarrollos técnicos, por ejemplo al posponer la producción de los aviones «caza» con la nueva propulsión a turbinas jet (que seguramente habría acrecentado grandemente las capacidades de defensa aérea alemanas), para luego convertirlos en bom38 Speer, Inside..., p. 494. P Á G 57 A. J. P. Taylor, Introducción a la 2.ª edición de The Origins... Harmondsworth: Penguin Books, 1974. Hitler barderos livianos, mucho menos eficientes desde el punto de vista militar. De manera similar, Hitler equivocó sus prioridades al concentrar la enorme capacidad industrial alemana en la producción de los inmensos cohetes v-2 para retaliar contra Gran Bretaña a partir de julio de 1943. Hubiese sido preferible producir en masa cohetes tierra-aire para la defensa antiaérea (cuyos prototipos ya existían) en lugar de centralizar recursos en armas que, como la v-2, podían (si se alcanzaba la cifra de 39 cohetes diarios) tan sólo transportar 24 toneladas de explosivos por día hasta Gran Bretaña, mientras las flotas de bombarderos aliados arrojaban un promedio de 3.000 toneladas de explosivos sobre Alemania diariamente. En última instancia, aun el mismo intento de mantener ventajas cualitativas se vio inevitablemente condenado por las restricciones a que estaba sometida la economía armamentista alemana, en su confrontación con poderes muy superiores, los cuales de paso también poseían una base tecnológica avanzada. La insuficiente producción de acero, las dificultades para obtener todo tipo de suministros, repuestos, etc., y la escasez de mano de obra especializada en renglones clave llevaron también al fracaso la segunda etapa del esfuerzo económico alemán en la guerra. El estudio del desarrollo de la economía alemana entre 1933 y 1939, especialmente de la industria bélica, ha conducido a algunos historiadores a argumentar que la baja proporción de recursos dedicados a la producción de armamentos indica que Hitler no estaba deliberadamente preparándose para la guerra, sino que confiaba en forma exclusiva en la amenaza de guerra para atemorizar a sus adversarios y obligarles a satisfacer sus demandas.39 Esta interpretación de los hechos es errada, ya que la economía alemana durante ese período era una economía de guerra, no en el sentido en que el término era usado por los planificadores británicos que pensaban en función de una «guerra total», sino dentro del esquema estratégico de la Blitzkrieg. Lo cierto es que antes de septiembre de 1939 la capacidad económica alemana no fue en ningún momento dedicada de lleno a la producción de guerra. Las cifras de producción de armamentos son bastante más bajas de lo que se habría logrado si el potencial económico alemán hubiese sido concentrado plenamente en esa área; pero hay razones que explican esa situación y que ya han sido discutidas en detalle. Hitler no buscaba la conversión a largo plazo de toda la 39 P Á G I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle 58 economía en una economía de guerra que, como en el caso de Gran Bretaña, empezaría a arrojar resultados óptimos en un plazo de dos a tres años. Hitler buscaba una economía que respondiese a las exigencias estratégicas de la Blitzkrieg, una economía dirigida a obtener superioridad a corto plazo en armas que proporcionasen una serie de rápidas victorias, aun cuando esto implicase el abandono de un programa armamentista de más largo aliento. De tal manera que el estudio del proceso económico alemán entre 1933 y 1939 arroja luz sobre las verdaderas intenciones de Hitler sólo a través de la perspectiva analítica que proporciona la noción de Blitzkrieg. El general Thomas, antes de la ruptura de hostilidades, y Albert Speer, luego de finalizado el conflicto, han argumentado que una de las principales causas del fracaso de Alemania fue no comprometerse a desarrollar una economía de guerra total desde las primeras etapas de enfrentamiento. Hay que recordar, sin embargo, que la Blitzkrieg dio a Alemania extraordinarias victorias militares contra enemigos poderosos. Los fracasos comenzaron precisamente a partir del momento en que falló la Blitzkrieg. La derrota final no constituye un argumento lo suficientemente sólido en contra de la estrategia de Hitler desde el punto de vista militar y económico. ¿Qué proponían Thomas y Speer?; ¿que la Alemania nazi hiciese una guerra total contra todos sus enemigos simultáneamente? Allí fue precisamente donde la condujo la política de Hitler, pero eso no estaba en sus proyectos, y la guerra total significó la derrota de Alemania. Durante la etapa de Blitzkrieg Hitler sólo obtuvo triunfos. El error crucial de Hitler fue político, y la naturaleza de ese error puede ser explicada en términos de lo que Clausewitz denomina «el punto culminante de la victoria». Conocer ese «punto culminante» consiste en saber dónde y cuándo detenerse en la guerra. Las victorias en cadena son embriagadoras, y no es siempre fácil aceptar límites; en el caso de Hitler, sus triunfos en Polonia, Francia, Noruega, etc. le llevaron no sólo a intentar su repetición contra otros adversarios en diferentes condiciones, sino también a subestimar a sus oponentes. Hitler lanzó la Blitzkrieg contra Rusia sobre la base de una planificación superficial, impaciente de ejecutar sus más ambiciosos designios y enceguecido por sus prejuicios ideológicos. En Rusia, Hitler atravesó un umbral y dio inicio a un proyecto situado más allá del «punto culminante» de lo que Alemania podía lograr con los recursos y capacidades de que disponía. Ya avanzada la guerra contra la urss, Hitler fue capaz de reconocerlo y de admitir P Á G 59 Hitler que «al comenzar nuestro ataque, entramos en un mundo que nos era totalmente desconocido».40 Hitler como jefe militar El «Señor de la Guerra» Uno de los aspectos más discutidos sobre la personalidad de Hitler se refiere a sus capacidades como jefe militar. Las opiniones varían desde las que consideran a Hitler una especie de genio errático, cuya falla principal se encontraba en una excesiva brillantez, hasta aquellas que le ven como un diletante o, peor aún, un incorregible ignorante en el campo militar. No es nada fácil clasificar las cualidades que en uno u otro caso a través de la historia han caracterizado a los grandes estrategas, pero usualmente la combinación de inteligencia, audacia y confianza en sí mismos están presentes en la acción de los grandes jefes militares, entendiendo por tales no aquellos que conducen tropas en combate, sino los que, en un plano más general, planifican el uso de la fuerza militar para obtener fines políticos: inteligencia para juzgar las situaciones y escoger adecuadamente los medios de acción, audacia para llevar a cabo propósitos definidos, confianza en sí mismo que permite una ejecución firme y decidida de los planes, son rasgos que con frecuencia pueden hallarse al analizar la trayectoria de estrategas que se han distinguido a lo largo de la historia. De esas características, Hitler indudablemente poseía la inteligencia y la audacia; ahora bien, un estudio de su carrera en la esfera militar sugiere que sus debilidades radicaban en la falta de confianza en sí mismo al poner en ejecución los planes, muchas veces brillantes, que su mente audaz y poderosa concebía. Esa confianza no es algo innato, sino que se deriva del conocimiento que se tiene acerca del arte militar. Hitler no era de ninguna manera un ignorante en cuestiones militares; en numerosas H. R. Trevor-Roper, ed., Hitler’s Secret Conversations. New York: New American Library, 1961, p. 59. 40 P Á G 60 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle ocasiones su dominio de la tecnología de armamentos y de problemas de la táctica y la estrategia asombró a sus generales, pero Hitler carecía de una formación militar consistente y coherente; sus conocimientos provenían de sus lecturas personales y de sus experiencias en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial, y no estaban fundamentados en los sólidos cimientos de un estudio y una práctica profesionales del arte militar. Desde luego, no hace falta ser un militar profesional para ser un buen estratega, y Hitler entre otros así lo demostró; sin embargo, las raíces de esa desconfianza que le invadía en los momentos en que sus proyectos se encontraban en proceso de realización hay que buscarlas en su percepción de que había puntos flacos en sus conocimientos militares. Para ponerlo en otras palabras, Hitler fue un aventajado jefe militar aficionado; muy exitoso, no cabe la menor duda, pero como aficionado y no como profesional, y esto el líder nazi lo sabía. Nuevamente, es Albert Speer quien destaca ese rasgo característico del hombre Hitler: El amateurismo era una de las características dominantes de su personalidad [...] Como muchos otros autodidactas, Hitler no tenía idea de lo que significa un conocimiento realmente especializado [...] Librado de las ideas usuales, su inteligencia rápida concebía a veces innovaciones que no habrían sido fácilmente descubiertas por un especialista. Las victorias de los primeros tiempos de la guerra pueden literalmente ser atribuidas a la ignorancia de las reglas del juego por parte de Hitler y a su placer en tomar decisiones [...] Su audacia, unida a la superioridad militar, constituyó la base de sus primeros éxitos; pero tan pronto comenzaron los fracasos, él también empezó a hundirse [...] su ignorancia de las reglas del juego se reveló como una forma de incompetencia y sus defectos dejaron de ser ventajosos. A medida que se acrecentaban sus fracasos, también aumentaba su incurable amateurismo; las peculiaridades que antes le habían favorecido, ahora aceleraron su caída.41 El mariscal Eric von Manstein comparte con Speer la opinión de que «lo que faltaba a Hitler era simplemente habilidad militar basada en la 41 Speer, Inside the Third..., p. 321. P Á G 61 Mariscal de Campo Eric von Manstein, Lost Victories. London: Methuen, 1958, p. 275. Guderian, p. 439. Speer, Spandau..., p. 205. Hitler experiencia, algo para lo cual su “intuición” no era un sustituto adecuado»; 42 Hitler desconfiaba de sus generales y desconfiaba de sí mismo desde el momento en que los planes militares dejaban la mesa de trabajo para ser ejecutados sobre el terreno. Mientras se encontraba tomando la ofensiva, y si todo marchaba bien en sus campañas de corta duración, Hitler lograba superar su nerviosismo y su impaciencia; pero, apenas surgían dificultades, revelaba esa faceta de su personalidad de jefe militar que ha sido admirablemente resumida por Guderian: «Hitler esbozaba sus planes con gran audacia [...] pero cuando en el proceso de ejecución de esos planes se enfrentaba a la primera dificultad –contrariamente a la tenacidad que caracterizaba su comportamiento ante crisis políticas– Hitler se debilitaba, quizás porque se daba cuenta instintivamente de sus fallas en el campo de la ciencia militar».43 Entre los autores que han discutido el papel de Hitler como jefe militar existe un acuerdo bastante generalizado, en cuanto a que el líder nazi fue en buena medida responsable tanto de las victorias obtenidas por Alemania en la primera parte de la guerra (hasta el invierno de 1941-1942), como de las derrotas experimentadas en las etapas siguientes del conflicto. Es difícil, no obstante, extraer de toda la carrera militar de Hitler un juicio tajante y decisivo como el que hace, por ejemplo, Speer en su Diario: «... ciertamente, como quedó demostrado en la segunda parte de la guerra, Hitler no era un gran jefe militar».44 El récord de Hitler en este sentido es complejo, lleno de altibajos, y de ninguna manera queda aclarado por una apreciación sumaria como la de Speer. Previamente se ha visto que en lo referente a la concepción estratégica, la Blitzkrieg era un instrumento que se adaptaba muy eficazmente al proyecto político de Hitler. Guderian y sus tanques le proporcionaron a su vez la herramienta táctica que hizo posible crear todo un nuevo estilo de guerra, el cual produjo asombrosas victorias en los primeros años del conflicto. Hitler transfirió al campo militar la astucia, sentido de la oportunidad y de la sorpresa que tanto éxito le habían dado en el terreno político, y si bien no fue él personalmente quien inventó las tácticas de la Blitzkrieg, su participación en el desarrollo práctico de las mismas fue decisiva, así como su integración dentro de un concepto estratégico global. 42 43 44 P Á G 62 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle Según Von Manstein, esa capacidad para descubrir las potencialidades operacionales de un plan ofensivo era una de las principales cualidades de Hitler como jefe militar. Hitler poseía igualmente una memoria muy retentiva y gran imaginación, que le permitían asimilar una amplia gama de cuestiones técnicas militares, en especial en lo referente a problemas de armamentos. A los defectos ya mencionados: desconfianza en sí mismo al ejecutar planes, sobrestimación del poder de la «voluntad», minimización de las potencialidades enemigas y tendencia a no tomar en cuenta los hechos y de guiarse por apreciaciones subjetivas. Manstein añade dos más de mucha importancia: en primer lugar, el gran interés de Hitler por los asuntos técnico-militares le llevaba a sobrevalorar la eficacia de sus propios recursos; como resultado, pretendía en ocasiones «que apenas unos cuantos destacamentos de cañones de asalto o tanques podrían restaurar situaciones en las cuales sólo grandes cuerpos de tropas tendrían alguna perspectiva de éxito». En segundo lugar, Hitler tenía poco conocimiento de los problemas de despliegue de reservas, almacenamiento y distribución de suministros, organización y logística en general, y restaba usualmente importancia a estas cuestiones, lo cual, como se verá mas adelante, tuvo graves consecuencias durante la invasión a la urss: «Hitler no apreciaba correctamente el hecho de que cualquier operación ofensiva de largo aliento exige un progresivo suministro de tropas y materiales por encima de aquéllos comprometidos en el asalto original».45 Ciertamente, uno de los problemas de la Blitzkrieg se hallaba en que, si la ofensiva inicial se extenuaba sin lograr un éxito decisivo, no quedaban suficientes reservas para mantener un ritmo ascendente de ataque y las alternativas se reducían a «todo o nada». Por otra parte, como se señaló anteriormente, si bien los esquemas operacionales de Hitler eran con frecuencia imaginativos y audaces, su ejecución de los mismos, en ocasiones, era tímida y caracterizada por la inconsistencia y la duda. En oportunidades, como indica Van Creveld, Hitler estuvo a punto de arruinar campañas enteras debido a una falta de confianza en sí mismo que se revelaba en momentos cruciales. Durante el ataque a Noruega en 1940, Hitler casi rescindió las órdenes de tomar el importantísimo puerto de Narvik al norte, y sólo con grandes dificultades se le persuadió de no hacerlo. En el transcurso de la campaña contra Francia, una vez que las unidades Panzer habían penetrado pro45 Von Manstein, p. 275. P Á G 63 Hitler fundamente el frente enemigo, tal como él había originalmente querido, Hitler comenzó a preocuparse por la defensa de los flancos y ordenó a sus blindados detenerse ante Dunquerque, otorgando así a la Fuerza Expedicionaria Británica una inmejorable ocasión de escapar: ... la audacia de sus planes no se correspondía con la timidez de su ejecución, mostrando así la falta de confianza que yacía bajo una apariencia de seguridad [...] Al igual que Ludendorff antes que él, Hitler tendía crecientemente a interferir en el comando operacional para apaciguar sus propios nervios. Mientras más prolongada se hacía una campaña, era más difícil para Hitler confiar la conducción cotidiana de las operaciones a sus subordinados. 46 Falta de confianza en sí mismo, en sus tropas y en sus generales fueron todos factores que incidieron decisivamente en la carrera militar de Hitler. Ahora bien, varios generales alemanes y diversos historiadores que han escrito sobre el tema después de 1945, han pintado una imagen de Hitler en la segunda parte de la guerra en la que se comporta todo el tiempo como un maniático y comete constantemente todo tipo de errores, que causaron la derrota de Alemania. Como lo demuestran los fragmentos sobrevivientes de sus conferencias militares, esa visión de un Hitler entregado por completo a los accesos de cólera, incapaz de entender a sus generales, insultando a sus colaboradores y sin habilidad ninguna para dar órdenes coherentes es exagerada y no se corresponde con la realidad. Ciertamente, sobre todo en el período final de la guerra, el lado fantasioso de la personalidad de Hitler le dominó plenamente, pero en etapas anteriores, Hitler mantuvo el control de su inmensa maquinaria de guerra a través de una confrontación en la cual las Fuerzas Armadas alemanas se sostuvieron por más de dos años, frente a adversarios más poderosos. No es posible decir que esto se logró gracias a las capacidades de su comandante supremo, pero tampoco se puede afirmar que ello fue posible a pesar de la incapacidad militar de Hitler. Hitler ha sido muy criticado por sus acciones en la segunda parte de la guerra, particularmente por su persistente rechazo a aceptar retiraMartin van Creveld, «War Lord Hitler: Some Points Reconsidered», European Studies Review, 4, 1, 1974, p. 57. 46 P Á G 64 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle das estratégicas en el frente oriental, lo cual contribuyó a que los soviéticos lograsen cercar grandes segmentos de tropas alemanas que tal vez de otra manera hubiesen podido escapar. Esta acusación, como apunta Van Creveld, es correcta en cuanto que Hitler no entendía otro tipo de defensa que la defensa estática, tal y como él mismo la había experimentado en la Primera Guerra Mundial; pero esto no significa que sus órdenes de «quedarse y pelear» fuesen siempre erróneas. Basta pensar en la situación planteada durante el invierno de 1941, cuando se inició la gran contraofensiva rusa a las puertas de Moscú. Hoy en día hay amplio acuerdo en que la determinación de Hitler de no ordenar una retirada y de establecer líneas de defensa «sin dar un paso atrás», fue lo que salvó a las tropas alemanas de correr la misma suerte que los ejércitos napoleónicos en 1812. Sin embargo, su excesivo énfasis en el ataque considerado casi como la única forma de hacer la guerra tuvo resultados catastróficos a largo plazo. Al fallar la Blitzkrieg en la urss, el Ejército alemán encontró que no tenía una línea fortificada hacia la cual retirarse para enfrentar la contraofensiva enemiga, que no disponía de equipos adecuados para condiciones invernales y que carecía de una reserva estratégica capaz de equilibrar de nuevo el balance de fuerzas: Sólo en el ataque se sentía Hitler cómodo y dispuesto a poner en práctica sus cualidades de imaginación, audacia y sorpresa. Nervioso, impaciente, incapaz de sostener un esfuerzo continuo, la defensa era una forma de la guerra a la que no podía adaptarse por temperamento. Desprovisto de la confianza que se requiere para organizar retiradas estratégicas, no concebía otro tipo de acción defensiva que aquella que por cuatro años conoció durante la Primera Guerra Mundial: defensa estática, sosteniendo el frente a toda costa.47 La flexibilidad táctica de la que Hitler había hecho gala en los primeros tiempos de la guerra desapareció paulatinamente en las etapas finales, con graves consecuencias para sus tropas. En síntesis, si bien no cabe duda de que Hitler poseía grandes habilidades como jefe militar, junto a cada una de sus cualidades convivían defectos y fallas que se fueron acentuando a medida que sus éxitos disminuían y que las posibilidades de ejercer su dinamismo se reducían. 47 Ibid., p. 78. P Á G 65 Hitler Esa existencia paralela de defectos y cualidades se pone de manifiesto de modo singular en la que era tal vez la principal característica de Hitler como jefe militar, al igual que como líder político: su tendencia a ver el mundo en los términos de una rígida y férrea ideología. La ventaja de ello, de la cual Hitler sacó mucho provecho, estriba en que las profundas convicciones ideológicas dan a sus portadores una consistencia de miras y una fuerza para la acción frecuentemente superiores a las de aquellos que ven al mundo con estrechos criterios pragmáticos. Hitler creía en su misión histórica, y estaba obsesionado por la ideología que motorizaba sus actos y los de aquellos que le seguían. Mas las hondas convicciones ideológicas pueden desembocar en el fanatismo, y mientras más convencida está la persona menos dispuesta se encuentra a aceptar que los hechos pueden no encajar con los principios que postula la ideología. Como se apuntó antes, esa situación puede llegar a extremos en los cuales, tal como ocurrió con Hitler, el ideólogo rechaza la realidad hasta que ésta termina por imponerse y le somete. Von Manstein lo apunta en sus Memorias: «Frente a su voluntad, los elementos esenciales que permiten apreciar una determinada situación, y en los cuales deben basarse las decisiones de un comandante militar, quedaban virtualmente eliminados por Hitler. Con ello, el líder nazi le dio la espalda a la realidad».48 Hitler era un hombre de implacable determinación, imaginativo, de una inteligencia rápida capaz de comprender y asimilar problemas técnicos y de desenvolverse con bastante eficacia en el terreno de la política y la estrategia; pero sus cualidades iban acompañadas de defectos que aumentaban a medida que su dictadura se hacía más absoluta, y que sus obsesiones ideológicas oscurecían y distorsionaban su apreciación de la realidad. Hitler no fue un «genio militar», pero tampoco un «diletante desquiciado»; sólo una correcta estimación de sus cualidades explica sus éxitos, así como la comprensión de sus defectos ilumina sus fracasos. Hitler y sus generales Las relaciones entre Hitler y buen número de sus más importantes generales nunca fueron del todo buenas, y estuvieron caracterizadas por crisis recurrentes que de hecho impidieron la constitución de un comando militar unificado y coherente durante la Segunda Guerra Mundial. Hitler desconfiaba de sus generales, y veía a la mayoría de ellos como reaccionaVon Manstein, p. 277. 48 P Á G 66 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle rios y tradicionalistas, incapaces de llevar a cabo la guerra con la suficiente convicción ideológica. Hitler sabía muy bien que su llegada al poder se debió en buena parte a la actitud favorable del Ejército. Como lo declaró en septiembre de 1933: «En este día debemos recordar particularmente el papel jugado por nuestro ejército, pues todos sabemos que si el Ejército no se hubiese puesto de nuestro lado durante el proceso de nuestra revolución, no estaríamos ahora aquí».49 El líder nazi tenía deudas políticas con la oficialidad que no quería pagar, y no estuvo nunca satisfecho con la relativa autonomía de que pudo por un tiempo disfrutar el Ejército con respecto a los nacionalsocialistas. Las Fuerzas Armadas alemanas retuvieron, al menos hasta finales de 1941, un mayor grado de independencia que cualquiera otra institución en el Estado nazi; como Hitler decía: «el Estado Mayor es la única orden masónica que todavía no he disuelto».50 Para Hitler, los generales no abiertamente pronazis, y aun muchos de éstos, representaban una tradición aristocrática que era incapaz de comprender y que rechazaba; les veía como conspiradores potenciales y como rivales, como portavoces de un profesionalismo sin imaginación y poco permeables a sus intuiciones políticas. En cuanto a la actitud de los generales hacia Hitler es posible discernir importantes diferencias, no sólo entre diversos grupos de oficiales, sino también entre las diversas ramas de las Fuerzas Armadas. Los líderes de la Marina y la Aviación eran leales al régimen nazi; en la oficialidad de las fuerzas terrestres, sin embargo, las opiniones variaban. Los generales más antiguos, conservadores y cautelosos, eran escépticos ante las ideas militares y políticas de Hitler y estaban poco dispuestos a tomar plenamente en serio sus ambiciosos pronunciamientos sobre conquistas futuras. Algunos de estos hombres, como Warlimont por ejemplo, llegaron a despreciar a Hitler; otros admiraban sus cualidades como político y su habilidad para entender los factores técnicos y sicológicos de la guerra moderna; por lo tanto, como ocurrió con Reichenau, Paulus y Bush, le sirvieron con lealtad. El grupo más importante estaba compuesto por los «nuevos profesionales», hombres de las nuevas generaciones cuya actividad innovadora llamó tempranamente la atención de Hitler y sobre los cuales el jefe nazi mostró un favoritismo poco usual. 49 50 Citado por Bullock, Hitler: A Study..., p. 249. Citado por Michael Howard, «Hitler and His Generals», en Studies in War and Peace. London: Temple Smith, 1970, p. 112. P Á G 67 Hitler Oficiales como Guderian, Thomas y Lutz, promotores de las fuerzas Panzer; Von Manstein, que impulsó el desarrollo de la artillería autopropulsada; Rommel, que elaboró nuevas tácticas de infantería y luego se convirtió en gran jefe de tanques; Student, creador de los grupos paracaidistas, entre otros, contribuyeron decisivamente a poner en manos de Hitler las doctrinas y técnicas que requería para la Blitzkrieg. Estos hombres, como lo expresa Leach, «estaban preocupados con las tácticas de sus nuevas unidades y aparentemente mostraron poco interés acerca del propósito estratégico a ser logrado por las Fuerzas Armadas como un todo». 51 El mito de los soldados apolíticos y obedientes, por el cual tantos oficiales alemanes entregaron su dignidad y tras el cual algunos han pretendido escudarse para justificar sus crímenes, esparció una mancha indeleble sobre la Wehrmacht durante el período nazi. La alta oficialidad en el Estado Mayor alemán contenía un pequeño y aislado grupo de oficiales que se opuso a Hitler, no sólo debido al temor de que los nazis estuviesen llevando a Alemania a la derrota, sino también por objeciones de tipo moral a sus fines y sus métodos. Mas éste era un grupo minoritario; la mayoría aceptó el rol de «profesionales» que nada tenía que ver con política y brindaron a Hitler su más decidida colaboración. Al final, la escogencia de ese papel, por temor, ambición o estrechez mental, no impidió que Hitler invadiese sus propios terrenos en la estrategia, las operaciones militares y la táctica, ni tampoco les colocó por encima y aparte de las campañas de aniquilación, basadas en el terror y las atrocidades, ejecutadas por los nazis. Von Manstein, que a todo lo largo de sus Memorias escritas después de la guerra mantiene un tono de ciega autocomplacencia y de supuesta dignidad militar, fue capaz durante la guerra contra la urss de estampar su firma en órdenes como éstas: El sistema judío-bolchevique debe ser exterminado [...] El soldado alemán se presenta como portador de un concepto racial, y debe apreciar la necesidad del más duro castigo para la judería [...] La situación alimenticia de nuestra patria hace esencial que las tropas se nutran sobre el terreno, y deben además ponerse a disposición de nuestro país los máximos depósitos alimenticios. En las ciudades enemigas una gran parte de la población tendrá Barry A. Leach, German Strategy Against Russia: 1939-1941. London: Oxford University Press, 1973, p. 27. 51 P Á G 68 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle que pasar hambre. No debe darse nada, ni a la población civil ni a los prisioneros de guerra, por un desviado humanitarismo, a menos que estén al servicio de la Wehrmacht alemana.52 El Ejército alemán fue cómplice de las políticas nazis, a pesar de las muy airadas protestas que después de la guerra se han pretendido elevar contra los que así lo indican. Los líderes militares aceptaron en su mayoría el papel de especialistas que poco o nada tienen que ver con los aspectos no estrictamente militares de la guerra, y Hitler supo utilizarles con gran eficiencia. Antes de la invasión a la urss en 1941, no se había puesto aún plenamente en evidencia el hecho de que Hitler y sus generales no compartían una misma concepción de la guerra, lo cual hacía difícil una colaboración armónica. Hitler tenía claro que en el desarrollo de sus planes la victoria militar era sólo el preludio de una radical transformación de las sociedades conquistadas según los principios proclamados por el nazismo. La guerra de Hitler tenía fines políticos definidos, y en sus proyectos el Ejército ocupaba el lugar de un instrumento de acción limitado. Contra la urss, Hitler iba a tomar medidas que fueron delineadas en un anexo a sus órdenes para la Operación Barbarroja, redactado en marzo de 1941. Como explicó entonces al general Jodl, los aspectos políticos de la invasión eran demasiado complejos para ser confiados al Ejército, por lo tanto, la administración de los territorios ocupados sería entregada a Himmler y a las ss, «a los cuales se les asignarían tareas especiales por mandato del Führer».53 Esas tareas de exterminio en masa, eliminación de intelectuales, militantes políticos, científicos, y destrucción de «las fuerzas vivientes de Rusia, para que nada quede que pueda producir una regeneración»,54 fueron explicadas por Hitler a sus principales oficiales en diversas ocasiones, una de ellas el 30 de marzo de 1941. En esa reunión, así como en otras, los militares no hicieron preguntas ni protestaron: «El código militar alemán les permitía protestar vigorosamente si Hitler violaba principios ortodoxos de la estrategia; cuando el Führer declaraba su intención de violar los principios éticos fundamentales de la sociedad humana, el mismo código militar les permitía guardar silencio».55 No todos los oficiales 52 53 54 55 Citado por Alexander Werth, Rusia en la guerra, 1941-1945, vol. 2. México: Grijalbo, 1968, p. 642. Citado por Howard, p. 120. Citado por Cecil, p. 125. Howard, p. 121. P Á G 69 Leach, pp. 30-31. Von Manstein, p. 283. Hitler alemanes compartían las ideas políticas de Hitler; algunos ni siquiera llegaban a creer que hablaba en serio. La gran mayoría tenía una noción estrecha de la guerra, carente de sutileza política y reducida a los marcos puramente militares. El hecho, tan firmemente expuesto por Clausewitz, de que la guerra es en su totalidad un acto político, no era comprendido con debida claridad por aquellos que iban a combatir. Hitler doblegó moral y políticamente a la oficialidad, y por último les obligó a aceptarle como comandante supremo, como un jefe de cuya infalibilidad en todos los campos del arte militar era peligroso dudar. A partir de 1938, Hitler comenzó a desarrollar los procedimientos mediante los cuales llegó a ejercer pleno control estratégico de las Fuerzas Armadas alemanas. En primer lugar, presentaba los grandes lineamientos de sus planes a los comandantes de cada fuerza: el Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea; éstos a su vez elaboraban con sus Estados Mayores estrategias militares y planes operacionales acordes con las decisiones de Hitler. Posteriormente, los borradores eran transmitidos a Hitler por el comandante en jefe del Ejército; si Hitler los aprobaba, el Comando Supremo de las Fuerzas Armadas (okw), que operaba como el secretariado militar del Führer, elaboraba una directiva en la que se incorporaban las proposiciones de las tres fuerzas con las correcciones que se hubiesen hecho; de tal manera que el Comando Supremo funcionaba tan sólo como un centro para confirmar y dar contenido operacional a las decisiones de Hitler. Como lo señaló el general Warlimont: «Al estallar la Segunda Guerra Mundial no existía un cuartel general capaz de tomar en sus manos la conducción de la totalidad del esfuerzo bélico alemán». 56 En los asuntos militares, así como en los económicos, Hitler trabajaba con base en el principio de «dividir y reinar». Las Fuerzas Armadas alemanas carecían de un Estado Mayor combinado de las tres fuerzas; Hitler hacía lo posible para evitar que sus altos oficiales sostuviesen reuniones unificadas para discutir problemas estratégicos, y sólo se les permitía congregarse en presencia del Führer con el propósito de oír sus opiniones. No sólo la dirección sino también la coordinación de las tres fuerzas estaban en manos de Hitler. En palabras de Manstein: «Para Hitler, aceptar las recomendaciones de un jefe de Estado Mayor responsable por el conjunto de las fuerzas armadas no significaba complementar su propia voluntad, sino someterse a la voluntad de otro». 57 56 57 P Á G 70 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle Del lado alemán, la conducción estratégica de la guerra estuvo marcada por continuos y desconcertantes cambios en la estructura de comando y por una siempre creciente concentración del poder de decisión en la persona de Hitler. La contraofensiva soviética en el invierno de 1941, que marcó el fin de la Blitzkrieg, llevó a Hitler a deshacerse de algunos de sus más altos oficiales y a tomar control personal y directo del Ejército; desde ese momento los problemas estratégicos pasaron a ocupar lugar primordial entre sus preocupaciones. Entre esa fecha y el fin de la guerra, Hitler nombró y depuso en sucesión a cuatro generales como jefes de Estado Mayor del Ejército (Halder, Zeitzier, Guderian y Krebs), y reemplazó al comandante de la Marina, almirante Raeder, por Dönitz, jefe de la flota de submarinos. En el transcurso de la guerra, la mitad de los generales en altas posiciones fueron destituidos, trasladados o castigados de una u otra manera; sin embargo, todos esos conflictos resultaron insuficientes para inducir a los líderes militares a mantener un frente común ante Hitler y criticar sus errores: «... las Fuerzas Armadas cerraron sus ojos a la realidad y a las consecuencias de la guerra, limitándose a la eficiente realización de sus tareas operacionales y evitando las disputas políticas y estratégicas».58 Hitler fue a la guerra con una maquinaria militar de alta calidad profesional y con una clara doctrina estratégica, pero sin confianza en la solidez política de su instrumento bélico. Hitler sospechaba de sus generales y despreciaba a muchos de ellos; sobre todo, el líder nazi dudaba de la capacidad de sus altos oficiales para entender o aceptar los fines políticos de su guerra de conquista, lo cual tuvo graves consecuencias en la dirección del esfuerzo militar alemán. La invasión a la URSS La génesis de la Operación Barbarroja En páginas anteriores se ha visto que Hitler tenía un programa de política exterior con objetivos fijos y explícitamente determinados, el princi58 Bracher, p. 500. P Á G 71 Hitler pal de los cuales era la conquista de «espacio vital» para Alemania hacia el este de Europa y específicamente en la urss. El líder nazi estaba dispuesto a lograr sus fines políticos, pero no se sentía comprometido con ningún plan táctico. De tal manera que la rigidez de proyectos políticos iba acompañada de una extrema flexibilidad táctica. No obstante, un programa político tan ambicioso como el de Hitler tenía que basarse en ciertos supuestos básicos, los cuales, en caso de no cumplirse en la forma prevista, podían dislocar la concepción global en el aspecto estratégico y hacer mucho más difícil la improvisación y el cambio de rumbo en el plano táctico. Uno de estos supuestos consistía en asumir que un conflicto entre Alemania y Gran Bretaña podía evitarse, y que los británicos aceptarían la dominación continental alemana a cambio de la preservación del Imperio. Este supuesto, unido a otras consideraciones de índole económica que tenían que ver con las capacidades limitadas de Alemania, habían llevado a Hitler a prestar una atención secundaria al desarrollo de la Marina de Guerra y a concentrarse en fuerzas apropiadas para ejecutar una serie de «guerras relámpago» terrestres. Por esta razón, en 1940 y 1941, la resistencia de Gran Bretaña enfrentó a los alemanes con un problema militar para el cual no estaban preparados, ya que no les era posible ni improvisar eficazmente una invasión de las Islas Británicas ni realizar una guerra prolongada en Occidente, manteniendo al mismo tiempo en el Este un gran ejército en caso de presentarse un choque con la urss. Para el momento en que este dilema se hizo plenamente evidente luego de la derrota de Francia ya Hitler había decidido invadir Rusia, y en última instancia, a pesar de algunas resistencias, sus generales aceptaron la decisión como la única alternativa. En el caso de los generales alemanes, la invasión a la urss se mostraba como una posible solución a una grave situación estratégica; para Hitler, el ataque a Rusia constituía la realización de su más importante designio político. El fracaso de uno de sus supuestos básicos, que ahora le obligaba a tomar deliberadamente la decisión de llevar a cabo una guerra en dos frentes, no dejó de causar algún malestar en cuadros militares y aun dentro del aparato del Estado y del partido nazi. De allí que para justificar su proyecto de invadir Rusia, aun sin haber concluido la guerra contra Gran Bretaña, Hitler emplease argumentos que no siempre eran consistentes entre sí, como, por ejemplo, que la urss era demasiado débil para resistir eficazmente, o que Rusia estaba a punto de atacar Alemania y unirse a Gran Bretaña. Durante la segunda mitad de 1940, mientras se desarrolla- P Á G 72 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle ba la batalla aérea contra Inglaterra y comenzaban a elaborarse los planes para la Operación Barbarroja, Hitler llegó a argumentar, por una parte, que para efectos prácticos Gran Bretaña había sido derrotada y podía por tanto ser ignorada en tanto se ejecutaba la guerra en el Este, y por otra parte que la única manera de terminar con Gran Bretaña era privándola de su único aliado potencial en Europa, la urss, en cuya ayuda eventual confiaban los británicos. Las contradicciones en que caía Hitler provenían de su necesidad de movilizar todo el potencial de Alemania contra la urss, a pesar de la natural preocupación, sentida por muchos en el sector militar, con respecto a la apertura de un nuevo frente de guerra. De hecho, estos militares habían ignorado, consciente o inconscientemente, todas las indicaciones que sugerían que la campaña en Occidente no era para Hitler sino el preludio para un ataque contra la urss. Tales indicaciones se encontraban no sólo en la trayectoria política de Hitler, en sus discursos y otros pronunciamientos, sino también, y más concretamente, en memorandos y conversaciones sostenidas por el líder nazi con sus asesores militares en diversas oportunidades. Ya el 10 de octubre de 1939, en un memorando leído a Brauchitsch y a Halder, Hitler expuso que el fin político de su guerra contra los poderes occidentales era impedir que éstos se opusieran a la «consolidación y mayor desarrollo del pueblo alemán en Europa». Una semana más tarde Hitler hizo más explícito lo que ese «mayor desarrollo» significaba, cuando ordenó a los generales Keitel y Wagner que supervisasen el acondicionamiento de todos los medios de comunicación en Polonia oriental, ya que «ese territorio nos interesa desde el punto de vista militar como un trampolín y como una plataforma que puede utilizarse para concentrar tropas».59 Aun antes de la derrota de Francia, Hitler ya había comenzado a referirse abiertamente a las próximas acciones contra la urss. Cuando la Fuerza Expedicionaria Británica se encontraba rodeada en Dunquerque, Hitler exclamó ante Von Rundstedt que seguramente «Gran Bretaña aceptaría un razonable arreglo de paz», el cual le dejaría las manos libres para realizar su mayor tarea: «el conflicto con el bolchevismo». Después, Hitler añadió: «... el único problema es: ¿cómo voy a darle la noticia a mi niño?».60 Es fácil suponer que Hitler se refería al pueblo alemán. Un poco más tarde, en 59 60 Citado por Leach, p. 40. Citado por Walter Ansel, Hitler Confronts England. Durhan, n. c.: Duke University Press, 1960, p. 108. P Á G 73 Hitler febrero de 1941, Hitler decía que si Gran Bretaña fuese derrotada, ya no le sería posible «inspirar al pueblo alemán para la lucha contra Rusia, por lo tanto, hay que acabar con Rusia primero».61 Posteriormente, en abril de 1941, Hitler insistió de nuevo sobre este punto: Desde luego el pueblo no entenderá el sentido de esta nueva campaña, pero el pueblo nunca comprende lo que es necesario hacer en su propio bien y hay que tirar de él por la nariz hasta el Paraíso. Hoy estamos más poderosamente armados que nunca antes y no podemos mantener este nivel de armamentos por mucho tiempo más [...] Por esto debemos usar las armas que ahora tenemos para dar la real batalla, la que verdaderamente cuenta, porque un día los rusos, los millones de eslavos vendrán. Quizás no lo harán en los próximos diez años, sino dentro de cien años, pero vendrán.62 Lo que hacía tan urgente la operación contra la urss, sin importar que todavía estuviese activo el frente occidental, era tanto el deseo de Hitler de aprovechar las temporales ventajas alemanas y someter a los rusos antes de que éstos lograsen modernizar sus fuerzas, así como también el impulso ideológico que ejercía una influencia dominante en la mente del líder nazi. Hitler anunció su «decisión irrevocable» de atacar Rusia el último día de julio de 1940 en una reunión con altos jefes militares. El 29 de julio el líder nazi había recibido a Brauchitsch para hacer una evaluación general de la situación y de las diversas alternativas que se abrían para Alemania. En esa ocasión, Hitler comenzó por considerar la posibilidad de continuar la guerra contra Gran Bretaña y de buscar con tal objetivo la colaboración de otros países, incluyendo la urss. Para ese momento, Jodl, Raeder, Halder y otros importantes jerarcas militares continuaban viendo a Gran Bretaña como el enemigo principal. En la segunda parte de esa reunión, la discusión entre Hitler y Brauchitsch se centró en «el problema ruso» y se analizó un primer proyecto de un plan para invadir la urss. Ese mismo día, Halder –jefe de Estado Mayor del Ejército– dio instrucciones al general Marcks para que se encargase de «clarificar lineamienCitado por Cecil, p. 70. Citado por David Irving. Hitler’s War. London: Hodder & Stoughton, 1977, pp. 142-143. 61 62 P Á G 74 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle tos de acción básicos para una ofensiva en el Este». La cuestión de atacar a Gran Bretaña o a la urss seguía estando abierta en opinión de los militares alemanes. El 30 de julio Halder anotó lo siguiente: «A la pregunta: si no es posible alcanzar una decisión ante Inglaterra, y ésta se alía a Rusia, ¿debemos en primer lugar concluir la guerra con Rusia?, debe dársele la siguiente respuesta: es preferible mantener nuestra amistad con Rusia. Sería aconsejable visitar a Stalin [...] Podríamos golpear decisivamente a los ingleses en el Mediterráneo y sacarlos de Asia...».63 Buena parte de los jefes militares alemanes no quería invadir Rusia sin antes llegar a una decisión frente a Inglaterra, pero una vez más se impuso la opinión de Hitler. En una reunión crucial con su alto mando militar, sostenida el 31 de julio de 1940, Hitler anunció su decisión de atacar Rusia, presentándola como la mejor forma de forzar a Inglaterra a hacer la paz. El líder nazi esperaba, con razón, que la idea de una guerra en dos frentes suscitaría la oposición de sus asesores militares; por lo tanto, no presentó su proyecto de invadir la urss como la realización de su sueño de adquirir «espacio vital», sino como una vía indirecta de aplastar definitivamente la resistencia de los británicos, privándoles de su esperanza de encontrar un aliado en Rusia. Algunos historiadores se han referido a esta actitud de Hitler como «el síndrome de 1812», relacionándola con la situación político-militar que en su momento había llevado a Napoleón a invadir Rusia. La idea de que el camino para lograr la sumisión de Inglaterra pasaba por la conquista de la urss, sólo tenía sentido si se asumía que la guerra en el Este sería corta, y que la fórmula de la Blitzkrieg acabaría con Rusia con igual rapidez con que lo hizo frente a Polonia y Francia. Como se verá, la Operación Barbarroja se fundamentó en la suposición, escasamente analizada en todas sus implicaciones, de que los métodos que habían sido útiles para subyugar otros países se repetirían con el mismo éxito en las condiciones tan especiales de una nación como la urss. ¿Tenía Alemania una alternativa estratégica? Jefes militares como Raeder, Brauchitsch y Jodl la habían propuesto en varias oportunidades a Hitler atacar las líneas de comunicación británicas en el Mediterráneo, apoyar a los italianos en África del Norte y crear todo tipo de dificultades a los británicos en el mundo árabe; en otras palabras, someter a Gran 63 Citado por Cecil, pp. 75-76. P Á G 75 Citado por Günther Blumentritt, Von Rundstedt: The Soldier and the Man. London: Odhams Press, 1952, p. 87. Albert Kesselring, Memoirs. London: William Kimber, 1953, p. 83. Hitler Bretaña por vía indirecta, pero no a través de un ataque a la urss sino al propio Imperio británico, cortando a su vez los suministros que mantenían encendida la llama de la resistencia en las Islas Británicas. Sin embargo Hitler nunca aceptó de lleno esta opción. En julio de 1940, al anunciar su decisión de atacar Rusia al año siguiente, Hitler también aceptó la posibilidad de que para entonces Gran Bretaña estuviese en guerra todavía, en vista de lo cual tomó medidas para dejar en Europa occidental tropas suficientes que preservasen su dominio en esa parte del continente. De tal manera que Hitler no consideró que la derrota previa de Inglaterra era un prerrequisito para el ataque a Rusia, y los eventos políticos y militares durante la segunda mitad de 1940, incluyendo la guerra aérea contra Inglaterra, demostraron que Hitler no concibió las operaciones contra las Islas Británicas, o contra las líneas de comunicación y bases de Gran Bretaña en el Mediterráneo, como alternativas al ataque a Rusia. La invasión a la urss era el objetivo primordial de Hitler y lo demás eran maniobras de distracción o complementarias de ese proyecto fundamental. De tal forma que la directiva de Hitler del 1.º de agosto de 1940, por la cual se daba inicio a la guerra aérea contra Gran Bretaña como paso preliminar a una invasión de las Islas Británicas, puede ser vista no tanto como un bluff, pero sí como una «jugada» de menor importancia en el tablero de Hitler: si la Luftwaffe lograba derrotar a la Fuerza Aérea británica y abría las vías de una invasión, bien; en caso contrario, Hitler de todos modos no permitiría que esos eventos le apartasen de su rumbo. De hecho, Hitler nunca puso su corazón en la realización de la Operación León Marino para invadir las Islas Británicas. Ya en julio de 1940 Hitler decía a Rundstedt que «no tenía la intención de llevar a cabo “León Marino”»; 64 y el mariscal Kesselring, luego de señalar en sus Memorias que la ofensiva aérea contra Gran Bretaña en agosto de 1940 nunca fue armonizada con planes de invasión, concluye que esa operación «no fue seriamente contemplada».65 Lo mismo opinan, entre otros, Von Manstein y Guderian. Antes de que se iniciase el ataque aéreo contra Gran Bretaña, Hitler había tomado decisiones que indicaban su intención de invadir Rusia tuviese o no lugar la invasión de las Islas Británicas. Una de ellas fue orde64 65 P Á G I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle 76 nar el 2 de agosto de 1940 el incremento del Ejército de Tierra (en lugar de la Marina) de acuerdo con nuevas apreciaciones sobre el poderío militar soviético, producidas por los servicios de inteligencia alemanes en el mes de julio. La otra, del 9 de agosto, fue ordenar que empezasen los preparativos preliminares en zonas ocupadas de Polonia oriental para recibir al gran número de tropas que serían concentradas allí. Por último, el 14 de agosto Goering informó al general Thomas que los compromisos económicos con la urss, contraídos a raíz del pacto germano-soviético de 1939, sólo se cumplirían hasta la primavera de 1941 (cuando comenzaría la invasión). Estas decisiones indican claramente que Hitler jamás tuvo la seria intención de colocar la derrota de Inglaterra como primera consideración en su lista de prioridades, antes de la destrucción de Rusia. La decisión clave no se refería a si atacar o no a Rusia, sino tan solo al problema de cuándo hacerlo, y la eventual derrota de Gran Bretaña dependía de esa decisión. Hitler escogió atacar en la primavera de 1941, luego de convencerse que esa era la fecha más temprana que le permitiría hacer todos los preparativos y concentrar las tropas requeridas en el Este. Esta opción daba a Alemania casi un año para alistar sus recursos para la guerra contra la urss; entretanto, Inglaterra seguiría sometida a diversos ataques que, aun cuando no la derrotasen, reducirían su capacidad para intervenir en forma efectiva en el continente. Cierto número de tropas debería permanecer en Europa occidental, pero el grueso de las Fuerzas Armadas alemanas, más de un 80% del total, podría ser empleado en una campaña rápida y decisiva contra Rusia. En vista de que Gran Bretaña no podría intervenir en forma directa en esa lucha, exceptuando el uso de poder aéreo contra Alemania, Hitler pensaba que no era del todo legítimo hablar de una «guerra en dos frentes», a pesar de que muchos de sus oficiales no estaban muy seguros de ello. La gran confianza de Hitler en el éxito que tendría la campaña contra Rusia pronto contagió a sus generales, exceptuando quizás a unos pocos de la vieja generación. La oposición militar a «Barbarroja» pronto comenzó a debilitarse, y los que aún levantaban objeciones después de noviembre de 1940 (mes de la visita de Molotov a Berlín) lo hacían no tanto por los riesgos implícitos en el proyecto, sino debido a sus dificultades para entender por qué era necesario emprender una campaña contra la urss con el fin de obligar a Inglaterra a hacer la paz. La mayoría de los generales alemanes eran, como Hitler, anticomunistas y antieslavos, y para el momento de iniciar la invasión habían llegado a la conclusión P Á G 77 Citado por Leach, p. 78. Citado por Cecil, p. 171. Ibid. Blumentritt, p. 98. Von Manstein, p. 174. Hitler de que sólo el establecimiento de un gran imperio en el Este resolvería los problemas económicos, militares y políticos de Alemania. Las difíciles negociaciones realizadas con Molotov y la supuesta intransigencia del ministro de Asuntos Exteriores soviético, reafirmaron la decisión de Hitler y le dieron nuevos elementos para insistir en la necesidad de acabar prontamente con Rusia: «Las conversaciones habían mostrado hacia dónde conducían los planes rusos [...] [aceptar los arreglos territoriales que éstos pedían] hubiese significado el fin de Europa central».66 Una vez superada la oposición inicial de sus generales, Hitler comenzó a hablar del ataque contra la urss como una «guerra preventiva»: había que atacar a la urss antes de que la urss atacase Alemania, y había que hacerlo rápido, pues los rusos se disponían a atacar pronto. El mito de la «guerra preventiva» no soporta el más ligero análisis histórico. Como descubrieron los alemanes al empezar su invasión, el despliegue estratégico del Ejército Rojo era esencialmente defensivo; aun después del fracaso de las negociaciones de noviembre del 1940, Stalin mantuvo vivas las esperanzas de nuevos arreglos con Hitler, y –como afirmó el general Von Paulus durante el juicio de Núremberg– los servicios de inteligencia alemanes no habían detectado antes de 1941 «ningún tipo de preparativos de ataque por parte de la Unión Soviética».67 Guderian, luego de oír a Hitler exponer los propósitos del ataque la víspera de la invasión, opinó que: «... su detallada exposición de las razones que le llevaban a hacer una “guerra preventiva” fue poco convincente».68 Von Rundstedt dio un golpe decisivo al mito de la «guerra preventiva» cuando sostuvo, de acuerdo con su biógrafo, que «si los rusos hubiesen tenido la intención de atacar Alemania, lo habrían hecho cuando la totalidad del Ejército alemán se hallaba enfrascado en la campaña en Occidente».69 Von Manstein, por su parte, si bien admite que las disposiciones estratégicas soviéticas no indicaban intenciones ofensivas inmediatas, dice que éstas constituían una «amenaza latente»: «El despliegue soviético en las fronteras con Alemania, Hungría y Rumania ciertamente parecían lo suficientemente amenazantes». 70 En este pasaje, como en otros de su libro, Von Manstein no llega a justificar abiertamente las decisiones de Hitler, 66 67 68 69 70 P Á G 78 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle pero les da un crédito que no queda establecido por los hechos. Lo cierto es que no es lo mismo hacer una «guerra preventiva» que remover una «amenaza latente»; si todos los Estados buscasen eliminar las «amenazas latentes» que sobre ellos se ciernen por medio de la guerra, jamás estarían en paz. La guerra de Hitler contra la urss fue pura y simplemente una guerra de agresión, ejecutada ferozmente para subyugar a todo un pueblo. En un extraordinario pasaje de su ensayo sobre la campaña de Napoleón contra Rusia, Clausewitz había dicho que «Los inmensos espacios rusos hacen imposible al atacante cubrir y ocupar estratégicamente, por el solo hecho de su movimiento hacia adelante, el país que deja tras de él. Al profundizar esta idea, el autor ha llegado a convencerse de que un gran país de civilización europea no puede ser conquistado sin la ayuda de discordias interiores».71 En De la guerra, Clausewitz fue más allá, llegando a afirmar que: «Rusia, con la campaña de 1812, nos ha enseñado [...] que un país de tal tamaño no puede ser conquistado».72 Hitler y sus generales habrían hecho bien en tomar muy en cuenta estas opiniones de Clausewitz. El plan alemán para la conquista de la Unión Soviética no fue el resultado de un análisis cuidadoso de todos los factores relevantes para una empresa de tal envergadura; estaba basado en una irresponsable subestimación del poderío de la urss y de los problemas que presentaban las condiciones del terreno, del clima y la vastedad de los espacios, así como en un exagerado optimismo en cuanto a la «invencibilidad» de las Fuerzas Armadas alemanas: «Los objetivos fueron definidos no sobre la base de lo que era posible, sino de lo que era deseable»; sobre todo, «los factores económicos y logísticos fueron casi completamente ignorados hasta tanto el plan operacional estuvo listo».73 No obstante, el éxito de los planes militares dependía de manera crucial del funcionamiento efectivo de los planes logísticos para mantener avanzando a las unidades mecanizadas y a las tropas en el inmenso territorio soviético. Hitler seguía a Clausewitz al menos en un punto: en la esperanza de que la debilidad interna del Estado soviético se uniría a los golpes lanzados desde el exterior para producir un colapso político. El líder nazi 71 72 73 Citado por Raymond Aron, Penser la guerre: Clausewitz, vol. i. Paris: Gallimard, 1976, p. 59. Carl von Clausewitz, On War. Princeton: Princeton University Press, 1976, p. 220. Leach, p. 88. P Á G 79 Hitler afirmaba que por motivos que tenían que ver con lo «racial» y con la ideología comunista, el Estado soviético se encontraba «podrido internamente» y sucumbiría a la mera aplicación de la fuerza. Este fue, junto a su subestimación de la voluntad británica de resistirle, el más grave error de apreciación política cometido por Hitler. Evolución de los planes operacionales: Fin político y objetivos militares En el libro viii de su obra De la guerra, Clausewitz analiza dos conceptos de notable importancia para la determinación de un plan de guerra; se trata de las nociones de fin político y objetivo militar de la guerra, cuya clarificación –insiste Clausewitz– debe preceder el inicio de toda empresa bélica: Nadie comienza una guerra –o, mejor dicho, nadie debería atreverse a hacerlo– sin antes tener claro qué es lo que pretende lograr con esa guerra y en esa guerra. Lo primero es el fin político; lo segundo es el objetivo militar. Esta consideración esencial prescribe todo el curso de la guerra y establece la escala de los medios y del esfuerzo que se requiere, haciendo sentir su influencia hasta en los detalles operacionales. 74 El fin político de la guerra es la guía que indica cuáles deben ser los objetivos operacionales de la acción bélica. Si el fin político es ilimitado, es decir, si se busca la aniquilación total del Estado adversario, su destrucción como entidad política autónoma, o la imposición de los términos de paz sobre el mismo, los objetivos militares tendrán igualmente gran amplitud y se dirigirán a eliminar por completo la capacidad de resistencia organizada del oponente. Por otra parte, si el fin político es limitado, si éste no incluye la eliminación total del adversario y la completa supresión de su capacidad de resistencia, los objetivos militares serán también limitados y exigirán un esfuerzo menor de parte del atacante. La diferencia entre fin político y objetivo militar está estrechamente conectada con la distinción que Clausewitz establece entre dos tipos de Clausewitz, p. 579. 74 P Á G 80 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle guerra: en primer lugar las guerras de aniquilación, que persiguen hacer política y militarmente impotente al adversario; en segundo lugar, las guerras limitadas, cuyo fin es obtener ciertas ventajas que luego pueden ser utilizadas en la mesa de negociaciones a la hora de concluir un arreglo. Lo primero que deben hacer los dirigentes de un Estado que se plantean la guerra como instrumento de acción ante una situación determinada, es aclarar en forma lo más precisa posible qué es lo que intentarán lograr con la guerra, ya que del fin político que se acuerde dependerán los objetivos militares: Para descubrir qué cantidad de recursos deben ser movilizados para la guerra, debemos primeramente examinar nuestro propio fin político, así como el del enemigo, evaluar las fortalezas del otro Estado, el carácter y las habilidades de su gobierno y de su pueblo, y hacer todo esto también con respecto a nuestras propias condiciones. Finalmente, debemos considerar las simpatías políticas de otros Estados y los efectos que la guerra puede tener en ellos. 75 Al tomar su decisión de invadir la Unión Soviética, Hitler tenía una idea general bastante clara de lo que pretendía lograr con la guerra, aun cuando no hubiese desarrollado en detalle todas sus implicaciones operacionales. La mayoría de sus jefes militares, por el contrario, o bien no tenían una idea precisa en cuanto a cuál debía ser el fin político de la guerra contra la urss, o bien sus ideas al respecto no coincidían plenamente con las de Hitler. Las dificultades para definir con exactitud el fin político de la invasión a Rusia se hicieron sentir con efectos devastadores, tanto en la formulación de los objetivos militares como en la planificación de las operaciones, todo lo cual tuvo consecuencias catastróficas para las Fuerzas Armadas alemanas y el Estado nazi. Hitler y sus militares no lograron ponerse de acuerdo ni en cuanto al fin político ni en cuanto a los objetivos operacionales de «Barbarroja», abandonando así el principio cuya clarificación Clausewitz consideraba condición indispensable para el éxito de una guerra. Ciertamente, como se dice en De la guerra: «Si el crítico [comentarista de eventos militares] quiere distribuir elogios o hacer recriminaciones, 75 Ibid., pp. 585-586. P Á G 81 Ibid., p. 164. Cecil, p. 73. Hitler debe tratar de colocarse exactamente en la posición del comandante, recolectar todo lo que el comandante sabía y todos los motivos que influyeron en su decisión, e ignorar todo lo que podía saber, en especial el resultado final de la lucha». 76 Hitler y sus generales no podían saber que «Barbarroja» les conduciría a una atroz derrota; mas el análisis del proceso de planificación de la operación, de las apreciaciones que se hicieron sobre las capacidades económicas y militares de la urss, de los preparativos logísticos realizados para sostener el ataque, y por último de las decisiones en cuanto al fin político y los objetivos militares de la invasión, demuestra sin lugar a dudas el carácter improvisado de la acción hitleriana, y permite sostener que «Barbarroja», antes que un acto político racionalmente calculado, constituyó más bien una gran aventura. El primer esquema de un plan para la invasión de Rusia fue discutido por Hitler y el mariscal Von Brauchistch en su reunión del 21 de julio de 1940. No existen indicaciones precisas acerca de la proveniencia de ese primer esbozo del plan de ataque, en el cual se establecía que las fuerzas para la invasión (entre 80 y 120 divisiones) se concentrarían en un período de cuatro a seis semanas. La estimación del potencial militar soviético se reducía a la frase: «Rusia tiene entre 50 y 75 buenas divisiones».77 Dos días más tarde, por órdenes del general Halder, los servicios de inteligencia alemanes produjeron un nuevo estimado de las fuerzas soviéticas capaces de defender las fronteras occidentales del país: 90 divisiones de infantería, 23 de caballería y 28 brigadas mecanizadas. El 29 de julio de 1940, Halder instruyó al general Marks para que elaborase un estudio independiente sobre las posibilidades de una invasión a la urss. El Plan Marcks fue concluido el 1.º de agosto, mas un día antes, el 31 de julio, Hitler había presentado un conjunto de ideas sobre la futura invasión a Rusia ante sus jefes militares. En esta oportunidad, Hitler trató de conectar estrechamente las operaciones en el Este con la guerra que aún se realizaba contra Gran Bretaña en el frente occidental, y no quiso manifestar explícitamente que el verdadero propósito de la campaña era la conquista de «espacio vital» y la destrucción definitiva del Estado soviético. Hitler, no obstante, dijo que desde el punto de vista militar «la captura de una cierta área no sería suficiente»; el objetivo mili76 77 P Á G 82 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle tar-estratégico debería ser «la destrucción del poder vital de Rusia».78 El sentido de esta frase era bastante ambiguo, ya que la «destrucción del poder vital» del contrario podía interpretarse como un objetivo militar (en caso de referirse a la eliminación de sus Fuerzas Armadas como un medio para otro fin), o como un fin político (si se refería a la supresión de su existencia política independiente). En ocasiones posteriores Hitler aclaró el significado de sus palabras. También en esa reunión, el líder nazi estipuló que tales metas tendrían que lograrse en una sola campaña con una duración de cinco meses. El ataque procedería en dos direcciones: un grupo de ejércitos avanzaría hacia Kiev y seguiría el rumbo del río Dniéper; un segundo golpe iría a través de los Estados bálticos hacia Moscú. Ambas ofensivas alcanzarían un punto de unión en el interior de Rusia a manera de tenazas que se cierran. Finalmente, una operación subsidiaria procedería hacia el sur para capturar los campos petroleros de Bakú. En su plan, el general Marcks aumentó levemente los cálculos hasta entonces hechos por la inteligencia alemana en relación con el potencial militar soviético. Marcks asumió que un número equivalente de divisiones sería desplegado por los alemanes; no obstante, las 24 divisiones Panzer les darían gran superioridad, ya que buena parte de las fuerzas móviles soviéticas estaban compuestas de caballería (25 divisiones). El defecto de los cálculos de Marcks se encontraba en que los mismos se fundamentaban en supuestos que no llegaron a materializarse. El primero era que debido a la amenaza japonesa, Stalin se vería obligado a mantener gran número de tropas y equipos en el Lejano Oriente, las cuales no podrían incorporarse a la defensa de las fronteras occidentales de Rusia. Sin embargo, la decisión japonesa de no atacar la urss permitió a los soviéticos trasladar importantes contingentes al frente occidental, que proporcionaron ayuda crucial en momentos críticos. En segundo lugar, Marcks pensó que las únicas fuerzas alemanas que no participarían en la invasión serían las tropas de ocupación en Europa occidental y central; Marcks no podía prever, en agosto de 1940, que la Operación Marita contra Yugoslavia y Grecia, y el envío del Africa Korps para prestar auxilio al Ejército italiano en África del Norte, extraerían significativos recursos a las fuerzas alemanas destinadas contra la urss. 78 Leach, p. 100. P Á G 83 Citado por Franz Halder, Hitler as War Lord. London: Putnam, 1950, p. 40. Hitler Por otra parte, Marcks asumió, sin tener evidencia suficiente para ello, que el Ejército Rojo enfrentaría el ataque alemán con base en un bien concebido y organizado plan de defensa, el cual en realidad no existía. Finalmente, Marcks afirmó que los soviéticos se encontraban en situación de inferioridad frente a las Fuerzas Armadas alemanas, tanto en términos de entrenamiento como de doctrina táctica, así como también en lo referente a la calidad de su material de guerra. En esto Marcks no se equivocaba del todo, mas los análisis en cuanto a las capacidades militares soviéticas dejaron pronto de fundamentarse en informaciones objetivas (las cuales, en todo caso, eran escasas) para caer en una excesiva subestimación del adversario. La influencia de la ideología nazi, con su desprecio por los eslavos, los así llamados «subhombres», distorsionó las apreciaciones de inteligencia sobre el potencial del enemigo, y condujo tanto a un exagerado optimismo acerca de las posibilidades de un rápido y decisivo triunfo alemán, así como también a un menosprecio suicida del oponente. Los objetivos militares del Plan Marcks eran, en primer lugar, asestar abrumadores golpes al Ejército Rojo en la Rusia europea y avanzar hasta una línea definida por las ciudades de Arcángel, Rostov y Gorki, situadas lo suficientemente al Este para impedir ataques aéreos soviéticos contra Alemania. Estos objetivos militares perseguían de hecho un fin político limitado: infligir serias derrotas a las Fuerzas Armadas soviéticas «que hagan imposible para Rusia participar en una guerra contra Alemania en el futuro previsible».79 Marcks hizo explícita su opinión de que la ocupación de la urss hasta la línea propuesta en su plan no daría fin necesariamente a las hostilidades, y advirtió que tal vez se requeriría extender la ofensiva hasta los Urales, ya que un gobierno soviético en la parte asiática de la urss podría tratar de continuar la guerra indefinidamente. Estas opiniones revelan que el general Marcks tenía cierta visión de las dificultades de conquistar un país tan vasto y de tantos recursos como la urss. Las Fuerzas Armadas alemanas no podían contar con la superioridad cuantitativa que usualmente requiere el atacante; por otro lado, la masa territorial rusa presentaba características peculiares que agudizaban los problemas de un invasor. En primer lugar, el territorio ruso se amplía en dirección norte-sur a medida que se avanza dentro de él en 79 P Á G I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle 84 dirección oeste-este, lo cual iba a extender las distancias que separarían a los diversos grupos de ejércitos en marcha, creando enormes problemas de suministro de todo tipo de materiales. En segundo lugar, el frente que atacarían los alemanes está dividido por la zona pantanosa de Pripet, que creaba un sector de unos 300 kilómetros en los cuales se hacía muy difícil operar a los vehículos blindados, especialmente los tanques. El ancho del frente, su división por los pantanos de Pripet y la presencia de grandes contingentes soviéticos en Ucrania llevaron a Marcks a proyectar dos ofensivas separadas, una dirigida hacia Moscú y otra hacia Kiev, con una fuerza especial encargada de atacar al Norte en dirección a Leningrado. La captura de Moscú fue elevada a objetivo operacional clave de la campaña ya que Marcks sostenía que la pérdida de la capital, centro económico y político de la urss, destruiría la coordinación del Estado soviético. Una aproximación directa a la ciudad era posible debido a la existencia de un buen sistema de carreteras que llegaba a Moscú desde Varsovia y Prusia oriental. En otra parte muy importante de su trabajo, Marcks trató de superar el problema de la relación desigual entre el inmenso espacio que sería invadido y la cantidad de fuerzas alemanas disponibles, mediante la creación de una reserva estratégica encargada de proteger los flancos de las líneas de avance y de eliminar las fuerzas soviéticas que fuesen dejadas atrás por la rápida penetración de los blindados. Marcks había estimado que la urss tenía un total de 221 unidades de combate (151 divisiones de infantería, 32 de caballería y 31 brigadas mecanizadas), de las cuales sólo 133 estarían en posición de enfrentar el ataque alemán, ya que el resto se encontraba comprometido en otras áreas (frente a Turquía, Japón y Finlandia). Alemania atacaría con un total de 147 unidades (110 divisiones de infantería, una de caballería, 12 divisiones motorizadas y 24 divisiones Panzer); un tercio de las unidades de infantería, cuatro divisiones Panzer y cuatro motorizadas formarían parte de la reserva estratégica. Después de estudiar el Plan Marcks, el general Halder aceptó que deberían realizarse operaciones al norte y al sur de los pantanos de Pripet, e introdujo una innovación: la operación subsidiaria contra Leningrado a través de los Estados bálticos procedería en forma independiente de los ataques principales a lo largo de Rusia occidental. El general Von Paulus, jefe delegado del Estado Mayor, recibió en septiembre de 1940 el encargo de coordinar todos los planes operacionales para el ataque contra la urss. Para dar mayor ímpetu a los ataques simultáneos contra Leningra- P Á G 85 Hitler do, Moscú y Kiev, Paulus redujo el número de divisiones asignado por Marcks a las reservas, y dividió las fuerzas disponibles en tres grandes grupos de ejércitos: Norte, Central y Sur, cada uno de los cuales conduciría por separado batallas envolventes en la primera etapa de la invasión. A pesar de lo dicho por Hitler en su conferencia del 31 de julio acerca de la «destrucción del poder vital ruso», Halder y Paulus persistieron en la creencia de que el fin político de la invasión a la urss era limitado. Después de la guerra, sin embargo, Paulus describió la tarea asignada a los que planificaron los aspectos operacionales de la campaña como «algo que estaba mucho más allá del poder de Alemania». Halder, por su parte, manifestó que él había pensado que los objetivos de Hitler eran limitados: «Ocupación de áreas importantes de la Rusia occidental, Ucrania y los Estados bálticos, lo cual proporcionaría elementos clave a ser utilizados en las negociaciones de paz». Los jefes del Estado Mayor de cada uno de los grupos de ejércitos esbozaron también planes operacionales de ataque antes de diciembre de 1940. De éstos, el único que se diferenciaba del proyecto de Paulus fue el realizado por el general Von Sodenstern, del grupo de ejércitos Norte. Es interesante citarlo, ya que Von Sodenstern fue el único alto miembro de Estado Mayor que expresó abiertamente su inconformidad con la decisión de invadir Rusia. Forzado a producir un plan para una campaña que consideraba excesivamente arriesgada y casi sin esperanzas de éxito, Sodenstern trató de enfrentar el problema desde un ángulo novedoso: en lugar de concentrarse en la destrucción de las Fuerzas Armadas rusas, los alemanes deberían apuntar a la rápida captura de Moscú, Leningrado y Karkov con objeto de diezmar el liderazgo político soviético y contribuir así a la desorganización de la resistencia enemiga. El Plan Sodenstern proponía sólo una gran batalla envolvente entre Kiev y Gomel; Sodenstern esperaba que los alemanes conquistaran una posición ventajosa para negociar una paz favorable al capturar las zonas industriales de las mencionadas ciudades. Sus objetivos militares y su fin político eran limitados, y el plan no pasó de ser un ejercicio intelectual. Von Brauchitsch y Halder presentaron a Hitler el Plan Paulus el 5 de diciembre de 1940. Nuevamente en esta reunión Halder recibió la impresión de que el objetivo operacional de la invasión era alcanzar un punto desde el cual se hiciese imposible para los rusos realizar ataques aéreos contra Alemania, lo cual de hecho implicaba, desde el punto de vista político, que un Estado soviético continuaría existiendo de una manera u P Á G I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle 86 otra más allá de ese punto. Halder persistió en esa creencia a pesar de que Hitler repitió sus ideas acerca de la necesidad de «destruir las fuerzas vivientes de Rusia», de «no dejar nada que pueda producir una regeneración». Es evidente que tales propósitos tenían una dimensión política mayor a la de los objetivos operacionales que se estaban discutiendo, aunque la falta de armonía entre ambas concepciones no fue resuelta, y ni siquiera fue enfrentada de manera explícita. Es probable que Brauchitsch y Halder hayan subestimado, como muchos otros lo hicieron, la seriedad de las intenciones de Hitler. En esa misma conferencia del 5 de diciembre de 1940, surgió otra dificultad que tendría graves consecuencias durante la ejecución de la campaña en Rusia. El Plan Paulus, al igual que el Plan Marcks, concedía una importancia fundamental a la captura de Moscú. Si bien Hitler se mostró en líneas generales de acuerdo con el proyecto de Paulus, manifestó su inconformidad con la idea de que la toma de la capital soviética era un objetivo clave. Según Hitler, «Moscú no era muy importante»; el objetivo principal era envolver y destruir a las Fuerzas Armadas rusas antes de que éstas pudiesen retirarse al interior del país. Por esta razón Hitler sugirió que una sección del grupo de ejércitos Centro, una vez que hubiese avanzado en territorio ruso, se desprendiese del cuerpo principal, dirigiéndose hacia el Norte para asistir en cortarle la retirada a las fuerzas soviéticas operando en los Estados bálticos y alrededor de Leningrado. Hitler dio igualmente mayor relevancia a las operaciones en el Sur, en Ucrania, que la contemplada por Marcks y Paulus, de tal forma que el esfuerzo militar alemán que inicialmente iba a estar concentrado en el centro, en dirección a Moscú, se dispersaría ahora mucho más, con grandes operaciones conducidas hacia el mar Báltico al norte y el mar Negro al sur. Detrás de todo esto se encontraba la firme intención de Hitler de destruir primeramente las Fuerzas Armadas rusas y conquistar objetivos económicos, antes de proceder contra ciudades y objetivos de carácter simbólico. El historiador Barry A. Leach sugiere que es posible que Hitler haya derivado sus ideas sobre aspectos operacionales de «Barbarroja» de un estudio preparado por el teniente coronel Von Lossberg, de acuerdo con instrucciones del general Jodl. El estudio de Lossberg, fechado en septiembre de 1940, con unas treinta páginas de extensión, apéndices y mapas, guarda gran semejanza con el plan de campaña final de la Operación Barbarroja. Los objetivos operacionales planteados por Lossberg eran: P Á G 87 Hitler «... destruir la gran masa del Ejército soviético en Rusia occidental; impedir la retirada de elementos combatientes al interior de Rusia, y luego, una vez cerradas las salidas hacia el mar en Rusia occidental, avanzar hasta una línea que coloque la parte más importante de Rusia en nuestras manos».80 Un proyecto como el de Lossberg se adaptaba al objetivo hitleriano de proceder en primer lugar a la eliminación de las fuerzas rusas, a través de grandes operaciones envolventes a lo largo de un frente extenso, en lugar de simplemente empujarlas hacia el interior con ataques frontales. El 17 de diciembre, Hitler ordenó a Jodl corregir el borrador de la Directiva para el ataque a Rusia, e introducir una modificación según la cual el grupo de ejércitos Centro desprendería poderosas fuerzas motorizadas hacia el Norte, y en conjunción con el grupo de ejércitos Norte, operando en dirección a Leningrado, destruiría las fuerzas enemigas en las áreas situadas en torno al Báltico. El 18 de diciembre, Hitler firmó la Directiva número 21, «Caso Barbarroja», en la cual se estipulaba que «Sólo después del cumplimiento de esta tarea esencial, que debe incluir la ocupación [de los puertos] de Leningrado y Kronstadt, el ataque continuará con la intención de ocupar Moscú, un importante centro de comunicaciones e industrias de armamentos».81 El líder nazi volvió a insistir en «la rápida captura del área báltica» y «la necesidad de ocupar el área de Bakú», en una conferencia realizada en su residencia del Berghoff el 9 de enero de 1941. Como lo apunta Cecil: Ese énfasis en las dos extremidades de un tan vasto frente debió, por lo menos, haber provocado alguna discusión, la cual Brauchitsch habría podido conectar con el hecho de que las fuerzas designadas para la Operación Marita (Yugoslavia y Grecia) no iban a estar disponibles para el ataque contra Rusia. Igualmente, Brauchitsch podría haber señalado que tareas cada vez más amplias estaban siendo asignadas a fuerzas que se reducían, fortaleciendo en el proceso los extremos a expensas del centro (Moscú). En lugar de decir esto, los generales aparentemente escucharon en silencio a Hitler, quien concluyó su exposición diciendo: «Cuando esta operación se inicie, Europa contendrá su aliento».82 Leach, p. 255. H. R. Trevor-Roper, ed., Hitler’s War Directives, 1939-1945. London: Pan Books, 1973, pp. 95-96. Cecil, p. 126. 80 81 82 P Á G 88 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle Una cierta falta de entusiasmo por parte de los generales no habría estado fuera de lugar. Las ambiciones de Hitler y su tendencia a plantearse objetivos cada vez más grandiosos sobrepasaban con creces a las de sus generales, algunos de los cuales no comprendían con precisión la verdadera naturaleza de los fines políticos del Führer nazi. Una intensa polémica ha tenido lugar en torno a las modificaciones introducidas por Hitler a la Operación Barbarroja, polémica que se torna más confusa por la ausencia, en la mayoría de los casos, de una clara diferenciación conceptual entre fines políticos y objetivos militares u operacionales. Generales alemanes, así como diversos historiadores, han atacado a Hitler por la supuesta herejía de, en palabras del general Warlimont, «desviarse del primer e inmutable objetivo en la conducta de la guerra, eliminar la fuerza vital del enemigo [sus Fuerzas Armadas] para perseguir en su lugar metas secundarias».83 Según esta interpretación, el fracaso de la Operación Barbarroja se debió a que Hitler optó por objetivos operacionales de orden político (como Leningrado) y económico (la agricultura de Ucrania y el petróleo del Cáucaso), en lugar de concentrarse primeramente en la destrucción del Ejército Rojo a través de una operación central contra Moscú. De hecho, sin embargo, Hitler compartía el mismo objetivo operacional de sus generales: destruir a las Fuerzas Armadas rusas como primer paso; la diferencia estaba en que Hitler consideraba que ese objetivo se lograría más eficazmente mediante grandes operaciones envolventes en lugar de los ataques frontales contra centros poblados propuestos por sus asesores militares. Como lo reveló el mariscal Timoshenko en un informe secreto de 1941, los soviéticos temían sobre todo la posibilidad de que los alemanes fuesen con toda su fuerza tras los objetivos inicialmente delineados por Hitler: «Si Alemania logra conquistar Moscú, ello será sin duda un rudo golpe para nosotros, pero de ninguna manera desmembrará nuestra estrategia [...] Alemania mejorará su posición, pero así no ganará la guerra. Lo único que interesa es el petróleo».84 Los generales alemanes, como Napoleón antes que ellos, estaban simplemente obsesionados con la captura de Moscú, porque suponían que la caída de la capital produciría un colapso político y sicológico en la urss. El énfasis en la toma de Moscú, que se acentuó después de agosto de 1941, 83 84 Citado por Howard, p. 119. Citado por Irving, p. 348. P Á G 89 Hitler una vez que la resistencia soviética ya había demostrado que los objetivos operacionales originales del Plan Barbarroja no podrían alcanzarse antes del invierno, no provenía en lo fundamental de la firme creencia de que ésa sería la mejor manera de destruir al Ejército Rojo, sino de la esperanza de acabar con la urss por medio de un solo golpe decisivo. Los enormes sacrificios humanos y materiales sobrellevados estoicamente por el pueblo soviético en 1941 y 1942, hacen pensar que la resistencia en la urss no se habría derrumbado con la caída de Moscú a manos de una segunda grande armée, esta vez comandada por Hitler en lugar de Napoleón. Las victorias obtenidas por las fuerzas alemanas en batallas envolventes como la de Kiev y otras operaciones del otoño de 1941, que permitieron la ocupación de Ucrania, gran parte de Crimea y abrieron las puertas del Cáucaso a los nazis, sugieren que la estrategia establecida por Hitler en relación con el objetivo de destruir las fuerzas soviéticas era más eficaz que los ataques directos defendidos por sus principales generales. Con estos ataques, seguramente sólo habrían logrado empujar al Ejército Rojo hacia el interior de los inmensos espacios de la urss, pero sin eliminarlo. El Plan Barbarroja falló, en última instancia, porque los fines políticos de Hitler sobrepasaban en mucho las capacidades de Alemania para realizarlos. Ya se ha indicado que, al elaborar su plan, el general Marcks había definido como objetivo operacional final de la campaña la conquista de una línea que se extendía desde Rostov, al sur, hasta Arcángel, al norte. Marcks no esperaba que el logro de este objetivo diera fin a las hostilidades y advirtió que posiblemente los soviéticos continuarían la guerra desde la parte asiática del país. Es sorprendente constatar que Hitler se mostró en ocasiones de acuerdo con ese punto de vista. Una fuerza de unas cuarenta o cincuenta divisiones alemanas debería permanecer a lo largo de la «línea Volga-Arcángel» (según la formulación de la Directiva número 21) como un «escudo frente a la Rusia asiática», mientras una flota aérea de la Luftwaffe proseguía los ataques contra los restantes centros industriales soviéticos en los Urales. Esta era la posición más específica manifestada por Hitler en referencia al problema de cómo concluir la guerra con Rusia, es decir, al problema de cómo hacer la paz. El mariscal Von Bock planteó este asunto fundamental a Hitler el 2 de febrero de 1941; Von Bock preguntó al líder nazi de qué manera se iba a forzar a los rusos a hacer la paz, y Hitler contestó que, de ser necesario, fuerzas motorizadas alemanas tendrían que avanzar hasta los Urales. Tal respuesta, que de hecho planteaba nuevos objetivos operacionales y campañas P Á G 90 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle de duración indefinida, estaba en total contradicción con los frecuentes pronunciamientos de Hitler acerca de «derrotar decisivamente a la Unión Soviética con un solo golpe», e igualmente con las metas formuladas en la Directiva número 21 para el ataque contra Rusia. La primera fase de esa Directiva llamaba a las Fuerzas Armadas alemanas a prepararse para «aplastar la Rusia soviética en una rápida campaña [“Caso Barbarroja”]»; 85 sin embargo, la Directiva también establecía que: ... el enemigo será perseguido enérgicamente hasta alcanzar una línea desde la cual la Fuerza Aérea rusa no pueda atacar el territorio alemán. El objetivo final de la operación es erigir una barrera en contra de la Rusia asiática a lo largo de la línea general Volga-Arcángel. Las áreas industriales sobrevivientes de Rusia en los Urales pueden entonces, si es necesario, ser eliminadas por la Fuerza Aérea alemana.86 Todo esto implicaba que, aun si la Operación Barbarroja alcanzaba todos sus objetivos operacionales, alrededor de un tercio (cuarenta o cincuenta divisiones) de las fuerzas terrestres alemanas y al menos una flota aérea se verían obligadas a permanecer en la urss en condiciones invernales. Esto dejaba sin resolver el problema de cómo llevar a su fin la guerra con Rusia, sobre el cual no había una respuesta clara, ya que la mayoría prefería dejarlo en manos de «la intuición del Führer». Dos oficiales del staff de Von Bock, que conocían bien la urss, asistieron en vísperas de la invasión a una reunión informativa con el jefe del staff, general Von Greiffenburg, en la cual se puso plenamente de manifiesto la ambigüedad de los proyectos alemanes. Von Greiffenburg profetizó que Moscú sería conquistada en un plazo de cinco a seis semanas, y cuando los dos oficiales preguntaron si ese triunfo terminaría la guerra, el jefe del staff de Von Bock respondió: «No vamos a partirnos el cerebro tratando de responder eso».87 A todo lo largo de la planificación para «Barbarroja» persistió la tendencia, poco fundamentada, a asumir que la campaña obtendría resultados decisivos antes de la llegada del invierno; los 85 86 87 Trevor-Roper, ed., Hitler’s War Directives, p. 93. Ibid., p. 94. Cecil, p. 127. P Á G 91 A. Eremenko, The Arduous Beginning. Moscow: Progress Publishers, 1966, p. 319. Cecil, p. 152. Hitler escépticos que dudaban de que los objetivos operacionales de «Barbarroja» producirían una firme decisión a nivel político estaban en minoría. Como lo dijo el mariscal soviético Eremenko, los alemanes se condujeron como si creyesen que sus triunfos serían todavía mayores que los ambiciosos objetivos establecidos en sus planes. 88 Las fallas en el proceso de planificación para el ataque contra la urss no pueden achacarse exclusivamente a Hitler; aun antes de que el líder nazi hubiese hecho explícita su decisión de invadir Rusia en 1941, los jefes militares alemanes habían ordenado la realización de estudios para una campaña en el Este, y sus proyectos operacionales diferían muy poco de las ideas de Hitler. Más tarde los líderes del Ejército aceptaron también las propuestas de Hitler en cuanto a la duración de la campaña y sus métodos de ejecución, ya que compartían los mismos prejuicios sobre la debilidad de la urss y la invencibilidad de las fuerzas alemanas. Los generales encargados de conducir la Operación Barbarroja aceptaron aparentemente los planes de Hitler que concedían una importancia secundaria a la toma de Moscú. Sin embargo, una vez comenzada la invasión, el desarrollo de las acciones demostró que, de hecho, los militares alemanes seguían con sus ojos fijos en la capital soviética y estaban dispuestos a circunvenir, así fuese subrepticiamente, las órdenes del líder nazi para lanzarse en forma directa hacia la ciudad. De tal manera que a la falta de un acuerdo preciso acerca del fin político de la guerra se añadían profundas divergencias entre Hitler y sus generales, en cuanto a la prioridad que correspondía a los diversos objetivos operacionales. Los eventos a partir del verano de 1941 sólo confirmaron lo peligroso que es emprender una guerra, en particular una acción bélica de tales dimensiones, sin un acuerdo claro respecto a sus fases de desarrollo y sus metas finales. En el transcurso de su carrera, Hitler había insistido siempre en coordinar la política de las armas con las armas de la política, y en utilizar la propaganda como un instrumento para debilitar la voluntad del enemigo en el proceso de asestarle golpes decisivos. No obstante, «en la extraña historia de los planes de Hitler para invadir Rusia nada es más extraño que el abandono casi total de aquellos métodos de guerra política y sicológica acerca de los cuales tanto había escrito y hablado y que tan efectivamente había empleado en contra de otros enemigos».89 Hitler te88 89 P Á G 92 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle nía fines políticos ilimitados en su guerra contra la urss; para el Führer nazi: «... la próxima campaña es más que un mero choque de armas, se trata también de un conflicto entre dos ideologías».90 Los alemanes esperaban, como lo expresaba Goering, que con su entrada en Rusia «el Estado bolchevique experimentaría un colapso», y para acelerarlo sería necesario «liquidar a todo el liderazgo bolchevique». Su desprecio por el enemigo llevó a los alemanes a abandonar su astuto uso de la propaganda y la subversión, que en el caso de Rusia podría haber acentuado el resentimiento que secciones de la población soviética sentían hacia el opresor régimen estalinista, y a confiar en que el Estado soviético sucumbiría bajo la mera aplicación de la fuerza militar. Es más, en lugar de contribuir a agudizar las tensiones políticas existentes en ese tiempo en la urss, los alemanes, y Hitler en especial, decidieron llevar a cabo la campaña con base en la más descarnada utilización del terror racial e ideológico como un medio para incrementar los efectos paralizadores de la Blitzkrieg. En marzo de 1941 Hitler rechazó un proyecto de las Fuerzas Armadas que colocaba la futura administración de los territorios ocupados en manos militares, pues en su opinión el Ejército sería incapaz de resolver los problemas políticos de la invasión. En su lugar, Hitler asignó esas tareas a Himmler y a las ss; en ellos recaería la responsabilidad de «liquidar a la intelligentsia judío-bolchevique», así como a los «jefes y comisarios bolcheviques». Hitler comunicó a Halder que «la intelligentsia designada por Stalin debe ser destruida. La maquinaria de comando del imperio ruso debe ser aplastada. En toda Rusia será indispensable utilizar la más desnuda fuerza bruta».91 El 30 de marzo de 1941, ante más de doscientos oficiales, Hitler hizo pública la tristemente famosa «orden de los comisarios», con la cual colocaba fuera de las reglas normales de la guerra no solamente a los dirigentes comunistas soviéticos, que iban a ser sistemáticamente eliminados sin juicio previo, sino también a todos aquellos habitantes de la urss que se opusiesen a los alemanes, los cuales serían fusilados sin contemplaciones. La próxima campaña, insistió Hitler, sería una batalla de aniquilación; los alemanes debían «impedir la reconstitución de una clase educada» en Rusia. Para las masas rusas, Hitler también guardaba, 90 91 Citado por Leach, p. 152. Citado por Irving, p. 212. P Á G 93 Hitler como manifestó en otra oportunidad, terribles designios: «Está en favor de nuestros intereses que los rusos aprendan tan sólo lo suficiente para reconocer las indicaciones en los caminos».92 La «orden de los comisarios» sólo iba a resultar en una mayor oposición de la población soviética frente a los alemanes: el pueblo iba a estar sometido a la más indiscriminada represión ante la cual la única salida era luchar. Las masas soviéticas pronto entendieron que se enfrentaban a un enemigo implacable que buscaba la subyugación total de los pobladores de la urss y su conversión en poco menos que esclavos. La «orden de los comisarios», así como toda la guerra ideológica de Hitler en Rusia impedía cualquier colaboracionismo de los pobladores y estimulaba represalias contra los prisioneros alemanes; pero el líder nazi estaba decidido a llevar su cruzada ideológica hasta las últimas consecuencias, sin hacer caso a los costos militares de la misma. Los generales alemanes no levantaron su voz de protesta ante el Führer, tal vez con la esperanza de que el terror desplegado por las ss contribuyera al colapso de la urss. Hitler y sus militares coincidieron al menos en ese error. La subestimación del enemigo La Operación Barbarroja fue planeada por los alemanes sobre la base de informaciones totalmente inadecuadas acerca de las capacidades de su adversario. A la falta de un suministro apropiado de inteligencia sobre el enemigo se añadían la subestimación y el desprecio de tipo racial, la convicción en la «innata superioridad de los arios sobre los eslavos» y las exageradas concepciones con respecto a la presunta «invencibilidad de la Wehrmacht. Es esencialmente correcto afirmar que la carencia de información adecuada sobre las potencialidades industriales y militares de la urss fue la raíz del desastre que cayó sobre las Fuerzas Armadas alemanas. El error crucial fue la enorme e irresponsable subestimación de un enemigo que poseía unos recursos materiales y una voluntad política mucho mayores de los que habían previsto los cálculos más optimistas. Los problemas en cuanto a inteligencia del enemigo provenían en primer lugar de las grandes dificultades existentes para obtener informaciones confiables acerca de la urss. Muy poco se sabía del Ejército Rojo. En una sociedad cerrada como la soviética, con unos servicios de seguridad Ibid., p. 290. 92 P Á G 94 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle tan eficientes, se hacía muy difícil recabar suficientes datos para construir una panorámica realista de la situación del país. Al conquistar Polonia y Francia, los alemanes descubrieron en su estudio de los archivos que los servicios de inteligencia de esos países tampoco poseían información precisa sobre Rusia. El problema de la escasez de información se agudizaba por la mala utilización de la que se tenía, debido a la influencia de los prejuicios raciales nazis y a la tradicional tendencia europeo-occidental de ver a Rusia como un país semiasiático y primitivo. Hitler aseguraba a Halder que «los rusos carecen por completo de habilidad técnica».93 El líder nazi estaba convencido de que «en términos de armamentos el soldado ruso es tan inferior frente a nosotros como el francés. Tiene pocas baterías modernas, todo el resto del equipo es material viejo y reacondicionado [...] la mayor parte de la fuerza blindada rusa es anticuada. El material humano ruso es inferior y su Ejército carece de líderes...». Los alemanes aún no sabían de la existencia del tanque soviético t-34, el más eficaz tanque de la Segunda Guerra Mundial, superior a todos los modelos de Hitler, quien llegó a exclamar exasperado: «¡Cómo puede este pueblo primitivo alcanzar tales éxitos tecnológicos en tan corto tiempo!».94 Marcks había estimado, en agosto de 1940, que el Ejército Rojo dispondría de unas 133 unidades para defender la Rusia europea. En enero de 1941 la inteligencia alemana calculó que el número de unidades rusas era de 177. Para abril de ese año el estimado alcanzaba 247 unidades (171 divisiones de infantería, 36 de caballería y 40 brigadas mecanizadas). Cuatro meses más tarde, cuando ya no podía retirarse sin sufrir un grave colapso, el Ejército alemán admitió que hasta ese momento se habían identificado alrededor de 360 divisiones soviéticas en combate. El Führer y sus generales habían contado con una relativa igualdad numérica, que en algunas áreas desfavorables se vería equilibrada por la superioridad cualitativa de los equipos alemanes. Esto era particularmente importante en el caso de la Aviación. La Luftwaffe tenía 1.150 aviones comprometidos en el frente occidental contra Inglaterra, lo cual dejaba 2.770 para ser utilizados en la campaña en el Este, una proporción desfavorable de cuatro a cinco aviones soviéticos por cada avión alemán. Durante la campaña en Europa occidental en 1940, la Luftwaffe había em93 94 Halder, p. 20. Citado por Irving, p. 341. P Á G 95 Hitler pleado 3.530 aviones, operando la mayoría de ellos en un área de unos 350 kilómetros cuadrados. Contra la urss, la Luftwaffe iba a utilizar menor número de aviones para un teatro mucho más extenso, de unos 1.600 kilómetros de ancho y de una inagotable profundidad, que convertía importantes centros industriales en objetivos inalcanzables para los bombarderos. El 4 de julio de 1941, pocos días después de haber dado comienzo a la invasión, el oficial encargado del diario de las Fuerzas Armadas alemanas anotaba confiadamente lo siguiente: «Los rusos han perdido miles de aviones y 4.600 tanques; no pueden quedar muchos».95 A mediados de julio, los alemanes calculaban haber destruido alrededor de 8.000 tanques rusos, pero éstos todavía se desplazaban en los frentes de batalla. Para fines de julio, eran 12.000 los tanques rusos destruidos o capturados, pero aún venían. Al visitar el grupo de ejércitos Centro el 4 de agosto, Hitler admitió ante Guderian: «Si hubiese sabido que los rusos tenían tantos tanques, lo habría pensado dos veces antes de invadir».96 Los alemanes descontaron en forma verdaderamente irresponsable las informaciones acerca del potencial industrial soviético, situado más allá de la estrecha franja de territorio conformada por la Rusia europea, donde se suponía tendrían lugar las batallas decisivas. Se asumió que la Blitzkrieg produciría de nuevo la rápida derrota del enemigo y la captura de sus principales centros industriales; el resto del potencial económico soviético localizado más allá de los Urales sería destruido mediante bombardeos. Hitler y la mayoría de sus asesores no se plantearon la posibilidad de que los soviéticos, con sus enormes reservas humanas y recursos económicos de todo tipo, fuesen capaces de levantar nuevos ejércitos, aun después de sufrir las más terribles derrotas. Como lo expresa Leach: En este sentido, las suposiciones de los alemanes parecen haber sido influidas por su propia economía de Blitzkrieg, que concentraba los armamentos y municiones requeridos para cada campaña mediante cortos pero intensos esfuerzos productivos. Los alemanes sabían que buena parte de la industria de guerra soviética se encontraría más allá del alcance de sus fuerzas terrestres durante las fases tempranas de la campaña, y que la Luftwaffe careIbid., p. 285. Ibid., p. 286. 95 96 P Á G 96 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle cía de las fuerzas para atacarla. Sin embargo, los líderes alemanes parecen haber creído que desde el comienzo de su ataque las autoridades políticas y militares, la industria y las comunicaciones de la urss se verían contagiados por una especie de parálisis. 97 A mediados de diciembre de 1940 el general Halder y el jefe de su división de operaciones discutieron el problema del potencial industrial soviético, y llegaron a la conclusión de que el 32% de la capacidad productiva de guerra de la urss se encontraba en la Ucrania, 44% en las áreas de Moscú y Leningrado, y el 24% restante más hacia el Este. Como tantos otros datos estadísticos acerca de la Unión Soviética en poder de los alemanes, éstos eran poco confiables y en gran parte el producto de la imaginación. Otro problema que quedaba sin resolver era el siguiente: de acuerdo con los términos del pacto de no agresión germano-soviético de 1939, la urss se comprometía a exportar a Alemania grandes cantidades de vitales recursos económicos, en especial materias primas y productos agrícolas. La pregunta que preocupaba a algunos planificadores alemanes a partir del otoño de 1940 era: ¿Cómo iba Alemania a conquistar Rusia sin las materias primas que la urss le suministraba sobre la base de los tratados existentes? Para dar una respuesta favorable había que asumir no sólo que la guerra contra la urss sería muy corta, sino también que las fuerzas alemanas tendrían extraordinarios éxitos al capturar intactos grandes sectores de la industria soviética, asegurando también la cooperación de la población trabajadora. En febrero de 1941 el general Thomas calculó que las reservas de combustible de la Luftwaffe durarían hasta el otoño, pero el combustible de vehículos sólo alcanzaría hasta mediados de agosto. El triunfo en una guerra corta se lograría dadas las siguientes condiciones: evitar la destrucción de las reservas económicas, depósitos, etc., del enemigo; captura de los campos petroleros en el Cáucaso; por último, resolución del problema de transporte. Para una guerra larga sería igualmente indispensable obtener la cooperación de los trabajadores industriales y agrícolas. Aun así, a menos que los lazos de comunicación con el lejano oriente soviético fuesen prontamente restablecidos, no podrían obtenerse suficientes suministros de caucho, cobre, platino, estaño y otros renglones vitales para la economía alemana. Ninguno de estos planteamientos económicos, que de hecho tenían una importancia decisiva 97 Leach, p. 93. P Á G 97 Hitler para el éxito de la invasión, recibió una respuesta clara y precisa antes de iniciarse el ataque. En los vastos espacios soviéticos las cuestiones logísticas, el suministro de combustible para las unidades Panzer, de armamentos, municiones y comida para las tropas, el establecimiento de comunicaciones rápidas y seguras para el envío de refuerzos, la evacuación de heridos, etc., adquirían una dimensión especial, que no había estado presente en los casos de Polonia y Francia. No obstante, Hitler y los líderes militares alemanes concibieron la invasión a la urss como una campaña Blitzkrieg similar a las de 1939 y 1940. Más aún, en las etapas de planeamiento, el proyecto «Barbarroja» careció de las características de las anteriores operaciones Blitzkrieg. La dispersión de las fuerzas alemanas en tres teatros de guerra: occidental, en el Mediterráneo y en el Este, y la magnitud de las fuerzas soviéticas, despojó a la Wehrmacht de la superioridad o, como mínimo, paridad de fuerzas con las que había ejecutado otras campañas. Por otra parte, la decisión de avanzar a lo largo de tres sectores de un frente muy amplio impidió a los alemanes alcanzar el mismo grado de concentración de fuerzas que habían logrado en Polonia y Francia. La enormidad del teatro de operaciones redujo los efectos del ataque combinado de tanques y aviones, factor clave de la Blitzkrieg, ya que las distancias imponían una mayor dispersión. Finalmente, los prejuicios raciales y la guerra ideológica hitleriana dificultaron aún más la de por sí difícil tarea de ganar simpatías en un pueblo que veía su territorio invadido por extranjeros. En Rusia, Hitler no podía contar con ningún tipo de «quinta columna» pronazi. El exceso de confianza de Hitler se puso también de manifiesto en su escaso interés de informar a sus aliados, Japón e Italia, sobre el ataque, y de implicarlos activamente y asegurar su efectiva colaboración. Lo más sorprendente de todo lo relacionado con «Barbarroja» es la comprobación de que a medida que se acrecentaba la disparidad de fuerzas y aumentaba la complejidad de los planes para la campaña, los alemanes reducían el tiempo establecido para conquistar sus objetivos. El primer estimado, hecho en julio de 1940, cuando todavía parecía que los objetivos eran limitados, fue de cinco meses. Marcks estimó una duración máxima para la campaña de diecisiete semanas. Paulus, al mismo tiempo que dispersaba las fuerzas, redujo el período a diez semanas. En abril de 1941, Brauchitsch resumió así las perspectivas: «Masivas batallas fronterizas deben esperarse con duración de hasta cuatro semanas. Posteriormente, sólo habrá que afrontar ligera resistencia». Cecil no se P Á G 98 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle equivoca al afirmar que ya en vísperas de la invasión a la urss, una especie de «locura colectiva» parecía haber poseído a los líderes alemanes.98 Quizá algunos intuían que los riesgos de «Barbarroja» la convertían en una aventura descabellada. La gran aventura «La empresa de Hitler fue sobrehumana e inhumana». Charles De Gaulle El 22 de junio de 1941, más de 3 millones de soldados alemanes invadieron la urss, dando comienzo así a la más grande operación militar de la historia. Los ejércitos nazis iban acompañados de 3.350 tanques, 7.184 piezas de artillería, tres flotas aéreas de combate con más de 2.000 aviones, y 600.000 vehículos de transporte y blindados. Unos 3.200.000 hombres, de un total de 3.800.000 que integraban las Fuerzas Armadas alemanas, fueron lanzados contra la urss. Estas tropas hacían un total de 148 divisiones, entre ellas diez Panzer, 12 de infantería motorizada y nueve de comunicaciones, todas reforzadas con grupos antiaéreos, antitanque, de ingenieros y de artillería pesada. Rumania, entonces aliada con los nazis, aportó 14 divisiones al esfuerzo bélico alemán, y Finlandia 21 divisiones. Después del 24 de junio tropas italianas, húngaras, eslovacas y españolas entraron en guerra contra la Unión Soviética. Las fuerzas atacantes se dividían en tres grupos de ejércitos: Norte, bajo el mariscal Von Leeb, con el Grupo Panzer 4 (comandante: Hoepner); Centro, bajo el mariscal Von Bock, con el Grupo Panzer 3 (Hoth) y 2 (Guderian), y Sur, bajo el mariscal Von Rundstedt, con cinco divisiones blindadas para actuar como «puntas de lanza». La planificación del ataque se había basado en una perspectiva estratégica que aceptaba el riesgo de guerra en dos frentes, ante el cual Hitler se negó a retroceder deslumbrado e impulsado por sus sueños de conquista en el Este. Las esperanzas de un nuevo y decisivo triunfo de la Blitzkrieg en Rusia descansaban en el entusiasmo generado por victorias 98 Cecil, p. 129. P Á G 99 Citado por Leach, p. 202. Hitler anteriores, así como también en una seria subestimación de las capacidades del adversario. El Ejército alemán invadió la Unión Soviética con cantidades limitadas de combustible para movilizarse y con muy escaso equipo de invierno, lo cual forzosamente les obligaba a producir una decisión en corto tiempo. El Plan Barbarroja carecía de flexibilidad; si la fórmula Blitzkrieg fallaba, no quedaba otra alternativa que una defensa improvisada en territorio ruso y en condiciones invernales. Las graves derrotas y enormes pérdidas sufridas por las fuerzas soviéticas en las batallas iniciales hicieron creer a los alemanes que la Operación Barbarroja se encaminaba hacia un rotundo éxito. A principios de julio, los servicios de inteligencia estimaban que de 164 divisiones soviéticas hasta ese momento localizadas, 89 habían sido entera o parcialmente destruidas, y sólo nueve de las 29 divisiones blindadas rusas estaban todavía en capacidad de combatir. A pesar de todo, se tenían informes de que grandes esfuerzos de movilización se estaban produciendo en el interior de la urss; sin embargo, Halder descartó la posibilidad de que los soviéticos, debido a la escasez de personal técnico especializado y de oficiales competentes, pudiesen colocar rápidamente nuevas unidades sobre el terreno de batalla. Un mes más tarde, Halder se vería obligado a reconocer que el verdadero potencial del «coloso ruso» había sido gravemente menospreciado: «Al comenzar la guerra pensábamos que enfrentaríamos unas 200 divisiones rusas. Ya hemos contado 360. Desde luego, en términos de equipos esas unidades son inferiores a las nuestras, y su liderazgo táctico es frecuentemente inadecuado. Pero están allí, y cuando destruimos una docena de ellas, los rusos las reemplazan con otra docena».99 Las más desagradables sorpresas vinieron para los alemanes al constatar el tamaño y la calidad de las fuerzas blindadas y aéreas soviéticas. Se había calculado que los rusos tenían cerca de 15.000 tanques, pero el total se aproximaba realmente a 24.000, de los cuales 1.475 eran nuevos modelos t-34 y kv, cuyo poder de fuego, movilidad y espesor de blindaje superaban al de los mejores modelos alemanes. Se subestimó igualmente el potencial de la Fuerza Aérea soviética y la calidad de sus nuevos equipos. Después de un mes de lucha, la Luftwaffe aseguraba haber destruido un total de 7.564 aviones de combate rusos; no obstante, la Fuerza Aérea roja continuaba en batalla. 99 P Á G 100 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle Ya a principios de agosto de 1941 la dura realidad de las cosas comenzó a penetrar en los puestos de mando alemanes y empezaron a nacer dudas sobre la posibilidad de victoria. Los alemanes continuarían su avance por otros tres meses, pero en condiciones muy distintas a las del pasado, batallando en un espacio sin fin y enfrentando una resistencia feroz de parte de un pueblo totalmente movilizado para la guerra. A pesar de su inferioridad numérica, las tropas alemanas lograron magníficas victorias militares, gracias a su mayor experiencia de combate, a la alta calidad de su liderazgo profesional, a su nivel de entrenamiento y a la falta de preparación inicial del Ejército Rojo. Las tropas de Hitler fueron detenidas ante las puertas de Moscú en el invierno de 1941. La contraofensiva soviética comandada por Zhukov selló el fracaso de la Blitzkrieg en la urss. Aún quedaban varios años de guerra, pero el mito de la invencibilidad de la Wehrmacht alemana yacía definitivamente roto en las nieves que cubren la estepa rusa. Tal y como se dijo previamente, en el libro vii de De la guerra se encuentra un capítulo titulado «El punto culminante de la victoria», que es probablemente uno de los más interesantes, profundos y plenos de derivaciones de toda la obra de Clausewitz. El «punto culminante de la victoria» es inicialmente definido por Clausewitz en términos operacionales: se trata del momento en que una ofensiva exitosa se desgasta y pierde su ímpetu hasta detenerse y asumir una postura defensiva. Pero el concepto tiene implicaciones más hondas, que van más allá de lo meramente operacional e invaden el terreno de lo político, es decir, de la apreciación política del instrumento bélico. En este sentido, el «punto culminante de la victoria» consiste en saber dónde detenerse en la guerra, en apreciar hasta qué punto es posible llegar con éxito en una ofensiva, pues más allá de ese punto los costos comienzan a ascender y los riesgos a acrecentarse, poniendo en peligro todo lo que antes se había ganado.100 En otras palabras, traspasar el «punto culminante de la victoria» significa sobreextenderse en el uso político de la guerra, exigir de lo militar algo que no puede dar, desbordar las propias capacidades y apostarlo todo en una jugada suicida. La invasión napoleónica a Rusia en 1812 fue seguramente el ejemplo que Clausewitz tenía en mente al redactar sus ideas sobre el «punto culminante de la victoria». En 1941, Hitler repitió el error de su predecesor 100 Clausewitz, pp. 566-573. P Á G 101 Leach, p. 241. Clausewitz, p. 572. Hitler en aras de una meta muy semejante: crear un solo imperio en todo el continente europeo. Hitler intentó conquistar la Unión Soviética con el instrumento con que había subyugado Europa: la guerra relámpago. El líder nazi «rechazó el concepto de una guerra larga en el Este porque no tenía el tiempo necesario, porque estaba convencido de que era capaz de compensar las deficiencias materiales a través de un esfuerzo de la voluntad, y porque fue víctima de sus propios mitos propagandísticos sobre el poder de la Blitzkrieg y su propia infalibilidad como estratega».101 Hitler se jugó el todo por el todo; el aventurero avanzó más allá del punto culminante de la victoria, abandonando la prudencia que debe siempre acompañar el juicio político y a favor de la cual argumenta Clausewitz con tanta lucidez: «Es importante calcular este punto correctamente cuando se planea una campaña. De lo contrario, el atacante puede tratar de abarcar más de lo que es capaz, y, por así decirlo, incurrir en una deuda. El defensor debe estar preparado para reconocer prontamente el error de su enemigo, y explotarlo hasta el fin».102 Los soviéticos así lo hicieron. 101 102 P Á G Stalin 103 El hombre de acero «Todo el mundo quiere algo, sin tener idea alguna de cómo obtenerlo, y el aspecto realmente intrigante de la situación es que nadie sabe exactamente cómo obtener lo que desea. Pero en virtud de que yo sé lo que quiero y de lo que son capaces los otros, estoy completamente preparado». Metternich A lo largo de su carrera revolucionaria en la clandestinidad, José Djugashvili utilizó no menos de diecisiete seudónimos, de los cuales el que sin duda mejor definía su personalidad –el rostro que mostraba hacia afuera– y que adoptó en forma definitiva, fue Stalin: «hombre de acero». Las palabras de Metternich previamente transcritas bien podrían haber sido pronunciadas por el hombre que «sacó a Rusia de la barbarie con métodos bárbaros». Stalin sabía lo que quería: poder; pero no cualquier clase de poder, sino un poder absoluto, total, incuestionable. Sabía también cómo obtener lo que deseaba: mediante la astucia, la manipulación, el engaño, la callada eficiencia; todo ello controlado por un talento político poco común, cuya aparente sordidez y primitivismo suscitaban el menosprecio inicial de sus adversarios. Stalin conocía el arte de esperar en las sombras hasta que se presentaba el momento oportuno. Su estilo era simple y carente de brillo intelectual. Sus habilidades no se ejercían en campo abierto, sino dentro del engranaje de las maquinarias políticas. Hombres de la talla de Trotsky fueron incapaces de medir la verdadera fuerza y destreza de Stalin por mucho tiempo, y lo mismo ocurrió con P Á G 104 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle otras de sus grandes víctimas, como Zinoviev, Bujarin y Kámenev. Stalin se dejaba subestimar, permitía que sus enemigos le menospreciaran; entretanto, preparaba ventajosamente la hora del desquite. Trotsky cayó asesinado en agosto de 1940 a manos de un agente estalinista. Ello le impidió, entre otras cosas, culminar la biografía de Stalin que para entonces escribía. En la introducción a esta obra inconclusa Trotsky decía: ... Stalin representa un fenómeno sumamente excepcional. No es un pensador, ni un escritor, ni un orador. Tomó posesión del poder antes que las masas aprendiesen a distinguir su figura de otras durante las triunfales procesiones a través de la Plaza Roja; Stalin tomó posesión del poder no valiéndose de sus cualidades personales, sino con ayuda de una máquina impersonal. Y no fue él quien creó la máquina, sino la máquina quien lo creó. 1 La interpretación que hizo Trotsky sobre la personalidad de Stalin formaba parte de una teoría más amplia acerca de la presunta distorsión y traición de los ideales de la Revolución bolchevique por parte de una casta burocrática que colocó a Stalin a la cabeza. Para Trotsky, Stalin representaba la quintaesencia del burócrata y hombre de aparato; sus cualidades: sentido práctico, perseverancia, fuerza de voluntad, falta de imaginación y simplismo teórico eran típicas del burócrata, y en ellas residía su éxito. En 1925, uno de los ayudantes de Trotsky, Skiyansky, le preguntó su opinión sobre Stalin. Trotsky respondió: «Stalin es la más grande mediocridad del partido». Según Trotsky, «lo que importa no es Stalin, sino las fuerzas que él expresa sin ni siquiera darse cuenta». 2 Más tarde, en su obra La revolución traicionada, Trotsky sintetizó sus puntos de vista así: «Stalin es la personificación de la burocracia; esa es la sustancia de su personalidad política».3 Con estas frases, Trotsky reveló que le era imposible reconocer plenamente las capacidades políticas de Stalin. Para el fundador del Ejército Rojo, el más grande jefe revolucionario en Rusia 1 2 3 Leon Trotsky, Stalin. Barcelona: Industrial Gráfica, 1950, p. xv. L. Trotsky, My Life. New York: Grosset & Dunlap, 1960, pp. 481, 506. Citado por R. C. Tucker, «Several Stalins», Survey, 17, 4, 1971, p. 168. P Á G 105 Stalin después de Lenin, se hacía extremadamente difícil apreciar en su justa dimensión todos los componentes de la situación que le llevó a perder la batalla política frente a un hombre –Stalin– al cual consideraba una mediocridad. Como lo expresa Deutscher, «Para Trotsky era casi una mala broma el hecho de que Stalin, el personaje voluntarioso y taimado, pero desgarbado y mediocre, fuera su rival; él no habría de concederle importancia, no habría de rebajarse a su nivel».4 Fuesen cuales fuesen los orígenes de las tesis de Trotsky, no cabe duda de que se equivocó gravemente. Lenin tuvo una percepción más acertada de la personalidad de Stalin cuando escribió el documento de 1922, que luego se conoció como su «testamento», al decir que Trotsky y Stalin eran «los dos jefes más capacitados del Comité Central Bolchevique».5 Todavía en 1940, en las páginas finales de la biografía sobre su archienemigo, Trotsky decía: Seleccionar a hombres para puestos privilegiados, unirlos en el espíritu de casta, debilitar y disciplinar a las masas, son [...] tareas para las cuales los atributos de Stalin no tienen precio y le convierten por derecho propio en caudillo de la reacción burocrática. Sin embargo, Stalin sigue siendo una mediocridad. No sólo carece de vuelo su entendimiento, sino que es incapaz de discurrir con lógica.6 En realidad, como entendieron muchos a veces a su pesar, Stalin no era una mediocridad como político. Las razones que le permitieron derrotar a Trostky en la lucha por la sucesión de Lenin no se derivaban de artimañas que le acercaban a los burócratas, ni de su poder para nombrar y remover individuos en diferentes cargos, sino fundamentalmente de su capacidad para hacer uso de temas que encontraban una amplia y positiva respuesta de parte de vastos sectores del Partido Bolchevique. Entre esos temas, sin lugar a dudas el más importante fue el de la posibilidad de construir el «socialismo es un solo país», aun cuando ese país fuese una Unión Soviética atrasada, predominantemente campesina y aislada políticamente en el mundo: Isaac Deutscher, Trotsky, el profeta desarmado. México: era, 1968, p. 96. Leon Trotsky. Lenin’s Testament. New York: Merit Publishers, 1965, p. 19. Trotsky, Stalin, p. 433. 4 5 6 P Á G 106 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle En la medida en que existía, la afinidad peculiar que Trotsky percibió entre Stalin y el surgimiento de la casta burocrática soviética fue en buena parte el resultado de la habilidad de Stalin para convertirse en principal vocero de una posición política que los nuevos hombres de poder hallaban convincente. El surgimiento de esa afinidad constituyó un tributo a la formidable capacidad política de Stalin. 7 Para Trotsky, no fue Stalin quien creó la maquinaria sino ésta la que le creó a él; mas como observa E. H. Carr: «... se requería algo más que una maquinaria para “crear” a Stalin y colocarlo en la cima del poder». Ese «algo más» pertenecía a Stalin mismo y no provenía de la maquinaria. Ciertamente, sus discursos, artículos y ensayos parecen hoy sorprendentemente pobres. Trotsky desbordaba en imaginación y brillantez; Stalin se veía eclipsado y se movía en los entretelones, refugiándose en frases estereotipadas y concentrando su atención en unos pocos temas. No obstante, numerosos testigos, desde Lenin a Churchill, han reconocido que en las situaciones confidenciales, lejos de la luz pública y de la mirada escudriñadora de los auditorios, el pensamiento de Stalin se formulaba con fuerza y precisión para traducirse en actos: Stalin era eso, un político práctico, que usaba la teoría para lograr fines concretos. A pesar de las deficiencias en su razonamiento sobre «el socialismo en un solo país», su fórmula fue políticamente efectiva y logró capturar el entusiasmo y el apoyo de los cuadros medios del Partido Bolchevique en momentos cruciales. Trotsky esperaba que la revolución europea viniese a la ayuda de la Revolución Rusa; esa era la única vía para avanzar sólidamente hacia la construcción del socialismo en la urss. La consigna de Stalin era mucho más simple, y si bien sus deficiencias teóricas eran obvias para los sectores ideológicamente maduros del partido, contenía una proposición clara y positiva: es posible completar la construcción del socialismo en la urss aun sin la revolución europea y hay que hacerlo. Para Trotsky, la «revolución permanente» implicaba, entre otras cosas, que Rusia por sí misma no sería capaz de avanzar lejos en la edificación del socialismo; la revolución tendría que atravesar las fronteras nacionales y alcanzar la fase internacional como único camino para sobrevivir y preservar su carácter socialista. Stalin decía: «Rusia puede 7 Tucker, loc. cit. P Á G 107 Stalin sostenerse por sí misma, y puede construir el socialismo en forma autosuficiente». Como lo expresa Deutscher, las doctrinas políticas pueden clasificarse en dos grandes categorías: «... aquellas que, proviniendo de una larga cadena de ideas, se dirigen audazmente hacia un futuro remoto; y aquellas que, no siendo ni profundas ni originales en sus anticipaciones, son capaces de sintetizar grandes y poderosas emociones y tendencias de opinión que hasta entonces permanecían desarticuladas. La tesis de Stalin pertenecía obviamente a la segunda categoría».8 La habilidad manipulativa de Stalin excedió la brillantez teórica de Trotsky; no ha sido éste el único caso en la historia, pero tal vez ninguno haya tenido tan hondas consecuencias. Es verdaderamente sorprendente constatar hasta qué punto Stalin fue subestimado por todos los que en algún momento se convirtieron en sus adversarios. Esta sistemática subestimación de la fuerza y de las ambiciones de Stalin se prolongó hasta que ya no quedaban enemigos de talla que pudieran oponerse al «hombre de acero». Escasos desarrollos históricos de importancia han sido tan poco conspicuos y han parecido tan irrelevantes a sus contemporáneos como la enorme acumulación de poder en manos de Stalin, que tuvo lugar en vida de Lenin. Dos años después de finalizada la guerra civil, ya la sociedad rusa vivía virtualmente bajo el mando de Stalin, sin que ni siquiera conociese el nombre de su jefe. Más extraño aún, Stalin fue llevado a esas posiciones de poder por sus propios rivales. Hubo numerosas situaciones dramáticas en su lucha posterior contra esos adversarios, pero la pelea comenzó sólo después de que Stalin había sujetado firmemente las palancas del poder, y luego de que sus oponentes, dándose cuenta del error cometido, habían tratado de apartarle de su posición dominante. Pero ya para entonces Stalin se había hecho inamovible. 9 ¿En qué creía Stalin?, ¿qué buscaba? No cabe duda de que deseaba el poder, pero, ¿para qué? Según Milovan Djilas: «Cualesquiera sean los esIsaac Deutscher, Stalin. Harmondsworth: Penguin Books, 1972, p. 292. Ibid., p. 232. 8 9 P Á G 108 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle tándares que utilicemos para juzgarle, Stalin tiene en su haber la gloria de ser el más grande criminal de la historia [...] En él se combinaban la crueldad de Calígula con el refinamiento de Borgia y la brutalidad de Iván el Terrible».10 Pero todo ese poder, las purgas, la enorme convulsión histórica del proceso de colectivización, ¿qué significaban para Stalin? En sus Memorias, Malraux relata que «En una ocasión pregunté a Gorki si Stalin pensaba algo sobre el sentido de la vida. Gorki me respondió con cierta ironía: “Él piensa que los hombres están sobre la tierra para convertirse en comunistas, y que los comunistas existen para hacer reinar la justicia”. No está mal –dijo entonces Malraux– dentro del género monolítico. Y Gorki: “Stalin lo ha inventado”».11 Las motivaciones más profundas de Stalin, sus convicciones e ideas básicas acerca de su propio papel en medio de los trascendentales acontecimientos que tuvieron lugar durante su existencia son apenas borrosas imágenes de una personalidad fría, sinuosa, calculadora: «Como resultado de su ideología, sus métodos, su experiencia personal y herencia histórica, Stalin sólo confiaba en aquello que pudiese sujetar y dominar firmemente...».12 La figura de Stalin encarna el poder absoluto, su soledad y su aterradora grandeza; quizá por ello sea tan enigmática e inescrutable. Carr se ha referido a Stalin como «la más impersonal de las grandes figuras históricas». Tal afirmación no deja de estar influida por la tesis de Trotsky sobre Stalin: el hombre creado por la maquinaria para servir sus intereses burocráticos, y el problema con esa tesis es su carácter limitado. Stalin no era un brillante intelectual, pero tenía puntos de vista propios sobre el marxismo y el desarrollo del socialismo; sus apreciaciones eran dogmáticas, pero poderosas en sus efectos inmediatos. Lo que impresiona negativamente de la figura de Stalin no es la ausencia de una personalidad definida, sino la naturaleza monolítica de su personalidad. En Stalin todo estaba centrado en el poder. Su historia como revolucionario y como político es una larga lucha por el poder personal, y su historia como jefe de Estado es un combate colosal para acrecentar no ya el poder del comunismo, sino el poder de Rusia, lo cual de hecho era para Stalin una y la misma cosa. De todos los retratos de Stalin realizados por quienes le conocieron, quizás el más lúcido y penetrante proviene de la pluma de De Gaulle: 10 11 12 Milovan Djilas, Conversations with Stalin. Harmondsworth: Penguin Books, 1969, p. 145. André Malraux, La corde et les souris. Paris: Gallimard, 1976, p. 28. Djilas, p. 68. P Á G 109 Stalin Stalin estaba dominado por la voluntad de poder. Acostumbrado por una vida de complots a enmascarar su personalidad, su alma, a descontar las ilusiones, la piedad, la sinceridad, a ver en cada hombre un obstáculo o un peligro, todo en él era maniobra, desconfianza y obstinación. La revolución, el partido, el Estado, la guerra, le habían ofrecido las ocasiones y los medios de dominar, y lo había logrado, utilizando a fondo las palancas de la exégesis marxista y el rigor totalitario, empleando una audacia y una astucia sobrehumanas, y subyugando o liquidando a los otros [...] Desde entonces, sólo frente a Rusia, Stalin la vio misteriosa, más fuerte y más durable que todas las teorías y que todos los regímenes. Él la ama a su manera. Ella le acepta como el zar para un período terrible, y soporta el bolchevismo para servirse del mismo como instrumento. Reunir a los eslavos, aplastar a los germanos, extenderse a Asia, acceder a los mares libres, esos eran los sueños de la patria y el déspota los hizo sus metas. Dos condiciones se requerían para triunfar: hacer del país una gran potencia moderna, es decir una potencia industrial, y llegado el momento, ir a una guerra mundial. Lo primero había sido logrado a un costo casi inconcebible en sufrimientos y pérdidas humanas. Cuando yo lo vi, Stalin acababa de lograr lo segundo en medio de tumbas y de ruinas. Su suerte fue haber encontrado un pueblo hasta tal punto paciente que la peor servidumbre no le paralizaba; una tierra repleta de recursos tales que los más voraces saqueos no podían hacerla estéril, y aliados sin los cuales él no habría podido derrotar al adversario, pero que sin él tampoco podían abatirlo [...] Durante las quince horas que duraron, en total, mis conversaciones con Stalin, yo percibí su política, grandiosa y disimulada. Comunista vestido de mariscal, dictador envuelto en su treta, conquistador con aire bondadoso, Stalin cambiaba sus rostros, y a pesar de la pasión áspera que transparentaba en ocasiones, lo hacía con cierto encanto tenebroso.13 La calidad literaria de esta página de De Gaulle supera a muchas otras escritas sobre Stalin; sin embargo, el enigma permanece. ¿Que había detrás del rostro inescrutable, de la mirada fija en atenta y tensa observaCharles De Gaulle, Mémoires de guerre, vol. iii: Le salut, 1944-1946. Paris: Plon, 1959, pp. 73-74. 13 P Á G 110 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle ción, de la figura imperturbable del todopoderoso dictador cuyas órdenes movilizaban a una vasta masa humana en una avasallante empresa histórica? Lenin y Trotsky eran políticos revolucionarios como Stalin, pero eran más que eso: eran hombres de una amplia cultura, con una personalidad humana e intelectual polifacéticas. De Lenin sabemos que escuchaba con deleite la Appassionatta de Beethoven, que leía a Tolstoi y valoraba su amistad con Gorki. Su ascendiente sobre los demás era espontáneo y se basaba en el reconocimiento de una superioridad intelectual y del impacto de su fe revolucionaria. Trotsky poseía, de los tres, la personalidad humana más rica y compleja. La amplitud de sus intereses intelectuales se manifestaba en múltiples terrenos que iban desde la crítica literaria hasta la teoría militar. En Stalin sólo encontramos, aparentemente, un monótono acrecentamiento y un implacable ejercicio del poder. Mas el retrato que dibuja De Gaulle contiene un trazo que revela otros rasgos: Stalin era un «comunista vestido de mariscal», un «dictador envuelto en su treta», un «conquistador con aire bondadoso»; en otras palabras, Stalin era un actor de la política y no sólo un actor político, y ¿quién sabe si quizás jugaba con fruición sus papeles en el inmenso escenario histórico que le tocó vivir? George Kennan, y también Djilas, que tuvieron la oportunidad de observar a Stalin desde cerca, coinciden en hablar de él como «un actor consumado». 14 Tal vez esa misma habilidad histriónica, esa capacidad para representar un papel, explique en parte la apariencia de impersonalidad que transmite Stalin. En el verano de 1941 Roosevelt envió a uno de sus más íntimos colaboradores a Moscú a ver a Stalin. Así describió Hopkins su visita: Ni una sola vez se repitió. Stalin hablaba con fuerza [...] Me recibió con unas breves palabras en lengua rusa, sin frases vanas ni gestos inútiles, sin ningún tipo de afectación. Uno hubiese creído que le estaba hablando a una maquina perfectamente coordinada, a una máquina inteligente. José Stalin sabía lo que quería, y lo que Rusia quería, y suponía que usted también lo sabía [...] Sus respuestas eran rápidas y precisas, como si las hubiese tenido listas desde hacía años [...] Nadie hubiese podi14 George Kennan, Russia and the West under Lenin and Stalin. New York: Little, Brown & Co., 1960, p. 248. P Á G 111 Stalin do olvidar la imagen del dictador de Rusia mientras me miraba partir: silueta austera, ruda, resuelta, con botas que brillaban como espejos, un pantalón ancho y grueso y camisa bien ajustada. No portaba ninguna insignia, ni militar ni civil [...] Stalin no parecía tener ninguna inquietud.15 ¡Qué imagen tan adecuada para un dictador! ¿Es acaso grotesco, casi impúdico, imaginar que Stalin, en la soledad de sus habitaciones del Kremlin, haya reído alguna vez de sí mismo, del papel que representaba? Alguien ha relatado cómo en una ocasión, en un almuerzo ofrecido por el ex ministro de Franco, Arias Salgado, este último afirmó: Stalin viaja con frecuencia y no se dan explicaciones de dónde va. Pero nosotros lo sabemos. Se va a la República de Azerbaijan, y allí, en un pozo abandonado de las exploraciones petrolíferas, se le aparece el diablo, que surge de las profundidades de la tierra. Stalin recibe las instrucciones diabólicas sobre lo que debe hacer en política. Las sigue al pie de la letra y esto explica sus éxitos pasajeros. 16 Una explicación poco científica de la historia, desde luego, pero ilustrativa de un punto: la magia que irradia una figura aparentemente inasible tras su poder total. Quizás Stalin quiso lograr, y de hecho lo hizo, que la mayoría de los que se acercan a su personalidad histórica para tratar de interpretarla, terminen convencidos de que el seudónimo «hombre de acero» la sintetiza por completo. Stalin, al contrario de Trotsky, nunca habría escrito una autobiografía; su temperamento no se lo permitía. Además, habría tenido que explicar por qué escogió el seudónimo «hombre de acero», y eso hubiese sido ir demasiado lejos. Stalin lo comprendía: la voluntad de poder no debe manifestarse tan explícitamente, a riesgo de cerrarle el camino en forma prematura. Stalin supo actuar su papel hasta convertirlo en enigma. Citado por Emmanuel D’Astier, Sur Staline. Lausanne: La Guilde du Livre, 1967, pp. 91-92. Víctor Vidal, «Demonio y política», El Nacional, Caracas, 7 de abril de 1978. 15 16 P Á G I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle 112 La transformación de la URSS Colectivización y purgas En abril de 1929, la decimosexta Conferencia del Partido Comunista Soviético, bajo la égida de Stalin, aprobó la versión máxima del primer plan quinquenal, destinado a convertir a la urss en una nación industrial en tiempo récord. Las metas incluían acrecentar la producción industrial en 18%, las inversiones en 228%, el consumo en 70% y la producción agrícola en 55%. Los señalamientos acerca del carácter exageradamente ambicioso y hasta utópico de tales cifras fueron prontamente calificados de desviacionistas, productos de la traición y la herejía. Stalin se había lanzado a la ofensiva y nada iba a detenerlo; el plan quinquenal era el instrumento que le permitiría movilizar bajo su liderazgo a decenas de miles de militantes bolcheviques y a millones de hombres y mujeres soviéticos en una empresa económica sin precedentes en la historia. Stalin alcanzaría el poder supremo dirigiendo la maquinaria política del partido hacia la transformación radical de la sociedad soviética. Las exigencias de inversión del plan quinquenal tenían que ser cubiertas mediante la extracción del excedente económico producido por vastos sectores sociales. El plan exigía un esfuerzo supremo y precipitaba el conflicto que venía gestándose con el campesinado. El objetivo era convertir a Rusia en una nación industrializada y ello conducía al aplastamiento del sector social más atrasado del país: los campesinos, la inmensa masa humana que poblaba Rusia y sobre la cual se descargaría el peso implacable del estalinismo en la forma de un violento proceso de colectivización. La «revolución desde arriba» de Stalin reclamaba el más férreo control estatal de la producción y el abastecimiento; la colectivización masiva de la agricultura estaba implícita en la lógica misma del plan quinquenal y Stalin ordenó su ejecución, sin ningún aviso o preparación previa, en una declaración hecha en noviembre de 1929. Ningún congreso o conferencia del partido se había reunido para considerar la nueva política; Lenin, antes de morir, había advertido sobre los peligros de emplear la violencia contra las masas campesinas. Stalin no hizo caso y asumió todos los riesgos, tal vez impulsado por un designio plenamente consciente, quizá obligado por las circunstancias, posiblemente ambas cosas. La colectivización sería llevada a cabo por una maquinaria partidista predominantemente urbana, por hombres que en buena par- P Á G 113 Alec Nove, An Economic History of the ussr. Harmondsworth: Penguin Books, 1972, p. 191. Stalin te desconocían los problemas rurales y que no tenían un lenguaje común con los campesinos. La colectivización significaba tanto la eliminación de los kulaks, o campesinos «ricos», mediante el exilio o la destrucción física, y la concentración de los otros estratos del campesinado en granjas colectivas, profundamente odiadas por la mayoría. Sólo la fuerza, una violencia muy amplia y sistemática podía lograr tales propósitos sobre una población de millones de seres, pero Stalin no daría marcha atrás, y así lo hizo saber con típica crudeza: «Cuando se ha cortado una cabeza, no tiene sentido preocuparse por el cabello». Los horrores de la colectivización fueron muchos, enormes los padecimientos infligidos a un campesinado atrasado e imposibilitado de plantear una oposición organizada ante las políticas de Stalin. Hacia 1934, la lucha había concluido y la gran masa campesina rusa se hallaba doblegada. Entretanto, el primer plan quinquenal, si bien no había alcanzado las metas previstas en todos los renglones, arrojaba resultados verdaderamente impresionantes. En cinco años, la producción industrial había aumentado (100 millones de rublos) de 18.3 a 43.3; la producción de electricidad (100 millones de kilovatios), de 5.05 a 13.4; la de carbón (millones de toneladas), de 35.4 a 64.3; la de petróleo (millones de toneladas), de 5.7 a 12.1; la fuerza de trabajo empleada había crecido de 11.3 a 22.8 millones. 17 El costo había sido enorme y el país yacía exhausto, mas las bases de una moderna y poderosa estructura industrial habían sido echadas. El segundo plan quinquenal, que cubrió el período desde 1933 hasta 1937, cambió aún más la fisonomía del país. Stalin estaba «sacando a Rusia de la barbarie con métodos bárbaros». Los años de 1934 y 1935 habían dado pie a alguna dosis de optimismo y tranquilidad por parte del pueblo soviético, luego de los rigores del período anterior. Las condiciones económicas mejoraban y Stalin anunció una nueva Constitución, que según los apologistas del régimen era «la más democrática del mundo». Pero el pueblo soviético no tenía tregua: en 1936, Stalin desató la maquinaria de terror que durante los dos años siguientes convulsionaría a la sociedad soviética hasta sus cimientos, en una purga de enormes dimensiones. Aún hoy, a pesar de las montañas de evidencia acumuladas sobre la escala y consecuencias de las purgas estalinistas, cuesta trabajo creer en las cifras, captar en toda su atroz rea17 P Á G I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle 114 lidad el proceso a través del cual Stalin se erigió definitivamente en la fuente suprema de poder en la urss. El mundo se enteró de lo que ocurría primeramente por los «juicios» a que fue sometida la plana mayor de la dirigencia bolchevique, los compañeros de Lenin, los líderes de la Revolución de Octubre. A lo largo de tensas y teatrales sesiones, en las que la «justicia revolucionaria» se convertía en el instrumento de venganza de Stalin, los grandes hombres del bolchevismo, Zinoviev, Kámenev, Bujarin, Rykov, Pyatakov, Kakovsky y otros fueron sometidos a humillaciones y bombardeados con todo tipo de acusaciones, las cuales, según los «jueces», les hacían merecedores del más serio castigo. Trotsky se había salvado provisionalmente de la retribución estalinista, pero ésta le alcanzaría poco tiempo después en su exilio mexicano. La condena de los más destacados bolcheviques fue sólo una mínima parte de un vasto ciclo de represión y muerte. La mayoría de las víctimas pereció en secreto, silenciada bajo los mecanismos de un aparato policial con poderes derivados de manera directa de la voluntad de Stalin. ¿A quiénes afectó la gran purga? En primer lugar, a los más altos dirigentes del Partido Comunista, incluyendo a buen número de miembros de la facción estalinista que en determinado momento fueron considerados «poco confiables» por Stalin, bien sea porque hubiesen tratado de limitar de alguna forma su poder o porque hubiesen intentado detener la marea del terror. Este primer grupo incluyó a la gran mayoría de los miembros del Comité Central, unos cien de los 130 participantes, y la mayor parte de los delegados al Congreso del partido, hombres con rango ministerial, que hasta entonces habían servido a Stalin. Esto significó un golpe tremendo al partido creado por Lenin; los mejores cuadros dirigentes que habían sobrevivido al Octubre Rojo y a la guerra civil sucumbieron ante la feroz ambición del «hombre de acero». En segundo lugar, la gran purga fue desatada contra el Ejército Rojo, afectando a un gran número de altos jefes militares. El mariscal Mijaíl Tukhachevsky, uno de los hombres más brillantes en las Fuerzas Armadas soviéticas, fue de los primeros en ser acusado. De los ochenta miembros del Soviet Militar en 1934, solamente quedaban cinco en 1938. Los once comisarios delegados para la defensa fueron eliminados. Todos los comandantes de los distritos militares habían sido ejecutados para el verano del año 1938. Trece de quince comandantes de ejércitos, 57 de los 85 comandantes de cuerpos, 110 de los 195 comandantes de división y 220 de P Á G 115 Alan Clark, Barbarossa. Harmondsworth: Penguin Books, 1966, pp. 60-61. Stalin los 406 comandantes de brigada fueron ejecutados. El mayor número de pérdidas en la oficialidad soviética se produjo entre aquellos con rango de coronel hacia abajo, hasta alcanzar el nivel de comandante de compañía.18 Todos los almirantes en las distintas flotas soviéticas y sus suplentes fueron eliminados, y miles de oficiales de todos los rangos fueron enviados a los campos de prisioneros. La acusación era: «traición». De los mariscales sólo sobrevivieron Budenny y Voroshilov, ambos cómplices incondicionales de Stalin. El Ejército Rojo como instrumento militar quedó casi absolutamente en ruinas, sin conductores de talla y sin superiores capaces de afrontar inteligentemente las nuevas condiciones de la guerra moderna. Esto se haría patente poco más tarde en la guerra contra Finlandia y durante las primeras etapas de la guerra contra la Alemania nazi. En tercer lugar, la gran purga cobró un gran porcentaje de víctimas entre los científicos, dirigentes de empresas estatales, ingenieros e investigadores en ramas diversas. Las consecuencias fueron muy graves y explican la paralización virtual del crecimiento económico en la urss en 1937. La cuarta categoría incluyó a casi todos los jefes del partido y dirigentes estatales en las distintas repúblicas nacionales dentro de la urss, basándose en cargos de «traición», «nacionalismo burgués» y otros. En quinto lugar, los jefes de la policía secreta (nkvd) en 1936, los mismos hombres que, como Yagoda, habían llevado a cabo al pie de la letra las órdenes de Stalin, instrumentado con temible perfección el terror masivo, fueron a su vez destruidos junto a la mayoría de los altos oficiales de los organismos represivos. La sexta categoría de víctimas fue quizás más amplia y genérica que las anteriores, pues incluyó a aquellos que tenían contactos en el extranjero, aun cuando fuesen relaciones legítimas; los diplomáticos, representantes comerciales, agentes de inteligencia y muchos líderes comunistas residentes en Rusia, que habían llegado allí en busca de refugio o en cumplimiento de alguna misión política. Finalmente, la purga se extendió entre aquellos que de una u otra manera estaban relacionados con las otras categorías de víctimas: subordinados, colegas, amigos, asociados y familiares que llenaban los siempre crecientes campos de concentración. Después de dos años de esta casi inconcebible e inhumana experiencia histórica, la Unión Soviética yacía postrada ante Stalin, débil pero nunca acabada del todo. ¿Cuántos perecieron 18 P Á G 116 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle en las purgas? Los cómputos realizados por diversos historiadores son variables, pero nunca bajan de millones. Algunos calculan un total de víctimas de la represión estalinista que asciende a los 12 o 15 millones de seres humanos, cifra extraordinariamente alta y sin embargo creíble. 19 ¿Qué otras naciones en la historia han logrado recuperarse de convulsiones como ésta? Y todavía faltaba a la urss atravesar por la experiencia de la Segunda Guerra Mundial y su estela de 20 millones de muertos... Luego de constatar estos hechos, tan atroces que bordean los límites de lo fantástico, restan por formularse tres preguntas: ¿Qué se propuso Stalin con las purgas, cuáles eran sus objetivos? ¿Cómo pudo hacerlo? ¿Cómo logró desatar tal grado de represión sin que se tambalease su autoridad? Stalin quería y buscaba el poder supremo, y la gran purga eliminó todas las alternativas a su propio poder personal. Al destruir a sus enemigos, actuales y potenciales, reales e imaginarios, Stalin creó un vacío de poder que sólo él estaba en capacidad de llenar. La «revolución desde arriba» había afectado a muchos y generado odios intensos; Stalin y sus asociados seguramente percibían los signos de ese torrente oposicionista contenido, que podía de pronto salirse de los cauces en que le mantenía la represión y arrollarlo todo a su paso. El peligro de guerra con la Alemania de Hitler aumentaba día tras día; en esa confrontación, en caso de producirse, un fracaso soviético podía abrir las compuertas para la suplantación del gobierno de turno. Pero Stalin no iba a concederle esa oportunidad a sus opositores; Stalin tomaría las medidas necesarias para cerrarles el paso antes de que tuviesen lugar acontecimientos que pudiesen abrir canales de poder efectivo a una oposición organizada, destruyendo a sus enemigos y manchando sus reputaciones: «El verdadero motivo de Stalin era destruir a los hombres que representaban la posibilidad de un gobierno alternativo, o quizás de varios gobiernos alternativos [...] La eliminación de todos los centros políticos desde los cuales, en ciertas circunstancias, podía emanar ese intento de crear otra fuente de poder fue la consecuencia directa e innegable de las purgas».20 Stalin temía una guerra prematura con Hitler, y sin embargo liquidó a los más brillantes y capaces oficiales de su Ejército, ¿por qué? Estos hombres tenían magníficas reputaciones, y gozaban del respeto y la lealtad de sus subordinados; ello les convertía, a ojos de Stalin, en conspirado19 20 Alec Nove, Stalinism and After. London: Alien & Unwin, 1973, p. 54. Deutscher, Stalin, p. 372. P Á G 117 Nove, Stalinism..., p. 57. Stalin res potenciales, en muy peligrosos rivales, y por esa razón debían ser liquidados. Cuando Hitler invadió Rusia en junio de 1941 se produjeron desastres militares más graves de los que nadie había previsto; el Ejército Rojo sufrió derrotas catastróficas, y por momentos, muchos llegaron a pensar que la Unión Soviética sería irremediablemente derrotada. Pero el poder de Stalin no sucumbió: a pesar de los fracasos, en buena parte el resultado de sus propios errores, nadie se atrevió a cuestionar al jefe supremo. Stalin estaba solo con todo el poder. Lo que más sorprende en todo esto no es la desmedida ambición de Stalin, otros muchos la han tenido; lo asombroso se encuentra en el grado de crueldad utilizado, en la voluntad implacable de llegar hasta el fin para liquidar físicamente a los adversarios. El historiador británico Alec Nove relata que un viejo militante comunista, que había estado a favor de Stalin en el período de la purga a Bujarin, le dijo en una ocasión: «No obstante, no había razón para no haber enviado a Bujarin como profesor de una escuela primaria en Omsk». 21 Es decir, no era necesario matar a Bujarin, bastaba con neutralizarlo políticamente, con enviarlo a un lejano pueblo del interior de Rusia a enseñar a leer a los hijos de campesinos siberianos. Mas Stalin no creía en la piedad; para él, la lucha por el poder era algo que exigía medidas radicales, con un inevitable ingrediente de crueldad. Durante las purgas, Stalin llegó a consentir en la ejecución de Abel Lenoukidze, uno de sus allegados más íntimos y padrino de su esposa Nadia, quien había cometido suicidio debido, según muchos, a los maltratos a que era frecuentemente sometida. Ante la muerte de Lenoukidze, Trotsky, del otro lado de los mares, escribió: «Caín, ¿qué has hecho con tu hermano Abel?». El terror estalinista no conocía límites. Stalin tuvo el cuidado de producir una justificación teórica para sus medidas represivas. Marx y Lenin habían afirmado que el Estado tendería a desaparecer a medida que avanzaba el proceso de edificación del socialismo. Stalin, por el contrario –y todos aquellos que desde entonces, consciente o inconscientemente, le han seguido– afirmaba que en un ambiente hostil, rodeado de países capitalistas, el Estado socialista no podía desaparecer. Es más, a medida que el socialismo avanza, la lucha de clases se hace más intensa y se acentúan las conspiraciones de los adversarios del sistema soviético, acrecentando asimismo la necesidad 21 P Á G I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle 118 de una mayor severidad contra los enemigos del comunismo. Stalin creó el mito de que el poder del Estado dentro del socialismo antes de desaparecer tiene que ser maximizado. Las motivaciones de la purga se enraízan en la sed de poder de Stalin, en su convicción de que sólo él podía conducir a la urss a un destino más alto y salvaguardar el socialismo. Ahora bien, ¿cómo pudo Stalin mantener la marcha a toda máquina y por tanto tiempo de los mecanismos de terror sin que ello suscitase una vasta oposición organizada? La respuesta es que las purgas, al mismo tiempo que destruían y marginaban a decenas de miles de personas, daban a otras muchas oportunidades que antes no habían tenido, abriendo para ellos nuevas posiciones y canales de progreso social. Estas generaciones de relevo hallaban el vacío creado por la represión estalinista y lo ocupaban con avidez. El enorme esfuerzo de crecimiento económico que se desarrollaba al mismo tiempo que las purgas y que estaba encauzado por los planes quinquenales, les brindaba nuevas vías de realización individual unidas a las de toda la nación. Como lo expresa Deutscher: «La razón más profunda para el triunfo de Stalin se encontró en que [...] ofreció a su nación un programa positivo y novedoso de organización social, que si bien significaba sufrimiento y privaciones para muchos, también creaba oportunidades insospechadas para muchos otros. Estos últimos tenían interés en la continuación del mando de Stalin, lo cual, en última instancia, explica por qué Stalin no quedó suspendido en el vacío luego de la liquidación de la vieja guardia bolchevique. Por casi tres años su puño de hierro había barrido con todas las posiciones de poder en el Estado y el partido. Sólo un pequeño grupo de toda la masa de administradores que ocupaban cargos en 1936 se encontraban aún en sus posiciones en 1938. Las purgas produjeron innumerables ausencias en todos los campos de la autoridad pública. En los cinco años desde 1933 a 1938, alrededor de medio millón de administradores, técnicos, economistas y otros profesionales se habían graduado en la urss, un número muy elevado para un país cuyas clases educadas habían previamente constituido sólo un minúsculo segmento de la sociedad. Estos eran los hombres que sustituyeron a quienes habían perecido en las purgas; sus miembros, sometidos por años a la propaganda estalinista, eran hostiles hacia la vieja guardia bolchevique o indiferentes respecto a su destino. Los nuevos grupos dirigentes se lanzaron a su trabajo con un celo y un entusiasmo que no opacaban los terribles eventos que tenían lugar en el país. Sus credenciales eran ciertamente mo- P Á G 119 Stalin destas; no tenían casi ninguna experiencia práctica. La urss tendría aún que pagar un precio exorbitante por el aprendizaje práctico de sus funcionarios públicos, gerentes industriales y comandantes militares, y ese aprendizaje duraría hasta las etapas finales de la Segunda Guerra Mundial.22 La gran purga eliminó toda una élite burocrática que había contribuido a elevar a Stalin al poder, pero en la cual sobrevivían demasiados elementos críticos y un potencial de independencia mal visto por un hombre ansioso de mando total. A su vez, las purgas y los planes quinquenales crearon una nueva élite burocrática, que reemplazó a la anterior y de cuya mentalidad domesticada Stalin tenía poco que temer. Él sería el árbitro supremo e incuestionable en todos los asuntos del Estado. Él, sin escuchar críticas y consejos de nadie, protegería las conquistas de la revolución. Fascismo y política exterior Al igual que otras grandes figuras históricas, Stalin se destaca tanto por la magnitud de sus realizaciones así como también por la trascendencia y gravedad de sus errores. El período de la historia europea que va de 1928 a 1933 presenció el ascenso y consolidación del nazismo en Alemania; esta enorme tragedia, que desembocaría en el cataclismo de la Segunda Guerra Mundial, no fue el producto de una fuerza social incontenible ni de la acción de un talento político predestinado. El triunfo de Hitler fue en buena parte el resultado de la incapacidad de sus enemigos, muy principalmente del Partido Comunista alemán y de la dirigencia estalinista del Partido Comunista soviético, para comprender el verdadero carácter del movimiento nazi, sus orígenes sociales y objetivos políticos. Los nazis, que consideraban a los comunistas como sus más tenaces e implacables enemigos, no encontraron en éstos la férrea oposición, la claridad y constancia políticas que podrían haberles cerrado el paso hacia el poder. Por el contrario, el partido alemán, controlado desde Moscú por una Internacional Comunista sujeta a los vaivenes de la lucha interna entre estalinistas y antiestalinistas, sólo fue capaz de reaccionar con vigor ante la amenaza hitleriana cuando ya era demasiado tarde, y los nazis habían dado inicio desde el poder al desmantelamiento total de las organizaciones obreras y «progresistas». Deutscher, Stalin, pp. 380-381. 22 P Á G 120 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle En 1928, la Internacional Comunista (Comintern) dio un «viraje a la izquierda» en su línea política que forzó a los partidos comunistas europeos, en especial al alemán, a adoptar una posición rígida y sectaria ante cualquier idea de alianzas o «frente unido» con otros partidos de centroizquierda (como los socialdemócratas) para enfrentar conjuntamente la amenaza fascista. De hecho, esta seria amenaza fue casi completamente ignorada y se estipuló que el «enemigo número 1» de los partidos comunistas, el adversario sobre el cual debían concentrar en primer lugar todas sus energías políticas, era precisamente la izquierda no comunista, y a los socialdemócratas se les calificó de «social-fascistas». Es decir, que la Internacional Comunista no sólo no reconoció al fascismo como el enemigo principal de la clase obrera alemana y europea, como un enemigo mortal e implacable ante el cual sólo cabía un enfrentamiento radical, sino que a la vez estableció una línea política que exacerbaba las diferencias en el propio seno de los movimientos obreros, dividiendo las fuerzas en momentos en que la unidad y la solidaridad se hacían cuestiones de vida o muerte. ¿Cómo fue posible todo esto? Este grave error político, que tanto contribuyó a erosionar las capacidades defensivas de la izquierda y de la clase obrera alemana en un momento decisivo de su historia, no fue el producto de una ceguera temporal de sus dirigentes, sino en buena parte el resultado de la disputa dentro de la Internacional Comunista entre Stalin y Bujarin, para entonces jefe de la facción «moderada». Ya Trotsky había perdido la batalla contra Stalin y se encontraba en el exilio. Bujarin permanecía como el único líder que aún planteaba un reto a Stalin, y la Internacional se convirtió en la arena de esa confrontación interna, lo cual tuvo a su vez enormes consecuencias en el exterior de la urss. La línea «ultraizquierdista» y sectaria fue utilizada por Stalin para atacar a Bujarin y asegurar a los suyos el control de la Internacional, lo cual significaba también el control de otros partidos comunistas en Europa y el resto del mundo: «Es difícil leer la mente de los hombres, en especial una mente tan enigmática como la de Stalin, pero es muy posible que haya usado la Internacional no como un instrumento de acción exterior sino como otra arma en su lucha por el poder dentro de la urss».23 En realidad, la evidencia sugiere que Stalin y sus «leales» no solamente utilizaron la polémica en el seno de la Internacional para servir sus intereses de 23 Nove, Stalinism..., p. 39. P Á G 121 Stalin poder en la Unión Soviética, sino que efectivamente subestimaron en forma que bien puede calificarse de suicida la amenaza nazi. Trotsky sí percibió el peligro. Exiliado en una isla del mar Negro, expulsado del Partido Comunista soviético, calumniado y vilipendiado, sujeto a amenazas contra su vida y la de su familia, este gran líder y teórico revolucionario realizó en esos años el que fue quizás su más importante acto político luego de su salida de la urss, un verdadero tour de force teórico que constituye hoy por hoy uno de los más completos y profundos análisis de las raíces sociales y significado político del fascismo. En palabras de Deutscher: Ningún estudioso de estos asuntos puede pasar por alto el enorme contraste entre la falta de entendimiento e imaginación que Stalin, teniendo bajo su mando todos los recursos de información e inteligencia de un gran poder y una vasta organización internacional, desplegó en este momento crucial y la agudeza y sentido de responsabilidad con los cuales Trotsky, desde su solitario exilio en la isla de Prinkipo, reaccionó ante la crisis alemana [...] Trotsky siguió paso a paso el desarrollo del movimiento nazi, predijo anticipadamente cada una de sus fases y trató en vano de alentar a la izquierda alemana, a la Internacional y al gobierno soviético sobre la furia destructiva que estaba a punto de caer sobre sus cabezas. 24 No cabe duda de que Trotsky cometió serios errores políticos en su confrontación con Stalin, y en este capítulo se han tratado de señalar algunas de las causas de su fracaso; pero en lo que respecta al análisis del fascismo, a la responsabilidad con que Trotsky asumió la tarea de advertir a la clase obrera y los sectores «progresistas» europeos sobre la amenaza que se perfilaba en el horizonte, Trotsky logró elevarse por encima de todos sus adversarios, en un acto pleno de coraje personal. Trotsky no tenía dudas de que Hitler y los nazis en el poder significaban la destrucción total de la izquierda y el movimiento obrero alemán, tanto del «reformista» (socialdemócrata) como del comunista. Por lo tanto, argumentaba, era necesario unir esfuerzos para cerrarle el camino y eliminarlo antes de que fuese demasiado tarde. Para Trotsky era simplemente Deutscher, Stalin, p. 402. 24 P Á G 122 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle una locura negar la diferencia entre la «democracia burguesa» y el fascismo, calificándolos a ambos como simples «formas diferentes de la opresión capitalista». Decir que «en última instancia no hay diferencia entre los socialdemócratas y los fascistas» era, afirmaba Trotsky, lo mismo que decir que «no hay diferencia entre un enemigo que engaña y traiciona a los trabajadores y un enemigo que simplemente quiere matarlos».25 En una democracia parlamentaria era posible la transacción y negociación social, así como el mantenimiento de organizaciones autónomas de la clase obrera, sindicatos, asociaciones, partidos políticos con una prensa libre y con amplia libertad de acción. El fascismo significaba el fin de todo esto, el cese de la negociación entre las clases y grupos sociales, y la liquidación de cualquier forma de poder autónomo de la clase obrera. El enemigo número uno eran Hitler y los nazis, y era criminal por parte de los dirigentes de la Internacional y el partido alemán seguir la línea estalinista que dividía a comunistas de socialdemócratas, debilitando así el movimiento obrero y abriendo al fascismo la vía de la victoria: Uno de los momentos decisivos de la historia se avecina –escribía Trotsky en 1931– [...] Que los ciegos y los cobardes se nieguen a reconocer esto. Que los calumniadores y periodistas a sueldo nos acusen de estar aliados con la contrarrevolución... Nada debe ocultarse, nada debe empequeñecerse... ¡Obreros comunistas! Vosotros sois centenares de miles, vosotros sois millones... Si el fascismo llega al poder pasará como un tanque terrorífico sobre vuestros cráneos... Vuestra salvación reside en la lucha despiadada. Sólo una unidad combativa con los obreros socialdemócratas puede traer la victoria. Apresuraos... tenéis muy poco tiempo que perder. 26 Trotsky pedía la preparación para la guerra civil contra los nazis porque consideraba que ese duro camino era sin embargo el único que podía impedir a Hitler tomar el poder, y el único que podía ahorrarle a Alemania y al mundo la catástrofe que se dibujaba en el horizonte. Trotsky, con mayor lucidez que nadie y mucho antes que nadie, percibió las características irracionales y totalitarias del nazismo, su sed destructiva y su radical voluntad de llevar hasta el fin los lemas de odio que 25 26 Leon Trotsky, The Struggle Against Fascism in Germany. Harmondsworth: Penguin Books, 1975, p. 56. Ibid., pp. 87-88. P Á G 123 Ibid., p. 90. Ibid., p. 425. Stalin proclamaba. Sus escritos de los años de 1930 a 1933 son como clarines de alarma cuya reverberación impresiona aún hoy día. Ya en 1931 Trotsky afirmaba que: «Una victoria del fascismo en Alemania significa inevitablemente una guerra contra la urss».27 Esa guerra tendría lugar, como predijo Trotsky, una década más tarde. En noviembre de 1933, con Hitler instalado en el poder, Trotsky escribía que «La fecha de la nueva catástrofe europea será determinada por el tiempo necesario para el rearme alemán. No es una cuestión de meses, pero tampoco es una cuestión de décadas. Sólo pasarán unos años antes de que Europa sea de nuevo arrastrada a la guerra, a menos que Hitler sea detenido a tiempo por fuerzas internas de Alemania».28 Pero Stalin y la dirigencia comunista de la época tardaron mucho en reaccionar y darse cuenta de cuán peligroso era Hitler realmente. Sólo en julio de 1935, en el 7.º Congreso de la Internacional celebrado en Moscú, cambió la línea «ultraizquierdista» de manera radical, hacia la constitución de amplios «frentes populares» con participación de socialdemócratas y hasta de liberales. Esta nueva posición reflejaba un cambio de táctica en la política exterior soviética; ahora Stalin esperaba contener la amenaza nazi a través de una alianza con los poderes occidentales. Una vez comprendido el peligro, a Stalin no le quedaba otro remedio que buscar alianzas tácticas que impidiesen un enfrentamiento de la urss, por sí sola, contra Alemania, contra el Japón, o contra ambos países al mismo tiempo. Los errores estratégicos del pasado comenzaban a ser apreciados en toda su gravedad y había que tratar de superarlos con manipulaciones tácticas. En esta materia, y a pesar de su relativamente escaso conocimiento del mundo exterior, Stalin era un maestro. El problema para el «hombre de acero» era que los poderes occidentales, en particular Gran Bretaña y Francia, no parecían estar dispuestos a enfrentarse a Hitler y preferían «apaciguarlo». A medida que crecía la amenaza nazi, Francia se paralizaba más y más, y Gran Bretaña, bajo el liderazgo de Chamberlain, se mostraba reticente a adoptar posiciones firmes contra una Alemania que se preparaba abiertamente para la guerra mientras proclamaba una política de expansión en Europa. La situación había evolucionado de tal forma que de pronto dejó de parecer irracional para Stalin contemplar un pacto con Hitler, ante el riesgo de que la urss pudiese quedarse sola frente al poderío nazi, y 27 28 P Á G I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle 124 apoyada solamente por el temor y la indiferencia de los occidentales. No dejaba de tener cierto sentido para el ala dominante del conservatismo británico imaginar una guerra entre la Alemania nazi y la urss que desgastase ambos poderes, e hiciese desaparecer del horizonte y como por encanto los nubarrones que oscurecían el panorama del Imperio. Sin duda, un pacto con Hitler iba a significar una enorme crisis dentro del movimiento comunista mundial; ello contradecía los principios básicos de la ideología marxista y echaba por tierra, reduciéndola a añicos, una política tardía de enfrentamiento antifascista elocuentemente sostenida por toda la maquinaria propagandística de la Internacional y los partidos comunistas alrededor de Europa. No obstante, un alto oficial de inteligencia soviético que desertó a Occidente en 1937 afirmó que ya para ese entonces Stalin delineaba la posibilidad de pactar con los nazis. Lo cierto es que los poderes occidentales, críticamente carentes de preparación militar para detener a Hitler, y lo que es más importante sin la voluntad política de hacerlo, cerraron para Stalin las vías de una colaboración eficaz. Durante la crisis checa en 1938, el gobierno soviético hizo renovados esfuerzos para cerrar filas con los poderes occidentales y plantear a Hitler una amenaza lo suficientemente creíble; sin embargo, Francia y Gran Bretaña optaron por acceder a las demandas nazis y entregar Checoslovaquia sin ni siquiera tomar en cuenta a la urss. El vergonzoso «Pacto de Múnich» fue negociado a espaldas de la Unión Soviética, lo cual seguramente acrecentó las dudas de Stalin sobre la confiabilidad de una alianza con Gran Bretaña y Francia. Más tarde, luego de la ocupación de Praga por los nazis y de que Gran Bretaña extendiese su «garantía» de defensa a Polonia, se iniciaron conversaciones entre soviéticos, británicos y franceses con miras a establecer mecanismos de cooperación militar. La lentitud de las negociaciones y la actitud siempre recelosa de los occidentales, acentuaron las sospechas soviéticas acerca de sus verdaderas intenciones, sospechas que, como se conoce hoy en día, estaban plenamente justificadas. Chamberlain aún confiaba en detener diplomáticamente a Hitler, y prefería no profundizar demasiado los acercamientos con la potencia comunista. Cuando Hitler atacó Polonia en 1939 los poderes occidentales nada hicieron, aparte de declarar la guerra, pues de hecho, militarmente, no podían hacer nada. La única forma en que la «garantía» a Polonia podía funcionar era a través de la participación efectiva del Ejército Rojo, que sí tenía la capacidad de enfrentar las tropas de Hitler en el Este. Pero esto era algo que ni siquie- P Á G 125 Stalin ra el propio gobierno polaco de la época, conservador y profundamente antisoviético, quería aceptar. En agosto de 1939 los gobiernos de la urss y de la Alemania nazi firmaron un «pacto de no agresión» y un «protocolo secreto adicional». En el pacto, ambas naciones se comprometían a permanecer estrictamente neutrales entre sí en caso de que alguna de ellas se viese envuelta en una guerra, y de paso establecían un conjunto de mecanismos de intercambio comercial de gran envergadura. El Pacto nazi-soviético era la culminación de una década de errores políticos para la dirigencia estalinista, el punto final de un proceso que había llevado a la urss, el único país «socialista» del mundo y el motor de un movimiento revolucionario mundial, a negociar y llegar a acuerdos con un régimen que representaba la más cruel amenaza a la democracia y a la clase trabajadora europea, así como a todos los valores de libertad, dignidad y convivencia entre hombres y naciones. En el momento en que se produjo, el Pacto nazi-soviético podía ser defendido, y de hecho lo fue, en términos de política de gran poder, de realpolitik; para Stalin, se trataba de ganar tiempo, evitando provisionalmente una confrontación con Alemania. Por otra parte, ni a Stalin ni a nadie podía pasarle por alto que al concluir el pacto, también a Hitler se le quitaba un gran peso de encima: la pesadilla de una guerra en dos frentes contra Occidente y la urss. En consecuencia, el pacto con la Unión Soviética dejaba el camino libre a Hitler para dar inicio a la guerra en occidente. Como «gran poder», la urss, gobernada por Stalin, intentaba ganar tiempo a costa del sacrificio del proletariado europeo-occidental, que ahora quedaba solo a merced del poderío de la Wehrmacht. Así vieron las cosas miles de sinceros militantes comunistas que rompieron con sus partidos a lo largo de toda Europa, en Francia, Gran Bretaña, Bélgica, decepcionados ante la decisión del Kremlin. El «protocolo secreto adicional» contenía aspectos igualmente graves y cuestionables en un poder supuestamente revolucionario, pues representaba todo un programa expansionista soviético que cubría no sólo la parte oriental de Polonia, sino también los Estados bálticos, la Besarabia rumana y partes de Finlandia. Esto se trataba de justificar como una medida destinada a fortalecer a la urss en tiempos de peligro, pero significaba arrojar al «basurero de la historia» el hasta entonces principio favorito de la política exterior de Stalin: «... no queremos ni un solo metro de la tierra de otros». Otra de las graves consecuencias del pacto con los nazis fue el abandono por parte de la urss de la política antifascista previa- P Á G I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle 126 mente sostenida. Ello, como es lógico, produjo enorme confusión y desengaño dentro del movimiento comunista europeo. Una vez comenzada la guerra en el frente occidental, la gran maquinaria propagandística soviética instaba a los comunistas a oponerse a la «guerra imperialista», tal como Lenin lo había hecho, en condiciones diferentes, durante la Primera Guerra Mundial, sugiriendo muchas veces que de cierta manera Gran Bretaña y Francia eran aún más culpables que la Alemania de Hitler de haber iniciado el conflicto. Una vez adoptada la política de pactar con los nazis, Stalin se aferró a ella inflexiblemente, en el intento de alargar al máximo el «respiro» que esa paz precaria, comprada a costa del abandono de tantos principios, le podía brindar a la urss. El propósito de Stalin era ganar tiempo, proseguir con sus planes económicos y acrecentar el poderío soviético para ponerlo a funcionar en el momento más oportuno. Todos los indicios sugieren que Stalin esperaba que los poderes occidentales detuviesen a Hitler, o en todo caso que Gran Bretaña y Francia serían capaces de resistir decorosamente y por un período de tiempo prolongado la ofensiva alemana. La rapidez de los triunfos de Hitler tomó por sorpresa a Stalin y descalabró todos sus cálculos. No obstante, luego del ataque alemán a la urss en junio de 1941, Stalin continuó defendiendo públicamente la decisión de haber firmado el pacto con los nazis en el momento en que lo hizo. En su discurso del 3 de julio de 1941 Stalin dijo: «Algunos se preguntarán: ¿Cómo es posible que el gobierno soviético haya consentido concluir un acuerdo de no agresión con gente tan pérfida como Hitler y Ribbentrop?; ¿no fue éste un grave error de parte del gobierno soviético?». Stalin negó que el pacto con los nazis hubiese sido un error, ya que «Aseguramos la paz para nuestro país por año y medio y tuvimos la oportunidad de preparar nuestras fuerzas». La urss no sólo había ganado tiempo sino también territorio, que significaba mayor espacio para la defensa, y la ventaja moral de estar convencidos de que el adversario era el verdadero agresor en tanto que el gobierno soviético había mantenido una política de paz hasta el final. La autojustificación de Stalin tendría mayor solidez si durante el tiempo que duró el pacto con Hitler se hubiesen realizado con todo el vigor necesario los preparativos para una guerra, que supuestamente se consideraba inevitable, pero esto no fue así. El pacto con los nazis fue una maniobra que pareció arrojar buenos dividendos a través de los veintidós meses de su duración, pero que finalmente dejó a Stalin y a la urss solos P Á G ... el cargo más serio contra Stalin se refiere a su desconsideración de las opiniones de expertos militares [...] que insistían en la importancia de dispersar estratégicamente tropas e industrias hacia el este del país. Se hizo de hecho todo lo contrario, sin que tampoco se estableciesen planes para afrontar ataques, disrupción o captura de áreas en la parte occidental. Una vez tomada la decisión de adoptar una «estrategia adelantada» (defenderse en la propia línea de fronteras), aun a pesar de las graves 127 Stalin en el continente europeo ante una amenaza alemana que se había acrecentado y agravado gracias en parte a los suministros de materiales estratégicos escrupulosamente realizados por la urss, según los términos del acuerdo con Hitler. El intento de justificación de Stalin en julio de 1941 fue engañoso en dos sentidos: en primer lugar implicaba que Hitler había estado en una situación de relativa pasividad durante el período de vigencia del Pacto, pero la realidad era totalmente contraria. Liberado de la pesadilla de una guerra en dos frentes, los nazis subyugaron Europa, añadiendo los recursos de una docena de países a la base logística del aparato bélico alemán. Hitler había extraído el máximo de provecho a su tiempo, y en 1941 era inmensamente más fuerte que en 1939, gracias en parte al apoyo económico soviético. En segundo lugar, era muy discutible la presentación que hacía Stalin con respecto al presunto buen uso que él había dado al tiempo que le concedió el Pacto. Es cierto que Stalin ha servido de «chivo expiatorio» después de la guerra y ha sido puesto a jugar el papel de único culpable de los desastres acaecidos a la implicaba que Hitler había estado en una en 1941 y 1942; sin embargo, no cabe duda de que una gran parte de la culpa recae sobre el que para entonces concentraba en sus manos gran parte el poder y la capacidad de tomar medidas que hubiesen impedido derrotas de tal magnitud. Aferrado hasta el último minuto a la esperanza de evitar el ataque, Stalin no hizo ningún caso a los múltiples signos de la inminente ofensiva alemana y se abstuvo de movilizar fuerzas suficientes para enfrentarla. Su timidez parece haberse basado en la idea de que la movilización rusa de 1914 había precipitado la Primera Guerra Mundial, pero aparte de que las circunstancias no eran las mismas, la falta de movilización soviética se agravó por la inexistencia de un plan de retirada coherente y por la concentración de tropas, equipos y depósitos en las fronteras, lo cual les hacía presas fáciles de los ataques de las «puntas de lanza» blindadas que luego procedían a rodearles: P Á G 128 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle deficiencias existentes en esas zonas en materia de transporte, comunicaciones y facilidades militares, y de mover allí al Ejército Rojo que carecía de una eficiente organización de apoyo desde la retaguardia, la seguridad de la Unión Soviética fue puesta en enorme peligro. 29 Como lo afirma Erickson en su excelente libro sobre el Alto Mando soviético, una vez que los alemanes atacaron penetrando profundamente a través de las defensas soviéticas y rodeando grandes contingentes en rápidas maniobras, encontraron también que «no había evidencia de que existiese un plan de retirada estratégica».30 La industria soviética no había sido dispersada hacia el Este, en consecuencia las grandes regiones industriales de Moscú, Leningrado y Ucrania, que encerraban la columna vertebral del poderío industrial soviético, se vieron sometidas al riesgo de extinción por los nazis. La conversión de la economía para la guerra no comenzó sino hasta julio de 1941, y el primer «plan de movilización económica» fue adoptado sólo una semana después del comienzo de la invasión alemana. A pesar de los esfuerzos que habían sido hechos para acumular material de guerra y preparar reservas de armamentos entre 1939 y 1941, los resultados no podían compararse al crecimiento del poder militar y económico alemán durante esa misma etapa: Por tres largos años, el Ejército Rojo iba a confrontar casi por sí solo a las fuerzas de Hitler, a ceder amplios y valiosos territorios, a desangrarse más profusamente que cualquier otro ejército en la historia, y a esperar ansiosamente la apertura de otro frente en occidente. No obstante ese frente había estado allí en 1939 y 1940, y podía haber seguido allí más tarde si Stalin hubiese lanzado a Rusia al combate en sus fases tempranas. 31 Pero una vez comprometido con el pacto en 1939, Stalin se sujetó obsesivamente a esa decisión, combinando la falta de visión política con la insuficiencia y el carácter errático de las medidas económicas y militares tomadas para defender a la urss. En palabras del general soviético Kuro- 29 30 31 John Erickson, The Road to Stalingrad. London: Weidenfeld & Nicolson, 1975, pp. 61-62. J. Erickson, The Soviet High Command. London: MacMillan, 1962, p. 599. Deutscher, Stalin, p. 447. P Á G 129 Citado por Robert Cecil, Hitler’s Decission to Invade Russia. London: Davis-Poyntern, 1975, p. 172. Stalin chkin en 1965: «Stalin cometió graves errores antes de la guerra [...] en la evaluación de la situación militar y sus aspectos políticos [...] Este error de cálculo fue el responsable principal de la falta de preparación de las Fuerzas Armadas soviéticas».32 Después de las victorias de la Blitzkrieg hitleriana en Polonia y Francia, Stalin debió haber adoptado medidas para hacer frente a esta nueva forma de guerra. Era evidente que las líneas estáticas de defensa no eran apropiadas ante las embestidas de los Panzer. Por otra parte, las grandes concentraciones de tropas en posiciones avanzadas eran tremendamente vulnerables a la táctica de penetración a través de los puntos débiles empleada por los nazis. No obstante, el Ejército Rojo, diezmado cuantitativa y sobre todo cualitativamente por las purgas estalinistas, había hecho de la ofensiva a ultranza un verdadero artículo de fe. En caso de ataque enemigo, el Ejército Rojo tomaría de inmediato la ofensiva para llevar la guerra al territorio del adversario, hasta obtener una «victoria decisiva a bajo costo». La confianza en estas fórmulas dogmáticas había llevado a Stalin en 1937 a suspender los preparativos para la «guerra de partisanos» o «guerra de guerrillas» realizada por la población en territorios ocupados por el enemigo. Todo esto implicaba necesariamente mover la masa de las tropas hacia adelante, para esperar la ofensiva enemiga y recibirla de frente y en forma directa, lo cual brindaba al contrincante la oportunidad de repetir a mayor escala las exitosas tácticas de la Blitzkrieg. «Ganar tiempo» había sido el objetivo de Stalin, quien llegó a decir a un diplomático norteamericano en 1941 que «Si Hitler me hubiese dejado un año más, los alemanes no hubiesen nunca profanado el suelo ruso». Pero este pronunciamiento apologético tiene poco peso cuando se le compara con la lentitud, dogmatismo y desidia con las cuales el régimen de Stalin enfrentó la situación. El pacto con Hitler fue una de las cartas más arriesgadas que jamás jugó Stalin. El acuerdo con los nazis llegó a mostrarse en determinado momento como una alternativa de «seguridad» para la urss, a pesar de lo que significaba en términos de sacrificio de principios políticos. Esto llegó a ser así en buena parte como resultado de la desastrosa política estalinista frente al fascismo, que tanto contribuyó al ascenso de Hitler. Mas como lo había profetizado Trotsky, la guerra entre los nazis y la urss era inevitable, y ningún tipo de 32 P Á G I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle 130 pacto podía impedirla. En 1941 Stalin tuvo que hacer frente a esa verdad, antes de lo que él había pensado y en desfavorables condiciones. La guerra contra Finlandia El fantasma de la guerra con Alemania acentuó, como era de esperarse, las preocupaciones del gobierno soviético en torno a la seguridad de sus fronteras occidentales. Debido a esto, Finlandia, que hasta 1917 había formado parte del Imperio ruso, volvió a adquirir una enorme importancia estratégica para los soviéticos. La costa sur de Finlandia y las islas finlandesas del golfo dominaban los canales de navegación hacia Leningrado; en teoría, aquel que controlase esta costa estaría en capacidad de bloquear todas las vías marítimas de acceso a Leningrado, la segunda ciudad soviética y el principal puerto de la urss en el Báltico. Era bastante claro que el uso o posesión de esa costa por un enemigo de la Unión Soviética significaba un grave peligro para la seguridad de Leningrado; de allí el interés de los líderes soviéticos en el área. A pesar de ser una nación con tan sólo 3.5 millones de habitantes, que por sí misma no amenazaba a nadie, la posición geográfica de Finlandia y su potencial estratégico podían ser explotados por otro gran poder, y era esto lo que preocupaba al gobierno soviético en sus negociaciones con los representantes finlandeses, particularmente entre 1938 y 1939. El estudio de la guerra entre Finlandia y la urss tiene interés ante todo como ejemplo de las dificultades y dilemas especiales que afronta un «pequeño Estado» en el esfuerzo de garantizar su seguridad y defensa nacional. Cuando a mediados de 1939 los soviéticos comenzaron a ejercer presión diplomática para que Finlandia hiciese una serie de concesiones, que permitiesen a la urss mejorar las defensas de Leningrado y de sus vías de acceso, el gobierno finlandés tenía dos opciones: o acceder a las proposiciones soviéticas –que, como veremos, ofrecían compensación a Finlandia–, lo cual significaba romper la neutralidad del país, o rechazar esas demandas, lo cual implicaba el riesgo de guerra con un poder enormemente superior. Los dirigentes políticos finlandeses escogieron este último camino a pesar de la oposición de sus consejeros militares. Las razones para ello fueron, en primer lugar, la subestimación de la capacidad militar del Ejército Rojo y de la voluntad política soviética de lograr sus objetivos en Finlandia, y en segundo lugar, la idea equivocada de que Finlandia contaría con la pronta ayuda de otros poderes, bien fuese Ale- P Á G 131 Stalin mania, o Francia y Gran Bretaña, en un enfrentamiento bélico contra la urss. Las apreciaciones del gobierno finlandés eran erróneas y correspondió a un militar, el mariscal C. G. Mannerheim, cuestionar la posición de los dirigentes políticos de su país. En febrero-marzo de 1939 los soviéticos realizaron un nuevo esfuerzo de negociación directa a través de un emisario que fue enviado a Helsinki, con la siguiente proposición: en lugar de pedir una base militar en la isla de Suursaari, lo cual podía interpretarse como una ruptura de la neutralidad finlandesa, la Unión Soviética «alquilaría», o cambiaría por otros territorios, el grupo de pequeñas islas en el golfo de Finlandia que cubren las vías marítimas hacia Leningrado. Al ser consultado al respecto, el mariscal Mannerheim, quien pocos meses después conduciría gallardamente a sus tropas ante la invasión soviética, aconsejó a su gobierno que abriese urgentemente las negociaciones y que no dejase al emisario de Stalin con las manos vacías, ya que un pequeño Estado como Finlandia no podía darse el lujo de rechazar de plano las propuestas de una gran potencia en búsqueda de mayor seguridad para sus áreas vitales. En esto Mannerheim fue «más político» que los propios dirigentes políticos de su país, los cuales rehusaron seguir sus consejos, adoptando una postura totalmente rígida de «no concesiones» frente a la urss. Las apreciaciones en que los gobernantes finlandeses basaban su actitud inflexible eran erróneas, sobre todo en lo referente a la posibilidad de recibir ayuda militar concreta de otros poderes. Alemania, al firmar el Pacto de no agresión con la urss, había definido una posición que era muy clara: Hitler había logrado conjurar la amenaza de guerra en dos frentes, y dirigiría sus tanques primeramente contra el frente occidental. Los nazis no iban a echar por tierra esa conquista diplomática para prestar ayuda a Finlandia en su hora de suprema emergencia nacional. Británicos y franceses, por su parte, no podían dar ayuda efectiva a Finlandia pues carecían de la capacidad militar para ello. Además, la diplomacia británica ya había comenzado a acercarse a la urss en los meses finales de 1939, con el propósito de apartar paulatinamente a los soviéticos de su política de colaboración con Hitler. En octubre de 1939 se inició un nuevo ciclo de negociaciones entre soviéticos y finlandeses. Esta vez las demandas rusas fueron mayores. Los soviéticos pedían el «alquiler» por treinta años del puerto de Hanko en la entrada al golfo de Finlandia, la cesión de las islas finlandesas del golfo, P Á G I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle 132 incluyendo Suursaari, que se moviese la frontera en el istmo de Karelia a una distancia de 70 kilómetros más allá de Leningrado, y por último que se destruyesen las fortificaciones en el istmo. En compensación por estas concesiones finlandesas, los soviéticos ofrecían entregar territorios de la Karelia rusa casi dos veces más extensos de los que iba a ceder Finlandia; además, la urss permitiría que las islas Aland fuesen fortificadas siempre que los finlandeses lo hiciesen por sí solos. Las propuestas soviéticas estaban diseñadas para hacer frente a contingencias que en 1939 no eran de ninguna manera improbables o utópicas, y constituían intentos de dar respuesta a una situación de peligro real. En este sentido, las proposiciones soviéticas podían ser vistas como legítimas y no como la cobertura de propósitos secretos a ser llevados a cabo ulteriormente. Por esta razón, el rechazo radical de estas propuestas por parte de los finlandeses lució siniestro a los soviéticos, y acentuó su tendencia a creer que Finlandia estaba dispuesta a convertirse en trampolín para un ataque contra la urss por parte de otro gran poder europeo. Stalin participó personalmente en las conversaciones sostenidas el 4 de noviembre con representantes finlandeses. En esta ocasión, Stalin les sugirió lo siguiente: «Vendan Hanko si no quieren alquilarla. De esta forma, el área pertenecerá a la Unión Soviética y estará bajo su soberanía». Los delegados finlandeses respondieron que no podían discutir esa oferta, y Stalin repitió que la urss debía tener una base en la zona, ya que Finlandia era demasiado débil para defender su neutralidad contra un gran poder. Stalin entonces sugirió que dejasen de lado Hanko y considerasen en su lugar un grupo de islas cercanas. Esto convenció a los delegados finlandeses de que los soviéticos estaban genuinamente buscando un compromiso y pidieron tiempo para consultar a su gobierno. No obstante, el resultado de su oferta fue completamente contrario al que Stalin esperaba: el gobierno finlandés la interpretó como un signo de debilidad soviética, y ordenó a su delegación que rehusase el otorgamiento de cualquier base militar a la urss. La reunión final con Stalin tuvo lugar el 9 de noviembre. Cuando el líder soviético fue informado de que su nueva propuesta había sido también rechazada murmuró: «Nada bueno saldrá de esto»; sin embargo, hizo un intento más, indicando una isla sobre el mapa al mismo tiempo que preguntaba: «¿Es esta isla vital para ustedes?». P Á G 133 Stalin Mas los finlandeses sólo pudieron repetir que carecían de autorización para discutir sobre cualquier isla.33 Con esto, las posibilidades de un arreglo pacífico sufrieron un golpe mortal. El 27 de noviembre el mariscal Mannerheim presentó su renuncia como miembro del Consejo de Defensa de su país y Comandante en Jefe designado, sobre la base de que no podía hacerse responsable de una situación ante la cual el gobierno mostraba una total incapacidad para apreciar las realidades. El 30 de noviembre comenzó la invasión soviética y con ella la guerra. Ante la emergencia, Mannerheim retiró su renuncia. Ese mismo día Paasikivi, uno de los representantes finlandeses en las negociaciones con los soviéticos, escribió en su diario: A esto hemos llegado. Hemos permitido que nuestro país vaya a una guerra contra el gigante soviético a pesar de que los siguientes hechos son evidentes: 1) Nadie nos ha prometido ayuda. 2) La Unión Soviética tiene plena libertad de acción contra nosotros. 3) Nuestras fuerzas de defensa presentan serias deficiencias. A esto no se le puede llamar una política exterior coherente. Nuestro Estado ha carecido de liderazgo. Hemos resbalado irreflexivamente hacia la guerra y la desgracia.34 El juicio de Paasikivi era acertado, excepto en lo referente a la capacidad militar del Ejército finlandés. Sin duda, la enorme desigualdad numérica y de recursos materiales era sobre el papel impresionantemente desfavorable para Finlandia, pero había varios factores de naturaleza cualitativa que podían hasta cierto punto compensar esas deficiencias. El primero era la existencia de excelentes fortificaciones y líneas de defensa en el istmo de Karelia, el principal y más vulnerable teatro de la guerra. El segundo y aun más relevante factor era la calidad del recurso humano finlandés, la superioridad en el entrenamiento y la moral de soldados que luchaban en su propio territorio. El tercer factor tenía que ver con las tácticas militares. En este renglón, Finlandia dio un ejemplo digno de ser tomado en cuenta por otros «pequeños Estados» enfrentados a la necesidad de velar por su propia seguridad y defensa. El Ejército finAnthony F. Upton, Finland 1939-1940. London: Davis-Poynter, 1974, pp. 40-41. Ibid., p. 50. 33 34 P Á G 134 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle landés había tenido la visión y el coraje de no imitar ni copiarse las doctrinas militares de otras naciones más poderosas, sino de producir sus propias tácticas de defensa adaptadas a las condiciones peculiares del país, a las características del terreno, del clima y de las disponibilidades materiales y humanas. Estos factores, unidos a la incompetencia de la oficialidad y las tropas soviéticas, hicieron que durante la primera fase de la guerra más de un millón de soldados soviéticos, con gran apoyo logístico, de artillería, formaciones blindadas y una poderosa fuerza aérea sufriesen humillantes derrotas a manos de unas Fuerzas Armadas finlandesas que nunca sumaron más de 200.000 hombres. Las fuerzas soviéticas no lograron sacar partido a su extraordinaria superioridad numérica y de apoyo material, y fueron tomadas por sorpresa por la habilidad militar de los finlandeses. El fracaso inicial del Ejército Rojo se debió fundamentalmente a una conducción incapaz de la guerra por parte del Alto Mando, a la adopción de tácticas inadecuadas y a la falta de entrenamiento y preparación de las tropas: «El clima no debió haber sido una sorpresa para los rusos, sin embargo, los récords muestran que carecían de ropa blanca de camuflaje, que tenían muy pocas unidades de esquiadores [...] y que sus armas y equipos no tenían protección apropiada contra bajas temperaturas. Esta última falla luce inexplicable excepto como resultado de una gran negligencia e incompetencia».35 Negligencia e incompetencia predominaron del lado soviético en las primeras etapas de la guerra. Esos reveses, que en otras circunstancias habrían sido motivo de graves cuestionamientos a la capacidad y eficiencia del gobierno y que habrían generado amplias críticas al mismo, no erosionaron la férrea dominación de Stalin, quien pronto tomó medidas para restaurar la situación. Stalin no tenía la más mínima intención de aceptar la derrota, y su primera reacción al comprobar los desastrosos resultados de la ofensiva inicial fue preparar una segunda fase de la guerra. Nuevas órdenes operacionales, que implicaban un cambio completo en las tácticas, fueron dictadas el 28 de diciembre de 1939. Nuevas unidades fueron llevadas al frente y sometidas a intenso entrenamiento; nuevos equipos como el tanque kv, tanques lanzallamas y grandes masas de artillería fueron también transportados a la zona de combate. Este revitalizado Ejército Rojo dio 35 Ibid., p. 57. P Á G 135 Stalin comienzo a una nueva ofensiva que obligó al gobierno finlandés a pedir la paz en marzo de 1940. A pesar de la heroica resistencia finlandesa, la dura realidad era muy simple: las fuerzas finlandesas carecían de recursos humanos y materiales de reserva con los cuales reponer sus pérdidas; los soviéticos, en cambio, contaban con una fuente casi inagotable de recursos para reponer sus bajas. La guerra contra Finlandia estimuló un movimiento de reforma dentro del Ejército Rojo, que si bien no había madurado aún lo suficiente para junio de 1941, produjo cambios que tuvieron un peso importante en etapas posteriores del conflicto con Alemania. El Soviet Supremo Militar se reunió en abril de 1940 para evaluar los resultados y lecciones de la campaña finlandesa. Estas deliberaciones resultaron en la sustitución de Voroshilov por Timoshenko, vencedor en Finlandia como Comisario de Defensa. El 16 de mayo fue dictada una nueva instrucción para el Ejército Rojo, la orden número 120, en la cual se describían los resultados de la guerra, se hacía una lista de los errores cometidos y de las fallas que se habían puesto de manifiesto durante la campaña, y se establecía un programa masivo de entrenamiento y reorganización dirigido a superarlas. La guerra entre la urss y Finlandia contribuyó a acentuar las dudas que tanto los aliados occidentales como Hitler y los nazis, tenían sobre las capacidades combativas del Ejército Rojo. Es, por supuesto, casi imposible determinar hasta qué punto las serias derrotas infligidas por los finlandeses sobre los soviéticos influyeron en el ánimo de Hitler y en sus cálculos sobre el tiempo y los costos requeridos para someter a la urss. No se puede tampoco afirmar que Hitler no habría invadido la urss si no hubiese estado cegado por las experiencias de la guerra finlandesa y lo que ésta parecía indicar sobre la ineficiencia del Ejército Rojo. El líder nazi tenía otras motivaciones y prejuicios que le impulsaban a invadir la Unión Soviética. Sin embargo, no es aventurado sostener que la guerra soviético-finlandesa mostró a los alemanes que era realmente factible planificar con toda seriedad la destrucción del Ejército Rojo y la conquista de la urss en una sola campaña decisiva. En este sentido, la guerra entre Finlandia y la Unión Soviética tuvo una consecuencia «que afectaría la historia de todo el mundo occidental, pues los desastres iniciales experimentados por los rusos crearon el mito de que el Ejército Rojo no debía ser tomado en serio como fuerza combatiente [...] [Ese P Á G 136 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle mito] estuvo presente en los errores de cálculo que condenaron al fracaso la campaña hitleriana contra Rusia en 1941».36 En relación con los resultados concretos de la guerra para Finlandia, es necesario tener presente que en un primer momento de la contienda armada el objetivo soviético no fue meramente obtener ciertos territorios, sino la conquista total de Finlandia y la instalación de un «gobierno títere» controlado desde el Kremlin. La valerosa defensa de su país realizada por el Ejército finlandés impidió que esto ocurriese. En última instancia, sin embargo, Finlandia tuvo que aceptar amplias demandas territoriales soviéticas que fueron especificadas en un tratado formalizado en marzo de 1940. Los finlandeses perdieron la guerra pero preservaron la independencia de su nación. Ahora bien, ¿no habrían logrado lo mismo, sin incurrir en tales costos humanos y materiales, de haber aceptado el compromiso diplomático propuesto por Stalin en octubre y noviembre de 1939? El gobierno finlandés fue a la guerra basado en una evaluación muy deficiente de la situación política imperante. En primer lugar, si bien las apreciaciones que se tenían sobre la poca eficiencia del Ejército Rojo eran hasta cierto punto acertadas, la voluntad política del gobierno soviético de hacer valer sus demandas sobre Finlandia era muy firme, y Stalin contaba con enormes recursos para lograr sus propósitos. Esto quedó demostrado cuando los soviéticos, luego de pagar altos costos en la primera fase de la guerra, volvieron a la ofensiva con renovados bríos y empeñando mayores recursos que en la etapa anterior. En segundo lugar, los dirigentes políticos finlandeses no percibieron el carácter interesado y la impracticabilidad de las ofertas de ayuda franco-británicas. Ni los aliados occidentales ni Hitler estaban preparados o dispuestos a socorrer a Finlandia frente a la urss en ese momento. Por último, el gobierno finlandés no hizo caso de, entre otras, las recomendaciones de su principal asesor militar, quien con una muy sensata visión política aconsejó un compromiso con la urss, basado en que un «pequeño Estado» no debe ser inflexible ante un gran poder que teme por su seguridad y busca arreglos para acrecentarla. La guerra soviético-finlandesa demostró, en palabras de Upton, que: «No puede haber seguridad para los pequeños y los débiles, no importa cuán heroicos sean, en tanto las relaciones entre Estados estén basadas 36 Ibid., p. 91. P Á G 137 Stalin sobre la sanción final de la guerra».37 Esto es sólo en parte cierto. Los «pequeños Estados» cuentan a veces con un margen de maniobra diplomático o militar que puede permitirles sacar partido de las situaciones o impedir que les afecten demasiado negativamente. Este margen de maniobra no elimina los dilemas sino que tan sólo permite definirlos en forma más clara. En relación con Finlandia, Stalin buscó primeramente un compromiso. Al no obtenerlo, quiso hacer con ese país lo mismo que hizo con los Estados bálticos y Polonia oriental: someterlo por completo. La resistencia finlandesa lo impidió; los soviéticos quedaron lo suficientemente impresionados como para reducir la amplitud de sus objetivos de conquista y retornar a las concesiones limitadas. Los finlandeses dieron un magnífico ejemplo de lo que pueden lograr la inteligencia y el coraje de un pueblo, por pequeño que éste sea, con suficiente amor por su libertad e independencia. Stalin como jefe militar Stalin y el 22 de junio de 1941 Las tropas hitlerianas que invadieron la urss en junio de 1941 tomaron al Ejército Rojo, al pueblo y al liderazgo soviético por sorpresa, lo cual constituyó un factor de gran importancia en la magnitud de las victorias iniciales nazis. ¿Cómo fue esto posible? Ciertamente, para ese momento el pacto de no agresión germano-soviético aún estaba vigente. Pero incluso aquellos que apoyaban la política de Stalin hacia Hitler asumían que el líder soviético, el cauteloso, astuto e incrédulo Stalin, desconfiaba de la palabra de Hitler tanto como de la de los dirigentes occidentales, y que el pacto era tan sólo un instrumento para ganar tiempo, golpear a Alemania en el momento oportuno y así llevar la guerra –como lo postulaban las regulaciones del Ejército Rojo– «al territorio del enemigo». Sin embargo, el ataque alemán tomó a Stalin por sorpresa, y existe un incontrovertible caudal de evidencia que demuestra que Stalin no quiso creer Ibid., p. 163. 37 P Á G 138 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle en las numerosas advertencias e informaciones que revelaban la inminencia de la ofensiva alemana y demostraban el carácter irrevocable de la decisión del Führer nazi. ¿Qué ocurrió? En el volumen i de la Historia Oficial soviética sobre la guerra entre Alemania y la urss puede leerse el siguiente párrafo: El pueblo y el gobierno soviéticos tenían buenas bases para pensar que aun después de haber firmado un pacto de no agresión, Alemania no había abandonado la idea de expandirse hacia el Este. En vista de la prevaleciente situación internacional, cuando círculos reaccionarios en países del occidente europeo hacían esfuerzos para estimular un choque armado entre la urss y Alemania, la política exterior soviética tenía que ser flexible y previsiva. Los líderes del Estado soviético hicieron todo lo que estaba en su poder para no darle a los nazis el menor pretexto de atacar a la urss. La implementación leal de todas las obligaciones contraídas al firmar el pacto era prueba convincente de la actitud del gobierno soviético. Pero para los imperialistas alemanes el tratado con la urss era sólo una cortina de humo tras la cual los militaristas nazis preparaban su gran aventura: la guerra contra la Unión Soviética. 38 Este argumento –la admisión de que el gobierno soviético sabía que no podía confiar en Hitler a pesar del pacto de no agresión, y que por lo tanto tenía que intentar detenerlo no haciendo caso y pretendiendo no percibir sus preparativos de guerra– es muy poco convincente y manifiesta escaso interés de llegar hasta las raíces del problema. Stalin había querido ganar tiempo, pero Hitler no estaba dispuesto a concederle todo el tiempo que buscaba. El líder soviético había basado sus cálculos en la convicción de que, como lo dijo en marzo de 1939, las democracias occidentales eran «sin duda más poderosas, económica y militarmente, que los Estados fascistas».39 La aplastante derrota de Francia y la expulsión de los británicos en Dunquerque asombraron al mundo, y seguramente también a Stalin. La rapidez de los acontecimientos bélicos motorizados por la Blitzkrieg había transformado la faz 38 39 Ainsztein, «Stalin and June 22, 1941», International Affairs, 42, 1966, p. 663. Documents on British Foreign Policy, Third Series, vol. iv. London, 1950-1953, p. 412. P Á G 139 Ainsztein, p. 670. Stalin de Europa en un tiempo muy breve. Stalin se había comprometido con una política que brindó una ayuda significativa al logro de los propósitos de Hitler. Para Stalin, conceder que los nazis atacarían masivamente a la urss en 1941 implicaba aceptar que su política de pactar con Hitler y alimentar su maquinaria de guerra había sido un error. Era preferible creer que Hitler acabaría primero con Inglaterra, que los movimientos de tropas hacia el Este no eran más que una treta destinada a engañar a los británicos e infundirles una falsa sensación de seguridad, y que los avisos sobre el ataque que se avecinaba contra la urss no eran sino «provocaciones» elaboradas por círculos reaccionarios deseosos de fomentar una guerra entre nazis y soviéticos. Como lo expresa el almirante soviético Kuznetsov: «Stalin veía el tratado de 1939 como un medio de ganar tiempo, pero el respiro fue considerablemente más corto de lo que había estimado. Su error estuvo en una apreciación incorrecta de cuándo tendría lugar el conflicto».40 Pocos jefes de Estado han tenido el privilegio de recibir una información tan acertada y completa sobre un riesgo que les amenaza como lo tuvo Stalin en los primeros meses de 1941. Las advertencias provenientes de muy diversas fuentes fueron numerosas y detalladas. La información estaba allí, pero no existía la voluntad de creer en ella. Stalin contaba con los servicios de dos eficientes agencias de inteligencia: el departamento exterior del aparato de seguridad interna (nkvd) y el departamento de operaciones extranjeras del Estado Mayor (gru), es decir, la inteligencia militar. La información obtenida por estas agencias iba a manos del poderoso Departamento Central de Información, bajo el control directo del Buró Político, y más específicamente al secretariado secreto directamente sometido a Stalin. La vertiente de información suministrada por estas fuentes era presentada a Stalin por hombres como Beria, jefe de la policía política, y Golikov, jefe del gru. Hoy en día, ya no quedan dudas acerca de la abundancia de los avisos recabados por las agencias de inteligencia soviéticas sobre el inminente ataque alemán. El problema estuvo en que ni Stalin quería creer en las advertencias ni los hombres encargados de transmitírselas querían decirle lo que no deseaba oír. El terror estalinista funcionó para cerrar los canales de información o para distorsionarla. En sus Memorias, el almirante Kuznetsov relata una conversación sostenida en febrero de 1941 con Zhdanov, miembro del Buró Político y uno 40 P Á G 140 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle de los dirigentes más cercanos a Stalin. Es interesante reproducirla, ya que muy probablemente las opiniones manifestadas en esa ocasión por Zhdanov constituían el reflejo de lo que Stalin mismo pensaba. Kuznetsov preguntó a Zhdanov si éste consideraba las actividades alemanas en la frontera soviética como preparativos de guerra, y Zhdanov «sostuvo que Alemania no estaba en posición de hacer una guerra en dos frentes. Él interpretaba las violaciones del espacio aéreo soviético por parte de los alemanes y la concentración de fuerzas en la frontera como medidas de precaución tomadas por Hitler con el objetivo de ejercer presión sicológica sobre el liderazgo soviético, nada más».41 Para Zhdanov, las lecciones de la Primera Guerra Mundial mostraban que Alemania no podía ganar una guerra en dos frentes, y también que Hitler no cometería el error de lanzarse contra la urss sin haber sometido a Gran Bretaña. Fueron muchos los mensajes transmitidos a los servicios de inteligencia soviéticos sobre la inminencia de la ofensiva alemana. Barton Whaley, en su libro Código Barbarroja, enumera decenas de reportes enviados por muy diversos canales y recogidos por agentes en varias partes del mundo.42 Stalin tenía sus razones para descartar los mensajes provenientes de los servicios de inteligencia británicos y norteamericanos, ya que opinaba que los occidentales sólo buscaban mezclarlo en una guerra con los nazis. Pero hubo otras advertencias, de fuentes insospechables. Valentín Berezhkov, primer secretario de la Embajada soviética en Berlín a principios de 1941 relata en sus Memorias que en marzo de ese año habían comenzado a intensificarse los rumores sobre un próximo ataque alemán contra la urss. A principios de mayo, sobre la base de informaciones que hasta detallaban la fecha probable de la invasión, el personal especializado de la misión diplomática preparó un informe en el que se concluía que la ofensiva alemana era inminente. Ese informe fue, desde luego, enviado de inmediato a Moscú. 43 Las tres más famosas redes de espionaje soviéticas en la Segunda Guerra Mundial: la «orquesta roja», dirigida por Leopold Trepper y activa en Alemania, Francia y Bélgica; el grupo dirigido por el geógrafo húngaro Sándor Radó (conocido por el nombre código «Dora», y que contaba con los servicios del súper espía «Lucy») con sede en Sui41 42 43 Ibid., p. 668. Barton Whaley, Codeword Barbarossa. Cambridge: The mit Press, 1973. Ainsztein, p. 666. P Á G 141 Leopold Trepper, The Great Game. London: Michael Joseph, 1977, p. 126. Sándor Radó, Codename Dora. London: Abelard, 1977, pp. 55-58. Stalin za, y por último el enigmático Richard Sorge, agente soviético en Tokio, conocieron con anticipación detalles precisos sobre los planes de guerra alemanes y los transmitieron a Moscú, sin que ello surtiese el efecto deseado. Tanto Trepper como Radó sobrevivieron la guerra y publicaron Memorias, que contienen revelaciones verdaderamente fascinantes sobre sus labores de espionaje en favor de la Unión Soviética y los éxitos logrados. Trepper afirma que: «En febrero [1941] envié un reporte detallado a Moscú, indicando el número exacto de divisiones alemanas que estaban siendo transportadas desde Francia y Bélgica hacia el Este. En mayo, a través del agregado militar soviético de Vichy [sector no ocupado de Francia], general Susloparov, envié el plan de ataque alemán e indiqué su fecha original [15 de mayo], luego la fecha revisada y la fecha final».44 Por su parte, Radó reproduce los textos de varios mensajes transmitidos a Moscú entre febrero y junio de 1941, en los que se confirmaba no solamente la decisión alemana de atacar sino que también se daban detalles sobre la cantidad, características y distribución de las unidades de combate desplegadas ante la urss.45 Stalin, sin embargo, no recibía este material de inteligencia «en estado puro», es decir, tal y como era enviado por sus agentes desde el exterior. Antes de llegar a sus manos, las más valiosas informaciones eran procesadas por Golikov, jefe del gru (Servicio de Inteligencia del Ejército Rojo), quien rendía cuentas a Stalin personalmente. Los informes eran transmitidos a Stalin bajo dos clasificaciones: los provenientes de «fuentes confiables» y aquellos que se consideraban provenientes de «fuentes dudosas». De acuerdo con el oficial que de hecho entregaba las carpetas de informes a Stalin, éste tomaba primeramente y con evidente interés lo que venía clasificado como «dudoso» y que podía reafirmar su política de inactividad ante los signos de una creciente amenaza nazi: «Todo lo que tendiese a confirmar que Hitler había marcado a Gran Bretaña como su verdadero objetivo, y que los movimientos de tropas hacia el Este no eran más que una enorme y complicada treta, era clasificado por Golikov [consciente de lo que su jefe deseaba oír] como “confiable”». Las vitales y cada vez más detalladas informaciones de Richard Sorge desembocaban inevitablemente en la carpeta de reportes «dudosos» y 44 45 P Á G 142 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle eran depositados en el limbo de los archivos. «La exposición completa del Plan Barbarroja fue ciertamente sometida por Golikov a Stalin, pero presentada (de acuerdo con un historiador soviético que leyó el documento) como la obra de “agentes provocadores” interesados en promover una guerra entre Alemania y la urss».46 El mariscal Zhukov también ha sugerido en varias oportunidades que Golikov no transmitió a Stalin toda la evidencia existente sobre los preparativos bélicos de Alemania contra la Unión Soviética. El 20 de marzo de 1941 Golikov había transmitido una nota a los miembros del aparato de inteligencia y espionaje, indicándoles que «todos los documentos que sugieran que la guerra es inminente deben ser vistos como falsificaciones emanadas de fuentes británicas o aun alemanas».47 Podría pensarse que estos testimonios reducen la culpabilidad de Stalin en la debacle que sobrevino sobre su país en junio de 1941, pero no hay que olvidar que Stalin quería creer que el ataque no se produciría, al menos no en ese momento, y que a pesar de los numerosos indicios, no todos ellos suprimidos por Golikov, de que los alemanes habían cambiado su actitud ante la urss, de las múltiples violaciones del espacio aéreo soviético por parte de aviones de observación de la Luftwaffe, y de las advertencias provenientes de diversos agentes en varios lugares de Europa, Stalin cerró sus oídos ante el murmullo creciente de los preparativos nazis; de esta manera, los tanques y aviones de Hitler lograron abalanzarse sobre un Ejército Rojo desprevenido y vulnerablemente concentrado cerca de las fronteras. De los 3.800.000 hombres que componían las Fuerzas Armadas alemanas, Hitler lanzó 3.200.000 contra la urss en la más ambiciosa de sus operaciones militares, la más grandiosa y cruel de las campañas de la Segunda Guerra Mundial. Como dice Alec Nove: No es posible culpar a Golikov por lo ocurrido. Él sabía bien que «el jefe» pensaba que los alemanes no atacarían, al menos no ese año. Sabía igualmente que miles de oficiales habían sido fusilados por órdenes del jefe sólo pocos años antes. Era demasiado arriesgado decir la verdad. El terror a Stalin y su escogencia de hombres de segunda clase como sus colegas contribuyeron a acentuar su incapacidad para percibir la realidad. 48 46 47 48 John Erickson, The Road to Stalingrad, pp. 88-89. Trepper, p. 127. Nove, Stalinism..., p. 83. P Á G 143 Stalin Algunos comandantes soviéticos, actuando por iniciativa propia, lograron poner a sus tropas en estado de alerta, pero en la mayoría de los frentes los alemanes lograron una sorpresa táctica total gracias a la obstinación y –aparentemente– falta de información de Stalin. El «hombre de acero» había cometido uno de los más serios errores de su carrera. A las 3:15 de la mañana del 22 de junio de 1941, la línea gigantesca de la frontera occidental soviética se iluminó con el fuego de miles de baterías, tanques, aviones y tropas alemanas. El ataque había comenzado. A las 5:30 a.m., hora de Moscú, el embajador alemán Von Schulenburg entregó a Molotov la declaración de guerra de Hitler. Fue solamente cuando su ministro de Relaciones Exteriores le hizo llegar el documento que Stalin se convenció de que definitivamente la urss estaba en guerra con la Alemania nazi. El pacto con Hitler había sido su creación, sobre él descansaba su política, y mientras el pacto durase también se mantenía su éxito. La guerra conmocionaba radicalmente los cimientos del régimen y ponía en cuestión su poder. Una nueva etapa comenzaba para Stalin, la más difícil de su trayectoria como jefe de Estado. De ella saldría airoso, proyectando una imagen plena de poder y prestigio; mas los costos de su victoria fueron enormes, y lo que los hace más terribles es que en parte hubiesen podido evitarse. Pero Stalin no sólo no creyó en el ataque alemán, sino que tampoco fue capaz de tomar medidas preventivas que le asegurasen contra sorpresas desagradables. Esta es la pregunta que se hace el almirante Kuznetsov: «¿Por qué Stalin no tomó ni siquiera medidas simples de precaución? Un hombre con su experiencia política debió haberse dado cuenta de que la única manera de hacer entrar en razón a un agresor potencial es demostrar la disposición de devolver golpe por golpe». Stalin, no obstante, ... al entender que sus cálculos habían estado equivocados, que las Fuerzas Armadas soviéticas y el país como un todo no estaban suficientemente preparados para la guerra [...] reaccionó con furia patológica contra las medidas preventivas de nuestras tropas. Llegamos así a una situación en la cual los aviones de reconocimiento alemanes fotografiaban nuestras bases y a nosotros se nos ordenaba no dispararles. 49 Citado por Ainsztein, p. 670. 49 P Á G I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle 144 Los desastres que se iniciaron para la urss el 22 de junio de 1941 tuvieron sus raíces en la estructura misma del sistema estalinista, en las purgas de los años 1930, en el terror generado por el aparato represivo que impuso sobre el pueblo soviético y sus élites políticas, científicas y militares una actitud de total sumisión a la voluntad de un solo hombre: Stalin. Ahora, con las divisiones Panzer de Hitler irrumpiendo ferozmente dentro de la urss, el «hombre de acero» se veía obligado a enfrentar el peligro mortal que tanto había tratado de evitar. Stalin, Comandante Supremo Diversos analistas de la guerra germano-soviética han sostenido que, dados la superioridad de la Wehrmacht y los efectos de la sorpresa, era extremadamente difícil que aun el más experto comandante militar hubiese podido impedir las grandes pérdidas humanas y territoriales que sufrió la urss durante los primeros meses del conflicto. Pero a estas alturas ya no cabe duda de que la insistencia de Stalin en no ceder terreno bajo ninguna circunstancia, su preferencia por la defensa estática, su apoyo a la doctrina de la ofensiva a ultranza y su ceguera ante las intenciones de Hitler, acrecentaron los costos del conflicto y complicaron todavía más el panorama para el Ejército Rojo. En términos estrictamente militares las tropas hitlerianas fueron al ataque con varias ventajas sobre sus adversarios. En primer lugar, había una notoria discrepancia en la calidad de los armamentos de ambos contrincantes. Cuantitativamente, los soviéticos poseían mayor número de tanques y aviones de combate que la Wehrmacht, pero estos equipos soviéticos eran anticuados en comparación con los modelos alemanes. La urss se había enfrascado desde antes de 1939 en un ambicioso programa de renovación de equipos bélicos, y a partir de finales de 1941 comenzaron a hacer su entrada en los frentes de batalla tanques y aviones que, como el famoso t-34, el mejor de los tanques de la Segunda Guerra Mundial, eventualmente inclinaron la balanza cualitativa a su favor. No obstante, en la primera etapa de la guerra aviones como el i-16 o el bombardero tb-3 se hallaban ampliamente superados por los Messerschmitts alemanes, y lo mismo ocurría con el tanque t-26, menos blindado, versátil y potente que los Panzer nazis. En ese primer período de enfrentamientos la mayoría de los aviones de combate soviéticos carecían de equipos de radio, lo cual deterioraba enormemente su desempeño P Á G 145 Stalin táctico. Por otra parte, las unidades soviéticas eran muy inferiores a las alemanas en cuanto a medios de transporte. Los camiones eran escasos, así como los depósitos de combustible y los sistemas para movilizarlo de un sitio a otro. Esta falta de medios de transporte, así como las serias deficiencias en los medios de comunicación (particularmente inalámbricos) hacían que las respuestas soviéticas a las penetraciones alemanas experimentasen retrasos que les restaban su eficacia. En tercer lugar, el mariscal Zhukov y otros prominentes actores del conflicto nazi-soviético sostienen enfáticamente que en el momento del ataque los alemanes contaban también con una sustancial superioridad numérica sobre el Ejército Rojo. No hay que olvidar que Stalin se había negado a ordenar la movilización general antes de que comenzase la ofensiva; por lo tanto, buen número de unidades soviéticas estaban reducidas y el proceso de crear nuevas divisiones marchaba con lentitud. De lo que sí no quedan dudas es de que en los sectores escogidos para avanzar, los nazis tenían una aplastante superioridad en hombres y máquinas. En cuarto lugar, y quizás era ésta la diferencia más importante, durante la etapa de choques iniciales las tropas alemanas aventajaban a las soviéticas en espíritu de lucha, capacidad táctica y nivel general de entrenamiento. Las purgas de Stalin habían diezmado al cuerpo de oficiales del Ejército Rojo, deteriorando también la moral de las tropas y su confianza en sus líderes militares. Hitler sabía que la urss era un gigante, pero estaba seguro de vencerlo ya que estaba convencido de que Stalin lo había convertido en un coloso con pies de barro. El Führer nazi estaba equivocado, pero no del todo. El lunes 23 de junio de 1941, el segundo día de la guerra, el gobierno soviético se dio a sí mismo una estructura de comando con el establecimiento de un órgano de gran importancia: el Stavka o Alto Mando, presidido por Stalin como «comandante en jefe» de las Fuerzas Armadas soviéticas. Al Stavka, que era de hecho el Estado Mayor de Stalin, correspondía la dirección estratégica de la guerra en la cual los diferentes grupos del Estado Mayor basaban su actividad. Como institución, el Stavka incluía mariscales de la urss, el Jefe del Estado Mayor General, los jefes de las fuerzas aéreas y navales y, más avanzado el conflicto, también comandantes de ejércitos y otros servicios. El Stavka era también un centro de comando dentro de los muros del Kremlim, un «cuarto de guerra» con su propia infraestructura y centro de comunicaciones, que pronto se convirtió en instrumento de gran centralización. P Á G I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle 146 La dirección suprema del esfuerzo de guerra, es decir, el control político de la lucha estaba concentrado en un pequeño consejo de defensa, el «Comité de Defensa del Estado», que virtualmente reemplazó a los órganos de conducción del Estado y el Partido Comunista. El Comité estaba integrado por cinco miembros: Stalin, que lo presidía; Molotov, encargado de la diplomacia soviética; Beria, el temible jefe de la policía secreta y encargado de los asuntos domésticos; Voroshilov, quien tenía a su cargo las relaciones entre las Fuerzas Armadas y las autoridades civiles, y por último, Malenkov, en representación del partido. Estos hombres eran incondicionales de Stalin, y en ellos se concentraba un poder de decisión que no era sino el reflejo del poder de su comandante supremo. Al comenzar el ataque alemán, Stalin, seguramente lleno de preocupación y quizás asaltado de oscuros temores, se apartó por completo de actividades públicas, encerrándose en sus habitaciones y centros de mando del Kremlin. El pueblo soviético sólo pudo escucharle casi dos semanas más tarde, el 3 de julio de 1941. Algunos comentaristas, con muy escasa evidencia para sostener tal tipo de aseveraciones, han afirmado que durante esos días Stalin cedió a la depresión y al descontrol, vagando en estado de ebriedad por el Kremlin, expresando sus temores de derrota a sus más íntimos colaboradores. Estos rumores carecen de credibilidad; el entonces general Voronov, quien se encontraba en esa época en el Kremlin en diario contacto con Stalin, reporta no una extraña «desaparición» hacia un lejano mundo de lamentaciones y torpor alcohólico, sino su nerviosismo y actitud errática en las discusiones del Alto Mando sobre las medidas a tomar para hacer frente al peligro mortal que se cernía sobre la urss. En esos días iniciales de la gran batalla que duraría cuatro años, Stalin parecía no comprender plenamente la verdadera naturaleza y dimensiones de la guerra que Hitler había desencadenado, ni apreciar las enormes dificultades que habrían de superar el Ejército y pueblo soviéticos para vencer al enemigo. El mismo día 22 de junio en la noche, cuando ya las unidades Panzer alemanas habían penetrado el frente en varios puntos, aniquilando o capturando numerosos grupos de combate soviéticos, el mariscal Timoshenko, con aprobación de Stalin, enviaba una orden al frente, la Directiva número 3, según la cual el Ejército Rojo debía tomar la ofensiva de inmediato y expulsar al enemigo con un ataque masivo que diese fin a la guerra de un solo golpe. Era evidente que Stalin no tenía una idea clara de la magnitud y poder de la ofensiva nazi y de los éxitos que estaba obteniendo. La ruptura en P Á G El pueblo soviético debe abandonar toda complacencia, no puede existir compasión con el enemigo [...] No debe haber lugar en nuestras filas para los cobardes [...] En caso de retirada forzada [...] todo aquello que pueda ser evacuado debe transportarse. No hay que dejarle al enemigo ni un solo vehículo, ni un solo vagón, ni una sola libra de grano ni un solo galón de combusti- 147 Stalin las comunicaciones entre el centro de comando en Moscú y los frentes de batalla fue un factor esencial en esto, pero había algo más: los triunfos alemanes se hacían tan amplios y devastadores que no era fácil para Stalin y sus colaboradores inmediatos asimilar su significado. Para sólo dar un ejemplo, en la mañana del 22 de junio la Luftwaffe había llevado a cabo una masacre contra la Fuerza Aérea roja, bombardeando y destruyendo no menos de 1.200 aviones de combate soviéticos, la mayoría de ellos estacionados en sus bases. La realidad pronto comenzó a hacerse evidente. Hay que imaginar a Stalin, solitario en su despacho del Kremlin, leyendo con estupor los informes de los frentes de batalla que hablaban de divisiones enteras aplastadas por los Panzer, de decenas de miles de prisioneros soviéticos, de la rápida penetración de las columnas blindadas de la Wehrmacht hacia las entrañas de la urss. Stalin había luchado duramente por el poder; ahora un riesgo mortal se perfilaba en el horizonte, y su poder personal, los logros de la revolución y la existencia misma de Rusia estaban en juego. Es posible que Stalin haya flaqueado por un momento, pero por algo se llamaba a sí mismo «hombre de acero»: tenía que dominar la situación, que superar los errores cometidos y erguirse ante la debacle que amenazaba todo aquello por lo cual había vivido. Para lograrlo, sólo le restaba acudir a esa vasta reserva de voluntad de lucha y sacrificio contenida en el pueblo soviético. El 3 de julio de 1941, Stalin se dirigió a esa gran masa humana, a los pobladores silenciosos de la «tierra del socialismo», a los millones de hombres y mujeres que con inusitada tenacidad habían levantado a la urss. El discurso empezó así: «¡Camaradas, ciudadanos, hermanos y hermanas, luchadores de nuestro Ejército y Armada, a vosotros me dirijo amigos míos!». Stalin nunca se había expresado en esos términos; Stalin era una presencia lejana y casi intangible a ojos del pueblo; él nunca les había llamado «amigos», nunca les había hablado de esa manera. La situación era grave, la hora era decisiva, se trataba de una cuestión de vida o muerte: P Á G 148 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle ble [...] Todo lo que no pueda ser evacuado, incluyendo metales, grano y combustible, debe ser completamente destruido [...] En las áreas ocupadas por el enemigo deben formarse grupos de guerrilleros. Las condiciones deben hacerse insoportables para el enemigo y sus cómplices. Deben ser perseguidos y aniquilados a cada paso y todas sus medidas deben frustrarse. Stalin estaba declarando una política de «tierra arrasada», de guerra a muerte contra un adversario implacable. La supervivencia misma de la nación corría peligro, y así como en 1812 el pueblo y el Ejército unidos habían enfrentado a Napoleón, el gran conquistador de Europa, derrotándolo decisivamente, en 1941, ante un conquistador mucho más poderoso y fanatizado, el pueblo y el Ejército soviéticos tenían que luchar una «guerra patriótica» y llevarla hasta un final victorioso. Stalin culminó su discurso, leído lentamente, con un estilo sobrio y sin altisonancias como era usual en este hombre de pocas palabras, haciendo un llamado al pueblo para «cerrar filas en torno al partido de Lenin y Stalin». El «hombre de acero» hacía referencia a sí mismo en tercera persona. El pueblo comprendió. Con su intervención radiada, relativamente corta, «Stalin no solamente creó la esperanza, casi la seguridad en la victoria, sino que estableció, mediante cortas y significativas frases, todo el programa a seguir durante la contienda por el conjunto de la nación. Apeló asimismo al orgullo nacional, a los instintos patrióticos del pueblo ruso. Fue un gran discurso en el sentido de haber electrizado a la gente movilizando sus energías».50 El pueblo soviético reconoció en ese discurso a la vez seco y férreo la voz de un jefe indomable. La urss podía sacrificar espacio para ganar tiempo y extraer un elevado costo al enemigo por cada kilómetro de su avance. No habría compasión, Stalin iba a enfrentar a Hitler con la más poderosa de las armas: una mayor fuerza de voluntad. El avance alemán continuó, pero a un precio cada vez más elevado. La Wehrmacht comprendió instintivamente que este nuevo enemigo no sería fácil de vencer. Los tanques de Guderian comenzaron a aproximarse a Moscú. Stalin ordenó a Zhukov, un militar joven, que había ascendido basado en su comprobada habilidad táctica y estratégica, que se encargase de preparar las defensas de la capital. Zhukov venía de Leningrado, donde había delineado los planes y establecido la organización que per50 Alexander Werth, Rusia en la guerra, 1941-1945, vol. 1. México: Grijalbo, 1968, pp. 170-171. P Á G 149 Stalin mitirían a la ciudad soportar el terrible sitio a que la someterían las tropas de Hitler. El 16 de octubre, departamentos gubernamentales y embajadas extranjeras iniciaron su evacuación desde Moscú hacia la ciudad de Kuibyshev. Los tanques de Hitler se hallaban cerca, y nada parecía ser capaz de detener el ímpetu de la ofensiva alemana. La población civil conoció el pánico, pero Stalin no abandonó Moscú. Su presencia allí, en esa hora de peligro supremo, era importante. El 6 de noviembre (según el viejo calendario ruso) se celebró el aniversario de la Revolución. Como de costumbre, el Soviet de Moscú celebró una sesión solemne, pero esta vez en una estación subterránea del metro, Stalin se dirigió a la asamblea. A la mañana siguiente, con los alemanes desplegándose para el ataque a pocas millas de distancia, Stalin presidió el tradicional desfile militar desde la terraza del mausoleo de Lenin en la Plaza Roja. Brigadas de voluntarios, unidades regulares del Ejército, columnas de viejos tanques t-26 y unos cuantos t-34, se desplazaron bajo la luz invernal horadando la nieve que cubría las calles. Todos se dirigían desde la parada militar directamente al frente de batalla. La ocasión era a la vez hermosa y trágica, heroica y patética. Stalin habló a los soldados, recordó la época de la guerra civil, «cuando tres cuartas partes de nuestro país se hallaban en manos de intervencionistas extranjeros» y la nueva nación soviética carecía de ejército y de aliados. Ahora, la urss poseía un poderoso ejército, y no estaba sola: «El enemigo no es tan fuerte como lo pintan [...] Alemania no podrá sostener este esfuerzo por mucho más tiempo. En unos cuantos meses, en medio año, quizás en otro año, la Alemania hitleriana reventará bajo la presión de sus crímenes [...] ¡que la bandera victoriosa del gran Lenin os guíe!». Con estas frases, Stalin despidió a los hombres que defenderían Moscú. Zhukov preparó las defensas de la capital casi en los últimos minutos de tiempo. El invierno ruso había llegado; los alemanes, confiados en una victoria rápida, carecían de equipos adecuados para condiciones invernales y la situación comenzaba a complicárseles. Los informes del espía Sorge desde Tokio habían convencido a Stalin de que los japoneses no atacarían la urss. Eso le permitió traer para la defensa de Moscú algunas de las mejores divisiones con que contaba el Ejército Rojo, las famosas «divisiones siberianas» del frente oriental. A pesar de las desesperadas peticiones de sus generales para que les suministrase refuerzos en diversos frentes, Stalin acumuló reservas para un contraataque desde las puertas de Moscú. Hitler no lo esperaba, el P Á G 150 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle Führer nazi ya había declarado que el Ejército Rojo «estaba destruido». Los comandantes alemanes así lo creían. Pero los soldados soviéticos, como sus ancestros en 1812, estaban dispuestos a resistir sin tregua. Entre ellos repetían: «Rusia es vasta, pero no queda espacio para retirarse. Detrás de nosotros está Moscú». A las 3:00 de la mañana del viernes 5 de diciembre de 1941, en temperaturas de menos 30 grados centígrados, comenzó la contraofensiva soviética. A pesar de que no pudieron lograrse plenamente los objetivos trazados por Stalin, los ataques soviéticos obligaron a los alemanes a retirarse más de 150 kilómetros en algunos lugares del frente. Las pérdidas nazis fueron considerables y la Wehrmacht experimentó su primera gran derrota en toda la guerra. Sólo la intervención personal de Hitler evitó el desastre de una retirada general y en desorden, que hubiese podido llevar a las Fuerzas Armadas alemanas a un destino parecido al del «gran ejército» de Napoleón en Rusia. La batalla de Moscú no fue militarmente decisiva, pero su importancia sicológica fue muy grande; se había ganado un invalorable respiro, la Blitzkrieg había sido detenida, forzando así un profundo cambio en la estrategia de Hitler; además, la batalla de Moscú demostró al soldado ruso que la Wehrmacht no era invencible. Stalin, con su actitud confiada y decidida aumentó su ascendiente entre sus generales y su prestigio ante las tropas y el pueblo. Al permanecer en el Kremlin en esos momentos cruciales, Stalin demostró su voluntad de triunfo. El mariscal Zhukov, un gran jefe militar, quien de hecho tenía poca simpatía por Stalin, le rindió sin embargo el siguiente tributo: «Pueden decir lo que quieran, pero ese hombre tiene los nervios de acero».51 ¿Qué puede decirse de la actuación de Stalin como comandante militar? Hay que tener presente que Stalin no era tan sólo el supremo jefe militar, sino también el supremo jefe político; Stalin había logrado una absoluta unidad de mando en su propia persona, y su acción no puede juzgarse únicamente en términos de su competencia militar, debe también tomarse en cuenta el factor político, su habilidad en la utilización de la guerra como instrumento político. Gran número de memorias publicadas después de la guerra por los más destacados comandantes militares soviéticos y por comentaristas extranjeros de la talla de Churchill, De Gaulle, Hopkins y otros que tu51 Citado por Werth, p. 15. P Á G 151 Stalin vieron la oportunidad de visitar a Stalin durante el conflicto y de apreciarle en su trabajo diario, permiten trazarse una muy clara idea de su actuación como comandante supremo. Todos estos autores coinciden en señalar que Stalin poseía genuinamente el mando, que era capaz de oír sugerencias y recomendaciones y de estimular el pensamiento crítico en sus más importantes subordinados, pero era él quien siempre tomaba la decisión final: Muchos visitantes del Kremlin quedaban asombrados de ver el gran número de asuntos, grandes y pequeños, militares, políticos o diplomáticos, acerca de los cuales Stalin personalmente tomaba las decisiones. Él era de hecho su propio comandante en jefe, su propio ministro de Defensa, su propio ministro de Aprovisionamiento, su propio ministro de Relaciones Exteriores y hasta su propio jefe de protocolo [...] Desde su mesa de trabajo, en contacto constante y directo con sus comandantes en los diversos frentes, Stalin analizaba y dirigía las campañas en el terreno de batalla. Desde esa mesa de trabajo Stalin condujo otra estupenda operación: la evacuación de cientos de fábricas y plantas industriales desde la Rusia occidental y Ucrania hasta el Volga, los Urales y Siberia, una evacuación que englobó no sólo máquinas e instalaciones sino también millones de obreros y técnicos y sus familias. Entre una función y otra, Stalin negociaba [con sus aliados] [...] o recibía a líderes guerrilleros provenientes de territorio ocupado por los alemanes, discutiendo con ellos operaciones que se ejecutarían cientos de millas tras las líneas enemigas. 52 En líneas generales, los diversos testimonios de los hombres que más cerca estuvieron de Stalin durante la guerra revelan que el líder soviético fue un eficaz jefe militar, con apreciable dominio de los problemas estratégicos y un buen conocimiento de las cuestiones técnicas sobre armamentos, operaciones y organización militar. Sobre todo, Stalin se distinguió por su interés en los aspectos logísticos de la guerra; numerosos autores se han referido al cuidado que ponía en el control y transporte de las reservas, y en la producción de todos los materiales necesarios para Deutscher, Stalin, p. 456. 52 P Á G I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle 152 el esfuerzo bélico. Armado de un creyón azul (que ha sido mencionado por Milovan Djilas, Zhukov y Churchill, entre otros), Stalin anotaba en una libreta las cifras de producción de tanques y aviones de combate, y mantenía escrupulosamente una lista de las reservas disponibles para reforzar los frentes de batalla más críticos. A veces, sólo Stalin conocía la verdadera situación de suministros de hombres y materiales; el número, equipamiento y condición de las reservas del Stavka eran un secreto bien guardado, cuyos detalles se reunían en la libreta de Stalin. En 1942 el líder soviético produjo sus propios «principios de la guerra» distinguiendo dos categorías: factores que operan en forma permanente y factores transitorios y fortuitos. Los factores «permanentes» son: cantidad y calidad de las tropas y de los equipos, la habilidad organizativa de los comandantes, la «moral del Ejército», y por último la «estabilidad de la retaguardia». Estos factores permanentes reflejan la tendencia de Stalin a enfatizar los aspectos materiales y de conceder prioridad a la existencia de una firme base económica. Tal como lo expresó en una conferencia dictada ante los miembros del «Politburó», «la guerra se gana en las fábricas». Vasilevsky, Zhukov, Shtemenko y otros generales soviéticos se han referido a la gran capacidad organizativa de Stalin y a su intensa labor en el terreno logístico. Zhukov y Shtemenko han descrito su habilidad para captar los elementos esenciales de una situación compleja, su cuidado por el detalle, su retentiva memoria y sus dotes para intuir dónde yacían la fortaleza y las debilidades de otros hombres. Contrariamente a Hitler, Stalin aprendió a ser tolerante hacia los puntos de vista de sus generales y a estimular su pensamiento crítico. Las purgas habían contribuido a cercenar la iniciativa y voluntad de los comandantes soviéticos, lo cual tuvo mucho que ver con la magnitud de las derrotas iniciales sufridas por el Ejército Rojo. Mas la lección no pasó inadvertida para Stalin, y en el transcurso del conflicto supo rodearse de un grupo de altos oficiales competentes en los campos de la planificación estratégica y ejecución de operaciones militares: Stalin no imponía a sus generales sus propios esquemas operacionales, sino que les indicaba sus ideas básicas, fundamentadas en un conocimiento excepcional de todos los aspectos de la situación: tanto económicos como políticos y militares. Stalin permitía a sus generales formular sus puntos de vista y elaborar P Á G 153 Stalin sus planes en los cuales él posteriormente basaba sus propias decisiones. Su rol parece haber sido el de un árbitro frío, sereno y experimentado. En caso de controversia entre sus generales, Stalin recogía las principales opiniones, consideraba sus ventajas y desventajas y eventualmente expresaba su opinión personal [...] Su mente, al contrario de la de Hitler, no producía luminosos proyectos y aventuradas invenciones estratégicas, pero su método de trabajo dejaba mayor libertad para la acción colectiva de sus comandantes y favorecía una relación más sólida entre el comandante en jefe y sus subordinados que la existente en el cuartel general del Führer nazi. 53 Hubo un punto acerca del cual Stalin y Hitler coincidían, y era éste el de no basar sus decisiones en cuanto a la promoción de oficiales a puestos de mando en consideraciones de antigüedad, prestigio o jerarquía. Para Stalin sólo contaba la eficiencia, en especial la eficiencia combativa. El líder soviético se caracterizaba por la severidad con la cual castigaba la incompetencia o falta de vigilancia de sus subordinados, así como también por la rapidez con la cual promovía a sus más capaces comandantes a posiciones destacadas. La selección fundamental de la élite militar que rodeó a Stalin a través de la guerra y que condujo al Ejército Rojo al triunfo tuvo lugar durante la batalla de Moscú, en el invierno de 1941, cuando Zhukov, Rokossovsky, Voronov y Vassilevsky entraron en escena en plenas facultades. Este proceso de selección continuó con la batalla de Stalingrado, en la cual Chuikov, Yeremenko, Vatutin, Rotmistrov y otros ganaron su bien merecida reputación de grandes jefes militares. Cherniakovsky, uno de los oficiales que más se distinguió en la batalla de Kursk, ascendió de mayor a general en muy corto tiempo, y estos «saltos» se hicieron frecuentes a todos los niveles. Casi todos estos hombres lograron sus victorias a los treinta o cuarenta años; eran jóvenes, pero capaces, tanto o más que sus enemigos. Vasilevsky, Samsonov y otros generales han rendido tributo a la habilidad de Stalin como estratega, y esta opinión ha sido confirmada por comentaristas de la talla de Churchill. En una de sus reuniones con el líder soviético durante su primera visita a Moscú, en agosto de 1942, Churchill comenzó a explicar a Stalin los objetivos y el significado de la Operación Ibid., pp. 482-483. 53 P Á G 154 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle Antorcha, en el norte de África, que los angloamericanos planificaban en ese entonces. Stalin se interesó enormemente en lo que decía Churchill, y tan pronto recibió los lineamientos fundamentales de la operación «Stalin pareció captar repentinamente todas las ventajas estratégicas de “Antorcha”, y enumeró cuatro razones principales para realizarla: en primer lugar, golpearía a Rommel por la espalda; en segundo lugar, atemorizaría y cercaría a España; en tercer lugar, generaría conflicto entre franceses y alemanes en Francia, y en cuarto lugar, expondría Italia a todo el peso de la guerra». Ante esto, Churchill comenta lo siguiente: «Quedé profundamente impresionado con esta reveladora afirmación que demostraba el completo dominio por parte del dictador ruso de un problema nuevo para él. Muy pocos hombres podrían haber comprendido en tan escasos minutos los objetivos con los cuales nosotros habíamos estado luchando a lo largo de varios meses. Stalin lo vio todo de un golpe».54 La centralización de las decisiones en manos del Stavka y de Stalin personalmente tuvo en ocasiones efectos negativos, debido a la falta de coordinación existente en ciertos casos entre lo que ocurría en el frente de batalla y las órdenes provenientes del Kremlin. No obstante, una mayoría de opiniones tiende a sostener que, dadas las condiciones de la guerra en la urss, era necesario centralizar la toma de decisiones y que el nivel de conducción político-estratégico de la guerra en el Stavka era elevado y de gran eficacia. Stalin mantenía contacto telefónico diario con los más importantes frentes de lucha, y cuando se requería, los comandantes eran trasladados por tierra o aire a Moscú para discutir a fondo los problemas. Todos los principales testigos coinciden en señalar que, una vez superadas las crisis iniciales, Stalin llegó a estar muy bien informado acerca de lo que sucedía a lo largo del inmenso frente ruso-alemán. Un amplio Estado Mayor y los muy extendidos servicios de inteligencia le suministraban los datos con los cuales establecía una clara pintura de los acontecimientos y de la evolución de los combates. Stalin dirigió la guerra encerrado en el Kremlin, asesorado por un brillante cuerpo de oficiales y sin buscar, como lo hacían Hitler y Churchill, el contacto directo con sus tropas. Para éstas, Stalin era el jefe indiscutido y la encarnación de la voluntad de resistencia soviética. La guerra elevó a Stalin a la posición de una especie de semidiós en la urss y a su conversión en una figura con visos legendarios. 54 Winston S. Churchill, The Second World War, vol. viii: Victory in Africa. London: Cassell, 1962, p. 65. P Á G 155 Djilas, p. 90. Milovan Djilas, Wartime. London: Secker & Warburgh, 1977, p. 389. Stalin Ahora bien, Stalin no era solamente el principal jefe militar de la urss, sino también el máximo jefe político. En él se concentraba todo el mando, y para juzgar adecuadamente su actuación de estratega hay que tomar en cuenta hasta qué punto supo conducir la guerra como un instrumento político. No cabe duda de que, desde esta perspectiva, Stalin ocupa el primer puesto como el estadista que logró los éxitos más rotundos en la Segunda Guerra Mundial. A pesar de que la urss estaba realizando una lucha por su propia supervivencia, Stalin no perdió de vista las amplias dimensiones políticas del conflicto y las posibilidades de transformación en el balance de poder que abría la guerra. En el invierno de 1941, con los alemanes todavía cerca de Moscú, Stalin recibió la visita de Anthony Eden, el ministro de Asuntos Exteriores británico. En esa ocasión, cuando aún estaba en duda que la Unión Soviética fuese capaz de detener el esfuerzo de conquista hitleriano, Stalin presentó a Eden todo un plan para la división de Europa en esferas de influencia. Este no era el tipo de proyectos que supuestamente un líder revolucionario debería diseñar; no obstante, como acto de realpolitik era audaz y demostraba el interés y la capacidad de Stalin para mirar más allá del presente hacia el futuro y la posición que asumiría la urss en la posguerra. En 1944 Stalin presentó ante Milovan Djilas su concepción acerca de la naturaleza política de la guerra mundial: «Esta guerra no es como otras en el pasado; ahora, aquel que ocupa un determinado territorio impone sobre el mismo su propio sistema social. Cada cual impone su sistema tan lejos como pueda llegar su Ejército; no podría ser de otra manera».55 Stalin sabía bien quiénes eran sus enemigos. Los nazis eran adversarios mortales; los angloamericanos eran aliados circunstanciales, pero en esencia eran también enemigos de la urss y del socialismo que volverían a mostrar su verdadero rostro tan pronto Hitler fuese derrotado. En sus Memorias, Djilas relata una anécdota que revela lo que sentía Stalin. En el transcurso de una reunión en el Kremlin, Stalin se detuvo ante un mapa en el cual la Unión Soviética estaba coloreada de rojo. Moviendo su mano sobre esa gran área, Stalin exclamó (refiriéndose a los británicos y norteamericanos): «¡Ellos nunca aceptarán la idea de que este inmenso espacio sea rojo, nunca jamás!».56 Bajo Stalin, la Unión Soviética ganó la guerra y emergió como el segundo poder de la tierra, rompiendo definitivamente el aislamiento a 55 56 P Á G 156 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle que había estado sometida desde la revolución de 1917. Los costos de esta victoria, no sólo en términos humanos y materiales sino también políticos, fueron enormes. La urss dejó de ser un «poder revolucionario», como de cierta manera lo había sido en los tiempos de Lenin, para convertirse en un «gran poder», guiada por un jefe implacable y tenaz. Como estratega, Stalin tuvo que aprender con la experiencia. En los primeros meses de la guerra, y sobre todo una vez que la amenaza inicial alemana había sido contenida a las puertas de Moscú, Stalin se mostró propenso a cometer dos tipos de errores: en primer lugar la subestimación del enemigo, y en segundo lugar la incapacidad de concentrar los golpes en áreas decisivas. Luego de la retirada de la Wehrmacht frente a Moscú, el Stavka comenzó la preparación de la primera gran contraofensiva soviética. Gracias a las instrucciones de Stalin, el plan fue establecido con base en operaciones ofensivas de una escala completamente desproporcionada respecto a los verdaderos recursos militares con los que de hecho contaba el Ejército Rojo. Por otra parte, en lugar de dirigirse masivamente hacia la destrucción del grupo de ejércitos Centro, precariamente sostenido por las órdenes de Hitler: «ni un paso atrás», el plan de contraofensiva proponía una expansión de los ataques hacia todos los frentes soviéticos, originando así una dispersión y debilitamiento del esfuerzo. Zhukov y Voznesenskii hicieron críticas al plan, pero Stalin no quedó convencido ya que en su opinión: «Los alemanes están totalmente desorganizados a raíz de su derrota en Moscú [...] Este es el momento más favorable para pasar a una ofensiva general».57 De hecho, la ofensiva soviética no tuvo los resultados esperados, debilitándose progresivamente hasta llegar a un desgaste generalizado alrededor de marzo de 1942. Durante esos meses se hizo difícil para los comandantes y miembros de su Estado Mayor convencer a Stalin sobre la realidad de la creciente resistencia alemana, aumento de las pérdidas soviéticas, sobreextensión de los frentes de batalla y peligrosa multiplicidad de objetivos. La «infalibilidad» estalinista se hacía sentir pesadamente en la toma de decisiones, y a pesar de que Stalin supo asimilar ciertas lecciones, la rigidez y carácter incuestionable de su mando fueron fuentes de muchos errores y fracasos. Hay aquí sin embargo una importante diferencia entre Stalin y Hitler. El líder nazi siempre se mostró sicológicamente incapaz para reconocer fallas o errores; en el caso de Stalin, como lo demuestran los 57 Citado por Erickson, The Road..., p. 297. P Á G Pueblo y ejército En Europa, la Segunda Guerra Mundial fue esencialmente una guerra ruso-alemana. Las tropas de Hitler estaban en plena retirada hacia sus fronteras nacionales mucho antes de que los angloamericanos desembarcasen en Normandía en julio de 1944. No es de extrañarse entonces que los soviéticos afirmen que fueron ellos los que llevaron el mayor peso de la batalla contra el nazismo, esto es simplemente cierto; ni tampoco cabe sorprenderse de las consecuencias de este triunfo en la transformación radical del balance del poder europeo y mundial. Los hechos tienden a demostrar que Stalin estaba probablemente más claro que Roosevelt y Churchill sobre el significado de los eventos militares que llevaron al Ejército Rojo desde las puertas de Moscú, los muros infranqueados de Leningrado y las ruinas de Stalingrado hasta Berlín y la propia Cancillería del Führer nazi. Stalin sabía que la victoria le daba el control de la mitad de Europa; el gobierno soviético buscaba esa zona de seguridad que también había inspirado en buena parte las negociaciones que condujeron a la firma del pacto con Hitler en 1939. Con la otrora orgullosa Wehrmacht aplastada por las ofensivas soviéticas, y con un Ejército Rojo poderosamente desplegado a todo lo largo de Europa central, nada podía quitar a Stalin los frutos de la victoria excepto al precio de otra guerra, que nadie estaba dispuesto a pagar. En las conferencias de Teherán y Yalta, Stalin se encontró en una posición bastante favorable con relación a Churchill y Roosevelt. Para ese momento, Churchill había comenzado a entender que la guerra no solamente había conducido a la destrucción del régimen nazi en Alemania, sino también a la subversión del «viejo orden» europeo y a la inevitable extensión de la influencia y el poder soviéticos. Churchill comprendía la situación pero tenía poco poder para hacer algo al respecto. Roosevelt, por su parte, tenía mucho poder pero poco realismo; su salud estaba quebrantada y sus aspiraciones idealistas sobre un mundo de armonía en la posguerra le impedían negociar con una clara perspectiva acerca del fu- 157 Stalin testimonios de varios de los hombres que trabajaron cerca de él durante la guerra (Zhukov, Shtemenko, etc.) la situación era distinta, ya que el dictador soviético permitía en muchas ocasiones la crítica, y era capaz de reconocer equivocaciones y volver atrás en algunas de sus decisiones. En este aspecto, Stalin fue mucho más inteligente y sagaz que Hitler. P Á G 158 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle turo. Stalin tenía poder, una salud de hierro y una visión política moldeada a través de las más duras y difíciles experiencias personales, que le habían conducido a imponerse sobre adversarios de la talla de Trotsky y Bujarin y, en última instancia, a vencer a Hitler. A Stalin, como a todo gran político, no le guiaba la piedad ni le perturbaban los remordimientos; quizás era él el único que realmente captaba en qué situación se encontraba cada uno de los líderes que participaron en esas famosas conferencias. Él, el «hombre de acero», había logrado mucho y sobrevivido aún más; su posición era por lo tanto la más favorable y supo sacarle provecho, promoviendo a toda costa los intereses de la urss tal y como los interpretaba. Mas esa victoria no fue exactamente la victoria de Stalin; estaba abierta, y aún lo está, la pregunta de hasta qué punto el triunfo se logró gracias a él o a pesar de él. Su nombre quedó asociado con la heroica lucha que sacó a la urss del desastre y la llevó a la aniquilación del Tercer Reich; el endiosamiento de Stalin después de la guerra oscureció y colocó tras una cortina de secreto y falsificación muchos de sus errores, y, peor aún, colocó en lugar subordinado la inmensa historia del combate y los sacrificios del pueblo soviético. Fue este pueblo y su Ejército los que ganaron la guerra. Sin duda, la mitología de Stalin y su energía como líder dieron al pueblo de la urss elementos de inspiración y de confianza en la victoria, pero ésta jamás se habría obtenido sin la voluntad inconquistable de las masas soviéticas. Los nazis cometieron el más grave de sus errores al subestimar a los soviéticos y tratarles como «una conglomeración de animales», como una «raza inferior» que sucumbiría fácilmente bajo el impacto de los Panzer y la Blitzkrieg hitleriana. Desde los comienzos de «Barbarroja» pudieron los nazis percibir los signos de la verdadera realidad. Esta realidad fue confirmada por el comandante del Sexto Ejército soviético ante el alto mando alemán, luego de ser capturado por tropas nazis en los primeros días de combate: con el destino de su país en la balanza, el pueblo soviético pelearía hasta el fin; nada importaban las pérdidas territoriales y las limitaciones y defectos del régimen estalinista. Rusia jamás se rendiría. 58 Al producirse el ataque alemán, la Unión Soviética estaba en desventaja en cuanto a preparativos militares y económicos y en relación con las 58 Citado por Erickson, The Road..., p. 232. P Á G 159 Stalin capacidades industriales de ambos contendientes. El problema se agravó críticamente por la pérdida de valiosos territorios que contenían buena parte de la riqueza agrícola e importantes instalaciones industriales de la urss. Muy pronto, sin embargo, el esfuerzo de producción soviético comenzó a equilibrar la situación. Este fue un logro que bien puede calificarse de sobrehumano. El primer Plan de Movilización Económica y el plan de producción de municiones quedaron listos una semana después de iniciarse la guerra. Elaborados por la Comisión de Planificación del Estado («Gosplan») bajo la dirección de N. A. Voznesenskii, el plan contemplaba un enorme esfuerzo de evacuación de plantas, fábricas, instalaciones de diversos tipos, obreros, técnicos, científicos y otros muchos elementos humanos y materiales hacia el Este, hacia los Urales, Siberia y Asia central, así como también la acelerada explotación de estos territorios que constituían una impresionante reserva de recursos de todo tipo. En estas áreas se construirían «bases de evacuación» en las cuales se levantarían nuevos y poderosos centros industriales. Entre los meses de agosto y octubre de 1941, cerca de un 80% de la industria de guerra soviética estaba «sobre ruedas», siendo transportada desde sus ubicaciones iniciales hacia los Urales; lo que no podía ser transportado era destruido sin contemplaciones, incluyendo obras de tal envergadura como la represa en el río Dniéper, uno de los más espectaculares logros de los primeros planes quinquenales. Dentro de este enorme esfuerzo de movilización, el sistema ferrocarrilero soviético cumplió un papel relevante: en los primeros tres meses de la guerra los trenes habían transportado 2.500.000 soldados a los frentes de batalla, y transferido 1.523 plantas industriales, 455 a los Urales, 210 a la Siberia occidental, 200 a la zona del Volga y más de 250 a Kazakhstan y Asia central. Las tensiones y dificultades de todo tipo originadas en este proceso fueron inmensas, pero se impuso la férrea disciplina de una población entregada en su gran mayoría a una lucha sin cuartel contra el invasor. Las proezas individuales y de grupo se multiplicaron; para sólo citar dos casos, en Saratov, las maquinarias de una fábrica de aviones de combate, transferida allá poco antes, comenzaron a funcionar sin que aún se hubiesen levantado las paredes y el techo de la planta, y catorce días después de que se descargasen los últimos instrumentos de producción salió el primer cazabombardero de las líneas de ensamblaje, listo para entrar en acción. El 8 de diciembre de 1941, las plantas de ensamblaje de P Á G 160 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle tanques de Kharkov, ahora situadas a cientos de kilómetros de su localización original, produjeron sus primeros tanques t-34, sólo diez semanas después de que los últimos ingenieros habían abandonado las instalaciones en Kharkov con los alemanes pisándoles los talones. Esta extraordinaria hazaña sólo fue posible gracias al patriotismo y espíritu de sacrificio del pueblo soviético. Durante la guerra, la urss experimentó una verdadera «revolución industrial», a pesar de toda la destrucción traída por los nazis. Las exigencias del conflicto, la lucha por la supervivencia, demandaron el máximo de las capacidades de hombres y mujeres soviéticos, los cuales respondieron con creces. La ayuda económica que a partir de fines de 1941 enviaron norteamericanos y británicos a la urss alivió algunos problemas, en especial en lo referente a suministro de camiones, equipos de radio y comida enlatada, pero sería absurdo atribuir a esta ayuda los fantásticos logros de producción soviéticos durante el conflicto. Como dice Alec Nove: El hecho de que, para fines de 1942, los rusos estuviesen produciendo más tanques y aviones que los alemanes [...] se debió ante todo al espíritu de sacrificio y al duro trabajo del pueblo. Qué tan grandes fueron los sacrificios es algo que no se entiende aún en Occidente. La comida era escasa, pues las principales zonas agrícolas habían sido capturadas, y los sistemas de transporte estaban sometidos a una incesante presión por las exigencias bélicas. En la retaguardia, mucha gente estaba hambrienta; vivían en alojamientos sobresaturados con varias familias ocupando una sola habitación. Las horas de trabajo extra eran muchas y la disciplina militar fue impuesta sobre la población civil. La producción de bienes de consumo se paralizó casi por completo; ropa y otras necesidades de ese tipo eran casi imposibles de obtener. En ningún otro país se dio tan alta prioridad a la realización de una guerra total. Para este propósito, el sistema político y los mecanismos de planificación estalinistas eran invalorables. Mas éstos jamás habrían tenido éxito si el pueblo no hubiese respondido. 59 Los costos que pagó la urss por su victoria fueron muy altos y han dejado una huella indeleble en ese país. Más personas perecieron en Lenin59 Nove, Stalinism..., pp. 90-91. P Á G El avance de un ejército ruso es algo que los occidentales no pueden imaginar. Detrás de las columnas de tanques se abalanza una vasta horda, casi toda sobre caballos. El soldado lleva un pequeño saco a sus espaldas con pedazos de pan seco y vegetales crudos recogidos en su marcha a través de campos y villas. Los caballos comen la paja que cubre el techo de las casas abandona- 161 Stalin grado solamente que el total de británicos y norteamericanos muertos por diversas causas a lo largo de toda la guerra. Se calcula que las pérdidas militares soviéticas alcanzaron la cifra de 10 millones de muertos, de los cuales alrededor de 3 millones fallecieron en los campos de prisioneros debido al absoluto descuido y al inhumano tratamiento de sus captores. Un «detalle» que faltaba cubrir en los planes de la Operación Barbarroja se refería precisamente a los prisioneros de guerra. Se buscaba capturar grandes masas de prisioneros, pero los planificadores nazis no se preocuparon por responder a la pregunta de cómo mantenerlos una vez que cayesen en sus manos. A las pérdidas militares hay que añadir las civiles, que ascendieron también a los 10 millones; parte de ellas pereció a manos del enemigo, las demás a causa del hambre y las enfermedades. El Ejército Rojo, que en las primeras de cambio había sufrido severas derrotas, pronto se recuperó, llegando a convertirse en una maquinaria de gran calidad profesional y en la fuerza militar dominante en Europa. La batalla de Stalingrado en el invierno de 1942-1943, ha quedado como una de las páginas más heroicas en la historia de la guerra. Stalingrado fue un golpe psicológico decisivo, pero el golpe más crucial desde el punto de vista militar fue asestado contra la Wehrmacht en Kursk, en el verano de 1943. Kursk ha sido la batalla de tanques más grande de la historia; en esa ocasión, las tropas de Hitler sucumbieron ante el nuevo poderío soviético y vieron sellada definitivamente su derrota. A partir de ese momento, los ejércitos nazis empezaron la retirada que les llevaría, dos años más tarde, hasta las propias calles y derruidas edificaciones de Berlín, enfrentando a las tropas rusas que penetraban en el humeante búnker del Führer. Algo que hay que tener claro es que el Ejército Rojo que combatió en Kursk, Kiev, Moscú, Leningrado, etc., era una fuerza eminentemente popular, una verdadera fuerza telúrica lanzada a la defensa de su país. El general alemán Manteuffel se refirió en los términos siguientes al Ejército Rojo, en una conversación con el estratega británico Basil Liddell Hart: P Á G 162 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle das; ambos consumen poco aparte de eso. Los rusos están acostumbrados a avanzar por tres semanas o más de esa manera. No es posible detenerlos como se detiene a un ejército ordinario cortando sus comunicaciones, pues muy raras veces se consigue alguna columna de suministros a la cual atacar. 60 La guerra en la urss se convirtió para los alemanes, como había ocurrido con Napoleón, en una pesadilla de la que sólo se quería salir lo antes posible. Ya en noviembre de 1942, para el momento en que se desencadenaba con plena intensidad la Operación Uranus desatada por el Ejército Rojo en torno a Stalingrado, las fuerzas soviéticas sumaban 6.124.000 hombres apoyados por 77.734 cañones y morteros, 6.956 tanques y 3.254 aviones de combate. En los frentes de batalla, el Ejército Rojo desplegaba 391 divisiones, varias brigadas blindadas y mecanizadas independientes y quince cuerpos de tanques. En su reserva, el Stavka mantenía 25 divisiones, siete grupos de infantería y brigadas blindadas independientes, y trece cuerpos de tanques y grupos mecanizados. Frente a este potencial los planes de Hitler no podían materializarse, y Stalin, confiado en sí mismo y en las fuerzas a su disposición, así lo sabía. La revolución traicionada En 1936, en su exilio noruego, Trotsky redactó uno de sus más complejos e impactantes libros: La revolución traicionada. El título hizo creer a muchos que el libro representaba la ruptura definitiva de Trotsky con la Unión Soviética de Stalin y el estalinismo. En realidad, la argumentación de Trotsky era más sutil y a ratos difícil de seguir en sus complicados vaivenes dialécticos. El libro representaba la reacción de Trotsky ante el anuncio oficial del Kremlin, según el cual la Unión Soviética «ya 60 B. H. Liddell Hart, The German Generals Talk. New York: William Morow, 1948, p. 116. P Á G 163 Deutscher, Trotsky..., pp. 277-278. Stalin había alcanzado el socialismo», dándose a la vez a sí misma «la Constitución más democrática del mundo». Stalin fundamentaba sus fanfarrias sobre la «llegada del socialismo» a la urss en los progresos experimentados por el proceso de industrialización, la relativa consolidación de la agricultura colectivizada y en el hecho de que la nación parecía estar dejando atrás el hambre y las persecuciones de los primeros años de la década de 1930. Para Trotsky, esta pretensión estalinista era absurda y contradictoria. En primer lugar, Trotsky señaló que el predominio de los mecanismos sociales de propiedad no constituía de por sí todavía el socialismo, aun cuando éstos eran sus prerrequisitos esenciales; el socialismo tenía que basarse en una economía de la abundancia y no podía darse en las condiciones de atraso y escasez que seguían predominando en muchos sectores de la urss. En segundo lugar, el socialismo era incompatible con las desigualdades de tipo económico y social aún presentes a diversos niveles en la sociedad soviética, y con los privilegios que poseía la «casta burocrática» en control del aparato del Estado. En tercer lugar, Trotsky indicó que el socialismo era inconcebible sin la gradual extinción del Estado; en la Unión Soviética estalinista, el Estado, en lugar de languidecer y apagarse se había fortalecido en forma extraordinaria, acentuando particularmente sus poderes coercitivos y centralizando radicalmente el proceso de toma de decisiones de interés colectivo. Por último, Trotsky insistió en que la idea del socialismo no podía de ninguna manera armonizarse con las persecuciones, las purgas y el culto a la personalidad, que eran parte inherente del régimen estalinista. Para Stalin, el «cerco» al cual estaba sometida la urss por parte de las potencias capitalistas impedía el debilitamiento del Estado soviético; para Trotsky, esto constituía una admisión indirecta de que la tesis del «socialismo en un solo país» era una farsa, que distorsionaba la verdadera esencia de la idea socialista como proyecto de carácter internacional. 61 Trotsky pensó que de continuar aumentando los poderes de control y los privilegios de la burocracia, la urss corría el riesgo de una restauración del capitalismo; pero el poder de Stalin descansaba sobre una economía socializada y planificada, y él también comprendía que una restauración capitalista significaba su propio fin: 61 P Á G 164 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle ... de ahí que se lanzara contra su propia burocracia, y [...] la diezmara en cada una de las purgas sucesivas. Uno de los efectos de las purgas fue impedir que los grupos de administradores se consolidaran como un estrato social. Stalin estimulaba sus instintos voraces y les retorcía el pescuezo [...] Mientras por una parte el terror aniquilaba a los viejos cuadros bolcheviques e intimidaba a la clase obrera y el campesinado, por otra parte mantenía a la burocracia entera en un estado de flujo, renovando permanentemente su composición y no permitiéndole pasar de una condición de amiba o protoplasma a la de un organismo compacto y articulado con una identidad sociopolítica propia. 62 En La revolución traicionada, Trotsky trató de analizar la situación de la urss y las perspectivas del estalinismo; muchas de sus apreciaciones fueron acertadas, pero se equivocó en un punto muy importante: perdió nuevamente de vista la tenacidad y astucia de Stalin; el «hombre de acero» no era el representante de la nueva burocracia, era al mismo tiempo su expresión y su verdugo. ¿Traicionó Stalin a la revolución? Es difícil dar una respuesta simple y clara a esta pregunta. Puede articularse un argumento a favor de Stalin, pero es también fácil construir un devastador argumento en su contra. Stalin empezó a ascender hacia el poder en un país atrasado, pleno de campesinos pobres, exhausto luego de una formidable revolución y de una cruel guerra civil, rodeado de enemigos que buscaban su destrucción y con una economía casi totalmente en ruinas. Al morir, tres décadas más tarde, Stalin era el jefe supremo de uno de los dos superpoderes mundiales, con una industria y una tecnología sólo sobrepasadas por las de los Estados Unidos y capaces de producir la bomba de hidrógeno. Durante su período de mando, las fronteras del viejo Imperio ruso fueron casi del todo restauradas, la influencia soviética se extendió a Europa oriental, China se hizo comunista, y en la urss se expandieron la educación y los servicios sociales a todos los niveles. Los defensores de Stalin, que siguen siendo muchos, pueden apuntar a éstos, así como a otros logros para sostener la «necesidad» de los métodos empleados: la estrategia económica de Stalin, basada en la colectivización forzada, fue lo que salvó a la urss de la amenaza nazi. Esto significa férrea disciplina, 62 Ibid., p. 282. P Á G 165 Stalin represión, sacrificios; era indispensable avanzar rápidamente y sin contemplaciones. A fin de cuentas (argumentaría este hipotético personaje), Stalin fue una figura positiva, como revolucionario y como estadista, para la Unión Soviética y para la causa del socialismo. Los adversarios de Stalin, y entre éstos los innumerables marxistas de una y otra especie, criticarían ante todo sus métodos; su cruel indiferencia hacia la vida humana; su oportunismo; sus serios errores de política interna y exterior; el dogmatismo que impuso sobre la actividad intelectual, científica y artística; la destrucción que hizo caer sobre el Partido Bolchevique como organismo capaz de pensar y discutir con relativa libertad diversos puntos de vista; el aliento que dio al culto de su persona y que desbordó los límites más inimaginables; el encono con el cual persiguió a sus opositores y que llegó en muchas ocasiones hasta los familiares y amigos de éstos y sobre muchas otras víctimas inocentes; el terror generalizado que desencadenó sobre la sociedad soviética, y quizá más que todo lo ya mencionado, la subordinación en que colocó los intereses de la revolución internacional con respecto a los intereses nacionales de la urss como Estado. El caso contra Stalin es sólido y difícilmente refutable si se le sostiene con base a criterios de tipo ético o desde una perspectiva marxista «ortodoxa». Este fue el ángulo escogido por Trotsky, el cual le condujo a argumentar que, en lo que tuvo de negativo, el estalinismo no fue un producto del socialismo, sino exclusivamente de su historia en Rusia y de condiciones históricas muy precisas. Hoy en día no se puede aceptar sin críticas esa opinión de Trotsky, porque ya no es tan fácil separar la idea socialista de su historia, o en otras palabras, las ideas originales socialistas tienen que ser revisadas y están siendo revisadas a la luz de la historia del socialismo en este siglo. Sin duda, el ascenso de Stalin, su poder, sus métodos, sus éxitos y fracasos tienen que ser entendidos en el contexto de la historia de Rusia, del destino de la revolución comunista en un país mayoritariamente campesino, atrasado y aislado en el mundo. Pero esta explicación es todavía muy limitada, y por supuesto, entender a Stalin y el estalinismo como productos de un contexto determinado no puede servir nunca como justificativo de lo hecho por Stalin. Trotsky y muchos otros marxistas ortodoxos han visto en el estalinismo una degeneración ideológica de serias consecuencias. Lo que ocurrió fue que la realidad se comportó en forma diferente a como lo postulaban las ideas. En lugar de producirse en países capitalistas avanzados, la re- P Á G 166 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle volución se dio en un país con un capitalismo incipiente. Posteriormente, el «segundo ciclo revolucionario» no fue el resultado de insurrecciones «desde abajo», como había sido la insurrección de octubre de 1917, sino una revolución por la conquista trasladada en las bayonetas del Ejército Rojo en toda Europa oriental: Los principales agentes de la revolución no fueron los obreros de esos países y sus partidos sino el Ejército Rojo. El éxito o el fracaso no dependieron del equilibrio de las fuerzas sociales dentro de ningún país, sino fundamentalmente del equilibrio internacional de poder, de los pactos diplomáticos, de las alianzas y las campañas militares. La lucha y la cooperación de las grandes potencias se impusieron sobre la lucha de clases, transformándola y deformándola [...] El pacto de Stalin con Hitler y la división de esferas de influencia entre ellos constituyeron el punto de partida para la transformación social en la Polonia oriental y en los Estados bálticos. Las revoluciones en Polonia propiamente dicha, en los países balcánicos y en Alemania oriental se realizaron sobre la base de la división de esferas de influencia que Stalin, Roosevelt y Churchill acordaron en Teherán y Yalta. En virtud de esta división, las potencias occidentales utilizaron su influencia para reprimir, con la connivencia de Stalin, la revolución en Europa occidental (y en Grecia), independientemente de todo equilibrio local de las fuerzas sociales. Es probable que de no haber existido los acuerdos de Teherán y Yalta, la Europa occidental más bien que la oriental se habría convertido en el teatro de la revolución [...] En ambos lados de la gran división, el equilibrio internacional del poder ahogó a la lucha de clases. 63 Los hechos no se amoldaron a la teoría y la vida se mostró mucho más compleja y sinuosa que los dogmas; en especial, las realidades demostraron que tanto el marxismo original, así como el propio análisis de Trotsky, subestimaron la importancia del elemento nacional en las luchas históricas contemporáneas. Stalin se impuso por una serie de razones, pero una de las principales fue su capacidad de adaptarse a una 63 Ibid., pp. 464-465. P Á G 167 Stalin situación nueva, no prevista en los textos marxistas: la revolución en un solo país. Stalin fue en buena parte el producto del fracaso de la revolución en Occidente y del aislamiento de la Unión Soviética. En su importante libro El estalinismo, el historiador disidente soviético Roy Medvedev se formula tres preguntas centrales: ¿Fue el estalinismo un accidente histórico, el resultado del impacto de una personalidad peculiar? ¿Fue la ascensión de Stalin al poder supremo un acontecimiento ineluctable, anclado en el bolchevismo mismo, al cual de hecho expresaba? ¿Fue el estalinismo necesario para que la urss alcanzase los impresionantes logros de este medio siglo de transformaciones? Como historiador no determinista que es, Medvedev responde negativamente a esas preguntas.64 La historia está siempre abierta, en el sentido de que son los hombres los que la hacen, aunque «no en condiciones escogidas por ellos». La historia es un campo en el que múltiples fuerzas se enfrentan y la victoria no implica que la causa de los triunfadores sea la más justa. La «fortuna» o azar de que habla Maquiavelo tiene su lugar en los acontecimientos históricos, dentro de los cuales la voluntad humana juega un papel esencial. Este factor, que Trotsky no supo apreciar sobre su enemigo, tuvo un peso crucial en el éxito político de Stalin. Dos características resaltaban en su compleja personalidad: su ilimitada ambición de poder y su capacidad de simulación y manipulación de hombres e ideas. Para Medvedev, Stalin era absolutamente hipócrita con respecto a las ideas; su «marxismo» era un instrumento de poder y nada más. Sin embargo, hay hechos y testimonios que hacen pensar que esa opinión no es del todo justa. Nikita Khrushchev, uno de los más influyentes iniciadores del proceso de «desestalinización» en la urss, al mismo tiempo que denunciaba las atrocidades y crueldades de Stalin declaraba que: Stalin estaba convencido de que esto era necesario para la defensa de los intereses de la clase trabajadora contra las conspiraciones de sus enemigos y los ataques del campo imperialista. El veía todo esto desde la perspectiva de los intereses de los trabajadores y de la victoria del socialismo y el comunismo. No podemos decir que sus acciones eran las de un déspota al cual nada importaba sino su poder. Él pensaba que esto debía hacerse en Roy Medvedev, Le stalinisme. Paris: Le Seuil, 1972. 64 P Á G 168 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle el interés del partido y de las masas, en nombre de la revolución y de la defensa de sus conquistas. ¡En esto precisamente descansaba toda la tragedia del asunto! 65 Ciertamente, Stalin tenía una inmensa ambición de poder, pero su existencia cotidiana era ascética, solitaria, plenamente consagrada al servicio de su país. Stalin estaba convencido de que era él quien encarnaba la voluntad revolucionaria, él quien debía gobernar para guiar a la urss a través de los peligros que por todas partes la acechaban. Seguramente Trotsky no se equivocaba al pensar que Stalin padecía de un cierto complejo de inferioridad con respecto a los intelectuales, a quienes con tanto rencor y fanatismo perseguía, pero es también probable que el «hombre de acero» haya despreciado en ellos su falta de tenacidad y realismo políticos. En el fondo, Stalin posiblemente se consideraba un buen bolchevique, un legítimo sucesor de Lenin y el portavoz de los más puros anhelos revolucionarios. Allí, como lo dice Khrushchev, descansa la tragedia: Stalin expresaba la máxima bismarckiana de que «la política es el arte de lo posible», y lo posible, en las condiciones en que actuó, difícilmente podía satisfacer las aspiraciones de las que brotó la Revolución de Octubre. Esta visión de Stalin no es fácil de aceptar. La figura de Stalin luce inhumana, no sólo por las acciones brutales que era capaz de conducir y ejecutar, sino también en un sentido más individual, referido a la «imagen» misma de la persona. Lenin y Trotsky eran políticos y revolucionarios, pero eran igualmente capaces de apreciar el arte, la música, la literatura. Dicen sus apologistas que Lenin se sobrecogía al escuchar la Appassionatta de Beethoven; Trotsky fue un amante de la literatura, su personalidad intelectual era multifacética, y así como podía escribir sobre áridos temas económicos era también capaz de descubrir el valor de una obra como La condición humana de Malraux, y de exaltarla en agudos artículos de crítica literaria. En Stalin todo es tedio, uniformidad, rutina de estadista centrado en la política y el poder. Los así llamados «crímenes de Stalin», es decir, las atrocidades que se cometieron bajo sus órdenes, las purgas, deportaciones y persecuciones masivas fueron de una crueldad y de una magnitud tales que se hacen casi abstractas a los ojos de los que ahora leen y se documentan al respecto. Algunos han ha65 Citado por Tucker, p. 174. P Á G 169 Stalin blado de «sadismo» en relación con estos crímenes, pero este epíteto no es quizá el más adecuado, ya que como lo dice Simone de Beauvoir en su ensayo sobre Sade: «Hacer correr la sangre era un acto cuya significación podía, en ciertas circunstancias, exaltarlo. Pero lo que exigía esencialmente de la crueldad era que se le revelara como conciencia y libertad al mismo tiempo que como carne de individuos singulares y como la suya propia. Juzgar, condenar, ver morir desde lejos a seres anónimos, no lo tentaba».66 En cambio, Stalin generaba o se unía a procesos que hacían perecer a miles de seres que a veces sólo quedaban como números en cómputos estadísticos. Stalin podría haber hecho suyas estas frases del célebre Marqués: «¿Qué deseamos en el gozo? Que todo lo que nos rodea no se ocupe más que de nosotros, no piense más que en nosotros, no cuide más que de nosotros [...] no existe hombre que no quiera ser un déspota».67 Pocos lo consiguen a la manera de Stalin. La época de la guerra fue terriblemente dura para la Unión Soviética; durante ese período y hasta su muerte, el nombre de Stalin quedó asociado a la gran victoria sobre el nazismo. Para muchos, esa victoria reivindicó a Stalin y sus políticas internas y externas. En relación con este razonamiento, bien puede aplicarse la frase de Djilas de que: «... en política, todo lo que termina bien pronto se olvida».68 Stalin había dicho en 1931: «Nos encontramos cincuenta o cien años detrás de los países avanzados. Tenemos que recorrer esa distancia en diez años. O lo hacemos así o nos liquidan». Numerosos analistas de la historia soviética y del papel de Stalin, entre ellos Isaac Deutscher, han asegurado que «la guerra no habría sido ganada sin la intensiva industrialización de Rusia [...] y sin la colectivización de la agricultura».69 Pero esto ha sido cuestionado. El conocido economista norteamericano Paul Sweezy se ha preguntado lo siguiente: ¿Por qué [...] se sostiene tan firmemente que a no ser por la campaña de colectivización forzada e industrialización de los años 1920 la urss habría perdido la guerra? De seguro que aun si la Unión Soviética hubiese seguido una estrategia de desarrollo Simone de Beauvoir, El marqués de Sade. Buenos Aires: Siglo Veinte, 1969, p. 34. Ibid., p. 18. Djilas, Conversations..., p. 30. Deutscher, Stalin, p. 535. 66 67 68 69 P Á G 170 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle distinta, no habría sido fácil de conquistar en 1940, y si la alianza obrero-campesina hubiese sido cultivada y no destruida, la urss se habría presentado ante Hitler en mejores condiciones de las que se encontraba. A pesar de sus éxitos iniciales y de su aplastante superioridad militar, el Japón no logró conquistar China en los años 1930; ¿por qué debe asumirse que la Alemania nazi habría tenido mejor suerte contra la urss? 70 Hay que tener cuidado para no malinterpretar a Sweezy; no se trata de que la industrialización no haya sido importante para colocar a la urss en condiciones de detener a Hitler; la pregunta es, más bien: ¿Era el camino escogido por Stalin el único posible, el más acertado? Una cosa es cierta: la urss se industrializó, la urss colectivizó la agricultura, la urss ganó la guerra, pero los costos de estos triunfos fueron excesivos. Con Stalin a la cabeza, el precio en vidas humanas y recursos materiales ascendía; ése era su estilo: cruel, despótico y en última instancia eficaz gracias a las características de un pueblo que como el soviético posee una gran capacidad de sacrificio y un espíritu que bien puede calificarse de estoico. Stalin supo imponer la voluntad del Estado soviético en momentos en que una parte importante del territorio nacional se encontraba invadido y hasta se pensaba en la eventualidad de una derrota, pero esas perspectivas de fracaso ante el nazismo tenían mucho que ver con los errores políticos de Stalin. Un juicio balanceado sobre el «hombre de acero», como ocurre con otras figuras históricas, no debe perder de vista ninguna de esas dos realidades. Nove relata que en una ocasión escuchó a alguien decir que el triunfo de Stalingrado demostraba la certeza de las políticas de Stalin, y un crítico respondió que; «por lo que sabemos, de no haber sido por las políticas de Stalin, los alemanes ni siquiera se hubiesen acercado a Stalingrado». 71 Quizá sea lo más adecuado concluir este estudio sobre Stalin con las siguientes palabras de Georges Sabine: Tanto Hitler como Stalin fueron tiranos; en cuanto a maldad personal, no se podría escoger entre ambos. Pero, por lo que se 70 71 Monthly Review, January, 1978, p. 63. Nove, Stalinism..., p. 95. P Á G 171 George H. Sabine, Historia de la teoría política. México: Fondo de Cultura Económica, 1972, p. 658. Stalin refiere a los valores de la política civilizada, Hitler era un nihilista; no es posible relacionar con su carrera una sola idea o una política constructiva. Significó un enorme desastre para Alemania y para Europa. Stalin utilizó ampliamente los métodos de brutalidad y terrorismo y, sin embargo, no hay duda de que los historiadores describirán el cuarto de siglo de su gobierno como un período en el cual Rusia no sólo se convirtió en una gran potencia política, sino que se transformó económica y socialmente en una nación moderna. 72 72 P Á G Churchill 173 La vocación política «Es un hermoso juego, el de la política». Churchill Carta a su madre, 1895. En un excelente ensayo sobre Churchill, el historiador británico A. J. P. Taylor hace una afirmación que a primera vista puede lucir extraña o aun sorprendente. Según Taylor: «Desde un comienzo, Churchill fue un estadista y no propiamente un político». 1 ¿En qué se diferencia un político de un estadista?; las palabras de Taylor encierran una cierta desvalorización de lo que «ser político» significa, o para ponerlo de otra forma, otorgan a la acción del estadista una superioridad sobre las luchas del que es solamente un político. Max Weber escribió que: «Quien hace política aspira al poder; al poder como medio para la consecución de otros fines (idealistas o egoístas) o al poder “por el poder”, para gozar del sentimiento de prestigio que él confiere». 2 Este planteamiento puede ser útil para entender lo que ha querido decir Taylor: un «político», en el sentido de Taylor, es aquél para quien la lucha por el poder como fin en sí mismo predomina sobre la concepción del poder como medio para lograr otros fines. El estadista, por el contrario, es un cierto tipo de político, que gracias a su visión, a su supeA. J. P. Taylor, «Churchill: The Statesman», en Churchill. Four Faces and the Man. Harmondsworth: Penguin Books, 1973, p. 11. Max Weber, El político y el científico. Madrid: Alianza Editorial, 1972, p. 84. 1 2 P Á G I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle 174 rioridad intelectual, a su seguridad en sí mismo y su misión, a su poder persuasivo y a la fuerza y el impacto de sus convicciones, trasciende las pequeñeces de la lucha cotidiana por parcelas y gramos de poder, y aun cuando participe hasta cierto punto de ellas, se coloca por encima de esas limitaciones y amplía el horizonte de lo político hacia los problemas básicos de la organización, la convivencia y los conflictos entre comunidades y Estados. Un político, de acuerdo con Taylor, es un hombre sujeto a los vaivenes de una pugna sin fin por posiciones de poder; un estadista, en cambio, es un político que, sin dejar de ser pugnaz y combativo, eleva constantemente la confrontación de ideas y posiciones a niveles más altos, y una vez llegado al poder, y aun antes de haberlo conquistado, coloca la cuestión de los fines en lugar primordial y prioritario. Aclarados así los términos, resulta esencialmente correcto decir que sir Winston Churchill fue sobre todo un estadista que ingresó a la política «desde arriba», pero no siempre, como se verá más adelante, se mantuvo en la cima, ni en cuanto a posiciones de poder ni con relación a la altura o nobleza de sus planteamientos. Churchill fue, de hecho, un aristócrata de la política, un hombre que sentía que el poder le era debido por tradición heredada y por sus cualidades personales. Sir Winston era descendiente directo de John Churchill, el duque de Marlborough, vencedor de los ejércitos franceses de Luis XIV. El padre de Churchill, lord Randolph, había sido ministro y figura prominente del Partido Conservador. El propio sir Winston no tardó mucho en ingresar a la sociedad de los ministros potenciales, y a los 33 años ya era miembro del Gabinete. Desde un principio, Churchill imprimió a su carrera política el ímpetu, la fogosidad y la elocuencia que siempre le caracterizaron. Los estudios, la vida militar, la investigación histórica, sus escritos, eran parte de su acción política. Churchill era un aristócrata en medio de la democracia británica, que dedicó su vida a la defensa del Imperio, de la estructura social y de los valores que había conocido desde niño a través del prisma de una clase dominante segura de sí misma y de su misión «civilizadora» hacia otros pueblos, y «paternal» hacia las clases trabajadoras de su propia nación. Churchill era esencialmente un conservador, un hombre que aceptaba sin el más mínimo cuestionamiento las creencias tradicionales de la clase gobernante británica, de los hombres que habían liderado la expansión del Imperio alrededor del mundo y dirigido la revolución industrial y comercial que había hecho de Inglaterra por muchos años el P Á G 175 Churchill poder dominante del globo, preservando en lo fundamental un sistema social rígido y sólidamente jerarquizado. Churchill, como escribió de él Charles Masterman, «deseaba para Gran Bretaña un estado de cosas en el cual una benigna clase alta dispensase beneficios a una industriosa y agradecida clase trabajadora».3 Churchill creía fervientemente en la bondad de las instituciones parlamentarias y el concepto de libertad británico, pero su idea al respecto era la de un parlamento constituido por hombres como él, aristócratas que discutían sobre todo aquello que pudiese interesar al pueblo, pero que éste no podía dilucidar por sí mismo. La «libertad» de que hablaba Churchill estaba reservada a algunos países y a ciertas clases de hombres. Ante las aspiraciones de independencia de la India, Churchill se hizo el vocero del más recalcitrante imperialismo, enumerando en sus discursos todos los argumentos alarmistas siempre utilizados por los que piensan que hay países y hombres con derecho a determinar los destinos de otros: «Somos 45 millones de personas en esta isla, de las cuales una gran proporción existe gracias a nuestra posición en el mundo, económica, política e imperial. Si ustedes, guiados por locura y cobardía disfrazadas de benevolencia, se retiran de India, dejarán atrás un [...] caos horrible, y encontrarán hambre a su regreso». (Discurso del 30 de enero de 1931). En octubre de 1932, Churchill declaró en una carta pública que: Las elecciones, aun en las democracias más avanzadas, son vistas como una desgracia y una perturbación del progreso social, moral y económico, y hasta como un peligro para la paz internacional. ¿Por qué debemos en este momento forzar sobre las razas atrasadas de India un sistema cuyos inconvenientes se hacen sentir hoy día aun en las naciones más desarrolladas, los Estados Unidos, Alemania, Francia y la misma Inglaterra? Churchill se reservaba sus más virulentos ataques para usarlos contra Gandhi. Para el heredero de Marlborough, el líder hindú era «un fanático maligno y subversivo»; a su modo de ver, resultaba ... alarmante y también nauseabundo contemplar al señor Gandhi, un abogado sedicioso, posando ahora como fakir de una esR. Rhodes James, «Churchill: The Politician», en Churchill: Four Faces..., pp. 66-67. 3 P Á G I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle 176 pecie bien conocida en el Oriente, ascendiendo medio desnudo las escaleras del palacio virreinal [del Viceroy británico en India], mientras organiza y conduce al mismo tiempo una desafiante campaña de desobediencia civil, para hablar en términos de igualdad con el representante del Rey-Emperador. (Alocución del 23 de febrero de 1931). Winston Churchill era capaz de llegar a estos extremos de un no muy velado racismo, típico de un hombre que amaba contradictoriamente la libertad y el Imperio, la democracia y la monarquía, la libre empresa y el colonialismo. Se trataba de un hombre apasionado, muchas veces impredecible, en el que convivían los impulsos más nobles con una cuestionable crudeza ideológica. Churchill quería el poder, pero no lo buscaba con la callada avidez de Stalin, o con la tumultuosa ambición de un Hitler. Para Churchill, el poder era producto de un contexto institucional, de una realidad parlamentaria y democrática, a la que consideraba inviolable dentro de su propio país. No obstante, Churchill estimaba que ese poder le venía como un traje hecho a la medida, como un instrumento indispensable para el despliegue de sus condiciones. Si bien Churchill perteneció tanto al Partido Liberal como al Conservador, mantuvo siempre una gran independencia de las organizaciones y autoridades partidistas; Churchill era, ante todo, él mismo, un estadista que combatía por sus convicciones con un radicalismo apto para generar las más férreas adhesiones y las más enconadas enemistades. Quizá el rasgo más distintivo de Churchill, como hombre y como estadista, era su coraje. En su juventud, como miembro de varias fuerzas expedicionarias británicas en Sudáfrica y la India, participó en relevantes acciones de guerra, asumiendo en varias oportunidades serios riesgos que le labraron una merecida reputación de valentía. En ocasiones, esos riesgos estaban cuidadosamente calculados para generar el mayor impacto y publicidad posibles. Como reveló a su madre en una carta de 1897, en la que narraba su participación en un combate contra tribus rebeldes en la parte noroeste de la India: «Cabalgué a todo lo largo de la línea de fuego mientras los demás se arrastraban en busca de protección. Una acción idiota e irracional tal vez, pero yo juego sólo por elevadas recompensas, y dada una audiencia no existen actos que sean excesivamente nobles o arriesgados. Sin la galería las cosas son distintas». Chur- P Á G 177 Churchill chill ansiaba despertar la admiración de «la galería»; su talento requería el alimento de la admiración de otros, y su estilo político, fogoso, elocuente, exagerado en la forma y el contenido, se dirigía a impactar, a producir en los demás una reacción, costase lo que costase. En 1907, Lloyd George escribía sobre Churchill lo siguiente: «El aplauso del Parlamento es como el aire para sus pulmones. Él es como un actor; le fascina estar en el centro del escenario y recibir la aprobación de los espectadores».4 Churchill sabía cómo mantener sobre él la atención del público, de la prensa, de sus colegas en el Parlamento. Su apetito de lucha era insaciable e inagotable la fecundidad de su talento. Aun durante los períodos en que estuvo fuera del gobierno, en particular en la década de 1929-1939, Churchill evitó caer en el desierto político; con libros, conferencias y encendidos discursos sobre la evolución política europea, sir Winston continuó demostrando sus dotes de estadista. Churchill encerraba en su persona grandes virtudes, así como también inevitables pequeñeces. Le era difícil distinguir entre un adversario y un enemigo; la oposición a sus ideas y proyectos le enervaba, y le hacía combatir con una intensidad a veces desproporcionada a las situaciones, sin preocuparle los efectos que ello podía tener sobre los demás. Lord Beaverbrook, uno de sus amigos más cercanos, se expresó de él en estos términos: «Churchill [...] posee los ingredientes de los cuales están hechos los tiranos». Tomando en cuenta que vivía en un ambiente político democrático, y que rendía sincero tributo al parlamentarismo y a todo lo que éste representaba, Churchill era poco capaz de distinguir entre objetivos políticos limitados e ilimitados, muy poco amigo de los compromisos y con tendencia a convertir a los rivales en acérrimos oponentes. Para él, era todo o nada; de allí que caracterizase a sus adversarios políticos en tales términos que hacía imposible cualquier tipo de reconciliación. Esta actitud se ponía de manifiesto tanto en su actividad política interna como en sus posiciones en política exterior. Vale la pena reproducir algunas de sus ideas sobre el socialismo de los laboristas británicos, expresadas con hábil cinismo y un humor distorsionante: Traducida en términos concretos, la sociedad socialista es un conjunto de individuos desagradables que obtuvieron una mayoría de votos en alguna elección reciente, y cuyos dirigentes Ibid., p. 57. 4 P Á G 178 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle mirarán ahora a la humanidad a través de innumerables ventanillas y mostradores y preguntarán: «Sus tickets, por favor» [...] El socialismo quiere acabar con la riqueza; el liberalismo busca aliviar la pobreza. El socialismo quiere destruir el interés privado de la única manera en que puede ser segura y justamente preservado, es decir, reconciliándolo con el derecho público. El socialismo mata a la empresa, el liberalismo la rescata de las redes del privilegio y la preferencia.5 Churchill era implacable con sus adversarios, pero sabía también ser generoso con los vencidos. Sir Winston quiso dejar plasmados los principios que guiaban su acción en un epígrafe colocado al comienzo de cada uno de los volúmenes de su historia de la Segunda Guerra Mundial: «En la guerra: resolución; en la derrota: rebeldía; en la victoria: magnanimidad; en la paz: buena voluntad». Churchill fue un hombre multifacético: estadista, orador, historiador, estratega, y hasta un buen pintor aficionado; sus pasiones eran la Gran Bretaña y su Imperio, acerca de los cuales tenía una idea romántica y poco acorde con la convulsionada realidad del siglo. Su mayor contribución fue haber liderado la lucha de su país en una de las etapas más críticas de su historia, logrando al final la victoria contra el nazismo. Mas este triunfo no hizo a Inglaterra más poderosa; Gran Bretaña quedó extenuada y la guerra abrió las puertas para la desintegración definitiva del Imperio. Internamente, el fin de los combates en 1945 coincidió con la gran victoria electoral de los laboristas y la salida de Churchill del gobierno. Resultaba extremadamente paradójico, y hasta podía verse como una manifestación de ingratitud, que el pueblo británico votase abrumadoramente por el partido opuesto a Churchill. Sir Winston había sido el gran líder, la figura indomable que desafió a Hitler, infundiendo esperanzas a un pueblo que vivía uno de los momentos más difíciles de su existencia nacional. No obstante, los británicos decidieron entregar las riendas del poder a los laboristas, y no fue Churchill, sino Attlee quien representó a Gran Bretaña en las negociaciones de Potsdam con Stalin y Truman. La Gran Bretaña había sobrevivido como nación independiente, pero no así el Imperio ni tampoco el tipo de sociedad que Churchill había intantado defender. La guerra produjo grandes transformaciones en el pa5 Citado por Henry Pelling, Winston Churchill. London: Pan Books, 1977, p. 113. P Á G Los dilemas del poder insular Gran Bretaña se encontró del lado de los poderes victoriosos en la Primera Guerra Mundial, pero pocas victorias habían parecido tan ambiguas al pueblo británico. Las dolorosas experiencias del conflicto, los largos años de privaciones y sacrificios, el millón de muertos que yacían en las trincheras –toda una generación– constituían un precio que a muchos lucía extremadamente alto sólo para mantener el «balance de poder» en Europa. La guerra había sido desastrosamente conducida política y militarmente; se habían derrumbado numerosos mitos y las reputaciones de muchos dirigentes civiles y militares habían sufrido un daño irreparable: el impacto de las tragedias de Passchendale, el Somme, Ypres y otras batallas en las que cientos de miles de británicos perecieron en medio del lodo y el alambre de púas, enceguecidos por el gas o acribillados por las ametralladoras, se grabó de modo indeleble en la mentalidad popular. Los británicos vieron la victoria con escepticismo; ya no tenía interés preguntarse sobre los motivos de la guerra ni preocuparse por dilucidar 179 Churchill norama interno y exterior del país, y quizá fue Churchill uno de los más sorprendidos por el radicalismo de los cambios. Se había logrado la victoria con el liderazgo inspirador de Churchill, pero ni el Imperio ni la sociedad liberal de corte decimonónico de sus antepasados había sobrevivido. Para Churchill, todo esto debe haber lucido extraño y paradójico; el juego de la política había tomado un derrotero imprevisto que no estaba en sus cálculos. ¿Qué había ocurrido? El caso de Churchill es revelador de los dilemas a que se enfrenta un conservador, un hombre aferrado al pasado, dentro de una situación política altamente dinámica y cambiante como la que caracteriza esta época histórica. Es interesante analizar a Churchill como estadista, no tanto en aras de constatar de nuevo lo que logró, sino de descubrir qué fue lo que realmente pretendió lograr sin que hubiese podido hacerlo. Con tal propósito, es necesario primeramente discutir los dilemas a que se enfrentaba Gran Bretaña con relación a su defensa y la del Imperio en el período entre las dos guerras mundiales. P Á G I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle 180 a fondo sus objetivos políticos. Se trataba tan sólo de escribir un epitafio adecuado sobre las tumbas de una generación joven y voluntariosa que había sido aniquilada en espantosas condiciones, atrozmente guiada a su destino por jefes incompetentes e insensibles. El epitafio escogido fue: «¡Nunca más!»; nunca más el pueblo británico aceptaría sacrificar de esa manera a sus generaciones de relevo, nunca más las enviaría masivamente a pelear al continente europeo, a participar en las turbias polémicas de esos poderes continentales cuya inestabilidad interna les hacía tan diferentes y esencialmente lejanos. El canal de la Mancha, ese estrecho trozo de mar que separaba la masa terrestre de Europa de las Islas Británicas había permitido a este pueblo desarrollarse en forma peculiar, sin ser invadido, con el espíritu volcado hacia el océano y a construir un imperio alrededor del mundo. Gran Bretaña, así pensaban muchos, estaba en Europa, pero no formaba parte de Europa; antes de la Primera Guerra Mundial, los británicos habían intervenido muchas veces en los conflictos europeos, pero nunca –al menos así lo consideraba una mayoría– los costos fueron tan altos, y nunca debían serlo otra vez. A partir del fin de esa guerra, el aislacionismo se apoderó de los británicos; había que encerrarse en las islas, dar gracias a Dios o a los accidentes de la geografía por la existencia de ese canal, de esa brecha de aguas tumultuosas que les separaba de los incómodos vecinos continentales, y fijar la vista en el horizonte interminable del Imperio. El sentimiento popular era comprensible, pero lo cierto es que los británicos, incluyendo hombres de la talla de Liddell Hart, el gran teórico militar, no distinguían entre los diversos componentes del compromiso de su país durante la guerra. El «compromiso continental» de Gran Bretaña tenía un ingrediente político, otro estratégico y otro operacional. Desde el punto de vista operacional estaban plenamente justificadas las críticas a las decisiones estratégicas y tácticas que tanto habían contribuido a acrecentar los costos humanos y materiales del conflicto; pero esto no implicaba necesariamente cuestionar el fin político de la participación británica en la guerra. Al fin y al cabo, ¿cuál había sido el propósito de la intervención británica en el conflicto?; para responder brevemente: el propósito fue impedir la hegemonía alemana en el continente. ¿Era válido ese objetivo desde el punto de vista de la seguridad de Gran Bretaña y de su Imperio? Varios siglos de historia obligan a dar una respuesta afirmativa a esa pregunta. A pesar de ser un poder insular, el destino de las Islas Británicas ha estado y sigue estando férreamente ligado P Á G 181 Churchill al del continente europeo como un todo, pues como lo explica Michael Howard: «... la seguridad de Gran Bretaña está básicamente conectada a la de nuestros vecinos continentales, ya que el dominio de la masa terrestre europea por parte de un poder hostil haría casi imposible la preservación de nuestra independencia nacional y de nuestra capacidad para mantener un sistema de defensa que nos permita proteger cualquier interés extraeuropeo que aún retengamos».6 En las actuales condiciones políticas y tecnológicas resulta fácil constatar que el canal de la Mancha no constituye una verdadera barrera defensiva, mas esto había sido muy claro para los líderes británicos en siglos anteriores; por algo fue Wellington, y no un oficial prusiano o austríaco, el jefe de los ejércitos que derrotaron a Napoleón en Waterloo. En ese tiempo Gran Bretaña había combatido contra el predominio de Francia y durante la Primera Guerra Mundial luchó contra la hegemonía de Alemania. En ambos casos, el objetivo de ese «compromiso continental» había sido mantener el balance de poder en Europa. Después de la Primera Guerra Mundial, gran número de británicos condenó el compromiso sin diferenciar entre sus diversos componentes; no obstante, era posible rechazar la forma en que las operaciones habían sido conducidas y los elevados costos incurridos sin condenar de igual manera las razones políticas de la intervención. Ha escrito Henry Kissinger: La memoria de los Estados es la prueba de la verdad de su política. Entre más elemental sea la experiencia, más profundo será su impacto sobre la interpretación que haga una nación del presente a la luz del pasado. Aun es posible que una nación sufra una experiencia tan demoledora que se convierta en prisionera de su pasado. No sucedió así con Gran Bretaña en 1812. Había tenido su crisis y había sobrevivido. Pero aunque su estructura moral permaneció incólume, salió de la ordalía de casi un decenio de aislamiento con la resolución de no volver a estar sola jamás.7 La empresa de conquista de Napoleón había conmocionado al gobierno británico, haciéndole entender que un continente controlado por una Michael Howard, The Continental Commitment. Harmondsworth: Penguin Books, 1974, pp. 9-10. Henry A. Kissinger, Un mundo restaurado. México: Fondo de Cultura Económica, 1973, p. 47. 6 7 P Á G 182 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle potencia hostil planteaba a Gran Bretaña y a su Imperio una amenaza mortal. El aislacionismo de etapas anteriores ya no podía sostenerse y el «compromiso continental» se imponía como un imperativo político-estratégico, el cual, de ser violado, acarrearía las más graves consecuencias. Pero este compromiso no fue asumido por Gran Bretaña como una doctrina del intervencionismo, sino más bien como una postura vigilante, una actitud de alerta ante las amenazas que se perfilasen en Europa y que pusiesen en peligro el balance de poder. Aquí se presentaba una profunda diferencia entre la posición de Gran Bretaña, el poder insular, y la de Austria, la potencia continental situada en el centro de Europa, mucho más cercana a la realidad de los riesgos. Como explica Kissinger, Metternich, el canciller austríaco, «no tenía un canal de la Mancha para evaluar tras su protección los acontecimientos que estaban sucediendo y para interferir a través del mismo en el momento de máxima ventaja. Su seguridad dependía de la primera batalla, no de la última; la precaución era su única política».8 Para Gran Bretaña, la espera era posible; su posición insular le daba tiempo para medir con calma la intensidad de las amenazas, para evaluar los riesgos e intervenir en el momento oportuno, fraguando alianzas pasajeras, establecidas con objetivos limitados, uniones que desaparecían una vez extinguido el peligro que las había visto nacer. De allí que el gobierno británico, al contrario del austríaco, no creyese conveniente ni necesario edificar luego de la derrota definitiva de Napoleón una alianza permanente sobre el continente, un «gobierno europeo» que era visto con temor y que no se correspondía con el ánimo independiente e «insular» del pueblo británico. La idea de ligarse en forma decisiva a Europa despertaba –y aún hoy día despierta en numerosos habitantes de esas islas, que votaron al comienzo en contra de la incorporación de Gran Bretaña al Mercado Común Europeo– pruritos hondamente arraigados, afectando negativamente su orgullo de ser de alguna manera «diferentes» a lo poco ordenados o a veces demasiado belicosos pueblos del continente. Meternich buscaba después de 1812 una alianza sólida entre los poderes del estatus, dirigida a proteger la estabilidad de un orden social que había sido gravemente amenazado por la Revolución Francesa y su secuela napoleónica. El gobierno británico, representado por su canciller lord Castlereagh, también buscaba una Europa donde fuese imposible el dominio universal, pero sus tradiciones, la firme creencia en que sus ins8 Ibid., p. 53. P Á G 183 Churchill tituciones políticas internas eran distintas y que su mezcla con las prácticas europeas sólo conduciría a su progresiva desintegración, le llevó a rechazar el proyecto austríaco, limitándose a reservarse la facultad de intervenir en circunstancias extremas. En palabras de Canning, el gran rival de Castlereagh, la aceptación de un compromiso de asistir regularmente a los congresos europeos propuestos por Meternich habría involucrado a Gran Bretaña «profundamente en toda la política del continente, mientras que nuestra política auténtica ha sido siempre la de no interferir sino en grandes emergencias, y entonces con una fuerza aplastante».9 Lord Castlereagh compartía esta visión de las cosas, este rechazo de un compromiso continental definitivo: Cuando se perturbe el equilibrio territorial de Europa [Gran Bretaña] puede interferir eficazmente, pero es el último gobierno de Europa del que puede esperarse que se aventure a comprometerse en alguna cuestión de carácter absoluto [...] Nos encontraremos en nuestro sitio cuando un peligro real amenace el sistema de Europa: pero este país no puede actuar, y no actuará, de acuerdo con principios abstractos de precaución [itálicas ar]. 10 De esta forma respondió Castlereagh a una propuesta del zar de Rusia, que pedía la intervención de los poderes europeos contra una revolución que había estallado en España. El Zar quería aplastar la revuelta en nombre de la legitimidad de un orden social; Castlereagh, convencido de la estabilidad de las instituciones británicas, preocupado tan sólo por el efecto externo de esas rebeliones sociales y pesimista ante las pretensiones universalistas de las alianzas entre poderes cuyos intereses divergían en el fondo, se limitaba a defender el balance de poder sin intentar la homogeneización de las instituciones de países sustancialmente diferentes. Gran Bretaña actuaría ante un peligro real, ante grandes emergencias, en circunstancias extremas; su política sería defensiva y no preventiva. No se trataba de actuar «de acuerdo con principios abstractos de precaución», sino de reaccionar una vez que las crisis se hubiesen desarrollado ante amenazas carentes de ambigüedad. Esta era la política de un poder insuIbid., pp. 53-54. Ibid., p. 54. 9 10 P Á G I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle 184 lar que no rompía la conexión con el continente en vista de la importancia que el balance de poder europeo tenía para su seguridad, pero que no daba a su compromiso el carácter de una alianza o de una siempre definida participación militar en los conflictos. Después de la Primera Guerra Mundial la idea misma de un compromiso continental se hizo impopular, contribuyendo a que se oscureciesen las motivaciones políticas que habían originado previamente las diversas intervenciones británicas, y a que no se prestase suficiente atención a los dilemas implícitos en una política de compromisos limitados en un tiempo de rápidos y convulsivos cambios sociales, políticos y tecnológicos. En efecto, durante el período napoleónico, las condiciones de la tecnología militar hacían posible que el juego político, la creación de coaliciones y la manipulación de los arreglos aconteciesen parsimoniosamente, sin excesivos sobresaltos, permitiendo un mayor equilibrio entre la toma de decisiones políticas y el apresto de los aparatos militares. Pero, ¿qué podía ocurrir dadas otras condiciones, en las cuales la tecnología bélica y las nuevas doctrinas estratégicas se combinasen para posibilitar victorias rápidas, decisivas y traumatizantes dentro de un contexto político mucho más complejo e imprevisible? Hasta el momento de la invasión a Polonia en 1939, Hitler confió en que sería capaz de evitar una guerra contra todos sus enemigos en forma simultánea. Entre 1933, año de su ascenso al poder, y 1939 el Führer nazi supo avanzar paso a paso hacia la conquista de sus objetivos hegemónicos: primero fue la reocupación de la zona del Ruhr, luego la anexión de Austria, después vino el Pacto de Múnich y más tarde la toma del resto de Checoslovaquia. De esta manera, a través de golpes individuales y sucesivos, manipulando los temores y las falsas esperanzas de sus adversarios, Hitler evitó presentarse como ese «peligro real», en la «gran emergencia» o las «circunstancias extremas» de que habían hablado Castlereagh y Canning el siglo pasado. Hasta el final, el líder nazi mantuvo su confianza en llegar a un arreglo con Gran Bretaña, aparentemente convencido de que ese país bien podía tolerar la hegemonía alemana en el continente a cambio de la estabilidad de su Imperio. La política de no actuar sobre la base de «principios abstractos de precaución», de no asumir un compromiso continental definido hasta tanto la amenaza se despojase de ambigüedades, contribuyó significativamente al crecimiento de esa amenaza –debido a la ausencia de controles que la limitasen– y, en última instancia, a Dunquerque. P Á G 185 Brian Bond, Liddell Hart: A Study of His Military Thought. London: Cassell, 1977, pp. 65, 88. Howard, p. 58. Churchill Quizá Gran Bretaña hubiese asumido compromisos más claros en el período 1919-1939 de no haber mediado el predominio de la atmósfera pacifista generada luego de los desastres de la Primera Guerra Mundial. El pueblo británico veía con horror la posibilidad de otra guerra, el electorado era abrumadoramente pacifista y los políticos no podían perder de vista esa realidad. En este marco de ideas y opiniones se propagaron las doctrinas militares sobre «el modo británico de hacer la guerra», elaboradas por teóricos de la importancia de Liddell Hart. Fue precisamente Liddell Hart quien acuñó la frase: «modo británico de hacer la guerra» en un libro de ese título publicado en 1932. De acuerdo con Liddell Hart, esta práctica distintivamente británica se basaba en un uso eficaz del poder marítimo, la movilidad y la sorpresa. Esta doctrina fue su respuesta a los dilemas de la política de defensa británica entre las dos guerras mundiales: Gran Bretaña no debía crear de nuevo un gran ejército para enviarlo al continente con una estrategia ofensiva dirigida a la «victoria total». La solución militar adecuada consistía en retornar a las prácticas tradicionales de dejar el peso de los combates terrestres a sus aliados, mientras Gran Bretaña se concentraba en el empleo del poder naval y aéreo a través del bloqueo y los bombardeos. El Ejército de Tierra británico debería concebirse tan sólo como una fuerza de policía imperial, y su aporte a la lucha en el continente debía limitarse a unas cuantas brigadas mecanizadas. Mas en todo caso sería preferible no comprometer fuerzas terrestres a las batallas sobre el continente y limitar al mínimo posible el compromiso británico en ese sentido. 11 Las ideas de Liddell Hart reflejaban los sufrimientos padecidos por su generación durante la Primera Guerra Mundial, pero no hay que olvidar que si bien era legítimo abogar por estrategias más flexibles, era también necesario tener en cuenta que, en palabras de Howard, «... el éxito de tal flexibilidad dependía de la existencia de un aliado continental que estuviese dispuesto a aceptar los sacrificios que los británicos querían evitar, y que ni la fortaleza militar ni la paciencia política de esos aliados eran inextinguibles».12 Ya el mariscal francés Foch había advertido a Henry Wilson en febrero de 1915 que: «Ustedes los ingleses no deben cortejar una guerra larga con acciones dilatorias. Nosotros los franceses no podemos seguir en esto eternamente, así que envíen a todo el que puedan 11 12 P Á G 186 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle lo antes que puedan».13 Las tesis de Liddell Hart eran particularmente débiles al no tomar en cuenta el hecho de que Gran Bretaña y sus aliados podían ser derrotados de forma decisiva antes de que cualquier «estrategia de aproximación indirecta» o «modo británico de hacer la guerra» fuesen puestos en acción. Si Francia y Rusia hubiesen experimentado un colapso durante la Primera Guerra Mundial (cosa que lució probable en 1915), la flexibilidad del poder naval británico podría haber logrado tan poco contra una Europa bajo la hegemonía alemana como fue capaz de lograr entre 1940 y 1942 –período en que también contaba con el poder aéreo. Sin duda, durante las guerras contra Napoleón y en la Primera Guerra Mundial, el bloqueo británico y el uso del poder marítimo en general cumplieron un papel de relevancia (mucho más en el segundo caso que en el primero); pero en lo que respecta a Hitler, de poco habrían valido el bloqueo y los bombardeos sin las batallas de Stalingrado, Kursk, El Alamein y la invasión anglo-norteamericana al continente en 1944. No se trata de hacer un fetiche de la guerra terrestre, sino de ubicarse concretamente en las condiciones políticas y militares de la guerra entre los años 1918 y 1945. Dada la situación existente a partir de 1918, el gobierno británico trató de responder a los dilemas de defensa nacional optando por una política de «disuasión». Con la aparición del poder aéreo y su capacidad de llevar la destrucción más allá de los frentes de batalla hasta las propias ciudades del enemigo, cambió radicalmente la imagen de la guerra que tenía el público británico. En 1923, lord Trenchard, fundador de la Real Fuerza Aérea sostuvo que: «El poder aéreo hace posible la rápida terminación de una guerra europea»; no obstante, ni la Fuerza Aérea británica ni la de ningún otro país era capaz de impedir que los bombarderos enemigos atacasen, ya que no había, al menos eso se creía en ese tiempo, una defensa eficaz contra el ataque aéreo. Esta era, admitía Trenchard, «una situación de inestable equilibrio internacional de muy alarmantes características», puesto que, si no existían defensas, la única alternativa de impedir un devastador ataque del adversario era destruir su Fuerza Aérea en tierra antes de que ésta despegase y todos los poderes rivales estarían tentados de dar el primer golpe. En tales condiciones, Balfour, Primer Ministro británico, sacó la conclusión de que la garantía final de la paz era «la certidumbre por parte de cada hombre, mujer y niño civilizado de que 13 Ibid., pp. 58-59. P Á G 187 Ibid., p. 84. Citado por F. M. Sallagar, The Road to Total War. New York: Van Nostrand Reinhold Company, 1975, p. 13. Churchill todo el mundo será destruido si hay una guerra, todos y todo». Balfour confiaba en que «si las energías de nuestros departamentos de investigación se concentran en ese objetivo con suficiente habilidad, desembocaremos en esa situación».14 Es interesante constatar la premonición que encierran estas palabras: efectivamente, tres décadas más tarde, las armas termonucleares darían mucho mayor realismo a la «certidumbre» de que hablaba Balfour. La política de la disuasión descansaba en el poder aéreo y el terror generado por una nueva imagen de la guerra, de acuerdo con la cual una nueva conflagración comenzaría con la masacre de decenas de miles de civiles inocentes a través del bombardeo aéreo de ciudades en vasta escala. Para el público británico, la ciudad de Londres, que según Churchill era como «una tremenda vaca gorda, una valiosa vaca gorda amarrada para atraer las bestias de rapiña»,15 sería la primera y más terrible víctima. Los londinenses estaban convencidos de que los resultados de un ataque aéreo masivo contra su ciudad serían catastróficos, con cientos de miles de bajas y millones de refugiados, que se verían obligados a huir a las zonas rurales. Estas imágenes, compartidas tanto por la gente común y corriente como por los círculos oficiales, no se correspondían con la realidad de lo que el poder aéreo podía hacer en aquel momento, en vista del atraso en las técnicas de bombardeo, del relativamente bajo poder de los explosivos y de la eficacia aún no comprobada de las defensas (todavía no se había experimentado con el uso del radar); sin embargo, eso era lo que la gente creía que iba a pasar, esas eran las expectativas que se tenían, y en materia de disuasión el factor psicológico es clave. Lo cierto es que –como ahora lo sabemos– la Fuerza Aérea alemana no tenía ni los planes ni la capacidad para darle ese «golpe de nocáut» a Gran Bretaña con un bombardeo masivo y aplastante, pero el público británico creía que así sería la guerra, y esta opinión, que acentuaba aún más las tendencias pacifistas predominantes, contribuyó de manera significativa a moldear la política de «apaciguamiento» de Chamberlain hacia Hitler. Esta actitud, esas imágenes de catástrofe, fueron también responsables por el pánico que cundió en Gran Bretaña durante la crisis de Múnich, cuando las carreteras de salida de Londres se vieron congestionadas de automóviles y más de 150.000 personas huyeron a Gales en una evacua14 15 P Á G 188 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle ción no autorizada por el gobierno. Una vez enfrentados a la verdadera realidad de la guerra aérea, el comportamiento del pueblo británico fue muy diferente; pero antes de esa prueba se impusieron las imágenes de catástrofe y el temor a cualquier ruptura de la paz. La protección de Gran Bretaña se basaría entonces en la disuasión y no en la defensa, y esa disuasión, tal y como ahora en la era nuclear, estaría a su vez fundamentada en la amenaza de infligir al enemigo un daño inaceptable si éste se atrevía a atacar. Como lo hacen hoy día Estados Unidos y la urss, en los años 1920 Gran Bretaña pretendió mantener la paz con la amenaza del terror. Esta política de disuasión se adaptaba no sólo a las actitudes dominantes del público, sino también a las dificultades financieras del gobierno británico. Se concentrarían recursos en la Fuerza Aérea, mientras se imponían ciertas restricciones a la Marina y sobre todo a las fuerzas terrestres. Aunque pueda parecer extraño, fue el mismo Churchill quien durante su gestión como ministro de Finanzas (Chancellor of the Exchequer) persuadió al Comité de Defensa Imperial en 1928 de que estableciese «como una presuposición política básica que no habría una gran guerra en los próximos diez años, y que tal regla debería seguir vigente hasta tanto se decidiese su alteración por iniciativa explícita del Ministerio del Interior o alguna de las ramas de las Fuerzas Armadas». Esta fue la notoria «Regla de los diez años», la cual se convirtió en otro de los factores que obstaculizaron el progreso de las defensas británicas entre las dos guerras mundiales. La «Regla de los diez años» fue establecida como una hipótesis de trabajo y no como un ensayo en profecía; sin embargo, el Ministerio de Finanzas británico la sostuvo en vista del difícil panorama económico del país en ese tiempo. Las deudas de Gran Bretaña eran enormes y se requería «un período de recuperación, de impuestos decrecientes, aumento en el comercio y el empleo» en razón de que «los riesgos económicos y financieros son los más urgentes que tiene que enfrentar el país».16 Ya en febrero de 1932, poco después de la apertura de la Conferencia de Desarme en Ginebra, los jefes militares británicos estaban pidiendo la cancelación de la «Regla de los diez años» debido al deterioro de la situación política y militar, tanto en Europa como en el Lejano Oriente. El poder del Japón comenzaba a hacerse sentir con mayor peso que nun16 Citado por Howard, p. 99. P Á G Nadie puede dudar que necesitamos una poderosa armada y una eficaz fuerza aérea; no obstante, a menos que tengamos fuerzas terrestres capaces de una temprana intervención en el continente europeo, nuestros potenciales enemigos, así como nuestros posibles aliados considerarán probablemente que [...] nuestro poder para influir sobre cualquier decisión a través de las armas es inadecuado [...] Apartando por ahora lo referente al cumplimiento de los compromisos que hemos adquirido en 189 Churchill ca, erosionando las posiciones británicas en Asia; entretanto, el Imperio empezaba a estremecerse bajo el empuje de las rebeliones nacionalistas en la India. Las capacidades militares de Gran Bretaña comenzaban a revelarse patéticamente insuficientes para responder a las exigencias de la defensa de las propias islas ante la contingencia de una guerra europea o del Imperio en caso de conflicto en Asia. En 1934, un comité especial compuesto de varios ministros y el Alto Mando militar presentó al Gabinete un reporte, en el cual se argumentaba, dentro de la más ortodoxa concepción del «balance de poder», que: «... si los Países Bajos [Holanda y Bélgica] cayesen en manos de una potencia hostil, no sólo se acrecentarían la frecuencia e intensidad de los ataques aéreos contra Londres, sino que todas las áreas industriales del centro y norte de Inglaterra se encontrarían dentro del área de penetración de los ataques». Ante esto, el nuevo ministro de Finanzas y hombre fuerte del Gabinete, Neville Chamberlain, respondió que: «... nuestra experiencia en la última guerra indica que debemos concentrar nuestros recursos en la Marina y la Fuerza Aérea [...] el Ejército debe ser mantenido para ser usado en otras partes del mundo». Estas eran las ideas de Liddell Hart enarboladas ahora por un influyente ministro: se trataba de evitar el «compromiso continental» y de contribuir al esfuerzo de guerra con la Armada y los escuadrones de bombarderos, utilizando las fuerzas terrestres fuera del contexto europeo. Los jefes militares británicos respondieron a Chamberlain con un memorando que vale la pena citar de modo amplio, pues constituye una muy clara exposición de los principios que habían fundamentado la política de defensa británica por más de un siglo, hasta quedar ensombrecidos por las experiencias de la Primera Guerra Mundial. En ese documento, el Alto Mando militar británico planteó que: P Á G 190 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle diversos tratados de defensa mutua que se han firmado, la seguridad de este país demanda que estemos preparados a luchar por la integridad de Holanda y Bélgica.17 A pesar de que este memorando surtió efecto sobre algunos ministros, que decidieron apoyar los aumentos de gastos militares que se pedían, no todos quedaron convencidos, y entre estos últimos se hallaba Chamberlain, quien indicó que el programa de defensa del gobierno debía consistir en medidas que el público pudiese entender y aprobar. Según Chamberlain: «... nuestra mejor defensa está en la existencia de una fuerza de disuasión tan poderosa que elimine cualquier incentivo de ataque. A mi modo de ver la mejor forma de lograrlo es mediante la creación de una fuerza aérea estacionada en el país y de un tamaño y una eficiencia calculadas para inspirar respeto en la mente de posibles enemigos».18 En 1938, en momentos en que la amenaza nazi ya presentaba perfiles bastante definidos, el ministro de Defensa británico, Hore-Belisha, llegó a declarar que: «... no tenía dudas en colocar el compromiso continental en último lugar de prioridades [...] cuando los franceses se den cuenta de que no podemos comprometernos a enviar una fuerza expedicionaria al continente, estarán más inclinados a acelerar la extensión de la Línea Maginot hasta el mar». En otras palabras, se trataba de mostrar a los aliados que, en vista de la precaria situación de las fuerzas británicas, tocaba a ellos superar todas las deficiencias y comprender que les correspondería cargar con el peso de la guerra. Esta no era propiamente una política diseñada para estimular o hacer más sólida una alianza, menos aún era esa una política apropiada para inspirar respeto o temor a un enemigo de la talla de Hitler. En esas condiciones llegó Gran Bretaña a las crisis políticas de 1938 y 1939 en Europa, a la captura de Checoslovaquia y la invasión de Polonia por los nazis. Sin un instrumento armado para intervenir en el continente y con los nervios paralizados por la amenaza planteada por la Luftwaffe, la política británica de esos años sólo podía ser la del «apaciguamiento» ante Hitler. La invasión de Polonia fue la gota que rebasó el vaso y llevó a Gran Bretaña a declarar la guerra y a que se transformase la actitud del pueblo británico, que ahora se preparaba a enfrentar a su adversario en con17 18 Ibid., pp. 108-109. Ibid., p. 110. P Á G 191 Churchill diciones muy desventajosas. «Los países –ha escrito Kissinger– sólo aprenden por la experiencia: “saben” sólo cuando ya es demasiado tarde para actuar».19 Los dirigentes británicos del período inmediatamente posterior a las guerras napoleónicas habían asimilado las lecciones de esa experiencia. Sin llegar a adoptar una política de alianzas permanentes como la propuesta por Metternich, sostuvieron sin embargo la necesidad de un «compromiso continental», que se mantuvo hasta 1918. El abandono de ese compromiso después de la Primera Guerra Mundial condujo a Gran Bretaña a la más grave crisis de su historia. A lo largo de esos años decisivos de la década de 1930 Churchill estuvo sonando la alarma, intentando alertar a sus compatriotas sobre el peligro que se cernía en el horizonte. Fue ese un tiempo difícil, durante el cual los dilemas de Gran Bretaña en su posición insular se sumaron a los propios dilemas de Churchill como político conservador, sumergido en el tumulto de una era revolucionaria. Los dilemas de un conservador En una época revolucionaria como la actual, los retos políticos más complejos se presentan a aquellos que quieren detener la revolución y no a los que pretenden realizarla. Para un político conservador los dilemas son claros y apremiantes: enfrentarse a la revolución en forma radical puede traer como consecuencia una total pérdida de perspectiva sobre el significado de los acontecimientos históricos del período; por otra parte, el intento de manipular los cambios, de levantar diques, de canalizar los procesos y maniobrar para restarles impacto, domesticando hechos y hombres en el camino, puede no ser más que una ilusión pasajera, un inútil gesto de la voluntad, un esfuerzo menguado en su propia naturaleza. En los períodos históricos en que el orden político es firme y no se encuentra sometido a cuestionamientos profundos, el reto del estadista consiste en no aferrarse al presente, sino trascenderlo, en pensar hacia el futuro y prever los cambios que éste puede traer, con el propósito Kissinger, p. 418. 19 P Á G 192 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle de orientar creativamente la sociedad hacia nuevos destinos sin experimentar traumas insuperables: «... no corresponde a los conservadores –escribe Kissinger– derrotar la revolución, sino impedirla [...] una sociedad que no puede prevenir una revolución, la desintegración de cuyos valores haya quedado en evidencia por el hecho de la revolución, no podrá derrotarla por medios conservadores [...] el orden una vez destruido no se puede restablecer sino por la experiencia del caos». 20 En una época de crisis revolucionaria, el reto para el político conservador consiste, ante todo, en comprender acertadamente el significado de los acontecimientos y en aceptar que el simple ejercicio de la voluntad no es suficiente para detener los cambios, que hace falta desarrollar una política activa para apuntalar lo que pueda salvarse del pasado. Como político conservador en una era revolucionaria, Churchill se enfrentó inicialmente a la revolución en forma radical, pero sin éxito; después trató de contenerla, de controlarla, de manipularla en función de la defensa de un orden que en lo fundamental yacía en ruinas. El único reto que Churchill no supo enfrentar adecuadamente fue el de la creatividad política. Este gran líder de nuestro tiempo podría haber hecho suyas las siguientes palabras de Metternich: «Mi vida ha transcurrido en un período terrible. Nací demasiado pronto o demasiado tarde [...] Antes habría disfrutado de la vida, después podría haber ayudado en la reconstrucción. Ahora me paso el tiempo apuntalando edificios en ruinas».21 Churchill era heredero de un pasado glorioso, su vida estaba consagrada a la defensa de ese pasado y a combatir todo lo que se atreviera a desafiarlo; mas con el estadista británico ocurrió lo mismo que pasó a Metternich en el siglo xix, el cual: «Pudo haber tenido razón al asegurar que quienes nunca han tenido un pasado no pueden poseer el futuro, pero los que han tenido un pasado pueden condenarse a sí mismos buscándolo en el futuro».22 Gran Bretaña había vencido en la Primera Guerra Mundial, mas este conflicto había contribuido decisivamente al estallido de la Revolución Rusa y al surgimiento de un nuevo adversario. Churchill reaccionó con furia ante el triunfo bolchevique y fue uno de los principales impulsores de la intervención extranjera contra la revolución. Los bolcheviques 20 21 22 Ibid., p. 268. Citado por Kissinger, p. 266. Ibid. P Á G 193 Churchill representaban para Churchill la negación de todos los valores cuyo sostenimiento propugnaba; Lenin y Trotsky abogaban por la guerra de clases, la eliminación de las jerarquías aristocráticas, el fin de las fronteras nacionales, la unidad de los obreros contra sus patronos y de los países oprimidos contra sus amos imperialistas. La revolución bolchevique era la antítesis de todo aquello que para Churchill daba sentido a la política y la vida civilizada; por ello actuó con violencia y radicalismo, promoviendo el envío de tropas para participar con las fuerzas antirrevolucionarias en la guerra civil y arengando a sus colegas en el Parlamento sobre el «peligro rojo». Churchill fracasó en su empresa, pero desde entonces quedó signado por un feroz anticomunismo, que en más de una oportunidad obnubilaría su visión política, distorsionando también su análisis de los eventos del período. Al igual que la mayoría de los políticos y el público británico en general, Churchill no creyó probable durante la década siguiente al fin de la Primera Guerra Mundial que Alemania presentase en el futuro una nueva amenaza de conflagración a gran escala. Entre 1918 y 1921, una etapa crucial para la reconstrucción de las Fuerzas Armadas, Churchill ocupó posiciones clave como ministro del Aire y de Guerra. Su acción allí desilusionó hondamente a aquellos oficiales que confiaban en la destreza estratégica de Churchill y en su capacidad para comprender los nuevos avances de la tecnología militar. Fue Churchill quien en 1919 propuso la fórmula según la cual las estimaciones en los gastos de defensa debían llevarse a cabo con base en el supuesto de que no habría guerra en los diez años siguientes, y en 1928 el Gabinete británico dio su aprobación formal a esta «regla de los diez años». En la medida en que Churchill vislumbraba una amenaza contra Gran Bretaña, pensaba que ésta provenía de la Unión Soviética, pero no era fácil sostener que un país tan convulsionado internamente pudiese abrigar intenciones agresivas hacia una potencia imperial. Al encargarse del Ministerio del Aire en 1919, Churchill se encontró con un plan elaborado por el Estado Mayor Aéreo para crear 154 escuadrones, de los cuales cuarenta serían utilizados para la defensa de las Islas Británicas. Con su visto bueno, este proyecto se redujo a la creación de tan sólo 22 escuadrones, dos de ellos para la defensa del país y el resto para actuar en misiones de bombardeo. Al cesar sus funciones en este ministerio en 1921, el diario The Times comentó que: «[Churchill] abandona el cuerpo volador británico en su último estertor, cuando lo úni- P Á G 194 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle co que queda es hacerle un funeral militar». Como ministro de Finanzas, entre 1924 y 1929, Churchill permitió una progresiva reducción de los gastos de defensa, en particular en lo referente al Ejército de Tierra. Churchill, así como gran parte de sus compatriotas, se había convertido de nuevo al «aislacionismo» luego de la Primera Guerra Mundial. Una vez obtenida la victoria, Gran Bretaña debía separarse aún más del continente y descansar segura tras la barrera de protección que le proporcionaba su Marina de Guerra. Paradójicamente, Churchill tuvo mucho que ver con la reducción en las capacidades militares británicas durante la década de 1920, reducción que él mismo denunciaría con enorme fervor la década siguiente. Lanzado a combatir la revolución y preservar el orden, Churchill no percibió sino hasta muy tarde el significado de los cambios sociales y políticos que se iniciaron con el triunfo de Mussolini en Italia en 1922. Desde 1919 Churchill había visto con mayor desdén que aprobación la creación de la «Liga de Naciones», el fallido intento de construir un pacto de seguridad colectiva en Europa. En el primer volumen de su historia de la Segunda Guerra Mundial, Churchill expresó que: «Era una política simple la de mantener a Alemania desarmada y a los poderes victoriosos adecuadamente armados por treinta años [...] y construir con mayor fuerza una verdadera Liga de Naciones capaz de garantizar el cumplimiento de los tratados...»,23 pero lo cierto es que el propio autor de esas líneas contribuyó poco al logro de los objetivos mencionados, reaccionando cuando ya los peligros eran plenamente evidentes. La victoria fascista en Italia no fue vista por Churchill como un hecho negativo para la paz en Europa. Churchill admiraba a Mussolini como el hombre que había salvado a Italia del bolchevismo, y en 1937 llegó a escribir que «sería peligroso y tonto que el pueblo británico subestimase la perdurable posición de Mussolini en la historia mundial y las asombrosas cualidades de coraje, autocontrol y perseverancia que él ejemplificaba». 24 Sus instintos de clase y su temor y odio al comunismo le impidieron entender con la necesaria claridad la naturaleza del fascismo. En uno de sus libros, Churchill declaró que: ... en el conflicto entre el fascismo y el comunismo no había dudas acerca de qué lado se encontraban mis simpatías y convic23 24 Winston Churchill, The Second World War, vol. 1: The Gathering Storm. London: Cassell, 1969, p. 14. Citado por R. Rhodes James, p. 105. P Á G 195 Churchill ciones. En las dos ocasiones en que me entrevisté con Mussolini en 1927 nuestras relaciones personales fueron cordiales y amistosas. Yo nunca habría estimulado a Gran Bretaña para que se interpusiese a Mussolini en torno al conflicto de Abisinia o para que le sancionase a través de la Liga de Naciones, a menos que estuviésemos preparados a ir a la guerra en último extremo. 25 Esta posición tolerante ante el fascismo condujo a Churchill a respaldar la intervención de la Italia fascista y la Alemania nazi en la Guerra Civil española en apoyo de Franco, perdiendo así de vista la amenaza que esa participación representaba para Gran Bretaña y el equilibrio político europeo. Churchill se alineó emocionalmente con Franco y el fascismo en contra de la República española, y apoyó la política de «no intervención» del gobierno británico a pesar de que los poderes fascistas la violaban impunemente, suministrando a Franco el material bélico y apoyo logístico que finalmente le permitieron ganar la guerra. Sólo en 1939, cuando ya todo estaba perdido en España, y Mussolini y Hitler celebraban complacidos el triunfo de sus armas en ese conflicto, Churchill reconoció que, a pesar de sus faltas, la causa republicana había sido la causa de la libertad. Sus instintos conservadores hacían difícil para Churchill entender las raíces socioeconómicas del fascismo y su estrecha conexión con el deterioro del orden liberal-capitalista; de allí que Churchill manifestase pocas simpatías hacia la idea de que la guerra sería una cruzada general contra el fascismo y estuviese dispuesto por mucho tiempo a tolerar a Mussolini, así como había tolerado a Franco, y aun a aceptarlo como aliado. Por ello escribió después de concluido el conflicto que: «Aun en el momento en que la cuestión de la guerra se convirtió en certidumbre, Mussolini hubiese sido bienvenido por los aliados».26 Churchill fue a la guerra desprovisto de la visión de una nueva Europa, menos aún de un mundo y un imperio organizados en forma diferente. Sus propósitos eran esencialmente negativos: restaurar las cosas tal y como eran antes, y mantener tal como estaban aquellas que favorecían a Inglaterra. Una vez distorsionada su perspectiva sobre el fascismo, Churchill quedó envuelto en el dilema del conservador que en épocas de crisis confunde el sentido de los eventos. El hecho de que Churchill haya reaccionado, así fueWinston Churchill, The Second World War, vol. 3: The Fall of France. London: Cassell, 1972, pp. 107-108. Citado por A. J. P. Taylor, p. 43. 25 26 P Á G 196 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle se tardíamente y no sin ambigüedades, ante la amenaza hitleriana es sin duda prueba tanto de su perspicacia política como de la ceguera de la mayoría de los dirigentes británicos de ese entonces. Su reacción se produjo ante la sobrecogedora evidencia del peligro representado por Hitler y los nazis, y no estuvo acompañada de una apropiada comprensión sociopolítica del nacionalsocialismo. Esto puede comprobarse al leer el capítulo 4 del primer tomo de su historia sobre la guerra, titulado «Adolfo Hitler», en el cual es muy poco lo que se encuentra acerca de las fuerzas sociales y económicas que motivaron el ascenso de los nazis al poder. Sería mezquino permitir que la revelación del tortuoso y no siempre fecundo camino político de Churchill entre las dos guerras, restase brillo a sus grandes logros posteriores como líder de su país en la lucha contra Hitler. No obstante, hay que señalar que las dudas y errores existieron, y que en algunas oportunidades, como por ejemplo en relación con la Guerra Civil española, esos errores fueron graves. Sus orígenes estaban en los términos del dilema expuesto algunas páginas atrás. Todavía en septiembre de 1937, Churchill llegó a escribir que: «Uno puede rechazar el sistema de Hitler y sin embargo admirar sus éxitos patrióticos. Si nuestro país cae derrotado, yo espero que encontremos un jefe tan indomable que restaure nuestro coraje y nos lleve de nuevo a ocupar nuestro legítimo lugar en el conjunto de las naciones»; y en otro artículo de prensa manifestó que en tiempos recientes él había sido exageradamente alarmista, pero ahora consideraba que no habría guerra.27 Todo esto viene a demostrar que la imagen de Churchill, dibujada por numerosos biógrafos y comentaristas después de la guerra, como el líder que no cesó de dar la alarma, que en todo momento midió con exactitud la magnitud de la amenaza y jamás estuvo dispuesto a transigir frente a los dictadores, no tiene exacta relación con los hechos. Lo que quizá olvidan los autores que presentan a Churchill de esa forma es que tal uniformidad en la acción y la claridad ideológica que debe necesariamente acompañarla, no se corresponde con actores políticos que, como Churchill, están condicionados por la visión de un mundo tan rígido que la menor convulsión hace precaria su existencia. Por eso, para Churchill, al menos por un tiempo, Hitler y Mussolini fueron «patriotas» antes que fascistas, y «nacionalistas» antes que conquistadores. El 13 de mayo de 1940, una vez confirmado como Primer Ministro, Churchill se dirigió a la Cámara de los Comunes en estos términos: 27 Citado por R. Rhodes James, p. 105. P Á G 197 Churchill Se preguntan: ¿cuál es nuestra política? Yo digo: hacer la guerra, por mar, tierra y aire con todo el poder y la fuerza que Dios pueda darnos; hacer la guerra contra una tiranía monstruosa, jamás sobrepasada en el oscuro y lamentable catálogo del crimen humano. Esta es nuestra política. Se preguntan: ¿cuál es nuestro objetivo? Puedo responder con una palabra: victoria, victoria a toda costa, victoria a pesar de todo el terror, victoria no importa cuán largo y difícil sea el camino, pues sin la victoria no sobreviviremos. 28 Estas eran palabras muy firmes que buscaban un efecto político y propagandístico; el momento era crítico, y la elocuencia, la reducción de problemas complicados a frases simples e impactantes servían como armas en la lucha que se iniciaba. Unos días más tarde, a finales de mayo, el Ejército francés sufría un colapso total, y con él se hundían también los fundamentos de la política de defensa británica. El Gabinete, presidido por Churchill, consideró una petición francesa que buscaba tender puentes hacia Mussolini y «comprarlo». Lord Halifax, en ese momento ministro de Asuntos Exteriores, planteó a Churchill la siguiente pregunta: si el Primer Ministro estuviese satisfecho de que «los asuntos vitales para la independencia del país», no se verían negativamente afectados, ¿discutiría entonces términos de paz? Churchill respondió que «estaría agradecido de superar nuestras presentes dificultades a través de esos términos, siempre que retuviésemos los elementos esenciales de nuestra fuerza vital, aun al costo de alguna concesión territorial». Y posteriormente Churchill dijo que: «Si Hitler estuviese dispuesto a hacer la paz en términos de la restauración de colonias alemanas y el control de Europa central, eso es una cosa. Mas es poco probable que llegue a hacer tal oferta».29 ¿Un instante de debilidad?, ¿frases dichas a la ligera y con escasa convicción? Lo cierto es que Churchill añadió que aun cuando no estaba dispuesto a unirse a Francia en pedir términos para un armisticio, se hallaba preparado a considerarlos si se le hacían saber. Puede lucir extraño, pero era Churchill el que con estas intervenciones se mostraba listo a pensar en una «paz» que inevitablemente habría dejado a Hitler como dueño de la mitad de Europa y habría implicado también la pérdida de territorio británico. La idea corriente de que, una vez nombrado Churchill, The Fall..., p. 22. Citado por D. Dilks, «Allied Leadership in the Second World War: Churchill», Survey, 21, 1-2, 1975, pp. 20-21. 28 29 P Á G 198 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle Primer Ministro, Churchill estuvo plenamente decidido a luchar sin vacilaciones hasta que toda Europa fuese liberada, no puede sostenerse en forma pura y definitiva. Hubo dudas, pero duraron poco gracias a la ilimitada ambición de conquista de Hitler. Una vez envuelto en el torbellino de la guerra, Churchill retornó a su concepción de «victoria a toda costa», que más tarde se tradujo en una política de «rendición incondicional» cuya expresión militar era el bombardeo estratégico contra Alemania. Esta política, que recibió el total respaldo de una abrumadora mayoría del pueblo británico, fue criticada aun durante la guerra por hombres de la talla de Liddell Hart, quien consideraba que no tenía sentido combinar el bombardeo estratégico –que afectaba gravemente a la población civil– con una política de «rendición incondicional». Esa combinación sólo iba a traer como consecuencia un endurecimiento de la resistencia alemana, y conduciría al pueblo de ese país a plegarse todavía más estrechamente a Hitler y a su régimen como únicas vías para la supervivencia nacional. Liddell Hart pensó enviar a Churchill un memorando sobre el asunto, pero después cambió de idea, ya que «su mente [la de Churchill] tiene una estructura tan destructiva que muy difícilmente puede ser penetrada por una visión tan diferente de las cosas».30 Liddell Hart no tenía una perspectiva clara acerca de la naturaleza del régimen nazi, el carácter ilimitado de los objetivos de Hitler y el estado de ánimo del pueblo británico, que estaba decidido a acabar con todo lo que el Tercer Reich representaba y esperaba lo mismo de sus líderes. «Victoria a toda costa» era de hecho la política de las masas británicas, y si ese pueblo pagó un precio muy alto por la victoria, lo hizo sin duda con los ojos abiertos. Churchill supo expresar esa resolución; no obstante, las críticas de un Liddell Hart se basaban en una consideración de gran importancia política. En un memorando profético titulado «El futuro balance europeo», fechado el 1.º de octubre de 1943, Liddell Hart vio con gran claridad que la Unión Soviética reemplazaría a Alemania como el poder dominante sobre el continente; según el estratega británico, a largo plazo ese predominio soviético podría ser aún más peligroso que la hegemonía alemana: «Las consecuencias inmediatas de la victoria serán probablemente la ocupación por parte del Ejército Rojo de la totalidad de Europa central y una gran parte de Alemania. Sólo Rusia tendrá la 30 Bond, Liddell Hart..., p. 146. P Á G 199 Ibid., pp. 151-152. Winston Churchill, The Second World War, vol. 5: Germany Drives East. London: Cassell, 1972, p. 336. Churchill fuerza para colocar un ejército de ocupación efectivo en esos países. Al mismo tiempo las fuerzas anglo-americanas ocuparán los países del sur de Europa y algunas secciones de Alemania». Gran Bretaña se hallaría entonces en una difícil posición entre los dos grandes poderes, pero del lado opuesto del Atlántico y demasiado cerca de los soviéticos. El único otro Estado que podía servir de barrera estaba siendo aplastado bajo la política de «rendición incondicional»: «La ironía de la situación –escribió Liddell Hart en el mencionado memorando– se encuentra en que el logro de nuestra meta de victoria total conducirá a la destrucción de la única otra fuente de fuerza real».31 El análisis de Liddell Hart pasaba por alto el hecho de que la política de rendición incondicional no había sido simplemente elegida por los aliados, sino que era en buena parte el resultado de las políticas hitlerianas de conquista y subyugación. Sin embargo, Liddell Hart apuntó temprano hacia un problema acerca del cual Churchill tomó conciencia relativamente tarde, tratando entonces de manipularlo y controlarlo a través de angustiosas maniobras diplomáticas. Ese problema, ese nuevo reto, estaba representado por el triunfo de las armas soviéticas sobre los ejércitos de Hitler. Churchill veía la guerra esencialmente como un conflicto entre Estados, y su mentalidad conservadora no le ayudaba a percibir las profundas conmociones sociales y políticas que el conflicto llevaba aparejadas. La guerra mundial estaba desatando una revolución en Europa y en otros continentes, y estaba transformando radicalmente el balance de poder. La definición de victoria que había dado Churchill en sus primeras actuaciones como Primer Ministro, una definición militar y no política, pronto se mostró insuficiente. Churchill había dicho el 21 de junio de 1941: «Tengo sólo un propósito: la destrucción de Hitler; de esa manera mi vida se simplifica. Si Hitler invadiese el infierno yo haría al menos una referencia favorable al diablo en la Cámara de los Comunes».32 Al día siguiente Hitler invadió la Unión Soviética, y Churchill de inmediato ofreció toda ayuda posible a Stalin. La alianza antinazi comenzaba a fraguarse, pero sus protagonistas eran muy diferentes y las consecuencias del combate mortal que acabaría en el búnker de Hitler sólo se revelaron con toda intensidad a Churchill en las etapas finales de la guerra. Escribe Kissinger en su libro Un mundo restaurado: 31 32 P Á G 200 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle Una potencia insular en la periferia de los acontecimientos encuentra difícil admitir que las guerras pueden producirse por causas intrínsecas. Dado que su participación suele ser defensiva, para evitar el dominio universal, considerará la necesidad de la paz una legitimación suficiente del equilibrio. En un mundo donde las ventajas de la paz parecen tan patentes [...] las guerras sólo pueden causarlas la malicia de los hombres malvados. Dado que no se entenderá que el equilibrio de poder puede ser inherentemente inestable, las guerras tienden a convertirse en cruzadas para eliminar la «causa» del levantamiento. 33 Para Churchill, la guerra se convirtió en una cruzada contra Hitler, el «hombre malvado» de que habla Kissinger, y no contra el fascismo; de acuerdo con sus propias palabras, la meta era «la derrota, ruina y destrucción de Hitler con la exclusión de cualquier otro propósito». Mas para los pueblos de Europa, en Francia, Italia, Yugoslavia, Hungría, Grecia, etc., la lucha contra Hitler y el nazismo se convirtió también en el combate por un orden social diferente, que no estaba en los planes de Churchill. El líder británico no tenía conciencia de la magnitud de los cambios sociales impulsados por la guerra y del crecimiento del espíritu democrático suscitado por la resistencia, aun dentro de la propia Gran Bretaña. Una de las más grandes sorpresas en la vida de Churchill debe haber sido la derrota electoral sufrida a manos del Partido Laborista en 1945, aun antes de finalizada la guerra mundial. A pesar de su enorme prestigio personal, labrado a través de un valiente e inspirador liderazgo durante la guerra, Churchill –y con él el Partido Conservador, al cual representaba–, recibieron un rechazo masivo en las urnas electorales. El objetivo de Churchill era fundamentalmente negativo: la derrota de Hitler, y aspiraba que una vez conquistada esa meta todo volvería con ligeras alteraciones a su lugar de antes. Pero el pueblo británico no iba a conformarse con una simple restauración del orden y de las políticas del pasado; la guerra había creado una nueva situación, y para evitar conflagraciones semejantes en el futuro era necesario transformar desde dentro la sociedad. Así como Churchill carecía de una política positiva para llevar a cabo los cambios que reclamaba la población de su propio país, no tenía tampoco una política constructiva hacia la Europa de la posguerra. Enfrenta33 Kissinger, pp. 143-144. P Á G 201 Churchill do al poder soviético y a la posibilidad de que Estados Unidos se retirase nuevamente de Europa una vez terminado el conflicto, Churchill pensó en una partición del continente en esferas de influencia controladas respectivamente por Gran Bretaña y la urss. Uno de los más interesantes episodios políticos de la guerra tuvo lugar durante la visita que Churchill hizo a Stalin en Moscú en octubre de 1944. En el transcurso de una de sus entrevistas, Churchill propuso al líder soviético lo siguiente: «Lleguemos a un acuerdo sobre nuestros asuntos en los Balcanes. Sus ejércitos están en Rumania y Bulgaria. Nosotros tenemos intereses, misiones y gentes allí. No permitamos que las pequeñeces nos dividan. En lo que a Rusia y a Gran Bretaña concierne, ¿qué le parece si a ustedes toca un 90% de predominio en Rumania, a nosotros 90% en Grecia y un 50 y 50 en Yugoslavia?» Mientras la proposición era traducida al ruso, Churchill extendió una hoja de papel que contenía este proyecto de partición: RUMANIA 90% 10% Rusia Los otros GRECIA Gran Bretaña Rusia ( D E A C U E R D O C O N E E . U U.) 90% 10% YUGOSLAVIA 50% - 50% HUNGRÍA 50% - 50% BULGARIA Rusia Los otros 75% 25% Luego de una pausa, Stalin tomó un lápiz y marcó el papel con un signo aprobatorio. Todo quedó listo en pocos segundos. Churchill entonces preguntó: «¿No se pensará que ha sido más bien cínico que nosotros hayamos dispuesto estos asuntos, que afectan a tanta gente, de una manera tan casual y ligera? Mejor quemamos el papel». Y Stalin replicó: «No, guárdelo usted». 34 Winston Churchill, The Second World War, vol. 11: The Tide of Victory. London: Cassell, 1964, pp. 200-201. 34 P Á G 202 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle En la medida en que Stalin tomó en serio el gesto de Churchill, fue también víctima del engaño del estadista que pretende manipular la realidad sociopolítica de pueblos enteros, como si el control de la misma fuese tan sólo un problema de voluntad individual. Churchill actuaba impulsado por el deseo de obtener un arreglo diplomático antes de que el desarrollo de los acontecimientos le dejase sin cartas de negociación. Gran Bretaña estaba ganando la guerra junto a sus aliados, pero el precio había sido el agotamiento del país y la indetenible erosión de su poderío mundial. Las maniobras de Churchill en las postrimerías del conflicto eran como si «el conductor de un automóvil que se dirigiese sin control a una dirección desconocida por una gran pendiente montañosa tratara desesperadamente de asir el volante, porque si sólo lograra hacer esto su caída inevitable representaría el orden y no el caos».35 Aunque pueda parecer extraño, Churchill tenía gran confianza en que Stalin cumpliría al pie de la letra todos los arreglos tendientes a congelar la situación política europea. Poco antes de la conferencia de Yalta, Churchill manifestó que: «... el pobre Neville Chamberlain creía que podía confiar en Hitler. Estaba equivocado, pero no creo que yo me equivoque sobre Stalin». Y algo más tarde insistió ante su ministro del Exterior, Anthony Eden, sobre su admiración por Stalin. Eden, ansioso de colocar las negociaciones sobre bases más realistas que una mera simpatía personal, dijo a Churchill: «A mí me llena de admiración la forma en que Stalin le maneja a usted».36 Ese era Churchill: una mezcla de realismo y romanticismo, un estadista valeroso y de gran talento volcado hacia el pasado, al que faltaba la creatividad política, tan importante para la grandeza. Quizás en cuenta de esto último, pocos años después de la guerra, Churchill expresó que el veredicto final de la historia se basaría no solamente en las victorias logradas bajo su dirección, sino también en los resultados políticos derivados de ellas, y añadió: «Juzgando de acuerdo a este último criterio, no estoy seguro de que se considere que tuve éxito».37 35 36 37 En estos términos se refiere Kissinger a Metternich, ob. cit., p. 266. Citado por Dilks, p. 24. Citado por B. H. Liddell Hart, «The Military Strategist», en Churchill: Four Faces..., p. 202. P Á G «La historia de la especie humana es la guerra. Con excepción de breves y precarios interludios, nunca ha habido paz en el mundo». Churchill Churchill fue no solamente un testigo político privilegiado de las dos grandes conflagraciones del siglo xx, sino que también tuvo una relevante participación en ambos conflictos como entusiasta, a veces errático, pero esencialmente brillante estratega militar. No sería apropiado decir que a Churchill le gustaba la guerra, pero tampoco sería injusto afirmar que la veía con pasión. El general Frederick Pile, comandante de las defensas antiaéreas británicas en la Segunda Guerra Mundial, ha relatado lo difícil que le resultaba llevar a Churchill a los refugios antiaéreos y mantenerlo allí en las oportunidades en que éste realizaba visitas de inspección a los emplazamientos defensivos. En una ocasión, ante la insistencia de Pile para que se apartase de los cañones y buscase refugio de las bombas, Churchill exclamó con júbilo: «Me encantan las explosiones». Al estallar la Primera Guerra Mundial, Churchill ocupaba la posición de Primer Lord del Almirantazgo, la principal autoridad de la Marina de Guerra británica. Para Churchill, la mejor forma de la defensa era la ofensiva y, desde el inicio de la guerra en 1914 hasta el momento en que dejó el Almirantazgo en la primavera de 1915, estuvo buscando fórmulas para que la Armada tomase la iniciativa en batallas de carácter decisivo. De hecho, esa batalla final contra la flota alemana no se produjo; no obstante, la Armada británica contribuyó en forma determinante al triunfo aliado a través del arma del bloqueo económico. Cerrando los pasajes marítimos entre el norte de las Islas Británicas y Noruega, la Marina Real le cortó las arterias a Alemania, impidiendo la entrada o salida de bienes fundamentales para sostener el esfuerzo de guerra. Churchill no visualizó claramente, antes de su salida del Almirantazgo, la importancia que iba a adquirir el arma del bloqueo en el transcurso de la guerra, pero los cuatro años que había pasado a la cabeza de la Armada, entre 1911 y 1915, habían sido de vital relevancia en el forjamiento de esa herramienta de acción «intangible» en el conflicto. 203 Churchill El estratega P Á G 204 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle Los aportes de mayor peso estratégico hechos por Churchill durante la Primera Guerra Mundial se dirigieron a resolver el intrincado problema que la nueva tecnología militar y las trincheras habían planteado en las líneas de fuego del continente: el congelamiento de los frentes de batalla, la guerra de desgaste en que decenas de millones de vidas eran sacrificadas para avanzar unos pocos kilómetros. A fines de 1914, en un memorando profundamente perceptivo sobre la política de guerra enviado al primer ministro Asquith, Churchill escribió: Pienso que es posible que ninguno de los bandos combatientes tendrá la fuerza suficiente para penetrar las líneas del contrario en el frente occidental [...] mi impresión es que la posición de ambos ejércitos no experimentará mayores cambios –aunque sin duda varios cientos de miles de hombres serán sacrificados para satisfacer sobre este punto a las mentes militares [...] ¿No hay acaso otras alternativas que la de enviar a nuestros ejércitos a masticar alambre de púas en Flanders? ¿No es posible lograr que el poder de la Armada se cierna sobre el enemigo? 38 Ante el problema del estancamiento de los frentes terrestres se plantearon, desde el lado británico, dos tipos de soluciones: una de orden táctico y la otra de orden estratégico, y Churchill tuvo una destacada participación en la formulación de ambas. La búsqueda de una solución táctica se centró en la creación de una máquina blindada de guerra que fuese capaz de atravesar las trincheras, de derribar el alambre de púas y aguantar el fuego de las ametralladoras, protegiendo también el avance de la infantería. A fines de 1915, en un importante memorando titulado «Variantes de la ofensiva», Churchill –quien ya no estaba en el Gabinete– propuso la utilización de vehículos blindados con orugas, capaces no sólo de pasar sobre las trincheras y el alambre de púas sino también de mantener bajo fuego constantemente a los defensores enemigos. Churchill, más que ninguna otra persona en alta posición, tuvo mucho que ver con el desarrollo de ese vehículo que vino a conocerse como el «tanque». Si bien la idea original no fue plenamente suya, él la acogió en forma entusiasta, y logró, a través de su permanente interés, promoviendo experimentos y batallando por convencer a los escépticos, que la idea se materializase. 38 Citado por Pelling, p. 190. P Á G 205 Churchill La solución estratégica diseñada para enfrentar el estancamiento no consistía en atravesar las trincheras, sino en dar un rodeo por sus flancos y así sobrepasarlas por un lado. Los proponentes de este proyecto, que fueron catalogados como la «escuela oriental» en contraposición a los «occidentalistas», argumentaban que la alianza enemiga debía ser vista como un todo, y que la tecnología militar moderna y el mejoramiento en los medios de transporte y suministro permitían programar acciones decisivas en otros teatros de guerra, en los flancos estratégicos y menos protegidos del adversario. Para Churchill, ansioso de emplear con mayor dinamismo el poder de la Armada, esta concepción tenía el atractivo de explotar las potencialidades del poder marítimo en operaciones a larga distancia. Inicialmente Churchill pensó en acciones navales en el mar del Norte dirigidas a bloquear la salida de la Armada alemana de sus puertos, y eventualmente abrir las entradas del Báltico. Este plan presentaba dificultades que le restaban eficacia; la alternativa era atacar el otro flanco enemigo en el continente a través del estrecho de los Dardanelos, penetrar en el mar de Mármara y caer sobre Constantinopla (hoy Estambul), para eventualmente unirse al Ejército ruso, fuertemente presionado por la ofensiva alemana. Este proyecto recibió un impulso en diciembre de 1914, cuando se recibió un mensaje en el cual el gran duque Nicolás, comandante en jefe de las fuerzas rusas, pedía a los británicos una «demostración» en contra de los turcos para aliviar la presión que estaban soportando los ejércitos rusos en el Cáucaso. Hombres de la categoría e influencia de Lloyd George se sumaron a la idea, abogando por la transferencia de gran parte de las fuerzas británicas a los Balcanes para ayudar a Serbia y desarrollar una ofensiva desde la retaguardia de la alianza enemiga. La captura de Constantinopla sería seguida por un avance a lo largo del Danubio hasta Austria y Hungría. La concepción era brillante desde el punto de vista estratégico-político, pero la ejecución fue catastrófica. Los comandantes aliados en el frente occidental se opusieron tenazmente al proyecto, y el peso de la opinión militar impuso la concentración de esfuerzos en ese frente con la esperanza de lograr una ruptura rápida de las líneas enemigas. No obstante, Churchill y otros continuaron propulsando el plan de ataque en los Dardanelos, que comenzó, con fuerzas muy reducidas, en febrero de 1915. Gracias al factor sorpresa, los británicos lograron desembarcar en la península de Gallípoli y establecerse allí, pero los turcos, desde sus fortalezas en las colinas circundantes, pronto restablecieron la situación, P Á G 206 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle movilizando sus reservas y conteniendo la penetración de sus adversarios. Los invasores consiguieron mantenerse en dos precarias cabezas de playa, pero no pudieron expandirlas y la guerra de trincheras se instaló también en Gallípoli. Las pérdidas crecientes, las duras condiciones de la batalla y las enormes dificultades logísticas forzaron una evacuación, que se llevó a cabo en dos etapas entre diciembre de 1915 y enero de 1916. La operación de los Dardanelos había sido un fracaso y la reputación de Churchill sufrió por ello; pero como él mismo expresó ante la Comisión designada para investigar las causas de la derrota: «Es ocioso condenar las operaciones porque llevan implícitos el azar y la incertidumbre. Toda la guerra es azarosa y la victoria sólo se obtiene corriendo riesgos».39 Churchill dejó el gobierno en noviembre de 1915 y retornó a él en julio de 1917 como ministro de Municiones. Sus contribuciones estratégicas a lo largo del conflicto, aunque no siempre exitosas, revelaron la fertilidad de su talento militar y su gusto por las estrategias flexibles e «indirectas» dirigidas a explotar las debilidades del enemigo haciendo uso de la audacia y la imaginación. En el período entre las dos guerras mundiales Churchill preservó su interés en los problemas de la estrategia y la táctica militar, aunque su pensamiento al respecto no fue muy coherente y sus proyecciones sobre los cambios introducidos por los nuevos desarrollos tecnológicos fueron en general desacertadas. Con relación a la guerra naval, su tradicionalismo le llevó a alinearse con la así llamada battleship school, que propugnaba la construcción de grandes buques de guerra y aseguraba que los submarinos no presentaban una amenaza grave. Esta escuela de estrategia naval también subestimaba la amenaza aérea contra los buques de guerra tradicionales, y Churchill declaró en enero de 1938 que «La amenaza aérea contra los barcos de guerra apropiadamente armados y protegidos no reviste un carácter decisivo». Ocho meses más tarde reiteró esta opinión, afirmando que: «... este hecho, unido a la indudable obsolescencia del submarino como decisiva arma de guerra, debe proporcionar a las democracias occidentales un sentimiento de confianza respecto a la seguridad de los océanos».40 Con tales pronunciamientos, Churchill sólo contribuyó a reafirmar la vanidad de los almirantes que integraban la battleship school; mas en las nuevas condiciones tecnológicas el poder marítimo perdía gran eficacia sin el control del aire: 39 40 Ibid., p. 219. Citado por Liddell Hart, p. 182. P Á G 207 Churchill ... su incapacidad para apreciarlo ilustraba una vez más una curiosa contradicción en la naturaleza de Churchill como estratega. Él había enfatizado repetidamente la importancia del poder aéreo, más aun quizás que cualquier otro estadista civil. No obstante, cuando llegó la hora de la acción, no pudo resistir la llamada de la tradición e imaginar que la marina real lograría de nuevo mantener su supremacía sin otra ayuda. 41 Churchill también restó importancia a los posibles efectos del poder aéreo en la guerra terrestre, pero sobre todo no previó –y en esto su sorpresa fue tan grande como la que recibió la abrumadora mayoría de los profesionales militares del período– la extraordinaria transformación introducida por las tácticas y técnicas de la Blitzkrieg. Como lo dijo en su recuento de la caída de Francia, subyugada por los ejércitos de Hitler: «[Hasta ese momento] no había asimilado la violencia de la revolución efectuada desde la última guerra por la incursión de una masa de veloces vehículos blindados. Yo conocía su realidad, pero la misma no alteró mis convicciones de la manera en que debía haberlo hecho».42 Las sucesivas crisis políticas y militares que culminaron en la invasión hitleriana a Polonia y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, fueron los peldaños a través de los cuales Churchill retornó del desierto político para liderar a su país en un combate mortal. En el verano de 1939 el clamor del público y la prensa para que Churchill fuese incluido en el Gabinete británico llegó a un punto muy alto. Si la guerra era inevitable, el viejo guerrero debía estar allí para enfrentarla. Churchill, como lo expresaba un importante diario londinense, era un estadista que «poseía un inigualable conocimiento práctico de los problemas cruciales que presenta la guerra, en especial en el campo de la estrategia». En septiembre de 1939 Churchill regresó a su antigua posición de Primer Lord del Almirantazgo, y en mayo de 1940, en medio del calor de la batalla de Francia, fue nombrado Primer Ministro por el Rey. Al fin había llegado la hora. Churchill tenía entonces 66 años, pero estaba lleno de vigor y en plena posesión de sus facultades intelectuales y de su legendaria capacidad de trabajo, sintiendo al mismo tiempo que toda su vida pasada había sido «la preparación para este momento y este reto [...] Pensé que sabía mucho acerca de todo esto y que no fallaría».43 Taylor, p. 33. Churchill, The Second World War, vol. 3: The Fall of France, p. 37. Winston Churchill, The Second World War, vol. 2: The Twilight War. London: Cassell, 1969, p. 239. 41 42 43 P Á G 208 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle Desde su nueva posición de poder Churchill se autodesignó ministro de la Defensa con autoridad ejecutiva, lo cual le permitía mantener un control mucho más directo sobre las diversas ramas de las Fuerzas Armadas y la estrategia general de la guerra. Churchill tenía acceso directo a los altos jefes militares británicos, cuya función consistía en asesorarle sobre la factibilidad de las operaciones militares propuestas. De esta forma, Churchill logró algo que fue imposible para Lloyd George durante la Primera Guerra Mundial: unidad y uniformidad en la dirección estratégica superior de la guerra. Desde luego, su poder estaba sometido a los controles institucionales de un régimen político democrático. Como él mismo lo dijo, comparando su situación con la de sus dos más importantes aliados: «El período de mando del Presidente [de Estados Unidos] era fijo, y sus poderes no sólo como Presidente, sino también como Comandante en Jefe, eran casi absolutos de acuerdo con los términos de la Constitución norteamericana. Stalin [...] ciertamente era todopoderoso en Rusia. Ellos podían ordenar; yo tenía que convencer y persuadir, y estaba feliz de que así fuese».44 De hecho, Churchill imponía su voluntad mucho más gracias a la argumentación que a la imposición; nunca se cansaba de discutir y era capaz de ceder en sus puntos de vista si se encontraba con un opositor que tuviese la persistencia de demostrarle dónde estaba el error. En una oportunidad Churchill describió su método con una de sus hermosas frases: «Todo lo que quiero es que se acepten mis deseos luego de razonable discusión». Una vez derrotada Francia, Gran Bretaña se encontró sola ante el inmenso poder de Hitler. Los meses finales del año 1940 fueron decisivos, y a lo largo de esos tiempos difíciles la figura de Churchill se levantó sobre la adversidad para inspirar a su pueblo en una lucha desigual. Churchill y el pueblo británico en general no querían limitar sus objetivos de guerra a la mera supervivencia. La meta final era la victoria, y ésta era la inevitable consecuencia del rechazo a buscar un compromiso con Hitler. Ya que no era posible que la guerra durase por siempre, la única alternativa al fracaso era el triunfo. No había un punto medio. De hecho, la política de guerra británica nunca fue meramente defensiva y los primeros planes de victoria fueron esbozados en mayo de 1940, cuando se perfilaba concretamente en el horizonte la amenaza de una invasión alemana a las islas. 44 Winston Churchill, The Second World War, vol. 10: Assault from the Air. London: Cassell, 1964, p. 53. P Á G 209 Churchill La Alemania nazi disponía de recursos muy superiores a los de Gran Bretaña, aun contando con el Imperio, pero Churchill, en ese período crítico, nunca perdió su fe en la victoria y la impuso sobre los pesimistas. Su fe era en parte emocional y aun mística: una terca creencia en el Imperio británico y su poder latente [...] Mas esa fe también se sostenía sobre bases racionales. Churchill previó que los dos grandes países neutrales, la Unión Soviética y Estados Unidos, irían eventualmente a la guerra contra Hitler [...] Una vez más Churchill creyó que algo ocurriría porque él quería que ocurriese, y en este caso su creencia se comprobó como verdadera.45 Sin embargo, Churchill no se cruzó de brazos a esperar la entrada de soviéticos y norteamericanos en la guerra; él aspiraba a que Gran Bretaña fuese capaz de combatir sola y quizás de ganar; por lo tanto, si bien Churchill no descansó hasta lograr el compromiso de ayuda norteamericana, y se sintió aliviado cuando Hitler invadió la urss y Japón atacó Pearl Harbour, también condujo una estrategia específicamente británica que tuvo dos aspectos esenciales. El primero de ellos fue la ofensiva aérea contra Alemania; el segundo, la guerra en la zona del Mediterráneo. Por razones que fueron expuestas previamente, en el período entre las dos guerras mundiales la Fuerza Aérea británica fue diseñada como una fuerza de bombardeo estratégico contra las ciudades y centros vitales del enemigo. En mayo de 1940 el gobierno británico decidió dar comienzo al bombardeo estratégico contra Alemania, y la ofensiva se mantuvo hasta 1945, aumentando constantemente su violencia y degenerando en multitudinarios ataques que devastaron ciudades enteras como Dresde y Hamburgo. Los eventos demostraron, en especial durante los primeros años de la guerra, que la Fuerza Aérea británica no tenía el poder para obtener un resultado decisivo; a pesar de los bombardeos, Alemania continuó su esfuerzo de guerra y mantuvo casi hasta el fin una elevada producción industrial. No obstante, la ofensiva británica (y más tarde norteamericana) siguió su curso, animada por el infatigable Churchill que en todo momento depositó grandes esperanzas en sus resultados. Aparte de confiar en las ventajas del poder aéreo, los británicos iniciaron su ofensiva porque carecían de otra alternativa para golpear a Hitler. Taylor, p. 39. 45 P Á G 210 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle Si no bombardeaban ciudades alemanas, no había más nada, o casi nada, que pudiesen hacer. En los meses finales de la guerra, la revulsión moral causada por los indiscriminados bombardeos contra la población civil alemana comenzó a acrecentarse, y es muy probable que este sentimiento se haya apoderado del propio Churchill, uno de los principales defensores de esta política previamente: «Parece como si luego del ataque a Dresde, Churchill hubiese querido disociarse de ese acto y de toda la ofensiva aérea estratégica de la cual él había sido uno de los más importantes arquitectos».46 El segundo aspecto fundamental de la estrategia británica fue la guerra en el Mediterráneo. Como lo había demostrado su experiencia en la Primera Guerra Mundial, la estrategia periférica de la «aproximación indirecta» hacia los flancos y puntos débiles del enemigo, usando la sorpresa y la movilidad, era habitual a Churchill. Sin duda, la más fructífera acción estratégica de Churchill en 1940, después de la caída de Francia, fue su decisión de enviar refuerzos a África y tomar allí la ofensiva contra las mal equipadas y desmoralizadas fuerzas italianas. Esa decisión en momentos tan críticos implicaba reducir aún más las capacidades defensivas de las Islas Británicas en caso de invasión alemana a través del canal, no obstante, «estuvo justificada tanto en principio como en sus resultados. Produjo un éxito tonificante, distrajo recursos del principal oponente y abrió una nueva avenida para desarrollos militares futuros».47 Ante la debacle de sus aliados italianos, Hitler se vio obligado a enviar a Libia el famoso Africa Korps, que por un tiempo, bajo el mando brillante pero excesivamente audaz de Rommel, conoció significativas victorias. La idea de escoger Egipto como el punto de partida de la ofensiva británica fue de Churchill, quien a lo largo de la guerra no cesó de diseñar proyectos destinados a intentar otra vez, pero en distintas condiciones, la estrategia que había fallado en Gallípoli durante la Primera Guerra Mundial. Con inagotable insistencia, Churchill persiguió el sueño de forzar a Turquía a entrar en la guerra; luego los ejércitos británicos y turcos penetrarían por los Balcanes sumando otros aliados en el camino. Alemania sería derrotada mediante este ataque des46 47 Sallagan, p. 132. Liddell Hart, p. 189. P Á G 211 Churchill de su retaguardia, o al menos obligada a aceptar un compromiso. Esta era una extraña fantasía. Por momentos, Churchill sostenía que la victoria sería difícil aun con la intervención de la urss y Estados Unidos. En otras ocasiones, Churchill pensaba que la victoria sería fácil si tan sólo Turquía –un país sin un ejército moderno– se convertía en aliado. Es una contradicción que no puede explicarse. Churchill siguió fiel a sí mismo, aun en sus años de responsabilidad suprema. Una parte de su naturaleza era realista y enfrentaba los problemas de la guerra con precisión, cálculo frío y cuidadosa preparación. Por otro lado, era todavía un jugador, un muchacho impulsivo, siempre esperando que una maniobra ingeniosa obrara milagros.48 Históricamente tiene poco sentido preguntarse: «¿Qué habría pasado si...?», pero lo cierto es que el plan de Churchill de atacar a través de los Balcanes –una idea que siempre acarició con extraña fruición–, en lugar de suponer (como tendían a hacerlo los norteamericanos) que la única o principal vía de invasión del continente tenía necesariamente que ser Francia, hubiese tenido, una vez materializada, enormes consecuencias para el resultado político de la guerra. Con esta maniobra, asumiendo que hubiese tenido éxito, Churchill podría haber cerrado el paso de los soviéticos hacia Europa central. Pero éstas son tan sólo especulaciones, y la consideración del plan de Churchill tiene verdadero sentido como muestra de su talento estratégico, fecundo en concepciones brillantes, pero también impaciente, tendiente a la precipitación y la aventura. A pesar de las enormes diferencias en temperamento e ideas políticas, son muchas las similitudes entre Hitler y Churchill como estrategas. Si bien no es fácil verlo de esa forma luego de tantos años y del éxito final que acompañó esa política, una de las decisiones más aventuradas de Churchill en los primeros meses de la guerra fue acoger a De Gaulle, brindarle apoyo irrestricto y promoverle como el campeón y legítimo representante de los intereses de Francia. De Gaulle fue una personalidad extraordinaria, pero sin la ayuda de Churchill su gran misión de rescatar a Francia de la derrota y la humillación no habría encontrado un asidero real. Y así lo reconoce De Gaulle en un pasaje de sus Memorias de guerra: «... como gran político [Churchill] siempre estuvo convencido de que Taylor, p. 42. 48 P Á G 212 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle Francia era necesaria, y como excepcional artista fue siempre sensible al carácter de mi dramática misión [...] sin él, mi tentativa habría sido vana desde el principio...».49 Churchill sostiene en su historia de la guerra que encontrándose en Tours, en las improvisadas oficinas de Reynaud, Primer Ministro francés, luego de que el gobierno había abandonado París ante el avance alemán, escuchaba a algunos parlamentarios hablar sobre una «lucha a muerte». La hora era grave y Francia caía doblegada bajo el impacto de los Panzer. Churchill entonces abandonó la sala, caminó hacia el patio y vio a De Gaulle en la puerta, con rostro inexpresivo. «Saludándole, le dije en francés, en voz baja: “L’homme du destin”. Él permaneció impasivo».50 ¡El hombre del destino! La historia de Churchill luce demasiado hermosa y novelesca como para creerla plenamente; sin embargo, su actitud posterior demuestra que sí vio en De Gaulle a un individuo excepcional, una roca sólidamente instalada en medio de un mar borrascoso, lleno de caos, fracaso y desesperación. En esa percepción Churchill volcó lo mejor de sí mismo como hombre y como político. 49 50 Charles De Gaulle, Mémoires de guerre, vol. iii: Le salut, 1944-1946. Paris: Plon, 1959, p. 239. Churchill, The Second World War, vol. 3: The Fall..., pp. 162-163. P Á G De Gaulle 213 El proyecto de vida «Él inventa a la vez sus sueños y sus realidades, su estilo...». André Malraux Le triangle noir. De Gaulle quiso hacer de su vida una leyenda y la diseñó con el deleite del artista que elabora una gran obra de arte. Su carrera presenta «una mezcla notable de pensamiento y acción, una rara capacidad para realizar la propia vocación dándose a él mismo y a su misión la forma de sus sueños».1 Durante los años en que todavía era un joven y poco conocido oficial, De Gaulle escribió cuatro libros en los que trazó todo su proyecto de vida y plasmó sus ideas sobre la política, la guerra, el liderazgo y sobre todo su visión de Francia. Nunca más se apartaría de lo que escribió en esos trabajos, excelentes por su calidad literaria, la concisión y fluidez del estilo y el diestro manejo del lenguaje, y también sorprendentes por la altivez de las frases, la dura sobriedad del tono, la serena pero firme autoridad del escritor. De esos libros, El filo de la espada es verdaderamente profético. Allí De Gaulle se pintó a sí mismo, el que quería ser e iba a ser. La historia demostró que estaba hecho a la medida de sus sueños. «Todos los grandes hombres de acción –escribió en sus Memorias– fueron también reflexivos. Todos poseyeron en alto grado la capacidad de repleStanley e Inge Hoffmann, «Voluntad de grandeza: De Gaulle, artista político», en D. A. Rustow, ed., Filósofos y estadistas. México: Fondo de Cultura Económica, 1976, p. 313. 1 P Á G 214 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle garse en sí mismos y deliberar sobre el futuro».2 Para De Gaulle la política, así como la estrategia, era acción y reflexión sobre la acción; por ello, no tuvo temor a expresar su visión del mundo y de sí mismo tempranamente, como signos inmutables que le impidiesen perder el camino. «La desgracia de aquellos que definen su política por adelantado, sus grandes proyectos secretos –escribió un biógrafo de De Gaulle–, es que una vez superado el tiempo de la palabra y llegado el tiempo de la acción, se ven forzados a devastar el mundo para que la historia no les contradiga».3 Para De Gaulle no fue necesario devastar el mundo. Hitler casi lo hizo, arrastrado por la impetuosidad alucinada de sus sueños. De Gaulle tuvo que luchar ante todo contra lo que en sí mismo pudiese debilitarle o apartarle de su objetivo: la grandeza y la gloria de Francia y la suya propia, una grandeza mítica, basada en la voluntad y la ambición de jamás ceder, de sobreponerse a los eventos y dominarlos con la convicción de que, en sus propias palabras: «No se hace nada sin los grandes hombres, y éstos lo son por haberlo querido». La forma de ser grande era: «Elevarse por encima de sí a fin de dominar a los otros, y de esa manera, también los acontecimientos». Era igualmente indispensable aspirar a la grandeza, ya que «la gloria se da solamente a aquellos que siempre la han soñado».4 De Gaulle publicó el primero de sus libros, La discordia en el seno del enemigo, en 1924, a los 34 años de edad. El libro es un estudio de la experiencia de Alemania en la Primera Guerra Mundial, y constituye esencialmente un análisis del papel crítico que juega el factor moral en la guerra, de la influencia que tiene la voluntad colectiva de la nación en la empresa bélica y de las nefastas consecuencias de su derrumbamiento. Para De Gaulle, las divisiones internas entre diversas facciones con posiciones políticas encontradas fueron decisivas en la derrota alemana. Otro factor tan negativo como el anterior fue la debilidad demostrada por los líderes políticos ante las desmesuradas exigencias de los jefes militares, lanzados a una aventura de conquista que estaba más allá de las capacidades nacionales, y en la que se rompió por completo el principio de que la política debe dirigir la guerra. De Gaulle aspiraba a que su estudio mostrase «los defectos comunes a esos hombres eminentes: el gusto por las empresas desmesuradas, la pasión de extender a toda costa 2 3 4 Charles De Gaulle, Mémoires de guerre, vol. i: L’appel, 1940-1942. Paris: Berger-Levrault, 1973, p. 23. Dominique De Roux, De Gaulle. Paris: Éditions Universitaires, 1967, pp. 32-33. Charles De Gaulle, Vers l’armée de métier. Paris: Plon, 1973, pp. 139, 154. P Á G 215 Charles De Gaulle, La discorde chez l’ennemi. Paris: Plon. 1973, p. 9. Ibid., p. 10. Ibid., p. 9. De Gaulle su poder personal, el desprecio de los límites trazados por la experiencia humana, el sentido común y la ley».5 El Estado Mayor de Ludendorff y Hindenburg, ciego ante las realidades políticas, dogmáticamente convencido de su invencibilidad y dispuesto a hacer apuestas con el destino de países enteros, fue juzgado con severidad por De Gaulle, quien hizo un llamado a la moderación muy cercano a la más pura tradición clausewitziana: «Este estudio habrá logrado su propósito si contribuye en su modesta medida a que nuestros jefes militares de mañana [...] modelen su espíritu y carácter según las reglas del orden clásico. En ellas se encuentra ese sentido del equilibrio, de lo posible, de la mesura, que es el único que hace durables y fecundas las obras de la energía».6 En esta obra primigenia De Gaulle esbozó dos temas que ocuparían lugar central en su vida y sus escritos: por un lado la concepción de la guerra como un fenómeno contingente, que no puede ser sometido a leyes universales; y en segundo lugar su convicción de la relevancia del elemento individual en la historia, de la primacía de los «jefes», de los hombres que moldean la historia con la potencia de su voluntad: «... en la guerra no existe un sistema universal [...] sino tan sólo circunstancias y personalidades». De allí la significación que reviste «la filosofía superior de guerra que anima a los jefes, la cual en ocasiones es capaz de anular los más rudos esfuerzos de un gran pueblo, así como constituirse en la más segura garantía de los destinos de la Patria». 7 El tema del jefe entendido como conductor político o comandante militar, su personalidad, su carácter, su peso específico en la determinación de los acontecimientos históricos, constituye el eje fundamental del segundo libro de De Gaulle, publicado en 1932. El filo de la espada es un ensayo profético; en él De Gaulle se perfila todo entero, sus ambiciones, su visión de sí mismo y de su país, sus concepciones básicas sobre los principales asuntos que le ocuparon a lo largo de su vida. Las ideas de De Gaulle se desarrollan en torno a cuatro áreas: el liderazgo y la autoridad carismática, la política y el poder, la guerra y las doctrinas militares y, finalmente, la relación entre estrategia y política. En primer lugar, De Gaulle reafirma su creencia en la importancia clave del factor individual en la historia: «... la intervención de la vo5 6 7 P Á G 216 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle luntad humana en el desencadenamiento de los eventos tiene algo de irrevocable. Útil o no, oportuna o perjudicial, conlleva consecuencias indefinidas».8 De Gaulle dibuja al líder, al «hombre de carácter», a aquel cuyo deseo es «imponer su marca a la acción, tomarla a su propia cuenta, hacerla su asunto personal». El jefe no pretende ignorar las órdenes o subestimar los consejos, pero tiene «la pasión de querer, la voluntad de decidir». En síntesis, el hombre de carácter es aquel que «confiere nobleza a la acción». 9 ¿De dónde viene la autoridad del líder? Aunque no lo exprese en esas palabras, no cabe duda de que para De Gaulle el carisma es la autoconfianza transmitida a los demás. La autoridad del jefe tiene algo de innato, y es también producto del «misterio», de la «distancia»: «El hecho es que ciertos hombres expanden, por así decir de nacimiento, un fluido de autoridad del cual es difícil discernir en qué consiste y cuyos efectos pueden asombrar al que los percibe». Pero esa autoridad natural tiene que complementarse con una actitud propensa a preservarla: «... el prestigio no puede separarse del misterio, pues se tiene poca reverencia por aquello que se conoce bien [...] y no hay grandes hombres para sus sirvientes. Por ello es necesario que en los proyectos, la manera de actuar, los movimientos del espíritu, se proteja un elemento que sea inalcanzable para los otros, que les intrigue, les conmueva y les mantenga en suspenso».10 De Gaulle no define con precisión qué entiende por «carácter»; se trata de un estilo, de un modo de ser: su realidad es la percepción que los demás reciben al entrar en contacto con él. En una oportunidad De Gaulle dijo a Malraux que «la gloria es un camino hacia algo que uno no conoce»; 11 de igual manera, la autoridad de los líderes tiene mucho de inasible, y el jefe debe ser «distante, pues la autoridad no va sin prestigio, ni el prestigio sin lejanía».12 En sus Antimemorias, Malraux ha relatado las impresiones de su primer encuentro con De Gaulle, y ha hablado de «esa distancia singular que se produce no solamente entre su interlocutor y él sino también entre lo que él decía y lo que era».13 De Gaulle siempre mantuvo esa distan8 9 10 11 12 13 De Gaulle, Le fil de l’épée. Paris: Berger-Levrault, 1973, p. 28. Ibid., pp. 46-47. Ibid., pp. 66-67. André Malraux, Les chenes qu’on abat... Paris: Gallimard, 1971, p. 45. De Gaulle, Le fil..., p. 48. André Malraux, Antimémoires. Paris: Gallimard, 1967, p. 134. P Á G 217 De Gaulle, Le fil..., p. 75. Ibid., p. 35. Ibid., p. 10. De Gaulle cia, esa postura de orgullo indomable que le convertía a ojos de muchos en un personaje insoportable, pero le daba a la vez ese halo de misterio y superioridad que veía como esencial para ejercer una verdadera autoridad: «El hombre de acción –escribió en El filo de la espada– no se concibe sin una fuerte dosis de egoísmo, de orgullo, de dureza, de astucia [...] Debe apuntar alto, ver en grande, juzgar con fuerza, elevándose así sobre el común de los hombres que se debaten dentro de estrechos límites. El jefe debe personificar el desprecio de las contingencias, en tanto que la masa se vuelca hacia los detalles».14 Aquí se retrató De Gaulle de cuerpo entero; en estas páginas definió su estilo y trazó su rumbo. Las decisiones que tomó en 1940 y que le llevaron, sólo y desprovisto de recursos, a enfrentarse a la derrota, están prefiguradas en su obra de 1932. El líder debe el poder a sí mismo, a su determinación, su voluntad y su confianza; vive de los retos y sabe que los hombres le requieren en los momentos críticos. A De Gaulle siempre le importó más enfrentarse a la adversidad que la forma específica de hacerlo. Lo esencial era hacer frente al desafío; las medidas concretas dependían de las circunstancias. El liderazgo que De Gaulle proclamaba es un liderazgo para la crisis, y su gran autoridad se derivó en buena parte de su capacidad para adelantarse a los acontecimientos y profetizar su desencadenamiento, preparándose con paciencia y tenacidad para afrontarlos. Todo lo que escribió antes de 1940 prefiguró al hombre que levantaría la voz luego de la caída de su patria para salvaguardar el honor y la dignidad nacional. En los triunfos de De Gaulle siempre hubo una perfecta adecuación entre los hechos y la profecía. El filo de la espada contiene también una sólida noción de la política como un problema de poder, ante el cual sólo cabe adoptar una actitud realista y desprovista de sentimentalismos. No se le escapaba que «El impulso profundo de la actividad de los mejores y más fuertes es el deseo de adquirir poder».15 Este realismo político es una constante en las obras y la acción de De Gaulle. En El filo de la espada afirmó que: «Las leyes internacionales no valen nada sin las tropas. Sea cual sea la dirección que tome el mundo, no dejará de lado las armas».16 La idea se repite en su obra de 1934, Hacia el ejército profesional, en la que escribió que: «Bajo 14 15 16 P Á G 218 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle la protección de armas vigilantes, las quimeras de la política representan menos peligro».17 En Francia y su ejército, de 1938, dice que: «... toda la virtud del mundo no puede prevalecer contra el fuego»,18 y su concepción se confirmó durante su experiencia como líder de la Francia Libre durante la Segunda Guerra Mundial, la cual le demostró que: «La diplomacia, bajo convenciones formales, sólo conoce realidades», pues «en los asuntos entre Estados, la lógica y los sentimientos pesan menos que las realidades del poder; y lo que verdaderamente importa es aquello que se toma y que uno sabe preservar».19 Para De Gaulle la política era por sobre todo la creación y la acción del Estado; De Gaulle no utilizaba categorías como «conflicto de clases» o «grupos de presión» o «partidos». A su modo de ver los verdaderos y legítimos actores políticos eran las naciones, «Francia» y «los franceses» no este o aquel partido o agrupación. Esos conceptos podían referirse a entidades abstractas, pero para De Gaulle se trataba de realidades tangibles. La nación era una entidad cultural e histórica cuya unidad fundamental estaba por encima de cualquier otra consideración. El «gaullismo» fue una posición y no una ideología política, una actitud y no una doctrina; era en el fondo tan indefinible como las nociones de «gloria» y «grandeza» que proclamaba; sus contornos conceptuales no estaban claros y sin embargo generaban una fuerza política concreta, fundamentada –y allí estaban su vigor y sus limitaciones– en el carisma de De Gaulle. No podía haber «gaullismo» sin él, y su idea de la política era inseparable de su visión del líder, del jefe. El «Estado», al cual en tantas ocasiones apeló De Gaulle, era de hecho él mismo, y en sus Memorias, hablando de sí mismo en tercera persona, escribió que: Con De Gaulle se alejaban [cuando dejó el escenario político en 1946] ese hálito que viene de las alturas, ese espíritu de triunfo, esa ambición de Francia que sostiene el alma nacional. Cada francés, cualquiera que fuese su tendencia, tenía en el fondo el sentimiento de que el General encarnaba algo primordial, permanente, necesario enraizado en la Historia, y que el régimen de partidos no podía representar. 20 17 18 19 20 De Gaulle, Vers..., p. 33. Charles De Gaulle, La France et son armée. Paris: Plon, 1973, p. 131. Citado por De Roux, p. 97. Charles De Gaulle, Mémoires de guerre, vol. iii: Le salut, 1944-1946. Paris: Plon, 1973, p. 334. P Á G 219 De Gaulle, Le fil..., p. 34. Ibid., pp. 126, 141. De Gaulle ¿Un orgullo desmesurado? quizás, pero basado en hondas convicciones, y respaldado por los hechos. Si la política es la acción del Estado personificada, la guerra es la continuación de esa política estatal que no cambia su naturaleza sino sólo los medios a través de los cuales se expresa. Por lo tanto, también en la guerra es esencial la calidad de los jefes: «... la inteligencia, el instinto, la autoridad del jefe hacen de la guerra lo que ella es. ¿Y qué son esas facultades sino la personalidad misma, sus recursos y su poder? [...] La preparación para la guerra es ante todo la preparación de los jefes, y es posible decir literalmente, que a los ejércitos y pueblos dotados de jefes excelentes todo lo demás les será dado por añadidura».21 A pesar de que las tareas del gobernante político y las del comandante militar no son las mismas, su interdependencia es indiscutible, pues: «¿Qué política tiene éxito cuando las armas sucumben? ¿Qué estrategia es válida si carece de medios?». De Gaulle se ubica sólidamente dentro de la tradición clausewitziana que lucha por el equilibrio y la armonía entre la estrategia y la política. En El filo de la espada hay un gran sentido de proporción, un ritmo y un balance interiores que reflejan la propia personalidad del autor, ese «contraste entre la fuerza interior y el autodominio» del que habla De Gaulle como el rasgo que define ese «don» de los líderes: «Puede el hombre de Estado invadir el dominio del comandante militar y dictar autoritariamente la estrategia. Puede también el guerrero, abusando de su fuerza, degradar los poderes públicos. Pero el triunfo de una de las partes significa la parálisis de la otra, lo cual rompe el equilibrio, quiebra el orden, destruye los controles. La acción se hace incoherente y se produce el desastre».22 Como soldado, De Gaulle fue siempre disciplinado, excepto en el momento en que el gobierno de su país aceptó el armisticio de Hitler renunciando de hecho a la independencia y perdiendo por ello la legitimidad. De Gaulle, que nunca renunció a su independencia personal, fue capaz de convertirse en símbolo de la grandeza de su país y de restaurársela en una de sus horas más críticas. Antes que estadista, político o guerrero, De Gaulle fue el servidor de una idea: Francia. Su logro más notable fue establecer ese lazo indisoluble entre él y Francia, esa identificación «de él mismo con Francia, del pueblo con él, de él mismo y Francia con causas más elevadas, siempre 21 22 P Á G 220 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle que las circunstancias eran exigidas por su plan; siempre que pudo presentar o representar en el escenario de la historia el gran drama que quería exhibir: el de rendir solo un gran servicio decisivo y famoso a su nación en desgracia...».23 Esa «idea de Francia», que es más bien una emoción, un calor de Patria exaltado al máximo, fue expuesta por De Gaulle en la primera página de sus Memorias de guerra, uno de los textos que mejor le revelan. Son frases que denotan amor, admiración, fidelidad y una profunda dedicación al ideal. Allí De Gaulle confiesa que: Lo que hay en mí de afectivo imagina naturalmente a Francia como la princesa de los cuentos o la madona de los frescos, entregada a un destino eminente y excepcional. Tengo instintivamente la impresión de que la Providencia la ha creado para vivir grandes triunfos o ejemplares desgracias. Si la mediocridad llega a marcar sus hechos y sus gestos yo experimento la sensación de una absurda anomalía, imputable a las faltas de los franceses y no al genio de la Patria [...] En breve, a mi modo de ver, Francia no puede ser Francia sin la grandeza.24 Malraux le dijo en una ocasión que su «Francia» no era racional, pero De Gaulle tampoco lo era; su carisma iba unido al apego a ese ideal incorruptible. Su propósito fue restaurar Francia a la «grandeza» y no cabe duda de que Francia retornó a la escena internacional como gran poder en 1945 en buena parte gracias a De Gaulle. Sus ideas sobre Francia, sobre la gloria y la grandeza eran tal vez etéreas y románticas, pero estaban acompañadas de una férrea e inquebrantable voluntad, y nada arrastra tanto como un ideal sentido de esa forma: «A nuestra dama Francia –escribió en el segundo volumen de sus Memorias de guerra–, sólo queremos decirle una cosa: que nada nos importa excepto servirla [...] No tenemos nada que pedirle, excepto quizá que el día de la libertad nos abra maternalmente sus brazos para allí llorar de alegría, y aquel día en que la muerte nos reclame, nos acepte en su buena y santa tierra».25 La personalidad de De Gaulle es en muchos sentidos la más atrayente de las que se han venido considerando en este libro. Sus cualidades no 23 24 25 Hoffmann, p. 356. De Gaulle, Mémoires de guerre, vol. i: L’appel..., p. 6. Citado por De Roux, p. 32. P Á G 221 De Gaulle fueron probadas en batalla o en el debate público; en comparación con Hitler, Stalin o Churchill, carecía casi por completo de recursos materiales en su hora más crítica; no obstante, su poder fue real, así como su contribución a la libertad de su país. «En lugar de comenzar como héroe y convertirse en leyenda, De Gaulle comenzó como leyenda y se hizo héroe en el camino».26 Es una suerte para la posteridad que De Gaulle haya escrito tanto, y de paso que haya sido tan buen escritor, no permitiendo que los fracasos le desviasen de su misión, proyectándose hacia el mañana y preparándose, a través de la reflexión volcada en la escritura, para los desafíos que le deparase el futuro. Sus primeros libros constituyen un plan de vida, el testimonio de una ambición y de un sueño. El hecho de que ese sueño se haya realizado les da un carácter especial, y hace posible que el historiador siga, paso a paso, el desarrollo del proyecto que va revelándose con la nitidez que tienen los trazos de una pintura clásica. El profeta militar «Tal parece que al espíritu militar francés le repugna reconocer el carácter esencialmente empírico que debe revestir la acción de guerra, y se esfuerza sin cesar en concebir una doctrina que le permita, a priori, orientar la acción y concebir su forma, sin tomar en cuenta las circunstancias que la fundamentan». Charles De Gaulle Los escritos militares de De Gaulle, en especial su libro Vers l’armée de métier, publicado en 1934, constituyeron en la Francia de entonces el aporte más original y novedoso dentro del campo del pensamiento militar. De Gaulle pertenece al selecto grupo de autores que en el período entre las dos guerras mundiales transformaron las concepciones estratégicas tradicionales, trascendiendo las prácticas institucionalizadas durante la Primera Guerra Mundial. De Gaulle fue más allá de teóricos que A. J. P. Taylor, Europe: Grandeur and Decline. Harmondsworth: Penguin Books, 1967, p. 299. 26 P Á G 222 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle como Guderian o Trenchard se limitaron en lo fundamental a los aspectos tácticos del arte militar, y a la manera de Liddell Hart dirigió más bien su atención a una amplia discusión sobre la guerra y la política. De tal modo que sus planteamientos acerca de las posibilidades militares que abrían nuevos armamentos empleados de acuerdo con diferentes concepciones tácticas, se enmarcaban dentro de consideraciones políticas y estratégicas de mayor alcance, que excedían los límites de lo estrictamente técnico. Las ideas militares de De Gaulle se relacionaban con su concepción global de la política y la guerra, y estaban basadas en un detallado análisis de la situación interna y de la política exterior francesa durante la época en que trató en forma sistemática temas de estrategia. Y a pesar de que no llegó a desarrollar en forma plena la teoría de la «guerra relámpago», De Gaulle logró formular un conjunto de proposiciones que, de haber sido aceptadas por los jefes militares franceses del período, seguramente habrían contribuido a evitar, o al menos a hacer mucho más difícil, la victoria que los ejércitos de Hitler obtuvieron sobre Francia en 1940. Una frase de El filo de la espada anunciaba el ataque devastador que De Gaulle lanzaría dos años más tarde contra los dogmas predominantes dentro del establecimiento militar francés: «La acción de guerra reviste esencialmente el carácter de la contingencia. El resultado que persigue es relativo al enemigo y variable por excelencia. El enemigo puede presentarse en una infinidad de maneras, dispone de medios cuya fuerza exacta se desconoce, y sus intenciones son susceptibles de manifestarse a través de muy diversas vías».27 El azar, siempre presente en la acción de guerra, así como en muchos otros fenómenos sociales, no permite manejar con éxito la estrategia como un conjunto de dogmas rígidos y de principios inmutables. La política y la guerra son mundos contingentes, y es por lo tanto errado formular directivas «geométricas» para actuar en los mismos. La doctrina estratégica predominante en Francia durante las décadas de 1920 y 1930 se caracterizaba por su carácter abstracto y dogmático, y era el resultado de las experiencias de la Primera Guerra Mundial. Tales experiencias se habían convertido en principios «a priori» que servían de base para establecer los planes militares sin tomar en cuenta los rápidos cambios que experimentaba el pensamiento estratégico del período, 27 De Gaulle, Le fil..., p. 13. P Á G 223 De Gaulle particularmente en Alemania. La doctrina estratégica francesa, contra la cual De Gaulle lanzó sus poderosos argumentos, era un compuesto de varias teorías que presuntamente habían probado su efectividad en la Primera Guerra Mundial. En tal sentido, esa doctrina venía a comprobar la opinión de quienes sostienen que «los generales invariablemente se preparan para la próxima guerra alistándose de hecho para la que lucharon más recientemente». La primera de las teorías que integraban la doctrina estratégica francesa era la de «defensa fronteriza», según la cual, en vista de que una invasión desde el Norte afectaría en forma inmediata áreas vitales del país, era necesario establecer una sólida línea de defensa en la propia frontera. No se trataba de crear una fuerza capaz de recibir el primer impacto de ataque enemigo y demorarlo, realizando si era necesaria una retirada táctica mientras se recibía el auxilio de otras unidades, sino de constituir un frente rígido y estático sobre la línea fronteriza, con gran número de tropas especialmente entrenadas para ese rol defensivo. El segundo ingrediente de la doctrina de guerra francesa era la convicción sobre el papel decisivo, tanto en operaciones defensivas como ofensivas, del equipo o «material» bélico. Esta idea aparentemente simple y sin duda acertada se convirtió en un dogma, y ya para fines de los años 1930 los jefes militares franceses se expresaban en términos de «la tiranía del material, impuesta por el poder omnipotente del fuego».28 Este énfasis en la importancia cuantitativa y cualitativa del equipo bélico no tenía que ver con nociones sobre la sustitución de hombres por máquinas, ya que Francia sostenía un numeroso ejército de conscriptos de acuerdo con los principios de «la nación en armas», los cuales formaban parte de la mitología política de la convulsionada Tercera República francesa. La teoría del «material» era más bien uno de esos dogmas que se convierten en clichés de ambiguos contenidos, que con tanta frecuencia se apoderan de las instituciones militares en todas partes del mundo. Después de la firma del Tratado de Versalles, la política exterior francesa había adoptado en la práctica una postura esencialmente defensiva: Francia estaba comprometida con el acuerdo de paz de 1919, porque parecía ser si no el mejor al menos el más viable de los medios para proteger la seguridad del país [...] Políticamente entregados General M. Weygand, «L’armée d’aujourd’hui»; citado por R. J. Young, «Preparations for Defeat: French War Doctrine in the Inter-War Period», Journal of European Studies, 2, 1972, p. 158. 28 P Á G 224 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle a una postura defensiva, los gobernantes franceses acogieron favorablemente la doctrina de guerra propuesta por el Estado Mayor Militar. La relevancia que se daba a la inviolabilidad de las fronteras era perfectamente compatible con la posición defensiva desde la cual se conduciría la política exterior francesa. 29 De esta visión política, que como se verá más adelante no se correspondía con los compromisos concretos adquiridos por Francia hacia sus aliados en el este de Europa, surgía el tercer ingrediente de la doctrina estratégica francesa: la teoría de la «guerra en dos etapas». La primera de ellas sería básicamente defensiva y se llevaría a cabo en las fronteras; posteriormente, y una vez movilizadas las reservas, se lanzaría una contraofensiva estratégica hasta hacer retroceder al enemigo, culminando de esa forma con la segunda etapa del conflicto. La consecuencia inevitable de la teoría de la «guerra en dos etapas» era que Francia concedía la iniciativa militar al adversario. El Tratado de Versalles había impuesto duras condiciones sobre Alemania, que la condenaban teóricamente a una permanente inferioridad militar frente a Francia. Para hacer cumplir los términos del tratado en todos sus diversos aspectos, y en especial en lo concerniente al rearme alemán, Francia tenía que haber adoptado una postura política ofensiva que preservase la opción de intervenir militarmente en caso de transgresión. Resultaría excesivamente largo, y rompería con los límites de este estudio, tratar de explicar el complejo panorama político europeo posterior a Versalles, que permitió no sólo el rearme sino también la restauración de Alemania como el poder dominante en el continente. Lo cierto es que los gobernantes de la Tercera República francesa encontraron que una posición ofensiva destinada a perpetuar la inferioridad militar alemana era demasiado costosa en términos financieros, así como con respecto a la unidad política interna y las relaciones externas con algunos aliados, por ejemplo la Gran Bretaña. De allí que la teoría de la «guerra en dos etapas», concediendo implícitamente la iniciativa militar al enemigo, fuese aceptada como una fórmula eficaz para la defensa de Francia, a pesar de las transformaciones que en la velocidad de las operaciones estaba introduciendo el desarrollo de nuevas armas como el tanque y la infantería motorizada. 29 Young, p. 159. P Á G 225 De Gaulle En efecto, es importante resaltar el hecho de que la teoría de la «guerra en dos etapas» descansaba sobre el supuesto de que habría suficiente tiempo para contener un primer ataque enemigo y luego movilizar nuevas tropas y equipos para una contraofensiva general. La creencia en que se repetiría el lento proceso de movilización de la Primera Guerra en un nuevo conflicto con Alemania se combinó con la relevancia que se concedía al poder de fuego, por encima de la movilidad, para producir una doctrina estratégica que si bien podría haber sido útil en las condiciones de 1914 a 1918, estaba obsoleta para 1940. El Ejército alemán venció a Francia sobre la base de la sorpresa, la movilidad y la velocidad que le proporcionaban sus divisiones Panzer. En 1940 Francia tenía tanques y aviones de combate, y su número y calidad eran equivalentes y en algunos casos hasta superiores a los que poseía Alemania. Pero Francia carecía de una doctrina estratégica capaz de producir con esos armamentos una nueva dimensión de la guerra. La teoría y la práctica de la Blitzkrieg demostraron que el poder militar es un compuesto de diversos factores, entre los que se cuentan fundamentalmente la cantidad y calidad de los equipos, la habilidad técnica de jefes y soldados y la originalidad y eficacia de las doctrinas de guerra. Entre dos adversarios con capacidades materiales equivalentes vencerá aquel que tenga superioridad en el terreno de las ideas, y es en el orden de lo cualitativo donde se hace posible para el débil equipararse al poderoso y aun derrotarlo. El sistema de defensa nacional francés en la década de 1930 descansaba en una doctrina de guerra condicionada totalmente por experiencias militares que habían quedado superadas, tanto en el campo táctico como en el estratégico. Los dogmas del pasado se habían solidificado en una doctrina militar que no sólo cedía la iniciativa al adversario, sino que colocaba a Francia en el dilema de aceptar un paulatino cambio en la balanza de poder en Europa o hacer una guerra total para evitarlo. En efecto, el masivo «ejército de ciudadanos» francés no estaba diseñado para la guerra limitada, para realizar «intervenciones quirúrgicas» con objetivos específicos y destinadas a servir de instrumento a la política exterior francesa, necesitada de brindar protección y ayuda a otros aliados europeos. La parálisis de esa política exterior se hacía más enervante por la ausencia de un instrumento flexible, capaz de impedir alteraciones en el balance de poder sin recurrir a soluciones radicales de «todo» o «nada». El «ejército de ciudadanos», con sus enormes reservas, era tan caro, tan pesado y tan desafiante políticamente que no tenía oportuni- P Á G 226 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle dad para actuar sino en caso de que los adversarios de Francia se negasen a ser intimidados por la amenaza de una guerra total. Esto fue lo que ocurrió con Hitler, que avanzó paso a paso en sus conquistas, empleando todos los medios para acentuar la parálisis sicológica y militar de sus oponentes, mientras el Ejército francés consumía el tiempo en fortalecer la Línea Maginot en las fronteras. Llegado el momento, los ejércitos de Hitler penetraron por los dos únicos sitios que habían quedado desguarnecidos: a través de Bélgica y del Bosque de las Ardenas, dejando atrás en el espacio y el tiempo las líneas de defensa en que se sostenía la tesis de la «guerra en dos etapas». En 1934, cuando aún existía la posibilidad de que el establecimiento militar francés se pusiese a tono con las nuevas realidades militares de la época, el entonces coronel Charles De Gaulle publicó un pequeño libro titulado Hacia el ejército profesional, en cuyas páginas plasmó, con un lenguaje claro y con férreos argumentos, un ataque devastador contra las ideas predominantes dentro del Ejército francés. De Gaulle presentaba tres argumentos esenciales contra las teorías del «frente continuo» y la «guerra en dos etapas». En primer lugar, un argumento de índole estratégico: la doctrina militar francesa debía ser modificada pues colocaba toda la iniciativa en manos del enemigo. En segundo lugar, un argumento político: «... al declarar nuestra intención de mantener nuestras tropas en la frontera, empujábamos a Alemania a actuar contra los países débiles, que quedaban aislados y desprotegidos...».30 Francia no debía asumir una postura rígidamente defensiva en su política exterior, pues ello sólo contribuiría a abrir las puertas al expansionismo alemán: «Para bien o para mal, formamos parte de un cierto orden establecido del cual todos los elementos que lo componen son solidarios [...] Debemos por lo tanto estar listos para actuar más allá de las fronteras, en todo momento y ocasión».31 En esta idea de la necesaria relación entre la política exterior y la estrategia de guerra se encontraba el elemento más crucial de toda la argumentación de De Gaulle: «En la presente situación del mundo, la pendiente de nuestro destino nos conduce a disponer de un instrumento de intervención siempre listo a enfrentar emergencias. Sólo de esa manera tendremos el ejército que requiere nuestra política».32 Por último, De Gaulle presentaba un argumento de naturaleza moral: la doctrina 30 31 32 De Gaulle, Mémoires de guerre, vol. i: L’appel..., p. 11. Ibid., p. 13. De Gaulle, Vers..., p. 68. P Á G 227 De Gaulle, Mémoires de guerre, vol. i: L’appel..., p. 11. De Gaulle, Vers..., p. 56. Ibid., p. 88. De Gaulle de guerra prevaleciente socavaba la moral nacional, pues «hacía creer al país que para él la guerra iba a consistir en combatir siempre lo menos posible».33 En lugar de la teoría de la «guerra en dos etapas» basada en el ejército de ciudadanos, De Gaulle proponía las tácticas de la guerra rápida, utilizando para ello unidades mecanizadas cuyo complejo manejo exigía el reclutamiento y entrenamiento de personal altamente especializado, es decir, de personal de élite. En las nuevas condiciones del arte de la guerra, las grandes masas de soldados no garantizaban una protección suficiente y el número no podía seguir siendo el criterio determinante del poder militar: «Es un hecho que hoy día, en el mar, la tierra y el aire, un personal escogido, capaz de extraer el máximo provecho de un material extremadamente poderoso y variado, posee sobre las masas [...] una terrible superioridad».34 El «instrumento de maniobra» por el cual clamaba De Gaulle se hacía posible gracias al motor, el cual en un vehículo blindado «posee tal potencia de fuego y choque que el ritmo del combate se intensifica de acuerdo con las evoluciones de un artefacto mecánico». La fuerza de choque estaría integrada por 100.000 soldados profesionales, distribuidos en seis divisiones de línea y una división ligera, todas ellas motorizadas y en buena parte blindadas. La creación de este instrumento moderno evitaría «a las tropas de élite la estabilización de los frentes de batalla, que tanto falseó la reciente guerra desde el punto de vista del arte militar, y, en consecuencia, de la relación entre pérdidas y resultados».35 Las ideas de De Gaulle fueron vigorosamente apoyadas por Paul Reynaud, un valiente político al que tocó enfrentar como jefe de gobierno de Francia la invasión alemana de 1940. En marzo de 1935 Reynaud expuso y defendió las tesis de De Gaulle ante el Parlamento, pero con poco éxito. El ministro de Guerra, Louis Maurin, rechazó el nuevo esquema con la calurosa aprobación de una mayoría de parlamentarios. De igual forma, el Alto Mando militar repudió sin ambigüedades cualquier sugerencia acerca de la posible coexistencia entre un ejército profesional de élite y un ejército de ciudadanos. En 1936, una comisión presidida por el general Georges ratificó la validez de los dogmas predominantes, argumentando que a pesar de los avances tecnológicos realizados en la pa33 34 35 P Á G 228 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle sada década cada nuevo invento ofensivo era inmediatamente sucedido por otra innovación que le neutralizaba: frente al tanque, el cañón antitanque; frente al avión, el cañón antiaéreo. Los tanques, sostuvo la comisión Georges, podrían operar como puntas de lanza de los asaltos de infantería, pero no serían capaces de penetrar hasta la retaguardia de las defensas enemigas a no ser que las mismas hubiesen sido previamente debilitadas al máximo. La Blitzkrieg hitleriana demostró pocos años después cuán equivocadamente había juzgado el Alto Mando francés el potencial de la nueva tecnología militar, así como la capacidad de nuevas tácticas para cambiar la faz del campo de batalla. Es importante indicar que a pesar de lo avanzado de sus ideas y del carácter radical de éstas dentro del contexto del pensamiento militar francés de entonces, De Gaulle no llegó a desarrollar a plenitud la teoría de la Blitzkrieg. En particular, De Gaulle concedió poca relevancia a la aviación como uno de los ingredientes sustanciales de la nueva táctica, dándole en su libro de 1934 un rol relativamente secundario: ... el avión será [...] para los comandantes el verdadero medio de tomar a tiempo conocimiento directo de las situaciones; por ello, aparatos ligeros, capaces de aterrizar en cualquier parte, deberán ser distribuidos a los Estados Mayores. Por otra parte, las unidades terrestres, en especial las blindadas, recibirán de la aviación una ayuda preciosa en cuanto a su camuflaje. Cortinas de humo esparcidas desde el aire pueden ocultar vastas superficies en pocos minutos, y el ruido de las máquinas voladoras cubre el de los motores que se desplazan en tierra.36 Mas si bien De Gaulle no llegó a precisar con total coherencia los aspectos técnicos de la nueva táctica, sí fue capaz de entender que su poder descansaba en la posibilidad de penetrar los frentes y explotar esas rupturas, introduciéndose hasta la retaguardia enemiga, desequilibrando sus mandos y paralizando su capacidad de reacción: «La “explotación” se hará ahora una realidad, pues en la pasada guerra no fue sino un sueño [...] [y] las comunicaciones del enemigo serán frecuentemente su principal objetivo».37 36 37 Ibid., p. 127. Ibid., pp. 131-132. P Á G 229 De Gaulle En las páginas finales de su obra, al extraer conclusiones generales sobre lo expuesto, De Gaulle fue verdaderamente profético respecto a lo que ocurriría en una guerra en que las nuevas armas fuesen empleadas de acuerdo a novedosos esquemas tácticos: En los conflictos del futuro, cada vez que un frente sea roto, se verá a las tropas rápidas penetrar a fondo en la retaguardia enemiga, golpear sus puntos sensibles y poner en zozobra todo su sistema defensivo. De esta manera será restaurada la extensión estratégica de los resultados tácticos, que jamás pudieron obtener Joffre, ni Falkenhayn, ni Hindenburg o Foch [generales de la Primera Guerra Mundial] [...] y que constituye el fin supremo y la nobleza del arte militar. De Gaulle supo también colocar su proyecto táctico en el marco de una perspectiva estratégica global y dentro del contexto de una filosofía de la guerra y de la política: «Si la guerra es por excelencia destructiva, el ideal de aquellos que la hacen debe ser, por lo tanto, la economía, la menor masacre por el más grande resultado, la combinación que saque de la muerte, el sufrimiento y el terror el mejor partido, con objeto de hacerlos cesar lo más pronto posible, alcanzando más rápidamente el objetivo».38 He aquí ese «sentido de la proporción» que separa radicalmente a un De Gaulle de un Hitler y que se fundamenta en la preservación de «una proporción correcta entre las fuerzas del Estado y los fines que éste persigue».39 El hecho de que el Alto Mando francés hubiese creado en 1936 una comisión para revisar los preparativos militares del país a la luz de nuevos desarrollos técnicos y políticos, demuestra que al menos hubo un intento de adaptarse a las cambiantes circunstancias del período. Por otra parte, el hecho de que la Comisión Georges hubiese concluido sus estudios reafirmando la validez de todos los dogmas prevalecientes es una prueba más de las dificultades para renovar el pensamiento de instituciones altamente disciplinadas, profundamente amantes de la tradición y tendientes a fomentar un clima de opinión conservador, como es el caso de la institución militar. De allí que la mayoría de las veces este tipo de insIbid., p. 133. De Gaulle, Mémoires de guerre, vol. iii: Le salut..., p. 59. 38 39 P Á G 230 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle titución sólo logra renovarse a través de las crisis, de los fracasos o, como ocurrió con el Ejército francés en la Segunda Guerra Mundial, de las catástrofes. La Comisión Georges hizo preguntas, pero eran las mismas de siempre, y se las hizo a quienes repetían las respuestas de siempre. «Las lecciones que habían sido extraídas de la Primera Guerra Mundial eran tan claras y en apariencia tan cruciales que muy pocos soldados o civiles se atrevieron a rebelarse en contra de esa forma pedante y dogmática de tratar los problemas de la guerra. Lo que se había asimilado en cuatro años terribles no podía ser revisado en veinte años».40 La raíz fundamental del desastre militar de 1940 fue la incapacidad del gobierno y el Alto Mando franceses para modificar sus concepciones estratégicas y tácticas, de acuerdo con los compromisos políticos de Francia y con las nuevas dimensiones de la guerra moderna. De Gaulle había previsto lo que podía ocurrir, y todavía en enero de 1940, ya declarada la guerra contra Hitler, continuaba impulsando sus ideas a través de un memorando, enviado a los más importantes jefes militares y gobernantes franceses, en el cual insistía en que el aparato militar francés no tenía finalmente sino un chance: la defensiva táctica, y que era urgente dotarlo de unidades blindadas con capacidad de actuar en forma independiente, pues «para destruir una fuerza mecánica, sólo otra fuerza mecánica es realmente eficaz».41 De Gaulle hizo todo lo posible por evitar a su país la tragedia que se avecinaba. Una vez llegado el momento, supo actuar como lo había prescrito en sus libros y como lo había soñado siempre: «Elevándose por encima de sí mismo, a fin de dominar a los otros y, de esa forma, los acontecimientos...».42 Su concepción del liderazgo era la de un jefe para la crisis, un conductor único, inimitable, carismático, capaz de arrastrar a los demás con la fuerza de sus propias convicciones. No fue posible evitar la tragedia; era la hora de las decisiones. 40 41 42 Young, p. 171. Charles De Gaulle, Trois études. Paris: Plon, 1973, pp. 49-70. De Gaulle, Vers..., p. 139. P Á G 231 De Gaulle El espacio de la guerra «Las sociedades existen más en el tiempo que en el espacio. En cualquier momento dado, un Estado es sólo una colección de individuos [...] Pero obtiene la identidad a través de la conciencia de una historia común». H. A. Kissinger «Cuantos más triunfos obtenga el enemigo, más tendrá que desplegarse y debilitarse: donde esté el enemigo, ahí estará la frontera, porque [...] el Estado no hará sino replegarse sobre sí mismo, y donde quiera que quede un pedazo de tierra y hombres, el Estado subsistirá aún». Roger Caillois La guerra es un acto político y se lleva a cabo en todo momento dentro de un contexto político. La política es el factor dominante, el sustrato permanente que debe guiar la acción de guerra. Ese elemento político puede manifestarse esencialmente de dos formas: como voluntad de conquista y como voluntad de resistencia. Según Clausewitz, la voluntad de defensa es lo último que perece en la guerra; el defensor establece la dualidad del combate ya que «un conquistador es siempre amigo de la paz [...] su ideal sería entrar en nuestro Estado sin oposición».43 El ataque y la defensa son cosas de distinta naturaleza y fuerza desigual; la defensa tiene a su favor el espacio y el tiempo, y, sobre todo, la voluntad de resistir, que en ocasiones se hace indomable y permite a la defensa equilibrar una potencia ofensiva mayor a la suya. Como afirma Caillois en uno de los epígrafes que introducen esta sección, los triunfos del enemigo son un arma de doble filo; mientras más avance más tendrá que desplegarse para ocupar el territorio conquistado y el tiempo irá amainando el ímpetu de sus victorias. Mientras tanto, el Estado invadido podrá subsistir en la voluntad de algunos hombres, convencidos de que sólo la preservación de la dignidad podrá algún día hacer renacer una nación libre. Carl von Clausewitz, De la guerra, citado por A. Glucksmann, El discurso de la guerra. Barcelona: Anagrama, 1969, p. 57. 43 P Á G 232 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle Como profundo estudioso de temas militares, De Gaulle seguramente leyó la obra de Clausewitz y asimiló su pensamiento. Hay en El filo de la espada una frase casi idéntica a la citada anteriormente del gran autor prusiano: «No se conoce ningún conquistador que no haya afirmado de buena fe su amor por la paz».44 En 1940, ante el derrumbe de su gobierno y de su pueblo, De Gaulle apeló a la voluntad de resistencia y a la legitimidad que provienen de la preservación de la dignidad nacional. Sus acciones de ese entonces se ven prefiguradas en un trascendental párrafo de Clausewitz, en el que insiste sobre el poder e importancia de la voluntad de defensa: Ningún Estado debe creer que su destino, su existencia entera depende de una batalla, por decisiva que ésta sea [...] Siempre hay tiempo para morir [...] y está dentro del orden natural del mundo moral que un pueblo trate por todos los medios de salvarse cuando se ve precipitado al fondo del abismo. Por más pequeño y débil que sea un Estado con relación a su adversario, no debe nunca eximirse de un esfuerzo supremo, sin el cual habrá que decir que ya no hay alma en él. 45 No cabe exagerar la relevancia de las reflexiones de Clausewitz. Se trata de una idea crucial, cuya validez práctica ha quedado demostrada muchas veces en la historia moderna de la guerra. Desde la resistencia de los pueblos ruso y español ante Napoleón hasta la lucha de los vietnamitas contra Francia y Estados Unidos, pueden apreciarse los efectos de una misma voluntad política, el empleo del tiempo y del espacio entendidos también como dimensiones políticas para mantener vivo un ideal y desgastar la voluntad de conquista del enemigo. En mayo de 1940, frente al vertiginoso avance de los ejércitos de Hitler, la duda, el temor y eventualmente el derrotismo comenzaron a hacer estragos entre los dirigentes políticos y militares franceses. Con una velocidad y un poder totalmente imprevistos, la Blitzkrieg hitleriana derrumbaba las defensas construidas luego de años de inercia, dogmatismo y amargas e infructuosas polémicas internas. La Tercera República caía doblegada por una nueva forma de hacer la guerra, y en medio de la confusión y el caos, De Gaulle, al mando de un grupo blindado, trataba de 44 45 De Gaulle, Le fil..., p. 134. Clausewitz, De la guerra; citado por R. Aron, Penser la guerre: Clausewitz, vol. ii. Paris: Gallimard, 1976, p. 100. P Á G 233 De Gaulle contener en lo posible la avalancha de hombres y tanques que penetraban Francia. Para el 30 de mayo la batalla estaba virtualmente perdida, pero ya en De Gaulle había nacido un propósito: Ante el espectáculo de este pueblo trastornado y de esta derrota militar, frente a la insolencia y el desprecio del adversario, me sentí sobrecogido de una furia sin límites. La guerra comienza infinitamente mal, mas es necesario que continúe. Para ello hay espacio en el mundo. Si vivo, combatiré, donde sea y por el tiempo que se requiera hasta que el enemigo sea derrotado y limpiada la mancha nacional. Lo que yo haya podido hacer a continuación, lo decidí aquel día. 46 La resolución fue tomada el 16 de mayo; la noche del 5 de junio, Paul Reynaud nombró a De Gaulle subsecretario de Estado para la Defensa, incorporándolo así al Gabinete y al principal centro de toma de decisiones. Desde el momento en que la derrota militar comenzó a perfilarse en el horizonte, De Gaulle se planteó la necesidad de proseguir el combate, de no aceptar un armisticio humillante y de hacer uso del espacio, del tiempo y de los aliados para preservar el honor de Francia y la posibilidad de una restitución nacional en el futuro. La guerra que Hitler desencadenaba era una guerra mundial; Francia podía caer, pero había otros sitios desde los cuales continuar la lucha. A pesar de encontrarse, como el resto del Ejército francés, en plena retirada, De Gaulle reflexionaba de la forma siguiente en mayo de 1940: Acantonado en la región de Picardie, no me hago ilusiones, pero me propongo mantener la esperanza. Si a fin de cuentas la situación no puede ser restaurada en la Francia continental, habrá que restablecerla en otra parte. Allí está el Imperio, que ofrece sus recursos, y la flota que puede protegerlos. El pueblo, que de todas formas tendrá que experimentar la invasión, también está allí, y la República puede llevarlo a la resistencia, terrible ocasión de unidad. El mundo entero está allí, que puede suministrarnos nuevas armas y un gran apoyo. Una pregunta lo domina todo: ¿Serán capaces los poderes públicos, pase lo que pase, de De Gaulle, Mémoires de guerre, vol. i: L’appel..., pp. 42-43. 46 P Á G 234 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle colocar el Estado fuera del alcance enemigo, conservar la independencia y salvaguardar el porvenir? 47 Esa era la cuestión esencial: Francia iba a ser derrotada militarmente, pero ello no implicaba de modo necesario el cese de la resistencia; era posible resistir, proteger la llama del irredentismo ante el invasor. No se trataba de actuar en forma ilusa o romántica; los recursos existían: todo un imperio, una armada imbatida, aliados dispuestos a colaborar. Sólo faltaba la voluntad de salvar el Estado. En los primeros días de junio de 1940, De Gaulle manifestó sus ideas al general Weygand, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, y éste le respondió así: «¿El Imperio?, ¡pero esto es infantil! En cuanto al mundo, cuando yo sea derrotado aquí, Inglaterra no esperará ni ocho días para negociar con el Reich».48 De Gaulle esperaba otra respuesta, pero no pasó mucho tiempo antes de que cayese en cuenta de que era muy poco lo que podía hacer para convencer a los líderes de la Tercera República de que adoptasen una actitud más firme: «De hecho, en medio de una nación postrada y estupefacta, tras un ejército sin fe y sin esperanza, la máquina del poder se hundía en una irremediable confusión».49 En esos días finales, ante el marasmo y la renuncia de los dirigentes nacionales, De Gaulle supo elevarse a la altura del momento histórico y asumir la dignidad de su país en su persona. Por encima de todo, De Gaulle tuvo fe en que Gran Bretaña no cedería ante Hitler, y que el Imperio, numerosos sectores de las Fuerzas Armadas y una mayoría de franceses le acompañarían en el rechazo de un armisticio que colocaría a Francia bajo el yugo de un conquistador victorioso. En cuanto a lo primero, De Gaulle no se equivocó; pero en relación con el apoyo de los franceses la lucha fue más larga y difícil. Mas para De Gaulle lo fundamental en esa hora crucial no era sumar voluntades a su causa sino mantener vivo el honor de Francia: «Para que el esfuerzo valiese la pena había que mantener en guerra no solamente a los franceses, sino a Francia»,50 y esto podía lograrse mediante el desafío de un solo hombre: «Frente al vacío espantoso de la renuncia general, mi misión se me apareció de un solo golpe clara y terrible. En ese momento, el más grave de su historia, me correspondía a mí asumir a Francia». 51 47 48 49 50 51 Ibid., p. 52. Ibid., p. 59. Ibid., pp. 64-65. Ibid., p. 88. Ibid., p. 94. P Á G 235 Ibid., p. 90. Ibid., pp. 141-167. Charles De Gaulle, Mémoires de guerre, vol. ii: L’unité, 1942-1944. Paris: Plon, 1973, p. 316. De Gaulle El 17 de junio a las 9 de la mañana, sin el conocimiento de las autoridades, De Gaulle abordó el pequeño avión británico que le llevaría a Londres. Como escribió Churchill años después, en ese endeble aeroplano «De Gaulle transportaba el honor de Francia». A partir de ese instante, ese desterrado General, de mirada taciturna y rostro tenso, desconocido en su propio país, abrió una página legendaria en la historia: «... por limitado y solitario que estuviese, y justamente por ello, me era indispensable ganar las alturas y no descender nunca más».52 El 18 de junio, hablando a través de la bbc de Londres, De Gaulle lanzó su famoso «llamado» a sus compatriotas y se convirtió así en el primero de los resistentes. Ese fue su gran acto histórico; De Gaulle se transformó en símbolo que encarnaba «la figura de una Francia indomable en medio de las pruebas», todo lo cual «imponía a mi personaje una actitud que ya no podría cambiar», y que era como «una especie de sacerdocio».53 De Gaulle había esperado una respuesta favorable a su llamado de parte de todo el Imperio francés; no obstante, en un principio sólo le siguieron las colonias del África ecuatorial. Por otro lado, una parte sustancial de la opinión pública francesa parecía convencida de que Hitler había ganado la guerra y era preferible para Francia adaptarse de la mejor manera posible a las circunstancias. En tal situación se hacía aún más difícil para De Gaulle hacer valer su demanda de representar a Francia. Sólo un hombre de muy profundas convicciones, de una gran seguridad en sí mismo y de extraordinaria fuerza interior pudo haber logrado imponerse en esas condiciones, y es evidente que tal fuerza provenía del sentimiento de ser el instrumento de un destino superior: «... en el centro de la turbulencia, me sentía cumplir una misión que sobrepasaba con mucho a mi persona».54 Una vez que cruzó el canal de la Mancha, De Gaulle se convirtió en Francia y nunca más cesó de serlo. En 1942, molesto ante las altivas exigencias del rebelde a quien tanto había ayudado, Churchill dijo a De Gaulle: «Después de todo, ¿es usted Francia? Puede que haya otros grupos en el país que sean llamados, en el momento oportuno, a ocupar un lugar más importante que el que ahora tienen». Y De Gaulle respondió: «Si yo no represento a Francia ¿para qué entonces discutir conmigo?». Este intercambio revelaba a la vez la debilidad y la fuerza de De Gaulle. Él no era el jefe de un partido, no tenía grandes ejércitos 52 53 54 P Á G 236 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle bajo su mando, el gobierno «legal» de su país –que convivía con los alemanes– le había condenado y proscrito, su única base material se la daban algunas colonias y el apoyo británico. En consecuencia, para Churchill y para el mundo, o bien De Gaulle representaba a Francia o no era nada. «Este era el secreto de su éxito [...] Él podía ser reducido a nada, por ello era incansable en pedirlo todo».55 Se dice que en una ocasión Stalin preguntó a alguien que le hablaba del poder del Papado: «¿Y cuántas divisiones tiene el Papa?». Algo semejante podría haberse preguntado sobre De Gaulle: ¿De dónde viene su poder?, ¿cuáles son sus fundamentos?, ¿en qué se sostiene? Para sus aliados no era siempre fácil hallar una respuesta, y De Gaulle lo sabía: Ese jefe de Estado sin Constitución, sin electores, sin capital, que hablaba en nombre de Francia; ese oficial que portaba tan escasas estrellas sobre sus hombros [...] ese francés que había sido condenado por el gobierno «legal», vilipendiado por numerosos notables y combatido por una parte de las tropas [...] no podía sino causar asombro y perturbar el conformismo de los militares británicos y norteamericanos. 56 Se trataba de un hombre que había decidido levantar, él solo, la bandera de su país en medio de una atroz derrota; ésa era su magia, el impacto que ejerce una personalidad que se eleva en los momentos críticos para retar al destino. Para De Gaulle no era suficiente derrotar a Hitler; lo esencial era restaurar a Francia como poder en el mundo, y así lo logró, basado en la confianza en sí mismo. De Gaulle se hizo Francia, convencido de que el interés supremo de su país no se identificaba con lo que de él quisiesen hacer los franceses en un momento dado. Su responsabilidad era grave y sólo con un fervor casi místico podía asumirla. El llamado de De Gaulle encontró eco en un valioso grupo de franceses, que poco a poco fue creciendo, así como la intensidad de la resistencia contra el invasor. En términos concretos de batallas y triunfos militares, la contribución de Francia a la victoria aliada fue relativamente secundaria; no obstante, y gracias en lo esencial a la epopeya política de De Gaulle, Francia volvió en 1945 a ocupar su rango dentro de las potencias europeas. De Gaulle había buscado que el arreglo final de paz no se lleva55 56 Taylor, Europe..., p. 311. De Gaulle, Mémoires de guerre, vol. ii: L’unité..., p. 321. P Á G La política como arte «... los hombres se convierten en mitos no por lo que sepan, ni siquiera por lo que logren, sino por las tareas que se fijen». H. A. Kissinger «¿No es acaso la política el arte de colocar las quimeras en su lugar? ¡No es posible hacer nada serio si uno se somete a las quimeras!, pero, ¿cómo hacer algo grande sin ellas?». Charles De Gaulle En conversación con André Malraux. La verdadera fortaleza de los individuos se mide en las situaciones extremas, y la guerra es uno de esos momentos críticos en los que el drama colectivo irrumpe en la vida de cada persona planteándole exigencias radicales y definitivas. Esto es tanto más cierto en nuestro tiempo, cuan- 237 De Gaulle se a cabo sin la participación de Francia, y si bien no obtuvo todo lo que quería sus logros fueron muy significativos. La humillación sufrida en 1940 quedó minimizada por el gesto desafiante de ese «General de pocas estrellas» que había sabido resguardar el honor de su país. Los dirigentes que aceptaron el armisticio de Hitler, comprometiendo el Estado y la dignidad nacional, habían entregado la independencia y por lo tanto perdieron toda legitimidad. Lo que hizo De Gaulle fue convertirse en portador de la soberanía francesa, rescatando la voluntad de resistencia, colocando la guerra en su contexto político y haciendo la guerra políticamente, hasta llegar a la mesa de los vencedores sin haber obtenido grandes triunfos militares. De Gaulle encarnó la esencia más profunda de las ideas clausewitzianas sobre la defensa como la forma más fuerte de la guerra, y trasladó consigo el espacio y el tiempo en el reto de un hombre contra el destino. P Á G 238 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle do la guerra ha perdido todo elemento lúdico y el espíritu del juego ya ha dejado de ejercer cualquier efecto restrictivo en las dimensiones y el sentido mismo de la destrucción y la matanza: «De hecho –escribe Caillois– cuando el pueblo es admitido en el combate, la guerra debe necesariamente dejar de ser un juego, un torneo y un desfile. Se hace seria».57 La Segunda Guerra Mundial fue una guerra «seria»; el sentido del juego, que es autocontrol, moderación, sometimiento a reglas, aceptación de la valía moral del adversario, se vino por los suelos. Sólo quedó la pasión del combate y el enfrentamiento feroz entre enemigos irreconciliables. Para los líderes, las exigencias de una guerra no son tan sólo presiones sicológicas; el reto principal para un líder en guerra es no perder el sentido de la proporción, establecer un equilibrio entre sus ideales y ambiciones y sus medios para lograrlos, armonizar su visión del mundo y de su puesto en la historia con el sentido de la finitud de la vida, ya que sólo la muerte desconoce toda regla e insiste en ganar siempre. Para un líder no basta entonces establecer una relación armoniosa entre política y estrategia, entre el fin y los medios; hace falta algo más profundo dentro de la guerra moderna, que cada día es capaz de generar mayor destrucción. En tales condiciones, lo que puede mantener a un líder apegado a lo humano, a pesar de la confusión, el apasionamiento y la incertidumbre del hecho bélico es su moderación, su control de sí mismo y su conciencia de lo lúdico como factor que posibilita el triunfo de la vida sobre la muerte. El sentido del juego y de la comedia protege lo humano en medio de la devastación que son capaces de producir los hombres mismos, preservando la posibilidad de nuevas quimeras y de una competencia limitada. Hitler carecía del sentido de lo lúdico, de las reglas y las limitaciones; su vida es testimonio de lo excesivo, de una voluntad sin flaquezas, que no parecía humana. Según De Gaulle: La empresa de Hitler fue sobrehumana e inhumana. Hasta las horas finales de agonía, en el fondo de su búnker berlinés, Hitler permanece indiscutido, inflexible, implacable, como lo había sido en los días más deslumbrantes. En función de la grandeza sombría de su combate y de su memoria, había escogido no du57 Roger Caillois, La cuesta de la guerra. México: Fondo de Cultura Económica, 1972, p. 69. P Á G 239 De Gaulle dar, ni transigir, ni retroceder jamás. El titán que se esforzaba en sublevar el mundo no podía doblegarse o amansarse. Sin embargo, vencido y aplastado, quizás volvió a ser un hombre, justo a tiempo para una lágrima secreta, en el momento en que todo termina. 58 Esta es una hermosa página del gran jefe francés sobre el hombre que conquistó y quiso humillar a su país. Ese fue Hitler, un titán de desbordadas ambiciones, arrastrado por una empresa que no conocía límites y que le llevó al suicidio en medio del caos y las ruinas: «Hitler –dice De Gaulle– encontró el obstáculo humano, que no es posible franquear. Hitler fundamentaba su gigantesco plan en la idea que se hacía sobre la bajeza de los hombres. Pero los hombres son almas al mismo tiempo que légamo, y actuar como si los otros jamás tuviesen coraje es aventurarse demasiado».59 Stalin era el hijo de una revolución victoriosa, un líder implacable acostumbrado a dominar a los otros. No obstante, dijo en una ocasión a De Gaulle que «después de todo, sólo la muerte gana».60 Stalin, el más enigmático de los hombres, llevaba una vida personal modesta, completamente entregada al mando de su vasto imperio. Sus quimeras eran enormes, pero las trataba con el estilo rústico del hombre de provincia, del hijo de campesinos pobres que en el fondo nunca dejó de ser. La guerra ofreció a Churchill el terreno para ejercer sus dotes de estadista; su liderazgo fue decisivo para los británicos, y no cabe duda de que supo conducirlo con esa mezcla de sobriedad y buen humor que es parte de la tradición anglosajona. Churchill, contrariamente a Hitler, era un hombre que sabía sonreír, y en los momentos más serios y difíciles también capaz de enarbolar un rostro pleno de calor humano, altivo por la vida ante la muerte. Yo le admiré mucho –escribió De Gaulle–, pero también envidié las condiciones en que actuaba; pues si bien su tarea era gigantesca, al menos se encontraba investido por las instancias regulares del Estado, revestido de todo poder y provisto de toDe Gaulle, Mémoires de guerre, vol. iii: Le salut..., p. 205. Ibid., pp. 103-104. Ibid., p. 94. 58 59 60 P Á G 240 I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle dos los instrumentos de autoridad legal, a la cabeza de un pueblo unánime, de un territorio intacto, de un vasto imperio e imponentes ejércitos. Pero yo, condenado como estaba por parte de los poderes aparentemente oficiales, reducido a utilizar algunos restos de fuerzas y unas pocas briznas de fervor nacional, tuve que responder, solo, de la suerte de un país sometido al enemigo y desgarrado hasta las entrañas. 61 ¿Qué hizo de De Gaulle un personaje legendario? Él no fue un gran capitán, ni el triunfador de una guerra; fue un gran político, «pero ni Richelieu ni Bismarck –escribe Malraux– son personajes legendarios; los gigantes políticos no lo son jamás».62 Lo que hizo a De Gaulle grande fue el nivel de su enfrentamiento, el carácter de su lucha, la naturaleza de la tarea que se fijó. De Gaulle concibió su vida como obra de arte y vio la política como arte en un doble sentido: en primer lugar, la política es estilo, capacidad de representación; en la misma interviene un elemento lúdico, el sentido del juego como camino para la aceptación de límites. Según Dauvignaud: «Parece que se debiera utilizar el término de actor para designar más bien el estatuto que reconoce una sociedad al hombre capaz de encarnar a personajes imaginarios, y el de comediante cada vez que interviene la conciencia que el artista toma de sí mismo y de la tarea que debe realizar para un público».63 De Gaulle exhibió siempre una profunda percepción del ingrediente estético dentro de lo político, y supo utilizarlo para colocar su misión en el nivel que quería: «El carisma de De Gaulle tiene en sí un elemento de poesía, el sonido y el ritmo son más importantes que el significado real de las palabras; modelan o vuelven a modelar los significados».64 De Gaulle fue un «actor» que encarnó un personaje: el héroe solitario que reta al destino y le impone su propio escenario: «... el deber del actor no consiste en seguir un papel preconcebido, sino en escribir el suyo y representarlo lo mejor que las circunstancias permitan».65 Cuando los hechos no se adaptaban a las exigencias del papel que se había impuesto, De Gaulle esperaba que madurasen las 61 62 63 64 65 Ibid., p. 239. Malraux, Les chenes..., p. 53. Jean Duvignaud, El actor. Madrid: Taurus, 1966, p. 9. Hoffmann, p. 360. Ibid., p. 334. P Á G 241 De Gaulle, Le fil..., p. 86. Hoffmann, p. 335. Citado por Hoffmann, p. 328. De Gaulle circunstancias para hacer su entrada en el momento más oportuno y elevar el nivel de su desafío. En segundo lugar. De Gaulle entendió la relación entre el arte y el juego, entre la actuación y los límites de toda comedia, y la dialéctica entre la creatividad y la decadencia. El buen actor trabaja sólo para sí mismo, ya que, como escribió en El filo de la espada, «los líderes de los hombres, políticos, profetas, soldados, que más lograron de los demás, se identificaron con grandes ideas».66 El gran líder político se debe a una causa y es ella la que da sentido a sus empresas. Para De Gaulle, ser la encarnación de la soberanía francesa imponía la necesidad de conservar a Francia y de subordinarse a ese objetivo. Tal subordinación imponía «prudencia, armonía, moderación y proteger a la nación y al misionero de los excesos de aquellos (como Napoleón o Hitler) que utilizan su nación como instrumento de gloria personal o a fin de desahogar sus obsesiones ideológicas o sicológicas».67 Para lograr sus objetivos, Hitler tenía que ir más allá del «punto culminante de la victoria» del que habla Clausewitz, y cuyo significado se ha explicado previamente; le era indispensable, debido a la naturaleza de sus fines políticos, traspasar los límites rompiendo todo equilibrio entre sus propósitos y los medios de que disponía para lograrlos. De Gaulle, por otra parte, denunció en los «superhombres» su «inclinación hacia empresas excesivas» y el egoísmo de una élite que «cree que busca el interés general mientras busca su propia gloria».68 El gran líder debe saber equilibrar fines y medios y distinguir lo que es posible de lo que es fantasioso, guiado siempre por un sano respeto de la finitud y de la dignidad de los hombres. Mientras más consciente se esté de las posibilidades y limitaciones propias y de la nación a la que se pertenece, más eficazmente se servirá a una causa que esté por encima de la glorificación personal. La hubris de la que hablaban los clásicos griegos, la vocación por las empresas excesivas, puede ser el peor enemigo de los hombres. La empresa de De Gaulle fue compleja y extraordinariamente exigente, pero no excesiva; su acción fue una mezcla de altivez y moderación, de orgullo y equilibrio que le ha ganado un puesto muy especial entre los 66 67 68 P Á G I. Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle 242 líderes políticos de nuestro tiempo. Su figura pública tuvo aspectos a veces desagradables, como lo fueron su tono un tanto vanidoso y su poco disimulada conciencia de superioridad. No obstante, la historia de un individuo que desafía al mundo con éxito siempre suscitará admiración. Tal vez De Gaulle pensó en ello cuando escribió en los párrafos finales de sus Memorias de guerra: «Porque todo recomienza siempre, lo que yo he hecho será, tarde o temprano, una fuente de ardores nuevos después de que yo haya desaparecido». P A R T E La sorpresa en la guerra y la política II «Los manuales, por supuesto, están de acuerdo en que sólo debemos creer aquella información que es realmente confiable, siempre debemos estar en guardia y sospechar de todo. Ahora bien, ¿de qué sirven unas máximas tan frágiles? Son consejos propios de inventores de sistemas y creadores de compendios, a los que se recurre cuando ya no quedan ideas». Carl von Clausewitz De la guerra. «El mundo de la inteligencia, como el de la guerra, está dominado por la ambigüedad y la incertidumbre, y estas últimas jamás serán del todo eliminadas. Si bien la búsqueda de certeza, claridad y predecibilidad constituye un poderoso factor en la conducta humana, la misma está destinada –por la naturaleza de las cosas y de la gente– a permanecer insatisfecha para siempre». Michael Handel War, Strategy and Intelligence. «Nunca debemos suponer que la naturaleza de la realidad se agota por los tipos de conocimiento que de ella poseemos». P. F. Strawson The Bounds of Sense. P Á G Introducción 245 1 Cuatro siglos antes de Cristo, el hoy famoso estratega militar chino Sun Tzu aportó la siguiente máxima, que consideraba clave para el arte de la guerra: «Conoce a tu enemigo y conócete a ti mismo; de esa manera, nunca hallarás peligro en cien batallas».1 Uno de los propósitos centrales del presente estudio es mostrar que la sabiduría contenida en el consejo de Sun Tzu resulta muy atractiva en teoría, pero en extremo difícil de conquistar en la práctica. Dicho en otros términos, un objetivo prioritario de esta obra consistirá en poner de manifiesto las limitaciones y obstáculos de diversa índole que se interponen en el camino del conocimiento acerca del adversario, en la guerra y la política, así como del conocimiento de nosotros mismos. Este análisis permitirá a su vez explicar por qué ocurre la sorpresa en la guerra y la política, a pesar de que, como veremos, los «sorprendidos» usualmente poseen significativa información que podría, en teoría, conducirles a descubrir las intenciones de su enemigo. Por esta razón, casi siempre, al hablar de sorpresa se trata de algo relativo, ya que la misma no es jamás resultado de una total carencia de información sobre lo que puede pasar, sino también –y en ocasiones básicamente– de una interpretación errónea o distorsionada de la información que se posee en relación con las intenciones y capacidades del enemigo. La constatación de esta verdad: que la sorpresa militar y política tiene lugar en no poca medida a pesar de que exista en ocasiones un exceso de datos sobre lo que se nos viene encima, ha llevado a algunos analistas del tema a concluir que las fallas y fracasos en la evaluación de inteligencia Sun Tzu, The Art of War. Oxford: Oxford University Press, 1977, p. 84. 1 P Á G 246 II. La sorpresa en la guerra y la política son «inevitables»,2 que «la posibilidad de la sorpresa en cualquier momento descansa en condiciones tan esenciales de la percepción humana, y surge de incertidumbres tan fundamentales, que no nos es dado eliminarlas, aunque tal vez seamos capaces de reducirlas».3 A mi modo de ver, si bien este escepticismo se justifica parcialmente, no es legítimo exagerarlo, pues como veremos a medida que más se profundiza en el análisis concreto de determinados casos (Pearl Harbor, Barbarroja, Yom Kippur, Tet y otros), se observa con mayor claridad que las limitaciones de la percepción y la simple estupidez humana se ubican a veces en un contexto de carencia relativa de información, de existencia de información ambigua y contradictoria, y de intervención del azar y la «fricción», todo lo cual contribuye a minimizar la culpa de los responsables de advertir el peligro. En tal sentido, es útil advertir que la noción de «fricción» en la guerra, que deriva de Clausewitz, será analizada con mayor detalle en este estudio la sección titulada «Engaño, magia, ilusión y fricción en la guerra», y en general se refiere al papel de la falibilidad humana envuelta en el azar. Si bien es errado sobredimensionar el pesimismo acerca de la posibilidad de evitar o reducir la sorpresa militar y política, también constituye un serio desacierto pretender que con sólo obtener suficiente información, y someterla a un cuidadoso y racional análisis, lograremos impedir la sorpresa. El asunto es mucho más complejo y hasta el presente el estudio teórico de las motivaciones, medios y efectos de la sorpresa ha hecho sólo un aporte de no excesiva monta en cuanto a mejorar sustancialmente los mecanismos prácticos para eliminar la sorpresa o posibilitar una advertencia oportuna y eficaz. En otras palabras, el exceso de pesimismo en esta materia puede ser tan peligroso como un superficial optimismo, que pierda de vista los serios obstáculos que bloquean el sendero de los que se enfrentan al desafío de la incertidumbre y la ambigüedad en los asuntos humanos en general, y de la sorpresa militar y política en particular. 2 3 Richard K. Betts, «Analysis, War, and Decision: Why Intelligence Failures are Inevitable», World Politics, 31, 1, 1978. Roberta Wohlstetter, Pearl Harbor: Warning and Decision. Stanford: Stanford University Press, 1962, p. 397. P Á G 247 Introducción 2 El tema de la sorpresa es una especie de punto de encuentro de numerosas disciplinas y asuntos de interés teórico y práctico en la política, la sicología social, la filosofía –en especial la epistemología o teoría del conocimiento–, la historia, la teoría de las organizaciones y la magia, es decir, el arte de engañar a otros y crearles falsas expectativas e ilusiones. Goethe decía que «nadie nos engaña, nos engañamos a nosotros mismos». Esto es cierto, pero no del todo. Tampoco es correcto sostener, como hace Handel, que «sorprender a otros es un claro y preciso problema operacional, en cambio, evitar la sorpresa es un problema muy complejo de percepción humana y análisis político».4 Lo sensato es aceptar que el arte del engaño en particular, y de la sorpresa en general, presentan igualmente aspectos de gran complejidad, que tocan la sicología y la política y que exigen gran habilidad de parte de sus ejecutores. Nada hay de simple y sencillo en el tema de la sorpresa, excepto la dura toma de conciencia de que en lo que toca a lo humano, la fragilidad sicológica, las pequeñeces personales, las debilidades intelectuales y la estupidez siempre juegan un papel destacado. Katarina Brodin define la sorpresa como «un ataque lanzado contra un oponente que se encuentra insuficientemente preparado en relación con sus (potenciales) recursos de movilización».5 Esta conceptualización tiene la ventaja de ubicar la sorpresa en términos de carencia de adecuada preparación por parte de la víctima, carencia originada en una o más apreciaciones equivocadas acerca de si, por qué, cuándo, dónde y cómo el adversario va a atacar. 6 Casi siempre hay algún aviso y casi siempre la víctima es incapaz de maximizar su respuesta para reducir la sorpresa. Ahora bien, esta definición, muy útil en el terreno estratégico-militar, tiene que hacerse más amplia y sutil en ciertos casos que atañen más específicamente a la política (y dentro de la política a la diplomacia), donde no se aplica con tanta claridad el criterio de «falta de adecuada preparación» por parte de la víctima. Por ejemplo, cuando Nixon se «abrió» a China, o cuando Chamberlain confió en la palabra de Hitler –o cifró expectativas erróneas en ella aun después de que el Führer nazi violó el Pacto de MúMichael Handel, ed., Leaders and Intelligence. London: Frank Cass, 1989, p. 21. Katarina Brodin, «Surprise Attack: The Case of Sweden», Journal of Strategic Studies, 1, May 1978, p. 99. Richard K. Betts, Surprise Attack: Lessons for Defense Planning. Washington: The Brookings Institution, d.c., 1982, p. 11. 4 5 6 P Á G 248 II. La sorpresa en la guerra y la política nich–, ni los soviéticos, ni el Congreso o el público norteamericanos (en el primer caso) pueden ser acusados de «no estar suficientemente preparados», ni Chamberlain –como se verá– tenía derecho a engañarse en la medida en que lo hizo. Dicho de otra forma, en el terreno militar, como ilustran los ejemplos de Pearl Harbor, Barbarroja, Tet, Yom Kippur y las Malvinas, entre otros, la frecuente existencia anticipada de importantes piezas de información sobre la venidera sorpresa, fenómeno obvio y natural en vista de la imposibilidad de preparar un gran ataque militar en total secreto, permite conceptualizar ese tipo de acción en relación con la falta de preparación de la víctima. Esta última casi nunca es tomada completamente por sorpresa; por ello se trata de una realidad relativa, que debe ser juzgada en relación con la víctima, en función de lo que conocía e interpretó mal, de lo que no sabía, y de la prontitud y eficacia de su reacción una vez que decidió que el ataque sí venía. En cambio, en el terreno político y diplomático pueden observarse casos de sorpresa casi absoluta, con enorme impacto, rapidez y eficiencia (la apertura de Nixon a China o el Pacto Ribbentrop-Molotov), o de autoengaño que traspasa los límites de lo comprensible o razonablemente admisible, y se convierte en mera terquedad (Chamberlain y la política de «apaciguamiento» hacia la Alemania nazi, sobre todo a partir de 1938). La sorpresa puede manifestarse en diversas dimensiones, en conjunto o separadamente, y puede tener que ver con: 1) las intenciones del atacante o «actor» político; 2) sus razones para atacar; 3) las capacidades usadas en su ataque (doctrina militar, nuevas tecnologías); 4) el momento (timing) del ataque; 5) el lugar geográfico del ataque; 6) los blancos específicos del ataque; 7) la rapidez de los movimientos y su sucesión inesperada.7 En este estudio, al analizar casos concretos, se pondrá en evidencia tanto la mezcla que en la vida real se produce entre la política y la estrategia militar, así como la especificidad que en determinadas circunstancias alcanza cada uno de estos aspectos, enriqueciendo así nuestra visión de un escenario complejo y retador en el despliegue del comportamiento humano. De igual forma cada una de las dimensiones de la sorpresa será tratada en función de su relevancia en los casos históricos bajo escrutinio. Podremos así comprobar que la sorpresa, en sus más desafiantes 7 Michael Handel, «Intelligence and the Problem of Strategic Surprise», Journal of Strategic Studies, 7, 3, September 1984, pp. 231-232. P Á G 249 Introducción formas, es un fenómeno intelectual y político más que un asunto técnico que pueda resolverse con fórmulas organizacionales o a través de entrenamientos especializados.8 Nos enfrentamos, con la sorpresa, al reto permanente de la impredecibilidad humana. 3 Conviene resumir algunos de los principales planteamientos ya esbozados: la constancia y magnitud de los errores en la evaluación de inteligencia estratégica –es decir, de información política y militar– en especial en lo que se refiere al éxito recurrente del ataque por sorpresa, ha conducido a los estudiosos del tema a ubicarse en dos «escuelas de pensamiento» básicas: la escuela de la incertidumbre y la escuela de la estupidez. De acuerdo con el primer tipo de explicación, las fallas en la evaluación de inteligencia son el producto de un contexto que es, por definición, incierto y ambiguo, y en el cual los analistas y decisores sólo pueden estar seguros de la confusión que les rodea. A partir de aquí se sugiere que motivos vinculados con la dinámica de las organizaciones, la presión sicológica inducida por la complejidad, las amenazas prevalecientes en el ámbito político-militar y la ambigüedad de los datos de inteligencia, son responsables de los errores de apreciación y análisis. En sus versiones más pesimistas, estos puntos de vista interpretan el error en este campo como resultado de paradojas y dilemas irresolubles, más que como una patología que puede y debe curarse, e indican que ninguna reforma institucional o procedimental puede compensar simultánea y eficazmente las múltiples dificultades imperantes en la evaluación de inteligencia. El error, se argumenta, es inherente al trabajo de inteligencia; no hay que atribuir excesiva culpa a los analistas y decisores como tales y tener en cuenta que los presuntos remedios no pasan de ser paliativos.9 Betts, Surprise Attack, p. 19. Betts, «Analysis, War, and Decision», pp. 61-89. 8 9 P Á G 250 II. La sorpresa en la guerra y la política La escuela de la estupidez atribuye el error más bien a las limitaciones de analistas y líderes, y no enfatiza presuntas distorsiones esenciales en el procesamiento de información, con carácter endémico. El planteamiento básico de esta escuela interpretativa es que el error en el procesamiento de información puede evitarse, y focaliza su interés en la torpeza y la incompetencia que con frecuencia se descubren en el desempeño de analistas y líderes por igual. Su rigidez mental, su empeño en aferrarse a ciertas fórmulas y su rechazo a otras, así como su excesiva confianza en un solo indicador o concepto, son las raíces del fracaso. 10 Todas las visiones sobre el tema de la sorpresa que contienen algún grado de optimismo al respecto asumen, en mayor o menor medida, un paradigma de racionalidad como guía de la toma de decisiones, de acuerdo con el cual las acciones de los decisores políticos reflejan una determinada intención y objetivos claros, entendidos –en términos de Graham Allison– como «una solución calculada a un problema estratégico».11 El énfasis en la racionalidad, la consistencia y la coherencia, y en la maximización de los beneficios de la decisión, lleva generalmente a los que intentan ser optimistas a restar relevancia al papel del azar y la falibilidad humana, de lo que Clausewitz llamaba «fricción», es decir, la carencia de coordinación, las coincidencias y las consecuencias no deseadas de la acción humana en la historia. Por ello, estas versiones de los orígenes de la sorpresa en ocasiones desembocan en «teorías conspirativas» sobre las causas de los hechos, pues parten de la premisa de que «planes bien elaborados pueden dar a los eventos una coherencia que de otra forma no tendrían».12 Por lo tanto, de ser esto así, la manipulación y la conspiración (como las que –presuntamente– ejecutaron los japoneses al atacar Pearl Harbor), y no la confusión, el desorden y las limitaciones de la percepción humana, son los factores que realmente explican la sorpresa. La popularidad de las teorías conspirativas de, por ejemplo, el ataque a Pearl Harbor, tiene en no poca medida su explicación en el empleo a posteriori de un paradigma de racionalidad a un suceso complejo y «desordenado» que aún traumatiza a numerosos norteamericanos. 10 11 12 Janice Gross Stein, «Intelligence and Stupidity Reconsidered: Estimation and Decision in Israel, 1973», Journal of Strategic Studies, 3, 2, September 1980, p. 151. Graham Allison, Essence of Decision: Explaining the Cuban Missile Crisis. Boston: Little, Brown & Co., 1971, p. 13. Robert Jervis, Perception and Misperception in International Politics. Princeton: Princeton University Press, 1976, p. 321. P Á G 251 John D. Steinbruner, The Cybernetic Theory of Decision. Princeton: Princeton University Press, 1964, p. 67. Abraham Ben-Zvi, «The Study of Surprise Attacks», British Journal of International Studies, 5, 2, July 1979, pp. 129-130. Introducción De otro lado, las visiones más pesimistas sobre el trabajo de inteligencia buscan explicaciones en términos de los mecanismos de la percepción y el conocimiento, los cuales tienen limitaciones endémicas y forman una especie de impenetrable barrera de «ruido» que distorsiona las «señales» de inteligencia (la información «verdadera»), acumulada por la potencial víctima de la sorpresa. Al admitir la posición según la cual bajo condiciones de presión sicológica ante la incertidumbre la mente humana no es capaz de escudriñar críticamente la realidad, así como sus propias preconcepciones y prejuicios, los que asumen esta línea interpretativa adoptan implícita o explícitamente modelos de toma de decisiones, como el modelo «cibernético»,13 que tienden a minimizar el papel de la voluntad consciente en los asuntos humanos: «Ya que se asume que el decisor posee una gama muy limitada de respuestas, que casi mecánicamente determinan su reacción ante estímulos externos, el modelo cibernético dibuja a ese protagonista que decide como incapaz de proceder más allá de un estrecho horizonte de límites y reglas fijas».14 A mi modo de ver, las tendencias interpretativas del fenómeno sorpresa que se limiten a posturas unilaterales a expensas de otros factores, pecan de simplismo y deben ser cuestionadas. Para empezar, las interpretaciones que enfatizan los condicionamientos del ambiente y minimizan el rol de los individuos hacen difícil –o quizás imposible– la atribución de responsabilidades, a pesar de que los criterios normativos son clave cuando se trata de evaluar el desempeño de analistas y líderes. La escuela de la estupidez, a su vez, y particularmente en sus versiones menos pesimistas, según las cuales los errores pueden evitarse y no hay que dejarse engañar por el desempeño subestándar de ciertos líderes, es con frecuencia injusta en relación con los dilemas y dificultades que se enfrentan en la vida real, y que deben tomarse en cuenta al estudiar un fenómeno tan complejo como la sorpresa militar y política. En tal sentido, la tesis que procuraré perfilar en este estudio sostiene que la sorpresa es resultado de múltiples factores, y que los planteamientos unilaterales no son capaces de dar cuenta de una realidad tan rica y desafiante. En palabras de Stein: 13 14 P Á G 252 II. La sorpresa en la guerra y la política Una explicación convincente de los errores de inteligencia debe tener un fundamento amplio, y permitir una evaluación equilibrada del desempeño de los líderes políticos y militares. Conviene entonces incluir una discusión de las limitaciones impuestas por el medio ambiente y por el problema de inteligencia específico que se enfrenta, el impacto de los procesos organizativos sobre los flujos de información, las consecuencias de la presión sicológica (estrés) en los procesos evaluativos y el efecto negativo de las estructuras burocráticas en la formación de opiniones, así como los límites y distorsiones que generan los procesos perceptuales y cognoscitivos. 15 Mi visión, por tanto, se moverá a lo largo de un camino que incluye, sin jamás subestimarles, la racionalidad, la irracionalidad, la estupidez, la sensatez y la imperfección. 4 En función de lo antes expuesto, el presente estudio se dividirá en cinco capítulos. Los primeros cuatro abordarán temas de naturaleza teórica, y en el último se analizarán varios casos de sorpresa militar y político-diplomática, de diversa índole, para ilustrar en concreto los procesos intelectuales, políticos y estratégicos en discusión. Los primeros cuatro capítulos se referirán, entre otros, a los siguientes asuntos: 1) ¿Qué hace relevante el tema de la sorpresa, desde el punto de vista filosófico, político y estratégico? 2) ¿Qué podemos conocer? ¿Qué es racional? ¿Cuáles son los límites de la racionalidad? ¿Podemos entender a los demás? (problema de las «otras culturas»). 3) ¿Por qué se distorsiona nuestra percepción de la evidencia? ¿Cuáles son las raíces y métodos del engaño? ¿Es posible no autoengañarse? 4) ¿Cuál es el papel del azar y la «fricción» en la sorpresa? 5) ¿Cómo influyen la dinámica de las organizaciones y las características de los líderes en el proceso de evaluación de 15 Stein, pp. 151-152. P Á G 253 Introducción inteligencia, así como en la planificación operacional y capacidad de respuesta ante la sorpresa? El quinto capítulo, a su vez dividido en nueve secciones, estará dedicado a estudiar más a fondo un conjunto de casos de sorpresa, algunos de los cuales (Pearl Harbor, Barbarroja, Tet, Yom Kippur y las Malvinas) agrupan temas similares, en tanto que otros (el apaciguamiento a Hitler y el Pacto Ribbentrop-Molotov, Cuba 1962, la apertura de Nixon a China y el derrumbe de la urss) presentan peculiaridades propias que permitirán observar dimensiones adicionales del complejo problema de la sorpresa militar y política. El estudio cerrará con una concisa sección de consideraciones finales, en la cual se harán explícitas las principales conclusiones del análisis efectuado y se discutirán aspectos complementarios del tema de la sorpresa como un arte, de acuerdo con el sentido que Clausewitz daba a este último término. P Á G Sorpresa y filosofía de la historia 255 La intervención del individuo en la historia La realidad de la sorpresa militar y política es uno de los más claros ejemplos de la importancia que tiene la intervención de la voluntad consciente de los individuos en el desarrollo de los acontecimientos históricos. De hecho, la planificación y ejecución de la sorpresa ponen de manifiesto, con especial impacto, la relevancia de la fuerza y determinación de ciertos individuos y su capacidad para moldear los eventos de acuerdo con sus propósitos. Sin Yamamoto no habría habido Pearl Harbor, sin Hitler no habría habido Barbarroja, sin Sadat no habría habido Yom Kippur, sin Giap no habría habido Tet, sin Nixon no habría habido apertura a China. En todos estos casos, y en otros que se estudiarán acá, la voluntad de personas concretas tuvo un efecto singular, dando al traste con expectativas, suscitando nuevas posibilidades y torciendo el rumbo de los sucesos hacia derroteros en buena medida imprevistos. No sólo se trató, en estos y otros ejemplos, de descubrir oportunidades y utilizarlas, sino fundamentalmente de crearlas con un ejercicio de voluntad y decisión. De hecho, el tema de la sorpresa ofrece grandes posibilidades para cuestionar las tesis deterministas del proceso histórico, al estilo –por ejemplo– de Tolstoi,1 y para observar el proceso creativo de la voluntad individual en el terreno político-estratégico, uno de los campos más complejos y exigentes de la acción humana. Véase mi estudio «Tolstoi, el poder y la paz», Argos, 3, Universidad Simón Bolívar, Caracas, 1981, pp. 13-44, reproducido en este volumen. 1 P Á G 256 II. La sorpresa en la guerra y la política La concepción inicial de la sorpresa, su planificación y su ejecución primigenia son sin excepción procesos que demandan enorme esfuerzo y tenacidad, y en ocasiones toman años de preparación. Ese fue el caso, por ejemplo, de Yamamoto y Pearl Harbor. El almirante japonés que planificó el ataque y comandó la flota que lo llevó a cabo en diciembre de 1941 había prestado particular atención, desde varios años atrás –entre otros muchos elementos de análisis–, a dos libros del periodista y experto naval británico Héctor Bywater (Sea Power in the Pacific y The Great Pacific War), aparecidos en 1921 y 1925. En estos trabajos, una especie de sensato ejercicio de futurología, Bywater describió con asombrosa precisión lo que eventualmente ocurriría dos décadas más tarde: una rápida y destructiva ofensiva japonesa contra la flota norteamericana en el Pacífico, seguida de una serie de batallas a lo largo y ancho del mosaico de islas del área, y culminando en una estrecha victoria estadounidense. Los libros de Bywater fueron editados varias veces en Japón y existe evidencia sobre el interés que les concedió Yamamoto. No es por tanto simple especulación suponer que el estratega japonés vislumbró lo que luego sería el ataque por sorpresa de 1941 varios años antes de efectuarlo.2 Desde luego, con esta observación no deseo restar méritos a la originalidad del almirante japonés, a quien sus propios adversarios calificaban como muy competente y destacado. Al fin y al cabo, él fue quien transformó ideas que rondaban en su medio en una concepción coherente y eficaz para la acción concreta. Lo hizo así a pesar de su convicción íntima del riesgo excesivo que Japón corría al desafiar al coloso norteamericano, acerca de cuyo enorme poder Yamamoto no se llamaba a engaño. El estratega japonés sabía que su país no estaba en capacidad de ganar una guerra prolongada contra Estados Unidos; no obstante, enfrentado al hecho de que, por un conjunto de razones que ahora no es necesario discutir, 3 los líderes políticos, y sobre todo los jefes militares japoneses, concluyeron que la guerra era inevitable, Yamamoto planteó entonces como salida que «Japón debe asestar un golpe fatal a la Marina estadounidense al principio de la guerra. Es la única manera de poder luchar con una perspectiva razonable de éxito».4 2 3 4 Ian Buruma, «Ghosts of Pearl Harbor», The New York Review of Books, December 19, 1991, pp. 9-14. Véase mi estudio «El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941», en Tiempos de conflicto. Ensayos político-estratégicos, pp. 189-229, reproducido en este volumen. Citado por Otto Friedrich, «La traición y el engaño. Un momento de sorpresa histórica», El Nacional, Caracas, 2 de diciembre de 1991, p. a-6. P Á G 257 Anwar El-Sadat, In Search of Identity. London: Fontana-Collins, 1978, pp. 278-323. En vista de nueva evidencia en torno al tema, he modificado mi opinión inicial sobre este punto. Puede verse mi libro Estrategia y política en la era nuclear. Madrid: Tecnos, 1979, pp. 261-271. Michael Handel, «Intelligence and the Problem of Strategic Surprise», Journal of Strategic Studies, 7, 3, September 1984, p. 230. Sorpresa y filosofía de la historia Su esperanza consistía en que, luego de sufrir una debacle inicial lo suficientemente profunda, Washington se vería incentivado a aceptar los términos de negociación japoneses, enfrentado a la difícil y poco atractiva alternativa de una larga y sangrienta reconquista en el Pacífico. Las cosas no funcionaron de esa manera, pero no cabe duda de que Yamamoto tomó una opción al menos sustentable «racionalmente» en las circunstancias. Su mérito –y su responsabilidad– tuvo que ver con la concepción inicial, el desarrollo y la ejecución del plan. Un caso semejante fue el de Sadat en 1973. Él mismo ha narrado en su autobiografía 5 cómo y por qué llegó a la decisión de atacar a Israel por sorpresa, y de qué forma llevó adelante personalmente el proceso de construcción de las condiciones políticas y militares para garantizar el éxito de su iniciativa. La significación fundamental de este caso estriba en que Sadat armonizó con gran consistencia y visión sus fines políticos con sus medios militares, jamás perdió de vista que la definición de la victoria es en última instancia política, y, por último, supo sacarle el mayor provecho político tanto al desempeño de sus tropas en batalla como a la crisis internacional que produjo su audaz ofensiva a través del canal de Suez. No obstante, los altos mandos árabes, y Sadat mismo, no lograron extraer todo el beneficio militar factible de la sorpresa inicial en batalla, pues Israel se halló por momentos en severa desventaja y las fuerzas egipcias y sirias tuvieron la opción, que no tomaron, de continuar su avance y aumentar las dificultades de su enemigo. 6 Si bien en la historia militar moderna la sorpresa pocas veces ha fallado en cuanto a su impacto inicial, sorprender al adversario no significa per se que el atacante le haya extraído todo el beneficio posible a su acción, o que su victoria final está asegurada. 7 No existe de hecho –como lo muestran inequívocamente los casos de Pearl Harbor y Barbarroja, entre otros–, una correlación positiva entre los éxitos iniciales de una sorpresa estratégica y el resultado final de una guerra. Los japoneses y alemanes obtuvieron triunfos espectaculares contra Estados Unidos y la Unión Soviética en las primeras etapas de sus respectivas ofensivas, impulsadas por las sorpresas iniciales de diciembre y junio de 1941; sin embargo, per5 6 7 P Á G 258 II. La sorpresa en la guerra y la política dieron la guerra cuatro años más tarde. Tal vez sea esto lo que explica que, por años, la doctrina militar soviética asignó a la sorpresa el carácter de elemento «transitorio», pero no de factor decisivo y «permanente», en la guerra. Stalin hizo de esto, como de todo lo demás, un dogma.8 La invención de las armas nucleares convirtió en obsoleta la distinción estalinista entre factores «transitorios» y «permanentes» de la guerra, en vista de su poder de destrucción masiva en muy corto tiempo. No obstante, los manuales soviéticos continuaron repitiendo los viejos principios de Stalin hasta bien entrada la era nuclear. 9 La evidencia histórica muestra que, con frecuencia, el atacante se encuentra tan asombrado por el éxito de su ataque que no es capaz de explotarlo a plenitud. Ello puede ocurrir tanto en el plano estrictamente militar como en el político. Por ejemplo, los japoneses no dieron continuidad a su ofensiva inicial contra la flota estadounidense en Pearl Harbor con ataques complementarios a los gigantescos depósitos de combustible y otras instalaciones logísticas en Hawai. De haberlo hecho, las posibilidades de recuperación norteamericanas se habrían visto severamente reducidas, y es altamente probable que la guerra se hubiese prolongado mayor tiempo. Algo semejante, como ya se mencionó, ocurrió a los egipcios y sirios en su ofensiva por sorpresa contra Israel en octubre de 1973: su rígido compromiso con el plan inicial de ataque les condujo a detener prematuramente su avance, dando una bienvenida oportunidad de reaccionar a su adversario, cuando se les abría a ellos la opción de progresar sobre el terreno a bajo costo. Lo que esto muestra es que el logro de la sorpresa es sólo la primera fase del plan; la segunda debe consistir en una preparación detallada para explotar al máximo el ataque proyectado y para hacerle un seguimiento al impacto inicial. Si bien la primera fase casi nunca falla, la segunda presenta serios problemas, que se complican aún más cuando se trata de traducir la sorpresa militar al terreno político, ya que la sorpresa es un medio, y el fin es lograr el objetivo para el cual, en primer lugar, se planifica el ataque.10 Para llevar a cabo con éxito pleno una sorpresa militar o política se requiere de gran creatividad, visión y perseverancia; sin 8 9 10 J. V. Stalin, The Foundations of Leninism. Peking: Foreign Languages Press, 1970, pp. 82-100. Raymond Garthoff, The Soviet Image of Future War. Washington: Public Affairs Press, d.c., 1959. Con relación a este punto, cabe mencionar un verso de Petrarca citado por Montaigne en uno de sus Ensayos: «Aníbal conquistó, pero después no supo beneficiarse de su victoria», (Soneto lxxxvii, citado en Montaigne: Essays, Harmondsworth: Penguin Books, 1984, p. 123). P Á G 259 Sorpresa y filosofía de la historia embargo, aun cuando estas cualidades estén presentes en los líderes que toman las decisiones, la historia puede burlarles, colocando de nuevo la intención humana en el plano de vulnerabilidad que nuestras limitaciones evidencian una y otra vez. La historia y su ironía Fue Maquiavelo, en El Príncipe, quien posiblemente primero enfatizó con la necesaria fuerza que en política –y en general en la historia– numerosas veces las mejores intenciones, puestas en práctica, se transforman en lo contrario de lo que sus promotores querían, y llevan a resultados opuestos a los que se esperaban.11 Propósitos que parecían excelentes de pronto conducen a la ruina, y otros sobre los que en principio se abrigaban grandes dudas pueden desembocar en realidades positivas para la sociedad. La idea tiene enormes implicaciones, pues cuando se estudia la historia no es difícil caer en cuenta de que no pocas tragedias han sido desencadenadas con los más loables objetivos en mente. Las revoluciones de nuestro tiempo son un ejemplo típico: su origen ha sido una voluntad de superación y liberación humanas; sus productos, sin embargo, han sido el totalitarismo y la opresión llevados a un más elevado nivel de refinamiento y crueldad. Esa es la «ironía de la historia», el choque entre las intenciones y los resultados, entre los planes y deseos, por un lado, y por el otro las consecuencias reales de los actos. Max Weber lo expresaba en estos términos: «Es una tremenda verdad y un hecho básico de la historia el de que frecuentemente, o, mejor, generalmente, el resultado final de la acción política guarda una relación totalmente inadecuada, y frecuentemente incluso paradójica, con su sentido originario».12 Esta ironía de la historia se manifiesta también, por supuesto, en la guerra y la sorpresa. Por ejemplo, la gran paradoja de las guerras napoleónicas fue que en tanto su principal instigador, el Emperador de los Nicolás Maquiavelo, El Príncipe. Madrid: Revista de Occidente, 1955, pp. 344, 422, 444-445. Max Weber, El político y el científico. Madrid: Alianza Editorial, 1975, p. 156. 11 12 P Á G 260 II. La sorpresa en la guerra y la política franceses, continuamente buscó una victoria decisiva y final en el terreno de batalla –hasta culminar en la catástrofe de la invasión a Rusia en 1812–, sus propios ejércitos desplegaban y diseminaban por toda Europa los principios del nacionalismo, el igualitarismo y la democracia impulsados por la Revolución y en un sentido encarnados por Napoleón, así como una nueva forma de hacer la guerra, una «guerra total», que involucraba a naciones enteras y que por ello mismo hacía más difícil una victoria decisiva. Como lo apunta uno de los mejores biógrafos de Napoleón, el Emperador francés no vio sino hasta muy tarde que ... su destrucción de la herencia del Antiguo Régimen europeo conduciría a la germinación de las semillas del nacionalismo. La clase media, a la que Napoleón percibía como un apoyo para su programa de reforma ilustrada, fue la primera en sumarse al sentimiento de un vigoroso nacionalismo. Durante su campaña final (los «Cien Días», hasta Waterloo) y luego en su exilio en Santa Helena, Napoleón tomó conciencia de esta tendencia que la propia dinámica por él alentada había suscitado, e intentó reinterpretar su carrera como una lucha a nombre de los pueblos y las nacionalidades contra las viejas dinastías. No obstante, lo cierto es que el Imperio Napoleónico, mientras duró, fue la negación del principio de nacionalidad, en especial en su fase final después de 1810. 13 Estas consideraciones tienen particular relevancia en relación con el tema central que acá nos ocupa, es decir, la sorpresa, pues el problema de las consecuencias no deseadas de la acción histórica merece lugar relevante en el estudio de la estrategia y en la planificación de la guerra. Con frecuencia, como se indicaba previamente, la planificación de la sorpresa se detiene en su primera fase y la sorpresa es vista como una panacea, capaz no sólo de decidir el combate militar sino de lograr los fines políticos que se desean. Esta actitud, sin embargo, constituye un peligroso espejismo. Así lo muestran, para citar dos muy importantes ejemplos, los casos de Pearl Harbor y Barbarroja, que recibirán atención detallada más adelante en este estudio. Los japoneses pretendieron resolver su dilema estratégico con una acción audaz, en la esperanza, débilmente fun13 Felix Markham, Napoleon. New York: New American Library, 1963, p. 174. P Á G 261 Robert Jervis, Perception and Misperception in International Politics. Princeton: Princeton University Press, 1976, p. 64. Sorpresa y filosofía de la historia dada, de que su adversario se resignaría simplemente a aceptar la dominación del Asia por parte del Imperio del Sol Naciente. De su lado, Hitler lanzó por sorpresa sus poderosas fuerzas contra la Unión Soviética bajo la premisa de que la campaña duraría poco tiempo y sólo tendría una fase. De allí que las tropas alemanas penetraron los vastos espacios de Rusia sin preparativos para el invierno, sin ropa y equipos adecuados, y, sobre todo, sin una clara concepción acerca de qué hacer en caso de que la Blitzkrieg no alcanzase el éxito ansiado por Hitler, y no se lograsen repetir los aplastantes golpes anteriormente asestados a Francia y Polonia. Ahora bien, el tema de las consecuencias no deseadas de la acción histórica tiene otro aspecto, respecto de la sorpresa, que cabe destacar. En los casos citados de Pearl Harbor y Barbarroja, las expectativas iniciales de los atacantes no se cumplieron y eventualmente los que ejecutaron la sorpresa perdieron la guerra. Sin embargo, en un caso como la ofensiva Tet del Vietcong y Vietnam del Norte (1968) se obtuvo un fin político distinto al planeado. La ofensiva buscaba generar una insurrección popular y derribar al gobierno de Vietnam del Sur; nada de esto se logró, pero el impacto quebró la voluntad de Washington y abrió las puertas a su eventual retirada. Ese fin político, aunque distinto al inicialmente concebido, fue no obstante positivo para los atacantes, ya que Tet dio inicio a un irreversible proceso de retirada estadounidense de la trágica aventura vietnamita, y todo ello a pesar de que Tet fue una severa, casi podría decirse que catastrófica, derrota militar para los atacantes, pues las fuerzas del Vietcong (insurgentes de Vietnam del Sur), así como los contingentes norvietnamitas que participaron fueron diezmados por el poder de fuego norteamericano. Lo que estas instancias muestran es la presencia de ese crucial elemento irónico en la historia, que en el ámbito en que se coloca este estudio ha sido resumido como el «dilema de la seguridad»: «Cuando los Estados buscan defenderse a sí mismos, obtienen a la vez mucho y muy poco: mucho, porque conquistan la capacidad de agredir a otros; muy poco, porque los otros, sintiéndose amenazados, incrementan sus propios arsenales, y así reducen la seguridad de los demás».14 Lord Grey, ministro del Exterior británico, lo dijo de esta forma en vísperas de la Primera Guerra Mundial: 14 P Á G 262 II. La sorpresa en la guerra y la política El aumento en los armamentos, que cada nación procura a manera de acentuar su conciencia de fortaleza y sentido de seguridad, no produce tales efectos. Al contrario, lo que genera es miedo y conciencia de la fuerza de otras naciones. El miedo a su vez suscita sospecha y desconfianza, y toda suerte de especulaciones angustiosas, hasta que cada gobierno siente que sería una traición a su pueblo no tomar todas las necesarias precauciones, en tanto que cada gobierno interpreta las precauciones de los otros como evidencia de intenciones agresivas.15 Este «dilema de la seguridad», que está detrás de tantos conflictos y guerras debe ser asimilado en toda su desafiante complejidad y apremiante exigencia política e intelectual, tanto para analizar adecuadamente los eventos históricos como para actuar con la debida prudencia en la toma de decisiones. Como se verá al abordar, en el último capítulo de este estudio, diversas instancias concretas de sorpresa estratégica y política, esa prudencia es poco usual y su ausencia casi siempre acarrea terribles consecuencias. Sorpresa y tecnología Si bien la sorpresa ha sido en numerosas oportunidades posible a lo largo de la historia en el plano táctico (es decir, en encuentros y batallas localizados, sin carácter determinante sobre el curso total de la guerra), la sorpresa estratégica, a gran escala y masiva, es prácticamente un fenómeno del siglo en que vivimos. Antes de la revolución industrial-tecnológica, la rápida movilización de grandes contingentes de tropas y equipos a través de amplios espacios y en corto tiempo era virtualmente imposible. Como apunta Handel: «La lentitud de la movilización, para no mencionar la de la concentración de tropas, daba múltiples indicios acerca de las intenciones de los contendores. Esa evidencia podía ser obtenida a 15 Edward Grey, Twenty-Five Years, vol. 1. London: Hodderand Staughton, 1925, p. 92. P Á G 263 Sorpresa y filosofía de la historia tiempo a objeto de llevar a cabo una contramovilización y realizar todos los preparativos necesarios para detener un ataque».16 Clausewitz reconoció esta situación a principios del siglo pasado, y concluyó que la sorpresa estratégica tenía mayor interés teórico que práctico. Vale la pena citarlo in extenso: Básicamente, la sorpresa es un instrumento táctico, simplemente porque en el terreno táctico el espacio y el tiempo están limitados en su escala. Por ello, la sorpresa se hace más factible mientras más se acerca al dominio de lo táctico, y más difícil mientras más se aleja hacia los dominios de lo estratégico [...] Si bien el deseo de lograr la sorpresa es común y hasta indispensable, y si bien es verdad que ese deseo no deja de tener relevancia y no es del todo ineficaz, también es cierto que por su propia naturaleza la sorpresa sólo raramente puede tener un impacto notable y decisivo. Sería por tanto un error entender la sorpresa como un elemento clave en la guerra. El principio es muy atractivo en teoría, pero en la práctica se debilita a través de la fricción que experimenta la compleja maquinaria bélica [...] Los preparativos para una guerra usualmente toman meses. Concentrar las tropas en sus puntos de encuentro requiere esfuerzos cuyo significado es fácilmente discernible. Es muy extraño por tanto que un Estado pueda sorprender a otro con un ataque o con preparativos secretos de guerra. 17 De hecho, Clausewitz estaba persuadido de que en las condiciones prevalecientes para entonces (inmediatamente después de las guerras napoleónicas), la sorpresa estratégica no era lo suficientemente poderosa como para superar las ventajas intrínsecas de la defensa, y escribió en De la guerra: El objeto inmediato de un ataque es la victoria. Sólo a través de una fuerza superior puede el atacante compensar las ventajas que el defensor disfruta en virtud de su posición, a lo que se suma el modesto estímulo que un ejército deriva de saber que Handel, «Intelligence and the Problem of Strategic Surprise», p. 231. Carl von Clausewitz, On War. Princeton: Princeton University Press, 1976, pp. 198-199. 16 17 P Á G 264 II. La sorpresa en la guerra y la política se encuentra atacando, de sentir que es el lado que avanza. No obstante, este último factor es sobrestimado, dura poco y no soporta excesivos obstáculos. Naturalmente, estamos asumiendo que el defensor actuará tan sensata y correctamente como el atacante. Lo enfatizamos para excluir ciertas nociones vagas sobre ataques repentinos y por sorpresa, que son concebidos como casi milagrosas fuentes de victoria. En realidad, solamente en condiciones excepcionales puede la sorpresa producirse y ser verdaderamente efectiva.18 Las realidades que describía Clausewitz fueron radicalmente transformadas por el impacto de la tecnología moderna. Los cambios afectaron tanto la posibilidad de ejecutar la sorpresa a nivel estratégico como las dimensiones y propósitos de la sorpresa, la cual pudo ahora ser lograda simultáneamente a distintos niveles: en cuanto al lugar, al momento y a la rapidez del ataque, incluyendo también la posibilidad de sorprender con nuevos sistemas de armamento, nuevos medios de lanzamiento y envío de las armas (means of delivery), nuevas doctrinas militares, así como tácticas innovadoras para el empleo de las nuevas tecnologías. Los trenes y los motores de combustión aceleraron extraordinariamente la velocidad de transporte de masas, y la llegada del aeroplano añadió una nueva dimensión a la guerra. El poder aéreo acrecentó exponencialmente la posibilidad de obtener éxito en la sorpresa estratégica, ya que con este instrumento «la transición de la paz a la guerra pudo ejecutarse de manera casi instantánea, en tanto que el poder de fuego capaz de ser desatado se hizo mucho mayor [...] El tiempo y el espacio se comprimieron».19 De allí que en nuestro tiempo la sorpresa estratégica se ha convertido en una formidable arma de guerra, a través de un proceso que ha hallado su punto culminante con los gigantescos arsenales nucleares de las superpotencias militares (en especial de Estados Unidos y Rusia). Se trata de enormes concentraciones de misiles y bombarderos, que pueden ser activados y enviados a sus blancos en cuestión de minutos, logrando una sorpresa estratégica que puede a la vez ser el comienzo y el fin de la guerra. De modo que aquello que Clausewitz consideraba tan sólo una posibilidad teórica –la idea de que una guerra pudiese decidirse con un «único y firme golpe»– se ha hecho una opción práctica. 18 19 Ibid., p. 545. Handel, «Intelligence and the Problem of Strategic Surprise», p. 232. P Á G 265 He desarrollado ampliamente este tema en mi tesis doctoral, todavía inédita, The Conservative Challenge. Henry Kissinger and the Ideological Crisis of American Foreign Policy, Ph D. Thesis. University of London, King’s College, 1984, pp. 185-199. Eric Voegelin, The New Science of Politics. Chicago: University of Chicago Press, 1952, p. 10. Sorpresa y filosofía de la historia La influencia de la tecnología moderna sobre la guerra y la estrategia es notoria, en especial en lo que tiene que ver con lo operacional. Menos claro, sin embargo, es su efecto sobre las concepciones políticas que definen el marco social, los objetivos y la terminación de los conflictos. La tecnología es un instrumento en el que se manifiesta la voluntad dominadora del ser humano sobre la Naturaleza y sobre sus semejantes; 20 si bien su impacto puede ser positivo, y de hecho en numerosos sentidos lo ha sido, también es capaz de distorsionar la perspectiva de los decisores, conduciéndoles a atribuir al factor tecnológico un poder de control sobre los eventos que muchas veces no está en capacidad de conquistar. Esto es particularmente peligroso en el campo militar, donde con frecuencia se cae en una especie de fetichismo tecnológico y se sustituye la sustancia política por la eficiencia técnica en un proceso de «perversión de la relevancia» –en palabras de Eric Voegelin– 21 que puede conducir a costosos errores. La sorpresa es un multiplicador de la fuerza, capaz de revertir en forma drástica la correlación de fuerzas en favor del atacante. Su importancia estratégico-militar es innegable, así como su atractivo político en la dinámica del conflicto, y hasta su tentador atractivo intelectual basado en la puesta en práctica del secreto, el engaño, la treta y el ilusionismo sicológico. No obstante, la sorpresa, como la tecnología y la táctica militar, son medios y no fines. La confusión de estos aspectos o la pérdida del sentido de las proporciones respecto del lugar que cada uno debe ocupar en un proceso racional de toma de decisiones, ha inducido a graves errores. Los dirigentes japoneses en 1941, Hitler ese mismo año, Khrushchev en Cuba en 1962, se dejaron deslumbrar por la tentación de la sorpresa. Una de mis metas en este estudio será analizar las motivaciones y efectos de esa equivocación. 20 21 P Á G Escepticismo, conocimiento y racionalidad 267 Potencial y limitaciones del conocimiento La inteligencia militar y política es conocimiento, del adversario y de nosotros mismos. En sustancia, la tarea de inteligencia busca comprender y en lo posible pronosticar realidades que pertenecen al terreno de lo humano, más precisamente de lo social, visto como ámbito de la acción. El problema del conocimiento, de lo que nos es dado saber y de lo que no alcanzamos a explicar, es uno de los temas clave de la filosofía occidental, y uno de los más complejos. La tradición escéptica nos indica que se trata de un ámbito plagado de trampas. Hobbes, uno de los grandes escépticos, comenzó sus indagaciones filosóficas a mediados del siglo xvii intrigado por las dificultades que planteaba la moderna ciencia natural. Hobbes adoptó la idea según la cual lo que percibimos –las imágenes y todo lo que es inmediatamente aparente a un observador interno–, carecen de relación de verosimilitud con el mundo externo. El ser humano es como una especie de prisionero dentro de la celda de su propia mente y en verdad no tiene clara idea de lo que realmente se encuentra fuera de las paredes de su cárcel. De hecho, la filosofía de la ciencia en Hobbes fue diseñada para corroborar la tradicional postura escéptica, según la cual nuestra observación del mundo está radicalmente contaminada por la ilusión. El material sobre el cual trabaja nuestra mente está plagado de fantasías, causadas por inescrutables fuerzas externas. A partir de esas fantasías podemos en alguna medida deducir el carácter de ese mundo en particular –que está formado de objetos materiales que interactúan causalmente entre sí–, pero no podemos con certeza conocer nada más. 1 Richard Tuck, Hobbes. Oxford: Oxford University Press, 1989, pp. 40, 51, 77. 1 P Á G 268 II. La sorpresa en la guerra y la política Otro notable y perspicaz escéptico, David Hume, también profundizó con significativa fuerza argumental en las limitaciones de nuestro conocimiento, y concluyó que un análisis epistemológico sobre la naturaleza y fundamentos de lo que pretendemos conocer revela que no existen motivos racionales o bases ciertas para nuestros juicios; no tenemos, en síntesis, un criterio último y cierto para determinar cuáles de nuestros juicios acerca de áreas cruciales del conocimiento humano son verdaderos y preferibles a otros. 2 Ahora bien, Hume igualmente sostuvo que la posición escéptica, de acuerdo con la cual no debemos tener y de hecho no tenemos opiniones, es falsa: debemos poseer opiniones porque la naturaleza nos obliga a ello. No se trata de lo que debemos hacer sino de lo que de hecho hacemos, pues nuestras creencias de sentido común sobre la existencia de nuestro cuerpo, del mundo externo, de los demás seres, se mantienen a pesar de los argumentos que puedan esgrimirse en su contra. Para Hume, «nadie se ha topado jamás con una criatura tan absurda» como un completo escéptico, y acá nos enfrentamos a la paradoja de que los argumentos del escepticismo «ni admiten respuesta ni generan convicción».3 Es por tanto afortunado que «la naturaleza quiebre a tiempo la fuerza de los argumentos escépticos, y les impida ejercer influencia considerable sobre nuestro entendimiento».4 Es la naturaleza, no la razón, la que nos salvaguarda ante el escepticismo.5 Si bien en el campo filosófico Hume nos advierte en torno a la importancia de controlar el escepticismo, en el terreno de la inteligencia estratégica su admonición es poco práctica. La tarea de inteligencia exige, en teoría, un permanente y sistemático escepticismo, pero en la práctica ello no ocurre. La labor de inteligencia no es meramente teórica, sino que tiene una esencial dimensión práctica dirigida a suministrar criterios para la toma de decisiones. De manera que si una organización de inteligencia se reduce a cuestionarlo todo siempre, no será capaz de ofrecer a su «cliente» (el decisor político) elementos y orientaciones para decidir, dejándole en un limbo de eternas dudas. No obstante –y, repito, en teoría– la actitud escéptica es la más adecuada en inteligencia, debido a la casi insuperable dificultad que existe para diferenciar entre «señales» 2 3 4 5 David Hume, A Treatise of Human Nature. Oxford: Oxford University Press, 1968, pp. 218, 265, 268-269. D. Hume, Enquiries Concerning the Human Understanding and Concerning the Principles of Morals. Oxford: Oxford University Press, 1972, pp. 122, 127. Hume, A Treatise..., p. 187. Richard Popxin, «David Hume: His Pyrrhonism and his Critique of Pyrrhonism», en V. C. Chappell, ed., Hume. London: MacMillan, 1966, p. 73. P Á G 269 Escepticismo, conocimiento y racionalidad (datos que indican reales intenciones y capacidades del adversario) y «ruido» (toda la masa complementaria de información ambigua o falsa). De allí que la totalidad de la información, la válida y la inválida, debería ser tratada como incierta, ya que, de hecho y paradójicamente, «todo lo que existe es ruido, no señales».6 En palabras de Luttwak y Horowitz: «No hay diferencia entre señales y ruido, excepto retrospectivamente. No hay datos verdaderos y falsos; en un sentido profundo, todo dato de alerta estratégica es ruido».7 Como de costumbre, Clausewitz constató el problema con especial lucidez: «La dificultad de conocer con precisión constituye una de las más serias causas de fricción, desorden y confusión en la guerra, haciendo que las cosas ocurran y aparezcan de forma enteramente diferente a como se esperaba».8 La guerra, provincia por excelencia de la incertidumbre, demanda información precisa y oportuna, pero las circunstancias en que tiene lugar, sumadas a los insondables vericuetos de la mente, así como a los efectos del engaño, complican extraordinariamente la misión de obtener ese conocimiento cierto y oportuno. Por ello, uno de los más rigurosos analistas del tema ha concluido que: ... el que procura engañar casi siempre tiene éxito, no importa cuán sofisticada en el mismo arte sea su víctima. En principio, esta conclusión parece intolerable, una ofensa al sentido común. Sin embargo está sustentada en irrefutable evidencia histórica [...] Debo reconocer que son muy escasas las guías acerca de cómo evitar la victimización. Las exhortaciones que nos exigen evitar ser engañados no son más que homilías de poca utilidad práctica.9 En medio de este escepticismo, es sin embargo necesario preguntarse: ¿Podemos conocer? ¿Y de qué forma? El problema de la inteligencia estratégica se ubica dentro del área de las llamadas ciencias humanas o sociales. Al respecto cabe preguntarse: ¿Aportan tales disciplinas un criterio científico para discernir la realidad? M. Handel, War, Strategy, and Intelligence. London: Frank Cass, 1989, p. 32. Edward Luttwack y Dan Horowitz, The Israeli Army. London: Alien Lane, 1975, p. 340. Carl von Clausewitz, On War. Princeton: Princeton University Press, 1976, p. 117. Barton Whaley, Stratagem, Deception, and Surprise in War. Cambridge, Mass.: mit Center for International Studies, 1969 (mimeo), pp. 146-147. 6 7 8 9 P Á G 270 II. La sorpresa en la guerra y la política Para dilucidar este asunto, conviene disipar el error «cientificista» de suponer que las ciencias sociales tienen que asumir los métodos y prácticas de las ciencias naturales para adquirir el rango de «verdadera ciencia». Este prejuicio descansa en una equivocada concepción acerca de lo que es ciencia, perdiendo de paso de vista que las ciencias sociales no se ocupan de las relaciones entre cosas, sino de las relaciones entre seres humanos y cosas y de los seres humanos entre sí. Además, las ciencias sociales tienen que ver con las acciones humanas, y con la explicación no sólo de los efectos deseados de esas acciones sino también con los resultados no intencionales y no previstos de esas acciones. Como bien explica Hayek, si los fenómenos sociales mostrasen orden sólo en la medida en que fuesen resultado de un diseño consciente, las ciencias sociales se verían reducidas exclusivamente a la sicología. 10 Las ciencias sociales pueden ajustarse a criterios de racionalidad, sistematicidad, verificabilidad (referida al control intersubjetivo de los datos), refutabilidad (referida a la provisionalidad de los datos y su apertura a la crítica), y comunicabilidad. Si bien pueden adquirir rango científico, las ciencias sociales no son idénticas a las naturales. 11 En el ámbito de estas últimas es fácil distinguir entre hechos y meras opiniones sobre los hechos; para las ciencias sociales, sin embargo, las opiniones (no del analista, sino de los individuos que actúan y son su objeto de estudio), son también hechos. Los hechos que estudia el científico social son tan objetivos como los que ocupan la atención del estudioso en otras áreas, y ello se aplica a los hechos que intenta escudriñar el analista de inteligencia, que es, en el fondo, una especie de «científico social», de quien se espera un conocimiento lo más objetivo e imparcial (no prejuiciado) posible, y que esté a la vez vinculado a la acción. Se trata de analizar hechos que no son producidos por su imaginación ni inventados por su capricho, sino de fenómenos que están sujetos a la observación de otras personas. No obstante, algunos de los hechos que estudian los científicos sociales son opiniones sustentadas por las personas cuyas acciones se analizan, y esas opiniones, ideas y creencias, indiferentemente de que sean ciertas o falsas, son también datos para el científico social. Podemos reconocer y comprender en cierta medida esas opiniones, ideas y creencias 10 11 Friedrich A. Hayek, The Counter-Revolution of Science. Indianapolis: Liberty Press, 1979, p. 69. A. Romero, Aproximación a la política. Caracas: Instituto de Altos Estudios para la América Latina, Universidad Simón Bolívar, 1990, pp. 46-51. P Á G 271 W. G. Runciman, Social Science and Political Theory. Cambridge: Cambridge University Press, 1971, pp. 11-16. Escepticismo, conocimiento y racionalidad –aun cuando no seamos capaces de observarlas directamente en la mente de otros– a través de lo que los demás hacen y dicen. Por ejemplo, podemos reconocer y comprender la visión política de un Chamberlain a través de sus diarios personales, de sus discursos en el Parlamento británico, de sus conversaciones, cartas y otros testimonios documentales, así como podemos trazar la perspectiva mental de Hitler mediante innumerables documentos de diversa índole. Por otra parte, como no se cansó de enfatizar Max Weber, si bien las exigencias usuales del análisis científico tienen validez en el campo de las ciencias sociales, estas últimas deben complementar esos requerimientos con un esfuerzo interpretativo adicional, que dé cuenta del significado que tienen para los actores en una situación social los hechos en que se ven involucrados o que contribuyen a generar. La realidad de que las acciones sociales tienen un significado para aquellos que las ejecutan, exige esfuerzos y métodos propios y adicionales a los que se emplean en las ciencias naturales, y abre para el analista de lo social un ineludible ámbito interpretativo que no existe, al menos de igual forma, en el campo de las ciencias naturales. La noción de «comprensión» (Verstehen), propuesta por Weber para la acción humana provista de significado es compleja y presenta importantes dificultades. Como señala Runciman, ¿podemos, por ejemplo, sostener que hemos comprendido la conducta de otra persona, aun si ella misma se niega a admitir la validez de la interpretación ofrecida? Este es un problema típico del sicoanálisis freudiano, donde con frecuencia se presume que el analista puede entender mejor las motivaciones de la conducta del paciente que el propio paciente.12 De igual manera, y en un área aún más cercana a la labor de inteligencia, ¿está justificado el estudioso de una cultura extraña –quiero decir, diferente–, en imponer unos criterios y una terminología de análisis que los miembros de esa cultura no admitirían como adecuados para explicar sus costumbres? Lo que estas interrogantes procuran es mostrar que el análisis de inteligencia, al igual que las ciencias sociales en general, en opinión de Weber demanda a la vez alguna forma de comprensión «interna» de las motivaciones e intenciones del actor social (del adversario y de nosotros mismos), así como un proceso de verificación «externa» de la evidencia empírica, indispensable para sustentar la explicación de una determinada 12 P Á G 272 II. La sorpresa en la guerra y la política realidad. Esta exigencia de «comprensión» en la labor de inteligencia, sus posibilidades y obstáculos, es materia que ahora discutiré con mayor detenimiento en relación con el tema de las «otras culturas». El problema de las «otras culturas» En el intento de indagar problemas teóricos clave relativos a la labor de inteligencia y sus posibilidades, tiene sentido analizar más a fondo el tema de las «otras culturas», estrechamente vinculado al de la «comprensión» (Verstehen) weberiana. Se trata de un problema primordial, pues, como lo plantea Wasserman, «el trabajo de inteligencia exige evaluar las intenciones y probables acciones de naciones extranjeras, y las fallas en esta tarea se derivan en última instancia de la incomprensión de los esquemas conceptuales de esos extranjeros, de sus suposiciones, prejuicios e interpretaciones de la situación, sobre todo lo cual fundamentan sus decisiones».13 Según este mismo autor, la única manera realmente adecuada de conocer esos esquemas «extraños» a la cultura propia es mediante una evaluación racional en términos de sus criterios, que aplique a los «otros» los mismos estándares que aceptaríamos en la explicación de nuestras acciones: «Ello implica la voluntad de someter las interpretaciones y supuestos propios a un estándar racional, universal e independiente, y también a cambiarlos cuando no se ajustan a ese criterio general».14 Como veremos, no obstante, el problema es más complejo y se deriva precisamente de la dificultad de hallar esos criterios «racionales» de aplicabilidad universal. Precisamente, uno de los más serios obstáculos que encuentra el trabajo de inteligencia se refiere a lo que Knorr denomina «comportamiento aparentemente irracional», en referencia al hecho de que con frecuencia la conducta de personas con un bagaje cultural diferente al que poseemos luce irracional a nuestros ojos, ya que ellos evalúan el sentido, costos, implicaciones y resultados de cursos de acción alternativos en térmi13 14 Bruno Wasserman, «The Failure of Intelligence Prediction», Political Studies, viii, 2, 1960, p. 166. Ibid., p. 168. P Á G 273 Klaus Knorr, «Failures in National Intelligence Estimates: The Case of the Cuban Missiles», World Politics, 16, 1, 1964, p. 459. Peter Winch, The Idea of a Social Science and Its Relation to Philosophy. London: Routledge & Kegan Paul, 1971, pp. 100, 102. Martin Hollis, «Witchcraft and Winchcraft», Philosophy of the Social Sciences, 2, 1972, pp. 100-101. Escepticismo, conocimiento y racionalidad nos que en ocasiones difieren significativamente de los nuestros.15 Este abismo cultural ha llevado en numerosas oportunidades a conclusiones equivocadas acerca de los riesgos que otros están dispuestos a asumir y que no parecen racionales. Así ocurrió a los norteamericanos con los japoneses antes de Pearl Harbor, a los israelíes con los árabes en 1973 y a Chamberlain con Hitler. Esta brecha entre culturas y las dificultades que genera para la evaluación de inteligencia es lo que da pertinencia a la aspiración de Weber sobre la «comprensión», en el sentido de lograr una íntima familiaridad con la visión del mundo y las actitudes del adversario a objeto de entender las cosas desde su punto de vista. Semejante aspiración no está sin embargo desprovista de obstáculos, como lo muestra la polémica en torno al tema en el campo de la antropología, donde la necesidad de entender culturas diferentes se hace particularmente apremiante. Autores como Winch, por ejemplo, sostienen que «los criterios de la lógica no son un regalo directo de Dios, sino que surgen de –y son solamente inteligibles en– un contexto determinado, un modo de vida y de existencia social». Para Winch, cada modo de vida ofrece una opción diferente en cuanto a la inteligibilidad de la realidad; por ello, en su opinión, «la realidad no tiene llave».16 Ante esto, Martin Hollis argumenta que es indispensable distinguir entre criterios de racionalidad y leyes de la lógica. El término racionalidad se refiere a dos cuestiones. Por un lado, para que las creencias y prácticas de una persona sean racionales deben ser coherentes, y ello «implica una referencia a las leyes de nuestra lógica, que es la única lógica que en el fondo somos capaces de entender». Por otro lado, para mostrar por qué las acciones de alguien son racionales debemos explicar sus razones para realizarlas. «Esto exige una referencia a su cultura y por ello no es permisible que el investigador imponga de manera arbitraria sus propios criterios desde afuera. Ahora bien, al suponer que las variaciones en criterios de racionalidad pueden incluir variaciones en las más fundamentales leyes de la lógica, Winch le ha asignado al investigador social una tarea imposible».17 Para Hollis, 15 16 17 P Á G 274 II. La sorpresa en la guerra y la política ... si una interpretación caritativa significa meramente hacer de otra sociedad y sus criterios algo que sea lo más racional posible, no tengo objeciones. Pero si ello significa convertir las nociones de realidad y racionalidad relativas a los esquemas conceptuales de cada cual (en este caso, y a manera de ejemplo, los nativos de una tribu «primitiva»), en la creencia de que no debemos pretender el monopolio de estas nociones, debo concluir entonces que la antropología no puede explicar nada y se hace imposible.18 Es claro que el problema en cuestión surge del axioma antropológico de la diferencia cultural, según el cual debemos intentar entender otras culturas en función de su «otredad», como diferentes a la nuestra, y la forma de alcanzar esa comprensión «interna» es a través de los términos, categorías y criterios propios de esa «otra» cultura, ya que el hecho de que sea diferente implica que «entenderla y explicarla en términos de nuestra cultura produce un conocimiento distorsionado de algo que es diferente».19 La interrogante permanece, pues ¿cómo se obtiene ese conocimiento «interno» de otras culturas? Una respuesta posible es que el investigador debe experimentar en sí mismo las emociones, pensamientos, creencias y convicciones de los «otros» como si fuesen parte de su cultura (es decir, más gráficamente, «poniéndose en los zapatos de los demás»). Como lo expresa Danto, se trata de integrar el trabajo descriptivo con un elemento de «simpatía» cultural, que duplique la dimensión «interna» de la «otra» realidad cultural, generando así su conocimiento «interior». 20 Esta solución al problema es, no obstante, muy vulnerable, ya que si el pensamiento y el conocimiento son producto de la cultura, entonces nuestro modo de pensar y nuestro conocimiento son producto de nuestra cultura, y ello incluye nuestro modo de pensar sobre otras culturas. De allí que cualquier tipo de comprensión que obtengamos acerca de otra cultura tiene que surgir de nuestra cultura, ya que esa comprensión es parte de nuestro pensamiento y de nuestro conocimiento. Desde esta perspectiva, por consiguiente, denominar un tipo especial de compren18 19 20 M. Hollis, «Reason and Ritual», en Alan Ryan, ed., The Philosophy of Social Explanation. Oxford: Oxford University Press, 1973, p. 46. F. A. Hanson y R. Martin, «The Problem of Other Cultures», Philosophy of the Social Sciences, 3, 1973, p. 192. Arthur C. Danto, «The Problem of Other Periods», Journal of Philosophy, 65, 1966, p. 571. P Á G 275 Hanson y Martin, p. 192. Danto, p. 572. Martin Hollis, «The Limits of Irrationality», Archives Européenes de Sociologie, 8, 1967, p. 269. Danto, p. 575. Escepticismo, conocimiento y racionalidad sión como «interna» es una especie de ejercicio de autoengaño. 21 Uno no está equipado con la experiencia vital que forma el marco de las creencias y actitudes de los «otros», y por ello se hace tan difícil alcanzar un verdadero «conocimiento interno» de otras culturas, en particular cuando se toma conciencia de que parte de la experiencia que constituye las creencias de otros es precisamente la experiencia de creer en ellas, es decir, de afirmar con veracidad que son ciertas (por ejemplo, para los japoneses antes de la Segunda Guerra Mundial, la creencia en que el Emperador era un Dios; o para Hitler, que la «raza aria» era superior y ello le daba derecho a dominar a las demás «razas»). A raíz de esto, Danto afirma que la «comprensión interna» nos permite «adentrarnos en formas de vida similares a la nuestra sólo en la medida en que sean realmente similares, y, cuando esa similitud se rompe, solamente la comprensión externa es posible».22 Esta discusión, en apariencia demasiado abstracta, tiene sin embargo una relevancia singular en el contexto teórico del problema de la sorpresa y del trabajo de inteligencia en general, ya que se refiere a lo que podemos o no conocer de los demás, en especial de culturas distintas a la nuestra. Por un lado, el axioma de la diferencia cultural nos aconseja intentar la «comprensión interna» de otras culturas mediante su «duplicación simpática» (sympathic duplication), a objeto de evitar distorsiones etnocéntricas. Por otro lado, pareciera que esa «comprensión interna» es algo muy difícil, si no imposible, de lograr. Una manera de superar el problema consiste en mantener que las «otras» culturas no son en verdad tan diferentes después de todo, ya que detrás de peculiaridades y variaciones superficiales se esconde un basamento de racionalidad común que permite a alguien perteneciente a una cultura entender la de otros. Así, Hollis escribe que «Para que la antropología sea posible, los otros deben compartir nuestros conceptos de verdad, coherencia e interdependencia racional de las creencias».23 Otra opción es la de aceptar el axioma de la diferencia cultural, y a la vez, como hace Danto, minimizar la aplicabilidad de la «comprensión interna», argumentando que esta última sólo puede lograrse en aquellas culturas similares a la nuestra. 24 21 22 23 24 P Á G 276 II. La sorpresa en la guerra y la política Otra alternativa, formulada por Hanson y Martin, consiste en distinguir entre dos nociones de lo que es una «mente». La primera, que de acuerdo con estos autores genera toda suerte de dificultades analíticas, es la tradicional teoría del «dualismo cartesiano», según la cual cada persona tiene un cuerpo y una mente: todas las actividades públicas del ser humano –escribir, caminar, hablar, etc.–, son actividades de su cuerpo. Las actividades mentales, por otra parte, son «internas» y tienen lugar en su mente, una especie de lugar metafórico escondido dentro de la persona. Un corolario de esta teoría es que las actividades mentales sólo son directamente accesibles al poseedor de esa mente, mediante la introspección. Los demás sólo podríamos conocer con certidumbre de qué actividades se trata si pudiésemos experimentarlas por nosotros mismos; de allí que la idea de una comprensión «interna» se deriva de supuestos cartesianos. La idea de que existe un acceso privilegiado a la mente, que niega la posibilidad de una aprehensión directa de los contenidos de otras mentes, hace imposible estar seguros de si, al analizar a otros, estamos duplicando sus pensamientos o meramente los equivalentes funcionales de esos pensamientos.25 Se puede argumentar, desde luego, que existe en ocasiones una similitud entre lo que el analista piensa y lo que piensa su objeto de estudio; no obstante, lo que interesa en la tarea de inteligencia es la diferencia cultural, y si ya es difícil estar seguros de que interpretamos adecuadamente las actividades mentales de un vecino a quien vemos a diario, el problema se acentúa cuando ese conocimiento se busca mas allá de los límites de nuestro propio ambiente cultural. A ello se suman las dificultades, previamente mencionadas, de las tesis freudianas de que algunos contenidos de nuestra mente están tan hondamente escondidos que no son accesibles ni siquiera al poseedor mismo de la mente en cuestión. Como salida ante estos obstáculos, Hanson y Martin proponen una teoría alternativa, basada en la obra de Gilbert Ryle, que niega el supuesto cartesiano según el cual la mente es una especie de teatro privado en el cual tienen lugar actos inaccesibles. La «mente», de acuerdo con Ryle, se refiere a la manera en que esos actos son desempeñados, y así los actos mentales, por decirlo de este modo, salen a la superficie. El punto central de esta teoría es que la mayoría y las más importantes actividades mentales son «desempeños abiertos e inteligentes»; existe una prioridad lógica 25 Hanson y Martin, pp. 195-197. P Á G 277 Gilbert Ryle, The Concept of Mind. London: Methuen, 1949, p. 58. Ibid., p. 54. Escepticismo, conocimiento y racionalidad de estos actos abiertos, y el acceso a los procesos privados de una mente –la nuestra– no descubre nada que sea en principio diferente de lo que hallaríamos al examinar los actos abiertos de nosotros mismos o de los demás. Los desempeños abiertos inteligentes no son llaves que abren los procesos mentales: esos desempeños son los procesos mentales. Como lo expresa Ryle: «Boswell describió la mente de Johnson cuando describió cómo escribía, hablaba y comía...». 26 En consecuencia, si la comprensión de otras culturas demanda «compartir» sus actividades mentales, en términos de Ryle ello no implica otra cosa que la capacidad de duplicar los desempeños abiertos inteligentes de esas culturas diferentes. En sus palabras, entender significa conocer cómo. 27 Su teoría sostiene que la comprensión no significa una comunión de experiencias privadas, basada en un dualismo entre lo «interno» y lo «externo», sino la habilidad de hacer o usar algo: «conocemos» un lenguaje extranjero cuando sabemos usarlo. La ventaja de esta teoría es que permite suponer que «entendemos» otra cultura cuando somos capaces de operar en ella, y de conocer cuál es la conducta apropiada en determinadas circunstancias. Esta posición hace al menos posible la pretensión de avanzar en el conocimiento, pero de ninguna manera lo garantiza, y ciertamente no lo hace en el caso de la labor de inteligencia, donde el espacio para la incertidumbre sigue siendo amplio. La razón fundamental de ello, conviene insistir sobre el punto, se encuentra en que las diferencias culturales pueden interponer obstáculos prácticamente insuperables en el esfuerzo de comprender los supuestos de las decisiones y actitudes de otros. Por más intenso que a veces sea el esfuerzo de «ponerse en los zapatos ajenos» (y eso lo sabemos hasta por experiencia personal cotidiana), los resultados son con frecuencia desalentadores, por el simple hecho de que nuestra racionalidad es limitada y se topa constantemente con otras «racionalidades». Este es un problema recurrente en la labor de inteligencia, y, con frecuencia, también la fuente última de la mayoría de los errores de evaluación acerca de las posibles intenciones del adversario. 26 27 P Á G 278 II. La sorpresa en la guerra y la política Racionalidad e irracionalidad Los argumentos expuestos en la sección previa nos muestran por qué la siguiente aseveración de Wasserman no puede ser aceptada sin matices: «La explicación de las acciones de otros como racionales en términos de sus propios supuestos es, a mi modo de ver, el único tipo de explicación que puede verificarse de forma independiente, y que es también abierta al cambio y a ser mejorada. En tal sentido, puede ser considerada objetiva».28 Como ya vimos, buena parte del problema radica en que no podemos estar seguros de conocer esos «supuestos» que constituyen el marco de racionalidad de los otros. Sin embargo, y con todas las limitaciones del caso, a las ciencias sociales se les presenta la alternativa de analizar situaciones de acuerdo con parámetros racionales, con base en ... la posibilidad de adoptar [...] lo que puede denominarse el método de construcción lógica o racional, o en otras palabras el método cero. Se trata de construir un modelo sobre la base de asumir una completa racionalidad (y tal vez también una información completa) por parte de todos los individuos considerados, y luego estudiar las desviaciones en el comportamiento real de los sujetos con respecto del comportamiento prescrito por el modelo, utilizando este último parámetro como una especie de coordenada cero. 29 Desde luego, el uso de modelos que presumen la racionalidad (cálculo desapasionado de costo-beneficio y adecuación estricta de fines y medios), no debe conducir a perder de vista que frecuentemente las acciones humanas tienen consecuencias no previstas o queridas por sus autores, y que de hecho una tarea fundamental de las ciencias sociales teóricas consiste en discernir las repercusiones sociales inesperadas de las acciones humanas intencionales. Por otra parte, como han señalado entre otros Clausewitz y Popper, el «modelo de racionalidad pura» es sólo un «modelo ideal», útil para propósitos de análisis, pero muy insuficiente, sobre todo cuando se trata de pronosticar cuál puede ser la conducta de un adversario en el futuro. El modelo tiene mayor poder analí28 29 Wasserman, p. 168. Karl Popper: The Poverty of Historicism. London: Routledge & Kegan Paul, 1972, p. 141. P Á G 279 Escepticismo, conocimiento y racionalidad tico cuando, por el contrario, se trata de indagar sobre hechos pasados, a modo de ejercicio de comprensión. Por ejemplo, ni siquiera el uso del más adelantado modelo de racionalidad habría seguramente permitido a los servicios de inteligencia norteamericanos diagnosticar la capacidad de resistencia vietnamita, que excedía con creces cualquier medición racional de costo-beneficio de acuerdo con criterios «occidentales». Igual cosa habría ocurrido a Chamberlain, quien sólo muy tarde, ya al borde del precipicio, llegó a captar en su verdadera dimensión el fanatismo de Hitler. En retrospectiva, no obstante, el modelo de racionalidad pura es una herramienta interesante para el análisis de procesos complejos de toma de decisiones, como la decisión japonesa de atacar Pearl Harbor en 1941 o la decisión soviética de desplegar misiles balísticos en Cuba en 1962. Lo que en tales casos revela el uso del modelo de racionalidad pura es, precisamente, que en la toma de decisiones político-estratégicas intervienen numerosos factores adicionales a lo que la razón prescribe; es decir, aquellos factores cuya adecuada apreciación exigiría la «comprensión» (Verstehen) weberiana del significado de las acciones para quienes las llevan a cabo, comprensión que, como ya observamos, presenta numerosas dificultades. No obstante, a pesar de ello y de las limitaciones del modelo de racionalidad pura, este último es un instrumento indispensable para el análisis de la sorpresa, tanto desde el punto de vista del que lleva a cabo la sorpresa como de la víctima, con la salvedad de que se trata de un modelo imperfecto cuyo uso exige el complemento de esos ingredientes analíticos adicionales (factores culturales e ideológicos «no racionales», rivalidades interburocráticas y otros), que también intervienen en la toma de decisiones y minimizan su carácter teóricamente racional. El modelo de racionalidad pura, que estará en la base, como «coordenada cero», de nuestros juicios acerca de diversos casos históricos a ser discutidos posteriormente, puede sintetizarse así: 1) El modelo supone que los contrincantes (o al menos uno de ellos) conocen precisamente cuáles son sus fines y expectativas y el valor que asignan a los mismos, así como los fines y expectativas del enemigo y el valor que para el otro tienen. 2) El modelo supone que los beligerantes disponen de toda la información necesaria para evaluar su poder de lucha y el de su adversario; por lo tanto, pueden calcular el poder relativo presente y futuro del otro y sus efectos en la situación del combate. P Á G 280 II. La sorpresa en la guerra y la política 3) El modelo supone que uno o ambos de los beligerantes pueden identificar y comparar anticipadamente los costos probables de los diversos cursos de acción u opciones existentes. Al respecto, cabe señalar las diversas limitaciones de semejantes supuestos: 1) Como lo indican los estudios acerca del funcionamiento de las burocracias, los Estados no deciden típicamente como unidades homogéneas. Las decisiones más importantes son con frecuencia el resultado de un complicado proceso de negociación que lleva a un compromiso, el cual no es siempre «racional» sino que responde a las necesidades de diversos grupos y refleja su poder e influencia. 2) Es muy difícil que algún bando posea un conocimiento completo y exacto sobre sus propios fines y valores, pues las opiniones en cada país usualmente están divididas y hay polémica en torno a asuntos básicos. 3) Para alcanzar una decisión perfectamente racional se requiere información completa sobre los valores, fines y poder del enemigo, mas tal información es en extremo difícil de obtener y sólo se acopia en forma parcial. Gran parte de la evaluación sobre las intenciones y capacidades del enemigo es una cuestión de percepciones e intuiciones, con amplio margen para la incertidumbre. 4) Muchos valores, como la «libertad», el «honor nacional», la «justicia», etc., no pueden ser sometidos a una evaluación racional, en especial por aquellos mismos que los sustentan en situaciones coyunturales y momentos críticos. 5) De lo anterior se deriva que es con frecuencia imposible establecer en forma precisa una comparación de cálculos costo-beneficio, tal como lo postula el «modelo de racionalidad pura», pues los fines y valores de cada contrincante no pueden medirse según los mismos criterios, y no existe un denominador común que permita estimar el valor que cada bando asigna a sus propios objetivos y su disposición a sacrificarse y pagar altos costos («irracionales») para lograrlos. 30 Conviene no obstante enfatizar que se han dado casos, como por ejemplo el proceso de toma de decisiones por parte de Kennedy y sus asesores durante la crisis de Cuba en octubre de 1962,31 que han llenado en medida importante las exigencias del modelo de racionalidad pura, pero 30 31 M. Handel, «The Study of War Termination», The Journal of Strategic Studies, 1, 1, 1978, pp. 66-67. Irving L. Janis, Groupthink. Boston: Houghton Mifflin Co., 1982, p. 136. P Á G 281 Robert Butow, Tojo and the Coming of the War. Princeton: Princeton University Press, 1961, p. 267. Handel, War, Strategy and Intelligence, p. 32. Citado por Hermann Rauschning, Hitler Speaks. A Series of Political Conversations with Adolf Hitler on His Real Aims. London Thorton Butterworth, 1939, p. 17. Escepticismo, conocimiento y racionalidad éstos son más bien excepciones. Lo fundamental es tener claro que en el mundo real de las decisiones político-militares, la mayoría de las veces la gente no está de acuerdo sobre reglas generales para juzgar evidencias y tomar decisiones. Una instancia interesante de ello, entre muchas otras, fue la que enfrentó al Primer Ministro japonés Konoe y al general Tojo en el otoño de 1941: «En cierto momento en la vida de un hombre –dijo Tojo a Konoe– éste puede creer necesario saltar, con los ojos cerrados, desde las alturas de un risco hacia el abismo». De esta forma, Tojo expresó lo que él y otros en el Ejército japonés pensaban acerca del venidero y desigual enfrentamiento contra Estados Unidos: que existen ocasiones cuando el éxito o el fracaso dependen de los riesgos que se está dispuesto a asumir, y que para Japón ese momento decisivo había llegado. Como comenta Butow: «... fue un pronunciamiento al estilo y en la tradición de los samurai, cuya disposición a responder ante los desafíos, sin calcular riesgos ni evaluar obstáculos, es legendaria».32 La moraleja es simple: ¿cómo medir el «espíritu samurai»? Además, como señala Handel, la capacidad de asumir riesgos «insensatos» genera una paradoja para la labor de inteligencia: «Mientras mayor sea el riesgo y menos factible la operación que se planea ejecutar, menos peligroso resulta en la práctica [porque el adversario no cree en nuestra enorme «insensatez», ar]. De tal manera que mientras más elevado en apariencia es el riesgo, menos intenso se hace en realidad».33 Hitler percibió con claridad esta paradoja cuando dijo que: «Lo imposible siempre tiene éxito. Lo más improbable es siempre lo más seguro».34 Para resumir, la presunción según la cual el trabajo de inteligencia puede ajustarse de manera estricta a un «modelo de racionalidad pura» es en la práctica poco realista. Sin embargo, ese modelo debería funcionar como una especie de ideal a la hora de tomar decisiones complejas, y en todo caso constituye una herramienta analítica indispensable, tanto para evaluar hechos históricos como –con menor potencial explicativo– para pronosticar situaciones futuras. Existe una brecha, difícil de superar, entre realidades y percepciones, entre una racionalidad que se presume y las motivaciones y criterios efectivos que enmarcan las decisiones. A ello dedicaremos el siguiente capítulo. 32 33 34 P Á G Paradigmas, percepción e inteligencia estratégica 283 Relevancia de los paradigmas o esquemas conceptuales El proceso de percibir lo que acontece en el ambiente que nos rodea es un proceso activo, no pasivo. Con frecuencia, tendemos a suponer que la percepción de ese ambiente ocurre pasivamente: recibimos estímulos sobre nuestros sentidos y «objetivamente» los asimilamos. No obstante, la percepción es activa en el sentido de que «construye» la realidad, y no meramente la «asimila». Percibir significa tomar conciencia y a la vez entender; es un proceso de inferencia mediante el cual el individuo construye su versión de la realidad sobre la base de información que le proveen los sentidos. Este material sensorial es elaborado y tramitado a través de procesos mentales que definen los elementos de información a ser procesados, cómo los organizamos y qué significado les atribuimos. De esta manera, qué percibimos y cómo lo percibimos está fuertemente influido por nuestras experiencias pasadas, nuestros valores culturales y formación educativa, así como por los estímulos que recibimos del ambiente que nos circunda.1 Varios experimentos han mostrado que las percepciones tienden a formarse rápidamente, pero se resisten al cambio. Nuestras tendencias cognoscitivas, es decir, los esquemas mentales producto de nuestra experiencia y formación intelectual, determinan la forma en que captamos y analizamos la información. La tendencia predominante, como señala Steinbruner, se orienta a: 1) controlar el proceso perceptivo a través de Richard J. Heuer, Jr., «Cognitive Factors in Deception and Counter-Deception», en D. C. Daniel y K. L. Herbig, eds., Strategic Military Deception. New York: Pergamon Press, 1982, pp. 33-34. 1 P Á G 284 II. La sorpresa en la guerra y la política mecanismos que dejan de lado aquella información que las percepciones ya establecidas no están programadas a aceptar; 2) tramitar sólo algunas, generalmente pocas, de las variables recibidas como elementos de información, y 3) tomar decisiones según un esquema de reglas establecidas y previamente definidas. 2 Por ello es frecuente que si un actor político (por ejemplo, un Estado y sus órganos de inteligencia) está convencido de que un adversario no tiene ni la voluntad ni la capacidad de atacarle, y sin embargo recibe información de que en efecto su enemigo está movilizándose para agredirle, se atribuya tal evidencia a una «desinformación» deliberada con el objeto de crear problemas (Stalin en relación con los ingleses en 1941), o se reste credibilidad a la fuente informativa, aseverando que la movilización sólo tiene propósitos «defensivos» (Israel frente a los árabes en octubre de 1973). En otras palabras, los esquemas preconcebidos canalizan la información en la dirección preferida, de acuerdo con lo ya establecido. En vista de que el trabajo de inteligencia busca iluminar lo desconocido, casi por definición el análisis se enfrenta a situaciones muy ambiguas, y a medida que aumenta la ambigüedad se acentúa también el impacto de las creencias, expectativas y esquemas mentales preexistentes, ante el impacto de los nuevos estímulos. De tal forma que, a pesar de los esfuerzos para alcanzar la mayor «objetividad», es siempre probable que las preconcepciones del analista de inteligencia ejerzan mayor influencia en su labor de lo que es normal en otros campos, menos afectados por la ambigüedad.3 Por otro lado, la alternativa de combatir la rigidez mental mediante una actitud de flexibilidad conceptual permanente también tiene sus problemas, pues el cambio continuo de esquemas puede originar una gran confusión y eventualmente paralizar las decisiones. La muy humana tendencia a la consistencia cognoscitiva –es decir a intentar que nuestras creencias, sensaciones, acciones y conocimientos sean mutuamente consistentes–, es una forma económica de organizar la información, facilitando su retención e interpretación. A la vez esa tendencia, como ya se indicó, tiene implicaciones adversas para el análisis y la toma de decisiones, pues da lugar a una propensión sistemática en favor de información que sea consistente con la que ya poseemos y que define nuestros esquemas conceptuales o «paradigmas». 2 3 John D.Steinbruner, The Cybernetic Theory of Decision. Princeton: Princeton University Press, 1964, pp. 3-17. Heuer, p. 40. P Á G 285 Thomas Kuhn, The Structure of Scientific Revolutions. Chicago: University of Chicago Press, 1970, p. 52. Véase también Robert Jervis, Perception and Misperception in International Politics. Princeton: Princeton University Press, 1976, p. 156. Roberta Wohlstetter, Pearl Harbor: Warning and Decision. Stanford: Stanford University Press, 1962, p. 392. Paradigmas, percepción e inteligencia estratégica En el terreno de las ciencias naturales, Thomas Kuhn ha mostrado que esos paradigmas o esquemas conceptuales preexistentes establecen el marco de la investigación. Tales paradigmas, como, por ejemplo, el sistema tolemaico, son desafiados y transformados sólo bajo el impacto de revoluciones científicas como la revolución copernicana. Los paradigmas establecen los límites de lo que tiene o no sentido y contribuyen decisivamente a determinar cuáles fenómenos son relevantes y exigen que se profundice en ellos. De igual forma los paradigmas establecen áreas o aspectos que se quedan en la oscuridad o permanecen en la irrelevancia, bien porque se supone que esos aspectos no arrojan luz sobre problemas previamente definidos como «interesantes» o porque el paradigma sugiere que «no hay nada allí». El grueso de la actividad científica consiste en resolver problemas dentro del marco establecido por el paradigma y no está en busca de innovaciones sustanciales en la teoría o la práctica.4 La tesis de Kuhn tiene gran importancia en el campo de la inteligencia, donde también existen paradigmas que usualmente no son meros prejuicios sino esquemas conceptuales y suposiciones analíticas que han ganado vigor y aceptación por su capacidad de explicar hasta ese momento gran número de eventos, apoyados en amplia evidencia. De allí que muchas veces, si una información novedosa tiende a cuestionar teorías y esquemas preestablecidos, la resistencia al cambio encuentra razones suficientes para obstruir y bloquear. Ciertamente, los paradigmas pueden cambiar y de hecho lo hacen, pero buena parte de la evidencia conducente a adoptar un nuevo esquema mental luce persuasiva sólo después de que la gente empieza a ver las cosas desde dentro de esa nueva estructura conceptual. Es por ello que Roberta Wohlstetter, en su notable estudio sobre el ataque a Pearl Harbor, afirmó que «Si nadie está escuchando las señales que apuntan hacia un ataque contra un blanco muy improbable, es entonces bastante difícil que las señales sean escuchadas».5 Hasta el propio día 7 de diciembre de 1941, la inteligencia naval norteamericana supuso –con base en el paradigma predominante– que los japoneses no se atreverían a lanzar un ataque por sorpresa contra Hawai, pues entendían que ello precipitaría una guerra contra Estados Unidos, guerra que Estados Unidos, inmensamente más poderoso, con seguridad gana4 5 P Á G 286 II. La sorpresa en la guerra y la política ría. Los norteamericanos fueron incapaces de mirar la situación desde la perspectiva japonesa, de tomar en cuenta numerosas variables adicionales, aparte del riesgo de perder, que intervenían en el proceso de toma de decisiones de sus adversarios y de cuestionar, en consecuencia, el esquema «racional» vigente, que filtraba la información dejando de lado señales que nadie escuchaba pues nadie estaba en disposición mental de oírlas. Como argumenta Jervis, la relevancia de los paradigmas explica que en aquellas –no muchas– ocasiones cuando se detecta a tiempo un intento de sorpresa militar o diplomática, ello se debe no tanto a la habilidad del servicio de inteligencia en cuestión, sino al grado en que sus expectativas, creencias y conceptos preexistentes se ajustan a las acciones que el adversario está planificando. Ello también indica que cuando un actor político quiere sorprender a otro lo que debe hacer es averiguar qué es lo que ese «otro» espera que haga, y entonces hacer lo contrario, en lugar de tratar de alterar su esquema conceptual –lo cual es mucho más difícil. Dicho de otro modo, es preferible sacar provecho del hecho de que la gente tiende a asimilar información discordante dentro de sus esquemas preexistentes, o simplemente desecharla, en lugar de combatir esa tendencia.6 Por ejemplo, el exitoso esfuerzo de los aliados, dirigido a hacer creer a Hitler que la invasión a Francia tendría lugar en Calais, en lugar de Normandía u otro sitio, posiblemente no habría dado tan excelentes resultados de no ser porque Hitler ya estaba convencido de que Calais sería el objetivo de sus adversarios. La medida en que los esquemas y predisposiciones mentales se ajustan o no al ambiente es no solamente producto de un proceso racional, de estudio, análisis y empatía con los demás para entenderlos, sino también de factores como el azar y la suerte en torno a los cuales es difícil avanzar cualquier pronóstico. Dos corolarios se derivan de la tendencia a cerrar prematuramente los canales cognoscitivos y a asimilar nueva información dentro de esquemas preexistentes: 1) La tendencia es mayor mientras más ambigua es la información, más confiado está el actor acerca de la validez de sus teorías y más intenso es su compromiso con los esquemas vigentes. 2) El grado de confianza en el paradigma preexistente está en relación inversamente 6 Jervis, p. 180. P Á G 287 Ibid., pp. 195-196. Paradigmas, percepción e inteligencia estratégica proporcional a la capacidad de asimilar elementos novedosos o discrepantes de información. Dicho en otros términos, mientras mayor sea el compromiso con el esquema mental vigente, mayores serán las dificultades de organizar nueva evidencia y ajustarla dentro de una nueva teoría. El grado de compromiso tiene que ver no sólo con la medida en que estén en juego el poder y el prestigio de las personas, sino también con la medida en que el paradigma vigente haya resultado satisfactorio a lo largo del tiempo para explicar la realidad, y haya sido por ello internalizado. 7 De especial relevancia en el terreno de la inteligencia y la toma de decisiones político-militares son los paradigmas desarrollados a lo largo del tiempo, producto de largos procesos de análisis y discusión, que llegan a ser ampliamente admitidos como valederos. Un ejemplo interesante de este tipo de marco conceptual estratégico, que analizaremos en detalle más adelante, fue el desarrollado por las Fuerzas Armadas del Estado de Israel entre 1967 –año de su gran victoria relámpago sobre los árabes–, y 1973, cuando Egipto y Siria, violentando a fondo el paradigma preexistente de su enemigo, le tomaron por sorpresa. Un planteamiento complementario al de Jervis (y Kuhn, que lo aplica en otro campo), de indudable significación para nuestro tema, es el de Janis y Mann. Así como Jervis enfatiza la influencia de procesos cognoscitivos en las distorsiones de la percepción, Janis y Mann ponen su acento en factores motivacionales. Para Jervis, el punto de partida es la necesidad humana de desarrollar reglas sencillas para procesar información, y así darle orden y sentido a un medio ambiente extraordinariamente complejo e incierto. Janis y Mann, por su parte, insisten en el deseo, también muy humano, de evitar y eludir el miedo, la vergüenza y la culpa. Los decisores –sostienen estos autores– son seres emocionales y no fríos calculadores; están llenos de dudas, acosados por la incertidumbre, y su vida transcurre luchando con antipatías, lealtades y aspiraciones, las más de las veces oscuras o incongruentes. Para Jervis la consistencia cognoscitiva es el principio clave en la organización del conocimiento. Para Janis y Mann el deseo de evitar el «estrés» sicológico es el factor crucial que afecta el conocimiento. Mientras Jervis concluye que nuestras expectativas, creencias y conceptos condicionan nuestra receptividad a la información y nuestra interpretación de los eventos, Janis y Mann enfa7 P Á G 288 II. La sorpresa en la guerra y la política tizan la importancia de las preferencias emocionales. Para Jervis, vemos lo que esperamos ver; para Janis y Mann vemos lo que queremos ver. 8 Pienso que estas aproximaciones al problema de las distorsiones de la percepción, lejos de ser incompatibles son en realidad complementarias, y ponen de manifiesto varias patologías en la evaluación de inteligencia y la toma de decisiones que encontraremos a lo largo de nuestro estudio de casos concretos. Esas patologías se resumen así: 1) la sobrestimación del desempeño pasado por encima de las realidades presentes, lo cual genera rigidez mental; 2) el exceso de confianza en puntos de vista y paradigmas con los cuales existe un compromiso, y 3) la carencia de sensibilidad hacia elementos de información que puedan afectar críticamente esos esquemas y puntos de vista, consagrados por la experiencia.9 Cada una de esas patologías jugará su papel en este estudio. Barreras de la percepción Previamente dijimos que en lenguaje de inteligencia se entiende por «señal» de una acción una clave, un signo, un síntoma, una pieza de evidencia que indique esa acción o la intención de llevarla a cabo por parte de un adversario. «Ruido» es el término técnico que denomina el background de señales irrelevantes, claves o signos que apuntan en dirección equivocada y que oscurecen, confunden o sumergen las que apuntan en dirección correcta. Las fallas de inteligencia provienen en buena medida del flujo de la información cierta (de las señales) a través de tres barreras de ruido que van sumando distorsiones, y que a su vez complican el marco conceptual-perceptivo de los decisores. El objetivo de estos últimos –y de sus servicios de inteligencia– debe ser entonces mejorar la relación señales-ruido: minimizar el segundo y acrecentar las primeras. Las tres ba8 9 Para un excelente resumen de estos planteamientos, véase R. N. Lebow, Between Peace and War: The Nature of International Crisis. Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1987, pp. 101-119. La obra clave de Irving Janis y Leon Mann es Decisión Making: A Psycological Analisis of Conflict, Choice, and Commitment. New York: The Free Press, 1977. Lebow, p. 112. P Á G 289 Michael Handel, Perception, Deception and Surprise: The Case of the Yom Kippur War. Jerusalem: The Hebrew University of Jerusalem, 1976, pp. 12-13. Paradigmas, percepción e inteligencia estratégica rreras de ruido son: el enemigo, el ambiente internacional y el ruido autogenerado. Son varias las razones por las cuales no resulta fácil obtener señales claras del enemigo: 1) Puede ocurrir que esas señales simplemente no existan, pues el enemigo no ha tomado decisiones cruciales en un sentido u otro, o puede que existan dos grupos de señales contradictorias pero en apariencias igualmente relevantes y verdaderas. Sólo en septiembre de 1941, luego de meses de discusiones (por tanto, de emisión involuntaria de señales a través de diversos medios), el Gabinete japonés tomó la decisión de atacar Asia del Sudeste en lugar de la urss. Los planes aliados de abrir un segundo frente en Europa –para citar otro caso– se vieron por un tiempo sujetos a un debate entre norteamericanos (que favorecían una invasión en la costa francesa) y británicos (que consideraban preferible una invasión en África del Norte, Italia y los Balcanes). Los alemanes con seguridad recibieron durante ese período señales contradictorias pero correctas, que indicaban dos áreas amenazadas por un ataque inminente. Al final ambos conjuntos de señales resultaron acertados, pues los dos planes fueron ejecutados. Como expresa Handel: «Al menos durante un tiempo, dos grupos de señales igualmente correctas pero contradictorias pueden ser emitidas en forma simultánea, y ninguno debe ser dejado de lado como ruido a pesar de su aparente incompatibilidad [...] Lo que el enemigo mismo no sabe difícilmente puede ser determinado por los servicios de inteligencia del amenazado».10 2) También puede ocurrir, de manera más específica, que la doctrina militar-operativa del enemigo no cristalice sino en último momento y varias doctrinas contradictorias coexistan hasta muy poco antes del ataque. Antes del ataque a Pearl Harbor, era en extremo difícil para los norteamericanos imaginar que los japoneses, violando su tradicional cautela en materia naval, se atreviesen a arriesgar en una sola operación gran parte de su escuadra de portaviones. De igual forma, la inteligencia israelí, previamente a la guerra de 1973, desconocía las innovaciones en las doctrinas árabes de «negación de los cielos», mediante el uso masivo de sistemas antiaéreos de fabricación soviética. 10 P Á G 290 II. La sorpresa en la guerra y la política Estas tácticas tenían pocos precedentes, y varios de estos sistemas de armas se probaron por primera vez en esa oportunidad. 3) Otra barrera fundamental, desde luego, es el secreto, ya que el potencial atacante (con excepción de sus acciones dirigidas explícitamente a confundir y engañar a su adversario), tratará siempre de ocultar sus capacidades, intenciones y planes tras una muralla de secreto. La dificultad para distinguir entre el engaño deliberado y la involuntaria revelación de secretos, de diferenciar entre señales y ruido, conduce en ocasiones a la necesidad de tratar de manera similar toda la información, pues todo es ruido hasta que los hechos ocurren. 4) Cabe enfatizar también los problemas que se derivan de aquel adversario que está dispuesto a tomar riesgos excesivos, ya que, como expresó el general Erfurth: «La idea de que algo no puede hacerse es una de las principales ayudas a la sorpresa [...] Los expertos tienden a olvidar que la mayoría de los problemas militares son solucionables, siempre que se esté dispuesto a pagar el precio».11 Para Stalin era difícilmente concebible que Hitler se aventurase a una guerra en dos frentes, ya que, entre otros aspectos del asunto, el líder nazi había afirmado repetidas veces y con manifiesta convicción, en su libro Mein Kampf, que ello sería suicida para Alemania. La sorpresa del Yom Kippur, a su vez, tuvo mucho que ver con la convicción por parte de los líderes políticos y jefes de inteligencia israelíes de que los árabes sabían que no podían ganar una guerra contra Israel. Y era cierto. Sadat, el líder egipcio, no se hacía ilusiones al respecto; pero lo que no previeron los israelíes fue que los árabes serían capaces de tomar un grave y al mismo tiempo calculado riesgo: no se trataba de ganar la guerra militarmente, sino de utilizarla como instrumento político, crear una crisis y descongelar la situación diplomática en el Medio Oriente, forzando a los superpoderes, particularmente a Washington, a intervenir. De allí que, paradójicamente, mientras mayor es el riesgo para el agresor, se hace menos creíble para su potencial víctima. Así, mientras mayor es de hecho el riesgo, éste se hace con frecuencia menor en la percepción del amenazado. La segunda barrera a la percepción es el propio ambiente internacional predominante en un momento dado. Un ambiente internacional conflictivo puede desviar la atención de los servicios de inteligencia hacia 11 W. Erfurth, Surprise. Pennsylvania: Military Service Publishing Co., 1943, pp. 6-7. P Á G 291 Wohlstetter, pp. 301, 387. Paradigmas, percepción e inteligencia estratégica focos de interés no decisivos en coyunturas cruciales. Por ejemplo, cuando ocurrió el ataque a Pearl Harbor, los mecanismos de análisis y toma de decisiones norteamericanos se hallaban concentrados en los peligros que acechaban a Europa y el Atlántico: «Estas señales europeas anunciaban peligros de manera más específica y frecuente que las provenientes del Lejano Oriente».12 Por otra parte, un ambiente internacional pacífico también puede producir distorsiones. Así, la atmósfera existente antes del estallido de la guerra del Yom Kippur era relativamente tranquila; la «detente» entre Estados Unidos y la urss se estaba haciendo más sólida y en el Medio Oriente no habían acontecido por cierto tiempo crisis militares de envergadura. De tal forma que tanto un ambiente conflictivo como uno pacífico pueden incidir negativamente en la evaluación de los datos de inteligencia, confundiendo la atención o adormeciéndola. De hecho el agresor puede contribuir intencionalmente a «pacificar» el ambiente, para hacer caer a su víctima en una rutina soporífera. La tercera y más importante barrera de ruido es el ruido autogenerado. Esta barrera actúa a raíz de la influencia de nuestros paradigmas y esquemas conceptuales. El conocimiento no puede adquirirse sin estos marcos conceptuales, teorías, categorías analíticas y principios de organización e interpretación, que someten los hechos al poder ordenador de la mente. Además, el conocimiento no puede basarse en todos los hechos, que son, en principio, imposibles de obtener. Es obvio que en casi todo problema en el mundo, político, económico, etc., no hay un «fin» de los hechos que de una u otra forma, en el pasado y el presente, intervienen o afectan –tenue o severamente– el asunto en cuestión. Como mostró Wohlstetter en sus estudios sobre Pearl Harbor y acerca de la crisis cubana, aun las inferencias envueltas en el acto de interpretar fotografías aparentemente precisas son posibles gracias a un cuerpo de suposiciones con diversos grados de certidumbre, que van desde principios de óptica y geometría euclidiana hasta juicios tecnológicos y políticos. Estas inferencias a su vez se basan en un horizonte aun más amplio de creencias de variada claridad y coherencia. Pero justamente debido a la existencia de este cuerpo de creencias y aproximaciones que intervienen hasta en la interpretación de una fotografía, de las observaciones de un agente de inteligencia, o de un reporte o dato de cualquier naturaleza que se considere en principio relevante, es que se hace posible in12 P Á G 292 II. La sorpresa en la guerra y la política terpretar de muy diversas maneras esa fotografía, observación o reporte. Como afirma el destacado filósofo W. Quine: «Nuestras creencias están subdeterminadas por nuestra experiencia, y no la enfrentan separadamente, proposición por proposición, sino siempre en masa, como una colección. Tenemos por tanto un buen margen de libertad en cuanto a qué proposiciones ajustar de acuerdo con datos nuevos y aparentemente perturbadores».13 Cada servicio de inteligencia y grupo de decisores desarrolla un marco conceptual, un esquema de creencias, presuposiciones e hipótesis respecto de las intenciones y capacidades del adversario, y con base en los cuales se evalúan las probabilidades y riesgos de conflicto a corto, mediano y largo plazo. Sin este marco conceptual y estas hipótesis no podría organizarse la masa de información y datos existentes ni extraerse sentido alguno de los mismos. Aun en el campo de las ciencias naturales, la interpretación hasta de los más simples experimentos depende implícitamente de teorías sobre los instrumentos de medición, el comportamiento de los diversos elementos interventores y otros factores. Como ha mostrado Popper con gran contundencia, siempre es posible «salvar» una teoría o hipótesis alterando una o varias suposiciones del amplio conjunto que conecta esa teoría con determinadas observaciones. Puede demostrarse lógicamente que cualquier número finito de observaciones es capaz de ser «acomodado» dentro de un número indefinidamente largo de explicaciones diversas. Lo que esto significa es que los hechos tienen plasticidad dentro de los esquemas, teorías e hipótesis que pretenden explicarlos; no son rígidos, fijos, inflexibles o indiscutibles, pues ello depende en gran medida del marco teórico a cuya presión se les someta. De allí que ese marco teórico mismo deba ser objeto del análisis de inteligencia y de esta manera evitar en lo posible el dogmatismo.14 Las observaciones empíricas no permiten verificar conclusivamente una hipótesis, pero sí permiten refutarla. Esto es así porque existe una asimetría lógica entre verificación y refutación. Si bien ningún número de observaciones de cisnes blancos nos permite, en lógica, derivar la proposición universal «todos los cisnes son blancos» (pues de pronto nos topamos con uno negro), una sola observación de un cisne negro nos permite 13 14 Citado por R. Wohlstetter, «Cuba and Pearl Harbor: Hindsight and Foresight», Foreign Affairs, July 1975, p. 706. B. Magee, Popper. London: Fontana, 1973, pp. 35-55, y Karl Popper: The Logic of Scientific Discovery. London: Hutchinson, 1974, pp. 27-48, 78-135, 251-284. P Á G 293 Paradigmas, percepción e inteligencia estratégica derivar la proposición «no todos los cisnes son blancos». En este sentido lógico, las generalizaciones empíricas, aunque no son verificables sí son refutables, lo cual implica que las leyes científicas pueden ser sometidas a tests, para al menos intentar refutarlas. La relevancia de todo esto para nuestro tema consiste en constatar que el empirismo ingenuo, que sugiere que la verificación decisiva y última de teorías e hipótesis es posible gracias a la presunta «incuestionabilidad» u «objetividad» de los hechos no tiene validez, pues pierde de vista que los hechos no son «incuestionables». Las dificultades de verificación se agudizan en una esfera esencialmente práctica, como lo es la inteligencia estratégica: En este terreno, los presupuestos que configuran la interpretación son más variados, menos explícitos, y por lo tanto con frecuencia sostenidos más débilmente, aunque a veces algunos supuestos relevantes sean defendidos con pasión por quienes les apoyan. Estos últimos supuestos incluyen probablemente creencias autoestimulantes y elementos de orgullo nacional, entre otros. Este esquema mental primario es el que con mayor facilidad se olvida retrospectivamente, y es por encima de todo lo que hace que cada sorpresa pasada se convierta en algo casi ininteligible o inexplicable, excepto quizás como locura criminal o conspiración.15 Esto último apunta en la dirección de las teorías revisionistas o conspirativas del ataque por sorpresa, que encuentran su abono en la incapacidad de admitir nuestros propios errores y prejuicios. La existencia de nuestras hipótesis y marcos conceptuales es necesaria e inevitable, pero tiene sus peligros, de los cuales surge el ruido autogenerado. Por un lado, los marcos conceptuales, una vez desarrollados, pueden hacerse demasiado rígidos y dogmáticos, y ser incapaces de adaptarse a los cambios en el ambiente. Ello puede conducir a una situación en la cual los datos son interpretados de manera determinista y en la que se intenta someter «por la fuerza» la información, a objeto de amoldarla al esquema o paradigma dominante, lo cual crea un abismo entre la realidad y las percepciones que de ella se tienen. Por otro lado, teniendo en cuenta Wohlstetter, «Cuba...», pp. 706-707. 15 P Á G 294 II. La sorpresa en la guerra y la política la flexibilidad para la producción de hipótesis en el trabajo de inteligencia, puede establecerse un marco conceptual menos rígido y abierto, pero los cambios frecuentes de perspectiva pueden hacerlo inútil como una guía para la interpretación sólida y la toma de decisiones oportunas. En este sentido, la poca rigidez puede ser tan negativa como su exceso,16 y el equilibrio no es fácil de lograr. En el trabajo de inteligencia la mente humana está dirigida por creencias y suposiciones acerca de lo que probablemente va a ocurrir, y ello usualmente genera ruido. Su minimización o eliminación es posible en algunos casos, pero antes de adentrarnos en este aspecto conviene discutir los principales problemas en la evaluación de las intenciones y capacidades del adversario, con el propósito de descubrir en qué áreas se presenta con mayor intensidad la posibilidad de autoproducción de ruido. Evaluación de intenciones y capacidades Un relevante problema de inteligencia política y militar consiste en establecer si debemos concentrar la atención en las capacidades o en las intenciones del enemigo. No basta con querer hacer algo; es necesario tener las capacidades para ello. Esta constatación, aparentemente obvia, presenta sin embargo dificultades en el terreno de la evaluación de inteligencia, y cabe señalar, por su especial relevancia, las siguientes: 1) Si las intenciones propias no son agresivas (pues se disfruta del estatus o se le considera razonablemente aceptable), puede ocurrir, y de hecho pasa, que se le atribuyan al adversario intenciones semejantes y se presuma que lo que es bueno para «nosotros» debe serlo también, al menos hasta cierto punto, para el enemigo. Aun si se presumen intenciones agresivas por parte de un adversario potencial, es probable que las mismas aparezcan como algo remoto y abstracto, que choca abrupta y absurdamente con las «evidentes» ventajas del estatus. Todo esto contribuye a reducir las percepciones de amenaza como algo inmediato. Por otra parte, si las amenazas de ataque se toman en 16 Handel, p. 18. P Á G 295 Ibid. Paradigmas, percepción e inteligencia estratégica serio, existe el miedo de que los preparativos para enfrentarlo «antagonicen, provoquen o asusten al enemigo, fortaleciendo los intereses de los grupos más belicosos en su seno, dándoles una excusa para tomar acciones preventivas. Los preparativos de guerra son así vistos como una profecía que se autorrealiza; en cambio, hacer caso omiso de las señales amenazantes parecería contribuir a la paz».17 2) Una de las tretas más eficaces para engañar al enemigo consiste en dar la impresión de que las capacidades propias no se armonizan con las intenciones, de tal forma que no importa cuán agresivos sean los propósitos que se tengan, pues no será materialmente posible llevarlos a cabo. Este fue uno de los caminos seguidos por los árabes durante el período preparatorio de la guerra de octubre de 1973. Los servicios de inteligencia israelíes creían conocer sobradamente las intenciones árabes: «destruir Israel», «arrojar su pueblo al mar», etc.; pero tales objetivos, en particular después de la aplastante derrota militar sufrida por los árabes en 1967, parecían remotos y abstractos. Desde el punto de vista de las capacidades árabes para hacer la guerra, resultaba difícil a los israelíes imaginar que en sólo seis años los ejércitos de sus adversarios hubiesen sido reconstruidos, aprendiendo de paso el manejo de sofisticados y ultramodernos sistemas de armas. Así, de un lado, los servicios de inteligencia israelíes se concentraron en el análisis de las intenciones árabes pero con base en un patrón rígido, incapaz de detectar las variaciones tácticas en la estrategia global de sus adversarios. Por otro lado, en parte gracias al secreto guardado por sus enemigos, y en parte –tal vez fundamentalmente– debido a los prejuicios dominantes sobre la supuestamente escasa habilidad militar árabe, los israelíes no pudieron captar los cambios experimentados por los ejércitos de Egipto y Siria entre los años 1967 y 1973. 3) En materia de intenciones y capacidades se cometen usualmente dos tipos de errores, tan peligrosos uno como el otro: por un lado la sobrestimación y por el otro la subestimación del enemigo. Los árabes sobrestimaron las capacidades de Israel en 1973, y ello fue factor importante en la formulación de su plan estratégico, el cual se caracterizaba, en especial en lo concerniente al frente del Sinaí (Egipto), por una excesiva rigidez. La sobrestimación del adversario puede entonces resultar en una estrategia demasiado tímida, que conduce a per17 P Á G 296 II. La sorpresa en la guerra y la política der oportunidades de acción y éxito. La subestimación del adversario de otro lado, conduce a evaluaciones exageradamente favorables de las capacidades propias y a excesos de confianza que en la historia de la guerra con frecuencia han desembocado en catástrofe.18 Las capacidades del enemigo no pueden medirse tan sólo en términos cuantitativos –equipos, número de soldados, recursos logísticos, etc.–; hay que tomar también en cuenta los aspectos cualitativos, en particular la doctrina estratégica del adversario a través de la cual se ponen en acción las capacidades. En otras palabras, la doctrina estratégica da un sentido de dirección al empleo del poder militar. 19 Podría decirse que una estructura de fuerza militar que carezca de una doctrina estratégica es como un coloso ciego. Lo importante es tener en cuenta que capacidades similares pueden trasladarse a la acción en formas muy distintas y producir resultados radicalmente diferentes, de acuerdo con la escogencia de una u otra doctrina estratégica –doctrina que influye en la planificación, el entrenamiento, las tácticas de combate y en general el modo de hacer la guerra de cada cual. De allí que este elemento de naturaleza cualitativa debe ser tomado muy en cuenta; pero ello no resulta fácil, pues la doctrina en cuestión puede no haber sido probada previamente en condiciones reales de batalla, o puede ser cambiada, renovada o puesta al día poco antes de la ruptura de hostilidades (así ocurrió con el uso de torpedos por parte de los japoneses, previamente al ataque a Pearl Harbor, gracias a nuevos desarrollos técnicos que posibilitaron su empleo en las aguas poco profundas del lugar). Se plantea igualmente el peligro de proyectar y atribuir la doctrina propia al enemigo y considerar la suya como una simple variante de «nuestra» visión de las cosas. Hay indicios que sugieren que, al menos en cierta medida, este fenómeno se manifestó en las apreciaciones israelíes de 1973 sobre las concepciones árabes en relación con la guerra de tanques y aérea. 4) Otro aspecto relevante consiste en evaluar las intenciones del adversario de acuerdo con «nuestras» capacidades y lo que él sabe de ellas. En efecto, si «nuestro» adversario subestima nuestras capacidades, un resultado bastante factible es que se haga más agresivo; por el con18 19 Sobre el tema de la subestimación del adversario, véase mi libro Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle. Madrid: Tecnos, 1979, pp. 63-87. En este volumen, en las pp. 70-101. Sobre la relevancia de una clara doctrina estratégica, puede consultarse mi obra La miseria del populismo (2.ª edición). Caracas: Centauro, 1987, pp. 320-342. P Á G 297 Handel, p. 25. Yehezkel Dror, Crazy States. Lexington: Heath Lexington Books, 1971. Klaus Knorr, «Failures in National Intelligence Estimates: The Case of the Cuban Missiles», World Politics, April 1964, p. 459. Paradigmas, percepción e inteligencia estratégica trario, si sobrestima «nuestras» capacidades es probable que su agresividad disminuya, o al menos que limite sus objetivos. De una forma u otra, para evaluar las intenciones del enemigo tenemos que conocer lo que él sabe o desconoce de nosotros. Con frecuencia, sin embargo, es más fácil conocer las capacidades del adversario que adquirir información sobre su conocimiento de «nuestras» capacidades y su evaluación de las mismas; es decir, podemos saber con qué cuenta el enemigo, pero es difícil conocer qué sabe el enemigo de nosotros, lo cual complica enormemente los esfuerzos de evaluar las intenciones del enemigo y entorpece las estimaciones sobre un posible ataque por sorpresa. Como muestra el análisis de las ofensivas en Pearl Harbor y Rusia en 1941 («Barbarroja»), tanto norteamericanos como soviéticos desconocían la medida en que sus adversarios les subestimaban, lo cual fue factor importante en la decisión de atacar por parte de los militares japoneses y el Führer nazi. 20 5) Pocas exigencias son más intensas en el trabajo de inteligencia que la de analizar las intenciones del enemigo y la de formarse una imagen cabal acerca de su carácter, sus propósitos y su voluntad de asumir riesgos en aras de sus objetivos. El problema se hace crítico cuando el adversario potencial opera con visiones del mundo vigentes en contextos culturales distintos al «nuestro». Este es el problema, ya esbozado, del comportamiento aparentemente irracional de «Estados locos», agudamente analizado por Dror en un libro del mismo título.21 No conviene, sin embargo, calificar de tal forma esas actitudes presuntamente «irracionales», ya que, como lo expresa Knorr: «El comportamiento de gente con una cultura diferente a la propia frecuentemente parece irracional, pero de hecho ellos actúan racionalmente, aunque evalúan los resultados de sus acciones de acuerdo con valores que difieren de los nuestros». 22 Es precisamente en el área de evaluación de intenciones donde se encuentran las dificultades principales, y existe amplio consenso en cuanto a los procesos de distorsión que se derivan del intento de juzgar al adversario con criterios que no se adaptan a su condición propia. Así, Wasserman es enfático al afirmar que las fallas en la evaluación de inteligencia «pueden redu20 21 22 P Á G 298 II. La sorpresa en la guerra y la política cirse en última instancia a la incomprensión de los esquemas conceptuales del adversario, es decir, a la incapacidad para entender adecuadamente las suposiciones e interpretaciones de la situación sobre las cuales el adversario sustenta sus decisiones. Esos errores se deben al análisis de las acciones de Estados extranjeros en términos de nuestros propios marcos conceptuales».23 Conviene enfatizar que las imágenes que los seres humanos nos formamos sobre la realidad influyen decisivamente en nuestra interpretación de los eventos y en la conducta que asumimos ante los mismos. Estas imágenes no están compuestas tan sólo de elementos teóricos susceptibles de verificación o refutación, sino que a ellas también se integran componentes de naturaleza afectiva y normativa que se entremezclan a los tácticos: El flujo de información acerca del ambiente o acerca de acontecimientos específicos, no entra de manera directa en la percepción y en el sistema de toma de decisiones de un actor, sino a través del conjunto de creencias del mismo, donde la información es filtrada y seleccionada. La formación de distintas estructuras de percepción o conjuntos perceptivos, y los patrones a partir de los cuales se mezclan estímulos perceptivos, son el resultado de un proceso de aprendizaje. Una vez adquiridos estos últimos, se produce una lógica resistencia a cambiarlos, no sólo por el esfuerzo que significa todo nuevo aprendizaje, sino también porque están asociados con gratificaciones experimentadas por el sujeto y prescindir de ellos produce temor. 24 Esto quiere decir que las ideologías, los sistemas de valores, las visiones de la realidad y las imágenes que nos hacemos de nuestros adversarios son producto de todo un proceso de aprendizaje selectivo que a su vez genera diversas formas de percepción, las cuales no son fácilmente susceptibles al cambio, ya que se arraigan emocional e intelectualmente en los analistas y decisores, aun de manera inconsciente. La importancia de este fenómeno para el tema que venimos tratando reside en que, dado 23 24 Bruno Wasserman, «The Failure of Intelligence Prediction», Political Studies, viii, 2, 1960, pp. 166-167. Juan Carlos Rey, «Doctrina de seguridad nacional e ideología autoritaria», en Problemas sociopolíticos de América Latina. Caracas: Ateneo de Caracas, 1980, pp. 195-263. P Á G 299 Wohlstetter, Pearl Harbor, pp. 349, 354. Paradigmas, percepción e inteligencia estratégica que la realidad de las cosas puede verse distorsionada por nuestra forma de aprehenderla –que es subjetiva y sujeta a factores no estrictamente cognoscitivos–, es necesario esforzarse por sacar a la luz de manera consciente esos esquemas e imágenes, y evitar utilizarlos acríticamente en la evaluación de las intenciones y acciones del enemigo. De lo planteado surgen dos tipos de problemas que deben ser enfrentados en la evaluación de inteligencia: 1) Determinar la existencia y características de marcos conceptuales e imágenes definidas sobre la realidad, los cuales pueden adolecer de defectos y limitaciones debido a que son selectivos y contienen ingredientes emocionales que en nada contribuyen a una adecuada apreciación de los hechos. 2) Evitar la atribución o proyección de determinados esquemas, visiones del mundo o sistemas de valores a adversarios que bien pueden no compartirlos debido a diferencias culturales y a que manejan otros mecanismos de percepción de la realidad. En octubre de 1973 los árabes se arriesgaron a una severa derrota militar, que eventualmente no fue tan grave, en aras de mejorar su posición política y diplomática, y de hecho lo lograron. Para Israel era difícil anticipar esa línea de comportamiento, pues la dura experiencia del Estado judío le ha enseñado que «no hay sustituto para la victoria» militar. Por ello no era fácil percibir la verdadera intención de los árabes (o en todo caso de Sadat, Presidente egipcio), y comprender que un adversario que sabía iba a ser derrotado militarmente se atreviese a lanzar una ofensiva general corriendo grandes riesgos. De igual modo, en 1941 era difícil para los analistas y decisores norteamericanos apreciar la disposición japonesa de asumir riesgos considerados altamente inaceptables por parte de sus víctimas potenciales. Era complicado presumir que un poder «pequeño» en términos relativos como Japón daría el primer golpe contra un gran poder como Estados Unidos. Por esta razón, los norteamericanos no fueron capaces de calcular «la habilidad y voluntad japonesas de aceptar altos riesgos [...] pues para la supervivencia nacional era inconveniente una acción tan audaz; pero la perspectiva de los japoneses sobre el asunto no podía ser medida con base en nuestros propios estándares».25 Durante la guerra de Vietnam se puso también de manifiesto la distancia entre los esquemas evaluativos, imágenes y expectativas de la in25 P Á G 300 II. La sorpresa en la guerra y la política teligencia norteamericana, por una parte, y por otra la conducta efectiva de las fuerzas enemigas, situación que ha sido discutida –entre otras fuentes– en un interesante libro por uno de los entonces analistas de la cia en la sede de la Agencia en Saigón, para la época capital de Vietnam del Sur. 26 Allí, el autor muestra que los analistas norteamericanos fueron recurrentemente incapaces, con algunas excepciones, de estimar la voluntad vietnamita de asumir riesgos, así como su disposición a aceptar elevados costos para lograr sus objetivos políticos. En la parte conclusiva de su notable obra sobre el ataque a Pearl Harbor, Wohlstetter sintetiza las principales dificultades que hicieron posible el éxito japonés y que pueden servir como resumen de los principales puntos ya explicados. Según esta autora, el logro de la sorpresa por parte de los japoneses se debió a los siguientes factores: 1) La extendida tendencia a no prestar atención a las señales de ataque contra un blanco improbable, pues «es muy difícil que tales señales puedan ser oídas». 2) La gran masa de evidencia contradictoria que podía sustentar hipótesis alternativas y en apariencia igualmente razonables; es decir, la gran masa de «ruido». 3) El esfuerzo del enemigo (los japoneses) para ocultar sus intenciones tras un espeso velo de secreto. 4) La generación deliberada de «ruido» por parte del enemigo y el envío de señales falsas o contradictorias a través de tretas y engaños. 5) El cambio, a veces repentino, de señales que sí eran relevantes y que, no obstante, se trastocaron al final por la influencia de novedosos desarrollos técnicos (como en el caso, ya mencionado, del lanzamiento de torpedos desde el aire en aguas poco profundas), o cambios en las decisiones políticas. 6) Los propios mecanismos internos de seguridad de los servicios de inteligencia norteamericanos, con su celo por el secreto, entorpeció la comunicación de señales, presentando a analistas y decisores con el dilema entre cerrar el acceso de información al enemigo (bloqueando o minimizando las comunicaciones propias), y de preservar a la vez la apertura de canales entre ellos mismos –lo cual no era en todo caso fácil, debido a las inmensas distancias entre Hawai y Washington. 26 Frank Snepp, Decent Interval. New York: Random House, 1977. P Á G 301 Wohlstetter, Pearl Harbor, pp. 392, 395. Paradigmas, percepción e inteligencia estratégica 7) Finalmente, jugaron un rol los bloqueos a la percepción y comunicación inherentes a toda organización burocrática, así como las rivalidades dentro de determinados servicios de inteligencia (el de la Armada, la Aviación) y entre ellos mismos. 27 Conviene en este contexto referirse al denominado «síndrome de ahí viene el lobo» (cry-wolf syndrome), basado en la historia infantil según la cual un niño mentiroso (un pastorcito) engaña varias veces a la gente, haciéndoles creer que está siendo atacado por un lobo, hasta que los demás –cansados de atender sus falsas alarmas– dejan de hacerle caso y en el momento en que de verdad le agrede el lobo nadie acude en su ayuda. Si un servicio de inteligencia anuncia demasiadas alertas que a la postre resultan falsas, ello puede producir un cierto adormecimiento en los órganos de decisión, así como desaliento y desmoralización entre los analistas. El proceso puede conducir a que se minimice sistemáticamente el número de alertas, llegándose por ese camino a pecar de exceso de cautela en tal sentido. Debe añadirse igualmente que las alertas falsas pueden resultar muy costosas, al generar una dinámica de repetidas movilizaciones militares con serias repercusiones financieras. A su vez, esa movilización ante la alerta puede de hecho funcionar como detonante de un ataque que en verdad no venía, lo cual se conoce como «la profecía que se autorrealiza». Desde luego, en vista de que no existen criterios absolutamente firmes para diferenciar entre, por un lado, intenciones verdaderas de ataque, y por otro lado meras maniobras de entrenamiento (que en ocasiones pueden llevarse a cabo en vasta escala), realizadas tal vez precisamente para condicionarnos y adormecernos ante las recurrentes alarmas, no queda otro camino que el de desarrollar medidas básicas de precaución que reduzcan la vulnerabilidad de las defensas aun en la eventualidad de un ataque por sorpresa. Claro está que tales medidas no siempre responden a las expectativas, como le ocurrió a Israel en octubre de 1973. En este orden de ideas, resulta singularmente interesante analizar los testimonios de actores políticos de la relevancia de Moshe Dayan y Golda Meir (para entonces ministro de Defensa y Primera Ministra de Israel, respectivamente), acerca de la sorpresa árabe el día de Yom Kippur, el 6 de octubre de 1973. Sus relatos revelan hasta qué punto son reales las difi27 P Á G 302 II. La sorpresa en la guerra y la política cultades que se han venido señalando en estas páginas: el «síndrome de ahí viene el lobo», la «profecía que se autorrealiza», el condicionamiento y engaño de los decisores por las maniobras y manipulaciones del adversario, y la sobrestimación de la capacidad de los servicios de inteligencia propios, adormecidos a su vez por el disfrute del estatus y la subestimación del enemigo. Según Dayan, él y otros dirigentes israelíes habían estado convencidos, desde el fin del período de la así llamada «guerra de desgaste» en agosto de 1970, de que la inconformidad de egipcios y sirios con la situación impuesta por Israel llevaría a los árabes a reanudar, tarde o temprano, las hostilidades: «El problema no era si lo iban a hacer sino cuándo lo harían».28 Durante las dos semanas anteriores al ataque árabe se habían producido numerosos signos inquietantes en ambos frentes («sur» con Egipto, «norte» con Siria), «pero tanto nuestra inteligencia militar como la norteamericana concluyeron que Egipto y Siria no estaban cercanos a empezar una guerra. Ambos servicios de inteligencia interpretaron el aumento de actividad en el frente sur como “maniobras del Ejército” y no como los preparativos de una ofensiva».29 El 2 de octubre, Dayan consultó al jefe del Estado Mayor, quien luego de verificar con la inteligencia militar le informó que existía la convicción de que lo que ocurría era tan sólo un ejercicio militar, una maniobra de entrenamiento. En una reunión, el 3 de octubre, el jefe de Inteligencia Militar ratificó la conclusión de que «lo que estaba ocurriendo en el frente sur eran las maniobras anuales del Ejército [egipcio, ar]». En una sesión del Gabinete israelí el 5 de octubre (un día antes del ataque) el jefe de Inteligencia, general Eli Zeira, reiteró esa apreciación, que fue a su vez aceptada por el jefe del Estado Mayor. «El Ejército a su vez suponía que, si en verdad la guerra era inminente, habría otras indicaciones y reportes de inteligencia. Sólo si y cuando tales avisos aparecieran sería necesario movilizar las reservas y tomar medidas adicionales [...] [por otra parte] la evaluación norteamericana era que ni Egipto ni Siria tenían la intención de lanzar un ataque en el futuro cercano».30 Por su lado, Golda Meir se refiere en su autobiografía al total consenso que existía entre los expertos de inteligencia israelíes, así como los de 28 29 30 Moshe Dayan, Story of my Life. London: Weidenfeld & Nicolson, 1976, p. 380. Ibid., p. 382. Ibid., p. 386. P Á G 303 Paradigmas, percepción e inteligencia estratégica «fuentes extranjeras con los cuales estábamos en contacto permanente», de que los árabes no iban a lanzar un ataque masivo. Ahora sé lo que debí haber hecho; debí superar mis dudas. Yo sabía muy bien lo que significaba una movilización en gran escala y cuánto dinero costaría, y también sabía que pocos meses antes, en mayo, habíamos recibido un alerta y las reservas habían sido convocadas, pero no ocurrió nada. No obstante, también entendía que quizás la guerra no había estallado en mayo debido a que las reservas fueron movilizadas. 31 Esta última observación es muy importante, pues una contramovilización ante preparativos sospechosos del enemigo, si bien puede actuar como detonante de una guerra, puede también servir como factor disuasivo y enfriar las intenciones agresivas del contrario. La primera ministra Meir intuía que algo raro, fuera de lo normal, amenazante, flotaba en el ambiente, pero –como apunta en sus memorias– «la intuición es una cosa bastante engañosa; a veces hay que responder ante ella de inmediato, pero otras veces no pasa de ser un síntoma de ansiedad que desorienta y confunde».32 Las narraciones de Meir y Dayan confirman otras dos paradojas del análisis de inteligencia. En primer término, el hecho de que mientras mayor es la credibilidad, ganada a lo largo del tiempo, de un servicio de inteligencia (y nadie se atrevía a cuestionar la eficiencia de los expertos israelíes en la materia), menos interrogantes y dudas suscitarán sus apreciaciones; por lo tanto mayor será el riesgo a largo plazo derivado de confiar excesivamente en sus evaluaciones. La otra paradoja es la de «la profecía que se autoniega»: la información sobre un inminente ataque enemigo lleva a una contramovilización preventiva; ésta a su vez hace que el enemigo retarde o cancele sus planes. Resulta de tal forma poco menos que imposible, aun retrospectivamente, conocer si la contramovilización estuvo o no justificada.33 ¿Cómo superar estos obstáculos? ¿Es acaso posible hacerlo? Sí lo es, pero sólo hasta cierto punto, de manera bastante limitada y con un relatiGolda Meir, My Life. Nueva York: Dell Publishing Co., 1976, p. 409. Ibid., p. 408. Handel, pp. 54-55. 31 32 33 P Á G II. La sorpresa en la guerra y la política 304 vamente elevado margen de error. En última instancia es siempre más seguro amoldar apreciaciones y planes de acuerdo con las capacidades presuntamente más concretas, materiales y evidentes del adversario, que con base en sus intenciones (mas volátiles, intangibles, y a veces amorfas y contradictorias). Sin embargo, lo dicho hasta ahora sugiere que no existe un abismo entre ambas esferas (capacidades e intenciones), en lo que concierne a su relevancia para el análisis de inteligencia. A decir verdad, puede en ocasiones existir tanta o mayor oscuridad e incertidumbre respecto de las capacidades que en relación con las intenciones del adversario, y a fin de cuentas la evaluación es una sola. Matices suplementarios de las paradojas y obstáculos del análisis de inteligencia, enfocados más a fondo desde la perspectiva de la influencia de individuos y estructuras organizativas, ocuparán la sección final de este capítulo. Líderes y organizaciones La existencia de información adecuada y de un análisis acertado es condición necesaria pero no suficiente para que el trabajo de inteligencia genere los resultados deseables. Esta última fase requiere de un elemento adicional y ése no es otro que las decisiones correctas de parte de quienes, en última instancia, utilizan la información y los análisis, y los traducen en acciones u omisiones, según sea el caso. Se trata de los decisores, bien sean líderes políticos o comandantes militares sobre el terreno. El eslabón final de la cadena de inteligencia es el uso adecuado o inadecuado que los decisores hacen de la información y los análisis que les son suministrados por sus agencias de inteligencia. En tal sentido, mucho depende de las características personales de esos decisores. Por un lado se encuentran aquellos con mentalidad abierta, con capacidad para la autocrítica y tolerancia hacia la discusión de diversos puntos de vista. De otro lado se presentan los líderes con mentalidad cerrada y escasa disposición a escuchar información desagradable o a tolerar la disidencia. Si bien es más común hallar al primer tipo de persona en ambientes P Á G 305 B. H. Liddell Hart, The German Generals Talk. New York: W. Morrow & Co., 1948, p. 3. Citado por Hermann Rauschning, Hitler Speaks. A Series of Political Conversations with Adolf Hitler on His Real Aims. London: Thorton Butterworth, 1939, p. 17. Citado por Handel, «Intelligence and the Problem of Strategic Surprise», Journal of Strategic Studies, 7, 3, September 1984, p. 253. Paradigmas, percepción e inteligencia estratégica democráticos, no existe una regla rígida al respecto. También en democracias se dan casos de dirigentes con fuertes personalidades autoritarias, sospechosos de la crítica y poco aptos para la discusión franca o la tolerancia hacia puntos de vista divergentes. Hitler y Stalin constituyen notables ejemplos de personalidad autoritaria, con relevante incidencia sobre su relación con la tarea de inteligencia. El caso de Hitler es particularmente interesante, pues el líder nazi mezclaba los rasgos –capacidad para el riesgo y disposición a innovar– característicos de los grandes maestros de la sorpresa, con otro tipo de elementos –dogmatismo, rigidez e intolerancia– que usualmente conducen al anquilosamiento intelectual y a la inflexibilidad operativa. Con buenas razones, Liddell Hart afirmó que Hitler poseía «un sutil sentido de la sorpresa».34 Este rasgo de su intelecto y su temperamento tuvo mucho que ver con sus grandes victorias iniciales como guerrero. Él mismo había señalado la paradoja de que «lo imposible siempre tiene éxito. Lo menos probable es siempre lo más seguro».35 Por otro lado, sin embargo, Hitler tendía a la prepotencia, lo cual con facilidad desembocaba en rigidez mental. De allí su observación a Ribbentrop, su ministro de Relaciones Exteriores, a quien dijo una vez que «cuando debo tomar grandes decisiones, me considero el instrumento de la Providencia, lo cual me genera una sensación de absoluta certidumbre».36 El líder nazi carecía de hábitos para el trabajo en equipo y constantemente insistía en imponer sus ideas sobre los demás. Esa tendencia se reforzó luego de sus grandes triunfos en las primeras etapas de la guerra, ya que los hechos le habían dado repetidas veces la razón frente a sus comandantes militares. Otro factor que contribuía a impedir que Hitler admitiese y asimilase información contraria a sus deseos y aspiraciones, en especial –pero no solamente– a partir del momento (Stalingrado, 1942) en que las cosas comenzaron de verdad a andar mal para Alemania, era el hecho de que el líder nazi se hallaba rodeado de personajes como Goering, Himmler y Bormann, consumidos por el servilismo y por el impulso a complacer a como diese lugar a su jefe. Hitler tomaba sus decisiones más relevantes sin consultar a nadie y de paso sus más cercanos «colaboradores» hacían 34 35 36 P Á G 306 II. La sorpresa en la guerra y la política lo posible por filtrar la información que llegaba a manos del líder nazi para no importunarle. Y si bien en ocasiones la información era relevante y acertada, su pertinencia se reducía en vista de las preconcepciones y rigideces con que era asumida por el Führer alemán. Hitler sostenía tener la habilidad de «reducir todos los problemas a sus más simples ingredientes. La guerra ha sido convertida en una especie de ciencia secreta y misteriosa. ¿Qué es, no obstante, la guerra, si no astucia, engaño, ilusionismo, ataque y sorpresa?».37 A pesar de esta importante disposición intelectual hacia el riesgo y la innovación, Hitler a la vez creía en la infalibilidad de su «voz interior», lo cual le llevaba a la rigidez cuando sus planes se enfrentaban a acontecimientos inesperados o a la firme oposición del adversario, como ocurrió durante la campaña en Rusia. Por eso Otto Strasser, uno de los hombres que acompañó a Hitler en las primeras etapas de su lucha política, observó tempranamente que el líder nazi «se quedaba en el aire cuando hallaba en su camino obstáculos que contradecían sus expectativas». Y de manera un tanto más cruda: «Hitler le teme a la lógica. Como una mujer, evade el punto en cuestión, y termina por lanzarte al rostro un argumento que nada tiene que ver con el asunto que está en discusión».38 Desde luego, el etnocentrismo, es decir la tendencia a menospreciar por motivos ideológicos a los adversarios, fue otro de los elementos que ayudó a que los rasgos positivos de Hitler como innovador militar y artífice de la sorpresa se diluyesen y acabasen por rendirse ante el peso de su dogmatismo y distorsionado sentido de superioridad. Hitler menospreciaba los informes de inteligencia acerca de los avances soviéticos y norteamericanos en el campo de la tecnología bélica, o en relación con el poderío industrial de esas naciones, calificándoles de «trampas judíobolcheviques».39 De igual forma, la ideología comunista de Stalin, que le llevaba a ver el mundo en los términos de un juego suma-cero, le impedía creer, por ejemplo, que los reportes de la inteligencia británica, advirtiendo a los dirigentes soviéticos acerca de la proximidad y certidumbre del ataque alemán en 1941, eran realmente genuinos. Para Stalin esas informaciones no eran otra cosa que manifestaciones del «complot capitalista» di37 38 39 Raushning, pp. 16, 107. W. C. Langer, The Mind of Adolf Hitler. New York: Basic Books, 1972, pp. 75, 201. Véase, por ejemplo, C. L. Weinberg, «Hitler’s Image of the United States», American Historical Review, 69, July 1964, pp. 1004-1021. P Á G 307 John Erickson, The Road to Stalingrad. London: Weidenfeld & Nicolson, 1975; D. Jablonsky, «The Paradox of Duality. Adolf Hitler and the Concept of Military Surprise», en Handel, ed., Leaders and Intelligence. London: Frank Cass, 1989, pp. 76-77. Klaus Knorr «Strategic Surprise. The Incentive Structure», en K. Knorr, ed., Strategic Military Surprise. New Brunswick: Transaction Books, 1983, p. 183. Citado por Handel, «Intelligence...», p. 253. Paradigmas, percepción e inteligencia estratégica rigido a involucrar a la urss en una guerra prematura con la Alemania nazi. Para el dictador soviético, además, los repetidos retrasos aliados en el objetivo de abrir un segundo frente en Europa occidental no provenían de dificultades efectivas, sino del deseo de dejar a la urss y a Alemania «desangrarse hasta la muerte», para luego asegurar el control capitalista del continente europeo.40 El caso de Stalin recibirá más extenso tratamiento en otro capítulo de este estudio. Por ahora, sin embargo, conviene comentar dos puntos adicionales, ambos referidos a las ventajas y desventajas –en relación con la tarea de inteligencia– de los mandos unitarios frente a los sistemas decisionales atomizados. Como ha sugerido Klaus Knorr, «un intento verdaderamente audaz de sorpresa política y estratégica corre el riesgo de perderse dentro de un sistema decisional de tipo colegiado, que le concede poder de veto a mentes cautelosas».41 Esta realidad, que se verá más claramente cuando analicemos algunos casos en el terreno de la sorpresa político-diplomática (como el Pacto Molotov-Ribbentrop, la apertura de Nixon a China y la visita de Sadat a Jerusalén), ciertamente hace que los sistemas de decisión unitarios posean algunas ventajas sobre los sistemas colegiados, aun los elitistas. La desventaja, como ya vimos, se deriva del hecho de que los sistemas unitarios –como las dictaduras nazi y soviética– pueden estar en manos de personajes con rasgos de extrema peligrosidad, por su rigidez, intolerancia y soberbia. En todo caso, es crucial indicar que Hitler y Stalin son ejemplos extremos, y el peligro de que la información se distorsione para complacer al líder y afianzar sus preferencias existe en cualquier sistema político, autoritario o democrático. En palabras de McLachlan: «La tendencia a creer lo que se quiere creer (wishful thinking) es permanente en los políticos que se ocupan de asuntos militares y en los militares que entran a la política».42 Por supuesto, la mejor –quizás la única– manera a través de la cual un analista de inteligencia puede colaborar con su jefe político y/o militar, es suministrándole su verdad, de acuerdo con su propia y honesta interpretación de los hechos, y jamás ocultarle intencionalmente esos 40 41 42 P Á G 308 II. La sorpresa en la guerra y la política hechos o distorsionárselos edulcorándole su significado. En ese orden de ideas no cabe duda de que un líder como Churchill presentaba rasgos que le otorgaban notables ventajas sobre un Hitler o un Stalin, como consumidor y usuario de inteligencia estratégica. A diferencia de Hitler, Churchill «desplegaba constante interés en las más recientes informaciones sobre el enemigo».43 Churchill, por otra parte, insistía en que le suministrasen reportes «crudos» de inteligencia, con la mínima interpretación posible y preferiblemente tal y como procedían de la fuente originaria, para de ese modo, en su posición central, dominar el proceso. Su tentación era la de convertirse en su propio agente de inteligencia, práctica peligrosa para un jefe con tales responsabilidades, y ello por varias razones: 1) Líderes de la talla y ocupaciones de Churchill sólo tienen escaso tiempo para analizar en profundidad ciertos asuntos de cualquier naturaleza. 2) Con frecuencia, los líderes políticos no son verdaderos expertos en asunto alguno de carácter técnico (ésa no es su tarea), y su conocimiento es limitado en relación con los complejos problemas que deben analizar. 3) Es muy difícil que los líderes sean imparciales y que tomen en cuenta todos los factores de significación al considerar precisamente aquellos asuntos que más les interesan. 4) Los líderes tienden usualmente a concentrar su atención en los asuntos urgentes, en detrimento de los realmente importantes. Por ello la pertinencia de las frases atribuidas a Kissinger: «No sé qué inteligencia es la que quiero; lo que sí sé es cuándo la recibo». 44 El ejemplo de Churchill tiene una relevancia adicional en cuanto al tema acá tratado. Me refiero a la dificultad de explicar en forma general de qué manera sacan sus conclusiones aquellos que aciertan y aquellos que se equivocan en el campo del análisis de inteligencia, el cual, como hemos insistido, exige una buena dosis de inferencia vertida hacia el futuro. En tal sentido, es indudable que la mayor parte de los historiadores de eventos complejos y controversiales –y casi todos los que tienen que ver con la sorpresa lo son– asumen una actitud severa y acusadora contra aquellos a quienes el curso de los acontecimientos mostró como desacertados (Chamberlain, por ejemplo). Lo que numerosos estudios sobre la política de «apaciguamiento» británica antes de estallar la guerra, o sobre Pearl Harbor, indican es que sólo personas que se comprometie43 44 R. Lewin, Churchill as a Warlord. New York: Stein & Day, 1982, p. 75. Citado por Handel, «Intelligence...», p. 279. P Á G 309 Paradigmas, percepción e inteligencia estratégica ron de manera irracional con sus puntos de vista podrían haberlos sostenido hasta el momento y del modo en que lo hicieron, desechando la información «correcta». Si bien, como más adelante trataré de mostrar, nueva evidencia en torno a Chamberlain tiende a sugerir que tal impresión de la mayoría de los historiadores del período es cierta, también es importante enfatizar que en muchos casos aquellos que estuvieron en lo correcto, es decir –como Churchill– aquellos que acertaron en sus apreciaciones e intuiciones, fueron en ocasiones tan rígidos en sus esquemas y tan cerrados al flujo de información, variable y en ocasiones contradictoria, como los que erraron y luego fueron condenados por el juicio de la posteridad. En el caso de Churchill, si la evidencia sobre lo que tanto él como Chamberlain conocían es examinada desapasionadamente, puede apreciarse que ambos hicieron todos los esfuerzos posibles para asimilar cada elemento novedoso de información dentro de los esquemas preconcebidos que ya poseían. Jervis enfoca el asunto con particular agudeza: A medida que se acumula evidencia que indica que un punto de vista está errado, aquellos que lo sostienen parecen irracionalmente tercos, por no reconocer que si bien sus creencias se justificaban previamente, ya son claramente incorrectas. No obstante, aquellos que están equivocados pueden lucir más tercos precisamente porque reciben más información discrepante. Por otro lado, aquellos que están en lo correcto suelen parecer más flexibles tan sólo porque sus puntos de vista iniciales se comprobaron más acertados. Si una gran masa de información discrepante hubiese aparecido posteriormente, ellos (los acertados) seguramente también la hubiesen tratado de asimilar casi a la fuerza dentro de sus propias imágenes. Dicho en otros términos, en lugar de que una persona se equivoque porque es terca, puede ser que sea terca porque se equivoca.45 El punto de Jervis no es sólo que aquellos a quienes el curso de los eventos y la posteridad han mostrado errados no fueron necesariamente más tercos y dogmáticos que los acertados, sino también –y aún más importante para nuestros fines en este estudio– que no resulta nada fáJervis, pp. 176-177. 45 P Á G 310 II. La sorpresa en la guerra y la política cil determinar cuándo una persona es demasiado «terca» en materia de evaluación de inteligencia: «No existe una regla infalible para distinguir de entrada entre, por un lado, el razonable grado de firmeza conceptual necesario para comprender el contexto que nos rodea, y por otro lado el excesivo grado de firmeza (en estos casos usualmente denominada, a posteriori, terquedad) que conduce a mantener puntos de vista más allá de lo razonable».46 De hecho, en ocasiones los que llegan a las conclusiones correctas pueden haber tratado la información disponible en forma menos razonable y más arbitrariamente que los que se equivocan. Este no es generalmente el caso, pero no hay duda de que la suerte, las intuiciones, y –lo crucial– un análisis global acertado acerca de las características fundamentales del adversario, más que el detalle sobre peculiaridades específicas de su comportamiento, juegan un papel clave a la hora de explicar por qué algunos son capaces de pronosticar correctamente lo que harán los otros. Ese fue en buena medida el caso de Churchill en sus apreciaciones básicas sobre la naturaleza del régimen nazi, el carácter de su líder y el curso esencial de sus políticas. Las predisposiciones y preconcepciones de Churchill, que eran las de un hombre entrenado para ver el mundo y la política en términos de lucha y conflicto, coincidían mucho más adecuadamente que las de Chamberlain –por temperamento y experiencia un político de consenso– con el curso básico de la acción hitleriana. Decir que la suerte juega su papel en numerosos casos no es superfluo ni arbitrario, aunque desde luego lo científico es fijar la atención sobre las predisposiciones de los individuos y su adecuación a determinado contexto en momentos específicos. Un hombre como Churchill, especialmente sensible a las amenazas a su país y al Imperio, y movido por una visión del mundo centrada en la confrontación y la guerra, poseía «antenas» mucho más perceptivas que las de Chamberlain para percibir y evaluar el sentido fundamental de la política de agresión de Hitler. Por otro lado, sin embargo, durante buena parte de los años 1930 en Europa, los «apaciguadores» de Hitler tenían razón en suponer tanto que Alemania, bajo cualquier líder, buscaría restaurar a otro nivel su excesivamente disminuida posición geopolítica, como que no estaría dispuesta a correr riesgos demasiado elevados para colocarse en posición dominante, todo lo cual abría un espacio para un bien entendido «apaciguamiento». 46 Ibid., p. 178. P Á G 311 Ibid., p. 180. Steinbruner, The Cybernetic Theory of Decision, pp. 127, 130, 135. Paradigmas, percepción e inteligencia estratégica Hitler acabó por arriesgarse en exceso, pero al menos hasta Múnich (1938) se movió con una habilísima mezcla de audacia y de cautela que arrojaba mensajes ambiguos a sus adversarios y que dejaba abierta la duda acerca de sus intenciones últimas. De otra manera, si el líder nazi no hubiese actuado con tanta astucia, no se explicarían la fuerza y el respaldo de que gozó en la Gran Bretaña, casi hasta la propia ruptura de hostilidades en 1939, la política de apaciguamiento, hoy –a posteriori– tan criticada y menospreciada. Estas consideraciones nos conducen al tema de los servicios de inteligencia vistos como organizaciones y como burocracias, y las limitaciones de su rol. Para empezar, como ocurre con los individuos, el éxito en la detección de un ataque por sorpresa usualmente se explica menos por la capacidad de manejar ingredientes específicos de información que por la armonía entre las predisposiciones y expectativas de la organización y las acciones del enemigo: «Ello implica que un actor político que está intentando sorprender a otro debe procurar descubrir lo que el otro espera que haga, y luego hacer lo contrario, en lugar de tratar de alterar lo que el otro está esperando. Es preferible, dicho de otro modo, sacar ventaja del hecho de que la gente tiende a asimilar información discrepante de sus esquemas y disposiciones preexistentes, en lugar de combatir esa tendencia».47 Esta realidad se explica por las conocidas observaciones de Steinbruner sobre la manera como la información es acogida y analizada, pues este autor nos dice que la tendencia predominante lleva a: 1) controlar la incertidumbre a través de mecanismos que descartan información que los esquemas conceptuales preestablecidos no están programados para aceptar; 2) procesar sólo algunas pocas de las variables relevantes del problema en cuestión; 3) tomar decisiones de acuerdo con un marco de reglas ya existentes.48 Así, por ejemplo, los decisores que consideran que un adversario es renuente y no desea ir a la guerra, pero que, sin embargo, reciben reportes alarmantes acerca de los preparativos bélicos del enemigo, pueden manipular esa información contradictoria y hacerla consistente con sus creencias y expectativas, atribuyendo los preparativos del adversario a simples maniobras defensivas o de entrenamiento (como ocurrió a Israel en octubre de 1973), o simplemente negando confiabilidad a la fuente de información (como ocurrió a Stalin, 47 48 P Á G 312 II. La sorpresa en la guerra y la política en relación con varias fuentes de inteligencia, antes del ataque alemán en 1941). El enfoque organizacional aplicado al tema de la inteligencia argumenta que las fuerzas y relaciones sociales y las estructuras burocráticas de las organizaciones tienen destacada influencia sobre el proceso de análisis y toma de decisiones. Steinbruner distingue tres modelos de dinámica organizacional: 1) El pensamiento «canalizado», referido a la tendencia a concentrarse sistemáticamente en un pequeño número de variables, aplicando a las mismas criterios consistentes de decisión. Este proceso proporciona estabilidad a través del manejo simplificado de los dilemas de la incertidumbre, la presión política, las pesadas cargas de trabajo y la controversia política relativa a las consecuencias de la acción. 2) El pensamiento «no comprometido», que tiene lugar usualmente a los más altos niveles de análisis y toma de decisiones, donde se hace imposible establecer criterios y respuestas rutinarias, ya que los implicados deben manejar un amplio cuerpo de problemas que les presentan múltiples agencias, que a su vez compiten entre sí. En vista de que los decisores deben enfrentar un alto grado de incertidumbre, cada uno oscila entre diversos esquemas conceptuales y marcos referenciales a objeto de proteger, preservar y reforzar sus propias creencias. 3) Finalmente, el tercer modelo planteado por Steinbruner es el denominado «pensamiento teorético», referido a un elaborado y estable marco conceptual desarrollado por los decisores a lo largo del tiempo. Ello les permite madurar un esquema o paradigma a largo plazo que puede ser usado para descartar información inconsistente. Ya que el desarrollo de este tipo de paradigma requiere tiempo y un ambiente adecuado, este modelo se da en organizaciones que estimulan la interacción entre grupos pequeños y solidarios.49 La relevancia de estas tesis para nuestros propósitos se centra en el planteamiento de acuerdo con el cual la jerarquización, especialización y centralismo de los procesos analíticos y decisionales constituyen significativos elementos de distorsión y bloqueo de la tarea de inteligencia. Según Allison, ya que las dinámicas organizacionales conforman tanto la situación como las opciones que se abren a los decisores, las fallas de 49 Ibid. P Á G 313 Graham Allison, Essence of Decision: Explaining the Cuban Missile Crisis. Boston: Little, Brown & Co., 1971, p. 91. Morton Halperin, Bureaucratic Politics and Foreign Policy. Washington, d.c.: Brookings Institution, 1974. Paradigmas, percepción e inteligencia estratégica inteligencia pueden ser vistas en buena medida como el resultado del carácter «programado» de la actividad organizacional y las limitaciones creadas por rutinas organizacionales preestablecidas. 50 A estas observaciones se suman los argumentos de los estudiosos del comportamiento burocrático, de acuerdo con los cuales las decisiones gubernamentales son el producto de un proceso de conflicto y negociación entre distintos actores y agencias con diversos intereses e influencia. La posibilidad y naturaleza del consenso dependen del poder que cada participante puede ejercer durante el proceso de discusión de los temas. De esa manera, las reglas que gobiernan la conducta de las burocracias determinan las vías de influencia y de acceso a recursos, restringen el espacio para las decisiones y bloquean o inhiben cursos de acción que dejan de constituir alternativas válidas para los decisores. 51 La extraordinaria relevancia de estos aspectos relativos a la «política burocrática» y sus efectos en la tarea de inteligencia –tarea que, repito, busca idealmente sustentar decisiones racionales– se vislumbra claramente, para citar un ejemplo de singular importancia, en el proceso que condujo a la decisión de arrojar las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, y a la posterior rendición del Japón. A principios de 1945, meses antes de las explosiones atómicas, para muchos era evidente que Japón ya había perdido la guerra, sin embargo, sus líderes no estaban aún preparados para pedir la paz. Una sección del Ejército aguardaba una batalla final en el propio suelo patrio, que al menos ganase al Japón el honor en medio de la derrota. Otros deseaban una batalla hasta la muerte. Otros más, en los rangos civiles del gobierno, no sabían qué hacer, y la política interna japonesa bloqueaba todas las opciones. Los gobernantes japoneses, que habían engañado a su pueblo acerca del verdadero curso de la guerra, temían que un camino de rendición desatase incontrolables desórdenes internos y tal vez una revolución. Por su parte, los decisores norteamericanos, que tenían acceso a los códigos secretos japoneses y por tanto manejaban inteligencia que les permitía hacerse un claro panorama sobre los dilemas de su adversario, jamás dieron consideración formal a la alternativa de abrir negociaciones con Japón. Al contrario, en su mayor parte, las decisiones de aumentar la intensidad de la ofensiva militar, hasta su punto culminante en Hiroshima y Nagasaki, no fueron 50 51 P Á G 314 II. La sorpresa en la guerra y la política tomadas en función de un cálculo estratégico y racional, en relación con la condición del enemigo y a la posibilidad de influir en la lucha interna entre los radicales, los indecisos y los que habían caído en cuenta de la necesidad de negociar términos de rendición. En su notable estudio sobre este caso, Leon Sigal muestra convincentemente que las acciones norteamericanas en esos meses finales de la guerra con el Japón estuvieron determinadas de manera predominante –y en ocasiones exclusiva– por los intereses de las organizaciones envueltas en el conflicto (por ejemplo, el Comando Aéreo Estratégico y la gerencia superior del Proyecto Manhattan dirigido a crear y probar una bomba atómica). El Comando Aéreo Estratégico se dedicó a bombardear masivamente y con impunidad las ciudades japonesas, ignorando cualquier consideración política dirigida a aumentar o disminuir la intensidad y lugar de sus ataques, a objeto de fortalecer la posición de los sectores japoneses interesados en la paz. Por su parte, la alta gerencia del Proyecto Manhattan jamás concedió mayor relevancia al tipo de consideraciones políticas que podrían haberse interpuesto en su camino de probar el nuevo invento en óptimas condiciones técnicas. El general Leslie Groves, oficial a cargo del proyecto, describió así los criterios para la escogencia de blancos: «A objeto de permitirnos una adecuada evaluación de los efectos de la bomba, los blancos [ciudades] no deben haber sido dañadas previamente por efectos de ataques aéreos. Es también deseable que el primer blanco sea de tal tamaño que el daño se confine dentro del mismo, para así ser capaces de definir en forma más clara el poder de la bomba».52 Para Groves y varios de sus influyentes colegas en el Proyecto era esencial mostrar «algo» que justificase adecuadamente la enorme inversión realizada, y que, además, garantizase la continuación en términos saludables del programa atómico hacia el futuro. Semejante meta parecía requerir que la bomba experimentase su «bautismo de fuego» en condiciones reales, y este criterio, enmarcado en los intereses propios de una organización comprometida consigo misma, tomó precedencia en la toma de decisiones sobre las consideraciones políticas relativas a la pronta terminación de la guerra a través de la negociación. Para hacer justicia a Sigal, debo dejar claro que este autor no asegura que los japoneses se hubiesen rendido antes del uso de la bomba ató52 Citado por V. Sigal, Fighting to a Finish. New York: Cornell University Press, 1988, p. 183. P Á G 315 Paradigmas, percepción e inteligencia estratégica mica en términos aceptables para los aliados. Sigal simplemente señala que no se hizo el necesario esfuerzo para –con base en la inteligencia en manos de los decisores norteamericanos sobre la situación interna en Japón–, estimular desarrollos internos favorables a las «palomas» (grupos interesados en la paz), frente a los «halcones» (que rechazaban cualquier salida negociada). Lo que sí afirma Sigal es que ... [el presidente] Truman tal vez no fue jamás adecuadamente informado de las alternativas existentes a la de simplemente arrojar bombas atómicas sobre Japón sin previa advertencia. Los procedimientos empleados para decidir acerca del uso de las bombas sugieren por qué ello ocurrió de la forma como ocurrió: las decisiones quedaron en manos de oficiales subordinados, con el mayor interés en exhibir el poder de las bombas en su máximo efecto, es decir, las personas responsables de construir las bombas y conducirlas hasta sus blancos. 53 El caso de las bombas de Hiroshima y Nagasaki pone de manifiesto de manera elocuente la relevancia de la dinámica organizacional, así como de la política burocrática interna, en el trabajo de inteligencia visto en toda su complejidad, que incluye primordialmente (en su modelo ideal) el procesamiento de información para la toma de decisiones racionales en la guerra y la política. Ya discutido el punto, así como el rol de los líderes individuales, nos resta analizar en detalle en el siguiente capítulo el tema del engaño en la tarea de inteligencia. Ibid., p. 176. 53 P Á G Engaño, magia, ilusión y fricción en la guerra 317 Naturaleza e impacto del engaño El engaño es una dimensión presente de manera aparentemente inerradicable en la experiencia humana, y la literatura universal se ha hecho eco de esta realidad con particular fuerza. Para sólo mencionar unos pocos ejemplos, de singular calidad artística, en su famosa novela Nido de víboras, François Mauriac describe el deterioro sicológico y moral de una familia cuyas relaciones se basan en el engaño. Poco después de su matrimonio, el personaje central descubre que su esposa se casó básicamente por interés y en ningún caso por amor. A partir de allí y a lo largo de años de pesadumbre y esterilidad ética, se crea una opresiva trama de falsificaciones y fingimientos entre los esposos y entre el padre y los hijos, que el autor pinta con especial intensidad.1 Otra sutil y poderosa descripción del engaño, en variantes alternativas, se encuentra en El fin de un affaire, una de las más acabadas novelas del británico Graham Greene. En la misma se describe el caso de un hombre –el personaje central del libro– que se cree engañado por su amante, una mujer de propensión religiosa que en realidad está sacrificando su amor en aras de lo que considera un superior compromiso moral. 2 Por otra parte, en una de las más poderosas novelas jamás escritas, Dostoievski presenta al inolvidable Raskolnikov, el asesino de Crimen y castigo, un libro en el que se mezclan la más profunda reflexión moral con la novela policíaca y el riguroso análisis sicológico de un asesinato, en un universo de avasallante y sobrecogedora intensidad. En este caso el engaño se genera dentro del personaje clave; François Mauriac, Le noeud de vipères. Paris: Grasset, 1933. Graham Greene, The End of the Affair. Harmondsworth: Penguin Books, 1975. 1 2 P Á G 318 II. La sorpresa en la guerra y la política es, en otras palabras, autoengaño, y del tipo más complejo y riesgoso, ya que tiene que ver con las propias motivaciones éticas y el esfuerzo de encubrir la traición a la moral personal.3 De su lado el gran Thomas Mann produjo dos de las más interesantes descripciones de otros tipos de engaño en sus novelas Confesiones del estafador Félix Krull 4 y La engañada.5 En la primera –libro por cierto analizado con particular originalidad por Lukács– Krull, uno de los más gratos personajes de la literatura de este siglo, asume una nueva personalidad, engaña a todo el mundo, pero no con propósitos torcidos sino, por el contrario, con el objeto de exaltar su propia vida y hacer en lo posible mejor las de los otros. En palabras de Lukács, Krull «se hace estafador para poder llevar una vida adecuada a su fantasía, consiguiendo realizar así la imagen de sí mismo que su propia fantasía le brinda».6 En su otra obra de «engaño», Mann nos pinta con gran poder dramático la tragedia íntima del amor otoñal en una mujer que lucha contra la inevitable decadencia física. Todos estos notables libros, que son tan sólo unas pocas ilustraciones de la vasta contribución literaria al tema que ahora, desde otra perspectiva, nos ocupa, muestran en qué medida el engaño constituye un aspecto clave de lo humano. Ahora bien, con referencia específicamente a su aplicación al terreno de la inteligencia, la guerra, la política y la sorpresa, el engaño puede definirse como el intento, por parte del que engaña, de manipular las percepciones del adversario con el objeto de ganar una ventaja competitiva. En palabras de Handel: «Donde quiera y cuando sea que exista una situación –en los negocios, la política, el amor– que permita ganar una ventaja a través del engaño, siempre habrá individuos o grupos que lo lleven a cabo».7 En el campo concreto de la inteligencia, una definición más precisa del engaño le describe como «la deliberada y sutil diseminación de información falsa o ambigua dirigida a confundir y distraer».8 En su sentido estricto el engaño implica astucia, trampa, señuelos, falsificación, etc. Hybel habla del «esfuerzo para confundir y desorientar a una potencial víctima mediante la manipulación, distorsión, falsificación, camu3 4 5 6 7 8 Fiódor Dostoievski, Crimen y castigo, en Obras completas, tomo ii. Madrid: Aguilar, 1966. Thomas Mann, Confesiones del estafador Félix Krull. Buenos Aires: Sudamericana, 1956. T. Mann, La engañada. Buenos Aires: Sudamericana, 1975. Georg Lukács, Thomas Mann. Barcelona: Grijalbo, 1969, p. 155. Michael Handel, War, Strategy and Intelligence. London: Frank Cass, 1989, p. 310. M. Handel, «Intelligence and the Problem of Strategic Surprise», Journal of Strategic Studies, 7, 3, September 1984, p. 236. P Á G 319 Alex Roberto Hybel, The Logic of Surprise in International Politics. Lexington, Mass.: Lexington Books, 1986, p. 18. Engaño, magia, ilusión y fricción en la guerra flaje y ocultamiento de evidencia, con el propósito de inducirle a reaccionar de manera perjudicial a sus intereses y beneficiosa para las metas del que engaña».9 Más allá de las definiciones, es importante tener claro que el engaño es un elemento de la guerra y de la política en general, y no solamente de la sorpresa. El uso y efectos del engaño, en cuanto se aplica a la sorpresa, deben verse tanto desde la perspectiva del que intenta engañar (los medios que utiliza) como desde el punto de vista de la víctima engañada. Sólo de esta forma es posible distinguir entre la sorpresa que es producida por el engaño y la sorpresa que es resultado de impedimentos internos en el procesamiento de información por parte de la víctima. Dicho en otras palabras, es un error limitarse al estudio del engaño en lo que corresponde al que lo practica, pues su sorpresa puede tener éxito no exactamente gracias a sus esfuerzos para engañar, sino a otros factores que obstaculizan la reacción de su víctima. Si bien los términos «mentir» y «engañar» son con frecuencia usados como sinónimos, no son en realidad lo mismo. Alguien que relata una historia falsa que no es creída por los demás sigue siendo un mentiroso, a pesar de que los otros no le hagan caso. Uno no deja de ser un mentiroso porque los demás no crean, pues a pesar de todo uno sigue siendo un mentiroso. Sin embargo, uno fracasa en el engaño si los demás no son engañados, pues el éxito del que engaña consiste en asegurar que sus mentiras son aceptadas el tiempo suficiente hasta que se logre su propósito. En este orden de ideas, conviene desde ya distinguir entre dos variantes globales de engaño, que operan de modo distinto y generan efectos en cierta medida diferentes. De un lado tenemos el tipo de engaño que aumenta la ambigüedad de la información para la víctima, a objeto de confundirla y de acrecentar su inseguridad respecto de su posible reacción. De otro lado se encuentra aquel tipo de engaño que en lugar de acrecentar la ambigüedad para la víctima la disminuye acrecentando la verosimilitud de una alternativa, de modo de desviar la atención de la víctima concentrándola en el sitio equivocado. La actividad del que engaña, en el terreno militar y político, ha sido comparada con la de un director de teatro: cada uno tiene que desplegar 9 P Á G 320 II. La sorpresa en la guerra y la política en escena una historia y transmitirla a una audiencia, coordinando múltiples aspectos de producción y ejecución.10 Desde luego, la tarea del que engaña en lo militar y político es más compleja, y ello por dos razones básicas: en primer término, el que intenta engañar en el plano estratégico no puede suponer, como sí lo hace el director de teatro, que la audiencia sólo atiende a su propia producción. Está presentando un show, pero no controla ni el número de actores ni los libretos que tal vez se producen simultáneamente, ya que el adversario puede estar pendiente de muchas otras cosas. En segundo lugar, la «producción» del que intenta engañar en el campo político-militar normalmente se desarrolla a bastante distancia de su audiencia, y ello acrecienta la posibilidad de que sus señales no alcancen a la víctima o no sean interpretadas adecuadamente por ésta. A pesar de las dificultades indicadas, y de otras más, lo cierto es que el engaño en el plano político-militar muchas veces tiene éxito, lo cual en no poca medida se explica por una paradoja que Handel expone con agudeza: «Ya que el que engaña desea presentar su información falsa como altamente confiable, los más exitosos casos de engaño estratégico se fundamentan de hecho en el suministro de datos que son precisos y hasta verificables por parte de la potencial víctima». Habiendo trabajado duro para obtener información que luce creíble, la víctima está sicológicamente predispuesta a creerla; de allí que un buen analista de inteligencia deba esforzarse por tratar toda información como desconfiable hasta que se pruebe lo contrario. Ello se aplica con especial pertinencia en dos circunstancias: 1) cuando la potencial víctima del engaño es también un practicante del mismo, lo cual acrecienta su sensibilidad hacia su posible uso por parte del adversario; 2) cuando una potencial víctima ya ha sido afectada previamente por el engaño, lo cual, por supuesto, aumenta su estado de alerta frente al fenómeno y la hace excesivamente cautelosa. Esto, a su vez, conduce a la siguiente paradoja, cuya discusión será ampliada más tarde: mientras más alerta se está frente al engaño, más probable es que uno se convierta en su víctima (pues uno termina creyendo todo, confundiéndose más, o creyendo nada, paralizándose).11 Semejante paradoja, como casi todas, sólo se resuelve mediante una actitud de 10 11 D. C. Daniel y K. L. Herbig, «Propositions on Military Deception», en Daniel & Herbig, eds., Strategic Military Deception. New York: Pergamon Press, 1982, pp. 9-10. Handel, «Intelligence and the Problem of Strategic Surprise», p. 236. P Á G 321 Sun Tzu, The Art of War. Oxford: Oxford University Press, 1977, p. 66. Carl von Clausewitz, On War. Harmondsworth: Penguin Books, 1974, p. 203. Engaño, magia, ilusión y fricción en la guerra equilibrio, que no puede ser rígidamente reglamentada en general y para todos los casos. Aunque desde un punto de vista ético, y en especial en el ámbito civil e interpersonal, el engaño es condenable y repudiable, la realidad es que en la guerra –y en menor medida en la política– el engaño es prácticamente admitido como un elemento integral y normal de la competencia de poder. Bien afirmó Sun Tzu que «Toda la guerra se basa en el engaño».12 Con frecuencia, el engaño ha dado excelentes resultados en la guerra y la política, pero no es ni mucho menos un instrumento infalible y en ocasiones puede hasta ser negativo para el que lo intenta (lo mismo ocurre en los negocios y el amor). No obstante, en la guerra el engaño tiene que ser considerado un instrumento «racional» (sin connotaciones éticas) y una actividad necesaria, ya que actúa como un multiplicador de fuerza magnificando el impacto de la acción del que engaña con éxito. Como ocurre con la sorpresa, que siempre contiene un elemento de engaño, si dos adversarios poseen fortalezas equiparables, el que logre engañar y sorprender sacará una ventaja. De allí que generalmente el más débil tiene más incentivos para recurrir al engaño y la sorpresa como multiplicador de su fuerza, y así lo reconoció Clausewitz en estos términos: «Mientras más débiles sean las fuerzas a disposición del comandante supremo, más atractivo se hace el uso del engaño. En una situación de vulnerabilidad, cuando la prudencia, el buen juicio y la habilidad ya no son suficientes, la astucia [cunning] puede lucir como la última esperanza».13 Ya se mencionaron dos tipos generales de engaño en el plano estratégico, dirigidos respectivamente a aumentar o a disminuir la ambigüedad de la información. Esto puede desglosarse de este modo: 1) El engaño dirigido a lograr que el enemigo concentre su acción y fuerzas en el lugar equivocado, violando así el importante principio de la concentración de fuerzas en el espacio. 2) El engaño dirigido a que el adversario violente el principio de «economía de fuerza», malgastando sus recursos (tiempo, suministros, armamentos, etc.) en terrenos sin verdadera relevancia y preferiblemente en blancos no existentes sino en su imaginación. 3) El engaño que busca sorprender al adversario creando una situación que permita atacarle cuando su estado de alerta es bajo y sus preparativos 12 13 P Á G 322 II. La sorpresa en la guerra y la política son escasos.14 En última instancia, las operaciones orientadas a engañar al enemigo buscan su efecto bien en el plano de «nuestras» intenciones o de «nuestras» capacidades. Se trata de ocultar las verdaderas intenciones y capacidades a través del engaño como secreto (instrumento pasivo), o de desviar la atención del adversario de nuestras verdaderas intenciones y hacerle creer otras (a través de una operación que, al tiempo de ocultar «nuestras» intenciones, promueve ante el enemigo otras distintas y falsas, haciéndoselas creer). De manera semejante, el uso del engaño para desorientar y confundir al oponente en cuanto a «nuestras» capacidades puede dividirse en dos tipos. El primero trata de crear una impresión exagerada acerca de «nuestras» verdaderas capacidades tanto cuantitativa como cualitativamente; el segundo intenta ocultar esas capacidades. El primer caso (de bluff) normalmente es producto de actores políticos relativamente débiles que se proponen disuadir a un adversario más poderoso, obtener determinadas ventajas o ganar tiempo para cerrar la brecha que les separa en capacidad militar. El segundo tipo de engaño, que intenta ocultar las verdaderas capacidades existentes, usualmente se lleva a cabo para crear un falso sentido de seguridad y confianza en el adversario, como preludio para un ataque (en otras palabras, se ocultan capacidades para esconder también intenciones ofensivas). Ahora bien, el bluff es un instrumento peligroso, que puede ser contraproducente para el que lo ejercita. En los años inmediatamente anteriores al estallido de la Segunda Guerra Mundial, para citar un caso, el dictador italiano Benito Mussolini se convirtió en un experto en el arte de exagerar las capacidades militares de su país, que en realidad eran muy pobres. Con ello, por un lado, sólo alarmó a sus potenciales adversarios, que acrecentaron sus precauciones y preparativos contra Italia, pero además terminó engañando a su aliado, el Führer nazi, quien –en contra de las apreciaciones de algunos de sus colaboradores militares que no creían en las aseveraciones de Mussolini– se dejó deslumbrar por las exageraciones de su colega fascista y pagó cara la alianza, pues tuvo en las horas decisivas que acudir repetidamente en su ayuda malgastando preciosos recursos. Una Italia neutral hubiese posiblemente sido una mejor opción para Alemania. Otro ejemplo interesante acerca de los efectos perniciosos que puede acarrear el bluff es el proceso que condujo a la «crisis de los cohetes» de 14 Michael Handel, «Intelligence and Deception», The Journal of Strategic Studies, 5, 1, 1982, pp. 124-125. P Á G 323 Engaño, magia, ilusión y fricción en la guerra Cuba en 1962. A partir de finales de la década de 1950 el entonces premier soviético Khrushchev empezó una campaña sistemática de exageración del poderío nuclear de la urss, por lo demás bastante creíble prima facie, debido a los avances del programa espacial soviético. Ello sembró graves temores en Washington, y la dirigencia norteamericana se propuso cerrar a como diese lugar una –de hecho, ficticia– «brecha misilística» que sólo existía en la imaginación de los que engañaban y eran engañados. Cuando explotó la crisis, en octubre de 1962, Estados Unidos no sólo había cerrado la presunta «brecha» (ficticia, como ya dije), sino que había alcanzado una significativa, tal vez aplastante superioridad sobre la urss en el plano nuclear. La existencia de esta verdadera «brecha» fue lo que condujo a Khrushchev y a la dirigencia soviética a tomar la imprudente y fatídica decisión de colocar misiles de alcance intermedio, incapaces de alcanzar a Estados Unidos desde la urss, pero sí desde el mar Caribe en la isla de Cuba, a sólo unas decenas de kilómetros del territorio continental norteamericano. Lo anterior sugiere que las operaciones de engaño dirigidas a inflar las capacidades propias son riesgosas y deben manejarse con cuidado. En primer lugar, hay que cuidarse de que el adversario engañado no reaccione redoblando sus esfuerzos y eventualmente ganando una ventaja aunque esa no haya sido su intención inicial. En segundo lugar hay que cuidarse de que el adversario, cansado de las amenazas, decida abrir la partida y jugárselas todas (calling the bluff), exponiéndonos a la humillación y la derrota en condiciones de inferioridad. Por último, hay que cuidarse de creer en las exageraciones propias (autoengañarse), dejando de lado la posible reacción del enemigo y terminando por tomar decisiones con base en prejuicios sin respaldo en la realidad. Este tipo de autoengaño pudo haber llevado a Hitler a atacar a la Gran Bretaña en 1940, impulsado por su exagerada apreciación de las presuntas fortalezas de la Fuerza Aérea alemana (Luftwaffe).Un fenómeno parecido puede haber ocurrido a Khrushchev, impulsándole a su desastrosa decisión de colocar misiles en Cuba, aceptando su bluff y actuando en consecuencia (estimulado también, como se mencionó, por la verdadera brecha nuclear creada por Estados Unidos). Decía previamente que el segundo tipo de engaño es el que intenta minimizar, en lugar de inflar, las capacidades propias. Ello puede ser el producto de un plan diseñado para generar en el oponente un falso sentido de seguridad, de modo de atacarle en el momento oportuno cuando esté menos preparado para resistir. Ahora bien, este bluff al revés puede P Á G 324 II. La sorpresa en la guerra y la política también ser la consecuencia no deseada de una actitud centrada en el secreto, propia de ciertos regímenes políticos que o bien se sienten especialmente amenazados –como el de Israel– o bien poseen una estructura totalitaria –como el soviético hasta la llegada de Gorbachov y la posterior disolución del comunismo. El éxito en ocultar la fuerza propia contribuye en buena medida a explicar la rápida y decisiva victoria de Israel sobre los árabes en 1967, ya que los servicios de inteligencia del adversario fallaron por completo en su estimación de las notables capacidades militares del Estado judío. En esa ocasión, «la debilidad proyectada por Israel no era el objetivo, sino que fue la consecuencia no planeada del secreto. Con ello sólo se logró vulnerar la capacidad disuasiva israelí, pues los árabes se sintieron más tentados a atacar. Si la verdadera fortaleza de Israel hubiese sido conocida por sus enemigos, la disuasión tal vez habría funcionado y la guerra se hubiese evitado».15 Un caso similar ocurrió a la urss y a Stalin frente a la Alemania nazi en 1941. Los servicios de inteligencia alemanes sólo pudieron rozar la superficie del denso manto de secreto que cubría el Estado soviético bajo el estalinismo, de allí que sus apreciaciones, así como buena parte de la inteligencia utilizada para planificar la Operación Barbarroja de junio de 1941, tenían enormes fallas que solamente fueron descubiertas una vez que comenzó el ataque y que las divisiones nazis comenzaron a penetrar los gigantescos espacios rusos. De allí que, quizás verazmente, Hitler dijo más tarde al ministro italiano Ciano que si Alemania hubiese conocido la verdadera fortaleza soviética se habría abstenido de atacar a la urss.16 De tal forma que el exceso de secreto por parte de los soviéticos condujo a un colapso de la disuasión y a una guerra que Moscú no quería. Por tanto, parece evidente que los engaños, en estos casos envueltos en secretos, no son una panacea y deben ser empleados con cuidado.17 Este último punto me conduce a enfatizar la diferencia, ya antes vislumbrada, entre el engaño pasivo y el engaño activo. El primero se sustenta principalmente en el secreto y el camuflaje, y de hecho usualmente es indispensable para el éxito de las formas más activas de engaño, que implican la diseminación intencional de información –que puede ser 15 16 17 Ibid., p. 133. Ibid. Este punto es comentado ampliamente en mi libro Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle, pp. 115-131. Véanse en este volumen las pp. 137-157. P Á G 325 Engaño, magia, ilusión y fricción en la guerra verdadera en parte– al adversario, a objeto de hacerle creer lo que «nosotros» queremos que crea. Este tipo de operación es de difícil ejecución y exige un conocimiento profundo de la sicología del oponente, de sus métodos de trabajo, de sus hábitos y costumbres. Ello ante todo para asegurarnos de que los mensajes que le estamos enviando son efectivamente captados y para garantizar también que puedan tener la necesaria credibilidad. La trampa tiene por tanto que diseñarse de acuerdo con las peculiaridades específicas de cada adversario, lo cual requiere conocimiento de su manera de ver las cosas y de la información que el «otro» maneja. Si bien los costos de una operación de engaño pueden en ocasiones ser bajos, los beneficios, en caso de tener éxito, son con frecuencia significativos. Sin embargo, hay que insistir en que el engaño, como la sorpresa, no es una panacea capaz de reemplazar en la guerra otros factores necesarios para la victoria. La creencia de que el engaño por sí solo puede corregir o suprimir otros factores de debilidad militar es una tentación peligrosa, y aun la mejor operación de engaño puede conducir al desastre si no es respaldada por una real fuerza militar o si se carece de la capacidad para explotar los logros iniciales del engaño. De paso, como ya se expuso, en ocasiones las operaciones de engaño pueden fallar y aun en caso de tener éxito pueden ser contraproducentes. Las fallas generalmente ocurren si: 1) El adversario simplemente no es capaz de captar el mensaje que se le está enviando, bien porque su trabajo de inteligencia es de baja calidad o bien porque no «entiende» la trampa. 2) Hay una contradicción entre el corto y el largo plazo del engaño, y lo que puede ser exitoso a corto plazo se convierte en negativo a largo plazo (como aconteció con Khrushchev en 1962). 3) El adversario puede descifrar el engaño y usarlo en contra del que lo origina. Esta es la razón por la cual las operaciones de engaño deben tener un cuidadoso seguimiento de parte de sus productores. ¿Qué tan fácil o qué tan difícil es detectar el engaño? Para profundizar en esta interrogante conviene acudir a la ayuda de la magia. P Á G 326 II. La sorpresa en la guerra y la política Analogías mágicas Mis propósitos en esta sección son los siguientes: 1) Establecer puntos de conexión entre la magia y el engaño, y de esa manera ampliar y complementar la discusión que he venido llevando a cabo. 2) Analizar si –y en qué medida– es posible enseñar y aprender el arte del engaño. 3) Abordar el problema de cómo evitar ser engañados. La magia es sicología aplicada, y todo engaño intencional lo es también: se trata siempre de la sicología dirigida a crear percepciones erradas.18 Goethe decía que «Nadie nos engaña; nos engañamos a nosotros mismos». Esto puede interpretarse así: el engaño tiene lugar en la mente del engañado y el que engaña lo que hace es inducir el engaño en la mente del otro, es decir, produce una imagen falsa y distorsionada de las cosas; pero para que esa imagen cumpla su cometido es necesario que sea percibida y creída por el engañado. Conviene por tanto distinguir entre el engaño inducido por otros y el autoengaño, que es inducido por nosotros mismos. Ahora bien, la tarea del engaño es proponer y hacer aceptar lo falso frente a lo real. Los magos denominan este proceso «magia», y los operadores de inteligencia «engaño» o «camuflaje estratégico». La realidad es distorsionada y mostrada en forma engañosa tanto por el hombre como por la naturaleza (como, por ejemplo, en los espejismos, pero también en los esfuerzos de muchos animales para camuflajear su presencia y ocultarla a la vista de sus depredadores). Toda operación de engaño, del hombre o la naturaleza, se compone de dos partes básicas: el disimulo y la simulación. Disimular es esconder lo real, y su misión consiste en ocultar o al menos oscurecer y confundir la verdad. Operacionalmente, el disimulo se logra escondiendo una o varias de las características que conforman la «realidad» concreta en cada caso. Los magos hablan del método o procedimiento que permite ejecutar un «truco», en aquella parte que requiere ocultarle algo a la audiencia; por su parte, los operadores de inteligencia hablan de «camuflar o cubrir», o simplemente de «disimulo». La simulación, por otra parte, consiste en mostrar lo falso. Es una operación abierta, la parte del engaño que se muestra a la víctima. Su tarea es presentar una mentira como verdadera (o una verdad que se dirige a proteger una mentira). La simulación se logra mostrando una o varias 18 Barton Whaley, «Toward a General Theory of Deception», The Journal of Strategic Studies, 5, 1, 1982, pp. 178-179. P Á G 327 Ibid., pp. 182-184. Engaño, magia, ilusión y fricción en la guerra de las características que conforman la realidad del caso. Los magos hablan del «efecto» y lo definen como aquella parte del acto de magia que los espectadores deben percibir. Los operadores de inteligencia militar hablan de «disimulo» y lo definen explícitamente como «mostrar lo falso». Existen en lo esencial tres métodos de disimulo y tres de simulación. Los tres procedimientos que permiten esconder cosas reales (objetos o eventos) son el enmascaramiento, el reenvoltorio y el asombro: 1) El enmascaramiento oculta lo real haciéndolo invisible, bien sea interponiendo una «pantalla» que lo cubra de los sensores del engañado, bien sea integrando lo que se desea ocultar con el medio ambiente, de tal forma que no sea visto. Se trata de esconder lo real o de mezclarlo con lo que le rodea. Es lo que hace el mago tras bastidores, detrás de espejos, bajo la mesa o bajo su manga, y lo que hace un sistema de defensa antiaérea con el bloqueo electrónico. 2) Reenvolver es esconder lo real disfrazándolo, envolviéndolo de otra manera para que luzca diferente, como una metamorfosis simulada, añadiendo o sustrayendo características de la realidad y transformándola. Así lo hacen los magos cuando cambian de traje con un asistente o los almirantes que disfrazan su buque de guerra como un simple carguero. 3) Asombrar consiste en esconder lo real confundiendo, creando perplejidad, reduciendo la certidumbre acerca de la verdadera naturaleza de lo real. Se trata de oscurecer la percepción a la manera de los magos que emplean equívocamente sus gestos para confundir a la gente, o de los operadores de inteligencia que inventan códigos indescifrables para el enemigo.19 Los procedimientos básicos de simulación, por otro lado, son éstos: 1) La mímica, que consiste en mostrar lo falso haciendo que una cosa imite a la otra, por ejemplo, duplicando suficientes rasgos de lo otro para crear una réplica creíble. La mejor ilustración es un «doble», que reemplace a alguien. Los magos imitan el sonido de una moneda o de un paquete de cartas, y en ocasiones introducen un doble o un mellizo idéntico a alguno que se «desvaneció». Los operadores de inteligencia conocen bien la valía de un buen «doble». 2) La invención: muestra lo falso desplegando otra realidad. A diferencia de la mímica, que imita algo ya existente, la invención crea algo enteramente nuevo, aunque falso. Así, los magos crean muñecos falsos para sustituirse, a veces a ellos mismos, y los operadores militares crean tanques y cañones falsos, de plástico o madera, como 19 P Á G 328 II. La sorpresa en la guerra y la política lo hizo Rommel en el desierto, engañando en varias oportunidades a los británicos en cuanto a la magnitud de sus fuerzas. 3) Los señuelos, por último, muestran lo falso distrayendo la atención con una opción engañosa, uno de los más comunes trucos de los magos, y de las operaciones más exitosas –cuando están bien hechas– en el terreno militar (el amago de ataque por un flanco, para en realidad atacar por el otro).20 Whaley argumenta, con base en un detallado análisis de los trucos de los magos, que el método óptimo de engaño es el que combina el disimulo del enmascaramiento con la simulación de la mímica; en cambio, los menos efectivos son los que mezclan el disimulo del asombro con la simulación de los señuelos. El enmascaramiento y la mímica no sólo son los métodos más utilizados, por separado, para disimular y simular, sino que también son los más empleados en combinación. Según Whaley, por el contrario, si bien pueden crearse y ejecutarse operaciones que combinen asombro y señuelos, pocas sobrevivirían una experiencia frecuente y pronto serían marginadas del repertorio mágico.21 Dejando de lado esta discusión, excesivamente específica para mis objetivos, lo que interesa destacar es lo siguiente: aparte de su indudable fascinación intelectual, ¿es útil en la práctica esta analogía magia-inteligencia? Whaley piensa que sí y de hecho ofrece una lista de las etapas que conforman el «proceso del engaño», que a continuación enumero: 1) Al planificar un engaño el operador debe conocer claramente su objetivo. Para el mago el objetivo es complacer y conquistar una audiencia; para el operador de inteligencia y su comandante ese objetivo puede variar, desde la invasión por sorpresa de un país vecino hasta el rescate de una patrulla en territorio enemigo; pero en todo caso el objetivo define el problema. Al 2) planificar, el operador debe decidir cómo quiere que su víctima reaccione ante la situación que va a plantearse. El mago sólo requiere que su audiencia concentre su atención e interés en el efecto, a exclusión del método; para el operador de inteligencia el problema es usualmente más complejo, pues se trata de lograr no sólo que el adversario piense de cierta manera sino también que actúe en consecuencia. 3) El tercer paso consiste en decidir qué se quiere que la víctima perciba específicamente sobre los hechos o eventos. 20 21 Ibid., p. 185. Ibid., p. 187. P Á G 329 Ibid., pp. 188-189. Engaño, magia, ilusión y fricción en la guerra 4) En cuarto lugar, el operador debe decidir qué se va a esconder y qué se va a mostrar sobre esos hechos o eventos. 5) En este punto el operador debe analizar la composición de la realidad del caso (lo que se va a ocultar), de modo de identificar sus rasgos distintivos y cuáles específicamente van a ser eliminados o añadidos a objeto de enmascarar (repackaging or dazzle). 6) Lo mismo que en el punto anterior, para imitar, inventar o producir un señuelo. 7) El operador ya ha definido el efecto que quiere lograr y ha formulado su método para obtenerlo. Ahora debe explorar las vías alternativas para presentar el efecto a su víctima. Se trata de una cuestión de recursos, de capacidades y de aptitudes, tanto de magos como de operadores de inteligencia. 8) Terminada la fase de planificación se inicia la parte operativa propiamente dicha. En la magia, el planificador es comúnmente también el ejecutor. En el campo de la inteligencia militar y política, el planificador usualmente deja en manos de otros la presentación concreta del «efecto». 9) Es indispensable asegurarse de que la comunicación del efecto se lleve a cabo a través de canales abiertos a los sensores del adversario, para que este último los capte y no se pierdan en un limbo. Es inútil que un mago imite el sonido de monedas ante un sordo, o que un operador de inteligencia coloque avisos falsos en un periódico que el enemigo posiblemente jamás lee. 10) Finalmente, si el engaño va a tener éxito, es imperativo que la víctima acepte el efecto percibiéndolo como una ilusión. Llegados a este punto el engaño fracasará sólo si la víctima no presta atención al efecto que se le presenta, o si lo nota pero lo juzga irrelevante, o si malinterpreta su significado, o si detecta el método (como cuando a un mago se le ven las cartas bajo la manga). La víctima notará la presentación si se la diseña para atraer su atención; la hallará relevante si puede mantener su interés; construirá la hipótesis adecuada acerca de su significado si lo que se le presenta es congruente con los esquemas conceptuales de su mente y su memoria; y por último, no percibirá el engaño si las incongruencias de la presentación permanecen inaccesibles a sus sensores sicológicos.22 22 P Á G 330 II. La sorpresa en la guerra y la política A mi modo de ver, estas y otras fórmulas procedimentales sobre el arte del engaño son ciertamente útiles para los que aspiran practicarlo, en la magia o en la guerra. Desde luego, el engaño es un arte creativo, y con el mismo ocurre lo que con la pintura o el arte de escribir obras de ficción o de poesía, así como con la música. Es posible, por supuesto, enseñar pintura, música y hasta métodos para escribir a alguien, pero con ello solamente no se sustituye el talento ni se crea un virtuoso. Existen elementos adicionales que son indispensables y que tienen que ver con la motivación y el «instinto natural» en determinados individuos. Es difícil que pueda llegarse a enseñar de manera sistemática y estructurada el arte del engaño, de la misma forma que es difícil, probablemente imposible, enseñar a alguien a ser un artista original. No obstante, como señala Handel, hay ciertas condiciones que facilitan el desarrollo del arte del engaño. En primer término, y enfatizando un punto ya varias veces anotado en estas páginas, para engañar con éxito es crucial que el que pretende hacerlo (un individuo u organización) sea capaz de ver las cosas desde el punto de vista de su potencial víctima. Esto exige estudio y conocimiento de sus esquemas mentales, de su ambiente cultural, de sus preferencias y rechazos, y hasta de su lenguaje, hábitos y aspiraciones. Es de interés señalar que un estudioso del tema, Scott Boorman, en su investigación sobre el enfoque chino de la estrategia, sostiene que el engaño ha sido tradicionalmente parte muy relevante de la concepción estratégica en esa nación debido a que está presente de manera habitual en el clima cultural de las relaciones interpersonales. Los chinos aparentemente suponen que el engaño ocurre y debe ocurrir constantemente entre individuos como un método de «salvar la cara» (el honor), dejando de lado o minimizando verdades excesivamente amenazantes.23 Desde los lejanos tiempos de Sun Tzu, en el siglo iv antes de Cristo, los chinos han alabado y exaltado las victorias obtenidas a través del engaño que logra erosionar el deseo o la capacidad del adversario para dar batalla.24 Si bien es sugestiva la posible relación entre la propensión al engaño o la sinceridad a nivel interpersonal, por un lado, y la disposición al engaño en la política y la guerra, por el otro, no es conveniente establecer normas rígidas sobre la materia y concluir, por ejemplo, que un país es 23 24 Scott A. Boorman, «Deception in Chinese Strategy», en W. W. Whitson, ed., The Military and Political Power in China in the 1970s. New York: Praeger, 1972, pp. 315-316. Ibid., pp. 318-323. P Á G 331 Barton Whaley, Stratagem, Deception and Surprise in War. Cambridge: mit Center for International Studies, 1969 (mimeo), pp. 6-12. Handel, «Intelligence and Deception», p. 136. Ibid., pp. 137, 144. R. J. Heuer, Jr., Strategic Deception: A Psychological Perspective. Los Angeles, Calif., March 1980, (mimeo), pp. 17-18. Engaño, magia, ilusión y fricción en la guerra menos capaz de engañar que otro. Sin embargo, el campo está abierto al estudio y al debate. Adicionalmente, en otra de sus importantes investigaciones del tema, Whaley ha especulado sobre la posible existencia de un tipo de personalidad especialmente apta para el engaño y la sorpresa, y otro tipo con escasas habilidades al respecto. 25 No puede decirse que los haya identificado; no obstante, en líneas generales, históricamente, los más hábiles practicantes del arte del engaño en la guerra (T. E. Lawrence «de Arabia», Hitler, Churchill, Giap, Sadat y Dayan, entre otros), han sido personajes en extremo individualistas y competitivos, poco aptos para trabajar en grandes organizaciones, con preferencia a actuar por su lado y menospreciando la rutina. Son además personas muy convencidas acerca de la superioridad de sus propios puntos de vista sobre los de los otros. Al contrario, y en teoría, las personas que «se sienten cómodas trabajando con grupos grandes, que prefieren actuar según el consenso democrático, y que con facilidad se involucran en tareas rutinarias, son candidatos poco promisorios para practicar el arte del engaño». 26 ¿Qué puede decirse en cuanto a la posibilidad de aumentar los chances de detectar un engaño? Sobre el punto las opiniones divergen, y van desde un acentuado pesimismo hasta un moderado optimismo. Handel argumenta que es muy difícil aconsejar a una potencial víctima del engaño acerca de cómo descubrirle y evitarle: «En tal sentido, las dificultades para evitar el engaño son bastante similares a los obstáculos inherentes en todo intento de anticipar un ataque por sorpresa». Handel alcanza la conclusión de que el engaño, aun cuando no logre todas sus metas originales, casi nunca fracasa y favorece por tanto al que engaña.27 Heuer, por su parte, señala que «los prejuicios perceptuales y cognoscitivos favorecen intensamente al que intenta engañar, en tanto que su tarea se dirija a reforzar las preconcepciones de la víctima, o simplemente a crear ambigüedad y duda sobre sus verdaderas intenciones».28 Merece la pena citar este extenso párrafo suyo: 25 26 27 28 P Á G 332 II. La sorpresa en la guerra y la política Las precauciones y la alerta ante la posibilidad del engaño pueden influenciar nuestra capacidad de abrirnos a nueva información, pero no necesariamente en forma positiva. El estímulo para cambiar nuestra interpretación de una situación sólo puede provenir del reconocimiento de una incompatibilidad entre nuestra apreciación actual y una evidencia nueva. Si la gente es capaz de explicar esta nueva evidencia a su satisfacción, con escaso cambio en las creencias prevalecientes, sólo raramente sentirá la necesidad de cambiar esas creencias en forma drástica. El engaño proporciona elementos «facilitadores» de la explicación para los nuevos datos. Si la evidencia no encaja en nuestras preconcepciones, puede ser relegada como un engaño. Además, mientras más alertas y sospechosos seamos ante el engaño, más fácilmente accesibles estarán los ingredientes de la explicación. La sospecha y alerta ante el engaño presuntamente estimulan un examen más cuidadoso y sistemático de la evidencia. No obstante, la anticipación frente al engaño también conduce al analista a ser más escéptico ante toda evidencia, y en la medida en que la evidencia se considere desconfiable, las preconcepciones del analista jugarán un mayor papel en la determinación de lo que se va a creer finalmente. Todo lo cual conduce a la paradoja de acuerdo con la cual mientras más alertas estemos frente al engaño, es más probable que seamos engañados. 29 Whaley adopta una actitud menos pesimista y sostiene que ... la posibilidad de detectar el engaño, cualquiera que sea, es inherente al esfuerzo de engañar. Toda operación de engaño necesaria e inevitablemente deja huellas. El analista sólo requiere de los sensores adecuados y de las hipótesis cognoscitivas apropiadas para detectar y entender el significado de esas huellas. El problema es enteramente de técnica y procedimientos y no de teoría [...] Ya que todo (eventos u objetos) puede en alguna medida simularse y disimularse, el engaño siempre es posible. Sin embargo, como esto nunca puede hacerse a la perfección, el contraengaño es también siempre posible. 30 29 30 Ibid., p. 47. Whaley, «Toward a General Theory of Deception», p. 190. P Á G 333 Engaño, magia, ilusión y fricción en la guerra No obstante, Whaley se queda corto y no presenta una «teoría del antiengaño»; de paso, sus apreciaciones optimistas tienen que ser vistas en perspectiva en relación con un trabajo anterior donde el mismo autor arremetió contra las «exhortaciones para evitar ser engañados [...] que son tan inútilmente homiléticas como los que las emplean».31 Clausewitz, en su momento y lugar, otorgó en algunos pasajes de su obra relativamente escasa importancia al arte del engaño en la guerra, argumentando que era peligroso «utilizar recursos y tiempo meramente para crear una ilusión».32 Desde entonces muchas circunstancias han cambiado y el engaño y la sorpresa han adquirido significativa relevancia. Ejecutar el engaño no es tan fácil como desearlo y concebirlo, y sin caer en posturas extremas de tipo pesimista u optimista, conviene insistir en que el engaño y la sorpresa en la guerra y la política no son panaceas, y de hecho pueden generar consecuencias altamente indeseables. A pesar de ello el engaño ha probado muchas veces ser un instrumento formidable para el logro de determinados objetivos, y por ello se sigue y se seguirá usando en numerosas esferas de la existencia humana. Fricción, azar e incertidumbre La guerra y la política son territorios invadidos por el azar y la incertidumbre. Bien decía Clausewitz, al formular su «definición trinitaria» de la guerra, que esta última está compuesta por la violencia primordial, el juego del azar y la probabilidad, y la razón política que –al menos en teoría– debe someter el hecho bélico y subordinarle a un control racional.33 A lo largo de estas páginas, al analizar la sorpresa y el engaño, nos hemos referido en varias ocasiones al papel de la incertidumbre y en alguna oportunidad hemos mencionado de manera tangencial el concepto clausewitziano de «fricción». Es natural, o al menos es común, que en los estudios de esta índole, en los que fenómenos complejos son inevitablemente reducidos a algunas de sus variables, se asuma un modelo Whaley, Stratagem, Deception and Surprise in War, p. 147. Clausewitz, p. 203. Ibid., p. 89. 31 32 33 P Á G 334 II. La sorpresa en la guerra y la política de racionalidad para el análisis de los procesos decisionales. Al mismo tiempo es común que de manera explícita o implícita la incertidumbre y el azar sean considerados como factores primordialmente negativos y perturbadores, cuyos efectos deben a toda costa minimizarse. Cabe sin embargo preguntarse si semejante visión de las cosas es acertada. Clausewitz observó que «Ninguna otra actividad humana está tan total y continuamente penetrada por el azar y la incertidumbre como la guerra [...] La guerra es el dominio de la incertidumbre», afirmando igualmente que la guerra es como «un juego», la actividad humana que «más se parece a una partida de cartas».34 Para Clausewitz era claro que el peso de la violencia y la incertidumbre tiende a limitar las posibilidades del control racional en la guerra; no obstante, ello no le llevaba al absurdo de pretender, por así decirlo, desterrar el azar y la incertidumbre de un fenómeno tan hondamente impregnado de esos factores, característicos del conflicto humano. Clausewitz no llegó a sostener que el azar y la incertidumbre son siempre positivos; en De la guerra esos factores son analizados con criterio neutral. No obstante, Clausewitz enfatizó que es precisamente en medio del azar y la incertidumbre donde se despliega la creatividad política y militar que consagra a los grandes líderes y comandantes. Son factores que abren posibilidades que el actor político y militar debe estar en capacidad de aprovechar. Si bien el azar y la incertidumbre son a veces fenómenos perturbadores, Clausewitz también sugiere que pueden ser bienvenidos: «Aunque nuestro intelecto constantemente ansía la claridad y la certidumbre, nuestra naturaleza con frecuencia encuentra fascinación en la incertidumbre. Preferimos soñar despiertos en los dominios del azar y de la suerte en lugar de acompañar al intelecto en su estrecho y tortuoso camino de especulación filosófica y deducción lógica...».35 Estas ideas de Clausewitz sobre el rol del azar y la incertidumbre y acerca del espacio creativo que son capaces de abrir, tienen singular relevancia con el objeto de colocar el análisis de la «fricción» en adecuada perspectiva. Al contrario de muchos otros estudiosos de la guerra y la política, desde su tiempo hasta el nuestro, Clausewitz no consideró el juego del azar y la incertidumbre como intrínsecamente pernicioso, ni jamás pretendió someter la guerra a normas rígidas y dogmas estrictos. El rol del azar y la incertidumbre estimulan en líderes y comandantes la 34 35 Ibid., p. 85-86, 101. Ibid., p. 86. P Á G 335 K. L. Herbig, «Chance and Uncertainty in On War», en M. Handel, ed., Clausewitz and Modern Strategy. London: Frank Cass, 1986, p. 100. Clausewitz, p. 136. Ibid., p. 119. Herbig, «Chance and Uncertainty in On War», p. 105. Clausewitz, p. 139. Engaño, magia, ilusión y fricción en la guerra capacidad de responder de forma creativa ante la adversidad, con flexibilidad intelectual y operativa, a objeto de aprovechar y sacar ventaja de los impredecibles designios de la «fortuna» (el término empleado por Maquiavelo), en lugar de dejarse avasallar por lo imprevisto.36 De allí la pertinencia de las tres principales objeciones que Clausewitz hace a los sistemas teóricos que intentan someter a la guerra a un marco rígido de principios inmutables: en primer lugar, «aspiran establecer valores fijos, pero en la guerra todo es incierto, y los cálculos tienen que hacerse con base en factores variables»; en segundo lugar, «dirigen la investigación exclusivamente hacia factores cuantitativos y físicos, cuando en realidad toda acción militar está impregnada de fuerzas y efectos sicológicos»; finalmente, los sistemas dogmáticos «consideran tan sólo la acción unilateral, pero en realidad la guerra consiste en una continua interacción de fuerzas opuestas».37 Las reflexiones de Clausewitz sobre el papel del azar y la incertidumbre son muy importantes para colocar en su justa proporción el concepto de «fricción» y su incidencia en el análisis de la sorpresa. La noción clausewitziana de «fricción» es una especie de metáfora que cubre «aquellos factores que diferencian la guerra real de la guerra sobre el papel».38 La «fricción» es producto inevitable, siempre presente, de la falibilidad humana, a la que se añaden el peligro, el cansancio y el miedo. Los líderes y comandantes que comprenden acertadamente la dinámica de la fricción no son aquellos que intentan impedir lo inevitable, sino los que entienden que la «fricción» impone límites sobre lo que es o no posible y que es necesario estar preparados para responder con creatividad ante lo imprevisto.39 Ya que la guerra, por definición, se mueve en función de una dinámica de acción y reacción, carece de sentido estudiar sólo un lado del fenómeno y lo que uno solo de los bandos en pugna puede o no puede hacer: «... la misma naturaleza de la interacción hace a la guerra impredecible».40 No solamente las intenciones y reacciones del adversario constituyen una fuente permanente de incertidumbre, sino que también el enemigo puede, a través de sus disposiciones secretas, velocidad de movimiento 36 37 38 39 40 P Á G 336 II. La sorpresa en la guerra y la política o habilidad para realizar lo que parecía imposible, tomarnos por sorpresa. Clausewitz enfatiza que el azar y la incertidumbre también juegan un papel en la sorpresa, y así como en numerosas ocasiones contribuyen a hacerla efectiva también pueden intervenir para frustrarla: «Los grandes éxitos en acciones sorpresivas no dependen solamente de la energía y la resolución del comandante, sino que son favorecidos por circunstancias adicionales».41 El azar puede sorprendernos; el enemigo puede sorprendernos, y también puede ocurrir que el enemigo nos sorprenda porque sus propios planes fueron favorecidos por la intervención del azar.42 Este último nivel de complejidad es el que más interesa a Clausewitz y su obra abunda en ejemplos orientados a mostrar esta constante participación de lo imprevisible, que es el espacio de la creatividad. A pesar de todo lo dicho, la experiencia indica que los decisores con demasiada frecuencia son renuentes a admitir la «fricción», que aspiran entenderlo y en especial controlarlo todo, y se sienten incómodos con las cosas «dejadas al azar».43 Estas actitudes se ven reforzadas por la frustración que se origina en las dificultades para evitar la sorpresa, dificultades que existen y seguirán existiendo a pesar de los grandes avances tecnológicos en la recolección y procesamiento de información, así como intelectuales en la comprensión del fenómeno. No obstante, continúa vigente la máxima napoleónica según la cual «la incertidumbre es la esencia de la guerra y la sorpresa es su regla».44 Hasta ahora he discutido algunas de las principales dificultades del trabajo de inteligencia en relación con el problema de la sorpresa, colocando el énfasis en un modelo analítico que centra su atención en los mecanismos de la percepción y las predisposiciones generadoras de «ruido», que entorpecen la evaluación acertada de la información disponible. En líneas generales, este modelo conduce a conclusiones más bien pesimistas sobre las posibilidades de escudriñar el presente y el futuro y evitar la sorpresa, pues se parte de la premisa según la cual la mente humana –en particular en situaciones de gran tensión, ambigüedad e incertidumbre– es poco capaz de someter a crítica sus esquemas conceptuales, suposiciones y prejuicios, y busca por el contrario cualquier signo que tienda a 41 42 43 44 Ibid., p. 199. Herbig, «Chance and Uncertainty in On War», p. 113. Robert Jervis, Perception and Misperception in International Politics. Princeton: Princeton University Press, 1976, pp. 319-323. Citado por Handel, «Intelligence...», p. 270. P Á G 337 Barton Whaley, Codeword Barbarossa. Cambridge: The mit Press, 1973. Abraham Ben-Zvi, «The Study of Surprise Attacks», British Journal of International Studies, 5, 2, July 1979, pp. 129,149. Engaño, magia, ilusión y fricción en la guerra reforzar esas nociones preestablecidas. Por ello, autores como Steinbruner y Whaley (cuyo estudio sobre el caso Barbarroja es uno de los más notables del género),45 se pronuncian a favor de modelos decisionales sustentados en la cibernética que tratan de minimizar el rol de la voluntad consciente en los asuntos humanos. Se supone que los decisores poseen un conjunto muy limitado de respuestas para enfrentar estímulos externos, y por lo tanto son incapaces de desembarazarse de sus condicionamientos y superar determinados límites o reglas de decisión. A mi modo de ver, si bien las dificultades son significativas no se justifica un total pesimismo respecto de las potencialidades y realizaciones del trabajo de inteligencia. Y aquí vale la pena referirse a un esquema de análisis que ignora el papel del azar, de la falibilidad humana, de las coincidencias y consecuencias no deseadas de las decisiones y acciones en el campo de la sorpresa estratégica. Se trata de las teorías revisionistas, ya mencionadas en la introducción a este estudio, de acuerdo con las cuales la manipulación y las conspiraciones, en lugar de la confusión y la falibilidad humanas, son los verdaderos responsables de las fallas y los errores que se ponen de manifiesto en la reiterada incapacidad para prevenir la sorpresa. En relación con eventos como el ataque a Pearl Harbor, la guerra de Corea y la guerra de octubre de 1973 en el Medio Oriente, las tesis revisionistas sostienen que la ruptura de hostilidades fue el resultado de una elaborada trama, diseñada para incitar al adversario a «disparar el primer tiro» y así hallar justificación para desatar la guerra. Por lo tanto, estas crisis –presuntamente– no fueron el producto de genuinas fallas humanas, así como del papel del azar y de los adecuados planes y ejecutorias de los que sorprendieron, sino más bien el resultado de provocaciones deliberadas y de «sorpresas manufacturadas».46 Las versiones revisionistas de eventos como el ataque a Pearl Harbor tienen gran popularidad, así como otros tipos de visiones e interpretaciones conspirativas de la historia, pero lo cierto es que exageran y sobrestiman enormemente la capacidad humana para planificar y manipular la realidad, e ignoran que los actores políticos no funcionan en un vacío, sino que se mueven dentro de un complejo contexto sociopolítico, sicológico y militar, el cual –en medio del azar y la incertidumbre– restringe en 45 46 P Á G II. La sorpresa en la guerra y la política 338 grados variables su libertad de acción y capacidad de maniobra. En este sentido puede afirmarse, y ello será más detalladamente discutido en el siguiente capítulo, que las tesis revisionistas no son usualmente convincentes, al menos en lo que atañe al tema de la sorpresa, aunque en algunos casos han añadido elementos de gran interés al estudio de acontecimientos como la sorpresa en Pearl Harbor y la guerra del Yom Kippur. ¿Cómo minimizar las posibilidades de error en la tarea de inteligencia y qué hacer si a pesar de todo ocurre la sorpresa? En relación con la primera parte de la interrogante, el mejoramiento de la relación entre señales y ruido exige avanzar en tres direcciones convergentes y complementarias, a saber: 1) Creación y mantenimiento de nítidos y directos canales de comunicación e intercambio entre analistas y decisores. 2) Reemplazo de la concepción de un conocimiento «objetivo», que refleja un orden fáctico «dado» (y por tanto no refutable ni sometible a tests) por una noción diferente, que otorgue mayor cabida a la imaginación y posibilite la producción de hipótesis alternativas, criticables y refutables. Ello a su vez requiere la incorporación en el trabajo de inteligencia de un esquema conceptual con la suficiente amplitud y flexibilidad para evitar dogmatismos esterilizantes y unidimensionales. 3) Constitución de varias agencias de inteligencia competitivas entre sí, capaces de suministrar opciones a los decisores. Como se ha argumentado previamente, las decisiones son tomadas en el marco de determinados esquemas conceptuales y horizontes de expectativas que influyen significativamente en las percepciones e interpretaciones de una situación por parte de los actores políticos. De allí la importancia de que los analistas de inteligencia conozcan en la mayor medida posible las concepciones predominantes en los decisores, y que estos últimos se esfuercen por hacer explícitas sus posiciones y expectativas y por exponerlas al examen crítico de sus asesores en materia de inteligencia. Ello puede sin duda contribuir a reconocer y minimizar –si es el caso– los prejuicios latentes en la mente del decisor, y tal vez a un consecuente aumento en la calidad de las políticas. La comunicación entre analistas y decisores es también vital para que ambos se proporcionen información que sea verdaderamente relevante. La información básica en sus diversas formas (reportes, observaciones, datos estadísticos, fotografías, etc.) es crucial para la tarea de inteligencia, pero por sí sola no basta. Las dificultades para distinguir entre ruido y señales imposibilitan confiar en una idea del conocimiento como P Á G 339 Sobre los «mapas cognoscitivos» y el procesamiento multidimensional de información, véase P. Suedfeld y P. Tetlock, «Integrative Complexity of Communications in International Crisis», Journal of Conflict Resolution, xxx, 1977, p. 112. También J. G. Stein, «Freud and Descartes. The Paradoxes of Psychological Logic», International Journal, xxxii, 1977, pp. 444-445. Engaño, magia, ilusión y fricción en la guerra reflejo de un orden fáctico, un conocimiento basado en la acumulación supuestamente objetiva y desprejuiciada de «hechos». Es indispensable entender y asumir el papel de la imaginación y la teorización en el trabajo de inteligencia, y complementar el esfuerzo de acumulación de información básica con una idea del conocimiento sustentada en la invención, sólidamente fundada, de explicaciones (hipótesis refutables) sobre una realidad determinada, un conocimiento que sea, por tanto, capaz de ser sometido a tests. Así como las tesis revisionistas –algunas de las cuales serán posteriormente consideradas en este estudio– sobrestiman la capacidad humana para manipular la realidad política, las explicaciones que enfatizan las limitaciones del conocimiento y de la percepción en la tarea de inteligencia con frecuencia subestiman las potencialidades de la imaginación, la iniciativa intelectual y el uso analítico de esquemas cognoscitivos integrativos y multidimensionales.47 La habilidad de considerar diversos puntos de vista en forma simultánea, de integrarlos y responder ante ellos de manera flexible, permiten disminuir las restricciones de esquemas paradigmáticos simples y no diferenciados, así como de marcos conceptuales preexistentes y muchas veces contaminados por prejuicios implícitos. En el camino de instituir mecanismos destinados a mejorar la labor de inteligencia, es útil la propuesta de asignar a ciertos analistas la función de actuar como especie de «abogados del diablo» dentro de sus propias agencias, cuestionando y sometiendo a crítica sistemática las concepciones y métodos interpretativos predominantes. Este «pluralismo conceptual» puede servir de contrapeso a las fuertes tendencias hacia la homogeneización y esclerosamiento de criterios en una misma agencia, de consecuencias altamente negativas para el análisis de problemas complejos. No hay que perder de vista, sin embargo, que el uso eficaz de este pluralismo interpretativo requiere usuarios (decisores) capaces de discernir entre interpretaciones fantasiosas y análisis realistas, decisores con la fuerza moral para escoger con convicción y seguir su ruta con firmeza pero sin dogmatismo. Sabemos, no obstante, que este tipo de líderes no aparece con la frecuencia deseable en el campo político. 47 P Á G 340 II. La sorpresa en la guerra y la política El problema del análisis de inteligencia es inseparable del de la toma de decisiones en condiciones de incertidumbre. No se puede garantizar la previsión, pero sí se puede –en cierta medida– mejorar los chances de actuar a tiempo con base en señales, para así evitar o al menos moderar el impacto de eventos perjudiciales para el interés propio. Ello puede lograrse a través de análisis más sofisticados y multidimensionales de la información que se posea, haciendo más explícitos, así como tentativos, los marcos conceptuales en que se introducen nuevos datos, y «refinando, subdividiendo y haciendo más selectivo el rango de nuestras respuestas, de manera que éstas puedan amoldarse a las ambigüedades de nuestra información, y se logre disminuir el riesgo de error y de pasividad».48 Desde luego, en materia de inteligencia política y militar no existen panaceas, y todas las prescripciones destinadas a resolver el recurrente problema de la sorpresa tienen una validez limitada, pues la posibilidad de un ataque por sorpresa es parte integrante del conflicto y la guerra. De allí que para países colocados en una situación estratégica caracterizada por permanentes e intensas amenazas a la seguridad nacional en términos militares, sea recomendable preparar las fuerzas de defensa para combatir eficazmente aun en condiciones de ataque por sorpresa. De igual forma, y esto se aplica a un mayor número de países, en caso de duda respecto de la inminente posibilidad de un ataque por sorpresa, es siempre más seguro movilizarse a tiempo y estar preparados, a pesar de los costos financieros que ello implica y de que pueda tratarse de una falsa alarma. La incertidumbre es parte de la vida, pero en ciertos campos, como el de la defensa nacional, jamás se le debe aceptar pasivamente. Algunas de las medidas posibles para reaccionar frente a un ataque por sorpresa, una vez que este último tiene lugar, son las siguientes: 1) Mejorar los planes militares preexistentes destinados a operar en medio de la sorpresa (planes de contingencia). 2) Tomar medidas especiales para la protección, ante cualquier eventualidad, de los centros de comando y comunicación del sistema político-militar nacional, es decir, del «sistema nervioso» del Estado y su gobierno. 3) Establecer preparativos para la movilización acelerada en caso de emergencia, bajo condiciones de ataque.49 48 49 Roberta Wohlstetter, «Cuba and Pearl Harbor: Hindsight and Foresight», Foreign Affairs, July 1975, p. 707. Handel, «Intelligence...», p. 27. P Á G 341 Engaño, magia, ilusión y fricción en la guerra Como comúnmente ocurre, este tipo de admonición es más fácil de expresar que de ejecutar, aunque por supuesto nunca es superfluo intentar prepararse para lo inesperado. Resta ahora, en el siguiente capítulo, y con la ayuda de los elementos teóricos ya discutidos, abordar el análisis de varios y disímiles casos de sorpresa, para observarla en la práctica y admirar su ejecución. P Á G La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa 343 Pearl Harbor: Ni conspiración ni estupidez En la introducción a este estudio señalé que la complejidad del fenómeno de la sorpresa estratégica pone en cuestión los esfuerzos interpretativos de tipo unilateral, que intentan simplificar la realidad y que no toman en cuenta el conjunto de variables que usualmente intervienen en el problema. Esta observación adquiere particular relevancia cuando se analizan de manera específica casos concretos de sorpresa militar y política, que es precisamente el objetivo de este capítulo, comenzando por uno de los más controversiales y aún discutidos ejemplos de sorpresa militar: el exitoso ataque japonés contra la flota norteamericana del Pacífico, anclada en Pearl Harbor, Hawai, en diciembre de 1941. En torno a Pearl Harbor, sus orígenes, impacto y consecuencias existen básicamente tres posiciones, que son las siguientes: en primer término, se encuentran aquellos que, como Wasserman y –en menor medida– Wohlstetter, sostienen que la sorpresa se debió esencialmente a fallas y errores de interpretación de inteligencia y no a la carencia de datos e informaciones sobre las intenciones y preparativos japoneses. En palabras de Wasserman, «El ataque fue sorpresivo porque la información existente nunca fue adecuadamente evaluada y por ello su verdadero significado jamás fue asimilado».1 Wohlstetter, por su parte –y a pesar de su extremo rigor intelectual, que le conduce a ser más cuidadosa en los juicios–, también afirma en su notable estudio del caso que «si los sistemas de inteligencia norteamericanos y otros canales de información no fueron capaces de generar una imagen acertada de las intenciones y capacidades japonesas, ello no se debió a la carencia de adecuado y suficiente Bruno Wasserman, «The Failure of Intelligence Prediction», Political Studies, viii, 2, 1960, p. 165. 1 P Á G 344 II. La sorpresa en la guerra y la política material. Nunca antes habíamos poseído un cuadro tan completo de informaciones». Su conclusión es que «los decisores norteamericanos tenían en sus manos una impresionante masa de información sobre el enemigo» y que su incapacidad para anticipar el ataque japonés no se debió a la ausencia de datos relevantes, sino al exceso de datos irrelevantes [es decir, al “ruido”, ar]».2 No obstante, y para hacer justicia a esta autora, Wohlstetter ha dejado constancia de que «los datos eran ambiguos e incompletos», de que «nunca hubo una señal definitiva que indicase el ataque, sino, más bien, una acumulación de datos que, en conjunto, tendían a cristalizar la sospecha». Sin embargo, «las verdaderas señales siempre estuvieron sumergidas bajo el ruido o irrelevancia de las señales falsas. Ese ruido fue parcial y deliberadamente producido por nuestros enemigos, otro fue producto del azar y otro lo generamos nosotros mismos».3 Un segundo grupo de autores, entre los que destaca Ariel Levite en un heterodoxo y desafiante análisis del caso, argumentan que «la sorpresa en Pearl Harbor [...] fue básicamente el resultado de fallas en la recolección de inteligencia [es decir, el acceso a la información, ar], y no de evaluación del material». De acuerdo con Levite, ... previamente al 7 de diciembre de 1941, Estados Unidos no poseía nada que remotamente pareciese evidencia concreta de que Japón se preparaba realmente a atacar un blanco norteamericano, muchos menos Pearl Harbor, en esa fecha. Tampoco poseía Estados Unidos información sólida de que Japón contemplaba un ataque aéreo contra Pearl Harbor como movida inicial de una guerra, si y cuando tal guerra ocurriese [...] Los Estados Unidos tenía amplia información –antes del ataque– sobre la identidad del adversario (quién) y sus motivaciones (por qué), pero sus datos acerca de otras dimensiones clave: si el enemigo iba a actuar contra Estados Unidos, dónde y cómo actuaría, y de qué forma, estos datos –repito– eran pobres en extremo, tanto en cantidad como en calidad.4 Por su lado, y en el mismo sentido, David Kahn afirma que si bien «Estados Unidos esperaba una eventual guerra con Japón, esa expectati2 3 4 Roberta Wohlstetter, Pearl Harbor: Warning and Decision. Stanford: Stanford University Press, 1962, pp. 382, 387. R. Wohlstetter, «Cuba and Pearl Harbor: Hindsight and Foresight», Foreign Affairs, July 1975, p. 705. Ariel Levite, Intelligence and Strategic Surprises. New York: Columbia University Press, 1987, pp. 82, 78-79. P Á G 345 David Kahn, «The Intelligence Failure of Pearl Harbor», Foreign Affairs, Winter 1991-1992, pp. 147-148. H. E. Barnes, ed., Perpetual War for Perpetual Peace. Idaho: Caldweil, 1953, p. 651. La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa va no podía implicar el conocimiento de un ataque a Pearl Harbor, pues es imposible en lógica saltar de una creencia general a una predicción específica [...] Ni un solo dato de inteligencia ni una sola intercepción apuntó jamás hacia un ataque a Pearl Harbor. No hubo, en términos de Wohlstetter, señal que detectar. La inteligencia existente, aunque buena en algunas áreas, no era lo suficientemente buena», y concluye que «La falla de inteligencia en Pearl Harbor no fue de análisis, sino de recolección de datos».5 Finalmente, ha proliferado una tendencia revisionista que sostiene que no hubo tal falla de inteligencia en relación con Pearl Harbor sino una verdadera «conspiración» de parte de los mismos decisores norteamericanos –en especial el propio presidente, Franklin Delano Roosevelt– para que el ataque japonés tuviese lugar exitosamente. Dicho de otro modo, en Pearl Harbor el problema no fue ni de recolección ni de análisis de información, sino de manipulación política. Como lo expresa Barnes, «La conclusión central de la escuela revisionista sobre Pearl Harbor es ésta: a objeto de promover sus ambiciones políticas personales y su cuestionable política exterior, Roosevelt permitió que alrededor de 3.000 jóvenes norteamericanos fuesen masacrados sin necesidad».6 ¿Qué verdad puede extraerse de puntos de vista tan contrapuestos? Como con frecuencia ocurre con el tema de la sorpresa, la complejidad del fenómeno conduce a algunos a «perder de vista el bosque por andar viendo los árboles», a hallar coherencia donde imperan la confusión y el desorden, a descubrir conspiraciones porque no se logra creer en la falibilidad humana, o a maximizar o minimizar elementos de análisis para satisfacer teorías preconcebidas. Pienso que para producir un juicio equilibrado sobre éste, así como cualquier otro caso de sorpresa, es imperativo considerar todos los ángulos del problema y aclarar estos aspectos: 1) ¿Qué llevó al Japón a atacar y cuáles eran las percepciones predominantes del lado norteamericano? 2) ¿Qué sabían y qué no sabían los servicios de inteligencia y los decisores norteamericanos? ¿En qué medida se recibieron señales y en qué medida el ruido, autogenerado o producido por el enemigo, ocultó la verdad? ¿Qué tan exitosos fueron los japoneses en el engaño y el secreto? 5 6 P Á G 346 II. La sorpresa en la guerra y la política 3) ¿Cómo y por qué atribuir responsabilidades respecto de Pearl Harbor? ¿Fue un error imperdonable dejarse tomar por sorpresa, o, más bien, hallarse tan gravemente desprevenidos cuando la sorpresa ocurrió? Para entender adecuadamente por qué y cómo se dio la sorpresa en Pearl Harbor hay que conocer ante todo las razones japonesas para atacar y la percepción norteamericana sobre esas razones. En el capítulo titulado «Escepticismo, conocimiento y racionalidad» se trató el tema de la «racionalidad» en la toma de decisiones, y se señalaron las limitaciones de un concepto estrecho de «racionalidad», que no tome en cuenta las diferencias culturales y los impulsos motivacionales (valores) de los decisores en circunstancias específicas. Observada con frialdad y en perspectiva histórica, la decisión japonesa de ir a la guerra contra una nación muchas veces más poderosa, como era Estados Unidos en 1941, luce «irracional». No obstante, como tuve ocasión de mostrar en un detallado estudio redactado hace algunos años sobre el proceso decisional japonés,7 los compromisos políticos, valores éticos y tendencias motivacionales de los dirigentes japoneses en ese momento permiten explicar la decisión «irracional» que tomaron y la manera como intentaron implementarla, culminando eventualmente en Hiroshima y Nagasaki. Por años el Imperio japonés había invertido enormes recursos humanos y materiales, además de imagen y prestigio políticos, en un infructuoso intento de dominar por completo China e Indochina. La exigencia norteamericana de que Japón retirase sus tropas, aceptase la humillación y admitiese que sus fines en todo momento habían estado errados y eran agresivos, era absolutamente indigerible para los principales líderes militares y civiles del Imperio, y si bien el propio Emperador tenía sus dudas acerca de una guerra con Estados Unidos, su posición era ambigua y equívoca. El dilema japonés fue expuesto claramente por el entonces subjefe del Estado Mayor del Ejército, Tsukada, en una intervención en la Conferencia Imperial del 1.º de noviembre de 1941: «En general, las perspectivas si vamos a la guerra [contra Estados Unidos] no son brillantes [...] Por otra parte, no es posible mantener el statu quo. De allí que, inevitablemente, uno tenga que alcanzar la conclusión de que debemos ir a la guerra».8 Habiendo descartado la alternativa de abandonar sus fines políticos ex7 8 A. Romero, «El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941», en Tiempos de conflicto. Ensayos político-estratégicos. Caracas: Ediciones de la Asociación Política Internacional, 1986, pp. 189-229; también en este volumen, pp. 465-510. Citado en Nobutaka Ike, ed., Japan’s Decision for War. Records of the 1941 Policy Conferences. Stanford: Stanford University Press, 1961, p. 207. P Á G 347 La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa pansionistas, así como de aceptar la creciente hegemonía norteamericana en Asia, y ante la dura realidad del desequilibrio entre el poderío bélico de Japón y el de su principal adversario, sólo quedaba una opción a los dirigentes japoneses: planificar un tipo de guerra que posibilitase una victoria limitada pero satisfactoria. Japón no atacó Pearl Harbor bajo la expectativa de derrotar con ello a Estados Unidos, sino de eliminar la flota norteamericana del Pacífico y así desarrollar sin mayores obstáculos su amplio proceso de conquista militar en Asia. Los decisores japoneses sabían que Washington reconstruiría sus fuerzas luego de los primeros reveses, pero confiaban en que –en el ínterin– Japón sería capaz de construir una sólida e impenetrable estructura de autosuficiencia, incluyendo petróleo y alimentos, con vías seguras de comunicación marítima, y así frustrar posteriores intentos norteamericanos de restablecer el statu quo. Los imponderables eran muchos, y los dirigentes japoneses también confiaron en la posibilidad de que los norteamericanos, enfrentados a una probable victoria alemana en Europa, se cansasen y perdiesen el entusiasmo para una guerra en el Pacífico, aceptando en su lugar una paz negociada que dejase al Japón como país dominante en Asia. Como señala Nobutaka Ike, la incertidumbre era aguda: «Los norteamericanos no necesariamente iban a cansarse de la guerra; Alemania podía no triunfar en Europa; otras naciones podían no estar dispuestas a actuar como mediadores en tareas de negociación. Sin embargo, los líderes japoneses no se dejaron disuadir por esas consideraciones, pues estaban preparados a asumir grandes riesgos».9 Todo esto quedó plasmado en un memorando preparado como material de apoyo por los jefes militares japoneses para una importante reunión celebrada el 6 de septiembre de 1941. Decía el texto que: Una guerra contra Gran Bretaña y Estados Unidos será larga [...] Es muy difícil predecir la terminación de una guerra, y no es posible esperar que Estados Unidos se rinda. Sin embargo, no podemos excluir la posibilidad de que la guerra finalice debido a un gran cambio en la opinión pública norteamericana [...] En todo caso, debemos ser capaces de establecer una posición invencible [...] Entretanto, podemos tener esperanza en que seremos capaces de influenciar el curso de los eventos y llevar la guerra a un fin.10 Ibid., p. xxv. Ibid., p. 153. 9 10 P Á G 348 II. La sorpresa en la guerra y la política En vista de la enorme disparidad de poder entre Estados Unidos y Japón, y de las zonas oscuras, incertidumbres y dudas que rodearon la decisión japonesa de atacar Pearl Harbor, se ha dicho que la misma fue «irracional»11 o sencillamente «no explicable en términos racionales».12 No obstante la evidencia sugiere que para los principales líderes japoneses, los costos de no ir a la guerra contra Estados Unidos y de aceptar «por las buenas» las exigencias norteamericanas, eran percibidos como aún mayores y más arriesgados –en términos de poder y prestigio nacionales– que los de entrar en combate en condiciones de desventaja. Al fin y al cabo Sun Tzu había dicho que «la victoria puede ser creada, pues aun si el enemigo es numeroso, puedo impedirle que entre en combate».13 Esta era en el fondo la esperanza de los japoneses, esperanza frágil, pero no «irracional» desde su perspectiva. No siempre el riesgo de perder una guerra es colocado como fundamental en las prioridades de los Estados, y ciertamente la historia muestra que otras alternativas –como la pérdida del honor nacional o el riesgo de una crisis interna originada en una humillación exterior–, son a veces vistas como aún peores que la derrota en una guerra. Dado este marco, el ataque a Pearl Harbor fue presentado como una necesidad por parte de su principal arquitecto, el almirante Yamamoto, con base en cuatro puntos: 1) Si la flota norteamericana del Pacífico no era destruida, el avance japonés en el resto del Asia estaría en grave peligro. 2) En vista de la disparidad de poderío naval entre Japón y Estados Unidos, Japón no tendría chance alguno de victoria a menos que se infligiese, en un comienzo, un severo golpe a la flota norteamericana. 3) Si bien la operación contra Pearl Harbor implicaba numerosos riesgos, estos últimos podrían ser superados a través de una adecuada estrategia de secreto y engaño. 4) Por último, Yamamoto argumentó que, a menos que se ejecutase la operación contra Pearl Harbor, él no tendría confianza en su capacidad de llevar a cabo sus responsabilidades a la cabeza de la Armada Imperial.14 11 12 13 14 S. E. Morison, The Rising Sun in the Pacific, 1931-April 1942, vol. iii. Boston: Little, Brown & Co., 1951, p. 81. Wohlstetter, Pearl Harbor..., p. 352. Sun Tzu, The Art of War. Oxford: Oxford University Press, 1977, p. 100. Shigeru Fukudome, «Hawaii Operation», en The Japanese Navy in World War ii. Annapolis: us Naval Institute, 1969, p. 8. P Á G 349 Gordon Prange, At Dawn We Slept. New York: Penguin Books, 1991, p. 819. Captain (usn) G. M. Slonim, citado por Prange, ob. cit., p. 736. Ibid., pp. 35, 751. La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa Una vez que se tienen claras las gigantescas dificultades y riesgos de la decisión japonesa, puede comprenderse mejor una realidad sin la cual resulta imposible captar por qué Estados Unidos fue tomado por sorpresa en Pearl Harbor. Así mismo, sin la adecuada comprensión de esa realidad no es difícil caer en la tentación de las «teorías conspirativas» que no dejan espacio para la negligencia, ni para el azar, ni para la estupidez, ni para la falibilidad humana. La realidad a la que me refiero es que la raíz fundamental de la sorpresa japonesa se halló en la dificultad de parte de los líderes políticos y militares norteamericanos, y de la opinión pública en general, para creer que, de verdad, los japoneses se arriesgarían a la aventura de una guerra contra Estados Unidos. Esta es la conclusión a que llegó el autor de la más exhaustiva historia sobre el caso, el norteamericano Gordon Prange, quien luego de décadas de esfuerzo se convenció de que los errores, omisiones y problemas de diversa índole que condujeron a la sorpresa en Pearl Harbor (a lo que se sumó la habilidad japonesa), se desprendieron en buena medida de «la carencia de credibilidad en que tal ataque era posible».15 Este punto clave fue expresado con fuerza por un oficial de la Armada de Estados Unidos en estas frases: «Posibilidades y probabilidades, capacidades e intenciones se convierten en académicas cuando uno no tiene credibilidad en las evaluaciones propias. Los norteamericanos no creían».16 Una serie de autores, entre ellos el propio Prange y Thuston Clarke en su obra Fantasmas de Pearl Harbor, han analizado las diferencias culturales que separaban entonces a japoneses de norteamericanos, y las sospechas y menosprecio mutuos que existían entre ambos pueblos y sus respectivos dirigentes. Los japoneses consideraban decadentes a los norteamericanos, divididos, incapaces de soportar penurias, acostumbrados a una vida muelle, carentes de coraje; en cambio, se veían a sí mismos con gran orgullo y poseían un sentido de superioridad. Por su parte, los norteamericanos subestimaban a los japoneses, su economía, su tecnología, sus Fuerzas Armadas y su habilidad y disposición para enfrentarse a un poder como Estados Unidos.17 No es correcto decir, como sostiene Hybel, que «Los líderes norteamericanos tenían pocos problemas para concluir que los japoneses irían a la guerra, aunque les era difícil admitir 15 16 17 P Á G 350 II. La sorpresa en la guerra y la política que Pearl Harbor sería un blanco»;18 más bien, como con énfasis apunta Clarke, para los norteamericanos de la época, por razones complejas que incluían prejuicios culturales y raciales, era difícil reconocer la inminencia de la amenaza militar japonesa.19 Si bien en los niveles de decisión civiles y militares se sabía que Japón se hallaba en un grave dilema y que la salida militar era posible, «estos factores no alcanzaban el estado de convicción en las mentes de personas responsables [...] en la medida suficiente para impulsarles a implementar los planes necesarios para repeler o al menos mitigar las acciones hostiles iniciales del enemigo».20 Esta carencia de credibilidad básica en que Japón se iba a atrever a dar inicio a una guerra contra Estados Unidos, es el background general frente al que debe evaluarse la información en manos de los norteamericanos antes del fatídico día 7 de diciembre de 1941. Levite y Kahn han realizado un análisis impresionantemente detallado y prácticamente exhaustivo de las fuentes de inteligencia, abiertas y encubiertas, que permitían a Washington y a los servicios militares norteamericanos hacer el seguimiento de las intenciones y capacidades japonesas antes del ataque. Luego de su extenso recorrido sobre esas fuentes, que resulta innecesario reproducir acá, Levite concluye que «Estados Unidos no sólo carecía de una cobertura sistemática de los militares japoneses, sino que además sus fuentes se estaban secando durante el período inmediatamente anterior al ataque a Pearl Harbor [...] Se habría requerido un increíble golpe de suerte para que Estados Unidos obtuviese evidencia concreta y por adelantado acerca de la intención japonesa de atacar». Su amplia investigación llega a esta síntesis: Antes del 7 de diciembre de 1941, Estados Unidos poseía nutrida evidencia de que su relación con Japón era muy tensa y se deterioraba rápidamente; las negociaciones estaban bloqueadas y suspendidas, y una ruptura de relaciones diplomáticas era altamente probable. Estados Unidos se hallaba igualmente bien informado de que los japoneses esperaban que el conflicto se intensificase, posiblemente hasta la ruptura de hostilidades, y una serie de medidas se estaban tomando a objeto de prepararse para ese resultado y minimizar su impacto una vez que ocu18 19 20 Alex Roberto Hybel, The Logic of Surprise in International Politics. Lexington, Mass.: Lexington Books, 1986, p. 66. T. Clarke, Pearl Harbor Ghosts. New York: Morrow, 1991. Prange, p. 736. P Á G 351 La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa rriese. Finalmente, Estados Unidos tenía a su disposición amplia información que indicaba que Japón se estaba preparando para ejecutar masivas operaciones militares en el Lejano Oriente, que el comienzo de esas operaciones era inminente y que las mismas podían tener lugar en cualquier momento después de noviembre de 1941 [...] Pero Estados Unidos no poseía evidencia alguna que revelase de manera específica que Japón realmente iba a atacar[le] y que este ataque había sido ordenado para un determinado momento.21 Lyman Kirkpatrick lo pone de esta forma: «Estados Unidos carecía de inteligencia sólida, de evidencia concluyente sobre lo que podría hacer Japón [...] los norteamericanos no tenían idea de la inmensidad del desastre que se avecinaba».22 De su lado, en su interesante y reveladora historia del desarrollo de los servicios criptográficos norteamericanos, David Kahn se refiere a la importante información que se recibía a través de la lectura de los mensajes diplomáticos japoneses («Magic»), así como de partes de ciertos mensajes militares, cuyos códigos secretos habían sido descifrados. En tal sentido dice que: Estos mensajes proveían información acerca de las posiciones y actividades del Ministerio del Exterior del Japón, y corroboraban la evidencia de negociaciones y eventos –como la ocupación japonesa de Indochina– de que la situación se aproximaba a una crisis. Pero tales mensajes no revelaban planes militares o navales. El Ejército (norteamericano) no había descifrado los códigos del Ejército japonés porque no le era posible interceptar suficientes mensajes. La Marina, por su parte, había avanzado poco sobre el principal código operativo japonés, el jn25, cuya segunda y más amplia edición había sido introducida en diciembre de 1940 [...] Para diciembre de 1941 sólo alrededor de 10% del texto de un mensaje promedio en jn25 podía ser descifrado por los norteamericanos.23 Levite, pp. 70-71. L. Kirkpatrick, Captains Without Eyes. New York: Macmillan, 1969, pp. 84-85. Kahn, pp. 143-144. 21 22 23 P Á G 352 II. La sorpresa en la guerra y la política Levite evalúa así la relevancia de «Magic»: «Si bien esta fuente ponía de manifiesto en detalle la estrategia negociadora de Japón ante Estados Unidos, la misma ofrecía pocas claves acerca del pensamiento del Gabinete japonés que formulaba la estrategia, y casi ninguna información de valor operacional sobre las Fuerzas Armadas japonesas».24 Prange, cuyas opiniones son menos enfáticas que las de Levite y Kahn, dice que: Magic no era una especie de llave encantada que abriese las puertas del pensamiento japonés. Sus mensajes sólo revelaban lo que el Ministerio del Exterior transmitía a sus diplomáticos, y ese Ministerio estaba lejos de ser omnisciente. El Ejército y la Armada dictaban la política exterior japonesa, y estos últimos no siempre dejaban saber al ministro del Exterior y sus asociados lo que estaban preparando, sino hasta que las cosas marchaban lejos, a veces demasiado lejos... 25 Si bien era inconcebible que ocurriese un ataque a Pearl Harbor sin la intención japonesa de iniciar una guerra contra Estados Unidos, lo contrario no sólo era posible sino también probable, es decir, que Japón diese comienzo a una guerra contra Estados Unidos atacando, por ejemplo, las Filipinas. 26 De hecho, la inmensa movilización japonesa hacia el sur de Asia concentró la atención norteamericana y contribuyó a reducir aún más la sensación de vulnerabilidad respecto de Pearl Harbor. Las masivas concentraciones de buques y tropas japonesas moviéndose hacia el Sur crearon una especie de «hipnosis [...] distorsionando la atención militar y política norteamericana y actuando como camuflaje de la fuerza de tarea asignada para destruir la flota en Pearl Harbor».27 De hecho, los japoneses ejecutaron un refinado e ingenioso plan de engaño antes del ataque, que incluía otorgar permisos de salida a tierra a numerosos marineros de la flota imperial, reforzar las guarniciones al norte de Manchuria para dar la impresión de que se daría un golpe hacia esa dirección, enviar planes falsos a diversos comandantes y sólo sustituirlos poco antes de la ofensiva real, y proseguir las negociaciones con Washington como un medio adicional para reducir las sospechas del 24 25 26 27 Levite, p. 52. Prange, p. 81. R. H. Ferrel, «Pearl Harbor and the Revisionists», en E. M. Robertson, ed., The Origins of the Second World War. London: Macmillan, 1973, p. 281. Prange, p. 435. P Á G 353 La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa enemigo y mantenerle adivinando.28 Como lo expresa Kahn: «Japón había cerrado todas las grietas de posible filtración. Sus negociadores en Washington no fueron notificados sobre el ataque. El conocimiento del mismo se limitaba a un estrecho círculo en Tokio. Los planes fueron distribuidos a mano a los buques de la fuerza destacada para el ataque. Ninguna referencia al ataque salió jamás al aire, ni siquiera en código».29 Algunos de aquellos que, como Wasserman, sostienen que Estados Unidos poseía suficiente información para razonablemente permitirle predecir el ataque, también admiten que: A pesar de toda la inteligencia existente, nadie en Washington o Hawai tenía la menor sospecha de que Pearl Harbor como tal se hallaba en peligro [...] La información no fue evaluada adecuadamente porque toda la política norteamericana y su sistema de inteligencia estaban orientados implícitamente por el supuesto de que un ataque japonés, si es que venía y cuando viniese, se produciría en el Lejano Oriente, cerca del Japón, lo cual no incluía un ataque a Pearl Harbor. 30 Wohlstetter, de su lado, siempre se cuida de aclarar que «Ninguna de las señales recibidas constituyó una indicación carente de ambigüedades de la intención japonesa de atacar a Estados Unidos [en particular a Pearl Harbor, ar]».31 Ahora bien, aun tomando en cuenta todas las limitaciones que obstaculizaban una adecuada recopilación de información por parte de Estados Unidos previamente a Pearl Harbor, y haciendo el necesario reconocimiento a la habilidad japonesa para ocultar sus propósitos y engañar al enemigo, conviene sin embargo enfatizar que las alertas de inteligencia, derivadas del análisis de la evidencia existente, no tienen que ser «perfectas» para ser creíbles, pues su función es advertir a los líderes políticos sobre un peligro aun si la evidencia no justifica una predicción firme. 32 Dicho esto, reitero que aquellos autores que, como Wohlstetter y Wasserman, señalan que existía abundante información antes del ataque que en alguna medida posibilitaba visualizar el peligro, también adWohlstetter, «Cuba and Pearl Harbor...», p. 704; Hybel, pp. 67-68. Kahn, p. 147. Wasserman, p. 166. Wohlstetter, Pearl Harbor..., p. 211. R. K. Betts, «Surprise, Scholasticism, and Strategy», International Studies Quarterly, 33, 1989, p. 331. 28 29 30 31 32 P Á G 354 II. La sorpresa en la guerra y la política miten que muchas de esas señales se hicieron claras sólo en retrospectiva, y que en su momento vinieron recubiertas de ambigüedad y «ruido». Si la evidencia, antes del 7 de diciembre de 1941, hubiese sido concluyente y definitiva, sería imperativo aceptar las teorías conspirativas sobre Pearl Harbor, cosa que considero inaceptable. Es común que creamos que la conducta de los otros es más coherente y planificada de lo que es. Se trata de una extendida tendencia a establecer un orden y simplificar eventos complejos, de difícil explicación. En palabras de Jervis: «La gente quiere ser capaz de explicar en lo posible lo que acontece a su alrededor. Admitir que un fenómeno no puede ser explicado, o al menos que no puede explicarse sin añadir numerosas y complejas excepciones y correcciones a nuestras creencias, es sicológicamente incómodo e intelectualmente insatisfactorio».33 El papel del azar, de los accidentes, de la confusión, de la estupidez y la falibilidad humana pocas veces recibe la consideración debida en el contexto del análisis de eventos complejos y decisivos, como es el caso de Pearl Harbor. En su lugar, con frecuencia surgen sospechas de que nada es «casual», de que grandes eventos deben tener grandes causas, y de que planes siniestros –en lugar de complejas combinaciones de factores en sí comprensibles– explican situaciones que exigen un análisis sofisticado y desprejuiciado. Este tipo de análisis, que tome en cuenta la complejidad de un fenómeno como la sorpresa, está ausente de las tesis revisionistas, que una y otra vez se ponen de moda en Estados Unidos en torno a Pearl Harbor. Esta tendencia, como apunta Clarke, en cierta medida se explica por el todavía herido orgullo de no pocos norteamericanos ante el éxito de la sorpresa japonesa, orgullo que suscita una «desesperada necesidad de explicar lo ocurrido sin conceder victoria a las armas japonesas o admitir los errores y el exceso de confianza norteamericanos».34 Mientras más importante es el tema, y mayor el número e intensidad de las creencias que se ponen en juego al respecto, más aguda es la tendencia a generar teorías conspirativas para explicar lo inaceptable. En tal sentido, una de las versiones «conspirativas» sobre Pearl Harbor sostiene que Churchill recibió, y suprimió de manera deliberada, una firme advertencia del ataque. La verdad, no obstante, es que los servicios de inteligencia británicos no fueron capaces de anticipar el ata33 34 Robert Jervis, Perception and Misperception in International Politics. Princeton: Princeton University Press, 1976, p. 319. Citado por Ian Buruma, «Ghosts of Pearl Harbor», The New York Review of Books, December 19, 1991, p. 9. P Á G 355 La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa que.35 El más respetable y exhaustivo recuento de las actividades de inteligencia británicas durante la Segunda Guerra Mundial indica al respecto que: 1) Los británicos «no poseían inteligencia de importancia que no fuese accesible a los norteamericanos y, de hecho, estos últimos tenían mucho que no veían los ingleses». 2) La evaluación de inteligencia británica previa a Pearl Harbor «implícitamente excluyó la perspectiva de un ataque directo japonés contra posesiones norteamericanas», en la expectativa de que las acciones japonesas en el Lejano Oriente intentarían minimizar «el riesgo de guerra contra Estados Unidos».36 En conclusión, la sorpresa en Pearl Harbor tuvo que ver con fallas de recolección e interpretación de inteligencia, y con la excelencia de los planes y operaciones japonesas. No fue producto de la estupidez, aunque la misma jugó su casi inevitable papel en ciertos momentos y circunstancias, ni tampoco de una conspiración fraguada por Roosevelt y/o Churchill, aunque a ambos, por sus propias razones, les «convenía» lo ocurrido: a Roosevelt porque con Pearl Harbor el aislacionismo quedó temporalmente derrotado y Estados Unidos entró en la guerra; a Churchill, porque con la entrada de Estados Unidos en guerra, Inglaterra dejó de estar sola y ganó un aliado crucial. Es casi seguro que el debate en torno a Pearl Harbor no ha concluido aún, y posiblemente no concluirá jamás. Por largo tiempo se discutirá si, con base en la evidencia en sus manos, los comandantes de la base norteamericana debieron prepararse mejor, con el objeto de estar en condiciones de enfrentar aun la peor contingencia. No obstante, a mi modo de ver, el caso de Pearl Harbor no pone de manifiesto una conspiración, sino simplemente otra instancia de la insuperable falibilidad humana. Barbarroja: Un engaño exitoso El objetivo medular de la política hitleriana era la conquista de «espacio vital» hacia el Este (Rusia), para la colonización y el disfrute de la «raza C. Andrew, «Churchill and Intelligence», en M. Handel, ed., Leaders and Intelligence. London: Frank Cass, 1989, p. 189. F. H. Hinsley, British Intelligence in the Second World War. New York: Cambridge University Press, 1981, p. 76. 35 36 P Á G II. La sorpresa en la guerra y la política 356 aria». Esta meta fundamental se hallaba en el centro de la visión del mundo del Führer nazi, como lo prueban innumerables testimonios. Hitler era capaz, sin desviarse de ese propósito clave, de actuar con gran flexibilidad táctica, pero jamás perdió de vista su rumbo estratégico. El enfrentamiento geopolítico con la urss estalinista, así como la lucha mortal en el plano ideológico entre nazismo y comunismo, no impidieron sin embargo la materialización del pacto germano-soviético de 1939, que selló el destino de Polonia y abrió definitivamente las compuertas a la Segunda Guerra Mundial, poniendo de paso de manifiesto el oportunismo y flexibilidad táctica de ambos dictadores. Hitler y Stalin, los archienemigos políticos e ideológicos, con ese pacto se estrecharon las manos a través de sus ministros, y lograron lo que en ese momento cada uno buscaba: Hitler aseguró que su próxima invasión a Polonia no le atraparía en una guerra en dos frentes. Aun si los franceses y británicos cumplían su compromiso con Varsovia y declaraban la guerra a Alemania, nada podrían hacer militarmente, y ya no contarían con la posibilidad de una reacción soviética en defensa de los polacos. Además, con el pacto, Hitler obtuvo los suministros minerales y agrícolas que Alemania requería para seguir funcionando frente al bloqueo británico. Stalin, a su vez, ganó lo que para entonces más necesitaba: tiempo para reconstruir el Ejército Rojo, diezmado por las purgas de años anteriores, desmoralizado y totalmente vulnerable, y tiempo para prepararse en todos los terrenos para el casi seguro enfrentamiento futuro con la Alemania hitlerista. Con el Pacto Ribbentrop-Molotov, la pesadilla de un combate a muerte entre una urss solitaria y debilitada, y una Alemania nazi aguerrida y triunfante, se había disipado pasajeramente. La Blitzkrieg de Hitler acabó con Polonia en 1939, y puso de rodillas a Francia en la primavera de 1940. No se había decidido aún el resultado de la «Batalla de Inglaterra», en el otoño de ese año, cuando ya el Führer nazi comenzó a impartir órdenes a objeto de que se elaborasen los planes operacionales para la venidera conquista de Rusia. Al igual que en el caso de Pearl Harbor, resulta conveniente analizar las motivaciones del líder nazi como preludio a la discusión de la sorpresa. Al dar inicio a los preparativos para atacar a Rusia, sin haber terminado aún con Inglaterra, Hitler abría la posibilidad de una nueva guerra en dos frentes –semejante a la Primera Guerra Mundial– opción que hasta entonces el Führer nazi había anatematizado como casi un suicidio para Alemania. La explicación que dio a sus colaboradores y jefes militares fue P Á G 357 W. Warlimont, Inside Hitler’s Headquarters 1939-1945. London: Weindenfeld & Nicolson, 1964, p. 114. La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa que, de acuerdo con sus cálculos, la Gran Bretaña se mantenía inflexible en la esperanza de que, si tan sólo el conflicto se prolongaba en el tiempo, la urss entrase en guerra contra Alemania. Hitler llegó a la conclusión de que sus ejércitos serían capaces de conquistar Rusia en una sola campaña, corta y decisiva, al estilo de las ejecutadas contra Francia y Polonia. Con Rusia a sus pies, desaparecería la última esperanza de los británicos, que se verían forzados a llegar a un arreglo con el dueño de la Europa continental. De paso, Hitler habría logrado su objetivo central de «espacio vital» en el Este: «Rusia –dijo Hitler a sus generales a fines de 1940– es el factor que todavía cuenta para Inglaterra [...] Si Rusia es derrotada, la última esperanza inglesa perecerá. Alemania será la dueña de Europa y los Balcanes [...] La decisión como resultado de esto es que debemos arreglar el asunto de Rusia. Lo haremos en la primavera de 1941...».37 La apreciación del Führer nazi, según la cual Rusia sería dominada en una sola campaña relámpago, se basó en una grave subestimación del adversario. No obstante, antes de la invasión alemana, y hasta el momento –invierno de 1941– cuando las tropas soviéticas contraatacaron a las puertas de Moscú, el propio Stalin desconfiaba seriamente de la capacidad de sus Fuerzas Armadas para repeler el poderoso aparato bélico alemán. A pesar de la enemistad subyacente entre los regímenes nazi y comunista, a pesar del conocimiento de que el pacto germano-soviético era producto de temporales y efímeras conveniencias, a pesar de numerosos avisos de inteligencia acerca de las intenciones bélicas de Hitler, Stalin y el Ejército Rojo fueron tomados por sorpresa en junio de 1941. ¿Por qué? El caso «Barbarroja» ofrece tres aspectos de particular interés en el estudio de la sorpresa. En primer término, Barbarroja fue en buena medida el producto de una gigantesca operación de engaño, dirigida a ocultar la verdadera intención de los masivos preparativos de invasión realizados en la frontera con la urss antes del ataque. En segundo lugar, en vez de buscar que se redujese la sensación de vulnerabilidad de su adversario, para evitar por todos los medios hallarle en estado de alerta a la hora del ataque, Hitler quiso aumentar esa sensación, pero sólo hasta cierto punto, a objeto de lograr dos cosas: 1) que Stalin movilizase el grueso del Ejército Rojo hacia la frontera, donde los alemanes le aplastarían en grandes operaciones envolventes, y 2) que Stalin no colocase a sus fuer37 P Á G 358 II. La sorpresa en la guerra y la política zas en estado de alerta, de modo de lograr la sorpresa. Para lograr esto último engañó a Stalin con la idea de un presunto «ultimátum». En tercer lugar, Barbarroja es un importante ejemplo de autoengaño, en este caso del propio Stalin, quien bloqueó su mente a las informaciones que apuntaban hacia la cercana invasión alemana y contribuyó de esa forma a agudizar la magnitud e impacto de la sorpresa enemiga. A diferencia de Pearl Harbor, cuando –de acuerdo con el modelo de Wohlstetter– los norteamericanos o bien no recibieron suficientes y adecuadas señales previamente al ataque, o bien las perdieron de vista debido al ruido que las ocultaba, la sorpresa en Barbarroja fue predominantemente el resultado del «envío» deliberado, por parte de los alemanes, de señales falsas, que ni eran ambiguas ni estaban recubiertas de «ruido», señales que lograron convencer a Stalin, engañándole, y alcanzando así el propósito supremo del engaño y la estratagema en la guerra: hacer que el enemigo esté «seguro, decidido, y equivocado».38 En Barbarroja, dicho de otra manera, Hitler no confió tanto en el «ruido» ni en la casi imposible opción de ocultar sus capacidades operacionales, ya que, al contrario de Pearl Harbor, no se trataba de una fuerza de tarea naval deslizándose por el inmenso océano Pacífico, sino de millones de hombres, tanques, cañones y vehículos blindados desplegándose en la propia frontera occidental de la Unión Soviética. La tarea de los alemanes fue generar señales que, con un alto grado de veracidad y credibilidad aparentes, apuntaban en la dirección que Stalin quería y por lo tanto estaba dispuesto a escuchar. Siguiendo a Whaley, estoy usando acá los términos «ruido» y «señales» en un sentido un tanto diferente al impuesto por Wohlstetter. Como se recordará, de acuerdo con esta autora, el «ruido» es información falsa o irrelevante que oculta o distorsiona el viaje de las «señales», es decir de la información que en verdad revela las intenciones y capacidades del enemigo. En este caso, y para precisar la diferencia específica de Barbarroja, estoy planteando una diferencia entre «ruido», por un lado, y por otro «señales» emitidas deliberadamente, falsas pero creíbles, capaces de engañar a la víctima. Tal vez, para evitar confusiones, sea preferible hablar con un cierto tipo de ruido, deliberado y dirigido no a acrecentar la ambigüedad sino a reducirla en la mente del enemigo. 38 B. Whaley, Stratagem, Deception and Surprise in War. Cambridge: mit Center for International Studies, 1969, (mimeo), p. 135. P Á G 359 B. Whaley, Codeword Barbarossa. Cambridge: The mit Press, 1973, p. 242. La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa Stalin fue tomado por sorpresa no a causa del ruido o de las alertas ambiguas, sino porque los alemanes redujeron deliberadamente la ambigüedad de los avisos y alertas, definiendo una intención aparentemente clara, que Stalin deseaba creer pero que no era verdadera. En palabras de Whaley, «se logró la sorpresa a través del envío deliberado de señales falsas, no de señales ambiguas y menos aún de ruido para distraer».39 El punto clave se refiere a la distinción entre «ruido», en un sentido general, y «desinformación deliberada» que, según Whaley, no deben ser confundidos o identificados. La importancia de esta discusión se debe a que la tesis de Whaley contribuye a resaltar la sutileza y efectos de la gigantesca operación de engaño ejecutada por los alemanes; al mismo tiempo, esta visión de las cosas permite poner en perspectiva la actitud cerrada de Stalin frente a las múltiples «señales» verdaderas que recibió acerca de la inminencia de la invasión nazi. No se trata de manera alguna de atenuar la culpabilidad de Stalin ni su responsabilidad al dejarse tomar por sorpresa. Se trata, más bien, de precisar que las –al menos– 84 advertencias sobre el próximo ataque alemán que recibió Stalin antes del 22 de junio de 1941 no fueron desoídas por el líder soviético simplemente por estupidez o terquedad (y terquedad hubo en grandes dosis), sino también porque fue víctima de un acertado plan de engaño en cuanto a la verdadera intención de su enemigo al desplegar sus ejércitos en la frontera. Inicialmente, la estrategia de engaño de Hitler se orientó a hacer creer a los soviéticos que el verdadero objetivo alemán era la invasión a la Gran Bretaña a través del canal de la Mancha. Sin embargo, el fracaso de la Fuerza Aérea alemana en la Batalla de Inglaterra, las dificultades para movilizar suficientes tropas y equipos en la costa atlántica a objeto de hacer creíble el engaño, y lo más importante, la dificultad para ocultar el enorme despliegue militar en la frontera soviética, hicieron ver a Hitler que esta estrategia fracasaría: era poco probable que los soviéticos creyesen que Alemania se aprestaba a invadir la Gran Bretaña cuando más del 80% de las Fuerzas Armadas alemanas eran desplegadas a pocos kilómetros de la línea fronteriza occidental de la urss. Hitler siempre sostuvo, ante la oposición de algunos de sus más hábiles jefes militares, que el objetivo operacional clave de la invasión a Rusia debía ser «la destrucción del poder vital ruso», entendiendo por tal el 39 P Á G 360 II. La sorpresa en la guerra y la política grueso de las Fuerzas Armadas y no la captura de ciudades.40 Para lograr semejante propósito, en una sola campaña relámpago, era indispensable que Stalin desplegase la masa fundamental del Ejército Rojo hacia la frontera; por ello había que amenazarle y agudizar su sensación de vulnerabilidad. A la vez, para lograr la sorpresa era indispensable también que el Ejército Rojo no estuviese en estado de alerta a la hora de producirse la invasión. Esto último exigía que Hitler hiciese creer a Stalin que su propósito no era atacar, sino amenazar para extraer concesiones de parte de la urss. El despliegue alemán fue por lo tanto «vendido» deliberadamente a Stalin como un instrumento de amenaza, que iba eventualmente a conducir a un ultimátum. La evidencia indica que Stalin «compró» la estratagema de Hitler, y es por ello que el líder rojo no solamente no hizo caso a las numerosas advertencias sobre la verdadera intención del Führer nazi, sino que además se negó a colocar en estado de alerta a sus tropas por temor a provocar a Hitler y así impulsarle a invadir. La actitud de Stalin sugiere que el jefe soviético concluyó que era posible negociar de nuevo con Hitler y llegar a un arreglo, posponiendo otra vez el fatídico y temido choque de armas. Stalin parece haber razonado que Hitler no iba a involucrarse en una guerra en dos frentes, que el Führer nazi necesitaba los suministros que le proveía la urss y que la movilización masiva de las fuerzas alemanas hacia la Unión Soviética era un bluff, con el propósito de obtener mejores condiciones económicas y territoriales para así preparar mejor una ofensiva, sólo que más tarde. Stalin necesitaba tiempo, sabía que sus ejércitos no estaban listos para detener una invasión nazi, y sus deseos se sumaron a la eficaz operación de engaño de los alemanes, operación en la cual Hitler –casi siempre acertado cuando se trataba de olfatear las debilidades sicológicas de sus adversarios– tuvo mucho que ver. La estrategia de engaño ejecutada por los alemanes fue desarrollada con base en un tema central y varios temas secundarios. El punto central, como ya se dijo, era que Alemania se aprestaba a extender un ultimátum a la urss para hacer exigencias y lograr concesiones. Los temas complementarios, dirigidos a cubrir la verdadera intención de la movilización hacia el Este, eran los de la presunta invasión a la Gran Bretaña (el movimiento al Este fue presentado como un engaño a los ingleses), un ataque alemán masivo en Grecia y los Balcanes, y la necesidad de defenderse ante la posibilidad de un ataque ruso. 40 Citado por B. Leach, German Strategy Against Russia 1939-1941. Oxford: Clarendon Press, 1973, p. 100. P Á G 361 Citado por A. Ainsztein, «Stalin and June 22, 1941», International Affairs, 42, 1966, p. 670. A. George, Presidential Decision Making in Foreign Policy. Boulder, Col.: Westview Press, 1980, pp. 74-75. La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa El engaño alemán funcionó en parte porque fue bien diseñado e implementado, y numerosas «señales» que anunciaban la intención de dar un ultimátum fueron deliberadamente enviadas a los rusos; además, el engaño funcionó porque fue sembrado en una mente, la de Stalin, que deseaba creer lo que los alemanes sutilmente estaban diciéndole. Stalin había querido ganar tiempo a través de su pacto con Hitler, pero la rapidez de los acontecimientos bélicos motorizados por la Blitzkrieg había transformado radicalmente el horizonte en un breve período. Stalin se había comprometido con una política que brindó una ayuda significativa al logro de las primeras conquistas de Hitler. Para el jefe soviético conceder que los alemanes se aprestaban a atacar masivamente a la urss en 1941, implicaba aceptar que su política de pactar con los nazis y alimentar su maquinaria bélica había sido un monstruoso error. Era preferible creer que Hitler acabaría primero con Inglaterra, que la movilización hacia el Este era un bluff destinado a pactar un nuevo y más favorable acuerdo para Alemania, y que los avisos sobre el ataque que se avecinaba no eran más que «provocaciones» elaboradas por «círculos reaccionarios» y por los propios británicos, deseosos de fomentar una guerra entre nazis y soviéticos. Como lo expresó el almirante Kuznetsov: «Stalin veía el tratado de 1939 como un medio de ganar tiempo, pero el respiro fue considerablemente más corto de lo que había estimado. Su error estuvo en una apreciación incorrecta de cuándo tendría lugar el conflicto».41 Pocos jefes de Estado han tenido el privilegio de recibir una información tan completa sobre el riesgo que les amenaza como lo tuvo Stalin los primeros meses de 1941. Las advertencias provenientes de muy diversas fuentes fueron numerosas y en algunos casos detalladas. La información estaba allí, pero no existía la voluntad de creer en ella. Acá se aplica con especial intensidad la observación de George de acuerdo con la cual «tomar en serio una advertencia siempre acarrea la responsabilidad de decidir qué hacer al respecto»; esa responsabilidad puede hacerse muy pesada, una especie de castigo para líderes que tienen entonces que enfrentarse a la opción de tomar decisiones incómodas e indeseables. De allí que, en tales circunstancias, puede ocurrir – y eso posiblemente pasó a Stalin – que el dilema se evada, haciéndose los implicados menos receptivos a las noticias y avisos desagradables.42 Puesto en otros términos, la admisión o aceptación de una advertencia requiere una voluntad o dis41 42 P Á G 362 II. La sorpresa en la guerra y la política posición de actuar al respecto y dar una respuesta. Para citar a Jervis: «... cuando la gente está preparada a actuar en función de lo que conoce, no descarta las noticias desagradables».43 Stalin no quería creer que el ataque alemán era inminente en 1941, por ello fue mas fácilmente engañado. Stalin contaba con los servicios de dos eficientes agencias de inteligencia, aparte de la, para ese entonces, nada menospreciable solidaridad del movimiento comunista internacional. Las dos agencias eran el departamento exterior del aparato de seguridad interna (nkvd, después kgb) y el departamento de operaciones extranjeras del Estado Mayor (gru, inteligencia militar). La información obtenida por estos organismos pasaba a manos del poderoso Departamento Central de Información, bajo el control directo del Buró Político del Partido Comunista soviético, y más específicamente del Secretariado, sometido a Stalin. El flujo de información suministrado por estas fuentes era presentado a Stalin por hombres como Beria (kgb) y Golikov (jefe del gru). Hoy ya no quedan dudas acerca de la abundancia de los avisos recibidos por las agencias de inteligencia soviéticas sobre el inminente ataque alemán. El problema estuvo en que ni Stalin quería creer en las advertencias, ni los hombres encargados de transmitírselas se atrevían a decirle lo que el jefe rojo no quería oír. El terror estalinista funcionó para cerrar los canales de información, y en otras ocasiones para distorsionarla. En sus Memorias, el almirante Nikolái Kuznetsov relata una conversación sostenida en febrero de 1941 con Zhdanov, miembro del Buró Político y uno de los dirigentes más cercanos a Stalin. El marino preguntó a Zhdanov si este último consideraba las actividades alemanas en la frontera soviética como preparativos de guerra, y Zhdanov, posiblemente reflejando lo que pensaba el propio Stalin, «sostuvo que Alemania no estaba en posición de hacer una guerra en dos frentes. Él interpretaba las violaciones del espacio aéreo soviético por parte de los alemanes y la concentración de fuerzas en la frontera como medidas de precaución tomadas por Hitler con el objeto de ejercer presión sicológica sobre el liderazgo soviético, nada más».44 Para Zhdanov, las lecciones de la Primera Guerra Mundial mostraban que Alemania no podía ganar una guerra en dos frentes, y que Hitler no cometería el error de lanzarse contra la urss sin antes haber sometido a la Gran Bretaña. 43 44 Jervis, p. 375. Citado por Ainsztein, p. 668. P Á G 363 Ibid., p. 666. L. Trepper: The Great Game. London: Michael Joseph, 1977, p. 126. S. Radó, Codename Dora. London: Abelard, 1977, pp. 55, 58. La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa Stalin tenía sus razones para descartar los mensajes enviados por los servicios de inteligencia británicos y norteamericanos, ya que opinaba que éstos sólo buscaban enredarle en un conflicto bélico con los nazis. Pero hubo otras advertencias, de fuentes insospechables. Por ejemplo, Valentín Berezhkov, primer secretario de la embajada soviética en Berlín a principios de 1941, relata en sus Memorias que en marzo de ese año habían comenzado a acentuarse los rumores sobre el próximo ataque alemán contra la urss. En mayo, en función de datos que incluían la fecha probable de la invasión, el personal especializado de la misión diplomática preparó un informe en el que se concluía que la ofensiva alemana era inminente. Este informe fue enviado de inmediato a Moscú.45 Adicionalmente, las tres más famosas redes de espionaje soviéticas de la Segunda Guerra Mundial: la «orquesta roja», dirigida por Leopold Trepper y activa en Alemania, Francia y Bélgica; el grupo dirigido por el geógrafo húngaro Sándor Radó (conocido bajo el nombre-código «Dora», y que contaba con los servicios del súper espía «Lucy») con sede en Suiza, y por último el enigmático y eficaz espía Richard Sorge, agente soviético basado en Tokio, todas ellas conocieron con anticipación detalles precisos sobre los planes alemanes contra la urss y los transmitieron a Moscú, sin que ello surtiese el efecto deseado. Tanto Trepper como Radó sobrevivieron a la guerra y publicaron sus respectivas historias, que contienen revelaciones de gran importancia sobre sus labores de espionaje. Trepper afirma: «En febrero [1941] envié un reporte detallado a Moscú, indicando el número exacto de divisiones alemanas que estaban siendo transportadas desde Francia y Bélgica hacia el Este. En mayo, a través del agregado militar soviético en Vichy [sector no ocupado de Francia], general Susloparov, envié el plan de ataque alemán e indiqué su fecha original [15 de mayo], luego la fecha revisada y la fecha final».46 Por su parte, Radó reproduce los textos de varios mensajes transmitidos a Moscú entre febrero y junio de 1941, en los que se confirmaban no solamente la decisión de Hitler de atacar, sino que también se daban detalles sobre la cantidad, características y distribución de las unidades alemanas desplegadas frente a la urss.47 45 46 47 P Á G 364 II. La sorpresa en la guerra y la política Stalin, sin embargo, no recibía este material de inteligencia en estado puro, es decir, tal y como era enviado por sus agentes en el exterior. Antes de llegar a sus manos, las más valiosas informaciones eran procesadas por Golikov (gru, inteligencia del Ejército Rojo), quien rendía cuentas a Stalin. Los informes eran pasados al jefe rojo bajo dos clasificaciones: los provenientes de «fuentes confiables» y aquellos que se consideraban originados en «fuentes dudosas». De acuerdo con el oficial que de hecho entregaba las carpetas de informes a Stalin, este último tomaba primeramente y con evidente interés lo clasificado como «dudoso», y lo revisaba predispuesto a reafirmar su inactividad ante los signos de una creciente amenaza nazi. Todo lo que, por el contrario, tendiese a señalar que Hitler había marcado a Gran Bretaña como su verdadero objetivo y que los movimientos de tropas hacia el Este no eran más que una enorme y complicada treta, era clasificado por Golikov (consciente de lo que su jefe quería escuchar) como «confiable». Las vitales y cada vez más detalladas informaciones de Richard Sorge desembocaban inevitablemente en la carpeta de reportes «dudosos». El respetado historiador militar británico John Erickson afirma que: «La exposición completa del Plan Barbarroja fue ciertamente sometida por Golikov a Stalin, pero presentada –de acuerdo con el historiador soviético que leyó el documento– como la obra de agentes provocadores interesados en promover una guerra entre Alemania y la urss».48 El mariscal Zhukov también sugirió en varias oportunidades que Golikov no transmitió a Stalin toda la evidencia existente sobre los preparativos bélicos de Hitler contra la Unión Soviética. El 20 de marzo de 1941 Golikov había enviado una nota a los miembros del aparato de inteligencia y espionaje, indicándoles que «todos los documentos que sugieran que la guerra es inminente deben ser asumidos como falsificaciones, emanadas de fuentes británicas o aun alemanas».49 Podría pensarse que estos testimonios reducen en alguna medida el grado de culpabilidad de Stalin en la debacle que sobrevino sobre la urss en junio de 1941; no obstante, no hay que olvidar que Stalin deseaba creer que el ataque no se produciría, al menos no en ese momento, y que a pesar de los numerosos indicios acerca de su proximidad (no todos ellos suprimidos por Golikov), de los signos del cambio de actitud y la belicosidad nazis, de las múltiples violaciones del espacio aéreo sovié48 49 J. Erickson, The Road to Stalingrad. London: Weidenfeld & Nicolson, 1975, pp. 88-89. Trepper, p. 127. P Á G 365 La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa tico por parte de aviones de observación de la Luftwaffe, de las advertencias provenientes de diversas fuentes y de los reportes de desertores alemanes que se pasaron a los rusos, a pesar de todo esto –repito– Stalin cerró sus oídos al murmullo creciente de los preparativos de Hitler. De esa manera, las tropas y tanques alemanes lograron abalanzarse sobre un Ejército Rojo desprevenido y vulnerablemente concentrado cerca de las fronteras. De los 3.800.000 hombres que en total integraban las Fuerzas Armadas alemanas, Hitler lanzó 3.200.000 contra la urss, en la más ambiciosa de sus operaciones militares, la más grandiosa y cruel de las campañas de la Segunda Guerra Mundial. En palabras de Alec Nove: No es posible culpar a Golikov por lo ocurrido. Él sabía bien que su jefe pensaba que los alemanes no atacarían, al menos no ese año. Sabía igualmente que miles de oficiales habían sido fusilados por órdenes de Stalin sólo poco tiempo antes. Era demasiado arriesgado decir la verdad. El terror de Stalin, y su escogencia de hombres de segunda categoría como sus colegas y colaboradores cercanos, fueron factores que en mucho contribuyeron a aumentar su incapacidad para percibir la realidad.50 Algunos comandantes soviéticos, actuando por iniciativa propia, lograron poner a sus tropas en estado de alerta poco antes de iniciarse la ofensiva alemana, pero en la mayoría de los frentes la sorpresa fue casi total. Stalin había cometido un gravísimo error. A las 3:15 de la mañana del 22 de junio de 1941, la línea gigantesca de la frontera occidental soviética se iluminó con el fuego de miles de cañones, tanques, aviones y tropas de infantería alemanas. El ataque había comenzado. A las 5:30 a.m., hora de Moscú, el Embajador alemán Von Schulemburg entregó a Molotov la declaración de guerra de Hitler. Fue solamente cuando su ministro de Relaciones Exteriores le hizo llegar el documento cuando Stalin se convenció de que definitivamente su país estaba en guerra con la Alemania hitlerista. El pacto con el Führer nazi había sido pieza clave de su política exterior; sobre el pacto descansaba su precaria seguridad y mientras durase también sobreviviría su éxito. La guerra conmocionaba radicalmente los cimientos del régimen y poAlec Nove, Stalinism and After. London: Allen & Unwin, 1975, p. 83. 50 P Á G 366 II. La sorpresa en la guerra y la política nía en cuestión su enorme poder personal. Los costos de la victoria final fueron terribles, y quizás en no escasa medida habrían podido evitarse, sobre todo durante las primeras etapas, cuando «Barbarroja» se desató sobre Rusia por sorpresa como una tormenta incontenible de destrucción. Stalin no sólo no creyó en la inminencia del ataque alemán, sino que tampoco fue capaz de tomar medidas preventivas capaces de amortiguar el peso de una sorpresa. ¿Por qué Stalin no tomó medidas de precaución? Esa es la pregunta que se hace, por ejemplo, el almirante Kuznetsov, y dice que «Un hombre con la experiencia política de Stalin debió haberse dado cuenta de que la única manera de hacer entrar en razón a un agresor potencial, es demostrar la disposición de devolver golpe por golpe». Stalin, sin embargo, al captar que sus cálculos habían estado equivocados, que «las Fuerzas Armadas soviéticas y el país como un todo no estaban preparados suficientemente para la guerra [...] reaccionó con furia contra las medidas preventivas de nuestras tropas. Llegamos así a una situación en la cual los aviones de reconocimiento alemanes fotografiaban nuestras bases y a nosotros se nos ordenaba no dispararles».51 Esta es una reacción comprensible de parte de un militar, a la que sólo restaría añadir que Stalin actuó como lo hizo no sólo porque percibía la posibilidad de su trágico error, sino porque quería creer en el venidero «ultimátum» de Hitler, y no deseaba provocarle. La serie de desastres que se inició para la urss en junio de 1941 tuvo sus raíces en la estructura misma del sistema totalitario estalinista, en las purgas de los años 1930, en el terror generado por un aparato represivo que impuso sobre el pueblo soviético la voluntad de un solo hombre, y también en la capacidad alemana para formular y ejecutar lo que un documento secreto de la época denominó «la más grande operación de engaño en la historia de la guerra».52 51 52 Citado por Ainsztein, p. 670. H. H. Ransom, «Strategic Intelligence and Foreign Policy», World Politics, 27, 1, 1974, p. 143. P Á G 367 La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa Chamberlain y el apaciguamiento a Hitler Con razón se preguntaba Kissinger: «¿Cuál de los ministros que declararon la guerra en agosto de 1914 no habría retrocedido horrorizado si hubiese visto el estado del mundo en 1918, para no decir nada del estado actual?».53 Esa terrible guerra fue verdaderamente trágica en lo humano, por su extrema crueldad, y en lo político, por los resultados que arrojó. En particular, la Primera Guerra Mundial no culminó en una paz de reconstrucción sino en una paz de retaliación. Los vencedores, especialmente Francia, perdieron de vista la importancia de la magnanimidad en la victoria, así como el imperativo de que la guerra, si es inevitable hacerla, lleve a una paz mejor y más sólida, y no a la creación de un nuevo y aún más extremo escenario de conflictos. El Tratado de Versalles logró precisamente eso: crear las condiciones para que la República democrática de Weimar, surgida en Alemania luego de la derrota, comenzase su existencia prácticamente condenada al fracaso, en vista del enorme peso socioeconómico de las reparaciones e indemnizaciones impuestas por los poderes victoriosos, y del rencor nacionalista contra las cláusulas discriminatorias de un tratado de paz carente de visión. Dentro de ese cuadro, a partir de 1918 –cuadro al que se añadió la crisis económica de los años 1920– el terreno estaba abonado para el nacimiento y acelerado desarrollo de movimientos políticos radicales de derecha e izquierda, y en general para la agudización de las confrontaciones sociales y la exacerbación de todos los odios y pasiones. Ese fue el marco donde surgió Hitler a la vida política. Con su carisma, sus dotes organizativas, su fanatismo y su implacabilidad, Hitler se insertó en medio de la decadencia y el resentimiento imperantes en ese tiempo y circunstancias, hasta conducir al movimiento nazi al poder en 1933. Gran Bretaña y Francia habían salido triunfantes, pero severamente golpeadas, de la atroz contienda de 1914-1918. Los sobrevivientes de la generación que se desangró en las trincheras durante la guerra decidieron que su lema y línea de conducta en adelante sería: ¡nunca más! Jamás otra guerra y jamás otra matanza semejante. El clima de opinión, así como las condiciones económicas, sociales y políticas prevalecientes durante el período que se extendió desde el fin de la Primera Guerra hasHenry A. Kissinger, Un mundo restaurado. México: Fondo de Cultura Económica, 1973, p. 17. 53 P Á G 368 II. La sorpresa en la guerra y la política ta aproximadamente el momento en que Chamberlain, Daladier, Hitler y Mussolini firmaron el Pacto de Múnich en septiembre de 1938, da forma al contexto en el cual surge la llamada «política de apaciguamiento», adelantada predominantemente por la Gran Bretaña hacia Hitler y la Alemania nazi, política que se quiebra de manera definitiva en 1939. El principal arquitecto y promotor de esa política fue Neville Chamberlain, Primer Ministro británico y personaje de extraordinario interés para el análisis de un aspecto del tema central de este estudio, que es el de la relación desde el punto de vista de la víctima entre personalidad política, percepción de amenaza y sorpresa. El planteamiento que desarrollaré acá es que la personalidad política de Chamberlain, sus convicciones y su visión del mundo hacían muy difícil que percibiese con la necesaria claridad la amenaza que Hitler representaba; en consecuencia, Chamberlain se convirtió en una víctima particularmente vulnerable para las sorpresas diplomáticas del Führer nazi, cuya concepción de la política difería radicalmente de la de su antagonista. Este análisis permitirá también abordar el controversial tema de la atribución de responsabilidades individuales en el campo de la sorpresa, pues –como se indicó en la introducción a este estudio– la formulación de un juicio equilibrado sobre el desempeño individual dentro de la complejidad del fenómeno sorpresa, exige tomar en cuenta los condicionamientos del ambiente y a la vez evaluar los criterios, valores y convicciones de los actores individuales, sin subestimar la relevancia de ninguno de estos factores. De allí que sea indispensable primeramente ubicar la política de apaciguamiento en su contexto histórico, e intentar un juicio ponderado acerca de sus motivaciones y evolución, para luego introducir el elemento individual, referido a Chamberlain, a sus propósitos y expectativas, y finalmente emitir una opinión sobre su desempeño personal y sobre las razones que condujeron al dramático fracaso del apaciguamiento a Hitler. La política de apaciguamiento promovida por Chamberlain sigue siendo hoy objeto de controversia. Por un tiempo, en los años inmediatamente posteriores al fin de la Guerra Mundial, la opinión dominante la condenó en forma total, como una línea débil y vergonzosa de entreguismo y cobardía ante las dictaduras fascistas. Un segundo tipo de interpretación, insuperablemente representada por el brillante y polémico libro de A.J.P. Taylor, Los orígenes de la Segunda Guerra Mundial,54 54 A. J. P. Taylor, The Origins of the Second World War. Harmondsworth: Penguin Books, 1974. P Á G 369 Véase, por ejemplo, John Charmley, Chamberlain and the Lost Peace. London: Macmillan, 1989. Paul Kennedy, «Appeasement and British Defense Policy in the Interwar Years», British Journal of International Studies, 4, 1978, p. 166. N. H. Gibbs, Grand Strategy, vol. i. London: hmso, 1976. R. Meyers, citado por Kennedy, p. 166. La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa muestra el proceso que culmina en la invasión alemana a Polonia en 1939, incluyendo la política de apaciguamiento, como un rumbo de malentendidos, pleno de estupidez y cálculos equivocados pero no necesariamente malintencionados, que terminó llevando a Hitler y a los demás líderes de la época a una guerra que en el fondo ninguno quería. Más recientemente algunos historiadores han salido a la defensa de Chamberlain,55 presentando el apaciguamiento como un curso de acción natural y racional, dadas las circunstancias económicas y militares de la Gran Bretaña en los años 1930, la fragilidad de la situación estratégica inglesa y el impacto posible de una nueva guerra sobre la estabilidad doméstica de los países en pugna, así como en la redefinición de la distribución mundial del poder geopolítico. A mi modo de ver, para entender el apaciguamiento y a Chamberlain, es necesario esforzarse por mirar con empatía la posición de la dirigencia británica en los años 1930, antes de que su política se hiciese pedazos con el estallido de la guerra. A Chamberlain, como argumentaré, no se le puede en justicia condenar de plano; es necesario tratar de comprender el conjunto de circunstancias dentro de las cuales actuó. Sólo así es posible formular un juicio crítico equilibrado acerca de un proceso complejo, reacio a las simplificaciones. En primer término, no cabe duda de que la realidad geopolítica del Imperio británico era precaria y frágil para la época. Existía una contradicción fundamental entre, por un lado, las exigencias externas de la Gran Bretaña –que requerían un masivo programa armamentista para proteger los extensos intereses imperiales alrededor del mundo–, y por otro lado, las demandas internas de la nación británica, que se traducían en reforma social, repliegue geopolítico y estabilización económica, todo lo cual, en síntesis, apuntaba a la paz y no a la guerra.56 Esta realidad geopolítica, que generaba dilemas de muy difícil resolución, ha llevado a algunos historiadores a concluir que, dadas las condiciones prevalecientes, el apaciguamiento, en una versión u otra, era prácticamente inevitable como línea de conducta en política exterior. 57 Dicho en otros términos y éste me luce un juicio razonable, conviene analizar «lo que era factible, no lo que era deseable»,58 de modo de pronunciarse con objeti55 56 57 58 P Á G 370 II. La sorpresa en la guerra y la política vidad en torno al problema. Esto es de especial importancia ya que, en segundo lugar, Chamberlain y sus colaboradores eran hombres de Estado de gran experiencia y capacidad; no eran exactamente ingenuos o estúpidos. De allí que sus errores, que arrojan tantas y tan significativas lecciones, exijan un tratamiento equilibrado. Ahora bien, ¿qué fue y qué es una política de «apaciguamiento»? El fracaso de Chamberlain y la opinión radicalmente adversa prevaleciente por muchos años respecto de su persona han dado al término una connotación esencialmente negativa, transformándole de palabra que –en los años 1930– designaba una política admitida por numerosos políticos y por buena parte del público como razonable y sensata, a palabra o concepto «malo» y condenable por antonomasia. Este resultado semántico pierde de vista que tradicionalmente, en el marco europeo, el «apaciguamiento» fue una política basada en concesiones hechas desde una posición de fuerza, dentro de límites siempre bajo control del «apaciguador», y en función de un propósito «ético» de estabilización del orden y contención de los conflictos.59 Ciertamente, el Pacto de Múnich en 1938 no reflejó esa concepción «positiva» del apaciguamiento, pues fue un tratado al que se llegó en una especie de atmósfera de desesperación, que culminó en la aceptación, bajo presión y angustia de las exigencias del adversario, y que condujo a la desintegración de Checoslovaquia (cuyos líderes ni siquiera participaron en las negociaciones) y el traslado bajo dominio nazi de numerosas personas sin un plebiscito legitimizador. En palabras de Herz, la «inmoralidad» en que desembocó el apaciguamiento de los años 1930 se encuentra en la disposición final de sus ejecutores «a colocar la libertad de individuos, grupos y naciones enteras, su independencia del control fascista, en la mesa de negociaciones, y de, en última instancia, convertirlas en instrumento para hacer concesiones unilaterales».60 Chamberlain tomó el camino del apaciguamiento con base en tres factores: 1) Como ya se dijo, en principio y en abstracto, el apaciguamiento «no es en sí mismo condenable, dentro de ciertos límites, como estrategia de conducta en política exterior. Chamberlain calculó que una línea de acción sustentada en concesiones y compromisos razonables no sólo era éticamente aceptable y deseada por la mayoría en Gran Bretaña y 59 60 W. R. Rock, British Appeasement in the 1930s. London: Arnold Publishers, 1977, p. 25. J. H. Herz, «The Relevancy and Irrelevancy of Appeasement», Social Research, xxxi, 3, 1964, p. 318. P Á G 371 R. P. Shay, Jr., British Rearmament in the Thirties. Politics and Profits. Princeton: Princeton University Press, 1977. Charmley, p. 71. La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa Europa en general, sino que era el camino más esperanzador y eficaz para lograr el objetivo –para él prioritario por encima de todo– de preservar la paz. 2) Chamberlain adoptó el apaciguamiento como la respuesta más adecuada ante los serios dilemas geopolíticos y económicos del Imperio británico de esos años.61 3) Por último, Chamberlain hizo de su versión del apaciguamiento una línea política muy personal, en cuanto que sus más íntimas convicciones, valores, motivaciones y percepciones intervinieron de manera decisiva en la formulación y ejecución de la estrategia diplomática hacia Hitler, dando a esa estrategia un sello muy propio, que eventualmente produjo su fracaso. El escenario geopolítico que movió a Chamberlain tenía tres rasgos fundamentales: 1) La naturaleza singular de la economía británica, en extremo dependiente del comercio, muy vulnerable al impacto de una crisis internacional e incapaz de contar en caso de guerra con masivos recursos domésticos (como Estados Unidos y la urss), o de hacerse casi autárquica (como Alemania). 2) La naturaleza global de la vulnerabilidad estratégica británica, a la cabeza de un Imperio que enfrentaba amenazas y asumía obligaciones virtualmente en todos los continentes y océanos del planeta, sin capacidad militar para combatir con éxito contra más de un oponente de envergadura a la vez. 3) La situación política doméstica británica, que a pesar de su aparente tranquilidad no era impermeable a los vientos revolucionarios que sacudían Europa, y donde empezaba a moverse un poderoso impulso de reforma social, que a su vez requería de recursos financieros crecientemente escasos. No le falta razón a Charmley, en su honesta defensa de Chamberlain, cuando sostiene que este último consultó numerosas veces la opinión de sus colaboradores financieros y militares, que casi al unísono, y con perseverancia a lo largo del tiempo, pintaron en los tonos más sombríos los dilemas estratégicos británicos: «Los informes del Estado Mayor Militar eran pesimistas, pero Chamberlain les consultó, como también lo hizo con el Ministerio del Exterior. Es por tanto un exceso de severidad condenar a Chamberlain porque, presuntamente, no consultaba la opinión de expertos, mientras por otro lado también se le condena por no haber desestimado los puntos de vista de los expertos».62 Ciertamente, si los reportes del Tesoro británico sobre las perspectivas financieras en ese 61 62 P Á G 372 II. La sorpresa en la guerra y la política tiempo eran sombríos, mucho más pesimistas eran las apreciaciones de los militares, que se explicaron en diciembre de 1937 con estas palabras: No vislumbramos aún un momento en que nuestras fuerzas tengan la capacidad suficiente para proteger nuestro comercio, territorio e intereses vitales frente a Alemania, Japón e Italia a la vez [...] No podemos enfatizar demasiado la importancia que, a nuestro modo de ver, tiene para la defensa imperial cualquier acción política internacional que pueda implementarse, a objeto de reducir el número de nuestros enemigos potenciales y de ganar el apoyo de potenciales aliados.63 No basta entonces con criticar a Chamberlain exclusivamente por falta de decisión y voluntad –y hubo un momento a partir del cual esa falta de coraje se hizo incuestionable–, hay que tomar en consideración igualmente la falta de medios en que se sustentó la política de apaciguamiento, una política asumida en función de consideraciones prácticas, de un sentido de culpabilidad nacional (inglés, en relación con Versalles), de presunta superioridad moral (que permitía combinar la disuasión con las concesiones a los dictadores), de misión personal por parte de su principal arquitecto, y todo ello montado sobre los endebles andamios de una fatal incomprensión acerca de la naturaleza de Hitler y su régimen. Una cosa es apreciar las dificultades y dilemas que enfrentaba la dirigencia británica en los años 1920 y 1930, y otra distinta justificar en sus distintos aspectos su acción hacia Hitler. Lo esencial es no emitir opiniones basadas tan sólo en el beneficio que nos da la perspectiva histórica. Por ello hay que introducir el elemento individual, y seguir a Chamberlain a lo largo de su propio proceso, para llegar a una opinión ponderada sobre su actuación. En ese orden de ideas es crucial ante todo constatar que, al igual que la inmensa mayoría de sus compatriotas, Chamberlain repudiaba las dictaduras fascistas, pero a la vez, con esa frialdad característica de los «políticos de consenso» –a diferencia de los de «convicción»–,64 concluía que ya que no podía remover por la fuerza a Hitler y a Mussolini, o hacerles desaparecer con un acto de magia; Gran Bretaña tenía 63 64 Citado por Paul Kennedy, «Appeasement», en G. Martel, ed., The Origins of the Second World War Reconsidered. Boston: Alien & Unwin, 1986, p. 153. Distinción establecida por Max Weber, en El político y el científico. Madrid: Alianza Editorial, 1972. P Á G 373 La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa que aprender a vivir con ellos en paz e intentar alcanzar compromisos en aquellas áreas conflictivas donde las exigencias de los adversarios parecían «legítimas» y ameritaban una reconsideración. La única condición que Chamberlain exigía era que los cambios tuviesen lugar de manera pacífica, como el resultado de negociaciones y no como producto de la fuerza o de la amenaza de su uso: Actuar así frente a los dictadores implicaba riesgos, que a Chamberlain no se le escapaban; pero eran pocos comparados con la única alternativa que veía, es decir, el continuo deterioro de las relaciones hasta que, en sus propias palabras, «las últimas barreras se derriben y comience un conflicto que, muchos pensamos, puede significar el fin de la civilización». La política de Chamberlain, tal y como él mismo la juzgaba, era tan razonable que no podía concebir que alguien se opusiese a la misma en forma sincera.65 No obstante, el apaciguamiento a Hitler tenía una grieta que se fue haciendo más amplia y profunda con el paso del tiempo, hasta que llegó un punto en que se abrió de tal modo que resultaba imposible no verla, a menos que –como le ocurrió a Chamberlain– la terquedad y la miopía política, productos del orgullo y del capital moral invertido a lo largo del camino, bloqueasen la razón. Esa grieta era la errada apreciación según la cual Hitler era un estadista razonable, permeable a la persuasión, con puntos de vista sobre la política y la guerra esencialmente semejantes a los del propio Chamberlain, quien había proclamado en un banquete en 1937 que «la naturaleza humana, que es la misma en todas partes, debe rechazar con toda su fuerza la pesadilla de la guerra».66 En realidad, y para desgracia de Chamberlain y del mundo entero, Hitler era un ideólogo fanatizado, para el cual «la guerra era la norma y la paz la excepción».67 Chamberlain, por el contrario, se describía a sí mismo como «un hombre de paz hasta las raíces de mi alma».68 Nada le iba a desviar, hasta las horas amargas del otoño de 1939, de su terca misión de «hallar deRock, p. 27. Ibid. Sebastian Haffner, The Meaning of Hitler. New York: Macmillan, 1979, p. 112. Citado en Charmley, p. 133. 65 66 67 68 P Á G 374 II. La sorpresa en la guerra y la política cencia aun en los dictadores», y así impedir una guerra que «nada gana, nada cura, nada concluye».69 Estas últimas frases de Chamberlain son extraídas de su correspondencia de la época, enviada a sus dos hermanas, y sólo analizada a partir de 1975, cuando los papeles privados del ex Primer Ministro fueron abiertos al escrutinio de los historiadores. Esas cartas y otros documentos permiten hacerse una imagen mucho más clara y una opinión más firme sobre el curso de acción seguido por Chamberlain y las severas limitaciones del mismo. Sus principios eran, por una parte, que «no se debe amenazar a menos que se esté en posición de ejecutar las amenazas»; por lo tanto, hasta que Gran Bretaña estuviese adecuadamente preparada en el terreno militar debía «ajustar su política a las circunstancias [...] y soportar con paciencia y hasta buen humor acciones que quisiéramos afrontar de manera diferente».70 Chamberlain consideraba francamente que el Tratado de Versalles tenía defectos que los alemanes, con razón, exigían rectificar. Su política buscaría entonces atenuar el descontento, remediar las quejas y desactivar las áreas de peligro. En cuanto al rearme británico, Chamberlain se opuso tenazmente a crear un poderoso ejército de tierra, concentrando los relativamente escasos recursos que estaba dispuesto a invertir en las fuerzas aéreas y navales. Keith Feiling, el primer biógrafo que tuvo oportunidad de explorar los papeles privados de Chamberlain, concluyó que «ganar tiempo para armarse y hacer frente a una guerra inevitable [...] nunca fue su principal motivación [...] simplemente la justicia de la paz y el rechazo de la guerra». Esto fue corroborado por Horace Wilson, estrecho colaborador y confidente del Primer Ministro: «... nuestra política nunca fue diseñada para posponer la guerra, o para permitirnos entrar en guerra más unidos y fuertes. El propósito del apaciguamiento fue evitar la guerra para siempre».71 El estudio desapasionado del proceso diplomático entre 1937 y 1939 corrobora, en mi opinión, el punto de Wilson: aunque en abstracto Chamberlain decía estar dispuesto a ir a la guerra por una causa suprema, que nunca definió con precisión,72 en la práctica su odio ha69 70 71 72 Citado en Sidney Aster, «Guilty Men.The Case of Neville Chamberlain», en R. Royce y E. M. Robertson, eds., Paths to War. London: Macmillan, 1989, p. 241. Ibid., pp. 243, 247. Ibid., p. 250. Ibid., p. 242. P Á G 375 A. Bullock, «Hitler and the Origins of the Second World War», en E. M. Robertson, ed., The Origins of the Second World War. London: Macmillan, 1973, p. 193. La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa cia la guerra era tal que penetraba las fronteras del pacifismo a ultranza. Al mismo tiempo, su férrea disposición a considerar a Hitler bajo el prisma de la política «normal» entre Estados, que negocian en función de objetivos limitados y de compromisos, le colocó constantemente en desventaja frente al Führer nazi, quien era un verdadero «revolucionario», movido por una visión del mundo basada en el conflicto y orientado por un propósito estratégico inflexible, aunque preparado a obtenerlo con flexibilidad táctica y el mayor oportunismo. 73 El ineluctable proceso de erosión de una política que, no obstante sus buenas intenciones y su ubicación en un marco de debilidad relativa, adolecía de insuperables fallas de análisis en relación con la naturaleza del hitlerismo, de fallas sicológicas por cuanto dejaba siempre la iniciativa en manos de un adversario sin escrúpulos de ninguna especie, y de fallas éticas por cuanto se predicaba sobre la posibilidad de negociar con la libertad e independencia de otros, ese proceso de bancarrota gradual –repito– llegó a su punto culminante con el Pacto de Múnich y la desmembración forzada de Checoslovaquia, pacto suscrito por Chamberlain, Daladier, Hitler y Mussolini en septiembre de 1938. Si bien hasta ese momento la política de apaciguamiento pudo haber sido defendida con algún grado de sensatez y razonable honorabilidad (aunque hubiese sido indispensable complementarla con medidas de rearme más firmes, así como con una más flexible política de alianzas que incluyese a la urss), Múnich decretó su colapso, pero Chamberlain no lo vio así y siguió cultivando ilusiones por varios meses más. En efecto, dada la todavía débil posición militar británica en 1938 –debida en no escasa medida a la pusilanimidad de sus líderes, las serias advertencias contra la guerra provenientes hasta de los jefes militares del Imperio, la ambigüedad e indecisión francesas y el raquítico respaldo expresado por los dominios británicos alrededor del mundo, a lo que se sumaba la aparente fuerza de los argumentos de Hitler a favor de la autodeterminación de las minorías alemanas en Checoslovaquia–, Múnich podía ser defendido por Chamberlain con cierta confianza, y de hecho obtuvo, al menos inicialmente, amplio apoyo de sus compatriotas. No obstante, Múnich tuvo poderosos críticos, quienes con razón señalaron 73 P Á G 376 II. La sorpresa en la guerra y la política que el acuerdo se obtuvo a expensas de una nación pequeña y débil, cuya libertad y soberanía fueron seriamente comprometidas. Este aspecto ético adquirió mayor prominencia a medida que Chamberlain prosiguió su rumbo de apaciguamiento, hablando del nacimiento de una «nueva era», ello a pesar del precio pagado en Múnich, del maltrato experimentado a manos de Hitler y de la masa de información disponible en Londres acerca de los preparativos de nuevas agresiones por parte de Alemania.74 Con semejante actitud, Chamberlain debilitó aún más la capacidad de resistencia a Hitler, erosionando los ya deteriorados mecanismos materiales y sicológicos que podrían haber contenido al Führer nazi, y alentándole a nuevas aventuras. Los apologistas de Múnich, de acuerdo con los cuales Chamberlain tenía que continuar ganando tiempo para rearmarse, no hallan confirmación de ese propósito en los papeles privados del entonces Primer Ministro, para el cual, ciertamente, ganar tiempo era importante, pero no para prepararse mejor para una guerra que ya a muchos lucía inevitable, sino para evitar la guerra a toda costa. Chamberlain hablaba ante el Parlamento acerca de su intención de fortalecer los arsenales británicos, pero en privado decía que: «Mucha gente está perdiendo la cabeza y pensando y hablando como si Múnich hubiese hecho más probable la guerra, en vez de menos inminente [...] Si bien hay brechas que cubrir, no creo que debamos realizar extensos gastos adicionales a los programas [de rearme] que ya tenemos [...] [pues] la parte conciliatoria de nuestra política es tan importante como el rearme».75 El 15 de mayo de 1939 Hitler ocupó Praga y el resto de Checoslovaquia, pisoteando así el Pacto de Múnich, y tomando otra vez por sorpresa a sus adversarios (como lo había hecho antes de remilitarizar la zona del Rin y al anexar Austria). Ello empezó a disipar «el resto de fe» que Chamberlain alguna vez tuvo en la palabra del dictador, pero no alteró su odio a la guerra y su creencia en el apaciguamiento, en las condiciones de creciente debilidad en que conducía esa política: ... nunca acepto –escribió en privado– la opinión de que la guerra es inevitable [...] No veo qué otra cosa podamos hacer, a menos que extendamos un ultimátum a Alemania [...] eso 74 75 Rock, p. 88. Citado en Aster, p. 251. P Á G 377 La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa significaría la guerra y no voy a ser el responsable de presentarlo. Debemos seguir rearmándonos y procurando cuanta ayuda podamos, en la esperanza de que algo ocurra que rompa el maleficio, bien sea la muerte de Hitler o la toma de conciencia de que nuestra defensa se ha hecho demasiado fuerte y hace inconcebible un ataque. 76 En público afirmó que «Aunque uno deba sufrir desengaños y frustraciones de vez en cuando, la meta que nos guía es demasiado importante para el futuro de la humanidad como para que la abandonemos o dejemos de lado a la ligera».77 El 31 de marzo de 1939, Gran Bretaña y Francia dieron en conjunto una «garantía» de defensa a Polonia, la nueva presa de los propósitos expansionistas de Hitler. Es clave, no obstante, tener claro que Chamberlain concibió la «garantía» como una señal para Hitler, no como una especie de declaración de guerra. Se trataba, de paso y en su perspectiva, de una garantía de la independencia de Polonia y no de sus fronteras entonces existentes, de modo que seguía abierta la posibilidad de negociar y ceder. Por último, la garantía polaca no implicó la búsqueda activa del único instrumento militar concreto que habría podido ser empleado para detener a Hitler: una alianza con la urss, que colocase al Führer nazi ante la disyuntiva de una guerra en dos frentes en caso de atreverse a invadir Polonia. La pusilanimidad de los líderes británicos y franceses empujó a Stalin a los brazos de Hitler, y el 24 de agosto se firmó el pacto de no agresión nazi-soviético. El 1.º de septiembre, el Führer nazi desató la furia de su Blitzkrieg contra los polacos. El 3 de septiembre, con su política de apaciguamiento hecha añicos y vencido el plazo de un ultimátum, Chamberlain anunció que Gran Bretaña se hallaba en guerra con Alemania. Esta vez fue Hitler el tomado por sorpresa, pues su experiencia hasta entonces le había llevado a menospreciar de tal manera a sus adversarios occidentales que no creyó que tendrían el coraje de declararle la guerra.78 Resulta casi patético constatar que aún después de todas estas pruebas, de que ya la guerra había sido declarada y de las lecciones aprendi- Ibid., p. 253. Citado en Charmley, p. 166. Alan Bullock, Hitler: A Study in Tyranny. Harmondsworth: Penguin Books, 1972, pp. 490-559. 76 77 78 P Á G 378 II. La sorpresa en la guerra y la política das acerca de la naturaleza de Hitler y su régimen, Chamberlain continuó creyendo en la posibilidad de una paz negociada hasta mayo de 1940, cuando la invasión a Francia terminó con sus restantes esperanzas.79 Chamberlain creía que la guerra sería de «resistencia» (a waiting war) y que Inglaterra soportaría mejor que Alemania la «guerra de nervios». Su intención era proseguir el rearme y fortalecer el bloqueo, pero sin tomar medidas ofensivas: «... no creo que los holocaustos se requieran para lograr la victoria», escribió el 23 de septiembre de 1939, y el 8 de octubre manifestó su expectativa de que «si se nos permite continuar esta política, habremos ganado la guerra en la primavera».80 En realidad, en la primavera comenzó la guerra. Chamberlain se definió a sí mismo como «un hombre de paz», y ello, lejos de ser condenable es más bien, a mi modo de ver, digno de elogio. No obstante, el principal deber de un estadista es proteger a la comunidad a la que se debe, y desafortunadamente, en el mundo de la política real, ello exige estar en ocasiones preparado para ir a la guerra. Chamberlain no lo entendió así, y por ello, lamentablemente, adelantó una política de apaciguamiento que en lugar de fortalecer las posibilidades de una paz de equilibrio, alentó la sed de conquista de Hitler. Como apunta Levite, las características de la personalidad de los líderes pueden aumentar o disminuir –según el caso– su capacidad de percibir amenazas y de reaccionar a tiempo ante advertencias, evitando así la sorpresa.81 Churchill, el más agudo y persistente crítico de la política de apaciguamiento de Chamberlain, percibió tempranamente la amenaza de la Alemania hitlerista y llevó adelante una incansable campaña para alertar a sus compatriotas, y en especial al Parlamento británico, acerca de la tormenta que estaba tomando cuerpo en el horizonte europeo. Churchill, al contrario de Chamberlain, era un «político de convicción», no «de consenso»; su larga y agitada experiencia militar y política, así como sus «paradigmas» mentales, le hacían ver la política en términos de conflicto. El contraste entre Churchill y Chamberlain tiende a corroborar el punto expuesto por Jervis, según el cual «Aquellos que tienen razón, en la ciencia y en la política, sólo raras veces se distinguen de aquellos que se equivocan por su habilitad para evaluar elementos específicos 79 80 81 Charmley, p. 197. Citado en Aster, p. 257. Levite, pp. 143-144. P Á G 379 La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa de información [...] Más bien, las expectativas y predisposiciones de los que aciertan proporcionan una mejor explicación de sus éxitos frente a los que yerran».82 Como «hombre de paz», Chamberlain estaba en franca desventaja en un combate frente a Hitler, para quien la guerra no era ni siquiera «la continuación de la política por otros medios» sino su culminación. La ofensiva Tet: Vietnam 1968 La ofensiva Tet, ejecutada en enero-febrero de 1968, fue la batalla decisiva de la guerra de Vietnam.83 Su planificación, desarrollo e impacto tienen gran interés para el tema de la sorpresa, por varias razones: en primer término, la sorpresa como tal tuvo un efecto clave, que dio a Tet el carácter de evento decisivo en el proceso de salida de Estados Unidos de Vietnam. En segundo lugar, Tet fue una sorpresa dentro de la guerra misma, es decir, la ofensiva no dio inicio a la guerra, que ya estaba en curso por varios años, sino que se produjo a pesar de que, presuntamente, la víctima debía haber estado en actitud de mayor alerta, y sin ninguna duda acerca de la identidad del adversario, así como tampoco en cuanto a que el enemigo iba a hacer todo lo que estuviese en sus manos para golpear con la mayor fuerza posible. En tal sentido, Tet pone aún más de relieve las dificultades del análisis y predicción de inteligencia. En tercer lugar Tet fue planificada con base en un serio error de cálculo político de parte de sus ejecutores, y el efecto de Tet, a pesar de favorecerles, no era exactamente el que buscaban los que la llevaron a cabo. En cuarto lugar Tet fue diseñada en el marco de una amplia estrategia de engaño, con características en algunos sentidos peculiares. Por último, Tet fue una derrota militar para sus ejecutores (Vietnam del Norte y las fuerzas guerrilleras en el Sur, denominadas por los norteamericanos «Vietcong»); sin embargo, Tet se tradujo en una importante victoria política, que es el terreno donJervis, p. 179. Un análisis de conjunto sobre la guerra de Vietnam puede hallarse en mi libro Estrategia y política en la era nuclear. Madrid: Tecnos, 1979, pp. 272-291. 82 83 P Á G 380 II. La sorpresa en la guerra y la política de en definitiva se define la victoria y se aprecia la derrota. En resumen, la ofensiva Tet debe considerarse como un caso especialmente exitoso de ataque por sorpresa, ya que fue la sorpresa misma, y no sus consecuencias militares, la que alteró el balance de voluntad política entre los combatientes. Como casi siempre ocurre en la sorpresa estratégica, la ofensiva Tet no cayó «del cielo» sobre norteamericanos y sus aliados en Vietnam del Sur. Los servicios de inteligencia en el terreno, en especial la estación de la cia en Saigón, además de las otras agencias militares trabajando en Vietnam y en Washington, anticiparon en no escasa medida aspectos relevantes del ataque que se avecinaba. Pero todo ello dentro de un contexto de ambigüedad, de confusión, de dudas y de incertidumbre acerca de las verdaderas intenciones del adversario, así como sobre sus reales objetivos. El general Bruce Palmer Jr., quien luchó en Vietnam, sostiene que Tet logró la sorpresa, y que «si bien esperábamos problemas alrededor de Tet (fiesta del año nuevo lunar en Vietnam) fuimos sorprendidos por el momento específico del ataque –creíamos que el enemigo no violaría la tradicional tregua de esos días, y desataría su ofensiva después–, así como por la naturaleza de su ataque».84 Palmer se pregunta: «¿Y por qué la sorpresa, por qué los comandantes norteamericanos se dejaron sorprender, a pesar de la amplia evidencia a su disposición?», y prosigue así: «La respuesta es más sicológica que militar, más emocional que profesional. Fueron víctimas de su excesivo optimismo, y de la hábil estrategia de engaño del general Giap» [gran estratega norvietnamita, vencedor de los franceses en Dien Bien Phu y principal arquitecto de Tet, ar].85 El entonces Presidente de Estados Unidos, Lyndon Johnson, quien había sido informado acerca de la inminencia de una ofensiva, sin embargo resumió así –más tarde– su impacto: «... fue más masiva de lo que habíamos anticipado, no esperábamos que atacasen tantas ciudades como lo hicieron, no creímos que alcanzarían el nivel de coordinación que lograron [...] [además] la fuerza atacante era mayor de la que habíamos estimado».86 Por su lado, los autores de los Papeles del Pentágono escribieron poco tiempo después del evento que «La ofensiva Tet, aunque 84 85 86 B. Palmer, The 25-Year War. America’s Military Role in Vietnam. Lexington: The University Press of Kentucky, 1984, pp. 78, 167. Citado en H. G. Summers, On Strategy. New York: Dell, 1982, p. 210. Citado en G. Kolko, Vietnam: Anatomy of War, 1940-1945. London: Unwin, 1986, p. 306. P Á G 381 La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa había sido prevista, tomó al comando y al público norteamericanos por sorpresa, y su fuerza, duración e intensidad prolongaron el choque».87 El impacto de Tet sobre la opinión pública norteamericana fue tal que pronto surgió toda una tesis según la cual el comando militar norteamericano en Vietnam había estado engañando deliberadamente a los medios de comunicación, al país en general y al gobierno en particular sobre la verdadera fortaleza del adversario que enfrentaban en la antigua Indochina.88 Si bien los detalles de esa controversia no interesan acá es útil mencionarla, pues indican que, ciertamente, entre los militares estadounidenses en Vietnam predominaba un optimismo exagerado sobre las perspectivas de la guerra, lo que en alguna medida explica la imagen un tanto complaciente que hasta el choque de Tet existía en la opinión pública. Sin embargo, la ofensiva fue –conviene enfatizarlo– una sorpresa «relativa», como casi todas, y si bien sus planificadores tuvieron gran cuidado en ocultar sus objetivos específicos, el proyecto global, así como el análisis de las condiciones y supuestos que sustentaban el venidero ataque, fueron en general conocidos por la inteligencia norteamericana durante los meses previos a la ofensiva: Hacia septiembre de 1967, el Comité Central [del Partido Comunista de Vietnam del Norte, ar] comenzó a despachar órdenes a todas las principales secciones en el Sur, y la inteligencia norteamericana de inmediato empezó a captar información sobre la próxima ofensiva. Ya en diciembre, en los círculos gubernamentales de Washington, se conocía la posibilidad de un ataque generalizado, que incluiría asaltos a numerosas ciudades y áreas urbanas. 89 Varios factores se combinaron para generar la sorpresa. Es fundamental señalar, en primer lugar, el hecho de que, hacia mediados de 1967, la evaluación del comando militar de Estados Unidos en Vietnam les indicaba que Estados Unidos y sus aliados estaban ganando la guerra.90 Ibid. T. L. Cubbage, «Westmoreland vs. CBS. Was Intelligence Corrupted by Policy Demands?», en M. Handel, ed., Leaders and Intelligence, pp. 118-180. Kolko, p. 305. J. J. Wirtz, The Tet Offensive. Intelligence Failure in War. Ithaca: Cornell University Press, 1991, p. 119. 87 88 89 90 P Á G 382 II. La sorpresa en la guerra y la política Ello, de un lado, debía alertarles acerca de la posibilidad de que el adversario hiciese una movida «desesperada» para torcer el rumbo de la contienda; pero, por otro lado, la estimación positiva sobre el curso del combate y la situación de relativo abatimiento del enemigo hacía difícil para los norteamericanos prever una recuperación sustancial en corto plazo. Tal vez acá se encuentra la explicación esencial de la sorpresa de Tet: en medida no subestimable Tet fue una jugada, una riesgosa apuesta de parte del liderazgo revolucionario vietnamita. Su objetivo con Tet no era otro que ganar la guerra en el Sur, encendiendo la chispa de un levantamiento popular generalizado contra Estados Unidos y el gobierno «títere» de Vietnam del Sur. Sin esa insurrección popular, que sería un resultado político de la ofensiva militar, Tet difícilmente podría infligir una derrota militar a Estados Unidos, con su enorme poder de fuego y gigantescos recursos humanos y materiales. Como mínimo, posiblemente, los comunistas esperaban que Tet detuviera por un tiempo el avance de las operaciones norteamericanas en el Sur, creando las bases para una reanudación, en mejores condiciones, de una guerra de desgaste. Ahora bien, en su debate sobre la estrategia a seguir, la dirigencia comunista colocó casi todo el énfasis en la insurrección popular como productora del colapso enemigo que se buscaba en el ataque militar, actuando como catalizador del levantamiento de masas. Según la evaluación de Giap y otros estrategas vietnamitas, la estabilidad política del gobierno de Vietnam del Sur y su base de apoyo popular estaban seriamente erosionadas, y también se hallaba en declinación el respaldo a la guerra dentro de Estados Unidos. En función de estos cálculos, parcialmente errados, se programó y llevó a cabo el ataque. Giap formuló una estrategia sustentada en la coordinación de la lucha militar –en manos de las unidades regulares del Norte y de las guerrillas del Sur (estas últimas en mayoría)–, en la lucha política dirigida a estimular la protesta popular, y en iniciativas diplomáticas destinadas a confundir y engañar al gobierno estadounidense y a retrasar su respuesta ante los indicios de una inminente ofensiva. De acuerdo con Giap, la combinación de estos frentes de lucha actuaría como un «multiplicador de fuerza» favorable a sus objetivos. Todo esto sería desatado con máxima eficacia a través de la sorpresa. Según Giap, los comandantes norteamericanos eran especialmente vulnerables, «subjetivos y altivos, y siempre han sido tomados por sorpresa y derrotados».91 91 Ibid., p. 62. P Á G 383 La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa Lo cierto, a pesar de la confianza de Giap, es que todos se equivocaron de algún modo en relación con Tet, tanto los que ejecutaron el ataque como sus víctimas. Los comunistas esperaban generar una insurrección popular y ésta no se produjo. Los norteamericanos creían que estaban ganando la guerra, pero Tet demostró una capacidad de reacción, una perseverancia, un coraje imprevistos de parte de sus adversarios. En alguna medida, los comunistas tomaron en cuenta la influencia de la opinión pública norteamericana como un factor que ayudaría a contener la respuesta de Washington a la ofensiva; sin embargo, Giap pensaba que el electorado en Estados Unidos requeriría uno o dos años adicionales de «ni victoria ni derrota» en Vietnam antes de cansarse de la guerra, pero Tet aceleró significativamente los hechos y prácticamente dio inicio a un irreversible proceso de retirada de parte de los norteamericanos. En palabras del general norvietnamita Do: «No logramos nuestro principal propósito, que era desatar una insurrección general en el Sur. Pero logramos asestar severos golpes e infligir graves pérdidas a los norteamericanos y sus títeres [...] No era nuestra intención inicial producir tal impacto en Estados Unidos, pero fue un resultado afortunado para nosotros».92 El general Westmoreland, comandante militar supremo de Estados Unidos en Vietnam para la época, dijo esto sobre Tet: «Es debatible que los líderes del Norte hayan creído realmente que eran capaces de inducir una insurrección en el Sur [...] Pero lo que verdaderamente interesaba era demostrar que Estados Unidos sólo podía ganar la guerra a un costo muy superior al que ya estaba pagando».93 Esta es una observación importante, ya que Westmoreland captó un aspecto central del efecto de Tet en Washington y sobre el electorado norteamericano: la ofensiva, que produjo elevados costos humanos y materiales a ambos bandos, puso de manifiesto que el sacrificio requerido para «ganar» en Vietnam era excesivo. Así como los norteamericanos fueron sorprendidos por la magnitud y fuerza de la ofensiva, sus ejecutores fueron a su vez sorprendidos por el rápido y decisivo resultado político que tuvo Tet en Estados Unidos. Así, el general norvietnamita Van Tra confesó que: En la planificación de Tet en 1968, no evaluamos correctamente el balance específico de fuerzas entre nosotros y el enemigo, y no nos dimos cuenta de que el enemigo aún poseía consideIbid., pp. 57-58. W. C. Westmoreland, A Soldier’s Report. New York: Doubleday, 1976, p. 378. 92 93 P Á G 384 II. La sorpresa en la guerra y la política rables capacidades, mientras que las nuestras seguían siendo limitadas [...] Nuestros objetivos estaban más allá de nuestras posibilidades, y se basaban en parte en nuestros deseos subjetivos. Por ello sufrimos grandes pérdidas en hombres y equipos, en especial cuadros de calidad a varios niveles, lo que sin duda nos debilitó.94 Van Tra se refería seguramente a la infraestructura político-organizativa del Frente de Liberación Nacional en el Sur («Vietcong»), que emergió de la clandestinidad durante Tet para unirse a la ofensiva militar y fue diezmada por el poder de fuego norteamericano. Las graves pérdidas comunistas llevaron a Westmoreland, entre muchos otros, a sostener que Estados Unidos logró una decisiva victoria (militar) en Tet, y que «la prensa y la televisión transformaron lo que sin lugar a dudas fue una catastrófica derrota militar para el enemigo en una presunta debacle para Estados Unidos y sus aliados...».95 Desafortunadamente para el comandante norteamericano, su conclusión, aunque cierta en un sentido (los comunistas experimentaron graves pérdidas militares), constituye un craso error de apreciación en otro, ya que la «victoria» en la guerra se define en términos políticos, no militares. En ese orden de ideas, Tet fue un triunfo para los comunistas, aunque no por las razones que esperaban. El éxito de la sorpresa en Tet tuvo mucho que ver con la puesta en marcha de una ingeniosa y efectiva estrategia de engaño por parte de los norvietnamitas y el Vietcong. Esa estrategia tuvo un ingrediente pasivo, destinado a cubrir en lo posible en un manto de secreto los preparativos del ataque. El elemento activo se compuso principalmente de ataques secundarios, dirigidos a atraer y distraer importantes fuerzas norteamericanas hacia áreas de menor significación, alejándolas de las zonas urbanas donde se colocaría el peso fundamental de la ofensiva. Entre estos ataques, el más relevante fue el sitio a la base norteamericana de Khe Sanh. La realización del ataque durante la fiesta de Tet, que es muy especial para los vietnamitas y que nunca antes había sido violada de esa forma, también contribuyó a la sorpresa pero a la vez ganó antipatías adicionales a los comunistas entre la población de Vietnam del Sur. Los comunistas iniciaron igualmente una campaña diplomática hacia el gobierno de Esta94 95 Citado en S. Karnow, Vietnam: A History. New York: Penguin Books, 1983, p. 544. Westmoreland, p. 391. P Á G 385 Wirtz, pp. 62-63, 65-66. Ibid., pp. 80-81. La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa dos Unidos, suavizando sus posiciones negociadoras y pretendiendo así que se disponían a llegar a acuerdos, confundiendo todavía más la situación. De paso, al hacer públicas esas posturas más flexibles, los comunistas aspiraban a sembrar divisiones en el bando aliado, haciendo creer a los survietnamitas que Estados Unidos podía estar dispuesto a alcanzar un arreglo negociado de la guerra.96 Los comunistas, desde luego, no pudieron ocultar por completo sus planes, entre otras razones porque les era indispensable, en vista de la ambición de sus objetivos, distribuir instrucciones y órdenes con cierta amplitud. No obstante, como he sugerido en otras partes de este estudio, los planificadores de una estrategia de engaño tienen que asumir que –como mínimo– algunos indicios de sus intenciones caerán en manos enemigas. Lo clave es asegurarse que el adversario fije la vista en los ataques secundarios y dirija la atención fuera de la órbita central de la ofensiva.97 Dentro de la estrategia de engaño de los comunistas, el sitio a la base norteamericana de Khe Sanh jugó un rol primordial. Si bien durante diciembre de 1967 y las tres primeras semanas de enero de 1968, los servicios de inteligencia norteamericanos recopilaron abundante información que indicaba que los comunistas se alistaban a atacar áreas urbanas, instalaciones gubernamentales y bases militares a todo lo largo de Vietnam del Sur, estas «señales» venían acompañadas de otras que apuntaban hacia la concentración de importantes unidades regulares del Ejército de Vietnam del Norte alrededor de Khe Sanh, en la zona fronteriza. Influidos por la analogía de Dien Bien Phu (la aislada guarnición francesa que se rindió a las fuerzas nacionalistas del Vietminh también comandadas por Giap, en 1954), Westmoreland y otros jefes militares norteamericanos concentraron su atención y recursos en la remota base fronteriza, asegurándose de impedir una repetición de la amarga experiencia francesa años atrás. El asalto comunista a Keh Sanh, que tenía el objetivo esencial de distraer, empezó el 21 de enero, pocos días antes del comienzo de la ofensiva Tet como tal. Alrededor de 6.000 «marines» norteamericanos usaron 100.000 toneladas de municiones contra sus 20.000 sitiadores en Khe Sanh, sitiadores que también tuvieron que soportar una cerrada ofensiva aérea de parte de aviones desplegados desde tierra y desde portaviones norteamericanos cerca de la costa. West96 97 P Á G 386 II. La sorpresa en la guerra y la política moreland decidió enviar cerca de la mitad de los batallones de maniobra norteamericanos hacia las zonas fronterizas, cayendo en el señuelo de Giap.98 A pesar de sus notables éxitos, Tet no generó la insurrección popular esperada por sus planificadores. Las dudas de Westmoreland al respecto no se justifican, pues existe extensa evidencia de que, en efecto, el principal objetivo de Tet era ganar la guerra a través de la instigación de un levantamiento general contra el gobierno de Vietnam del Sur.99 Esta fue una de las razones fundamentales que contribuyeron a confundir a los servicios de inteligencia norteamericanos y a producir la sorpresa, pues –de acuerdo con una investigación del gobierno de Estados Unidos– «los comandantes y oficiales de inteligencia norteamericanos vieron esas exhortaciones a una insurrección popular masiva como mera propaganda comunista y no como un verdadero plan de acción».100 Los comunistas erraron su cálculo político en Tet, pero los servicios de inteligencia norteamericanos no se percataron de ello: Los analistas norteamericanos reconocieron que el enemigo estaba preparando una gran ofensiva, pero no creyeron la información que indicaba que las unidades guerrilleras del Vietcong iban a atacar las ciudades del Sur a objeto de instigar una insurrección de masas. Los norteamericanos poseían mejor información acerca de las simpatías políticas de la población urbana survietnamita que sus adversarios, quienes se equivocaban de plano al suponer que el pueblo se levantaría para respaldar la ofensiva. Ya que los analistas norteamericanos estaban convencidos de que los ataques comunistas no provocarían una revuelta popular contra el gobierno de Vietnam del Sur, descartaron la información al respecto como mera propaganda. Su evaluación fue parcialmente correcta: no se materializó la revuelta, pero los comunistas sí atacaron las áreas urbanas en forma masiva durante Tet.101 98 99 100 101 Kolko, pp. 305-306. Wirtz, p. 60. u.s. Congress: u.s. Intelligence Agencies and Activities. House Select Committee on Intelligence, 94th Congress, 1st Session 1975, pp. 1996-1997. J. J. Wirtz, «Review of R. Adler, Reckless Disregard», en Intelligence and National Security, 2, 4, 1987, pp. 180-183. P Á G 387 Citado en Karnow, p. 535. Wirtz, The Tet Offensive, p. 128. Ibid., p. 179. Citado en Summers, p. 210. La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa Ahora bien, los comunistas sí creyeron su propia propaganda, que de hecho reflejaba correctamente sus planes y objetivos. De allí que el general norvietnamita Tran Do dijese que «Con toda honestidad, no alcanzamos nuestro mayor objetivo, que era generar una insurrección de masas en el Sur».102 La información en manos de los analistas de inteligencia norteamericanos era abundante y contenía numerosas señales que apuntaban en la dirección correcta, pero esa información chocaba con lo que los norteamericanos sabían, tanto acerca de la actitud política de la población urbana en el Sur (en general anticomunista), como sobre la situación militar del adversario (en aparente deterioro). Por ello, la incapacidad de anticipar el error de cálculo del enemigo confundió a los norteamericanos. 103 Lo ocurrido muestra que los paradigmas vigentes previamente a Tet ejercieron significativa influencia en la evaluación de información nueva, que esos criterios sólo cambiaron lentamente o no lo hicieron, facilitando así la sorpresa. De hecho, los aumentos en la actividad del adversario durante las semanas previas al ataque fueron interpretados como meras movidas tácticas dentro de una estrategia defensiva y no como los preparativos para una ofensiva, lo cual se ajustaba mejor a la creencia en el debilitamiento de la capacidad militar norvietnamita y del Vietcong.104 La perplejidad de los analistas norteamericanos, acentuada por la dificultad de asimilar los errores de cálculo del adversario, fueron sintetizados por un oficial de inteligencia del Ejército que admitió: «Si hubiésemos tenido en nuestras manos la totalidad del plan de batalla del enemigo, no lo hubiésemos creído».105 La ofensiva Tet falló en cuanto a su objetivo principal, que era generar una rápida terminación de la guerra a través de una insurrección de masas; sin embargo, de manera no anticipada, el choque de la sorpresa en Estados Unidos puso en marcha un proceso político que eventualmente condujo a la retirada norteamericana de Vietnam. Los servicios de inteligencia norteamericanos tuvieron un razonable desempeño en cuanto a la recolección de información sobre lo que se avecinaba; sin embargo, en el terreno del análisis se vieron limitados por los ya conocidos problemas que generan la ambigüedad, el «ruido» y la estrategia de engaño 102 103 104 105 P Á G 388 II. La sorpresa en la guerra y la política del enemigo, aparte de poco flexibles convicciones propias. Importantes decisores militares norteamericanos en Vietnam conocieron con anticipación indicios que mostraban el cuadro general de la venidera ofensiva, pero no con el tiempo ni la claridad suficientes para impedir o reducir de manera efectiva el impacto sicológico de los ataques.106 Hubo fallas de estimación en cuanto a la misma probabilidad del ataque, pues prevalecía la tendencia a creer que el enemigo se hallaba seriamente debilitado, así como en cuanto al lugar y al momento específicos de inicio de la ofensiva. Los analistas norteamericanos ... reconocieron que las operaciones militares de Estados Unidos en Vietnam habían tenido un fuerte impacto sobre los comunistas, pero no cayeron adecuadamente en cuenta de que, al intervenir de ese modo en el conflicto, obligaban al enemigo a buscar una nueva vía para hacer frente a la amenaza [...] [Los norteamericanos] se convencieron de que sus unidades militares no podían ser neutralizadas a través de innovación estratégica alguna, violando de esa forma el principio de jamás subestimar a un adversario en tiempo de guerra.107 Los norvietnamitas y el Vietcong experimentaron en Tet un grave revés militar pero obtuvieron una significativa victoria política y sicológica. Su empleo de la sorpresa dio resultados que excedieron las expectativas más optimistas, logrando introducir en el ánimo de su principal adversario una duda insuperable acerca de la conveniencia de su participación en una guerra que sólo prometía mayores costos, sin claras perspectivas de una pronta terminación. Un siglo y medio antes de Tet, Clausewitz había descrito ese tipo de resultado en De la guerra: No todas las guerras tienen que ser peleadas hasta que uno de los bandos en pugna colapse por completo. Cuando los motivos y las tensiones de la guerra son menos intensas para un lado que para el otro, uno puede imaginar que la mínima perspectiva de derrota lleve a ese bando sicológicamente más débil, a ceder. Si el otro bando considera que ello es probable, obviamente 106 107 Wirtz, The Tet Offensive, p. 258. Ibid., pp. 270-271. P Á G 389 La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa se concentrará en producir tal resultado, en lugar de tomar el camino más largo y duro de tratar de derrotar totalmente a su adversario en el terreno militar. 108 Giap siguió a Clausewitz al pie de la letra, quizás sin proponérselo. La sorpresa en la guerra del Yom Kippur –Medio Oriente, octubre de 1973 El ataque combinado egipcio-sirio, realizado en octubre de 1973, tomó por sorpresa a las Fuerzas Armadas israelíes. La sorpresa fue ante todo política y sicológica, pues los israelíes estaban convencidos de que los árabes no se iban a aventurar a lanzar un ataque ya que sabían que no podían ganar una guerra en el terreno militar contra el Estado judío, y a la vez los árabes sabían que Israel lo sabía. Además, luego de su rápida y eficiente victoria de 1967 («guerra de los Seis Días»), la autocomplacencia se había apoderado en buena medida de los decisores políticos y militares de Israel, así como de sus analistas de inteligencia; ello les hacía sicológicamente poco aptos para asimilar a tiempo la posibilidad de una ofensiva general árabe en condiciones de inferioridad militar. La sorpresa árabe fue también militar, en tres aspectos: 1) Los árabes sorprendieron con un significativo cambio de doctrina estratégica, es decir, del conjunto de concepciones en las que se sustentaba su modo de hacer la guerra. En lugar de buscar objetivos ambiciosos se centraron en objetivos militares limitados, que favoreciesen sus fortalezas y acentuasen las vulnerabilidades del adversario. 2) Los árabes sorprendieron en cuanto al salto exponencial en la calidad de su desempeño en batalla, producto de un cuidadoso entrenamiento y de adecuada motivación. 3) Los árabes sorprendieron en el campo tecnológico, con la introducción masiva, por primera vez, de sistemas de armamentos (misiles antiaéreos y antitanques) cuya existencia era conocida, pero que no habían sido utilizados con tal intensidad y eficacia previamente. Citado en Summers, p. 43. 108 P Á G 390 II. La sorpresa en la guerra y la política Finalizada la guerra, Israel estableció una Comisión destinada a analizar las causas de la sorpresa y atribuir responsabilidades. El reporte de este órgano («Comisión Agranat») señaló específicamente al Director de Inteligencia Militar y a su principal asistente en la sección de investigación –entre otras personas– como responsables de las fallas de evaluación que permitieron el éxito de la sorpresa egipcio-siria. Estos oficiales, indica el reporte, no dieron la alerta necesaria para que Israel movilizase a tiempo sus fuerzas. De acuerdo con la Comisión, fueron tres las razones principales que explican la falta cometida: 1) La inflexible adhesión de los decisores militares y jefes de inteligencia a una cierta «concepción» sobre las condiciones de un posible ataque árabe, condiciones que variaron entre 1967 y 1973 y que debieron ser sometidas a revisión constante, pero que sin embargo fueron dogmáticamente sostenidas como criterios para evaluar la amenaza. La pérdida de validez de la «concepción» no fue por tanto apreciada, y los cambios introducidos por los árabes en el marco de condiciones para un posible ataque no fueron captados y asimilados. 2) La inteligencia militar se había comprometido a dar en cualquier escenario un aviso oportuno sobre la cercanía de un ataque, a objeto de movilizar a tiempo las reservas y de considerar la posibilidad de un ataque aéreo preventivo. Este compromiso se hizo elemento importante de los planes de defensa de Israel, pero la comisión Agranat no halló bases suficientes para sustentar semejante garantía de cumplimiento. 3) En los días inmediatamente precedentes al ataque árabe, la inteligencia militar israelí acumuló abundante información sobre los preparativos del enemigo, información que fue o bien asfixiada dentro de los estrechos y rígidos esquemas de la «concepción», o bien desestimada a la ligera, explicándosele como meros ejercicios militares o movidas puramente defensivas.109 Este juicio crítico, que como veremos requiere ser explicado y en alguna medida cuestionado, ha sido adoptado por buen número de estudiosos del episodio, quienes argumentan de manera un tanto simplista que «La falla de inteligencia de Israel tiene en común con varias otras el hecho de que no se debió a la carencia de información, sino a la incorrecta evaluación de la información que se tenía».110 Un importante militar y ex ministro israelí por su parte, afirmó que «Las Fuerzas de Defensa de Is109 110 State of Israel, Agranat Report. Jerusalem: Government Press Office, April 2, 1974, p. 9. A. Shlaim, «Failures in National Intelligence Estimates: The Case of the Yom Kippur War», World Politics, 28, 3, 1976, p. 349. P Á G 391 La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa rael tenían toda la información sobre el poder del enemigo, su despliegue y sus sistemas de armamento avanzado. El error estuvo en la evaluación de los datos de inteligencia y no en la ausencia de información acertada y confiable».111 Estos juicios, a mi manera de ver, adolecen de una adecuada consideración del hecho, ya discutido recurrentemente en este estudio, de que la información «acertada y confiable» pocas veces existe en estado puro en la tarea de inteligencia; los datos vienen envueltos en una caja de resonancia confusa y ambigua, y en ocasiones la información que se creía poseer en realidad no se tenía. Por todo ello, la atribución de responsabilidades, a veces necesaria como instrumento de sanción políticoburocrática, es de relativamente secundario interés cuando de lo que en verdad se trata es de ir a fondo en la explicación de una falla de inteligencia, en especial de una falla tan grave. Como indiqué antes, después de 1967 la «concepción» israelí sobre las condiciones de un futuro ataque árabe estipulaba lo siguiente: 1) Egipto no atacaría Israel hasta que su Fuerza Aérea no adquiriese la capacidad de ejecutar acciones de «penetración profunda» en el territorio del Estado judío, en particular contra los campos aéreos (negando a Israel el dominio absoluto del aire que tuvo en 1967, así como la posibilidad de amenazar, sin contrapartida, las ciudades árabes con bombardeos). 2) Siria atacaría Israel en unión con Egipto y coordinadamente.112 Esta evaluación se sustentaba en evidencia proveniente de los debates militares árabes y asumía un cálculo racional de disuasión: si Egipto no podía responder ante la amenaza de ataques en profundidad contra su territorio y ciudades, no atacaría. Este análisis era bastante plausible y convincente, pero también insuficiente, pues se concentraba en exceso en una sola condición –mejoramiento de la capacidad de ataque aéreo– cerrando el panorama a la consideración de otras opciones. 113 En abril de 1973, los jefes militares árabes se reunieron en El Cairo para examinar la situación. El ministro de Guerra egipcio, general Ismail, reveló más tarde las conclusiones de este encuentro: Nuestra apreciación fue que Israel poseía cuatro ventajas básicas: su superioridad aérea, su habilidad tecnológica, su eficiente entrenamiento, y su posibilidad de recibir amplia y continua C. Bar-Lev, citado en Shlaim, p. 350. Agranat Report, p. 7. Janice Gross Stein, «Intelligence and Stupidity Reconsidered: Estimation and Decision in Israel, 1973», Journal of Strategic Studies, 3, 2, 1980, p. 156. 111 112 113 P Á G 392 II. La sorpresa en la guerra y la política ayuda militar de Estados Unidos. El enemigo tenía también las siguientes desventajas: sus líneas de comunicación eran largas y extendidas en diversos frentes, lo cual las hacía difíciles de defender; sus recursos humanos eran escasos, y por eso no podía aceptar pérdidas severas; sus condiciones económicas le impedían realizar una guerra larga, y por último, el enemigo padecía de autocomplacencia en sus propias capacidades y de autoengaño sobre las características de su adversario. 114 De hecho, existía un cierto ingrediente –luego de 1967– de subestimación israelí hacia las aptitudes militares árabes. Para explotar sus puntos débiles era imperativo, de acuerdo con Ismail, forzar a Israel a distribuir sus contrataques por separado y en diversos frentes, lo cual le restaría fuerza. Ello implicaba concertar una estrategia árabe común, que fue lograda con la incorporación de Siria como participante activo, y de Jordania en un rol de apoyo. Los árabes, por otro lado, tenían que negar a Israel la opción estratégica de bombardear con su Fuerza Aérea ciudades egipcias y sirias, lo cual exigía obtener los medios para retaliar. La llegada, poco antes del inicio de las hostilidades (verano de 1973), de misiles soviéticos scud-b (tierra-tierra, capaces de alcanzar ciudades israelíes, del mismo tipo usado posteriormente por Irak en las guerras del Golfo contra Irán y Estados Unidos y sus aliados), dio a los árabes el instrumento de contradisuasión requerido. Ya hacia mayo de 1973, la estimación pesimista sobre las capacidades militares árabes debió haber sido sometida a una reconsideración sistemática por parte de los servicios de inteligencia israelíes, en vista de la aceleración de los suministros de armamentos soviéticos y de la significativa reorientación de la doctrina militar árabe, aunque sobre este último aspecto la estrategia de engaño árabe sembró mucha confusión. Este cambio tuvo un componente político y varios novedosos ingredientes militares. En lo político, los árabes clarificaron con precisión la naturaleza de la guerra que iban a lanzar, así como su fin político. No se trataba de una operación dirigida a infligir una derrota total al enemigo, buscando su aniquilación. El propósito en esta oportunidad era crear una nueva 114 Citado en T. Taylor, The Insight Team of The Sunday Times: Insight on the Middle East War. London: Deutsch, 1974, p. 37. P Á G 393 Citado en la obra del general D. Palit, Return to Sinai. Salisbury: Compton Russell, 1974, pp. 32, 40. Stein, p. 156. La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa situación política en el Medio Oriente mediante una campaña militar limitada, concentrada alrededor del canal de Suez y en la frontera entre Siria e Israel. Para ello, los árabes concibieron un plan que mantendría la operación de las fuerzas de tierra bajo la constante protección de un «paraguas» antiaéreo, integrado por un denso sistema nunca antes usado con tal magnitud y eficacia, compuesto a su vez por una extensa red de baterías misilísticas soviéticas, complementadas por nuevos cañones de repetición antiaéreos, también de origen soviético. Además, la infantería árabe cruzaría el canal –utilizando novedosos sistemas para tender puentes en corto tiempo– provista de miles de misiles antitanque, a objeto de detener la contraofensiva blindada de Israel, en otra innovación operativo-tecnológica que tomó por sorpresa al adversario. Esta ofensiva limitada, que descargaba una campaña a través del desierto del Sinaí, estaba diseñada para sacar ventaja de las fortalezas árabes y para maximizar los problemas para el adversario. Los objetivos militares limitados eran suficientes para lograr el fin político de «descongelar» la situación del Medio Oriente y forzar a Israel a negociar. En consecuencia, Sadat dictó sus instrucciones a los jefes militares egipcios de acuerdo con el fin político de su plan: «Preparar las Fuerzas Armadas para tener éxito en una ofensiva que romperá el hielo político en Medio Oriente». Y el Director de Operaciones egipcio, general Gamasy, formuló en estos términos el objetivo militar: «Llevar a cabo una ofensiva limitada, destinada a establecer una cabeza de puente del otro lado del canal».115 En Israel, los servicios de inteligencia reaccionaron con lentitud ante la evidencia que apuntaba hacia cambios de relevancia en las capacidades árabes para hacer la guerra; a ello se sumó la tendencia a restar importancia a las declaraciones de intención por parte de los árabes. En abril de 1973, el Director de Inteligencia Militar del Estado judío explicó que las intenciones belicosas árabes respecto de Israel excedían con frecuencia sus reales capacidades; era por tanto necesario no dar a la retórica árabe el rango de criterio válido para indicar un ataque, pues por ese camino se podía llegar a terribles errores de cálculo.116 Al menos tres veces antes de octubre de 1973, las Fuerzas Armadas egipcias fueron reforzadas y desplegadas como para un ataque, y sin embargo no atacaron. 115 116 P Á G 394 II. La sorpresa en la guerra y la política El síndrome de «allí viene el lobo», intencionalmente reforzado por los árabes, penetró las «antenas» de los analistas de inteligencia israelíes. No obstante, en reuniones celebradas en abril y mayo de 1973, el Director del Servicio Secreto israelí (Mossad), general Samir, cuestionó las apreciaciones de la inteligencia militar y sugirió que las condiciones para un ataque árabe ya existían: el Ejército egipcio sería capaz de operar en la zona del canal bajo la protección del «paraguas» antiaéreo, y ese mismo sistema podría defender el territorio egipcio contra el bombardeo estratégico israelí.117 En septiembre, el Director de Inteligencia Militar y su equipo revisaron la evidencia sobre el despliegue egipcio: ya varias veces antes había ocurrido algo semejante sin que se produjese una ofensiva. El general Zeira, luego de estudiar la situación, reportó a sus superiores que las tropas egipcias se hallaban en maniobras y que su estado de alerta tal vez se debía a que Egipto estaba erradamente anticipando una acción militar de Israel en su contra. Las evaluaciones de esos días mostraron que los indicadores clave eran ambiguos o inconsistentes, y la inteligencia militar concluyó, basándose en la «concepción» (estimación de las capacidades militares egipcias), que un ataque «no parecía probable».118 Durante los primeros días de octubre prosiguió la extensa movilización egipcia y el refuerzo de su despliegue militar, y se produjo la salida de las familias de los consultores militares soviéticos y otro personal de Egipto. Los datos no eran fáciles de interpretar: la evacuación podía deberse a un deterioro en las relaciones soviético-árabes, o a la aceptación soviética de las falsas acusaciones sirias de que Israel se aprestaba a atacar a los árabes. Durante esos días los israelíes estuvieron especialmente preocupados por el riesgo de cometer un error de cálculo, de irse de bruces y ser vistos como los agresores. Aún el 5 de octubre la inteligencia militar concluyó que la probabilidad de ataque era baja. El 6 de octubre en la madrugada el Director de Inteligencia Militar recibió una llamada de una importantísima (y secreta) fuente, advirtiéndole que Egipto y Siria atacarían en la tarde de ese día. Sin embargo, el mensaje sugirió que la ofensiva no era todavía segura, pues Sadat podía aún cancelarla si se enteraba de que Israel sabía. Además, no era la primera vez que esa misma fuente (tal vez un espía al servicio de Israel) ha117 118 Janice Gross Stein, «Military Deception, Strategic Surprise, and Conventional Deterrence: A Political Analysis of Egypt and Israel, 1971-73», The Journal of Strategic Studies, 5, 1, 1982, p. 108. Stein, «Intelligence and Stupidity...», pp. 161-162. P Á G 395 Ibid., pp. 163-165. La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa cía advertencias semejantes. La fuente y contenidos del mensaje fueron calificados por la Comisión Agranat como «ambiguos», pero en ese momento, en las primeras horas del 6 de octubre, la primera ministra Meir estimó que «ya no cabían dudas» sobre el venidero ataque. Sin embargo, todavía en esos instantes, prácticamente al borde de la guerra, Zeira (Director de Inteligencia), y Dayan (ministro de Defensa), tuvieron dudas, expresando que la guerra «era muy probable pero no segura».119 Poco después del mediodía, 240 aviones egipcios sobrevolaron el canal para bombardear puestos de comando, aeropuertos e instalaciones militares diversas en Israel y la zona ocupada del Sinaí, 1.848 piezas de artillería abrieron fuego simultáneamente a lo largo del frente, y la infantería y los blindados egipcios comenzaron la operación de cruce del obstáculo de agua. En la frontera siria la guerra también se encendió. Los árabes lograron la sorpresa, en parte porque sus adversarios se sobrestimaron, y en parte porque su estrategia de engaño funcionó bien en sus elementos activos y pasivos (el secreto fue estricto y las decisiones sólo conocidas por un muy pequeño círculo). Los árabes hicieron todo lo posible para asegurar que su adversario no tuviese razones para aumentar su sensación de vulnerabilidad. Sus esfuerzos cubrieron un amplio terreno, desde la diplomacia hasta, por ejemplo, la publicación deliberada en periódicos de países como el Líbano de noticias sobre el presunto deterioro de los armamentos soviéticos en la zona del canal, y la poca capacidad de las tropas egipcias para aprender rápidamente el uso de nuevos equipos. Pocos días antes del ataque un grupo palestino secuestró en Austria un tren de refugiados judíos, desviando la atención de los dirigentes israelíes. Los sirios «enterraron» muchos de sus tanques, para actuar más bien como piezas de artillería, en una posición que sugería intenciones defensivas y no ofensivas. Los árabes no activaron los procedimientos de defensa civil antes de entrar en guerra, para no alertar a su enemigo, no hicieron cambios cruciales en la disposición de sus aviones de combate, dieron permisos –bien publicitados– a oficiales para ir a la Meca luego del 8 de octubre (el día en que, supuestamente, terminarían los ejercicios militares). La diplomacia fue también empleada para engañar a los norteamericanos. Los egipcios dieron la bienvenida a los esfuerzos de Kissinger para lograr una negociación en 1973 y estimularon a los norteamericanos para presionar a Israel a abstenerse de provocar 119 P Á G 396 II. La sorpresa en la guerra y la política a los árabes o de aparecer como agresores, disparando el primer tiro de una nueva guerra.120 Por encima de todo, los árabes fueron extraordinariamente efectivos en la tarea de reafirmar la «concepción» israelí, filtrando constantemente información que indicaba que no estaban en capacidad de hacer una guerra y no iban a hacerla porque no podrían «ganarla». Lo que los israelíes perdieron de vista fue la posibilidad de que los árabes formulasen una estrategia con objetivos limitados, tanto políticos como militares, dirigida a lograr una victoria política limitada, descongelando el panorama en el Medio Oriente a través de una ofensiva militar cuidadosamente ceñida a un margen estricto de operación. El paradigma dominante en las percepciones de Israel se mostró rígido e incapaz de transformación oportuna. No obstante, también es cierto que la evidencia recibida a lo largo del proceso conducente al ataque fue en todo momento ambigua y abierta a diversas interpretaciones. Los decisores israelíes, por otro lado, fallaron al buscar certidumbre total antes de optar; el énfasis en las consecuencias negativas de un error de cálculo, la influencia del síndrome de «allí viene el lobo», la poca seriedad con que se tomaban las expresiones de intención árabes, muchas veces repetidas y pocas veces llevadas a la práctica, el peso de la «concepción» predominante, la ingeniosa estrategia de engaño árabe y la tendencia israelí, abierta o soterrada, a subestimar al adversario, se conjugaron para generar una sorpresa que derribó muchos mitos. Tres casos de sorpresa diplomática: El Pacto Molotov-Ribbentrop, Nixon en China, Sadat en Jerusalén La diplomacia es el lenguaje usual de la política internacional, pero desde luego no es el único y tampoco es unidimensional. La imagen «normal» de la diplomacia la describe en términos corteses y formales; no obstante, tras las finas palabras, los rostros adustos y los gestos cuidadosos se 120 Hybel, pp. 79-80. P Á G 397 Quiero reconocer mi deuda, con respecto de varias de las ideas centrales en este capítulo, con la obra de M. I. Handel, The Diplomacy of Surprise: Hitler, Nixon, Sadat. Cambridge, Mass.: Center for International Affairs, Harvard University, 1981. Ibid., p. 4. La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa juega también el destino del poder. La diplomacia es un instrumento político y en ocasiones es capaz de hacerse un instrumento altamente creativo, con características revolucionarias que rompen los esquemas existentes y abren perspectivas inéditas o hasta el momento inconcebibles. La diplomacia revolucionaria con frecuencia se manifiesta a través de la sorpresa, y tiene sentido, en el marco de este estudio, analizar los paralelismos, así como las diferencias, entre la sorpresa militar y la sorpresa en otro terreno de la lucha de poder entre Estados.121 Mao Tse Tung decía que «la guerra es la política con sangre y la política es la guerra sin sangre»; podríamos añadir que la diplomacia es una expresión de la política con el potencial para estallar en sangre o para evitarla. Quizá convenga distinguir entre la «sorpresa en diplomacia» y la «diplomacia de la sorpresa». Es posible infligir, en el campo de la diplomacia, sorpresas de poca monta, llevar a cabo iniciativas con algún contenido novedoso, y adelantar acciones o producir hechos inesperados capaces de cambiar en cierta medida el proceso y tendencias en las relaciones entre dos Estados, sin que ello implique una alteración radical del contexto vigente ni un impacto crucial sobre el sistema internacional. La «diplomacia de la sorpresa», a la que nos referiremos, se caracteriza por su carácter «revolucionario» así como por sus efectos desquiciadores de una situación, cuestionada hasta sus cimientos. Es útil también distinguir entre una diplomacia de «hechos cumplidos» (faits accomplis) y una diplomacia de la sorpresa. Si bien –como lo muestran las iniciativas de Hitler entre 1935 y 1938– una diplomacia de hechos cumplidos puede tener gran impacto en el balance de poder, la misma usualmente alcanza la sorpresa sólo en cuanto a su oportunidad, es decir, en el momento en que se lleva a cabo, pero no en cuanto a su sustancia: la declaración del propósito de rearmar a Alemania (1935), así como la remilitarización de la zona del Rin (1936), sorprendieron debido al momento que escogió el Führer nazi para actuar, pero sus intenciones eran bien conocidas.122 Además, un «hecho cumplido» es un acto unilateral; en cambio, una sorpresa diplomática (y en lo que sigue el término se empleará exclusivamente para hacer referencia a acciones «revolucionarias»), puede en ocasiones resultar de la acción bilateral de dos actores 121 122 P Á G II. La sorpresa en la guerra y la política 398 (Alemania y la urss en 1939, Estados Unidos y China entre 1969-1971, o puede ser producto de la iniciativa de un solo actor: Sadat en 1977). La diplomacia de hechos cumplidos, siempre preparados con «ofensivas de paz» destinadas a engañar a sus adversarios y a disminuir su sensación de vulnerabilidad, logró extraordinarios resultados para Hitler, pero el Führer nazi cayó en la tentación de llevarla demasiado lejos y de perder el sentido de los límites. En 1933 Hitler retiró a Alemania de la Liga de Naciones. En 1935 Hitler anunció la creación de una nueva fuerza aérea y un programa de alistamiento y rearme, contraviniendo las estipulaciones del Tratado de Versalles. En 1936 tropas alemanas recuperaron la zona del Rin. En 1937 Austria «es unida» a Alemania. En 1938, bajo gran presión alemana, las potencias democráticas europeas admiten la desmembración de Checoslovaquia. En septiembre de 1939, confiado en que los occidentales no le declararán la guerra, Hitler invade Polonia. Su jugada esta vez no tiene el éxito esperado. En el ínterin, sin embargo, Stalin y Hitler han producido una casi increíble sorpresa diplomática, con la firma del tratado de no agresión entre Alemania y la urss el 24 de agosto de 1939. Handel ha señalado que la frecuencia con la cual la sorpresa es usada en diplomacia depende de dos variables: el estilo de liderazgo y el tipo de sistema político en que ese liderazgo se ejerce. En función de ello establece cuatro combinaciones: 1) Un líder autoritario en un sistema no democrático: la combinación más adecuada para la sorpresa, ya que integra el tipo de líder que se inclina a actuar independientemente con un sistema carente de controles parlamentarios y de opinión pública, o al menos con controles débiles, lo cual favorece el secreto. 2) Un líder autoritario en un sistema democrático: los casos de Nixon, De Gaulle y Begin son ilustrativos de esta combinación, que permite a individuos con personalidad fuerte superar los inevitables obstáculos de un orden democrático, donde el incrementalismo, el consenso y la opinión pública colocan frenos a la voluntad de sorprender. 3) Un líder democrático en un sistema democrático. Esta es la combinación menos apta para generar la sorpresa diplomática, en vista de que el líder trabaja con base en el consenso y la apertura a múltiples opiniones que tienden al incrementalismo y no a la innovación radical en la toma de decisiones. 4) Liderazgo colectivo en un sistema no democrático. Este fue el caso de la urss casi todo el tiempo y las acciones de Khrushchev en Cuba en 1962 constituyen una excepción, que su autor pagó caro. Se trata de una combinación que tampoco P Á G 399 Ibid., pp. 12-13. La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa estimula la sorpresa, y tiende al conservatismo. Handel sostiene que lo esencial en la sorpresa diplomática es el estilo autoritario de liderazgo, y la naturaleza del sistema político es un factor relativamente secundario, lo cual se comprueba en el caso de Nixon.123 Una lección esencial de la sorpresa diplomática es que los Estados con verdadera gravitación en el sistema internacional actúan en las horas críticas en función de sus intereses, y no de la ideología que proclaman con propósitos legitimizadores y de propaganda. Hitler y Stalin dejaron de lado la retórica anticomunista y antifascista, y se entendieron; Nixon abandonó veinte años de implacable hostilidad contra los «chinos-rojos», y éstos a su vez olvidaron sus ataques contra su otrora feroz adversario y se entendieron; Sadat viajó a Jerusalén, habló ante el Parlamento del Estado judío e hizo las paces, ganándose el odio sin límites de los radicales del mundo árabe, que le hicieron pagar con su vida. Pero Egipto sigue en paz con Israel. A diferencia de lo que ocurre con la sorpresa militar, la sorpresa diplomática tiene beneficios y también costos. En el terreno militar la sorpresa es un multiplicador de la fuerza: concede la iniciativa al que la ejecuta, reduce sus pérdidas, y puede contribuir decisivamente a su triunfo. En la diplomacia, no obstante, se paga un precio, sobre todo en relación con aliados que se sienten traicionados o atemorizados (Italia y Japón, sorprendidos por Hitler con su acercamiento a Stalin; Taiwán y Japón, asombrados por la apertura de Nixon a China, y casi todo el mundo árabe, así como la urss, dejados «fuera de juego» por Sadat). Los costos también pueden medirse en cuanto a los efectos domésticos de la sorpresa. Hitler y Stalin tenían el poder para silenciar la oposición, pero Nixon tuvo que enfrentar cierta oposición de parte del lobby protaiwanés. Otras diferencias entre la sorpresa militar y la diplomática tienen que ver con el hecho de que, en el campo militar, la sorpresa es lo común, es imperativo esperarla siempre y planificarla cuando se pueda; en cambio, en diplomacia, la normalidad, la estabilidad y la continuidad son las reglas y la sorpresa una excepción. Además, la sorpresa militar es en general más compleja y puede ocurrir a diversos niveles: dónde, cuándo, cómo, quién, por qué. Por otro lado, al menos en teoría, debería ser más fácil pronosticar la sorpresa diplomática, en vista del relativamente estrecho espacio para los cambios radicales en la política exterior de un 123 P Á G 400 II. La sorpresa en la guerra y la política Estado en un momento dado. Sin embargo, también en diplomacia se dan los procesos de distorsión de la percepción por el «ruido», el dogmatismo y la dificultad para reaccionar a tiempo ante nuevos elementos de análisis, temas que ya han sido discutidos en este estudio con referencia al problema de la sorpresa militar. Por ejemplo, en 1939, en vista del rechazo franco-británico a sus pretensiones en Polonia, a Hitler sólo le restaba una opción: mirar hacia la urss e intentar acordarse con Stalin. Eso fue lo que efectivamente hizo, y sorprendió a sus enemigos porque estos últimos simplemente no podían creer que los archirrivales ideológicos terminarían entendiéndose. En retrospectiva, el porqué del arreglo ruso-alemán luce obvio, pero en ese momento parecía muy difícil, si no imposible. Handel explica, en relación con la diplomacia bilateral de la sorpresa, que la misma atraviesa comúnmente un proceso en tres fases: 1) Inicio de la revaluación, por parte de ambos actores, de sus intereses y concepciones, en dirección hacia un significativo cambio en la política exterior. 2) Determinación, por parte de cada uno de los actores involucrados, de que el otro lado es serio en sus intenciones de producir un cambio en las relaciones. Es durante esta fase que el secreto se convierte en algo clave, de modo que si el movimiento hacia el cambio queda obstruido por algún obstáculo sea posible para las partes retirarse sin pagar excesivos costos. ¿Qué habría pasado si, por ejemplo, Italia y Japón se hubiesen enterado de las iniciativas de Hitler en 1939 hacia la urss, o si Japón, Taiwán y la propia urss hubiesen conocido del viaje secreto de Kissinger a Pekín y su propósito, o los radicales árabes de la decisión de Sadat de viajar a Israel y concluir la paz por separado con el Estado judío? 3) Por último, la nueva realidad es anunciada públicamente, con el consecuente shock para los afectados. 124 Este proceso se observa con claridad en los tres casos que ocupan acá nuestra atención. El camino que condujo al Pacto Ribbentrop-Molotov puede seguirse con bastante precisión. Inmediatamente después de firmado el Tratado de Múnich, Hitler y Stalin dieron comienzo a una revaluación de sus intereses y concepciones básicas, desde aproximadamente octubre de 1938 hasta abril de 1939. El siguiente paso de Hitler, la siguiente víctima de su sed de conquista, era Polonia. La «garantía» otorgada por los poderes occidentales a Varsovia parecía indicar una determinación 124 Ibid., p. 9. P Á G 401 La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa de obstaculizar la expansión nazi y el riesgo de una guerra en dos frentes. Hitler razonó, correctamente, que en términos prácticos la única posibilidad de que tal «garantía» se tradujese en acción militar eficaz era que la urss se involucrase directamente en una guerra en Polonia y por Polonia, ello a pesar de que Gran Bretaña y Francia ni habían incluido a Moscú en su «garantía» ni estaban haciendo esfuerzos para atraerla a un pacto de acción colectiva. De allí que acercarse a la urss era la vía expedita para adelantarse y dejar en un limbo a sus enemigos. De otro lado, el sustrato de la posición soviética a partir de Múnich es acertadamente resumido por Weinberg: La siguiente meta de agresión alemana era Polonia. No era probable que los polacos aceptasen pasivamente las exigencias alemanas; a diferencia de los checos, daba la impresión de que Polonia resistiría con todas sus fuerzas. Ante esta situación, los líderes soviéticos seguramente razonaron así: si Alemania ataca Polonia, Gran Bretaña o bien abandonará Polonia a su suerte o bien declarará la guerra a Hitler. Si Gran Bretaña reniega de su promesa, y lo ocurrido en Múnich llevó a los rusos a pensar que ello era posible, entonces la Unión Soviética terminaría por hallarse sola en una guerra contra Alemania. Si, por el contrario. Gran Bretaña y Francia decidían pelear, ¿por qué no dejar entonces a las naciones capitalistas y el régimen nazi, ambos adversarios de la urss, desangrarse en una guerra? En cualquier caso, si un acuerdo con Alemania fuese posible, el mismo le haría ganar tiempo a Rusia y le permitiría beneficiarse sustancialmente del derrumbe de lo que restaba del viejo orden europeo.125 Entre mayo y agosto de 1939 se dio el proceso de intercambio de señales y estimación de intenciones mutuas entre Hitler y Stalin, que condujo a un acuerdo el 21 de agosto. Al día siguiente Hitler se reunió con sus comandantes militares y les comunicó que la guerra contra Polonia empezaría cuatro días más tarde (de hecho, la fecha tuvo que posponerse). En esa reunión les dijo: «El enemigo [las democracias occidentales] abrigaba otra esperanza: que Rusia se enfrentase a nosotros por Polonia. No contaron con mi tenacidad y decisión. Nuestros enemigos son poca cosa. G. L. Weinberg, Germany and the Soviet Union, 1939-1941. Leiden: Brill, 1954, p. 15. 125 P Á G 402 II. La sorpresa en la guerra y la política Yo lo pude apreciar en Múnich».126 La tercera fase consistió en el anuncio público y la sorpresa de los terceros afectados por el pacto. Churchill, como de costumbre, encontró las más resonantes y apropiadas frases para expresar lo ocurrido: «La noticia siniestra se abrió sobre el mundo como una gigantesca explosión».127 Sin duda, a mi modo de ver, los poderes occidentales, Gran Bretaña y Francia, fueron los grandes culpables de este resultado. No sólo no hicieron nada para impedirlo, sino que de hecho, con su actitud ambigua y no poco desdeñosa hacia Moscú, empujaron a Stalin a los brazos de Hitler. Gran Bretaña y Francia fueron tomadas por sorpresa por su incapacidad para apreciar que sus esquemas de análisis, basados en la presuntamente insuperable diferencia ideológica entre nazis y comunistas, dejó de lado una adecuada ponderación de los intereses esenciales de los Estados en cuestión. Los poderes occidentales no cayeron tampoco en cuenta de la muy desfavorable impresión que su debilidad ante Hitler y sus constantes concesiones hasta 1938 habían causado en Stalin. Ya en 1939, y en vista de la renuencia de Londres y París para estimular acciones concretas frente al curso de agresión nazi, Stalin percibió que Hitler sí tenía algo específico que ofrecer, pues los alemanes estaban preparados para dividir Polonia y reconocer una esfera de interés soviético, lo cual era algo tangible, aparte de que el pacto con Hitler como mínimo aplazaba la amenaza alemana. Por todo ello, nazis y comunistas alcanzaron un entendimiento y sorprendieron a todo el mundo. Las tres fases definidas por Handel se perciben con igual claridad en el proceso que condujo a la «apertura» de Nixon a China, y al restablecimiento de relaciones entre Washington y Pekín en 1971. Durante su campaña electoral de 1968, Nixon dio comienzo a una revaluación de su postura personal sobre la materia, proceso que se acentuó una vez instalado en la Casa Blanca como Presidente. Ello se dio como resultado de una situación peculiar, que exigía un nuevo realismo. Por una parte, la urss se hallaba en posición de fuerza frente a Estados Unidos para la época. Su arsenal nuclear se había multiplicado y ahora sobrepasaba al de su principal adversario en ciertos aspectos; además, al mantener relaciones tanto con Washington como con Pekín, la urss se colocaba en el vértice del triángulo, con ventaja sobre Washington, que no mantenía contac126 127 Documents of German Foreign Policy, 1918-1945: Series d. London: hmso, 1956-1957, pp. 200-204. Winston Churchill, The Gathering Storm. Boston: Houghton Mifflin, 1954, p. 394. P Á G 403 Henry A. Kissinger, The White House Years. Boston: Little, Brown & Co., 1979, p. 183. T. Szulc, The Illusion of Peace. Foreign Policy in the Nixon Years. New York: Viking Press, 1978, p. 103. Citado en Kissinger, p. 220. La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa tos con China. Además, la guerra de Vietnam acosaba a Estados Unidos; China era un actor en el drama, proporcionando ayuda militar y respaldo diplomático a Vietnam del Norte y a los comunistas en el Sur. Para Nixon, la creciente adversidad entre Moscú y Pekín, que había conducido a enfrentamientos militares en la frontera entre ambas naciones, creaba peligros y abría oportunidades para una diplomacia creativa. Los peligros se derivaban de la posibilidad de un ataque nuclear preventivo de la urss contra China. Al respecto, Kissinger explica en sus Memorias que hacia agosto de 1969 las tensiones entre la urss y China se habían intensificado hasta llegar al borde de la guerra: «La convicción de Nixon, expuesta el 14 de agosto en una reunión del Consejo Nacional de Seguridad, según la cual Estados Unidos no podía permitir que China fuese aplastada, ya no era un asunto hipotético. Si ocurría el cataclismo, Nixon y yo tendríamos que afrontarlo [...] en razón de lo que considerábamos el imperativo estratégico de apoyar a China».128 Desde otro ángulo, la rivalidad entre los dos colosos comunistas daba a Washington la opción de manipular el uno contra el otro. En palabras de Tad Szulc: «Nixon vislumbraba un continente asiático en el cual los intereses chinos y soviéticos se cancelarían entre sí, requiriendo a su vez una permanente presencia norteamericana, de una forma u otra, a través del Pacífico».129 El 1.º de febrero de 1969, poco después de asumir su cargo, Nixon envió a Kissinger, para entonces su Asistente de Seguridad Nacional, un memorando en estos términos: «Debemos estimular la percepción de que este gobierno está explorando las posibilidades de un acercamiento hacia los chinos. Desde luego, hay que hacerlo confidencialmente, y bajo ninguna circunstancia esta actitud debe ser públicamente conocida por los momentos».130 Muy pronto las señales comenzaron a intensificarse, con los chinos jugando también su papel por sus propias razones. Ante todo, Pekín temía un posible ataque soviético, y después de los estragos de la «revolución cultural», el propio Mao Tse Tung estaba listo para proveer a China el rol geopolítico que ameritaba su peso específico en Asia y el mundo. El camino no fue fácil; hubo avances y retrocesos; algunas señales no fueron oídas o fueron malinterpretadas; sin embargo, la dinámica de intereses fundamentales se sobrepuso a todo lo demás. 128 129 130 P Á G 404 II. La sorpresa en la guerra y la política El viaje secreto de Kissinger a Pekín, en julio de 1971, permitió aclarar cuestiones básicas y dio un empuje decisivo a las negociaciones, lo cual fue anunciado públicamente por Nixon, con evidente satisfacción, el día 15 de ese mes, en una intervención televisiva que asombró al mundo entero. La jugada diplomática dio inicio al cambio desde un sistema bipolar hacia un juego triangular más complejo, con Washington en ventaja y con la posibilidad, para los chinos, de colaborar con Estados Unidos frente a la urss. Los soviéticos estaban ahora menos seguros, y en Taiwán, Japón y Vietnam, el impacto de la sorpresa también estremeció las concepciones tradicionales sobre el esquema de poder y sus perspectivas. Al igual que ocurrió con Gran Bretaña y Francia en 1939, los dirigentes soviéticos fueron tomados por sorpresa por su adhesión a una visión rígida acerca del abismo ideológico entre Washington y Pekín. Olvidaron que el peso de los intereses es vital, y que Nixon, por encima de todo, había sido siempre un político pragmático, con la disposición mental para actuar por su cuenta. Kissinger lo explica bien en sus Memorias: Si bien yo había llegado en forma independiente a la misma conclusión que Nixon respecto de China, y aunque me tocó formular muchas de las movidas en el ajedrez, no tenía la fuerza política ni la influencia burocrática para llevar adelante un cambio tan esencial por mi cuenta. Nixon comprendió visceralmente la oportunidad que se presentaba y la cultivó con tenacidad y perseverancia. Para ello contaba con una base política derechista, que le protegía de la acusación de ser débil ante los comunistas.131 A pesar de que Kissinger asegura que él también se convenció del imperativo de la «apertura», sería mezquino negar a Nixon el mérito principal tanto de concepción como de ejecución, en la conquista del logro más significativo de su política exterior. A semejanza de Nixon, pero con la ventaja adicional –en este caso– de moverse dentro de un sistema político cerrado, Sadat fue un maestro de la acción individual puesta en función de la sorpresa estratégica y diplomática. Su distancia respecto de cualquier ideología que pudiese bloquear sus cálculos de poder, y su gusto por el secreto y las decisiones soli131 Kissinger, p. 163. P Á G 405 La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa tarias, fueron los pilares de sus iniciativas, en particular de su conducta en 1973 (guerra del Yom Kippur), y en 1977, cuando se produjo su viaje a Jerusalén. La sorpresa diplomática de Sadat fue consecuencia de varios factores, el primero de los cuales, como ya señalé, tuvo que ver con su propia personalidad propensa al drama y a la creatividad política. Además, la situación interna de Israel había cambiado, con la elección de Begin como Primer Ministro. De nuevo, y paradójicamente, la llegada al poder de un nacionalista radical favoreció las posibilidades de negociación con los árabes, en especial con Egipto, pues nadie podía acusar a Begin de debilidad hacia los adversarios de Israel. Otro factor de relevancia fue la toma de conciencia, por parte de Sadat, de que la presión que Washington era capaz de ejercer sobre Israel tenía sus límites. Después de la guerra de octubre de 1973, que fortaleció significativamente la posición interna de Sadat en Egipto y abrió un período de negociaciones en Ginebra, el proceso de traducción de los resultados de la guerra a un acuerdo de paz estable y equilibrado se había estancado, con la urss y los Estados radicales árabes jugando un papel escasamente constructivo, en tanto que Jerusalén avanzaba con enorme cautela. Ante este panorama, e impulsado igualmente por su convicción de que Egipto tenía de una vez por todas que concentrarse en sus problemas domésticos y hallar una salida a la perenne confrontación con Israel, Sadat optó por romper el impasse a través de una acción audaz y decisiva. En síntesis, cuatro años después de su sorpresa militar, Sadat no había logrado todavía una traducción política definitiva de su maniobra estratégica, y se enfrentaba a dos opciones (pues la de una nueva guerra estaba descartada, en vista de la debilidad de Egipto y de la recuperación de Israel): la primera consistía en mantener la situación de «ni guerra ni paz», en la esperanza de que la presión de Washington acabase por imponer un arreglo que retornase a Egipto los territorios perdidos a manos de Israel en la guerra de 1967. Esta alternativa, aparte de ser muy incierta, desgastaba a Sadat política y sicológicamente, imponiendo sobre Egipto el peso ya inaguantable de un masivo aparato militar. La segunda opción, que sólo Sadat entre los líderes árabes de mayor relevancia se atrevió a considerar, era la de hacer la paz y hacerla en forma rápida. Lo que hace especialmente interesante la maniobra de Sadat es que la misma estuvo básicamente guiada por una visión de los intereses nacionales de su país, por encima de otras causas más amplias. Otra vez, las P Á G 406 II. La sorpresa en la guerra y la política ideologías y las consignas cedieron su lugar a un frío cálculo acerca de las conveniencias del Estado, en este caso, de un Egipto empobrecido y necesitado de masiva ayuda económica para avanzar. La paz era imperativa, y hacia fines de 1977, Sadat, luego de alcanzar en gran soledad su decisión –la cual preservó en secreto férreamente– estaba listo para dar su sorpresa. Al inaugurar el nuevo período de sesiones de la Asamblea Nacional egipcia, Sadat afirmó que «estoy dispuesto a ir donde sea. En Israel se sorprenderán cuando me escuchen decir que estoy dispuesto a ir a su casa, al Knesset [Parlamento] y hablar con ellos de paz». Pocos días más tarde, Begin respondió públicamente en un discurso radiado a los egipcios: «Vuestro Presidente ha dicho que está dispuesto a venir a Jerusalén [...] para impedir que un solo soldado egipcio más sea herido [...] Celebro esta idea y será un gran placer dar la bienvenida al Presidente con la tradicional hospitalidad que hemos heredado de nuestro Padre común Abraham...».132 Al principio, muchos creyeron que se trataba de una broma o algo parecido, de simples ejercicios retóricos con fines propagandísticos, y no faltaron expertos en Israel que pensaron que, en realidad, Sadat estaba tendiendo una cortina de humo para ocultar preparativos de guerra.133 No obstante, el proceso siguió aceleradamente su curso, ante las cada día más firmes objeciones de varios países árabes y en particular de los palestinos, que ahora veían desintegrarse el frente común contra Israel. El 15 de noviembre Begin envió a Sadat una invitación formal, y el día 19 Sadat aterrizaba en el aeropuerto Ben Gurión, de Tel Aviv. Para asombro de todos, en el Medio Oriente y en el mundo entero, Sadat desafió uno de los más rígidos e implacables dogmas de conducta política prevalecientes después de la Segunda Guerra Mundial en un área de crucial importancia estratégica. Dejando de lado un juicio sobre la sustancia y consecuencias de su acción, asunto sobre el cual no interesa pronunciarse acá, lo significativo se encuentra en la audacia del uso de la sorpresa diplomática para transformar un esquema mental y político. Los casos analizados confirman, en otro terreno, el hallazgo puesto de manifiesto en relación con la sorpresa militar: las «víctimas» son sorprendidas como resultado de una combinación de elementos de gran complejidad, combinación en la que intervienen el secreto, los dogmas 132 133 Citado en Handel, The Diplomacy of Surprise, pp. 326-327. Ibid., p. 327. P Á G Cuba 1962: Error de cálculo y sorpresa A treinta años de distancia de la «crisis de los cohetes» (octubre de 1962) cuando escribo estas líneas, el estudio de esos eventos constituye un ejercicio de permanente asombro. En efecto, es asombroso constatar el gigantesco error de cálculo soviético, que llevó a los jefes del Kremlin a desplegar un amplio arsenal de misiles nucleares en una isla situada a noventa millas del territorio continental norteamericano, una isla, además gobernada por un líder temperamental e impredecible, en la creencia de que Estados Unidos aceptaría el resultado, si no pasivamente, al menos con moderada resignación. Desde luego, los soviéticos comprendían que Washington no iba a quedarse totalmente cruzado de brazos si las acciones y los propósitos soviéticos se conocían, de allí que intentasen ejecutarlos por sorpresa, en la expectativa de que, una vez instalados –puestos en estado operativo– los misiles, y transformado a través de una ambiciosa y audaz jugada el balance de poder, el presidente Kennedy tendría que admitir la realidad y adaptarse a ella. Con la perspectiva del tiempo a favor, las movidas soviéticas durante ese episodio lucen particularmente torpes y en extremo imprudentes, contrastando con una línea de política exterior que –al menos hasta ese momento– se había caracterizado más bien por su cautela. Tanto era ello 407 La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa y preconcepciones, los prejuicios, el ruido que distorsiona las señales, la dificultad de reacomodar a tiempo nueva información que tiende a sustituir marcos conceptuales establecidos, y también el impacto que siempre genera el uso de uno de los más escasos recursos políticos: la creatividad. Desde luego, en diplomacia la sorpresa no puede ser la regla, pues ningún Estado sería capaz de preservar un mínimo de credibilidad si sujetase su política exterior a continuos e impredecibles cambios. No obstante, la sorpresa es un instrumento de enorme potencial en condiciones especiales, cuyo empleo exitoso exige maestría y paciencia, virtudes que, quizás afortunadamente, son de difícil cultivo. P Á G 408 II. La sorpresa en la guerra y la política así que el reporte oficial del Congreso de los Estados Unidos sobre el desarrollo de la crisis atribuyó especial relevancia, como una de las causas de la falla de inteligencia norteamericana, a la «predisposición existente entre analistas y decisores, una especie de convicción filosófica, según la cual sería incompatible con la política exterior soviética la introducción de misiles nucleares en Cuba».134 Por un lado, esta predisposición de la comunidad de inteligencia norteamericana favorecía la posibilidad de la sorpresa de parte de los soviéticos, ya que reducía la capacidad de alerta del adversario. Por otro lado, sin embargo, la vigencia de esa «convicción filosófica» en Estados Unidos también indicaba que una acción tan radical e inesperada como la de colocar buena parte de su capacidad misilística en la vecindad de Florida, tenía necesariamente que ser percibida en Washington como una intolerable provocación y un inexcusable desafío. De allí que sea tan importante dirigirse primeramente hacia el análisis de las motivaciones del liderazgo soviético, que les condujeron a tomar tan arriesgada decisión, para luego abordar el estudio de la estrategia de sorpresa escogida, y finalmente proceder al análisis de la reacción norteamericana ante el reto. Parece claro, hoy en día, que la dirigencia del Kremlin se vio impulsada a instalar los misiles en Cuba en gran medida debido a la angustia que les generó constatar su posición de significativa inferioridad estratégica frente a Estados Unidos en el terreno nuclear, a lo que se sumó como factor coyuntural que contribuyó a concretar la decisión la subestimación del adversario y de su voluntad de hacer del problema un casus belli. Sin entrar en excesivo detalle, que no es acá necesario,135 conviene no obstante tener presente que luego del lanzamiento del satélite Sputnik en 1957, la urss pareció gozar de un notable margen de adelanto en el terreno misilístico frente a Estados Unidos, situación que fue además inflada por las constantes referencias de Khruschev y otros dirigentes soviéticos a las presuntas capacidades nucleares de su país. En realidad, como mostraron los hechos posteriormente, la urss era mucho más vulnerable de lo que habría entonces imaginado el más escéptico, pero fue sólo a mediados de 1961 cuando los servicios de inteli- 134 135 u.s. Congress, Committee on Armed Services, Preparedness Investigating Subcommittee, Investigations of the Preparedness Program, Interim Report on Cuban Military Build-Up, 88 th Congress, 1st Session, 1963, p. 3. Para un más amplio análisis del punto, véase mi libro Estrategia y política en la era nuclear, pp. 229-235. P Á G 409 Hybel, p. 49. Esto lo sostiene Donald Kagan en su estudio «World War i, World War ii, World War iii», Commentary, March 1987, p. 38. La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa gencia norteamericanos alcanzaron en firme esta conclusión y la hicieron saber a los soviéticos.136 Ahora bien, las exageraciones de Khrushchev y otros líderes soviéticos a finales de los años 1950, de acuerdo con las cuales el balance militar estaba girando definitivamente a favor de la urss, habían generado una aguda polémica política en Estados Unidos, que a su vez condujo a la aceleración de los programas misilísticos y nucleares, y al consecuente logro de una tangible superioridad cuantitativa y cualitativa sobre la Unión Soviética. De hecho, para el momento en que se fraguó la decisión del Kremlin respecto a Cuba, Estados Unidos tenía desplegados centenares de misiles de alcance intercontinental (icbm), capaces de golpear la urss, a los que se añadían otros centenares de armas nucleares transportadas por bombarderos, a su vez colocados en bases en Europa o Estados Unidos, que también podían asestar un ataque devastador sobre las ciudades y centros industriales soviéticos. Por su parte, Moscú sólo podía contar con unos pocos misiles intercontinentales, posiblemente no más de cincuenta y quizás menos de diez,137 con la capacidad de golpear territorio norteamericano. En estas circunstancias, la opción de colocar buena parte de su arsenal de misiles de menor alcance (irbm y mrbm) en el «portaviones ambulante» que era Cuba se presentaba de modo especialmente atractivo al liderazgo soviético, acosado por numerosos problemas domésticos y externos, por una economía frágil, una población ansiosa de mejorar sus niveles de vida y una posición internacional vulnerada por el creciente reconocimiento de que el balance estratégico favorecía ampliamente a Washington. Graham Allison argumenta que la «carta cubana» fue para los soviéticos una manera de responder a varios problemas a la vez: restaurar el equilibrio en la balanza estratégica global; garantizar la defensa de la Cuba castrista; procurar una solución favorable a la urss del asunto de Berlín (para lo cual una mejor posición estratégica lucía indispensable); transferir recursos del sector militar hacia el sector industrial –de consumo civil– de la economía (para lo cual los misiles en Cuba se mostra- 136 137 P Á G 410 II. La sorpresa en la guerra y la política ban como alternativa ideal, e instrumento de sustantivo ahorro), y finalmente, apaciguar las controversias domésticas entre distintos grupos de presión en la urss. 138 Es posible, como argumenta Allison, que todos estos asuntos hayan jugado un rol en el proceso de decisiones que llevó a los líderes del Kremlin a enviar los misiles a Cuba; sin embargo, es importante destacar que, desde nuestro punto de vista, fue la brecha estratégico-nuclear frente a Estados Unidos el factor crucial y la motivación determinante en la decisión soviética de correr el riesgo de instalar misiles en la Cuba castrista. Con esa ambiciosa jugada los soviéticos podían, de un solo golpe, reequilibrar a su favor la balanza nuclear, y, de paso, afrontar en mejores condiciones los problemas restantes. Es también muy probable que lo que en definitiva detonó la decisión soviética fue la subestimación, por parte de la dirigencia del Kremlin en general, y de Khrushchev en particular, de la capacidad de reacción norteamericana y de la voluntad de John Kennedy. Cabe en tal sentido recordar que Kennedy había sido electo por un pequeño margen sobre su rival republicano, Richard Nixon. A la relativa precariedad de su mandato de 1960 se habían sumado episodios escasamente alentadores, tales como su encuentro con Khrushchev en Viena (durante el cual el veterano líder soviético intentó con cierto éxito avasallar al joven Presidente norteamericano), así como la desastrosa invasión de Bahía de Cochinos (Playa Girón) en 1961. La actitud débil de Kennedy ante el fiasco de la invasión, así como ante la construcción del Muro de Berlín, contribuyó a dar origen a una actitud de subestimación en extremo peligrosa en el campo de sus adversarios. De nuevo, Allison sostiene en su conocida obra que estos eventos, así como la posición adoptada por algunos analistas norteamericanos según la cual era conveniente y más seguro un equilibrio entre la urss y Estados Unidos, a lo que se sumó la tácita aceptación por parte de Washington de la ayuda militar (convencional) de Moscú a Cuba, condujeron a los soviéticos a suponer que Kennedy no respondería con verdadera firmeza a su audaz movida misilística en el Caribe.139 La tesis de Allison es admisible en tanto se tome en cuenta que la subestimación soviética no llegó jamás a convertirse en abierto desdén; de allí que los so138 139 Allison, pp. 238-244. Elie Abel, The Missile Crisis. Philadelphia: Lippincott, 1966, p. 23. P Á G 411 The Washington Post, 18-xii-1962. Robert Kennedy, Thirteen Days. New York: Norton, 1969, p. 124. Hybel, p. 115. Roger Hillsman, To Move a Nation. New York: Doubleday, 1967, p. 172. Abel, p. 34. La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa viéticos procuraron instalar los misiles por sorpresa, bajo la quizás no del todo infundada premisa de que la reacción de Washington sería menos intensa si se hallaba ante el hecho cumplido (misiles en estado operativo en Cuba), que si se descubría la jugada durante el proceso de instalación y activación de los misiles. Por ello, como veremos, los soviéticos aceleraron al máximo su esfuerzo para hacer operativos los misiles en corto tiempo. El error de cálculo del Kremlin fue grave. Como lo expresó Kennedy poco después de conjurada la crisis: el despliegue de misiles soviéticos en Cuba «habría transformado el balance de poder, o al menos habría dado la impresión de transformarlo, y en política las apariencias contribuyen a la realidad»; 140 por su parte, Robert Kennedy explicó que: «Nosotros sentíamos que los misiles en Cuba afectaban vitalmente nuestra seguridad nacional, pero no la de la Unión Soviética».141 Ciertamente los norteamericanos no esperaban que los soviéticos fuesen más allá, aprovechando las oportunidades que les brindaba Castro en Cuba, de suministrar ayuda militar y técnica en términos convencionales. El consenso de los expertos indicaba que era en extremo improbable que los soviéticos pasasen a un nivel superior de confrontación, por tres razones: 1) Los soviéticos habían sido siempre muy cuidadosos de no instalar misiles estratégicos fuera de su territorio. 142 2) Aun si los soviéticos optaban por alterar esa tradicional línea de conducta, no sería Cuba el lugar adecuado para hacerlo, ya que: a) las enormes distancias entre la urss y Cuba hacían la operación demasiado vulnerable a la intercepción y obstaculización norteamericanas, y b) Castro y su régimen eran demasiado inestables y desconfiables como para hacerles jugar el papel de custodios, al menos parciales, de armas nucleares, aun cuando el control operativo permaneciese en manos soviéticas. 143 3) Se argumentaba que Khrushchev no introduciría misiles en Cuba, pues se trataba de un hombre racional, capaz de apreciar el enorme riesgo de semejante acción y sus probablemente catastróficas consecuencias. 144 Ahora bien, como es sabido, el camino más expedito para lograr la sorpresa, cuando la ocasión se presenta, es hacer precisamente aquello 140 141 142 143 144 P Á G 412 II. La sorpresa en la guerra y la política que nuestro adversario piensa que no vamos a hacer. Y ya que, por las razones expuestas, Washington no esperaba que los soviéticos diesen el paso que en efecto dieron, los jefes del Kremlin escogieron una estrategia de sorpresa orientada a minimizar todavía más la sensación de vulnerabilidad norteamericana, ocultando en lo posible su verdadera intención, que no era otra que instalar misiles nucleares en la Cuba castrista. Para los soviéticos era clave reducir la justificada sensación de peligro que, en la percepción de Washington, emanaba de la presencia de un régimen hostil, alineado con su principal adversario, a noventa millas de su territorio. Dicho en otras palabras, si bien los norteamericanos no esperaban que los soviéticos llegasen al extremo de utilizar Cuba para desplegar misiles nucleares, ello no significaba que Washington menospreciase la amenaza representada por Castro y su régimen, amenaza que podía traducirse, como eventualmente ocurrió, en la intensificación de la lucha guerrillera y la propagación de la influencia marxista en América Latina en años posteriores. El creciente compromiso soviético con Castro agudizó la sensación de peligro en Washington, que aun cuando había permitido el aumento de la ayuda militar de Moscú –en parte porque las armas convencionales entregadas a Castro no representaban una amenaza directa, y en parte porque Washington no quería agriar aún más sus relaciones con la urss–, no estaba sin embargo dispuesto a admitir una provocación tan grave como la derivada de instalar misiles nucleares en territorio cubano. Por todo ello, los soviéticos dieron una serie de pasos destinados a ocultar su intención y producir la sorpresa. El paso más sencillo consistió en fusionar el envío de misiles nucleares con los suministros de armas convencionales, que Moscú venía enviando a Castro desde el verano de 1960. Estos suministros se acentuaron en 1962, con el envío de misiles tierra-aire (antiaéreos, sam) y de aviones de combate mig-21. Ante la inquietud mostrada en Washington por estos gestos de generosidad hacia Castro, los líderes soviéticos iniciaron una campaña, pública y privada, para asegurar a Estados Unidos que estos armamentos tenían el único propósito de acrecentar las defensas de Cuba, y que en ningún caso Moscú suministraría a Castro o desplegaría en Cuba armas ofensivas.145 Estas «garantías» públicas soviéticas se hicieron especialmente numerosas e intensas en septiembre de 1962, y fueron reforzadas con la vi145 Arthur Schlesinger, A Thousand Days. Boston: Houghton Mifflin, 1965, p. 799. P Á G 413 Hillsman, p. 166. Wohlstetter, «Cuba and Pearl Harbor...», p. 698. Hillsman, p. 167. La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa sita a Washington, a principios de octubre, del yerno de Khrushchev (en misión periodística), y por las constantes visitas del Embajador soviético, Dobrynin, al Departamento de Estado, quienes informaron tanto al Presidente como a otras autoridades que el propósito exclusivo de los armamentos soviéticos en Cuba era defensivo. El día 16 de octubre, pocas horas después de que Kennedy había sido definitivamente informado por los organismos de inteligencia de que, en efecto, los soviéticos estaban desplegando misiles nucleares en Cuba, el ministro de Relaciones Exteriores del Kremlin, Andrei Gromyko, se reunió con el Presidente en la Casa Blanca y le volvió a asegurar –desconociendo, por supuesto, que se le estaba sometiendo a un test de sinceridad– que Moscú jamás desplegaría armas ofensivas en Cuba.146 El proceso de instalación de los misiles se intentó llevar a cabo en el mayor secreto y con la máxima rapidez posible, trabajando de noche, usando pocos puertos, con una mayoría de personal soviético, y transportando por tierra el equipo a través de rutas aéreas camufladas por bosques y montañas. 147 Para el momento de su retirada de Cuba, el 28 de octubre –luego de que el bloqueo naval y la alerta nuclear norteamericana, acompañada de una intensa presión diplomática, habían persuadido a los líderes del Kremlin de su error–, los misiles de alcance mediano (mrbm, con mil millas de cobertura) estaban plenamente operativos. Estados Unidos, por su parte, mantenía una cuidadosa vigilancia de lo que ocurría en Cuba, a través de cuatro fuentes principales de inteligencia: la inteligencia naval de rutina alrededor de la isla, informes de refugiados cubanos en constante migración hacia territorio continental norteamericano, informes de agentes de inteligencia que permanecían en Cuba y fotografías producidas por los aviones-espía supersónicos del tipo u-2. 148 A pesar de poseer estos instrumentos de información, los analistas y decisores norteamericanos estaban también parcialmente bloqueados por varias barreras, entre las que se destacan las siguientes: 1) El fenómeno de «ahí viene el lobo»: el 9 de septiembre, la cia recibió un informe proveniente de exiliados cubanos, de acuerdo con el cual misiles nucleares soviéticos habían sido observados en ruta hacia el área de San Cristó146 147 148 P Á G 414 II. La sorpresa en la guerra y la política bal, en la parte occidental de Cuba. La cia se hallaba renuente a admitir estos informes como verdaderos, pues previamente había recibido numerosos reportes similares, ninguno de los cuales había sido acertado. 2) La administración Kennedy estaba para la época empeñada en evitar nuevas confrontaciones con los soviéticos, y ello le hacía todavía más difícil ver lo que no quería ver. 3) Como se apuntó antes, el consenso de la comunidad de inteligencia y de los expertos del área era que la introducción de misiles nucleares en Cuba constituía una acción incompatible con la política global soviética.149 Todo esto redujo la capacidad norteamericana para apreciar la magnitud del riesgo que estaba tomando su adversario, y de hecho, Kennedy y sus colaboradores clave dieron alta credibilidad a las «garantías» públicas y privadas soviéticas, hasta que tuvieron en sus manos evidencia incuestionable de que se trataba de un engaño. Es cierto que, en un sentido, la inteligencia norteamericana se anotó un triunfo en el caso de los misiles en Cuba; sin embargo, no es menos cierto que numerosos indicios y mecanismos habrían hecho posible detectar los misiles antes del 14 de octubre, día en que las fotografías de dos aviones u-2 suministraron prueba irrefutable de la verdadera intención soviética.150 De hecho, si bien la Casa Blanca como tal, así como el Departamento de Estado, fueron tomados por sorpresa a raíz de la acción soviética, existe evidencia que sugiere que ya hacia fines de septiembre, analistas de la cia y la dia (Agencia de Inteligencia de Defensa), habían alcanzado la conclusión de que era altamente probable que los soviéticos estuviesen desplegando misiles nucleares en Cuba. El proceso que les condujo a esa conclusión es aún confidencial,151 pero lo importante acá es señalar que hubo un gap, una brecha de más de un mes entre el primer informe sobre la presunta presencia de misiles balísticos en Cuba (recibido el 9 de septiembre) y la producción de evidencia definitiva el 14 de octubre. El vuelo de los u-2 ese día decisivo, autorizado por Kennedy, muestra que si bien el Presidente no creía que los soviéticos se atreverían a desplegar misiles nucleares en Cuba, tampoco descartaba del todo esa posibilidad en vista del creciente flujo de inteligencia en esa dirección. Poco antes de ese primer reporte, el 4 de septiembre, Kennedy había anunciado públicamente que los soviéticos estaban instalando misiles 149 150 151 Wohlstetter, «Cuba and Pearl Harbor...», pp. 699-702. Hybel, pp. 137-138. Graham Allison, Essence of Decision: Explaining the Cuban Missile Crisis. Boston: Little, Brown & Co., 1971, pp. 122 y 192. P Á G 415 La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa antiaéreos (no nucleares) en Cuba, lo cual había sido confirmado por fotografías del 29 de agosto. En su alocución, Kennedy fue enfático al sostener que no toleraría bajo circunstancia alguna la instalación en territorio cubano de misiles nucleares capaces de golpear a los Estados Unidos. Como explica Wohlstetter: Kennedy hizo explícita una distinción entre armas ofensivas y defensivas, y lo hizo de manera tal de transmitir al Kremlin un firme compromiso [...] El Presidente estaba deliberadamente comprometiendo su prestigio personal y el de su país. Estaba reaccionando tanto frente a sus opositores internos como ante Castro. Kennedy estaba justificando su pasividad hasta cierto límite y a la vez indicando que seguramente actuaría si ese límite era violado. Dicho de otra forma, Kennedy estaba trazando una línea, y diciendo que era muy poco probable que fuese a permitir el cruce de esa línea por parte de sus adversarios.152 El 13 de septiembre, una vez más, Kennedy alertó acerca de la firmeza de su compromiso; no obstante, los soviéticos no consideraron estas advertencias lo suficientemente convincentes como para abandonar sus planes en Cuba. Las consecuencias del error de cálculo soviético fueron muchas. En el corto plazo, Moscú se vio obligado a retirar los misiles ofensivos de Cuba, lo cual fue bastante humillante para el liderazgo soviético y ocasionó la ira de su aliado Fidel Castro, sembrando igualmente las semillas de la posterior salida de Khrushchev del Kremlin. A más largo plazo, el episodio cubano condujo a los soviéticos a desarrollar un masivo programa nuclear, para lograr un equilibrio que no requiriese el empleo de fórmulas tan arriesgadas como la que se trató de implementar en Cuba en 1962. Este fue, quizás, el resultado más importante de ese peligroso episodio, que por momentos pareció colocar al mundo al borde de una guerra atómica. En síntesis, la sorpresa soviética no llegó a completarse, pues no fue posible para el Kremlin reducir suficientemente la sensación de vulnerabilidad norteamericana. Los mecanismos de inteligencia funcionaron, aunque algo tardíamente. Sólo cabe imaginar qué habría pasado si la totalidad de los misiles trasladados a Cuba hubiesen estado operatiWohlstetter, «Cuba and Pearl Harbor...», p. 700. 152 P Á G 416 II. La sorpresa en la guerra y la política vos para el momento de ser descubiertos, o, puestos en otro escenario, si Moscú hubiese anunciado la presencia operativa de los misiles en Cuba sin que Washington hubiese sido capaz de conocer con anticipación el proceso de despliegue e instalación de los mismos. A mi modo de ver, y con base en la actitud de Kennedy ese octubre, la reacción norteamericana no hubiese sido muy distinta de lo que de hecho fue, y tal vez aún más firme. Los riesgos para el mundo también hubiesen sido mayores. La guerra de las Malvinas: ¿Quién sorprendió a quién? Desde la perspectiva de la sorpresa, la guerra por las islas Malvinas de abril-mayo de 1982 entre Argentina y Gran Bretaña constituye uno de los casos a la vez más complejos e interesantes ocurridos en el siglo xx. Durante ese conflicto se pusieron de manifiesto con especial fuerza aspectos fundamentales para el estudio de la política internacional, de la inteligencia, la diplomacia y la toma de decisiones en circunstancias de incertidumbre. El rasgo central que merece ser destacado de entrada es que ambos contrincantes fueron tomados por sorpresa por las acciones del otro: los británicos fueron sorprendidos por la invasión militar argentina a las Malvinas; los argentinos, por su parte, fueron sorprendidos por la contundente respuesta militar británica. Ninguno de los bandos en pugna actuó con base en una adecuada percepción de los verdaderos intereses, expectativas e intenciones del otro, y la confusión entre señales y ruido fue prácticamente total. Ha dicho Philip Windsor que la guerra de las Malvinas fue «una de la pocas guerras en la historia en las que una nación no tenía verdadera intención de invadir, y la otra luchó por un territorio respecto del cual, durante los veinte años anteriores, había afirmado que realmente no lo deseaba».153 Esto es sólo parcialmente cierto, pues si bien la Junta Militar argentina, que tomó finalmente la decisión de invadir, sí tenía la intención de hacerlo –en el momento, repito, cuando esa intención se ma153 P. Windsor, «Diplomatic Dimensions of the Falkland Crisis», Millenium, Spring 1983, p. 95. P Á G 417 La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa terializó definitivamente–, lo que realmente no esperaba era tener que ir a la guerra por las islas. En otras palabras, los militares argentinos no creían que los británicos reaccionarían de la manera como lo hicieron, y confiaban «obtener los frutos de la guerra sin necesidad de hacer la guerra de verdad».154 Por encima de todo, el caso Malvinas es un excelente ejemplo de la capacidad de dos grupos de decisores políticos, y sus respectivos analistas de inteligencia, para engañarse mutuamente; aunque como argumentaré más adelante, los británicos tenían menos motivos para ser sorprendidos en 1982 que los militares argentinos, los cuales, como bien señala Lebow, actuaron –en función de la información disponible– con «una razonable expectativa de victoria».155 La disputa entre Buenos Aires y Londres en torno a las Malvinas se extiende ya por más de un siglo. De hecho, en 1983, un año después de la guerra, se cumplió siglo y medio desde el inicio de la ocupación británica en 1833. Para los argentinos, la permanencia del control soberano de Gran Bretaña sobre las islas era y es vista como un simple atavismo, aparte de una ofensa histórica, en nuestro tiempo de descolonización. Para los británicos, por otra parte, la perspectiva colonialista tradicional no se aplicaba ni se aplica de igual forma que en otros ejemplos al caso Malvinas, ya que los escasos habitantes de las islas son de origen británico y siempre se han opuesto a aceptar un arreglo que pueda sujetarles políticamente a la Argentina. A lo largo de esta en apariencia interminable disputa, los argentinos multiplicaron los gestos y acciones dirigidos a procurar la cesión de soberanía por parte de la Gran Bretaña. No es necesario, para nuestros propósitos, relatar esta historia.156 Lo que sí interesa destacar es la afirmación de Makin, de acuerdo con la cual: Contrariamente a los supuestos prevalecientes del lado británico, la opción del uso de la fuerza no ha sido un rasgo permanente en la actitud de los muy diversos gobiernos argentinos a lo largo del tiempo en relación con la disputa en el Atlántico Sur. La consecuencia de este error de apreciación fue la incapacidad, J. Record, «The Falklands War», The Washington Quarterly, Autumn 1982, p. 44. R. N. Lebow, «Miscalculation in the South Atlantic: The Origin of the Falklands War», The Journal of Strategic Studies, 6, 1, March 1983, p. 26. Un buen resumen se encuentra en el estudio de G. A. Makin, «Argentine Approaches to the Falklands-Malvinas: Was the Resort to Violence Foreseeable?», International Affairs, 59, 3, Summer 1983. 154 155 156 P Á G 418 II. La sorpresa en la guerra y la política por parte de los británicos, para percibir las diferencias entre las señales emanadas de Buenos Aires los primeros meses de 1982 y las de años anteriores. 157 Esta observación contrasta netamente con la de Williams, que expresa la visión predominante del lado británico, según la cual: «Después de todo, los períodos de tensión se habían presentado varias veces en el pasado; las expresiones belicosas de Buenos Aires no eran nuevas ni carecían de precedentes, y no habían sido el preludio de acciones militares en previas oportunidades. ¿Por qué debían tomarse más en serio esta vez?».158 Makin, con mayor conocimiento, sensibilidad e información sobre la realidad política interna argentina –dimensión que siempre careció de adecuada consideración del lado británico hasta los eventos de 1982– explica, apoyado en abundante documentación, que en efecto ... algo sin precedentes se estaba diciendo y planificando en Argentina en relación con las Malvinas a principios de 1982. Se perdió por completo confianza en la línea de negociación. Por la primera vez se empezó a mencionar una agenda, la terminación unilateral de las conversaciones, la entrega de un ultimátum a Gran Bretaña, y, por encima de todo, la repetida referencia a la acción militar que se hizo corriente en Buenos Aires esos meses. Makin critica duramente el informe oficial británico posterior a la guerra (Franks Report), como una muestra adicional de «la incapacidad de la dirigencia británica para analizar la política argentina y el significado del discurso político doméstico en Argentina», y concluye que «la propia evidencia acumulada en el Informe debió conducir oportunamente a la conclusión de que un gobierno militar que obtuvo el poder de manera ilegítima y en secreto [...] no podía ser predecible...».159 Al poner el énfasis en la naturaleza del gobierno militar argentino y su situación a principios de 1982, Makin indica el rumbo más sensato para analizar el caso Malvinas. En síntesis, la guerra tuvo lugar debido 157 158 159 Ibid., p. 391. P. Williams, «Miscalculation, Crisis Management, and the Falklands Conflict», The World Today, April 1983, p. 147. Makin, p. 402. P Á G 419 O. R. Cardoso, R. Kirshbaum y E. Van der Kooy, Malvinas: La trama secreta. Planeta: Buenos Aires, 1983, p. 20. Ibid., p. 21. Ibid. La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa a dos procesos convergentes que dieron forma a la decisión final de invadir las islas: por una parte la crítica situación doméstica del gobierno militar y en general de la institución armada argentina, que impulsó a la Junta (compuesta por Galtieri, Anaya y Lamí Dozo) a buscar una salida externa a sus conflictos internos. Por otra parte, la dinámica interna de la Junta, como expresión de una crisis nacional e institucional, se combinó con la respuesta británica durante esos meses –que daba continuidad a una historia más larga–, respuesta que envió un mensaje erróneo a la Junta acerca de la posible reacción de su adversario, y que se sustentó en una interpretación totalmente desacertada sobre las intenciones y voluntad argentinas. El general Galtieri, que sucedió al general Viola como Presidente argentino en diciembre de 1981, llegó al poder «con una nación muy próxima al desquicio».160 Los desastrosos seis años del llamado «Proceso de Reorganización Nacional» –eufemismo que escondía una de las más trágicas etapas de la historia argentina– había llevado al país al borde de la catástrofe. Para el momento en que Galtieri asumió el mando, la economía argentina estaba hecha pedazos, la sociedad se hallaba dividida y en conflicto permanente, la deuda externa se había hecho asfixiante, y –de particular importancia– los abusos y desmanes de la dictadura militar habían conducido a la institución armada a un punto crítico, acosada por la opinión pública interna e internacional debido a las sistemáticas violaciones de derechos humanos, ejecutadas en el transcurso de la «guerra sucia» de esos años nefastos. Frente a este panorama, «La asunción de Galtieri significó una posibilidad de reaseguro para el fisurado edificio militar [...] Con la conciencia de que tenía que reconstruir un poder resquebrajado, llegó a la convicción compartida por sus pares militares: obtener algún tipo de triunfo resonante que diera impulso a un régimen militar al que le estaba costando demasiado esfuerzo respirar».161 Un triunfo en las Malvinas, una causa nacional compartida profundamente por todos los argentinos, podría suministrar el oxígeno necesario, como lo reconoció un alto funcionario de la época: «El triunfo en las Malvinas hubiera justificado históricamente el gobierno de las Fuerzas Armadas».162 160 161 162 P Á G 420 II. La sorpresa en la guerra y la política La evidencia existente 163 sugiere que la planificación, más detallada, política y militar argentina para el caso Malvinas, se inició a fines de 1981 y principios de 1982. Ahora bien, es crucial, a objeto de ceñirse a una compleja verdad histórica y de comprender adecuadamente por qué y cómo fueron tomados por sorpresa ambos contrincantes, aclarar de una vez un punto controversial de esencial relevancia. Se trata de la diferencia entre aquellos que piensan que, en lo fundamental, la Junta tomó la decisión de invadir militarmente desde enero o febrero de 1982, y aquellos otros –entre los que me cuento– que creemos que la estrategia argentina fue a la vez menos simple y más confusa menos simple porque no hubo una decisión irrevocable sino hasta pocos días, tal vez sólo dos,164 antes de concretar la invasión de las islas, y más confusa, porque era una estrategia que sumaba elementos militares, políticos y diplomáticos en un proceso evolutivo que tomaba en consideración las reacciones británicas a lo largo del período que se extendió desde el 27 de febrero –cuando culminan las conversaciones argentino-británicas en Nueva York–, y el 2 de abril, el día en que las tropas argentinas desembarcaron en las Malvinas. En el primer campo se encuentran, por ejemplo, Lawrence Freedman y Virginia Gamba-Stonehouse, quienes en su monumental libro sobre este conflicto sostienen que: La guerra del Atlántico Sur tuvo lugar porque la Junta Militar argentina había estado planificando una acción militar. Si los planes no hubiesen estado tan avanzados en marzo de 1982 [cuando ocurre el «incidente» de la ocupación, por parte de civiles argentinos, de la isla Georgia Sur, ar] la intervención no podría haber ocurrido. Si la Junta no hubiese estado tan decidida a preservar esa opción [militar, ar], no se habría preocupado tanto por el hecho de que Gran Bretaña iba a quitarla de sus manos a través del envío de refuerzos a sus entonces escasas capacidades militares en la zona.165 163 164 165 Extensos extractos de este informe fueron publicados en los diarios Clarín, La Prensa y La Nación de Buenos Aires, entre el 27 de septiembre y el 3 de noviembre de 1982. Lebow, p. 21. L. Freedman y V. Gamba-Stonehouse, Signals of War. London: Faber & Faber, 1991, p. 98. P Á G 421 Falkland Islands Review: A Report of a Committee of Privy Counsellors, Chairman The Rt. Hon, The Lord Franks, Cmnd., 8787, London, 1983. Makin, p. 403. La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa A mi modo de ver, Freedman y Gamba-Stonehouse confunden dos cosas: una es que, sin duda, los militares argentinos deseaban preservar la opción de invadir las islas pero sin efectiva resistencia británica (ir a la guerra pero no correr con las consecuencias de la misma); de allí su temor a que el gobierno británico reforzase su muy débil contingente en el área (un buque rompehielos, el Endurance, ligeramente armado, y 21 «marines») antes de que se produjese una decisión definitiva. Esto, sin embargo, es diferente a suponer que a lo largo de esas semanas (fines de febrero a principios de abril) la Junta haya estado todo el tiempo convencida de que su «triunfo» en Malvinas tenía necesariamente que traducirse en una invasión militar. Insisto: la invasión era efectivamente una alternativa planificada por la Junta que fue adquiriendo prioridad a medida que se desarrollaban los eventos a partir de febrero; no obstante, ello no significa –como podría interpretarse en el texto de algunos estudios sobre el caso, y aun de secciones del Informe Franks–,166 que la decisión de invadir militarmente las islas fue alcanzada «en frío» y de una vez por todas por Galtieri y sus colegas tempranamente, quizás aun antes del fin de las conversaciones en Nueva York. Precisamente porque estamos hablando de un proceso que fue muy complejo, es que se plantea con particular dificultad el tema de la sorpresa del lado británico. Ello es así pues –como es fácil documentar– los argentinos estuvieron escindidos durante esas semanas clave entre, de un lado, el intento de ocultar en alguna medida sus preparativos de invasión (en lo que tuvieron escaso éxito), y, de otro lado, el esfuerzo por hacer llegar a sus adversarios señales reales que expresasen su determinación y su inquietud, con el propósito, al menos implícito, de encontrar una respuesta más positiva de parte del gobierno británico. Esta respuesta no se materializó porque los británicos no fueron capaces de percibir las dificultades del régimen militar y de tomar en serio sus amenazas; 167 una observación semejante, casi en los mismos términos, hace Lebow cuando argumenta que «la desesperación de los generales no fue captada en Londres [...] Al final, la capacidad de autoengaño británica superó los esfuerzos argentinos para inducir un sentido de urgencia en la 166 167 P Á G 422 II. La sorpresa en la guerra y la política conciencia de sus adversarios».168 Este punto, de fundamental importancia, se resume en las duras frases de James Cable: «Los extranjeros existen, y, aun si son latinoamericanos, deben en ocasiones ser tomados en serio».169 Dejando de lado las tonalidades despectivas del comentario, su sustancia reitera lo ya dicho en cuanto a que la sorpresa, del lado británico, se debió esencialmente al bloqueo mental imperante en relación con la dinámica interna argentina. Como se verá, los argentinos procuraron deliberadamente transmitir su mensaje casi desesperado a Londres, pero no había «antenas» que lo escuchasen. Así, la sorpresa del lado británico ocurrió a pesar de los esfuerzos argentinos para comunicar sus intenciones al adversario. Los militares argentinos comenzaron a «quemar puentes» tras de sí casi inmediatamente después de concluidas las conversaciones en Nueva York. En un comunicado emitido el 2 de marzo, los generales anunciaron que Argentina se reservaba el derecho de buscar «otros medios» para recuperar las Malvinas. Intensos rumores comenzaron a circular en medios diplomáticos de la capital argentina en relación con los preparativos bélicos de la Junta, y la prensa dio resonancia a los mismos, acompañándoles numerosas veces de editoriales agresivos.170 Los generales llegaron hasta a ... comunicar a Londres el tipo de concesión que tenían en mente: un pronunciamiento por parte del gobierno británico manifestando que estaba dispuesto a reiniciar negociaciones, con el firme propósito de alcanzar un acuerdo de transferencia de soberanía antes de fin de año. Más tarde, ese mes de marzo, la presión se intensificó cuando la Junta decidió enviar tres buques de la Armada al islote de Georgia Sur, para proteger a los civiles argentinos que habían desembarcado allí desafiando a los británicos.171 Sin duda, se trataba de una estrategia de coerción política, ... aun más obvia si se toma en cuenta el hecho de que los militares argentinos no hicieron mayores esfuerzos para ocultar sus intenciones, ni para esconder más tarde sus preparativos de inva168 169 170 171 Lebow, p. 20. J. Cable, «Who Was Surprised in the Falklands and Why?», Encounter, September-October 1982, p. 42. Latin American Weekly Report, London, February 12-19, 1982. Lebow, p. 20. P Á G 423 La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa sión. Estos últimos fueron bien publicitados y dirigidos a mostrar a Londres de manera palpable la determinación argentina. La agencia de noticias oficial hizo públicas informaciones sobre los extensos preparativos navales, incluyendo –el 29 de marzo– un reporte que indicaba que la Infantería de Marina adscrita a la fuerza de tarea argentina [entonces en maniobras conjuntas con la flota uruguaya, ar] había recibido raciones y municiones para una inminente invasión a las islas. El 30 de marzo, el gobierno uruguayo –seguramente con la aprobación del argentino– preguntó a Londres si habitantes de las islas deseaban ser evacuados por aire antes de que se llevase a cabo la invasión.172 La Junta argentina desarrolló una estrategia de brinkmanship, de empujar las cosas paulatinamente hasta el borde del abismo, una estrategia con una dinámica propia, impulsada por las pasiones nacionalistas despertadas por el aumento gradual de la presión, que colocaba a los generales ante el imperativo de lograr algún resultado o, de lo contrario, perder el resto de legitimidad que les quedaba, que era poca: «... fue una jugada desesperada, la última carta en una mala mano con alguna perspectiva de éxito».173 Los británicos podrían haber contribuido a cambiar el rumbo de las cosas si: 1) hubiesen captado la verdadera determinación de la Junta de llegar tan lejos en la confrontación; 2) hubiesen estado dispuestos a hacer alguna concesión significativa en materia de soberanía a los argentinos, o 3) hubiesen despachado a tiempo una fuerza militar relevante al Atlántico Sur para actuar como mecanismo de disuasión, que impidiese la concreción de la expectativa argentina de realizar una invasión a bajo costo, si posible sin derramamiento de sangre. Desde luego, nada garantiza que, aun si el gobierno Thatcher hubiese entendido la gravedad de la situación en marzo, habría estado en consecuencia dispuesto a hacer concesiones bajo presión; tal vez no, pero en todo caso lo que sí es probable es que habría hecho pública la determinación de enviar submarinos, y luego una fuerza de tarea aeronaval a las Malvinas (aparentemente, un submarino y varios buques fueron despachados por Londres al Atlántico Sur a fines de marzo, pero ello no se hizo público y quedó como un reporte no confirmado de prensa), lo cual podría haber actuado como Ibid. Ibid. 172 173 P Á G 424 II. La sorpresa en la guerra y la política un eficaz instrumento de disuasión –con graves repercusiones políticas internas para una junta ya en ese momento atrapada en su propio juego. Lo cierto es que, si consideramos que la evidencia sugiere que Galtieri sólo ordenó finalmente a la fuerza de tarea argentina separarse de las maniobras con Uruguay y dirigirse a las Malvinas el 31 de marzo,174 tenemos entonces que el gobierno de Londres perdió un tiempo precioso, bloqueado como estaba a las señales de Buenos Aires. Es de interés, de paso, indicar que algunas fuentes en el Ministerio de Defensa británico comentaron, poco después de finalizada la guerra, que un plan de contingencia para el envío de una fuerza de tarea a las Malvinas comenzó a ser elaborado inmediatamente después del fracaso de las conversaciones en Nueva York a fines de febrero. No obstante, fuentes militares británicas declararon enfáticamente que, con la excepción de algunas órdenes a submarinos en patrulla más cercanos al área, ninguna planificación militar concreta se llevó a cabo hasta sólo dos días antes de la invasión.175 Los errores de percepción y análisis del lado británico se enraizaron en una ya larga línea gubernamental frente al tema Malvinas, que ni hacía concesiones significativas a los argentinos –pero aceptaba negociar con ellos– ni tampoco conducía a un compromiso serio y a largo plazo sobre la seguridad y prosperidad de las islas y sus habitantes. Los británicos negociaban, pero siempre bajo la premisa de que los deseos de los habitantes de las islas eran decisivos, lo cual no hacía sino irritar aún más a los argentinos.176 Este era el peor de los escenarios, uno en el cual los británicos negociaban sin conceder nada, y a la vez no se disponían a respaldar su compromiso hacia las islas con medidas concretas y sustantivas. No hay que asombrarse, por tanto, de que los militares argentinos hayan acabado por creer que Londres admitiría un rápido y eficaz fait accompli en las Malvinas, sin derramamiento de sangre. Ciertamente, como con frecuencia ocurre en estas situaciones, las señales argentinas se hicieron claras retrospectivamente, pero no lo fueron cuando se produjeron durante los dos o tres meses previos a la invasión. De igual modo, lo cual también es un fenómeno recurrente en los casos de sorpresa político-militar, los británicos poseían amplia información acerca de las intenciones y preparativos militares argentinos antes del 2 de abril. No obstante, en esas semanas cruciales los servicios de inte174 175 176 The Times, London, April 7, 1982 (reporte basado en fuentes de inteligencia británicas). G. Brock, «Why Did We Misjudge Such Clear Signals of War?», The Times, London, June 30, 1982. L. Freedman, «The War of the Falkland Islands», Foreign Affairs, Fall 1982, p. 198. P Á G 425 The Times, London, April 5, 1982. Lebow, pp. 18-19. La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa ligencia y los decisores británicos interpretaron las movidas argentinas como parte de una estrategia de bluff. Así lo dijeron la primera ministra Thatcher y lord Carrington, ministro del Exterior, en sus intervenciones en la Cámara de los Comunes el día 4 de abril de 1982. Según Margaret Thatcher: «Varias veces en el pasado se nos había amenazado con una invasión. La única forma de estar seguros de impedirla habría sido mantener una poderosa flota cerca de las islas, a 8.000 millas de distancia. Ningún gobierno ha logrado hacerlo, pues el costo sería enorme».177 Aun admitiendo lo dicho por Thatcher –y ya hemos visto que Makin cuestiona la aseveración de que la amenaza de fuerza había sido un rasgo permanente en la política argentina sobre Malvinas–, y aun si se comprende el dilema en que se hallaban los decisores británicos, lo cierto es que al esperar por evidencia irrefutable de un venidero ataque, los británicos (al igual que los israelíes en octubre de 1973) se colocaron en una posición totalmente estéril: ni se movieron en el terreno de las concesiones diplomáticas ni en el de la disuasión militar. De modo semejante a la experiencia de Israel en 1973, la adopción de un criterio restringido de alerta, que prácticamente dependía de la certidumbre acerca de un venidero ataque, impidió a los británicos actuar a tiempo para tomar acciones preventivas o disuadir al adversario. En lugar de enfrentar una realidad desagradable, y los posibles costos políticos, sicológicos y materiales que esa línea acarreaba, el gobierno británico «buscó un escape en la ilusión de que su política de “dejar hacer, dejar pasar” hacia Argentina seguiría dando resultados [...] [los británicos] se convencieron de que el curso de acción con el que se hallaban comprometidos continuaría teniendo éxito, y se hicieron insensibles a las informaciones que indicaban lo contrario».178 En síntesis, la concepción británica, sus percepciones y expectativas sobre el conflicto y la naturaleza de su adversario tenían muy serias fallas y limitaciones, y se sustentaban en una notable subestimación de la importancia del tema Malvinas para los argentinos en general, así como de su muy especial relevancia circunstancial para el gobierno militar que regía los destinos del país en el momento de la agudización de la controversia. Desde el punto de vista británico, en palabras de Gerald Hopple, la guerra de las Malvinas constituyó «un clásico desastre decisional y fracaso político», aunque la posterior victoria militar pareció reivindicarles. 177 178 P Á G 426 II. La sorpresa en la guerra y la política En tal sentido, Hopple argumenta que ya para los primeros días de marzo una decidida reacción británica habría llegado «demasiado tarde» y «no habría sido suficiente», ya que el envío de una fuerza de disuasión sólo habría contribuido a «detonar un ataque preventivo argentino».179 Deseo ratificar que no comparto esta interpretación, y que a mi modo de ver la evidencia tiende más bien a sugerir que los militares argentinos no habrían llegado al extremo que llegaron de haber percibido a tiempo que los británicos iban a dar una dura pelea por las islas. Si la concepción estratégica británica tenía severas fallas, la de la Junta Militar argentina era también desacertada: «La caracterización política, diplomática, y militar del conflicto por parte de la Junta Militar no guardaba ninguna proporción con la realidad» –expresan Cardoso, Kirschbaum y Van deer Kooy– añadiendo que los documentos preparatorios elaborados por los militares antes de la invasión «mezclaban en igual proporción la ingenuidad con la estupidez».180 El error clave de la Junta fue suponer que los británicos no irían a la guerra por las Malvinas, lo cual ponía de manifiesto «una apreciación completamente equivocada de la historia y el carácter británicos».181 De acuerdo con Roberto Roth, en su cuidadosa investigación del tema, ningún alto dirigente u oficial militar argentino de hecho creyó que sería necesario ir a la guerra.182 El general Luciano B. Menéndez dijo a otro autor que: «Lo más que Inglaterra puede hacer es protestar ante las Naciones Unidas, pues en términos militares se encuentra en una posición muy inferior [...] Inglaterra no reaccionará, y si lo hace, experimentará una severa derrota».183 Por su parte, el general Galtieri confesó poco después de la guerra que «si bien una reacción británica se consideró como una posibilidad, nunca la vimos como algo probable. Personalmente yo la veía como escasamente posible y totalmente improbable». Y luego se expresó con estas reveladoras frases: «¿Por qué un país europeo tiene que preocuparse tanto por unas islas situadas tan lejos en el océano Atlántico, unas islas, además, que no sirven interés nacional alguno para ellos? Me parece insensato».184 Es evidente que Galtieri, así como los otros miem179 180 181 182 183 184 G. W. Hopple, «Intelligence and Warning: Implications and Lessons of the Falkland Islands War», World Politics, 36, 3, April 1984, p. 350. Cardoso, Kirshbaum y Van der Kooy, pp. 42-43. Record, p. 44. R. Roth, Después de Malvinas... ¿qué? Buenos Aires: La Campana, 1982, p. 19. L. Kanaf, La batalla de las Malvinas. Buenos Aires: Tribuna Abierta, 1982, p. 121. The Times, London, June 12, 1982. P Á G 427 The Times, London, May 21, 1982. La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa bros de la Junta Militar, no estaban mentalmente equipados para comprender las peculiaridades del sistema político británico, así como la influencia de una tradición y un orgullo nacionales que hacían difícil, si no imposible, para el gobierno conservador de Margaret Thatcher aceptar pasivamente, sin una respuesta contundente, la invasión de las islas. Así como resultaba casi inconcebible para los líderes argentinos que Gran Bretaña se arriesgase a una acción bélica tan exigente, a 8.000 millas de distancia, de igual forma resultaba inconcebible para la inmensa mayoría de los británicos que no se realizase la expedición militar, si no quedaba otra alternativa para forzar la retirada argentina.185 Esta actitud británica se pudo observar claramente en los debates parlamentarios que siguieron a la invasión, de los que fui testigo directo en ese tiempo como estudiante en Londres. Conviene anotar que aparte del carácter simbólico que las Malvinas adquirieron para los británicos luego de la invasión (para los argentinos eran desde mucho antes un símbolo de orgullo nacional herido), y de la presión de la opinión pública interna, el gobierno de la señora Thatcher tuvo también que tomar en cuenta el impacto que la invasión argentina podía ejercer sobre otros intereses británicos, intereses que se desprenden del pasado imperial de esa nación, tales como Hong Kong (reclamada por China), Gibraltar (reclamada por España), y la isla de Diego García en el océano Índico (ambicionada por Mauricius). La actitud de vehemente apoyo a Argentina por parte de Venezuela (que reclama territorio en la ex colonia británica de Guyana, ahora República Cooperativa de Guyana), así como de Guatemala (que reclama Belice), y la ola de nacionalismo español desatada respecto a Gibraltar a raíz de la invasión a las Malvinas, fueron todos elementos que seguramente jugaron un papel complementario en la decisión británica de responder con todas las fuerzas a su disposición. A lo dicho se añade la cuestión de los derechos económicos en el Atlántico Sur y la Antártida, en torno a los cuales Gran Bretaña y Argentina también se han enfrentado. Los decisores argentinos fueron sorprendidos por la firmeza de la respuesta política y militar británica. Ciertamente, su análisis fue excesivamente simplista, aunque en su descargo es razonable reconocer que las equívocas señales británicas por varios años –que aparentaban indicar una ausencia de interés y voluntad reales de proteger las islas– las expec185 P Á G 428 II. La sorpresa en la guerra y la política tativas de la Junta acerca de una posible actitud neutral de parte de Estados Unidos –también alentadas equívocamente por importantes miembros de la administración Reagan–,186 y la constatación de las enormes dificultades geográficas y logístico-operacionales que tendría cualquier expedición para recapturar las islas, todos estos factores –repito– facilitaron a los militares argentinos adoptar una estrategia de intensa presión que eventualmente les condujo a una terrible derrota. En este orden de ideas, quizás la mejor prueba de que la Junta no esperaba una reacción británica se encuentra en la pobreza e incompetencia de sus movidas militares, en especial el serio error cometido al no trasladar elementos importantes de la Fuerza Aérea a las Malvinas, desde donde habrían podido actuar con mucha mayor eficacia, por razones de distancia, contra la flota británica enviada a recapturar las islas. Cuando la Junta invadió, la mayor parte de la flota británica se hallaba «en casa», en época de Semana Santa, lo cual facilitó significativamente la organización de la poderosa fuerza de tarea que pronto zarpó al Atlántico Sur. Con sólo haber aguardado un par de meses, la Junta habría hallado que la flota británica estaba dispersa alrededor del mundo; sólo 18 meses más tarde los dos portaviones británicos que tan destacado papel tuvieron en la guerra estaban destinados a ser vendidos. Pero la Junta no tenía tanto tiempo y además no creyó que los británicos irían a la guerra, mucho menos de la forma en que lo hicieron. Lebow ha definido la estrategia de brinkmanship como un tipo de confrontación en la cual un Estado desafía deliberadamente un relevante interés de otro Estado, con la expectativa de que su adversario eventualmente retrocederá ante el reto.187 En este esquema de conflicto, el que la inicia no busca la guerra sino el logro de un objetivo político a través de la coacción. La estrategia de brinkmanship usualmente se desprende de dos condiciones: 1) la percepción de que el compromiso del adversario hacia el interés desafiado es relativamente débil, y 2) la creencia de que un resultado exitoso puede contribuir a resolver serios problemas domésticos y externos.188 La guerra de las Malvinas se ubica nítidamente dentro de este esquema de confrontación. Los militares argentinos no buscaban la guerra, pero sí aspiraban a recuperar las Malvinas; como con no poca fre186 187 188 Hopple, p. 352, y The New York Times, May 17, 1982. Lebow, p. 29. R. N. Lebow, Between Peace and War: The Nature of International Crisis. Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1987, pp. 61-82. P Á G El colapso de la URSS: La sorpresa del fin de un imperio En este estudio he venido ocupándome del tema de la sorpresa, como un aspecto singular de la toma de decisiones en medio de la incertidumbre e impredecibilidad de los asuntos humanos, en particular en los terrenos de la guerra y la política. Uno de los temas que recurrentemente han surgido en el curso de nuestro análisis es el de la influencia de los esquemas conceptuales vigentes en un momento dado, sobre la creación de expectativas acerca del desarrollo presente y futuro de los eventos. Han sido discutidas diferentes instancias, que muestran de qué manera estos paradigmas mentales con frecuencia bloquean nuestra capacidad de visualizar la naturaleza, magnitud y velocidad de los cambios posibles en un marco político determinado. Ahora bien, directa o indirectamente, la mayoría –por no decir todos– los ejemplos que hemos tocado tienen que ver con situaciones bélicas, en su génesis, proceso y culminación. En este capítulo, sin embargo, nos ocuparemos de un fenómeno político, sin duda de los más importantes del siglo xx, que no se originó ni desembocó en una guerra: me refiero al estrepitoso derrumbe de la urss, del comunismo y del imperio soviético, fenómeno que muy pocos previeron y que prácticamente nadie vislumbró con precisión en las dimensiones que le caracterizaron. La pregunta que nos haremos es, como de costumbre: ¿Por qué la sorpresa? Como es usual, visto en retrospectiva, el proceso que condujo a la desmembración de la Unión Soviética parece predeterminado; todo luce inevitable, como si no hubiese podido ocurrir de otra forma. La realidad, no obstante, es que sí había alternativas, y que sin la intervención de determinados individuos, en particular de Mijaíl Gorbachov, las cosas podrían haber tomado un curso diferente. Desde luego, con ello no quiero 429 La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa cuencia ocurre en las experiencias de brinkmanship, los que las inician yerran en sus cálculos. Los militares argentinos lograron la guerra y no obtuvieron las islas. Todos, sin embargo –la Junta y sus enemigos– fueron tomados por sorpresa. P Á G 430 II. La sorpresa en la guerra y la política decir que, eventualmente, la urss no habría desembocado en la situación de agotamiento en que cayó, sino sencillamente que lo que hoy nos parece inevitable y casi preprogramado, tuvo lugar como un proceso de extrema complejidad en el que participaron numerosos individuos con puntos de vista contrastantes, individuos que en ciertos momentos tomaron decisiones clave que han podido ser distintas, y haber llevado a resultados diferentes, en todo caso con costos quizá mucho más elevados. No faltaron, por supuesto, en los años y aun décadas precedentes al derrumbe final, estudios y pronósticos que ponían de manifiesto las graves vulnerabilidades y candentes contradicciones que hervían en la urss. El propio Gorbachov tocó algunas de las más relevantes en la alocución que hizo al renunciar a su cargo en diciembre de 1991, cuando dijo que: Todo aquí es abundancia; tierra, petróleo, gas, carbón, metales preciosos y otras riquezas naturales, sin contar la inteligencia y los talentos que Dios no nos ha escatimado. No obstante, vivíamos mucho peor que en los países desarrollados, quedándonos siempre retrasados con respecto a ellos. La razón de ello es clara: la sociedad se ahogaba bajo el peso del sistema administrativo de mando. Condenada a servir la ideología y cargar con el pesado fardo de la militarización a ultranza, ella había llegado al límite de lo soportable. Todos los intentos de reforma parcial [...] fracasaron uno tras otro [...] Ya no era posible vivir en esas condiciones, había que cambiarlo todo radicalmente. 189 Estas fueron palabras de gran lucidez, donde la invocación a Dios –poco enfatizada por los comentaristas esos días– tuvo resonancias verdaderamente especiales en los labios del último Secretario General del Partido Comunista fundado por Lenin. Ciertamente no faltaron pronósticos pesimistas sobre la urss a todo lo largo de sus más de setenta años de existencia. Los más destacados disidentes de años recientes –hombres como Solzhenitzin, Sakharov, Amalrik y Bukovsky– se cansaron de anunciar la erosión de una Unión Soviética asfixiada por el totalitarismo, pero también ellos fueron incapaces de vislumbrar en su apasionante ritmo el camino que tomaron las 189 El Diario de Caracas, Caracas, 26 de diciembre de 1991. P Á G 431 La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa cosas, la velocidad y orientación de su desenlace a partir de la toma del poder por parte de Gorbachov. El propio Amalrik se había preguntado tiempo atrás: «¿Podrá la urss sobrevivir hasta 1984?», y en efecto lo hizo, y duró siete años más de lo previsto por él. Bukovsky, por su parte –en un estudio publicado en uno de los libros más importantes sobre las perspectivas en la urss, aparecidos en los años inmediatamente anteriores a la caída del imperio–, afirmó con razón que: «El derrumbe inminente del régimen soviético ha sido anunciado en Occidente cada década, desde que los bolcheviques conquistaron el poder en Petrogrado hace setenta años».190 A pesar de ello, el consenso generalizado entre los sovietólogos, podría decirse que casi hasta la etapa final de existencia de la urss, y en algunos casos todavía después del intento de golpe de Estado «reaccionario» de agosto de 1991, postulaba que las reformas de Gorbachov serían capaces de sostener lo esencial del orden interno y del imperio exterior. Este consenso, expresado claramente en las opiniones de varios de los más reconocidos expertos sobre la urss, percibió a Gorbachov como un dirigente empeñado en una política de «salir del paso», consciente de las dificultades de su situación y la de su país, pero con los recursos para salir adelante sin una transformación verdaderamente radical. Así, por ejemplo, Dennis Ross afirmó (1987) que: «Si se me pidiese que apostase respecto al rumbo futuro de la Unión Soviética [...] diría que, por los momentos y en los próximos años, no espero grandes cambios –aunque sí creo que tendrán lugar ciertas mejoras en el desempeño económico del sistema».191 Otros dos prestigiosos expertos, Henry Rowen y Charles Wolf, opinaron así: Suponemos que el curso más probable hasta el año 2000 es que no habrá cambios fundamentales en el sistema soviético, con muy lento crecimiento económico (y períodos de crecimiento negativo), escasas modificaciones en la estructura de poder, en la dinámica de las instituciones, y en el comportamiento característico de la población [...] Este es el rumbo más probable V. Bukovsky, «The Political Condition of the Soviet Union», en Henry S. Rowen y Charles Wolf, Jr., eds., The Future of the Soviet Empire. New York: St. Martin’s Press, 1987, p. 259. D. Ross, «Where is the Soviet Union Heading?», en Rowen y Wolf, p. 273. 190 191 P Á G 432 II. La sorpresa en la guerra y la política debido al extremo conservatismo de la élite dominante, la gran eficiencia de sus órganos de control interno, su aptitud para evitar grandes desastres internos o externos, la tradición de apatía de los pueblos soviéticos, y la continua habilidad del régimen para cooptar y controlar elementos potencialmente desestabilizadores.192 Conviene enfatizar que el análisis elaborado por estos autores parecía razonable en el momento en que fue expuesto –y recordemos que ya Gorbachov tenía dos años al frente de la urss–, y revelaba un consenso absolutamente dominante entre los estudiosos del proceso soviético, consenso que predominó hasta muy tarde y que fue convertido en añicos por la sorpresa de un colapso mucho más completo y rápido del que se esperaba. A mi manera de ver, las causas de esa sorpresa fueron en esencia dos: 1) La vigencia de un paradigma conceptual, forjado a lo largo de los años, y probado por la experiencia, que se sustentaba en una seria sobrestimación de las fortalezas soviéticas y en una igualmente severa subestimación de sus debilidades, ambos errores derivados en lo fundamental del espejismo creado a través de los años por el poderío militar del sistema totalitario. 2) La ausencia de una percepción adecuada del impacto que ciertas reformas de Gorbachov, en especial la libertad de expresión y la apertura de la historia soviética al análisis de la gente, tuvieron sobre la población, particularmente en cuanto a la radical aceleración del proceso de pérdida de legitimidad de la ideología y del sistema comunistas, es decir, del «cemento» que sostenía el complejo aparato de subordinación, control y represión del régimen. Todos los expertos mencionados, y otros más, captaban con claridad los dilemas de Gorbachov, pero todos –incluido Bukovsky– supusieron que el sistema sería capaz de «salir del paso», con ajustes menores, o en todo caso con un retorno a una más acentuada represión. Debo decir que pienso que esta perspectiva de las cosas era razonable en lo analítico, estaba lejos de ser insensata, y se basaba en lo que el propio Gorbachov pretendía y quería hacer desde un comienzo: revitalizar el socialismo y la urss desde dentro, lograr que el sistema funcionase ajustándolo 192 H. S. Rowen y C. Wolf, «The Future of the Soviet Empire: The Correlation of Forces and Implications for Western Policy», en Rowen y Wolf, eds., p. 293. P Á G 433 M. Dobbs, «Gorbachov Never Knew what he was Getting Loose», The Washington Post, December 22, 1991. Véase, en este estudio, el capítulo titulado «Sorpresa y filosofía de la historia». La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa en sus márgenes, pero sin llevar a cabo el tipo de cambios que pudiesen afectar sus estructuras fundamentales de organización del poder político y social. Por ello, fue el propio Gorbachov el principal sorprendido por el efecto de sus iniciativas. En las aptas frases de Dobbs, Gorbachov fue: «... el comunista que desmanteló el comunismo, el reformador que fue sobrepasado por sus reformas, el emperador que permitió que el último de los imperios multinacionales se desintegrase».193 No cabe duda de que el caso Gorbachov –al igual, por distintas razones, que el de Lenin– constituye uno de los más dramáticos ejemplos de la distancia entre intenciones y resultados de la acción política, de esa «alquimia» a la que se referían Max Weber y Maquiavelo, capaz de transmutar lo que se quiere y convertirlo en otra cosa.194 Ya a estas alturas del juego, la figura de Gorbachov es asociada en la historia con el colapso y desprestigio del comunismo y el fin del imperio soviético; sin embargo, esto fue muy distinto a lo que originalmente Gorbachov se propuso, que consistía precisamente en infundir nueva vida al socialismo como sistema socioeconómico y político, y en revitalizar a la urss e impedir su mayor debilitamiento en el contexto mundial de poder. Este paradójico resultado se desprendió, por una parte, de las premisas mismas que sustentaban el presuntamente limitado programa reformista de Gorbachov, premisas que contenían dilemas ya prácticamente insuperables en las condiciones del sistema soviético para el período 1985-1991. Por otra parte, el segundo aspecto que cabe destacar –ya señalado– tiene que ver con el impacto específico de las reformas políticoideológicas sobre los «corazones y las mentes» de la población, de la gente concreta, que experimentó un cambio anímico sustancial esos años, al reencontrarse con su historia –hasta entonces oculta o distorsionada– y hasta con su misma humanidad. Es obvio, ahora, que Gorbachov no fue capaz de prever el efecto de la apertura, del glasnost y la perestroika, en la aceleración del proceso de deslegitimización del sistema. Su programa reformista no tenía intenciones radicales, pero tuvo un impacto radical. En su lúcido análisis del dilema de Gorbachov, Bukovsky explica que el punto de tensión fundamental para los reformistas se hallaba entonces, y se había hallado anteriormente (bajo Khrushchev), en la naturale193 194 P Á G 434 II. La sorpresa en la guerra y la política za dual del Estado soviético: por un lado se encontraban los intereses del gobierno (que comprendía la necesidad de cambiar para sobrevivir), y por otro los del Partido Comunista (que comprendía que un cambio verdadero le impediría sobrevivir). Para realizar los cambios ofrecidos, Gorbachov tenía –al igual que Khrushchev antes que él– que trabajar a través del aparato del partido, es decir, de la estructura cuyo poder estaba a la vez obligado a reducir para llevar a cabo las reformas: «El Secretario General del partido no tiene otro instrumento de control sobre el país, y al reducir el poder del partido reduce también su poder personal». Limitaciones estructurales hacían casi imposibles los cambios de fondo, pero si no eran radicales las reformas no funcionarían. Bukovsky captó con gran precisión la trampa en que se colocó Gorbachov; su deseo de revitalizar el sistema soviético chocaba de frente con la naturaleza misma de un orden incapaz de regenerarse en sus propios términos: «Reformas que se requieren desesperadamente pueden conducir a una pérdida de control de la economía [...] y en consecuencia a una erosión del imperio externo [Europa del Este, ar] y a amenazar el imperio interno [las repúblicas no rusas, ar]». Para Bukovsky, las dos variables clave para el experimento de Gorbachov serían la conducta de las naciones industrializadas de Occidente y la respuesta de la población soviética. Si el Occidente decidía suministrar ayuda en gran escala sin condicionamientos a la urss, Gorbachov tal vez tendría oportunidad de seguir adelante con una política de ajustes dentro del sistema «por una década o más antes de la próxima crisis»; por otra parte, la actitud de la población sería crucial: ¿Existirían aún reservas en la ideología comunista para renovar el entusiasmo de la gente? ¿Qué tan sustanciales y concretos tendrían que ser los beneficios ofrecidos para despertar el ánimo y el compromiso de una población aletargada por la frustración y el desánimo? 195 Rowen y Wolf centraron también su atención sobre el dilema fundamental de Gorbachov: Si un genuino proceso de descentralización es en efecto impulsado por Gorbachov [...] encontrará fuerte resistencia en el aparato del partido y las estructuras tradicionales de poder. En este aspecto, el liderazgo soviético confronta un dilema fundamental: sin amplias reformas hacia una economía de mercado, el 195 Bukovsky, pp. 29-32. P Á G 435 La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa desempeño del sistema seguirá deteriorándose irremediablemente. Pero si el régimen de hecho adopta cambios significativos en la dirección del mercado, las repercusiones serán profundas [...] afectando severamente el control del partido sobre el sistema. Estos autores, al igual que Bukovsky, percibieron que con el paso del tiempo la tolerancia de la población estaba disminuyendo, debido a la continua decadencia de un sistema sustentado sobre una cada día más evidente brecha entre la propaganda falsificadora y la realidad cotidiana –un sistema, en otras palabras, basado en la mentira.196 A pesar de estas apreciaciones sobre la situación de la urss a principios de la década de 1980, de la creciente constatación del aumento de los problemas económicos, la corrupción, las tensiones étnicas, el alcoholismo, la mortalidad infantil, y la masiva pérdida de credibilidad del liderazgo y del comunismo, todavía en 1987 un destacado experto sostenía que: «Nadie puede dudar que lo que llamamos el balance de poder, y que los soviéticos denominan la correlación de fuerzas, ha virado sustantivamente a su favor las pasadas dos décadas; y si ellos se atreven a mirar el futuro con más confianza que temor, pienso que tendrán justificadas razones para hacerlo».197 En no poca medida, una percepción semejante alimentaba la concepción y el impulso iniciales de Gorbachov: si bien la urss tenía serias dificultades, el país y el socialismo serían sin embargo capaces de salir adelante. De allí que el glasnost y la perestroika surgieron en un principio como fórmulas destinadas a restaurar la legitimidad del Estado comunista y fortalecer la naturaleza socialista de la sociedad y la economía soviéticas. Gorbachov quiso revivir la vana esperanza en un «real socialismo», un «socialismo con rostro humano», con una economía productiva, con libertad y bienestar para todos. Como lo hizo ver en un discurso en 1987, Gorbachov no podía desprenderse –y lo mismo ocurría a muchas otras personas de verdadera buena voluntad– de los mitos construidos por setenta años de propaganda: «Sigo pensando –dijo– que de no haber sido por Stalin, quien traicionó los ideales de una gran revolución, podría entonces haber sido posible dirigir al país hacia el progreso democrático, la renovación y la prospeRowen y Wolf, pp. 287-288. Kagan, «World War i, World War ii, World War iii», p. 38. 196 197 P Á G 436 II. La sorpresa en la guerra y la política ridad económica».198 El epitafio a este sueño ilusorio fue escrito por el filósofo ruso Alexander Tsypko en un conmovedor y brillante papel de trabajo presentado a un congreso académico sobre las perspectivas de la urss, celebrado en Moscú en septiembre de 1990: No obstante el sueño, la lógica misma del desarrollo de la vida nada tiene en común con las leyes de preservación de la anterior legitimidad comunista [...] Nos tomó cinco años de perestroika para entender que la revitalización del socialismo es imposible, que no existe un tercer camino entre la civilización y el socialismo [...] Es imposible conquistar el imperio de la ley sin tener un sistema multipartidista, lo que implica renunciar al monopolio comunista del poder. 199 Al acabar con el monopolio de poder comunista y con la intolerancia hacia toda forma de oposición, Gorbachov asestó un golpe mortal al pilar básico del sistema. El coraje y la tragedia de Gorbachov se encierran en ese movimiento paralelo que caracterizó su liderazgo: el intento de cambiar un sistema con medidas que lo empujaban hacia su colapso final. Su duplicidad, sus constantes maniobras tácticas, los compromisos y «medias tintas» que a menudo acompañaban sus acciones, eran inevitables si quería sobrevivir en el marco tradicional y a la vez preservar la oportunidad de cambiarlo. Por ello considero justa la aseveración de Dobbs cuando dice que, seguramente, la habilidad de Gorbachov «salvó a la urss en varias ocasiones de un retroceso al dominio de la línea dura comunista».200 Al mismo tiempo, no obstante, su renuencia a romper definitivamente con el pasado le hizo perder la oportunidad de mantenerse en la cresta de la ola, y de ser el timonel de eventos que de pronto comenzaron a dejarle atrás: «Si yo –dijo en una entrevista de 1991– no hubiese alcanzado la firme convicción de que esto tenía que cambiar, habría actuado a la manera de mis predecesores, como Brezhnev y otros. Podría haber vivido como un emperador por diez años sin importarme un bledo lo que vendría después [...] ¿Existe algún otro caso en la historia de un hombre 198 199 200 Citado en D. Remnick, «Dead Souls», The New York Review of Books, December 19, 1991, p. 81. A. Tsypko, Restoration of Capitalism or Revitalization Socialism?, Paper for the Soviet-American Conference on: «Transition to Freedom: The New Soviet Challenge», Moscow, September 1990, (mimeo), pp. 7-8. Dobbs, art. cit. P Á G 437 Ibid. El Diario de Caracas, art. cit. La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa que, luego de adquirir tanto poder, lo haya entregado?».201 La relevancia de estas frases se halla en que ponen de manifiesto que Gorbachov creyó tener alternativas, que actuó como lo hizo aun cuando pensó tener otras opciones, y lo que él hizo definió un rumbo de consecuencias imprevistas hasta para su ejecutor. Creo que Gorbachov tuvo razón cuando afirmó que el sistema totalitario podría haberse mantenido un tiempo más en la urss, de no haber sido por sus acciones y por los procesos que él desató. ¿Unos años, tal vez? Imposible determinarlo. Lo que aceleró las cosas fue la combinación de la apertura, de la llegada de una mucha mayor libertad de expresión e investigación, con la posición espiritual de gran número de ciudadanos soviéticos para ese momento. Como el propio Lenin lo habría dicho, se combinaron la voluntad de una vanguardia política visionaria –básicamente de un individuo de excepcional coraje en medio de sus contradicciones–, y la decisión de un pueblo de no continuar viviendo como lo venía haciendo. En tal sentido, la posibilidad de enfrentarse con su verdadera historia, de exponer el fraude y la explotación comunistas, el mito del Lenin «bueno» y el Stalin «malo», ese pasado de opresión y atrocidades cometidas en nombre de una ideología incapaz de satisfacer un mínimo de las utopías que proclamaba, fue un factor de enorme significación en el camino de –si se quiere– «conversión» experimentado por la población soviética a través de la apertura. Gorbachov lo vio claro, retrospectivamente, cuando sostuvo en su alocución de renuncia que: «La sociedad obtuvo su libertad y se liberó política y espiritualmente. Esta es la conquista principal, aún insuficientemente valorizada...».202 Con esa libertad, la sociedad soviética también se liberó de un Gorbachov que no quiso aceptar las consecuencias últimas de su extraordinaria hazaña política. Como con acierto observó Bukovsky, la cuestión se decidió finalmente entre la gente de carne y hueso, en los «corazones y las mentes» de millones de personas que despidieron, con una mezcla de decepción y pesadumbre, la utopía comunista de sus vidas. Es muy difícil para los que se ocupan del ejercicio del poder en un orden político percibir la cercanía de su deceso. Esto sin duda ocurrió a Gorbachov, pero también a la mayoría de los observadores y analistas de la escena soviética, para los cuales el fin, casi plenamente pacífico, del comunismo en la urss, llegó como una grata sorpresa. 201 202 P Á G Consideraciones finales 439 I Abrigo la esperanza de que los casos de sorpresa militar y política discutidos en el capítulo anterior, hayan en efecto contribuido a ilustrar de modo más patente los aspectos teóricos analizados en los primeros cuatro capítulos de este estudio. En especial, confío en que el bastante amplio recorrido realizado a través de muy diversos panoramas históricos, permita dejar en claro que la sorpresa es un arte, en el sentido que Clausewitz atribuye a la palabra; 1 es decir, un fenómeno que escapa a las reglas fijas y a los principios inmutables, y que abre un extenso espacio para la creatividad y la imaginación. Vale la pena, en ese orden de ideas, repetir las frases de Handel citadas en uno de los epígrafes que encabezan este estudio: El mundo de la inteligencia [y en consecuencia, también el de la sorpresa, ar] está dominado por la ambigüedad y la incertidumbre, y estas últimas jamás serán del todo eliminadas. Si bien la búsqueda de certeza, claridad y predecibilidad constituye un poderoso factor en la conducta humana, la misma está destinada –por la naturaleza de las cosas y de la gente– a permanecer insatisfecha para siempre.2 Cabe igualmente enfatizar que la sorpresa, si bien puede ser en ocasiones un factor de gran utilidad en la conquista de objetivos políticos y militares, no es una panacea. Como se intentó mostrar, no resulta fácil Raymond Aron, Penser la guerre, Clausewitz, i. Paris: Gallimard, 1976, pp. 281-313. Michael I. Handel, War, Strategy and Intelligence. London: Frank Cass, 1989, p. 220. 1 2 P Á G 440 II. La sorpresa en la guerra y la política impedir la sorpresa, y con suficiente habilidad, determinación y paciencia, lograr la sorpresa no es tarea excesiva. No obstante, si bien los más elevados riesgos se reducen en alguna o mucha medida con el logro de la sorpresa, aun los más grandes éxitos obtenidos al comienzo de una guerra con el empleo de la sorpresa (Pearl Harbor, Barbarroja y otros) no han sido suficientes, a mediano y largo plazo, para conquistar la victoria final. En tal sentido, la racionalidad o irracionalidad de la decisión política de ir a la guerra se coloca en un nivel previo y superior al de la decisión de intentar o no la sorpresa. Dicho en otros términos, la sorpresa es un medio, no un fin en sí mismo; un medio cuya instrumentalizacion debe derivarse de una decisión política sobre los fines que se persiguen y de los costos que se está dispuesto a asumir en aras de esos fines. Estas reflexiones adquieren especial relevancia cuando se enfoca el tema de la sorpresa en la guerra nuclear, y se piensa que nunca como en nuestra era se hizo más factible la perspectiva de llevar a cabo un demoledor y decisivo ataque por sorpresa por parte de los Estados Unidos contra Rusia y viceversa. Sin embargo, a pesar de la alternativa materializada por la tecnología nuclear, ese ataque no se produjo, y pareciera que el riesgo del mismo tiende día a día a disminuir (así como aumenta el de la posesión de armas nucleares por parte de «Estados locos» o de terroristas, capaces de ocasionar otro tipo de catástrofe). A pesar, insisto, de los conflictos y tensiones de la larga «Guerra Fría», los líderes soviéticos y norteamericanos aparentemente –de acuerdo con la evidencia existente– jamás consideraron seriamente la idea de desatar el holocausto.3 El primer Plan Operacional Integrado estadounidense (siop) para la guerra nuclear, preparado en 1960, ofrecía al Presidente norteamericano una sola opción: el uso de todas las armas nucleares entonces en poder de Estados Unidos contra la urss, China y Europa oriental, bajo el supuesto de que ese ataque produciría alrededor de 360 a 425 millones de muertos.4 En las aptas palabras de Lebow: «Uno se pregunta si algún Presidente norteamericano habría sido capaz de tomar la decisión que generaría semejante desastre, aun en respuesta a una invasión soviética a Europa occidental».5 3 4 5 Véase al respecto el importante estudio de R. N. Lebow «Windows of Opportunity: Do States Jump Through Them?», en S. E. Miller, ed., Military Strategy and the Origins of the First World War. Princeton: Princeton University Press, 1985, pp. 147-186. D. A. Rosenberg, «A Smoking Radiating Ruin at the end of Two Hours: Documents on American Plans for Nuclear War with the Soviet Union, 1954-55», International Security, 6, 3, Winter 1981-1982, pp. 3-38. Lebow, p. 175. P Á G II Handel presenta un buen resumen de las principales paradojas del arte de la sorpresa, que vale la pena exponer acá: 1) Como resultado de las dificultades para diferenciar entre «ruido» y «señales» en el análisis de inteligencia, así como al procurar la alerta ante la sorpresa, tanto la información presuntamente valedera como la que en apariencia no lo es deben ser tratadas como inciertas. De hecho todo lo que existe es «ruido», no señales, que sólo se ven claras en retrospectiva. 2) Mientras mayor luce el riesgo y más difícil parece una operación política y/o militar, menos azarosa resulta en la práctica. Así, mientras más grande es el riesgo en teoría, resulta menor en la realidad. 3) Los «sonidos del silencio»: un ambiente internacional tranquilo y pacífico puede actuar como «ruido» de background, condicionando a los observadores a una rutina somnolienta que en realidad encubre preparativos de guerra. 4) Mientras mayor es la credibilidad que gana una agencia de inteligencia en el transcurso del tiempo, menores son los cuestionamientos que tienden a hacerse a sus apreciaciones y recomendaciones y, por lo tanto, mayor es el riesgo de un exceso de confianza conducente a la paralización del juicio crítico. 5) La profecía que se autoniega: informaciones que predicen un inminente ataque enemigo llevan a una contramovilización preventiva, que a su vez estimula al adversario a posponer o cancelar sus planes de agresión. Aun en retrospectiva, es difícil saber a ciencia cierta si la contramovilización era o no necesaria. 6) Mientras mayor es la cantidad de información recolectada, más difícil resulta filtrar, organizar y procesar los datos para ser usados a tiempo. 441 Consideraciones finales Tal vez para sorpresa de algunos, demasiado escépticos acerca de la naturaleza humana, hasta los momentos ha prevalecido una cierta racionalidad en el terreno nuclear, y la tentación de la sorpresa empujada por la tecnología ha sido resistida con éxito. P Á G 442 II. La sorpresa en la guerra y la política 7) Mientras mayor es la cantidad de información recolectada, más intenso el «ruido» que debe ser filtrado. 8) Mientras mayor sea el número de alertas que no llevan a nada, mayor es el desgaste de su credibilidad («fatiga de la alerta» o «síndrome de allí viene el lobo»). 9) El incremento en la sensibilidad y calidad global de los sistemas de inteligencia y alerta reduce el riesgo de sorpresa, pero a la vez aumenta el número de falsas alarmas. 6 La persistencia de estas paradojas, que forman parte de la impredecibilidad intrínseca al fenómeno de la sorpresa, sólo permite –para contrarrestarlas en alguna medida– ofrecer unas cuantas recomendaciones básicas: 1) Una alerta adecuada, precisa y a tiempo no debe ser jamás dada por sentada. En lugar de planificar en función de la posibilidad de obtener una alerta segura y certera, conviene planificar en función de planes alternativos de contingencia ante la posibilidad de la sorpresa. 2) Los analistas de inteligencia, políticos y planificadores militares deben reconocer que las alertas no pueden corroborarse sino después de que ocurren los hechos. Dadas la complejidad e incertidumbre de los pronósticos políticos y militares, conviene revaluar constantemente los argumentos en sus propios méritos, y no arrojar al cesto de la basura razonamientos y premisas que en el pasado se mostraron inadecuados como predicciones. Nada debe descartarse para siempre en la labor de inteligencia. 3) Los políticos y comandantes militares deben tener siempre presente que los analistas de inteligencia trabajan con evidencia ambigua, abierta a múltiples y contrastantes interpretaciones. Por su parte, los analistas de inteligencia no deben evadir la responsabilidad de expresar con claridad sus puntos de vista lo más sólidamente fundamentados que se pueda. 4) La complejidad política y la responsabilidad ética de la decisión de ir a la guerra indican que es inaceptable sustentarla sobre un solo elemento de análisis. En todo momento hay que tratar de ver el panorama que nos rodea con amplitud. 7 6 7 Handel, War, Strategy and Intelligence, pp. 32-33. Janice Gross Stein, «Military Deception, Strategic Surprise, and Conventional Deterrence: A Political Analysis of Egypt and Israel, 1971-73», The Journal of Strategic Studies, 5, 1, 1982, pp. 115-116. P Á G 443 Consideraciones finales III El fin de la Guerra Fría y la desaparición de la urss, han dado paso a ciertas perspectivas singularmente optimistas acerca de lo que supuestamente nos aguarda, dentro del reacomodo del sistema internacional. Se ha argumentado que la expansión de los valores democráticos, la declinación de la importancia de la política exterior y el aumento de la relevancia de la política doméstica, la revolución nuclear, el creciente costo del dominio y del uso directo del poder, y la disminución del papel estratégico de muchas materias primas, han restringido en conjunto la capacidad de los Estados modernos, así como disminuido su voluntad para hacer la guerra.8 Desde luego que hay algo de verdad en ese análisis, pero parece exagerado concluir, como hace Handel, que «Es inevitable un mundo en el cual los propios practicantes de la Realpolitik –política de poder– argumentarán en contra del uso de la fuerza, basándose en un cálculo frío de la realidad».9 En ese libro, publicado en 1989, el autor sostuvo que «La era de la posguerra [mundial, ar] demuestra que la intervención militar directa a gran escala no promueve los intereses de los que la llevan a cabo».10 Tan sólo dos años más tarde, la vasta guerra en el golfo Pérsico entre Irak y una poderosa coalición encabezada por Estados Unidos echó por tierra en buena medida esos razonamientos. Puede decirse lo que sea sobre las posibles consecuencias a largo plazo de ese conflicto; sin embargo, no cabe duda de que el objetivo central de los poderes que intervinieron masivamente contra Irak, es decir, la liberación de Kuwait, fue logrado. Posteriormente, el resurgimiento de la cruel guerra civil, racial y religiosa en lo que era Yugoslavia, en plena marcha cuando escribo estas líneas, una guerra bárbara que busca la «limpieza étnica» de comunidades enteras y que pone el problema del genocidio de nuevo sobre el tapete en la «civilizada» Europa, debiese introducir elementos de sano escepticismo en cualquier vaticinio demasiado esperanzador sobre lo que el porvenir nos depara. No queda sino seguir confiando en la razón, último y precario sostén –aparte de la fe– de nuestra humanidad caída e imperfecta. Handel, War, Strategy and Intelligence, p. 486. Ibid., p. 47. Ibid., p. 495. 8 9 10 P A R T E Historia, estrategia y relaciones internacionales III P Á G Clausewitz hoy 447 1 El propósito de este estudio es comentar la nueva edición en lengua inglesa de la obra fundamental de Carl von Clausewitz, De la guerra, publicada por Princeton University Press en 1976 (711 pp.), así como los masivos tomos de Raymond Aron en torno al pensamiento de Clausewitz. La edición estuvo a cargo de tres de los más importantes estudiosos contemporáneos de la obra de Clausewitz: Peter Paret, profesor de Historia en la Universidad de Stanford y autor del libro Clausewitz y el Estado, un trabajo sólido y de alta calidad académica; Michael Howard, historiador y Fellow de All Souls College, Universidad de Oxford, autor de, entre otros, un libro que se considera básico sobre la guerra franco-prusiana, y Bernard Brodie, ya fallecido, profesor de Ciencia Política en la Universidad de California, autor de varias obras de gran influencia en el pensamiento estratégico moderno, tales como Estrategia en la era del misil y Guerra y política. Además de presentar una traducción completamente nueva del texto original de Clausewitz, que supera en precisión y claridad a la que hasta ahora se consideraba la mejor edición en inglés (realizada por el coronel F. N. Maude en 1908 y reeditada muchas veces, con base en una traducción hecha en 1874), Paret, Howard y Brodie han añadido a esta nueva edición tres ensayos introductorios y una «guía para la lectura» de De la guerra, de gran utilidad para una mejor comprensión de la obra. Los ensayos de Paret, Howard y Brodie explican numerosos aspectos cruciales para una interpretación correcta de De la guerra. Ante todo, aclaran que Clausewitz no logró concluir su obra; los manuscritos que había dejado fueron publicados por primera vez dos años después de su P Á G 448 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales muerte, en 1832. En una «nota introductoria» escrita en 1827, Clausewitz indicó que hasta ese momento, y luego de varios años de arduo trabajo, había logrado completar seis de los ocho libros en que estaba dividida la obra, los libros séptimo y octavo eran apenas esbozos. Cuando éstos fuesen terminados, el autor revisaría la totalidad de la obra para clarificar dos temas centrales a los que previamente no había concedido la atención necesaria. Esos dos temas: la naturaleza dual de la guerra y la concepción de la guerra como un acto político, los cuales habían sido sugeridos pero no lo suficientemente profundizados en el texto original, tenían tal importancia que exigían una reelaboración del conjunto de la obra. En esa nota de 1827, Clausewitz advirtió que: «Si me sorprende una muerte temprana, lo que he escrito hasta ahora sólo merecerá ser considerado una masa informe de ideas. En tal condición, mi trabajo estará sujeto a interminables distorsiones críticas y será el blanco de numerosos comentarios parciales...».1 En esto Clausewitz fue profético, y no es fácil encontrar otro caso de un autor que sea tan citado y tan poco leído. Clausewitz murió en 1830, y para entonces sólo había logrado revisar a su entera satisfacción el capítulo 1 del libro i, es decir, sólo una muy pequeña parte de una obra que consta de ocho libros y más de cien capítulos. De tal manera que De la guerra es no sólo una obra inacabada, sino también una obra en la cual no son explorados a fondo dos temas fundamentales de cuya verdadera relevancia Clausewitz tomó conciencia muy tarde. Sin embargo, como lo apuntó el mismo Clausewitz en su nota de 1827, «un lector que vaya sin prejuicios en búsqueda de la verdad reconocerá el hecho de que los primeros seis libros, a pesar de sus imperfecciones, contienen el fruto de años de estudio y reflexión sobre la guerra».2 Los libros siete y ocho, sobre «el ataque» y «los planes de guerra», tienen el mismo carácter inconcluso de los demás, pero están llenos de ideas importantes que, como el resto de la obra, han establecido la reputación de Clausewitz como uno de los más grandes analistas del fenómeno guerra. El significado de la famosa frase del capítulo 1, libro i: «... la guerra es la continuación de la política por otros medios», sólo puede ser entendido cabalmente en conexión con los dos temas ya mencionados que ocuparon lugar preeminente en las reflexiones de Clausewitz al final de su vida: la naturaleza dual de la guerra y el hecho de que la guerra es, en su totalidad, un acto y un instrumento políticos. 1 2 Carl von Clausewitz, On War. Princeton: Princeton University Press, 1976, p. 70. Ibid. P Á G 449 Ibid., p. 75. Ibid., p. 89. Ibid., pp. 86-87. Clausewitz hoy Al comienzo del libro i, Clausewitz define la guerra como «un acto de fuerza dirigido a obligar a nuestro enemigo a cumplir nuestra voluntad».3 De acuerdo con esta primera definición «absoluta» o «abstracta», toda guerra conduce necesariamente a la aniquilación o sometimiento total del enemigo debido a la acción recíproca de las fuerzas y de las voluntades, cada una de las cuales busca imponer su propia ley sobre la otra. Pero esta «ley de los extremos» no siempre se aplica en la realidad, ya que el fenómeno guerra no sólo está compuesto de esa «violencia primordial» que «puede ser vista como una ciega fuerza natural», sino también «del juego del azar y de la probabilidad en el cual el espíritu creador puede manifestarse libremente, y de un elemento que subordina a los demás, como instrumento político, el cual sujeta la guerra a la razón».4 La guerra no es nunca un acto aislado: «Cuando comunidades enteras van a la guerra [...] ello siempre se debe a una cierta situación política y surge de un motivo político»,5 y en la realidad no siempre los fines políticos de los beligerantes son ilimitados y se dirigen a aniquilar al adversario o destruir su existencia política independiente. Aun las guerras de aniquilación, que más se acercan a su forma «absoluta», son «políticas» en el sentido de que se derivan de determinadas condiciones políticas y tienen un fin político. La naturaleza dual de la guerra tal y como Clausewitz la definió al fin de su vida es expresada en dos tipos de conflictos, cada uno concebido de acuerdo con su propósito político. En primer lugar, la guerra que se realiza con el fin de derrotar completamente al enemigo para: a) destruirlo como entidad política autónoma, o b) para forzarlo a aceptar cualquier clase de términos de paz. En segundo lugar, guerras que se realizan para obtener ventajas limitadas, con objeto de: a) retener esas ventajas, o b) utilizarlas en la mesa de negociaciones. Durante el período prenapoleónico, desde 1648 a 1789, las guerras europeas fueron en gran medida del segundo tipo y se llevaron a cabo por objetivos limitados. En esa etapa histórica existía un marco estable de relaciones internacionales en Europa dentro del cual Estados diferentes podían actuar y hacer la guerra por objetivos limitados, que usualmente no incluían la meta de derribar el propio sistema internacional. La Revolución Francesa transformó esa situación; el ejército revolucionario francés no estaba compuesto de 3 4 5 P Á G 450 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales soldados profesionales sino de «patriotas» que iban a la guerra para extender los principios revolucionarios a lo largo y ancho de Europa. Napoleón entendió la importancia de estos nuevos factores y los canalizó en una vasta empresa bélica, cuyo fin era demoler el orden internacional que hasta entonces predominaba en Europa y construir un nuevo sistema bajo la égida de la Francia imperial. Clausewitz percibió claramente las implicaciones revolucionarias del período napoleónico y reaccionó en su contra; si bien Clausewitz no se identificó plenamente con el ancien régime, luchó contra Napoleón debido al carácter ilimitado de los objetivos políticos de Francia. La actitud asumida por Clausewitz frente a los desarrollos históricos de su tiempo tuvo una profunda influencia sobre su filosofía de la guerra, y éste es un punto que no queda lo suficientemente aclarado por Paret, Howard y Brodie. La idea de Clausewitz acerca de la relación entre guerra y política y sus concepciones sobre el predominio del factor político en la guerra están estrechamente conectadas con su planteamientos sobre la naturaleza dual de la guerra y con su posición de rechazo a las pretensiones hegemónicas de Napoleón. Paret señala,6 aunque no explica, el hecho de que Clausewitz utiliza la palabra «política» en dos sentidos diferentes: en primer lugar, para designar el mundo objetivado (lo que Marx denomina «relaciones sociales»), y en segundo lugar para referirse a las decisiones del jefe de Estado que Clausewitz identifica con los fines políticos de un Estado frente a otro. De esta distinción se derivan importantes consecuencias que dan origen a una tensión no resuelta en la obra de Clausewitz: la tensión entre las fuerzas de la violencia y las fuerzas de la razón política. En efecto, cuando Clausewitz escribe en el capítulo 1 del libro i que aun las guerras mas violentas, las que más se acercan a la forma «absoluta» de guerra a ultranza, siguen siendo «políticas» ya que son circunstancias políticas las que generan la violencia, sólo retiene uno de los dos sentidos que el término «política» posee en su obra: el de relaciones históricas objetivadas. Esto es así, ya que el entendimiento político es el factor que controla la violencia bélica, y el hecho de que la guerra ascienda a los extremos significa que esa razón política pierde paulatinamente su dominio sobre los factores «irracionales». Clausewitz sostiene que la guerra tiene una naturaleza dual, y que el primer tipo está constituido por las guerras de aniquilación; pero cuan6 Ibid., p. 22. P Á G 2 Para Clausewitz el problema de la guerra era también el problema de la paz, de la coexistencia entre Estados soberanos, y no podía imaginar de qué manera podría surgir la paz si se realizaban los ilimitados objetivos políticos de Napoleón. Clausewitz pensó sobre la guerra dentro del contexto de un orden internacional que veía amenazados sus propios cimientos por el reto de un actor revolucionario: la Francia imperial, que cuestionaba los fundamentos de legitimidad vigentes. Clausewitz tomó partido por el orden e interpretó el período napoleónico como la transición entre dos épocas históricas: de un lado se hallaba el sistema internacional europeo de 1648 a 1789; de otro lado emergía un nuevo sistema que inició su existencia luego del fin de las guerras napoleónicas. La restauración del orden logró preservar un sistema de Estados soberanos basado en el balance de poder, un tipo de sistema cuya función, como explicaba Bull, «no ha sido la de preservar la paz, sino la de defender la 451 Clausewitz hoy do discute el problema de la relación entre guerra y política, Clausewitz maneja frecuentemente una concepción subjetiva de la política (los fines o intenciones políticas), que de hecho excluye las guerras de aniquilación como un tipo de guerra que pueda ser considerado un instrumento político racional. En otras palabras, Clausewitz establece una divergencia irreconciliable entre el principio de supremacía del factor político y las guerras de aniquilación. Esto se debe a que la obra de Clausewitz encierra una filosofía política conservadora de acuerdo con la cual la guerra puede llevarse a cabo por dos razones: 1) para defender el orden establecido, y 2) para dirimir disputas dentro de ese orden; es decir, los objetivos de la guerra deben ser limitados, de lo contrario la guerra tiende a acercarse a su forma absoluta y cesa de ser un instrumento político racional. Para que la limitación en los fines políticos sea posible, es indispensable que el orden internacional posea legitimidad y que esta legitimidad sea aceptada por todos los Estados que la integran. Es decir, para que el orden internacional sea legítimo, se requiere que no exista dentro de él un poder revolucionario cuyo propósito sea la destrucción de ese orden, como era el caso de Francia en el período napoleónico. P Á G 452 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales independencia de los Estados soberanos, e impedir que esa sociedad de Estados sea transformada por medio de la conquista militar en un imperio universal, y hacer esto, si ello es necesario, con el uso de la guerra».7 Clausewitz tomó partido por este tipo de orden, un orden que utiliza la guerra como un instrumento con fines limitados, que no incluyen la aniquilación de los contrarios. La moderación en la guerra exige un acuerdo implícito de los adversarios, el tipo de acuerdo que había permitido la supervivencia del sistema de Estados europeos a favor del cual luchó el autor de De la guerra. El compromiso ideológico, no siempre explícito, de Clausewitz y su filosofía política conservadora le llevaron finalmente, en el libro viii de su obra, a interpretar las guerras napoleónicas como conflictos bélicos que se acercaron a la «forma absoluta» de la guerra a pesar de que fueron el resultado de desarrollos políticos objetivos: ... la guerra experimentó significativas alteraciones en su carácter y en sus métodos que la acercaron a su forma absoluta. Mas estos cambios no se produjeron a causa de que el gobierno francés se hubiese liberado de los condicionamientos de la política, sino que fueron causados por las nuevas condiciones políticas creadas por la revolución tanto en Francia como en el resto de Europa, condiciones que han dado origen a fuerzas novedosas y que han permitido hacer la guerra con una intensidad previamente inconcebible.8 Es evidente que en este pasaje Clausewitz utiliza el término «política» en sentido objetivo, como el conjunto de situaciones históricas que impulsaron la empresa bélica napoleónica y llevaron la guerra hacia su forma «absoluta». Si la guerra «absoluta», como violencia pura, es una guerra no política, está claro también que Clausewitz contrapone «guerra de aniquilación», por un lado, y «razón política» por otro. Las guerras con fines ilimitados cesan de estar sometidas al entendimiento político, tal y como Clausewitz lo concibe; por lo tanto, para Clausewitz, el único tipo de guerra que puede ser considerado un instrumento político racional son las guerras limitadas. Las guerras de Napoleón, aunque objetivamente surgen de la «política», pues se desprenden de una determinada situación histórica, se alejan progresivamente de la «política» en sentido 7 8 H. Bull, The Control of the Arms Race. New York: Praeger, 1965, p. 39. Clausewitz, p. 610. P Á G 453 Clausewitz hoy subjetivo, pues su ascensión hacia extremos de violencia y sus fines ilimitados debilitan el control racional que debe ejercer el entendimiento político. La argumentación anterior puede sintetizarse así: 1) De acuerdo con Clausewitz, la guerra es un compuesto de violencia original, azar y probabilidad, y razón política que es el factor que establece los fines y controla los medios. 2) La ascensión hacia los extremos de la violencia, como en las guerras de aniquilación, acerca la guerra a su forma absoluta. 3) La guerra absoluta cesa de ser un instrumento político y se convierte en algo irracional. 4) La limitación de los fines políticos es la más firme garantía de control político; los fines políticos ilimitados de las guerras de aniquilación llevan a la guerra a la forma absoluta. 5) En conclusión, Clausewitz identifica implícitamente «razón política» con fines políticos limitados. Los cambios introducidos en el balance de poder europeo por la Revolución Francesa llevaron a Clausewitz a la siguiente conclusión: ... el que a partir de ahora [fin de las guerras napoleónicas] los conflictos bélicos en Europa sean llevados a cabo con todo el poder de los Estados, y en consecuencia tengan su origen en aquellos grandes intereses que afectan íntimamente al pueblo, o el que una separación entre los intereses del gobierno y del pueblo surja de nuevo gradualmente, es algo extremadamente difícil de predecir [...] Pero se puede estar de acuerdo en que las barreras, al ser derribadas, no son fáciles de construir nuevamente, y que cuando grandes intereses estén en disputa, la hostilidad mutua se descargará de la misma forma como lo ha hecho en nuestro tiempo. 9 En este pasaje Clausewitz pone de manifiesto su comprensión de que nuevas y poderosas fuerzas históricas habían hecho su entrada en la escena europea. Por otra parte, a todo lo largo del capítulo 3, libro iii, es posible percibir la aspiración de Clausewitz a un retorno al tipo de estabilidad preexistente a la Revolución Francesa, a un sistema internacional legítimo que someta la guerra, por mutuo acuerdo de sus integrantes, a controles políticos definidos. Su compromiso ideológico con el orden prerrevolucionario impidió a Clausewitz entender la verdadera naturaleza de las fuerzas históricas que estaban transformando el contexto político europeo; por esta razón pensó que las nuevas energías soIbid., p. 593. 9 P Á G 454 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales ciales, políticas e ideológicas desencadenadas por la revolución, la creciente intensidad de los combates, el carácter radical de sus resultados y el resquebrajamiento del orden internacional europeo significaban que la guerra se acercaba a su forma «absoluta». Pero lo que de hecho ocurrió fue que la política dejó de ser patrimonio exclusivo de grupos reducidos para convertirse en un fenómeno de masas envueltas en agudos conflictos sociales y luchas nacionalistas. Las «guerras de gabinete» habían pasado a la historia y ya no era posible para los gobiernos separar la política exterior de la política interna o establecer una clara distancia entre la guerra y la sociedad. Clausewitz prescribió la limitación de los fines en momentos en que los desarrollos de la economía, la sociedad y la política empezaban a conducir a los Estados europeos hacia las más grandes e ilimitadas conflagraciones. En sus excelentes ensayos, Paret, Howard y Brodie no resaltan con la intensidad necesaria esa tensión presente en la obra de Clausewitz, aunque Howard se refiere de pasada a «la paradoja central de toda guerra, la dialéctica entre las fuerzas de la violencia y las fuerzas de la razón».10 De haber tenido tiempo de revisar su obra, quizás Clausewitz hubiese hecho mucho más explícita su «toma de partido por la razón» en el sentido aquí expuesto, como limitación de los fines políticos dentro de un orden legítimo. Ciertamente, ese dilema entre fines y medios a que se ha hecho referencia, y la distinción entre guerras de aniquilación y guerras limitadas, inciden crucialmente sobre el problema del control político de la guerra y de la relación entre política y estrategia. Clausewitz reconoció desde un principio el condicionamiento político de la guerra, pero fue sólo a partir de 1827 cuando captó el hecho de la penetración de todo el acto guerrero por la política. Como lo expresaba en una carta del 22 de diciembre de 1827: La guerra no es un fenómeno independiente sino la continuación de la política por otros medios. En consecuencia, los lineamientos básicos de todo gran plan estratégico son de naturaleza esencialmente política, y su carácter político se intensifica mientras más amplio sea el plan, al aplicarse a campañas enteras a todo el Estado [...] Un plan de campaña se deriva del plan de guerra, y en el caso de que exista un solo teatro de ope10 Ibid., p. 29. P Á G 455 Clausewitz hoy raciones ambos planes pueden ser idénticos. Mas el elemento político está presente hasta en los componentes separados de un plan de campaña, y raramente dejará de tener influencia en episodios de tal importancia en la guerra como las batallas, etc. De acuerdo con esto no puede haber una evaluación puramente militar de los asuntos estratégicos ni esquemas puramente militares para su resolución.11 La evaluación de los asuntos estratégicos desde una perspectiva política expresa otro sentido del término en Clausewitz: política como la percepción que de la realidad objetiva tienen los actores políticos y el análisis que hacen de la misma. Correctas decisiones políticas son la mejor garantía de una correcta decisión estratégica: Con objeto de evaluar la escala real de los medios que es necesario emplear en la guerra, debemos ante todo definir el fin político desde nuestro punto de vista y también desde el punto de vista del enemigo; debemos igualmente considerar el poder y la posición del Estado enemigo así como del nuestro, el carácter de su gobierno y de sus habitantes y las capacidades de ambos, y todo esto asimismo de nuestro lado.12 La eficacia de la política en este sentido se basa en la precisión de sus análisis de las condiciones socioeconómicas, políticas, sicológicas y militares existentes para ambos bandos en conflicto en determinadas circunstancias. La estrategia militar es un instrumento de acción. Corresponde a la política establecer el fin de la guerra: qué se quiere lograr con la guerra, lo cual influye decisivamente en la determinación de los objetivos militares que se quiere conquistar en la guerra. Si el fin político no está claro, la posibilidad de controlar los medios militares y de utilizarlos eficazmente disminuye. La política no puede pedirle a la estrategia lo que no está en capacidad de dar; los fines no deben exceder la potencialidad de los medios. La estrategia, a su vez, no puede desembarazarse de la política, a riesgo de perder su sentido de dirección y su naturaleza instrumental. Citado por Paret, en ibid., p. 7. Clausewitz, pp. 585-586. 11 12 P Á G 456 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales En palabras de Clausewitz: la guerra tiene su propia gramática (la confrontación estratégica), pero no su propia lógica (que le es dada por la política): «Puede imaginarse el caso de que la política plantea exigencias que la guerra no sea capaz de cumplir; mas esta hipótesis es contraria a la inevitable y natural suposición de que la política conoce el instrumento que planea utilizar».13 El cambio en los fines políticos influye sobre la conducta de las operaciones, ¿pero de qué manera exactamente? ¿Cuál es la diferencia entre un plan de guerra para un conflicto de aniquilación y un conflicto limitado? ¿Cómo interviene el factor político en uno y otro? Estas son preguntas que quedan sin respuesta precisa en De la guerra, preguntas que sin duda Clausewitz habría afrontado con la lucidez y el fervor intelectual que le caracterizaban de no habérselo impedido una muerte prematura. En el desarrollo de su obra, Clausewitz se aproximó a la posición de hacer de la guerra limitada el único tipo de guerra políticamente legítimo, con base en una toma de partido ideológico del cual puede derivarse una prescripción: la guerra debe ser limitada porque las guerras de aniquilación debilitan las capacidades de control de la razón política. En nuestro tiempo, con la invención de las armas de destrucción masiva, el problema de la limitación de la guerra adquiere una relevancia singular, y la obra de Clausewitz vuelve a revelar, por esa y por otras muchas razones, toda su importancia como uno de los más lúcidos y profundos tratados jamás escritos sobre el tema de la guerra. El pensamiento de Clausewitz ha sido sometido a muy diversas interpretaciones, y ello en parte puede atribuirse a la baja calidad de numerosas ediciones de De la guerra, que o bien son incompletas o bien están acompañadas de notas explicativas que – como ocurre con la edición hecha por Maude en 1908– distorsionan los propósitos y el significado de la obra de Clausewitz. Otro problema ha sido el de las traducciones, usualmente poco confiables y realizadas sin tomar en cuenta toda la sutileza del discurso clausewitziano. La edición de Princeton University Press aquí comentada constituye un trabajo excepcional, que afronta y supera con creces los defectos de previas publicaciones de De la guerra. Peter Paret, Michael Howard y Bernard Brodie han realizado una labor realmente excelente, que hace accesible la obra de Clausewitz a un mayor número de personas que en el caso del original alemán. 13 Ibid., p. 607. P Á G 457 Clausewitz hoy 3 Como lo demuestran sus numerosos libros y ensayos sobre relaciones internacionales y estrategia, en los que el nombre de Clausewitz reaparece constantemente, Raymond Aron fue por años un asiduo estudioso de la vida y obra del autor de De la guerra. Este interés de Aron ha quedado plasmado en un libro suyo –publicado en 1976– que proporciona una estupenda visión de conjunto de la obra de Clausewitz y explora aspectos novedosos que habían sido poco tomados en cuenta previamente. El libro de Aron consta de dos volúmenes; 14 el tomo i está dedicado a analizar el proyecto teórico de Clausewitz, la formación de su pensamiento, el plan de De la guerra, y el desarrollo del «Tratado» con base en tres parejas de conceptos clave en torno al tema de la guerra: los medios y los fines, la moral y lo físico, la defensa y el ataque. Aron discute la concepción de la historia presente en la obra de Clausewitz y dedica un interesante capítulo al problema de la posible influencia intelectual de Kant, Hegel y Montesquieu en De la guerra. El tomo ii lo dedica Aron a rastrear la influencia y las diversas interpretaciones de las ideas de Clausewitz a partir de la segunda mitad del siglo xix, desde Moltke hasta Hitler y Mao Tse Tung, pasando por Ludendorff, Lenin, Liddell Hart, etc., y posteriormente a discutir los principales problemas estratégicos de la era nuclear con base en las concepciones sobre la relación entre guerra y política expuestas en De la guerra. En opinión de este comentarista, los dos volúmenes del libro de Aron tienen una calidad desigual. El tomo i es el producto de una profunda investigación bibliográfica y de un cuidadoso y ponderado análisis del texto de Clausewitz, y aporta muy valiosos elementos para la plena comprensión de esa obra fundamental. El tomo ii, en cambio, cubre demasiados temas a veces de manera superficial y repite afirmaciones no del todo acertadas, que ya habían aparecido en trabajos anteriores de Aron. Es imposible comentar aquí las numerosas ideas de interés que contiene el volumen i; por ello sólo haré referencia a un punto básico planteado con gran fuerza argumentativa por Aron: «Clausewitz luchó, por así decir, en dos frentes: de un lado contra los seudorracionalistas que pretenden reducir la estrategia en la teoría o en la práctica a un ejercicio Raymond Aron, Penser la guerre, Clausewitz, i. L’age européen, 472 p.; ii. L’age planétaire. Paris: Gallimard, 1976. 365 p. 14 P Á G 458 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales estrictamente racional; de otro lado, contra aquellos militaristas antiintelectuales que desprecian la ciencia y desconfían de los oficiales que se absorben en los libros».15 En otras palabras, Clausewitz se enfrentó a dos tipos de dogmatismo; en primer lugar, el dogmatismo de los que pretenden, como Jomini y Von Büllow en su tiempo, convertir la estrategia en un ejercicio puramente racional y sometido en forma estricta a «leyes» geométricas y matemáticas y a «principios» inmutables de aplicación universal. En segundo lugar, Clausewitz luchó contra el dogmatismo de los que menosprecian los problemas teóricos, contra los que pierden de vista que la relación entre estrategia y política ilumina la relación entre teoría y práctica, y contra los que olvidan que, como lo dice en De la guerra: «... el principal actor en la guerra debe llevar consigo todo el aparato mental de su conocimiento y ser capaz en todo momento de tomar por sí mismo las decisiones adecuadas. Mediante esta completa asimilación con su mente y su vida, el conocimiento debe ser convertido en poder real».16 Clausewitz acepta que hay diferencias entre el intelectual y el hombre de acción, pero enfatiza la necesidad de que el jefe militar posea los conocimientos que requiere su profesión y la sutileza mental que le permita entender la guerra como acto político y actuar en consecuencia. A la pregunta: ¿Cuáles son esos conocimientos?, Clausewitz intenta responder con lujo de detalles en su obra. Clausewitz luchó durante toda su carrera intelectual contra aquellos teóricos que intentan sujetar la estrategia a «reglas» y «principios» cuya estricta observación constituiría supuestamente una «garantía de victoria». A estos teóricos –que como Von Büllow y Jomini se convertían en abanderados de «principios fundamentales» al estilo de «la correcta relación entre la base y las líneas de operaciones» o «la maniobra en líneas interiores»–, Clausewitz hacía cuatro reproches: 1) La consideración exclusiva y unilateral de una variable entre las muchas que intervienen en un fenómeno tan complejo como la guerra. 2) El rechazo a tomar suficientemente en cuenta la influencia de las fuerzas morales en la guerra. 3) La ilusión del cientificismo mediante el intento de cuantificar factores que son por naturaleza ajenos a este tipo de tratamiento matemático. 4) El olvido de que en todo conflicto bélico hay una acción recíproca entre dos adversarios con voluntades independientes.17 Estas críticas de Clau15 16 17 Aron, Penser la guerre, Clausewitz, i. L’age européen, p. 219. Clausewitz, p. 147. Aron, Penser la guerre, Clausewitz, i. L’age européen, p. 288. P Á G 459 Sun Tzu, The Art of War. Oxford: Oxford University Press, 1977, p. 101. Aron, Penser la guerre, Clausewitz, i. L’age européen, p. 293. Clausewitz hoy sewitz tienen que ver tanto con la concepción de la guerra como fenómeno sociopolítico así como también con el problema de la función específica de la teoría de la guerra. Von Büllow y Jomini pretendían crear una «ciencia de la guerra»; para Clausewitz, éste era un objetivo imposible de alcanzar, ante todo porque, como ya había dicho Sun Tzu muchos siglos atrás: «Así como el agua carece de una forma constante, no hay en la guerra condiciones permanentes».18 Lo que impide una «ciencia de la guerra» como la entendían algunos contemporáneos de Clausewitz y como aún se entiende hoy en día es, por un lado, el conjunto de condiciones que diferencian el combate real de los combates simulados o imaginables: la ambigüedad de las informaciones sobre el enemigo, la incertidumbre en cuanto a las fuerzas morales y el funcionamiento operacional de las maquinarias militares, etc.; y, por otro lado, la acción recíproca de las voluntades, el hecho de que en la guerra la voluntad de cada uno de los contrincantes se ejerce no sobre una materia inerte sino sobre otra voluntad que puede reaccionar de manera imprevisible: «De esas dos causas se deduce el carácter singular y único de toda situación a la que se enfrentan el jefe militar y sus hombres».19 Clausewitz no niega la posibilidad de un creciente progreso en el análisis «científico» del fenómeno guerra, pero utiliza ese término en un sentido muy especial referido al objetivo de la ciencia, que es el conocimiento; el arte, por otra parte, se dirige primariamente a crear y producir. En relación con otras artes –como la pintura y la arquitectura– con las cuales Clausewitz compara el arte de la guerra, este último presenta un rasgo original que le coloca en una dimensión peculiar a sí mismo: en este caso, el «artista» no manipula fuerzas inertes, materiales, etc., sino que afronta otra voluntad. La voluntad guerrera busca destruir o doblegar una voluntad diferente que por naturaleza se opone a la suya. No obstante, existe una teoría de la guerra, así como hay una teoría de la arquitectura, que reúne un conjunto de conocimientos útiles para la conducción de la guerra. Para Clausewitz, el desarrollo de la teoría de la guerra es una actividad científica cuyos resultados no son proposiciones dogmáticas, ya que la variedad y el cambio constante en la guerra no permitirían su sujeción a un sistema rígido. En la teoría de la guerra cualquier simplificación dogmática –por ejemplo, que la victoria depende del control de puntos clave o de la destrucción de las líneas de co18 19 P Á G 460 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales municación enemigas– tiende a falsificar la realidad. Según Clausewitz, la función de la teoría de la guerra, y de la educación en general, no es transmitir una enseñanza positiva, claramente definida y sólidamente establecida, sino desarrollar la capacidad crítica y analítica de los individuos: «... dar al artista o soldado puntos de referencia y estándares de evaluación en áreas específicas de su actividad, con el propósito final no de decirle cómo actuar sino de desarrollar su capacidad de juzgar por sí mismo las situaciones».20 Este fue el sentido de la labor de Clausewitz en De la guerra, y ello queda perfectamente claro en el primer volumen de la obra de Aron. El segundo volumen del libro de Aron, titulado La era planetaria, si bien contiene aspectos de indudable interés carece de la profundidad y riqueza intelectuales del primero. En particular, Aron falla en la interpretación de ciertos eventos históricos, y su exposición sobre los problemas de la relación entre estrategia y política en la teoría y la práctica militares de nuestro tiempo no tiene la coherencia argumentativa y el cuidado en los detalles que caracterizan el primer volumen. Esto se pone de manifiesto en los dos capítulos iniciales, donde se discuten temas relacionados con la Primera y la Segunda guerras mundiales. Aron analiza las características principales del pensamiento militar europeo antes de 1914, pero no se detiene a considerar el contexto político de la época y los objetivos políticos de los diversos poderes, sin lo cual es imposible entender lo ocurrido en esa gran conflagración, que derribó tres imperios y fue uno de los factores clave que permitió a Lenin y a los bolcheviques llevar a cabo la Revolución Rusa. Todos los bandos, previamente al estallido de la Primera Guerra Mundial, confiaban en que de producirse un conflicto el mismo sería intenso pero de corta duración. Los planes estratégicos se basaban sin excepción en concepciones ofensivas destinadas a alcanzar objetivos militares decisivos en el corto plazo; sin embargo al iniciarse las batallas, los nuevos desarrollos tecnológicos –la ametralladora, la artillería de tiro rápido, los fusiles de repetición y los sistemas de trincheras– pronto detuvieron el ímpetu de los ataques. Ante el fracaso de los planes militares se planteó el problema: ¿Qué nueva decisión tomar? Militarmente la guerra se había estancado, pero políticamente la dinámica histórica que la había originado continuaba su avance escapando al control de líderes políticos y militares. 20 Paret, en Clausewitz, p. 15. P Á G 461 B. A. Leach, German Strategy Against Russia: 1939-1941. Oxford: Oxford University Press, 1973, p. 110. Clausewitz hoy La estabilización militar de los frentes encontró a las tropas alemanas del frente occidental ocupando a Bélgica y partes de Francia, y se produjo luego de una gran victoria alemana sobre Rusia en el frente oriental. En tales condiciones era difícil para los líderes políticos alemanes dar marcha atrás y aceptar un retorno al statu quo previo a la guerra. Los fines políticos expansionistas de Alemania y la decisión de sus adversarios de cerrar a un nuevo competidor las puertas del colonialismo y el mercado mundial capitalista, se conjugaron para eliminar la alternativa de un arreglo político del conflicto. Los aliados franceses, británicos y rusos habían sufrido serias pérdidas, pero fueron capaces de impedir una debacle militar total. En tal situación, a medida que los costos en vidas y recursos se acrecentaban para cada uno de los contrincantes en inútiles ofensivas contra frentes estáticos e impenetrables, se acentuaba para los gobiernos la necesidad política de justificar la guerra ante las masas y ante sus establecimientos militares, de probarle a la opinión pública de sus países que los sacrificios en que se estaba incurriendo no serían en vano. El miedo a la derrota, el temor de ser los perdedores, se convirtió en una verdadera obsesión de victoria definida en términos puramente militares. De aquí surgió un abismo entre estrategia y política que no hizo sino acrecentarse a medida que se prolongaba la guerra. Aron no aclara que los planes de guerra eran ofensivos precisamente porque los fines políticos de los poderes en pugna eran, particularmente en el caso de Alemania, agresivos y dirigidos a la expansión territorial. En el segundo capítulo, Aron acepta sin críticas la interpretación del general Von Manstein en torno a los objetivos operacionales para la invasión nazi de la urss en junio de 1941. De acuerdo con este análisis, bastante difundido entre historiadores del período, el fracaso del plan se debió a que Hitler optó por objetivos operacionales de orden político (Leningrado) y económico (la Ucrania y el petróleo del Cáucaso), en lugar de concentrarse primeramente en la destrucción del Ejército Rojo en forma directa a través de una operación central contra Moscú. De hecho, sin embargo, Hitler tenía la misma intención que sus generales: rodear y destruir, como primer objetivo, a las Fuerzas Armadas rusas; la diferencia estaba en que Hitler consideraba que ese objetivo se lograría más eficazmente mediante grandes operaciones envolventes en lugar de los ataques frontales contra importantes centros poblados propuestos por sus asesores militares. 21 Como lo reveló el mariscal Timoshenko en un 21 P Á G 462 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales informe secreto de 1941, los soviéticos temían sobre todo la posibilidad de que los alemanes fuesen con el grueso de sus fuerzas tras los objetivos inicialmente delineados por Hitler: «Si Alemania logra conquistar Moscú, ello será sin duda un rudo golpe para nosotros, pero de ninguna manera desmembrará nuestra estrategia [...] Alemania mejorará su posición, pero así no ganará la guerra. Lo único que interesa es el petróleo».22 Los generales alemanes, como Napoleón antes que ellos, estaban simplemente obsesionados con la captura de Moscú porque suponían que la caída de la capital produciría un colapso político y sicológico en la urss. El énfasis en la toma de Moscú (que se acentuó después de agosto de 1941, una vez que la resistencia soviética ya había demostrado que los objetivos originales de la Operación Barbarroja no podrían alcanzarse antes del invierno), no provenía en lo fundamental de la creencia en que ésa sería la mejor manera de destruir al Ejército Rojo, sino de la esperanza de acabar con la urss por medio de un solo golpe decisivo. Los enormes sacrificios humanos y materiales sobrellevados estoicamente por el pueblo soviético en 1941 y 1942, hacen pensar que la resistencia en la urss no se habría de ninguna manera derrumbado con la caída de Moscú a manos de una segunda grande armée, esta vez comandada por Hitler en lugar de Napoleón. Las victorias obtenidas por las fuerzas alemanas en batallas envolventes como la de Kiev y otras operaciones del otoño en 1941, que permitieron la ocupación de Ucrania, gran parte de Crimea y abrieron las puertas del Cáucaso a los nazis, sugieren que la estrategia establecida por Hitler en relación con el objetivo de destruir las fuerzas soviéticas era más eficaz que los ataques directos defendidos por sus principales generales. Con estos ataques seguramente sólo habrían logrado empujar al Ejército Rojo hacia el interior de los inmensos espacios de la urss, pero sin eliminarlo. La Operación Barbarroja falló, en última instancia, porque los objetivos de Hitler sobrepasaban con mucho las capacidades de Alemania para realizarlos. El capítulo 4 sobre «los tratados de la disuasión» 23 es probablemente el más interesante del segundo volumen. Allí Aron analiza las principales etapas en la evolución de las doctrinas estratégicas norteamericanas desde 1945 hasta el presente, y concentra su atención en algunos de los libros más influyentes a lo largo de todo el período. Aron demuestra, en su discusión de obras como On Escalation de Hermann Kahn y Arms and 22 23 Citado por D. Irving, Hitler’s War. London: Hodder & Stoughton, 1977, pp. 348, 396. Aron, Penser la guerre, Clausewitz, i. L’age européen, 472 pp.; ii. L’age planétaire, pp. 139-184. P Á G 463 Ibid., p. 153. Ibid., p. 155. Ibid., p. 159. Clausewitz hoy Influence de Thomas Schelling, la poca asimilación de los principios básicos de Clausewitz sobre la relación entre guerra y política que caracteriza a estos libros y a otros muchos de gran influencia en los medios académicos y militares de Estados Unidos. En On Escalation, por ejemplo, Kahn hace una pintura de jefes de Estado siempre libres de controlar la violencia y de actuar razonablemente en medio de las crisis más graves. No obstante, «lo que la experiencia vietnamita ha enseñado a los responsables de la acción exterior de Estados Unidos es la limitación de su autonomía, tanto por su propia opinión pública como por la naturaleza del sistema interestatal, y también la inutilidad – para alcanzar ciertos fines políticos– de armas que no se emplean y que el adversario no teme por la simple razón de que sabe que no serán utilizadas».24 Schelling, por su parte, se abstuvo explícitamente de analizar el problema político de la guerra de Vietnam. Sin embargo, «no era difícil encontrar en ese libro una aprobación de la acción norteamericana en Asia del Sudeste [...] como si tal aprobación del método o del medio pudiese separarse, en una diplomacia de la violencia, de un juicio sobre la política misma...».25 En estas páginas, Aron realiza una crítica incisiva de toda una escuela de pensamiento estratégico que en ocasiones se ha autodefinido como «neo-clausewitziana», pero que en verdad deja de lado las más relevantes enseñanzas de Clausewitz. También en ese capítulo 26 Aron presenta una interpretación algo sui géneris e incompleta de la estrategia de «respuesta flexible» de Kennedy-Mc Namara, la cual no toma en cuenta el hecho de que a nivel estratégico-nuclear el fundamento básico de esa doctrina estaba en el mantenimiento de una superioridad avasallante de las fuerzas nucleares norteamericanas sobre las soviéticas, y que de allí se desprenden en buena parte las razones que explican la colocación de misiles soviéticos en Cuba y la «crisis del Caribe» en octubre de 1962. En el capítulo 6, titulado «La política o la inteligencia del Estado personificado», Aron realiza un interesante y agudo comentario del brillante libro de André Glucksmann, El discurso de la guerra. En este trabajo Glucksmann sostiene que en De la guerra Clausewitz asume la autonomía del cálculo puramente estratégico (militar), aun cuando éste se encuentre al servicio de un fin político. Según Glucksmann, «Existe un 24 25 26 P Á G 464 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales cálculo estratégico autónomo; mientras se refiera a él, el político puede encontrar en la guerra un instrumento manejable, dominable, y no solamente explosivo».27 Como bien señala Aron, es totalmente erróneo atribuir tal concepción a Clausewitz; Glucksmann basa su argumento en algunas frases del capítulo 1, libro i, de De la guerra, mas en esa primera parte del capítulo Clausewitz se está refiriendo a la definición «abstracta» o «absoluta» de guerra como «acto de fuerza destinado a forzar a nuestro enemigo a cumplir nuestra voluntad». En las siguientes páginas de ese mismo capítulo, Clausewitz pasa a considerar las guerras reales en las que intervienen otros factores además de la violencia y que son en su totalidad un acto político. La definición de «guerra absoluta» sirve a Clausewitz tan sólo como una idea regulativa cuya crítica permite descubrir la verdadera esencia de la guerra como fenómeno penetrado por lo político en todos los momentos de su desarrollo. Clausewitz habría rechazado de plano la afirmación de Glucksmann: «... toda guerra es política, y sin embargo, se puede pensar separadamente la guerra en sí misma, en sus caracteres específicos [...] La estrategia juzga a la política; teniendo su inteligibilidad propia, permite medir lo serio de la acción política efectiva...».28 En frases como éstas se «invierte» completamente a Clausewitz y así lo indica Aron en su crítica a Glucksmann. Sin embargo, Aron no explora la comparación que Glucksmann establece entre Clausewitz y Mao Tse Tung y su tesis de que: «La relación guerra-política es idéntica en Clausewitz y en Mao». Glucksmann pisa terreno más firme al atribuir a Mao frases como las citadas anteriormente; su error está en poner en boca de Clausewitz argumentos que sí pueden extraerse de los ensayos militares de Mao pero que no están en De la guerra. En los trabajos de Mao sobre estrategia, en especial Problemas estratégicos de la guerra revolucionaria en China y Sobre la guerra prolongada, se encuentra una línea de pensamiento que resalta esa «autonomía del cálculo estratégico» de la que habla Glucksmann. ¿Significa esto que Mao, político revolucionario por excelencia, concedía al factor político una influencia menor que la que Clausewitz le otorga? La evidencia textual conduce a una respuesta afirmativa de esa pregunta, lo cual no viene sino a recalcar la palpitante actualidad de De la guerra y el hecho de que se trata de una obra todavía bastante inexplorada. 27 28 André Glucksmann, El discurso de la guerra. Barcelona: Anagrama, 1969, p. 48. Ibid., pp. 326, 338. P Á G El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941 465 Estructuración teórica del problema Incertidumbre y racionalidad El futuro es incierto, y a medida que se acrecienta la complejidad de los eventos –como ocurre en el marco de las relaciones internacionales contemporáneas– aumenta también el grado de incertidumbre sobre su curso probable, así como sobre el posible impacto de las decisiones. La dificultad de pronosticar con cierta exactitud el desarrollo de los hechos es particularmente aguda en el caso de la guerra, pues como afirmaba Clausewitz: «La guerra es la provincia de la incertidumbre: gran parte de los factores sobre los que debe calcularse la acción de guerra están más o menos ocultos tras las nubes de la incertidumbre [...] desde el comienzo hay un juego de posibilidades, probabilidades, buena y mala suerte que se extienden como los hilos de una red, y hacen de la guerra la actividad humana más parecida a un juego». 1 Lo que impide una «ciencia de la guerra» entendida como un conjunto de reglas y principios dogmáticos que den «garantía de victoria», es por un lado el conjunto de condiciones que diferencian el combate real de los combates simulados o imaginados: la ambigüedad de las informaciones sobre el enemigo, la incertidumbre en cuanto a las fuerzas morales y el funcionamiento operacional de las maquinarias militares, etc.; y por otro lado la acción recíproca de las voluntades, el hecho de que en la guerra la voluntad de cada uno de los contrincantes se ejerce no sobre una materia inerte sino sobre otra voluntad que puede reaccionar de manera Carl von Clausewitz, On War. Harmondsworth: Penguin Books, 1974, pp. 140-147. 1 P Á G 466 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales imprevisible, «De estas dos causas –dice Aron– se deduce el carácter singular y único, de toda situación a la que se enfrentan el jefe militar y sus hombres».2 No obstante, si bien la incertidumbre es un dato omnipresente, los actores políticos, en especial si se trata de una decisión tan trascendental como la de ir a la guerra, están obligados como mínimo a estimar las consecuencias probables de sus acciones, teniendo en cuenta, claro está, que siempre habrá un irreducible margen reservado por la historia al azar. Como expresa Deutsch: Los hombres y los gobiernos deben confiar menos en la seguridad y más en el aseguramiento, e incluso esto sólo en medida limitada. Conociendo las limitaciones de su capacidad de previsión, pueden intentar prever, tomar previsiones ante posibles riesgos cuya estimación sólo logran realizar de un modo muy imperfecto, esforzarse para que sus riesgos sean menores, adaptar sus niveles de aspiración en los asuntos exteriores a los recursos de hombres y material realmente disponibles, en comparación con los recursos y reservas que cada nivel de fines en política exterior requeriría. 3 Lo que Karl Deutsch plantea es que el proceso de toma de decisiones en política exterior debe estar sometido a una norma de racionalidad, entendiendo por tal básicamente un cálculo de la relación proporcional entre fines, expectativas y medios. Desde luego, el proceso de formulación y toma de decisiones debería ser racional, y quizás lo sea con frecuencia, pero no lo es siempre. El propio análisis de Deutsch desmiente la validez descriptiva –sin disminuir por ello el atractivo normativo– del modelo de racionalidad. Según Deutsch, entre 1914 y 1964: ... las decisiones de las potencias principales de ir a una guerra o expandirla, junto con sus juicios acerca de las intenciones y capacidades relevantes de las otras naciones, parecen involucrar grandes errores sobre los hechos en quizás más del 50% de los ca2 3 Raymond Aron, Penser la guerre: Clausewitz, ii. L’age planétaire. Paris: Gallimard, 1976, p. 293. Karl W. Deutsch, El análisis de las relaciones internacionales. Buenos Aires: Paidós, 1970, p. 109. P Á G 467 El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941 sos. Cada uno de estos errores costó miles de vidas; algunos costaron millones. La frecuencia de tales errores parece ser igual en monarquías y repúblicas, democracias y dictaduras, regímenes comunistas y no comunistas. Sería interesante buscar evidencia si los gobiernos contemporáneos son más o menos propensos al error en su percepción de lo que suponen son sus intereses.4 El modelo de racionalidad, que supone la existencia de un actor político unitario, valores manifiestos y susceptibles de jerarquización, amplia información sobre las alternativas y cálculo racional, no puede en muchas ocasiones dar cuenta de los hechos tal y como realmente ocurren. Esto es así porque las decisiones son tomadas por seres humanos influenciados por sus motivaciones y enmarcadas dentro de contextos culturales específicos, lo cual merma en numerosos casos el impacto del cálculo racional. Decisiones de enorme importancia son a veces tomadas sin ninguna planificación previa, y sin ningún análisis de sus posibles resultados. Podría citarse como ejemplo la decisión de Hitler de declarar la guerra a los Estados Unidos. Pocas horas después de ser anunciada, el jefe del Estado Mayor de Hitler, general Jodl, telefoneó desde Berlín a un oficial en el Cuartel General: «¿Ha escuchado que el Führer acaba de declararle la guerra a Estados Unidos? Les corresponde ahora a ustedes examinar en qué dirección, el Lejano Oriente o Europa, es más probable que los norteamericanos envíen al grueso de sus fuerzas. Sólo después de realizado ese estudio se tomarán otras decisiones». El oficial entonces respondió: «Ciertamente, se requiere ese examen de la situación. Ya que hasta ahora no se suponía que debíamos considerar una guerra contra Estados Unidos no hemos hecho preparativos para este análisis; por lo tanto la misión tiene que emprenderse de inmediato». Y Jodl añadió: «Vea usted qué puede hacer. Cuando nos reunamos mañana discutiremos de nuevo el asunto».5 Peculiaridades culturales, sistemas de valores y visiones del mundo pueden también jugar un papel notable en la determinación de ciertas decisiones; así ocurrió, como se verá más adelante, en el caso de los dirigentes civiles y militares japoneses a quienes correspondió discutir la entrada de su país a la Segunda Guerra Mundial. Citado por Eva Josko de Guerón, «La civilización científico-tecnológica y la política exterior. Del modelo racionalista al modelo de la política burocrática», Politeia, 3, Caracas, 1974, p. 51. Fred Charles Iklé, Every War Must End. New York: Columbia University Press, 1971, pp. 127-128. 4 5 P Á G 468 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales Otra de las críticas que se hacen al modelo de racionalidad proviene del estudio de la «política burocrática», es decir, de la interrelación entre las diversas unidades que participan dentro de un mismo Estado en el proceso de formulación de políticas y toma de decisiones. Se dice que la política exterior es el resultado de un conjunto de juegos simultáneos entre diversas unidades oficiales que intentan controlar las decisiones. En lugar de la imagen de unidad y de progresión homogénea hacia la maximización de determinados valores subyacentes en el modelo de racionalidad, se constata más bien una realidad de competencia y rivalidades entre distintas agencias gubernamentales involucradas en el proceso: «En esta perspectiva, la política exterior es la acumulación de pequeñas políticas más que la realización deductiva de un gran diseño».6 La importancia de este «modelo burocrático» para el tema aquí tratado, reside en que llama la atención sobre las diferencias en la actitud de distintos sectores en la escena doméstica ante un problema específico de política exterior. Diversos autores y analistas de las relaciones internacionales han sugerido que, una vez que comienza una guerra, el sector militar es el más renuente a darle fin en términos que no sean los que se consideran más favorables, prefiriendo continuar la lucha en la forma que sea posible. Con frecuencia rehúsan admitir que una guerra está perdida o que no puede ser ganada de manera decisiva. Este fue el caso con todos los ejércitos en la Primera Guerra Mundial, y una ilustración extrema se encuentra en la actitud de los jefes militares japoneses en las etapas finales de la Segunda Guerra Mundial: «Los militares están usualmente menos al tanto que otros del hecho de que la guerra se hace para lograr fines políticos, entre ellos una paz mejor. Para ellos, la guerra es una actividad que tiene su propia lógica, y no tienen ni el deseo ni el tiempo de considerar la estructura de paz posterior a la guerra».7 Esta generalización, un tanto exagerada, no se aplica por supuesto a todos los casos, aunque sí a algunos. No obstante, como se verá en otra sección de este estudio, los dirigentes civiles japoneses tuvieron tanta responsabilidad como los militares en la decisión de ir a la guerra contra Estados Unidos en noviembre de 1941. La utilidad descriptiva del modelo de racionalidad ha sido también cuestionada por los proponentes de la así llamada «teoría de la organi6 7 Guerón, p. 61. Michael Handel, «The Study of War Termination», The Journal of Strategic Studies, 1, 1, May 1978, p. 62. P Á G 469 El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941 zación», quienes señalan los límites de la racionalidad e indican que en la práctica, en la acción política concreta, se da una búsqueda de satisfacción más que de maximización.8 A pesar de estas críticas, el modelo de racionalidad sigue teniendo cierta validez descriptiva, sobre todo en el campo de las relaciones internacionales y en particular en situaciones de crisis, en las cuales generalmente se restituyen las jerarquías y hay una tendencia a unificar la toma de decisiones ante amenazas extremas. Cuando se trata de una decisión tan crucial y de tantas implicaciones como la de ir a la guerra, el modelo de racionalidad manifiesta toda su validez normativa: la guerra es un instrumento de uso extremadamente delicado, y es razonable esperar que los estadistas que tengan en sus manos la decisión de emplearlo se esfuercen en calcular los costos probables y los relacionen con las posibles ganancias de su utilización en cada caso. En vista de que el análisis que aquí se proyecta sobre la decisión japonesa de 1941 se hará con base en los postulados de ese «modelo», es necesario explicarlo con mayor detalle e igualmente insistir sobre sus limitaciones. Postulados básicos del modelo de racionalidad Aplicado al problema de la guerra, el modelo de racionalidad asume que los contrincantes poseen suficiente información para realizar los cálculos costo-beneficio que deben fundamentar la decisión de ir a un conflicto bélico y definir el marco de su eventual terminación. En De la guerra, Clausewitz hizo una clara exposición de los lineamientos esenciales del modelo: Ya que la guerra no es un acto de ciega pasión, sino que está dominada por el fin político, el valor de ese fin determina el monto de los sacrificios requeridos para lograrlo; tal será el caso no sólo en lo que respecta a la extensión, sino también en cuanto a la duración del conflicto. Tan pronto como los costos en que se incurra sobrepasen el valor del fin político, éste deberá ser abandonado y el resultado será la paz [...] Vemos entonces que en aquellas guerras donde uno de los bandos no pueda Véase, por ejemplo, J. G. March y H. Simon, Organizations. New York: John Wiley & Sons, 1958, pp. 137, 172. 8 P Á G 470 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales desarmar completamente al otro, las motivaciones de paz de ambos contrincantes aumentarán o disminuirán de acuerdo con las probabilidades de éxito futuro y los sacrificios requeridos. 9 El planteamiento de Clausewitz, que encierra una formulación del «modelo racionalista», puede sintetizarse así: a) Los actores políticos en conflicto son considerados como unidades, con un centro identificable de toma de decisiones. b) Los contrincantes (o al menos uno de ellos) conocen precisamente cuáles son sus fines y expectativas, y el valor que le asignan a los mismos, así como los fines y expectativas del enemigo y el valor que para el mismo tienen. c) Los beligerantes disponen de toda la información necesaria para evaluar su poder de lucha y el de su adversario; por lo tanto pueden calcular el poder relativo presente y futuro del otro y sus efectos en la continuación del combate. d) Uno o ambos de los beligerantes pueden identificar y comparar anticipadamente los costos de los diversos cursos de acción existentes. Ya se han señalado algunas de las limitaciones de estos postulados, y cabe enfatizar las siguientes: a) En primer lugar, como lo indican los estudios de la «política burocrática», los Estados no deciden típicamente como unidades homogéneas. Las resoluciones más importantes son con frecuencia el resultado de un complicado proceso de negociación que lleva a alcanzar un compromiso, el cual no es siempre «racional», sino que responde a las necesidades de diversos grupos y refleja su poder e influencia. b) En segundo lugar, es muy difícil que algún bando posea un conocimiento completo y exacto sobre sus propios fines y valores, pues las opiniones en cada país usualmente están divididas y hay polémica en torno a asuntos básicos. c) Para llegar a una decisión perfectamente racional se requiere información completa sobre los valores, fines y poder del enemigo, mas tal información es extremadamente difícil de obtener y sólo se acopia en forma parcial. Gran parte de la evaluación sobre las intenciones 9 Clausewitz, p. 125. P Á G 471 El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941 y capacidades del enemigo es una cuestión de percepciones, que son –particularmente en la guerra– terreno propicio para el error. d) Muchos valores, tales como la «libertad», el «honor nacional», la «justicia», etc., no pueden ser sometidos a una evaluación racional, en especial por aquellos mismos que los sustentan en situaciones coyunturales y momentos críticos. Desde luego, en relación con el problema de la terminación de la guerra, hay un caso excepcional que se produce cuando un Estado se ve amenazado por una guerra a ultranza y una política de genocidio, pues en tal situación no queda otro camino que resistir a como dé lugar. e) De lo anterior se deriva que es imposible establecer en forma precisa una comparación de cálculos costo-beneficio tal como lo recomienda Clausewitz, pues los fines y valores de cada bando no pueden medirse según los mismos criterios, y no hay un denominador común que permita estimar la categoría que cada contrincante asigna a sus propios objetivos y su disposición de sacrificarse y pagar altos costos para obtenerlos.10 En otras palabras, lo que se pretende afirmar es que son muchas las causas que contribuyen a preservar un irreducible margen para la incertidumbre y el azar, y que si el cálculo propuesto por Clausewitz fuese posible y exacto, la guerra estaría de hecho predeterminada. En palabras de Simon: Desde luego, el sujeto que actúa no puede conocer directamente las consecuencias que se seguirán de su comportamiento. Si pudiese conocerlas, operaría aquí una especie de causalidad inversa: las consecuencias futuras serían las determinantes del comportamiento presente. Lo que él hace es formar expectativas de las consecuencias futuras, expectativas que están basadas en relaciones empíricas conocidas y en su información sobre la situación existente. 11 Kecskemeti reitera este planteamiento: Handel, pp. 66-67. Herbert Simon, El comportamiento administrativo. Madrid: Aguilar, 1970, p. 66. 10 11 P Á G 472 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales Con perfecta previsión, el perdedor potencial sabría, antes de comenzar el conflicto, que él debe perder, aun si sus fuerzas fuesen inicialmente superiores. En este caso, si fuese racional, no daría comienzo a las hostilidades. En ausencia de esa previsión perfecta, a los beligerantes sólo les queda hacer las mejores estimaciones posibles sobre el curso futuro de la guerra [...] Lo que el perdedor puede ciertamente evitar, si es racional, son los costos que experimentaría al continuar luchando cuando la evidencia existente definitivamente excluye otra salida que la derrota.12 Kecskemeti plantea aquí dos puntos de gran interés: en primer lugar, no es posible prever por anticipado el curso de la guerra, pero sí es posible, y necesario, hacer estimaciones adecuadas sobre su desarrollo probable; en segundo lugar, esas estimaciones costo-beneficio deben hacerse a lo largo de la guerra, en diversos momentos de su desarrollo, pues puede ocurrir que la evidencia llegue sin lugar a dudas a sugerir que ya es hora de terminar el conflicto, antes de seguir incurriendo en costos innecesarios. En relación con lo segundo, numerosos casos históricos demuestran que con frecuencia los combates en una guerra continúan mucho más allá del punto en que un cálculo «racional» indicaría que el conflicto debería ser terminado, aun al precio de significativas concesiones. Los dirigentes del Estado encuentran serias dificultades para revisar o cambiar políticas con las cuales se han comprometido, y se da la situación (ejemplificada hasta la saciedad durante la Primera y la Segunda guerras mundiales), de distorsión intencionada de los hechos dirigida a no perturbar las decisiones ya tomadas. Por otra parte, como señala Iklé: Después de las batallas iniciales, se tiene mucha mayor información sobre la fuerza relativa del enemigo que antes del comienzo de las hostilidades. Una actitud racional que considerase los intereses de la nación como un todo conduciría a revaluar la decisión de combatir, pues –de acuerdo con el modelo «racional» de toma de decisiones– nueva información lleva a nuevas escogencias (o a su reafirmación). Sin embargo, es muy 12 Paul Kecskemeti, Strategic Surrender. Stanford: Stanford University Press, 1958, p. 9. P Á G 473 El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941 raro que un gobierno se revoque a sí mismo después de las primeras campañas de una guerra.13 Con respecto a las estimaciones previas a la guerra es también amplia la evidencia que indica que «muchas guerras de este siglo han sido comenzadas con tan sólo las más nebulosas perspectivas acerca de su resultado, y sobre la base de planes que prestaban ninguna o muy escasa atención al problema de cómo iban a finalizar esos conflictos. Fueron numerosos los que empezaron inadvertidamente, y sin ningún plan».14 Planificar las fases iniciales de una guerra es un proceso complicado y difícil, y la experiencia muestra que la realidad frecuentemente contradice los planes; más complicado aún resulta planificar para la terminación de una guerra, ya que entra en juego un número adicional de variables, lo cual necesariamente aumenta el nivel de incertidumbre. Ello explica que los planes de guerra tiendan a cubrir tan sólo el «primer acto», y que la mayoría de las veces los dirigentes de un Estado, al decidir sobre un plan de guerra, estén de hecho escogiendo un proyecto carente de fin o de culminación. No nos referimos aquí al problema del fin político de la guerra, de qué se busca con la guerra: tales fines son reiteradamente enunciados con un alto grado de generalidad y abstracción; se trata más bien de una visión (o de un conjunto de visiones) sobre las consecuencias probables, políticas y militares, de los cursos de acción escogidos. Tal visión debería incluir, para ser verdaderamente completa, un análisis de las consecuencias probables de una derrota. El problema, claro está, se encuentra en que admitir aun en forma hipotética, antes o durante la guerra, la posibilidad de una derrota es exponerse al cargo de «traición», de allí que pocos se atreven a plantear con claridad este punto en las decisiones sobre el problema bélico. Los planes de guerra usualmente fallan en ese sentido, y así ocurrió en el caso del Japón en 1941. Todo esto lleva a considerar el problema central de la guerra y su planificación, que es el de la definición de la victoria: si la guerra es un instrumento político, que sirve fines que están más allá de sí misma, fines no violentos, la definición de la victoria es entonces política; es decir, la victoria se define en términos de una situación política deseada, que establece una nueva interrelación entre las partes. Las acciones militares que Iklé, p. 16. Ibid., p. 108. 13 14 P Á G III. Historia, estrategia y relaciones internacionales 474 se planifiquen deben formularse y ejecutarse en función de esa visión política, y hay que tener claro que la materialización de ese fin político no es el resultado de una sola campaña sino de los efectos de la guerra en su totalidad. Estas ideas se encuentran en la base de la discusión que sigue sobre la decisión japonesa de 1941, y pueden resumirse en cinco proposiciones de naturaleza prescriptiva: a) La decisión de ir a la guerra no debe tomarse sin antes analizar a fondo el problema de su posible terminación. b) Los fines políticos y los planes militares deben estar en estrecha armonía y basarse en estimaciones lo más claras posibles del curso probable de los eventos. c) Es un error tomar decisiones altamente riesgosas porque no se puede pensar en otros medios para lograr los fines, sin que al menos se examine la posibilidad de alterar esos fines. d) Es el resultado de la guerra en su conjunto, y no el de campañas singulares dentro de ella, el que determina su efectividad al servicio de los intereses del Estado. Una batalla que se gana es beneficiosa sólo si se enmarca dentro de un plan más amplio para finalizar la guerra en términos favorables; de lo contrario, puede tener serias consecuencias para el momentáneo triunfador (como ocurrió a los japoneses, victoriosos en Pearl Harbor). e) Las analogías históricas deben manejarse con extremo cuidado si son empleadas como guías para un plan de guerra. Como se verá posteriormente, la experiencia de su guerra contra Rusia en 1905, y del ataque por sorpresa que aniquiló la flota del Zar, influyó significativamente a los planificadores japoneses que prepararon el ataque a Pearl Harbor. Caben unas breves palabras acerca de por qué se ha escogido el caso del Japón en 1941 para analizar la relevancia de estas proposiciones. En primer lugar, porque ofrece un sinnúmero de matices interesantes tanto políticos como militares, económicos e ideológico-culturales; en segundo lugar, porque gracias al trabajo minucioso de un académico japonés, Nobutaka Ike, se tiene acceso a una detallada recopilación, traducida al inglés, de las discusiones realizadas por los dirigentes civiles y militares del Japón en una serie de conferencias que reunieron al Gabinete y al Alto Mando militar (a veces en presencia del Emperador), entre septiembre de 1940 y diciembre de 1941. Estas notas constituyen un material de primera mano, verdaderamente invalorable para el historiador y el estudioso de P Á G Orígenes históricos de la decisión japonesa A partir de la segunda mitad del siglo xix, el Japón comenzó un período de cambios que le condujeron a transformarse en una moderna y poderosa sociedad capitalista. Su ímpetu expansionista le llevó a participar junto con otros poderes imperialistas en la explotación de Asia del Este, anexándose la isla de Formosa, Corea y secciones del sur de Manchuria. Hacia finales de la década de 1920, Japón intentaba jugar el rol de gran poder en la escena internacional y entraba a competir con otras naciones, en particular con Gran Bretaña y Estados Unidos, por derechos económicos y acceso a territorio y materias primas en la zona del Pacífico. Durante esa etapa se producían también importantes transformaciones en China, y el Kuomintang, el «partido nacionalista» dirigido por Chiang Kai Shek, trataba de unificar y modernizar ese enorme país. En 1927 Chiang se pronunció a favor de la política japonesa hacia el nacionalismo chino, que difería de la actitud «opresiva» de Estados Unidos e Inglaterra. En aquel momento, el objetivo de la diplomacia japonesa era fortalecer a los elementos no comunistas dentro del Kuomintang, y al mismo tiempo dar apoyo al gobierno del «señor de la guerra», Chang Tso-lin, que controlaba en forma cuasi independiente la enorme provincia de Manchuria, ávidamente codiciada por los intereses económicos japoneses. Tarde o temprano, tales ambiciones sobre Manchuria tenían que entrar en conflicto con el nacionalismo chino. En efecto, hacia 1931 comenzaba a verse claro que la relativamente conciliadora diplomacia japonesa del pasado no iba a dar los resultados previstos. Manchuria seguía siendo independiente del Kuomintang, pero las presiones chinas para su incorporación continuaban aumentando. Japón había realizado grandes inversiones en la construcción del ferrocarril del sur de Manchuria, y consideraba ese territorio como fuente potencial de suministro de materias primas requeridas con urgencia para la industria del país. En ese entonces, como hoy en día, el Japón era un poder industrial al que faltaba sólo una cosa: recursos primarios, tanto minerales como agrícolas. 475 El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941 la toma de decisiones, pues a través de las mismas se puede seguir, paso a paso, el debate que condujo a la resolución final de ir a la guerra contra Estados Unidos. Los investigadores de estos asuntos conocen sobradamente que una documentación de esta categoría es algo excepcional y se impone sacarle el mejor provecho. P Á G III. Historia, estrategia y relaciones internacionales 476 Estimulados por el gobierno, numerosos colonos japoneses y coreanos se instalaron en Manchuria, indignando aún más a los nacionalistas chinos y también, simultáneamente, reafirmando el compromiso del Ejército japonés destacado en la provincia («Ejército de Kwantung») de preservar el orden en la región. El Kuomintang acentuó las acciones dirigidas a eliminar la influencia japonesa en Manchuria, para lo cual contaba con el apoyo de la mayoría de la población en la provincia. En tales condiciones se intensificó el debate en el medio doméstico japonés sobre las perspectivas de la política exterior: ¿Debía el Japón aspirar a convertirse en poder dominante en Asia del Este, y usar la fuerza para lograrlo, o era acaso preferible someterse a las reglas impuestas por las ya saciadas potencias imperialistas occidentales? El dilema fue resuelto en forma directa, en septiembre de 1931, por el Ejército de Kwantung, cuyos oficiales provocaron un enfrentamiento con las fuerzas chinas («el incidente de Mukden») y procedieron a tomar el control completo de Manchuria. En agosto de 1932 el gobierno japonés –bajo intensa presión popular y de las Fuerzas Armadas– reconoció a Manchuria como «Estado independiente», denominándolo «Manchukuo» y colocándola bajo un régimen títere encabezado por el ex emperador manchú Pu Yi. Estos eventos, la creciente oposición china, y las protestas norteamericanas y británicas tuvieron un profundo impacto en el Japón, estimulando a los grupos fascistas y ultranacionalistas, acrecentando el poder de los militares y reduciendo el de los líderes civiles moderados. El fait accompli creado por el Ejército de Kwantung en Manchuria y su posterior reconocimiento por el gobierno japonés, colocó al Japón frente a frente con respecto a Estados Unidos. Japón había escogido la política de crear un «nuevo orden» en Asia en conjunto con China y Manchukuo. De acuerdo con este programa, Asia del Este se convertiría en una vasta zona de autosuficiencia, en la cual Japón hallaría seguridad económica y se haría inmune a los boicots comerciales a que se había visto sujeto en el pasado por parte de los poderes occidentales. Esta política entraba en conflicto frontal con el nacionalismo chino y con la insistencia norteamericana en mantener una política de «puertas abiertas» al comercio en China y el resto de Asia. No hay duda de que el conflicto entre Japón y Estados Unidos en la década de 1930, que desembocó en el ataque a Pearl Harbor y la gran guerra del Pacífico, era una confrontación interimperialista. Japón consideraba sus intereses en Manchuria como necesidades vitales para su existencia nacional. La Unión Soviética y los poderes anglosajones se cernían cada P Á G 477 El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941 vez más poderosos sobre un Asia que ofrecía al Japón la más obvia posibilidad de expandir sus tentáculos económicos. No obstante, como lo describe el diplomático japonés Mamoru Shigemitsu: Las colonias europeas estaban completamente clausuradas a los japoneses. En las Filipinas, Indochina, Borneo, Indonesia, Malaya, Burma, no solamente se prohibían las actividades de los japoneses, sino también su entrada. El comercio ordinario era estorbado por un trato discriminatorio [...] En cierto sentido el incidente de Manchuria fue el resultado de las economías cerradas posteriores a la Primera Guerra Mundial. Existía [en Japón] el sentimiento de que [el incidente] proporcionaba el único escape a la estrangulación económica.15 Yosuka Matsouka, quien sería luego ministro de Relaciones Exteriores y al que tocó negociar el Pacto de Neutralidad con Stalin en abril de 1941, expresó en 1931 que «[Japón] se siente sofocado [...] Lo que buscamos es lo mínimamente necesario para seres vivientes. En otras palabras, buscamos vivir, buscamos espacio para respirar». Y Preguntaba: «¿Le corresponde a Estados Unidos, que controla el Hemisferio Occidental y se expande en el Atlántico y el Pacífico, decir que estos ideales, que estas ambiciones japonesas están equivocadas?».16 Los informes producidos en ese período por el Instituto de Relaciones del Pacífico indican claramente que las restricciones económicas impuestas en la región por los poderes occidentales colocaban al Japón en muy serias dificultades. El país no estaba en capacidad de soportar una situación en la cual la India, Malaya, Indochina y las Filipinas erigían barreras y controles tarifarios que favorecían a los poderes coloniales del Occidente; por otra parte, Japón no podía sobrevivir como poder si se deterioraba sustancialmente su intercambio comercial con Estados Unidos y China. La «guerra comercial» contra los productos japoneses en Asia y el control norteamericano sobre recursos vitales para el Japón, como el petróleo, colocaban a ese país en un callejón sin aparente salida. De allí que no cabe asombrarse de que, a raíz de esta cada vez más aguda confrontación, a partir de 1937 Japón comenzase a expandirse en China. Citado por Noam Chomsky, American Power and the New Mandarins. Harmondsworth: Penguin Books, 1971, p. 154. Ibid. 15 16 P Á G 478 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales El propósito de la incursión militar japonesa en el norte de China era establecer un «nuevo orden» que defendería tanto a China como al Japón del «imperialismo occidental». Dirigentes japoneses enfatizaron repetidamente que su país no buscaba engrandecimiento territorial en China. Según un pronunciamiento del príncipe Konoye en diciembre de 1938, China «debía extender facilidades al Japón para desarrollar los recursos naturales del país, particularmente en las regiones del norte y la Mongolia interior». Líderes como Tojo y Matsuoka manifestaron con insistencia que no se podía acusar al Japón de estar meramente buscando ventajas económicas; Japón se encontraba «pagando el precio que demanda el liderazgo de Asia», y de esa manera «impedir que Asia se convierta en otra África e igualmente evitar que China se haga comunista». Como señala Chomsky, esta terminología, que pretendía ocultar la rapacidad imperialista tras el velo de propósitos aparentemente altruistas, estaba tomada directamente del léxico del colonialismo occidental.17 En 1940 Japón estableció un gobierno títere en la ciudad china de Nanking; no obstante, su intento de someter el nacionalismo chino ocasionaba cada vez mayores costos humanos y materiales y se estancaba progresivamente. El «Frente Unido» del Kuomintang y los comunistas, conducidos estos últimos por Mao Tse Tung, se mostraba capaz de resistir a los japoneses y hundirles en el pantano de la guerra revolucionaria prolongada. Para los japoneses la resistencia china era posible tan sólo debido a la ayuda material que Estados Unidos proporcionaba a Chiang Kai-Shek. Ante esta situación, el gobierno japonés buscó aliarse con Alemania e Italia en el «Pacto Tripartito». Una vez terminado el Tratado comercial norteamericano-japonés en enero de 1940, Japón comenzó a planificar la captura de las Indias Orientales holandesas, de la Indochina francesa y de las Filipinas. En julio de ese mismo año los Estados Unidos establecieron un embargo en la exportación de combustible para aviones, que Japón, en ese momento, no podía obtener de ninguna otra fuente, y en septiembre se decidió un embargo de material de hierro. Entretanto, la ayuda norteamericana a Chiang Kai-Shek iba en aumento. En septiembre de 1940 se firmó el «Pacto Tripartito», y tropas japonesas invadieron el norte de Indochina con dos propósitos: cortar el flujo de suministros dirigidos a los nacionalistas chinos y avanzar hacia la ocupación de las Indias Orientales holandesas, donde Japón podría posesionarse de yacimientos petrolíferos. Pocos meses después, el 26 de julio de 1941, 17 Ibid., p. 157. P Á G 479 Ibid., p. 165. El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941 el gobierno japonés anunció públicamente sus planes de ocupar el sur de Indochina y en respuesta el gobierno norteamericano ordenó el congelamiento de todos los valores japoneses depositados en Estados Unidos. El 1.º de agosto se produjo la decisión más temida por los japoneses, una decisión que colocaba al Japón definitivamente ante la alternativa de retirarse o proseguir sus acciones expansionistas a costa de un conflicto mucho mayor: el gobierno de Roosevelt anunció un embargo total en las exportaciones de petróleo, lo cual cerraba al Japón acceso a un recurso vital para su supervivencia. Los objetivos del Japón eran netamente imperialistas, y en esto no diferían de los poderes occidentales. ¿Por qué –se preguntaban dirigentes y pueblo japoneses– los Estados Unidos se atribuyen el derecho de mantener una «Doctrina Monroe» en América y exigen una política de «puertas abiertas» en Asia? ¿Por qué era aceptable que Inglaterra y Holanda ocupasen la India, Hong Kong, Singapur y las Indias Orientales, y un «crimen» que Japón siguiese su ejemplo? La competencia interimperialista, la lucha de los principales poderes capitalistas por el control de mercados y recursos, habían colocado al Japón hacia 1941 en una situación insostenible. Las posibilidades eran dos: o bien renunciar a una política en la que se habían empeñado enormes sacrificios y aceptar un statu quo que negaba al Japón sus aspiraciones de convertirse en gran poder, o bien alterar el statu quo, lo cual significaba un enfrentamiento bélico con Estados Unidos y Gran Bretaña. Japón trató de negociar; el proceso de toma de decisiones que condujo en última instancia a la guerra tomó varios meses, mas ya a finales de 1941 los dirigentes japoneses se habían convencido de que estaban siendo acorralados. Las exigencias norteamericanas implicaban que Japón tendría que abandonar totalmente su intento de obtener «intereses especiales» al estilo de los que poseían Estados Unidos e Inglaterra en las áreas sometidas a su dominación, suprimiendo también su alianza con las naciones del «Eje» para convertirse, en palabras de Chomsky, en un «subcontratista del emergente sistema mundial norteamericano».18 En aquel momento el pueblo y el gobierno del Japón no estaban dispuestos a adoptar este curso de acción. El sentido de crisis, la influencia de un nacionalismo exacerbado, el sentimiento de estar «cercados» por poderes de ilimitada voracidad que ya habían colocado al África bajo el control del hombre blanco y pretendían hacer lo mismo en Asia, el miedo a la urss y al cada 18 P Á G 480 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales vez más poderoso comunismo chino, y la actitud firme del gobierno de Roosevelt, contribuyeron a empujar al Japón a una guerra que, como lo demuestra el debate que llevó a la decisión final, era una aventura llena de grandes riesgos y que resultaría extremadamente costosa, mucho más de lo calculado. La teoría de la disuasión supone que una nación más débil, que actúe racionalmente, no atacará a otra mucho más fuerte por temor a la derrota y la destrucción. No hay duda de que el miedo a la derrota ha persuadido a muchos líderes de no iniciar guerras, pero el caso del Japón en 1941 demuestra que puede haber excepciones. Los dirigentes civiles y militares japoneses no se ocultaron a sí mismos el hecho de que ir a la guerra era una jugada excesivamente riesgosa, pero trataron la decisión de realizarla como algo que tenía que ser hecho. Si Japón afrontaba el riesgo podía ser derrotado, pero si no lo hacía iría también a la derrota y a la disminución de su poder. Por lo tanto, Japón debía aceptar su azaroso destino y no rehuir la lucha. La actitud de los líderes japoneses se correspondía plenamente con lo expresado por el personaje de Shakespeare en la extraordinaria Escena iii del Acto iv del drama Julio César: Our legions are brim-full, our cause is ripe: The enemy increase the very day; We, at the height, are ready to decline. There is a tide in the affairs of men, Which, taken at the flood, leads on t o fortune; Omitted, all the voyage of their life Is bound in shallows and in miseries. On such a full sea are we now afloat; And we must take the current when it serves, or lose our ventures.19 (Nuestras legiones están completas, y nuestra causa madura: el enemigo crece día a día; nosotros, en la cúspide, estamos expuestos a la declinación. Existe una corriente en los asuntos humanos, que tomada en su curso conduce a la fortuna; omitirla es dejar que todo el viaje de la vida se hunda en escollos y desgracias. En ese mar abierto ahora nos encontramos, y debemos aprovechar la corriente cuando es favorable, o arriesgarnos a perder nuestro cargamento). Como Brutus, uno de los más interesantes personajes shakesperianos, los dirigentes japoneses actuaron convencidos de que era «ahora o nunca». 19 William Shakespeare, Complete Works. London: Oxford University Press, 1971, p. 840. P Á G 481 El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941 La decisión «Dos soldados están sentados en una trinchera frente a un nido de ametralladoras. Uno de ellos permanece a cubierto. El otro, con riesgo de su vida, destruye el nido de ametralladoras con una granada. ¿Quién se conduce racionalmente?». Herbert Simon Preliminares En varias de sus obras Karl Popper ha enfatizado los elementos de racionalidad presentes en gran número de situaciones sociales y ha insistido en que quizás la diferencia más importante entre los métodos de las ciencias sociales y las naturales consiste en ... la posibilidad de adoptar, en las ciencias sociales, lo que puede denominarse el método de construcción lógica o racional, o en otras palabras el método cero. Se trata de construir un modelo sobre la base de asumir una completa racionalidad (y tal vez también una información completa) por parte de todos los individuos considerados, y luego estimar las desviaciones en el comportamiento real de los sujetos con respecto al comportamiento prescrito por el modelo, utilizando este último parámetro como una especie de coordenada cero.20 El uso de modelos que presumen la racionalidad no significa perder de vista que frecuentemente las acciones humanas tienen consecuencias no queridas o previstas por sus autores, y que de hecho la principal tarea de las ciencias sociales teóricas es «discernir las repercusiones sociales inesperadas de las acciones humanas intencionales». La comprobación de que no todas las consecuencias de nuestras acciones son deseadas lleva a desechar cualquier «teoría conspirativa de la sociedad», que no puede ser verdadera «porque equivale a afirmar que todos los sucesos, aun los que a primera vista no parecen deseados por nadie, son los resultados intencionales de las acciones de personas interesadas en esos resultados».21 Karl Popper, The Poverty of Historicism. London: Routledge & Kegan Paul, 1972, p. 141. K. Popper, El desarrollo del conocimiento científico. Buenos Aires: Paidós, 1967, p. 394. Véase también Juan Carlos Rey, Individualismo vs. holismo en el estudio de sistemas complejos. Caracas, 1979, (mimeo). 20 21 P Á G 482 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales Estas observaciones son relevantes para «centrar» el análisis subsiguiente sobre la decisión japonesa de ir a la guerra en 1941. El uso de la «coordenada cero» como modelo normativo no debe conducir a la subestimación de las limitaciones de la racionalidad. En tal sentido, vale la pena reiterar, con base en las ideas de Simon, algunos de los planteamientos realizados en la primera parte de este estudio, donde se hizo ver que el comportamiento real de, en este caso, los actores políticos no alcanza la racionalidad objetiva (comportamiento correcto para maximizar unos valores dados en una situación dada), por lo menos de tres maneras: a) La racionalidad exige un conocimiento y una anticipación completa de las consecuencias que seguirán a cada elección, pero en realidad el conocimiento de las consecuencias es siempre fragmentario; b) En vista de que estas consecuencias pertenecen al futuro, la imaginación debe suplir la falta de experiencia al asignarles valores, pero sólo es posible anticipar de manera imperfecta esos valores; c) La racionalidad exige una elección entre todos los posibles comportamientos alternativos, pero en el comportamiento real sólo se nos ocurren unas pocas de estas alternativas.22 Tomados en cuenta tales límites, se trata entonces de juzgar hasta qué punto el proceso de toma de decisiones que llevó a los líderes japoneses a la guerra contra Estados Unidos en 1941 se desvía de un «modelo ideal». Para ello es necesario definir los criterios constitutivos de la «coordenada cero» que servirá de pauta para el análisis, es decir, los elementos presentes y ausentes en la discusión que, idealmente, deberían formar parte de un proceso «racional» de decisión. He seleccionado los siguientes: • Alternativa de abandonar los fines políticos. • Discusión sobre disparidad de poder respecto a Estados Unidos y dificultades de una «gran guerra». • Definición y expectativas de victoria. • Probable duración de la guerra. • El momento oportuno para iniciar las hostilidades. • Consecuencias probables de una derrota. • Costos humanos y materiales del conflicto. En este contexto se considerarán otros aspectos de vital importancia: • Relación entre la diplomacia y los preparativos militares. • Relación guerra-política y «punto de vista puramente militar». • Influencia de analogías históricas y factores culturales. • Posiciones divergentes de los distintos servicios militares. 22 Simon, p. 79. P Á G La alternativa de abandonar los fines políticos La guerra es un instrumento de la política, y son los fines políticos –conquista, lucha contra la agresión y por la supervivencia, logros territoriales y económicos, influencia sobre otros Estados, por ejemplo– los que deben determinar el empleo del medio militar. Se va a la guerra bien para obtener una paz mejor o bien para preservar la situación existente antes del inicio del conflicto bélico. Ir a la guerra para ampliarla interminablemente y sin perspectivas de paz carece de sentido. A veces hacer la paz resulta extremadamente difícil, ya sea porque ello requiera el abandono de fines por los cuales se continúa pidiendo a los hombres que mueran (como ocurrió a los líderes alemanes en la postrimerías de la Primera Guerra Mundial), o porque no hacer la guerra implique dejar de lado una política que se ha venido sosteniendo por años, que ha exigido grandes sacrificios y en la cual un gobierno y un pueblo han empeñado su prestigio y orgullo nacional. Esto último ocurría con Japón en 1941. Como demuestran conclusivamente los debates de los decisores japoneses de ese tiempo, todos compartían los mismos valores básicos; dirigentes civiles y militares favorecían la creación de la «Esfera de co-prosperidad del Asia oriental» (bajo el dominio japonés), y creían que ello contribuiría al afianzamiento de la paz mundial. Todos consideraban que la oposición norteamericana a ese proyecto y al expansionismo japonés en general amenazaba intereses vitales de la nación, y sus desacuerdos tenían que ver esencialmente con cuestiones de oportunidad y métodos, no de principios fundamentales. Para los dirigentes japoneses no era un secreto que la continuación de la política expansionista en la zona del Pacífico y Asia acrecentaría cada vez más la resistencia de otros países, lo cual significaba riesgos; pero en general todos pensaban que era preferible aceptar los riesgos antes que abandonar los fines y tolerar el statu quo. Desde luego, había algunos más dispuestos a arriesgarse que otros. El Emperador, por ejemplo, si bien puede asumirse que compartía los lineamientos centrales de la política nacional, con frecuencia se inclinó a favor de la cautela y utilizó su considerable influencia –hasta donde la tradición se lo permitía– para moderar a los más radicales y presionar hacia la búsqueda de una solución 483 El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941 Análisis de los contenidos del proceso de decisión P Á G III. Historia, estrategia y relaciones internacionales 484 diplomática. Para entonces la posición del Emperador en la política japonesa era un tanto ambigua. En teoría su poder era supremo, todas las decisiones de Estado debían recibir su aprobación; mas en la práctica y según la tradición, una vez que el Gabinete y los jefes militares hubiesen acordado un curso de acción, el Emperador no podía negar su visto bueno ya que debía permanecer por encima de rivalidades parciales y de consideraciones de partido, representando a la nación entera. No obstante, su influencia era enorme, y podía aconsejar, advertir y recriminar sin verse envuelto en forma directa en las decisiones. Además, su estatus especial, que para muchos le acercaba al de una divinidad, implicaba que todos los japoneses estaban comprometidos a servirle hasta la muerte de ser necesario, lo cual le investía con extraordinario «poder espiritual». Hacia mediados de 1941 tres alternativas se perfilaban claramente ante los líderes japoneses: a) Una política de extrema cautela, que confiase casi exclusivamente en la diplomacia para un arreglo con Estados Unidos, aun a expensas de serias dificultades económicas y políticas en el ámbito interno; b) Iniciar sin demora las hostilidades, y asumir todos los riesgos; c) Proseguir los esfuerzos diplomáticos y al mismo tiempo completar a fondo los preparativos militares, para ir a la guerra en caso de que fracasasen las negociaciones. El plan «a» no recibió mayor consideración; para la mayoría adoptarlo significaba el suicidio nacional. La alternativa «b» tenía notable apoyo militar; se argumentaba que seguir en el camino diplomático sólo favorecería los intereses norteamericanos, y que desde el punto de vista operacional lo mejor y más efectivo sería ir a la guerra cuanto antes. La alternativa «c» representaba un compromiso entre «a» y «b»; la misma recibió un significativo respaldo en la crucial Conferencia Imperial celebrada el 6 de septiembre de 1941. En esa oportunidad, Hara Yoshimichi, Presidente del Consejo Privado (un grupo de personalidades que asesoraban al emperador Hirohito) refiriéndose –en nombre del Emperador– a un documento presentado en la reunión, apuntó que: Cuando reviso [los contenidos del documento] observo que se sugiere nos preparemos para la guerra y prosigamos la actividad diplomática simultáneamente en los intereses de la defensa y la autopreservación. Me parece que está implícita la determinación de comenzar las hostilidades; hay pasajes que sugieren que no será posible evitar la guerra, pero que trataremos de P Á G 485 El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941 resolver el asunto por medios diplomáticos [...] El documento parece sugerir que la guerra viene primero y la diplomacia después, pero yo interpreto que lo que se quiere decir es que no ahorraremos ningún esfuerzo diplomático, y sólo iremos a la guerra en caso de no hallar otra solución. 23 De hecho, los materiales de referencia contenían pasajes como éste: ... la política de Estados Unidos hacia Japón está basada en la idea de preservar el statu quo. Para dominar el mundo y defender la democracia, esa política quiere impedir el crecimiento de nuestro imperio en Asia oriental. En tales circunstancias, debe señalarse que las políticas de Estados Unidos y Japón son mutuamente incompatibles; es históricamente inevitable que el conflicto entre los dos países [...] conduzca en última instancia a la guerra.24 La preocupación de Hara provenía del carácter bastante radical de las propuestas sometidas a la Conferencia Imperial, en las que se establecía un límite definitivo al proceso diplomático (10 de octubre). Oikawa, ministro de la Marina, respondió que la interpretación de Hara coincidía plenamente con sus sentimientos al redactar la propuesta; pero Hara insistió en que persistía la impresión de que se tomaría el camino de la guerra en lugar de la diplomacia: «¿Van ustedes realmente a colocar el énfasis en la diplomacia? Desearía escuchar la opinión del gobierno [ministros civiles], así como la del Comando Supremo [militar]». En medio de la tensa atmósfera, el Emperador, rompiendo la tradición, se dirigió a los presentes y dijo: «¿Por qué no responden?». Oikawa, sorprendido y atemorizado como todos, se levantó a reiterar que: «Comenzaremos los preparativos de guerra, pero por supuesto nos esforzaremos en negociar». Los jefes del Ejército, Nagano y Sugiyama, no se pronunciaron; entonces, el Emperador expresó: «Lamento que el Comando Supremo no tenga nada que decir»; luego extrajo un pedazo de papel de su bolsillo y leyó un poema que había sido escrito por su abuelo, el emperador Meiji: Nobutaka Ike, ed., Japan’s Decisión for War: Records of the 1941 Policy Conferences. Stanford: Stanford University Press, 1941, p. 149. Ibid., p. 152. 23 24 P Á G 486 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales «Todos los mares, en todas partes son hermanos unos con otros, ¿por qué entonces los vientos y las olas de la lucha se desatan con tal violencia en el mundo?».25 Esta extraordinaria escena hizo ver a los presentes el deseo del Emperador de evitar en lo posible la guerra, y los jefes militares no pudieron sino manifestar que ellos también colocaban el énfasis en la diplomacia. A pesar de todo, la decisión de comenzar la guerra el 10 de octubre si las negociaciones no tenían éxito había sido aprobada, pero la actitud de Hirohito dio al primer ministro Konoye nuevos bríos para intentar un arreglo pacífico con Estados Unidos. En tal sentido, poco después de la Conferencia Imperial, Konoye se reunió con el Embajador norteamericano Grew y le comunicó que los «cuatro principios» establecidos como condiciones de paz por el secretario de Estado Cordell Hull eran «en general aceptables» 1. Respeto por la integridad territorial y soberanía de cada país. 2. Apoyo al principio de no interferencia en los asuntos internos de otras naciones. 3. Apoyo al principio de igualdad de oportunidades comerciales. 4. Respeto por el statu quo en la zona del Pacífico, excepto en los casos en que su alteración no exija el empleo de medios violentos. Konoye insistió en la importancia de entrevistarse con Roosevelt, y aseguró a Grew que estaba dispuesto a correr cualquier riesgo para superar las diferencias entre los dos países. Además de aceptar los «cuatro principios» y comprometerse a abandonar Indochina, los japoneses ofrecieron no tomar acciones militares contra regiones al sur del Japón y retirar sus tropas de China una vez alcanzada la paz. Como contrapartida, los norteamericanos deberían suspender las medidas económicas contra Japón y sus propias acciones militares en el Lejano Oriente y área del Pacífico. Hull sólo respondió el 2 de octubre. Afirmó que acogía con satisfacción la idea de una reunión de alto nivel, así como la aceptación japonesa de los «cuatro principios», pero rechazó las propuestas japonesas, exigiendo el retiro inmediato de las tropas extranjeras de China. La reunión cumbre tendría que esperar hasta que se lograse «coincidir previamente en ciertos puntos esenciales». El 17 de octubre Tojo, ministro de Guerra, sucedió a Konoye como Primer Ministro, con instrucciones del Emperador de «hacer un estudio detallado de las condiciones domésticas e internacionales, sin tomar en cuenta la decisión tomada el 6 de septiembre». Nunca antes un Emperador había rescindido una decisión de la Conferencia Imperial, y para Tojo ello significaba «empezar de nuevo». 25 John Toland, The Rising Sun. New York: Random House, 1970, pp. 125-126. P Á G 487 R. J. C. Butow, Tojo and the Coming of the War. Princeton: Princeton University Press, 1961, p. 340. El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941 En una crucial conferencia realizada entre el 1.º y 2 de noviembre, los dirigentes japoneses decidieron sobre dos «paquetes» de proposiciones a ser presentadas al gobierno norteamericano. Según la «propuesta a», Japón aceptaba retirar sus tropas de China, incluyendo aquellas requeridas allí como «defensa contra el comunismo» para el año 1966. Según la «propuesta b», que sería presentada en caso de rechazo de la anterior, Japón se comprometía a no llevar a cabo acciones agresivas hacia el sudeste asiático y el Pacífico sur, y a retirar sus tropas de Indochina una vez que se lograse la paz con China o se alcanzase un arreglo en toda la zona del Pacífico. Entretanto, Japón movería sus tropas desde el sur al norte de Indochina; los dos países cooperarían para obtener las materias primas que cada cual requiriese de las Indias Neerlandesas, y Estados Unidos aseguraría la venta de un millón de toneladas anuales de combustible para aviones al Japón. Además, el gobierno norteamericano se comprometería a no obstaculizar la restauración de la paz entre Japón y China, lo que de hecho significaba suspender la ayuda a Chiang KaiShek. El 7 de noviembre el Embajador japonés en Washington entregó a Hull, y luego hizo del conocimiento de Roosevelt, la «propuesta a». En vista de la tardanza norteamericana en dar una respuesta, el ministro japonés de Relaciones Exteriores, Togo Shigenori, instruyó a su Embajador el 20 de noviembre para que presentase la «propuesta b». Hull la interpretó como un ultimátum, en especial lo referente a la suspensión de ayuda a China, y el 26 de noviembre el gobierno norteamericano respondió con una nota en la cual exigía al Japón «retirar todas las fuerzas terrestres, navales, aéreas y policiales de China e Indochina», no dar apoyo a otro gobierno chino excepto el de Chiang Kai-Shek, y abrogar el «Pacto Tripartito». Los dirigentes japoneses conocieron la respuesta estadounidense el día 27, y la tomaron como el factor que ponía punto final a los esfuerzos diplomáticos. Diez días después se producía el ataque a Pearl Harbor. Como afirma Robert Butow, el rechazo japonés a retirar sus tropas de China e Indochina «puede fácilmente entenderse en términos de que tal retirada implicaba que los fines políticos del Japón habían estado errados y eran agresivos».26 Los dirigentes japoneses no estaban preparados ni dispuestos a abandonar esos fines, y así lo había expresado el subjefe del Estado Mayor del Ejército, Tsukada, en una intervención en la conferencia del 1.º de noviembre: «En general, las perspectivas si vamos a 26 P Á G 488 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales la guerra no son brillantes [...] Por otra parte, no es posible mantener el statu quo. De allí que, inevitablemente, uno tenga que alcanzar la conclusión de que debemos ir a la guerra».27 Japón no iba a sacrificar sus aspiraciones en Asia, como lo corroboró Hara en la conferencia del 12 de noviembre: «Si entramos en una guerra prolongada habrá dificultades [...] La primera fase de la guerra no será difícil, pero tenemos dudas sobre una guerra prolongada. ¿Mas cómo podemos permitir que Estados Unidos haga lo que quiera, aun existiendo tales dudas?».28 Dada esta postura, queda claro que los dirigentes japoneses tenían al menos un orden definido de preferencias: consideraban preferible la guerra a la aceptación del statu quo y el creciente dominio norteamericano en Asia. Era entonces necesario discutir en qué términos se planteaba la guerra. Discusión sobre disparidad de poder frente a Estados Unidos y dificultades de una «Gran Guerra» Varios siglos antes de Cristo, el gran estratega militar chino Sun Tzu escribió lo siguiente: «Conoce al enemigo y a ti mismo, y no tendrás peligro en cien batallas. Cuando eres ignorante respecto al enemigo pero te conoces a ti mismo, tus chances de ganar o perder son iguales. Si eres ignorante sobre ti mismo y sobre el enemigo puedes estar seguro de peligrar en todas las batallas». 29 Ya que los dirigentes japoneses no estaban dispuestos a abandonar sus fines políticos, ni siquiera a comprometerlos en alguna forma que pudiese parecer sustancial, tenían que planificar seriamente para la guerra, lo cual exigía un cuidadoso estudio de las potencialidades del Japón y de sus adversarios, en particular los Estados Unidos. No obstante, el análisis de las discusiones realizadas por el Gabinete y el Alto Mando japoneses revela que algunas de las preguntas clave sobre potencial para la guerra de ambos bandos o bien no fueron hechas o bien fueron respondidas de manera insatisfactoria, y a medida que se vislumbraba con mayor claridad la disparidad de poder entre el Japón y su principal contrincante se acentuaba la tendencia a confiar en factores sicológicos, en 27 28 29 Ike, p. 207. Ibid., p. 238. Sun Tzu, The Art of War. Oxford: Oxford University Press, 1977, p. 84. P Á G 489 El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941 la presunta superioridad moral de los japoneses, o en una victoria temprana que desconcertarse al adversario y le condujese a cesar la guerra. Por ejemplo, no existen documentos o testimonios que muestren si se alcanzaron algunas conclusiones sobre las requisiciones de barcos y las posibles pérdidas a ser sostenidas durante los primeros dos o tres años de guerra. Hasta se ha sugerido que el asunto no fue estudiado o que las investigaciones finalizaron demasiado tarde para tener alguna utilidad práctica. Sobre el mantenimiento de transportes para usos civiles y el suministro de artículos de consumo corriente, el general Suzuki, Presidente del Comité de Planeamiento, estableció que con una capacidad de 3 millones de toneladas en transporte marítimo sería posible, con la excepción de ciertos artículos, mantener el suministro considerado necesario. Si las pérdidas llegaban a una cifra de entre 800.000 a un millón de toneladas (buques hundidos o averiados), y si la tasa de construcción y reemplazo llegaba a 600.000 toneladas anuales, se lograría preservar la cantidad de 3 millones señaladas como mínimo para transporte de bienes básicos. La pregunta obvia sobre qué ocurriría si las pérdidas eran mayores a las previstas o disminuía la tasa de reemplazo parece no haber sido siquiera formulada. De hecho, las proyecciones fueron trastocadas por la realidad. En el caso de la Armada, se esperaban pérdidas de un millón de toneladas en el primer año de guerra y 800.000 toneladas cada uno de los años siguientes; sin embargo, la Marina de Guerra japonesa sostuvo pérdidas de 1.250.000 toneladas el primer año, 2.560.000 el segundo y 3.480.000 el tercero, muy superiores a lo calculado. Con respecto a la capacidad financiera del Japón para sostener una guerra de las proporciones que se contemplaban, los responsables explicaron que sería posible asumir tales requerimientos en tanto se mantuviese un suministro adecuado de materiales para uso militar. Ahora bien, nadie se atrevió a profundizar el problema y buscar respuestas precisas a las interrogantes: ¿Qué constituye un suministro adecuado y cuáles son las probabilidades de asegurarlo? 30 En una conferencia del 1.º de julio de 1941, Kobayashi, ministro de Comercio e Industria, apuntó lo siguiente: No creo que tengamos suficiente fortaleza, en lo que respecta a recursos, para soportar una guerra. Tanto el Ejército como la Butow, pp. 316-317. 30 P Á G 490 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales Armada pueden recurrir a la fuerza, pero no tenemos materiales suficientes para hacer la guerra en tierra y mar a la vez. El Ejército se movilizará rápidamente; la Marina también hará preparativos; nos veremos obligados a hacer requisiciones de buques, y entonces no seremos capaces de transportar materiales indispensables. Todo esto afectará seriamente la expansión de nuestra capacidad productiva y el aprovisionamiento de armamentos [...] El Imperio no tiene los materiales. 31 Las observaciones de Kobayashi no produjeron mayor impresión; Suzuki hizo algunas referencias a la obtención de materiales y pidió al Alto Mando que estudiase el asunto. Se esperó hasta octubre para debatir de nuevo el problema de los recursos económicos y la capacidad japonesa de hacer la guerra, especialmente en términos de materiales clave como petróleo y acero. En tal sentido, varios hechos ineludibles confrontaban a los decisores. La capacidad norteamericana de producción de acero era 12 veces superior a la del Japón, y no se podían satisfacer los requerimientos de construcción de buques. En relación con el petróleo, hasta 1940 los japoneses habían cubierto 60% de sus necesidades con importaciones desde Estados Unidos, pero este flujo había cesado en julio de 1941; a pesar de los esfuerzos de almacenaje y creación de reservas, las existencias no durarían más de 18 meses en condiciones normales. Ahora bien, uno de los problemas fundamentales que enfrentaban los planificadores en el Gabinete derivaba de las limitaciones de acceso a la información impuestas por las Fuerzas Armadas, que hacían uso de su gran libertad de acción para cerrar los canales de indagación a otros sectores. El propio Suzuki, a pesar de ser oficial superior del Ejército, no pudo obtener información sobre el petróleo almacenado por las Fuerzas Armadas hasta octubre de 1941 (dos meses antes de comenzar la guerra). Togo, ministro del Exterior, se quejó de este absurdo mucho más tarde, cuando ya nada se podía hacer: «Estaba asombrado por la carencia de datos estadísticos para un estudio de esa naturaleza; más aún, resentía agudamente el absurdo de basar nuestras deliberaciones en simples suposiciones, ya que el Alto Mando rehusaba divulgar cifras sobre nuestras fuerzas o cualquier cosa que tuviese que ver con operaciones militares».32 31 32 Ike, p. 76. Citado por Ike, p. 188. P Á G 491 Ibid., p. 192. Ibid., p. 195. Ibid., pp. 220, 236. El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941 El 27 de octubre prosiguió en el seno del Gabinete, con participación de los comandantes militares, el análisis del problema de los recursos materiales para hacer la guerra. La información que empezaba a ensamblarse no podía sino inducir al pesimismo; sin embargo, el Ejército continuaba incrementando sus fuerzas en Manchuria para una eventual guerra... ¡contra la urss! El Alto Mando no estaba satisfecho, pero Sugiyama, jefe del Estado Mayor del Ejército, argumentó que «la deficiencia de materiales puede ser superada aprovechando cambios en la situación y mediante una hábil estrategia».33 Al día siguiente Kaya, ministro de Finanzas, preguntó explícitamente: «Supongamos, por un lado, que hay guerra, y, por otro lado, que no hay: ¿Qué sería lo mejor, en términos del suministro de materiales?». Su interrogante no fue respondida en forma directa, pero el debate subsiguiente indicó que la situación, en ambos casos, era mala.34 En la Conferencia Imperial del 5 de noviembre, Suzuki retomó la inquietud de Kaya y dijo esto: «... en vista de que las posibilidades de victoria en las etapas iniciales de la guerra son suficientemente altas, estoy convencido de que debemos aprovechar esa ventaja y dirigir la elevada moral del pueblo [...] hacia una mayor producción y una disminución del consumo [...] esto es preferible a sentarse y esperar que el enemigo nos presione». Hara, sin embargo, insistió en que «Los estadistas deben considerar muy seriamente la sabiduría de hacer la guerra contra un gran poder como Estados Unidos, sin que hayan finalizado aún el conflicto con China».35 Los datos existentes indicaban alarmantes diferencias en el potencial de guerra japonés respecto al norteamericano: en acero la desproporción era de 20 a 1, en petróleo más de 100 a 1, en carbón 10 a 1, en aviones 5 a 1, en barcos 2 a 1, y en fuerza de trabajo 5 a 1. Desde luego, la guerra no se decide únicamente por factores cuantitativos; también hay que tomar en cuenta los aspectos cualitativos: la moral de las tropas y de la población, la calidad de los equipos, planes y doctrinas estratégicas, etc. Las disparidades entre el potencial de guerra japonés y el de su principal contendiente llevaban forzosamente a colocar el énfasis en estos factores cualitativos, y a confiar en que un uso adecuado de los mismos conduciría a la victoria. Mas las dudas persistían y llenaban al propio Emperador. Éste había recibido el 31 de julio al jefe del Estado Mayor Naval, almirante Nagano. 33 34 35 P Á G 492 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales En esa ocasión el alto oficial dijo primeramente que su deseo era evitar la guerra y que ello podía lograrse mediante la revocación del «Pacto Tripartito», el cual siempre había sido considerado por la Armada como un grave obstáculo para la paz con Estados Unidos. Posteriormente, en la misma entrevista, Nagano advirtió que las reservas de petróleo del Japón durarían sólo dos años, y en caso de guerra 18 meses. «En tales circunstancias –dijo Nagano, en evidente contradicción con su planteamiento anterior– es mejor tomar la iniciativa. Nosotros ganaremos». En solamente un párrafo Nagano había hablado de paz, pretendido librar a la Marina de responsabilidad por las crecientes tensiones con Estados Unidos, sugerido la guerra y profetizado una victoria. Sus palabras revelaban la confusión imperante aún entre los militares. El Emperador intervino y preguntó: «¿Ganaremos una gran victoria, como la batalla de Tsushima?» (que decidió en 1905 la guerra ruso-japonesa). «Lo siento –dijo Nagano–, pero eso no será posible». «Entonces –replicó el Emperador–, la guerra será desesperada».36 Habiendo descartado la alternativa de abandonar los fines políticos expansionistas, y ante la dura realidad del desequilibrio entre el poderío bélico del Japón y el de sus enemigos, sólo quedaba una opción a los dirigentes japoneses: planificar un tipo de guerra que posibilitase una victoria limitada pero satisfactoria. Los imponderables eran muchos; no obstante, como había expresado Sun Tzu: «... la victoria puede ser creada, pues aun si el enemigo es numeroso, puedo impedirle que entre en combate».37 Esta era, en el fondo, la esperanza de los japoneses y su mayor expectativa de victoria. Definición y expectativas de victoria La definición de la victoria es política, y los dirigentes japoneses hasta cierto punto lo entendieron así. Nadie pensó que era posible aplastar militarmente a Estados Unidos, invadir y ocupar el territorio norteamericano y obligar a su gobierno a rendirse. La mayor esperanza era lograr que los norteamericanos, enfrentados a una victoria alemana en Europa y sin entusiasmo ante otra guerra en el Pacífico, aceptasen una paz negociada que permitiese al Japón convertirse en el poder dominante en Asia. Existe evidencia que indica que los japoneses esperaban contar con la ayuda 36 37 Toland, pp. 108-109. Sun Tzu, p. 100. P Á G 493 El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941 de algún país latinoamericano, o de Suiza, Portugal o el Vaticano, como mediador en las negociaciones. Desde luego, como señala Ike, «había muchos imponderables en el proyecto. Los norteamericanos no necesariamente tenían que cansarse de la guerra; Alemania podía no ganar en Europa; otros países podían no estar dispuestos a actuar como mediadores. Sin embargo, los líderes japoneses no se dejaron disuadir por tales incertidumbres pues estaban preparados a asumir grandes riesgos».38 En su ensayo sobre la estrategia norteamericana en la Segunda Guerra Mundial, Kent Roberts Greenfield explica con claridad en qué consistían las expectativas de victoria japonesas: Su gobierno había planificado cuidadosamente una guerra limitada contra Estados Unidos. En vista de nuestra falta de preparación, de nuestras ansiedades respecto a Europa, y del hecho de que las garras alemanas se afincaban en la garganta de Rusia, los japoneses creyeron que podían asegurar su supremacía en Asia, y que nosotros aceptaríamos un hecho cumplido [...] Nuestra decisión estratégica inicial de hacer una guerra de contención en el Pacífico hasta derrotar a Alemania en Europa pareció confirmar los planes del Japón; pero muy pronto chocaron contra nuestra determinación de no hacer el juego de la guerra en sus propios términos.39 A través de una serie de rudos golpes iniciales, los japoneses esperaban conquistar áreas vitales y crear así una estructura de autosuficiencia, una posición impregnable que hiciese comprender a Estados Unidos la inutilidad de proseguir la lucha. Este plan, de hecho, se asemejaba mucho a los lineamientos de guerra seguidos por Japón contra China sin éxito: con base en una serie de triunfos iniciales y la amenaza de acciones más amplias y decisivas, Japón buscaría una «reconsideración» de la situación por parte de Estados Unidos; más –como lo expresa Butow: ... poco se pensó en las políticas que debían adoptarse en caso de que los desarrollos futuros no correspondiesen a las estimacio- Ike, p. xxv. Kent Roberts Greenfield, American Strategy in World War ii. Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1973, p. 11. 38 39 P Á G 494 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales nes. Los líderes japoneses hablaban sólo de victoria [...] La conclusión de las principales operaciones japonesas en el Sur –pensaban– crearía una oportunidad para restaurar la paz. Una victoria similar en China [...] o desarrollos favorables en la guerra europea [...] serviría también a ese propósito. Si bien era natural, en las circunstancias, hacer tales proyectos, su efecto sobre los que les formulaban era el mismo como si Japón, en noviembre de 1941, ya hubiese peleado y ganado la guerra.40 En general, los dirigentes japoneses confiaban en que una política agresiva e intransigente era preferible a una política de conciliación; no obstante, en la Conferencia Imperial del 19 de septiembre de 1940 Hara manifestó lo siguiente: «Estados Unidos es una nación llena de confianza en sí misma. Me pregunto, por lo tanto, si una postura firme de nuestra parte podría producir un resultado muy diferente al que esperamos». Ante esto, el entonces ministro de Relaciones Exteriores Matsuoka respondió: Japón no es España. Somos un gran poder con una Armada poderosa [...] Desde luego, Estados Unidos puede adoptar una actitud severa por un tiempo, pero pienso que pronto considerará desapasionadamente sus intereses y llegará a una posición razonable. En cuanto a los chances de que los norteamericanos produzcan una situación crítica o más bien reconsideren su actitud, yo diría que son de cincuenta y cincuenta.41 Un año más tarde, en la importante conferencia celebrada el 6 de septiembre, los dirigentes japoneses discutieron de nuevo las posibilidades de obtener una victoria limitada frente a Estados Unidos y forzarle a negociar. En esa ocasión se habló con franqueza sobre los riesgos existentes, y se dijo que no había una garantía de triunfo; al final, sin embargo, el debate se centró en torno al argumento de que «no se presentará una mejor oportunidad, es preferible actuar ahora». Como lo manifestó el almirante Nagano: 40 41 Butow, p. 12. Ike, p. 12. P Á G 495 El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941 Nuestro Imperio no tiene los medios de tomar la ofensiva, superar al enemigo y hacerle abandonar su voluntad de lucha. Más aún, nuestros recursos domésticos son escasos, por ello quisiéramos evitar una guerra prolongada. No obstante, si entramos en una guerra larga, la mejor manera de asegurar una salida airosa es capturar áreas militares importantes y fuentes de materiales del enemigo rápidamente al comienzo del conflicto [...] Si esta primera etapa de operaciones tiene éxito [...] nuestro Imperio habrá establecido una posición impregnable y echará las bases para una guerra de larga duración [...] Por ello el resultado de una guerra prolongada está estrechamente conectado al éxito o fracaso de la primera etapa de nuestras operaciones. Las condiciones esenciales que nos dan un chance de triunfar en esta etapa son: primero, decidir rápidamente el comienzo de hostilidades; segundo, tomar la iniciativa antes que el enemigo; tercero, considerar las circunstancias meteorológicas en el área de acción para facilitar nuestros movimientos.42 El general Sugiyama respaldó a Nagano y sostuvo que, en vista de la situación de las fuerzas, la decisión de ir a la guerra debía tomarse a más tardar durante los primeros días del mes de octubre. Nagano había dicho que «lo que ocurra después [de la primera fase] dependerá en gran medida de la totalidad del poder nacional –incluyendo varios elementos, tangibles e intangibles–, y de los desarrollos en la situación mundial». Palabras confusas y oscuras, en vista del enorme riesgo al que se hacía referencia. Como comenta Fred Charles Iklé: los dirigentes japoneses no habían olvidado que la guerra que iban a comenzar debía tener un fin; la pregunta flotaba en el ambiente, pero simplemente carecían de respuestas.43 En un memorando especialmente preparado por los jefes militares para esa reunión se encuentra un pasaje muy significativo, que intentaba explícitamente responder a la pregunta «¿Cuáles son las perspectivas de guerra contra Gran Bretaña y Estados Unidos?; en particular, ¿cómo terminaremos la guerra?». Los militares se respondieron a sí mismos de esta forma: Ibid., pp. 139-140. Iklé, p. 3. 42 43 P Á G 496 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales Una guerra contra Gran Bretaña y Estados Unidos será larga [...] Es muy difícil predecir la terminación de una guerra, y no es posible esperar que los Estados Unidos se rinda. Sin embargo, no podemos excluir la posibilidad de que la guerra finalice debido a un gran cambio en la opinión pública norteamericana [...] En todo caso, debemos ser capaces de establecer una posición invencible. Entretanto, podemos tener esperanza en que seremos capaces de influenciar el curso de los eventos y llevar la guerra a un fin [itálicas ar].44 Los riesgos que estaban dispuestos a correr los líderes japoneses eran muy altos, al punto de que en una conferencia del 24 y 25 de octubre de 1941 se llegó a afirmar que si la guerra se prolongaba no era descartable una confrontación adicional contra la Unión Soviética. En la conferencia del 1.º de noviembre, el subjefe del Estado Mayor del Ejército, general Tsukada, manifestó que: En líneas generales nuestras perspectivas de guerra no son brillantes [...] Nadie está dispuesto a decir: «No se preocupen; aun si la guerra es prolongada, yo asumiré toda la responsabilidad». Por otra parte, no es posible mantener el statu quo; de aquí que inevitablemente se llega a la conclusión de que debemos ir a la guerra [...] Cuando se nos pregunta qué pasará de ahora a cinco años en el campo militar, político o diplomático es natural que no sepamos.45 El 5 de noviembre, el jefe del Estado Mayor, general Sugiyama, dijo: «... debemos estar preparados ante la probabilidad de que la guerra sea prolongada; pero en vista de que vamos a capturar bases enemigas y de que seremos capaces de establecer una posición estratégica impregnable, pienso que podremos frustrar los planes enemigos de una forma u otra».46 El planteamiento del alto jefe militar era superficial y poco responsable; no sólo dejaba en el aire el problema de la estrategia japonesa para una guerra prolongada, sino que tampoco especificaba cuáles eran los «planes enemigos». 44 45 46 Ike, p. 153. Ibid., p. 207. Ibid., p. 226. P Á G 497 El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941 El debate sobre las expectativas de victoria culminó el 1.º de diciembre de 1941, cuando los dirigentes japoneses, en una Conferencia Imperial ante Hirohito, formalizaron la decisión de ir a la guerra. En esa oportunidad, Hara, un hombre de notable inteligencia y muy respetado por su sensatez, hizo la intervención final y pronunció unas palabras que resumen todas las contradicciones e incertidumbres de la decisión japonesa. Dijo Hara: «No podemos esta vez evitar una guerra larga, pero creo que de alguna manera debemos superar esto y lograr un arreglo rápido. Para hacerlo, debemos empezar desde ahora a pensar cómo terminar la guerra» [itálicas ar].47 Es decir, en el momento mismo en que se sancionaba finalmente la decisión de comenzar la guerra (sólo seis días después los aviones japoneses descenderían sobre Pearl Harbor), los líderes del Japón se planteaban la necesidad de pensar en cómo terminarla. Probable duración de la guerra Dadas las condiciones en que se planificaba la guerra, la pregunta sobre su duración era muy importante para los dirigentes japoneses. La disparidad de recursos militares y económicos entre Japón y Estados Unidos hacía que una guerra larga y de desgaste fuese la peor de las alternativas posibles. Tres fueron las perspectivas discutidas, sin mayor detalle, por los jefes militares y líderes civiles del Japón: 1) Una guerra prolongada que no empezase con victorias decisivas. 2) Una guerra prolongada que comenzase con una o varias victorias clave para las armas japonesas. 3) Una guerra de corta duración, caracterizada por un conjunto de golpes devastadores sobre el poder norteamericano en el Pacífico que llevasen a Estados Unidos a hacer la paz. La tercera opción ofrecía las mayores ventajas; la primera, las mayores dificultades. Los intercambios más relevantes sobre este tema se produjeron entre el 3 y el 6 de septiembre de 1941, y en ellos participaron los más altos dirigentes civiles y militares y el propio Emperador. En la reunión ministerial del 3 de septiembre el jefe del Estado Mayor Naval, almirante Nagano, hizo el siguiente planteamiento: En última instancia, si no hay esperanza para la diplomacia, y si la guerra no puede evitarse, es esencial que tomemos prontamente una decisión. Si bien confío que actualmente tenemos Ibid., p. 282. 47 P Á G 498 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales chance de ganar una guerra, temo que esta oportunidad desaparecerá a medida que pase el tiempo. En cuanto a la guerra, la Marina piensa en términos tanto de un conflicto corto como de uno largo. Pienso que será probablemente una guerra larga y debemos prepararnos para ella. Depositamos nuestra esperanza en que el enemigo se lance a un enfrentamiento rápido; en ese caso habrá un choque decisivo en aguas próximas y anticipo que tendremos buen chance de obtener la victoria. Pero no creo que la guerra terminaría con eso; sería una larga guerra. En referencia a esto, pienso que deberíamos sacar provecho de una victoria inicial para poder aguantar una guerra larga. Si por el contrario vamos a este conflicto sin ganar una victoria inicial decisiva estaremos en dificultades, ya que nuestros recursos se agotarán.48 En vista de la proximidad del estallido del conflicto (y el jefe del Estado Mayor Naval conocía cuán avanzados se encontraban los preparativos), la intervención de Nagano demuestra una sorprendente falta de seguridad. Ello quedó aún más claro en una reunión realizada el 5 de septiembre de 1941 entre Nagano, el general Sugiyama, el primer ministro Konoye y el emperador Hirohito. Durante la audiencia, el Emperador preguntó a Sugiyama cuánto tiempo tomaría a las Fuerzas Armadas dar fin a la guerra contra Estados Unidos. Sugiyama respondió que las operaciones en el sur del Pacífico (en Malaya y las Filipinas) serían concluidas en cinco meses. Hirohito dijo entonces: «¿Está usted seguro de que las cosas marcharán como han sido planificadas? Cuando usted era ministro de Guerra afirmó que Chiang Kai-Shek sería vencido rápidamente, y sin embargo todavía no ha sido capaz de hacerlo». Ante esto, Sugiyama expresó: «Pero es tan vasto el interior de China», e Hirohito replicó turbado y molesto: «Lo sé, pero el océano Pacífico es mucho más vasto. ¿Cómo puede usted decir que terminará la guerra en cinco meses?».49 Sugiyama trató de responder diciendo que la fortaleza del Japón disminuía gradualmente y que era necesario actuar cuanto antes aprovechando que el Imperio aún tenía poder. Se llegó a la conclusión de que debía seguirse otorgando prioridad a la diplomacia; no obstante, el hecho de 48 49 Ibid., p. 131. Toland, p. 123. P Á G Costos de guerra y consecuencias probables de una derrota Es sorprendente constatar, cuando se leen los documentos que contienen los más relevantes planteamientos de los planificadores japoneses, la muy escasa atención que prestaron al problema de los costos humanos y materiales que podría acarrear el conflicto, y de las probables consecuencias de una derrota. Desde luego, se afirma con frecuencia que un cálculo de costos previo al inicio de un conflicto puede fácilmente convertirse en instrumento para fomentar actitudes derrotistas; de igual forma se dice que hablar de derrota es casi lo mismo que aceptarla. Esto puede ser cierto en determinadas circunstancias, a nivel emocional, pero definitivamente no es responsable como postura política frente a decisiones complejas y de graves implicaciones. Como con insistencia lo remarca Iklé, el «derrotismo» es tan reprobable y peligroso como el «aventurerismo» en la guerra; este término designa actitudes que pueden conducir a la destrucción del propio gobierno y país ... no por dar ayuda al enemigo, sino por hacer enemigos; no por luchar muy poco sino por luchar mucho y por demasiado tiempo [...] La traición ayuda a nuestros adversarios haciéndolos más fuertes; el aventurerismo puede destruirnos haciéndoles más numerosos. La traición puede derrotarnos al retirarnos 499 El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941 haber establecido (en la conferencia del día 3, previa a la audiencia con el Emperador) un tiempo límite a la decisión sobre paz y guerra (10 de octubre, la cual fue cambiada posteriormente), y de acelerar con ese propósito los preparativos militares desequilibró el balance a favor de la salida bélica, como lo temía Hirohito. Así, en la Conferencia Ministerial del día 6 de septiembre, si bien se admitió que una guerra contra Estados Unidos traería graves peligros, y que no existía seguridad de victoria, el debate acabó centrándose en el argumento de que «no habrá otro momento mejor que el presente». En otras palabras, la discusión sobre el momento preciso para iniciar hostilidades ahogó el tema, mucho más importante, de si Japón debía asumir los riesgos de una gran guerra contra Estados Unidos y de cómo iba probablemente a finalizar el conflicto. De esta manera, la cuestión acerca de la probable duración de la guerra quedó oscura, y los planes para enfrentar una guerra prolongada sujetos al éxito de operaciones iniciales ante las que se abrigaban serias dudas. P Á G 500 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales ante el enemigo; el aventurerismo puede hacerlo al empujar nuestras fuerzas hasta que sean aplastadas en distantes batallas. La traición puede forzarnos a capitular por tratos secretos con el enemigo –el aventurerismo puede hacerlo al evitar hacer tratos oportunamente. La traición puede permitir al enemigo romper nuestras alianzas; el aventurerismo puede llevar a los aliados al desastre. Es difícil decir qué ha hundido mayor número de naciones en la tumba de la historia: el aventurerismo o la traición. El récord es confuso, pues cuando los aventureros destruyen una nación usualmente culpan a los traidores por el desastre. 50 Esto se aplica a un intercambio entre Tojo (ministro de Guerra) y Konoye (Primer Ministro) el 12 de octubre de 1941. Ante los llamados a una mayor cautela, Tojo respondió: «Hay momentos cuando debemos tener el coraje de hacer cosas extraordinarias, como saltar con los ojos cerrados desde la baranda del templo Kiyomizo» (situado al borde de una alta colina en Kyoto). Konoye, con razón, replicó que eso era posible para individuos privados, pero «gente en posiciones responsables no debería pensar de esa manera».51 Es demasiado fácil acusar de «derrotistas» a los que se preocupan de sopesar con sobriedad los costos probables de una guerra, y de vislumbrar qué consecuencias podría traer una derrota. De allí que los dirigentes japoneses sólo hablasen de victoria, y en ello jugaron papel importante factores culturales, la idea, hondamente enraizada en la tradición y cultura política japonesas, de que existe una «esencia nacional» que coloca al Japón en sitio aparte entre los países del mundo. Como lo afirmó el usualmente sereno Hara en la crucial conferencia del 1.º de diciembre de 1941: «Nuestra nación, gobernada por su magnífica esencia nacional (Kokutai), es, desde un punto de vista espiritual, ciertamente insuperada en todo el mundo».52 Esta creencia, la cual eventualmente se transformó en fanatismo, influyó poderosamente en la toma de decisiones por parte de civiles y militares japoneses, quienes se convencieron, como expresó Tsukada el 1.º de noviembre de 1941, que al iniciarse la guerra «El 50 51 52 Iklé, pp. 61, 62. Toland, p. 142. Ike, p. 282. P Á G 501 El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941 espíritu y moral del Japón, la Tierra de los Dioses, brillará».53 Otro factor de índole cultural-sicológico que debe mencionarse es el fatalismo, según el cual los asuntos humanos están controlados por fuerzas superiores, luego el individuo no actúa como un agente verdaderamente libre y por lo tanto no puede ser responsable de sus acciones. Estas concepciones predominaban entre los decisores japoneses y, por supuesto, es mucho más fácil decidir ante la incertidumbre cuando se es fatalista de la forma descrita. Cabe por último referirse a la influencia, acerca de la cual ya se habló someramente, de analogías históricas sobre la decisión japonesa. En un libro dedicado al estudio de este fenómeno en la política exterior norteamericana, Ernst May observa que los decisores «frecuentemente se ven influenciados por creencias acerca de lo que enseña o prefigura la historia, y a veces perciben los problemas en términos de analogías con el pasado...».54 No cabe duda de que la memoria de lo ocurrido en la exitosa guerra con Rusia en 1905 estaba muy presente en la mente de los decisores japoneses en 1941. Si bien Japón había sido un «David» comparado al gran «Goliat» ruso, los japoneses fueron capaces de lograr importantes triunfos en las fases tempranas del conflicto. No obstante, a medida que la guerra proseguía, se empezaron a acentuar los signos de extenuación nacional por el esfuerzo realizado; por fortuna para el Japón, el Presidente norteamericano Theodore Roosevelt arregló un acuerdo entre los antagonistas antes de que la guerra cambiase de curso. En suma, no sólo no se discutió a fondo el problema de los posibles costos de la guerra, sino que también se actuó bajo la influencia de analogías históricas asimiladas a medias, llegándose finalmente, ante las evidentes disparidades de poder, a otorgar a los factores morales una relevancia fuera de toda proporción. La «política burocrática» de los servicios militares De acuerdo con el «modelo de racionalidad», los Estados van a la guerra provistos de un plan que articula sus esfuerzos políticos, económicos y militares con un conjunto de objetivos bien definidos y armonizados enIbid., p. 207. Ernest R. May, Lessons of the Past: The Use and Misuse of History in American Foreign Policy. New York: Oxford University Press, 1973, p. ix. 53 54 P Á G 502 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales tre sí. No obstante, la experiencia práctica indica que con frecuencia los Estados no hacen la guerra sobre la base de ese gran cálculo de perspectivas y posibilidades, sino que diversas agencias, organizaciones e individuos compiten en formular la política general en función de intereses particulares. Según este punto de vista, la guerra sirve diversos propósitos, que no se cumplen tan sólo al culminar los combates sino también en el transcurso del conflicto, a través del esfuerzo de guerra mismo y de los preparativos de lucha: La política burocrática supone no sólo la multiplicidad de actores, sino también la multiplicidad de fines. Reflejando heterogeneidad valorativa e información incompleta, las discrepancias entre los fines se asocian tanto con intereses sustantivos como con intereses posicionales. Por una parte, existen diferencias de perspectiva debidas a la especialización o al alcance de la responsabilidad del actor. Por otra parte, interviene el interés de consolidar la posición individual u organizacional en el mercado político [itálicas ar].55 En el caso bajo estudio, se pone de manifiesto la importancia de este «modelo burocrático», tanto en relación con el «punto de vista puramente militar», adoptado en general por los representantes de los servicios armados japoneses, como con respecto a los cambios de actitud y ambigüedades en la posición de la Marina de Guerra especialmente, que reflejaban la dificultad de equilibrar sus intereses específicos con los fines que más podían convenir al país como un todo. En efecto, en caso de guerra, iba a corresponder a la Armada una gran parte de la responsabilidad operativa, y sus principales representantes en la toma de decisiones no llegaron a estar plenamente convencidos de la capacidad de la Marina para sostenerse y salir triunfante de una gran guerra. No obstante, en su competencia de prestigio y posiciones con el Ejército, la Armada no podía quedarse atrás, y esto condujo a sus líderes a adoptar posturas poco claras a lo largo del proceso de decisión. En un principio, al menos hasta los primeros meses de 1941, la Marina estuvo a favor de hacer los mayores esfuerzos para encontrarle una solución pacífica a la confrontación con Estados Unidos. En la Conferen55 Guerón, p. 62. P Á G 503 lke, p. 13. Toland, p. 138. Ibid., p. 139. El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941 cia Imperial del 19 de septiembre de 1940, el príncipe Fushimi (jefe del Estado Mayor de la Armada hasta abril de 1941) indicó en referencia a la alianza militar con Alemania e Italia que: «1) Aun si esta alianza es establecida, deben tomarse todas las medidas posibles para evitar una guerra con Estados Unidos. 2) El avance hacia el sur debe ser intentado en lo posible con medios pacíficos. 3) El control de la prensa debe fortalecerse, la discusión abierta de este pacto no debe permitirse, y hay que contener comentarios dañinos contra Estados Unidos y Gran Bretaña».56 Esta postura moderada de la Armada fue cambiando a medida que se acrecentaban las dificultades diplomáticas con Estados Unidos y aumentaban el fervor nacionalista del país y la belicosidad en las filas del Ejército. Por otra parte, los preparativos de guerra significaban considerables beneficios para la Marina en términos de asignación de recursos para hombres y equipos, ante lo cual los jefes navales no podían haber sido indiferentes. A pesar de todo subsistían grandes dudas. Un momento clave se presentó durante la así llamada «Conferencia de Ogikubo», convocada por el primer ministro Konoye en su residencia en un suburbio de Tokio el 12 de octubre de 1941. Poco antes de que la reunión comenzase llegó un mensaje para Konoye de parte del almirante Oka, jefe del Departamento de Asuntos Navales, en el cual expresaba que: «La Marina no quiere que se detengan las negociaciones norteamericano-japonesas y desea en lo posible evitar la guerra, pero no encontramos la manera de expresarlo abiertamente en la conferencia».57 Tojo, ministro de Guerra (y como tal vocero del Ejército), enterado de los contenidos del mensaje se empeñó en que la Marina plantease con claridad su posición, ante lo cual el ministro de Marina, Oikawa, expresó lo siguiente: «Estamos en una encrucijada: la guerra o la paz. Si continuamos la diplomacia debemos suspender los preparativos bélicos y confiar enteramente en las conversaciones; negociar durante meses y luego alterar repentinamente nuestra vía no servirá [...] La Marina está dispuesta a dejar la decisión enteramente en manos del Primer Ministro».58 Konoye trató de persuadir a Tojo de que aún había chance de llegar a un acuerdo con Estados Unidos, pero no tuvo éxito; si el ministro de Marina hubiese manifestado inequívocamente que la Armada tenía graves dudas sobre las perspec56 57 58 P Á G 504 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales tivas de guerra, tal vez el resultado de esa reunión habría sido distinto, pero Oikawa no tuvo el valor de hacerlo. Ni Konoye ni Togo (ministro del Exterior) podían garantizarle a Tojo que las negociaciones diplomáticas tendrían éxito, así que este último no cambió su posición a favor de la guerra. Una situación parecida se repitió en la conferencia del 1.º de noviembre de 1941, cuando Kaya (ministro de Finanzas) interpeló a Nagano (jefe de Estado Mayor de la Armada) con esta enfática pregunta: «¿Cuándo podemos ir a la guerra y ganarla?», y Nagano respondió: «Ahora mismo; ¡no llegará un momento oportuno más tarde!».59 No obstante, poco después, en un momento de receso, Nagano se acercó a Tojo y le dijo: «¿No podría el ministro del Exterior asumir esta tarea y enderezar las cosas a través de la diplomacia? En lo que concierne a la Marina usted puede resolver el problema a su discreción». Estimulado por este apoyo inesperado, Tojo regresó a la reunión decidido a presionar aún más a favor de las negociaciones; pero Nagano volvió a recomendar la guerra: «Desde luego, podemos perder, pero si no peleamos tendremos que arrodillarnos ante Estados Unidos».60 En privado, el representante de la Armada hablaba de paz; en público –tal vez por temor a perder prestigio, parecer cobarde y ver reducidas las ventajas presupuestarias– hablaba de guerra. Es común que en un proceso complejo de toma de decisiones salgan a la luz diferencias de perspectiva fundamentadas en la especialización e intereses de cada grupo. En el caso de una decisión de guerra, tal fenómeno se hace particularmente peligroso si el sector militar subordina o trata de apartar las consideraciones políticas con base en una visión estrecha del origen y significado de los conflictos bélicos. El «punto de vista puramente militar», tan perjudicial y catastrófico en numerosas guerras, no ha sido desde luego patrimonio exclusivo de los militares; no obstante, en líneas generales, esa perspectiva exclusivista fue adoptada sin refinamientos por los hombres de armas japoneses antes de la Segunda Guerra Mundial. Expresión típica de ello, entre otras, fueron las palabras de Tsukada, subjefe del Estado Mayor del Ejército, en una conferencia del 26 de junio de 1941, cuando dijo (en referencia a la propuesta de consultar diversos asuntos con Alemania): «... la fuerza militar es una cuestión de derrota o victoria. Podemos conferenciar en torno a elevadas cuestiones 59 60 Ike, p. 202. Ibid. P Á G 505 El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941 políticas, pero no sobre aquellas que pertenecen al Comando Supremo [militar]».61 Bien entendidos, los recelos de Tsukada no tienen que ver con el carácter «secreto» de los asuntos militares; sus palabras reflejan la idea de que existe una diferencia sustancial de naturaleza entre los aspectos políticos y la acción militar, que le condujo a separar radicalmente ambas dimensiones de la guerra. Esta actitud, como se ha visto en estas páginas, perjudicó notablemente el debate entre civiles y militares japoneses, oscureciendo los problemas en lugar de esclarecerlos y acentuando las diferencias en lugar de reducirlas. Consideraciones finales «El hombre, visto como un sistema de comportamiento, es bastante simple. La aparente complejidad de su conducta en el tiempo es en gran parte el reflejo de la complejidad del ambiente en que actúa». Herbert Simon The Sciences of the Artificial. «Es insoportable para los oficiales y soldados del Ejército y la Marina rendir sus armas y aceptar la ocupación del país [...] Sin embargo, comparado con la completa desaparición del Japón, aun si sólo unas pocas semillas sobreviven, ello nos permitirá vislumbrar la recuperación y un futuro mejor». Emperador Hirohito Anuncio de los términos de rendición; 14 de agosto de 1945. «Si admitimos que la vida humana puede ser regida por la razón, la posibilidad de vivir es destruida». Tolstoi La guerra y la paz. Toland, p. 162. 61 P Á G 506 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales El análisis realizado ha permitido mostrar, con base en un caso concreto, algunas de las limitaciones del «modelo de racionalidad» que se expusieron, consideradas en teoría, al comienzo de este estudio. No hay duda, por otra parte, de que el análisis del proceso de toma de decisiones que llevó al Japón a la guerra revela también la enorme complejidad que puede revestir la política internacional. En tal sentido, se aplican las frases de Simon colocadas como epígrafe al inicio de esta sección: los dirigentes japoneses, en su mayoría, demostraron poca sutileza, una tendencia a simplificar los asuntos, a ceder ante esperanzas poco fundadas y a actuar emocionalmente bajo el influjo de dogmas y posiciones rígidas. El ambiente político que los rodeaba, en cambio, era confuso, complejo y altamente dinámico. La capacidad de respuesta de los líderes japoneses era menor que las exigencias del ambiente. La diplomacia norteamericana fue intransigente, pero ésta era una instancia más de la inevitable dureza de la vida internacional, ante la cual es difícil comportarse con la frialdad que reclama la racionalidad. El ataque a Pearl Harbor constituyó una exitosa operación militar; no obstante, como lo dice Iklé, los planes de guerra japoneses eran como un puente caro «que sólo alcanza hasta la mitad de un río». Este tipo de brecha o vacío es excusable si la lucha a toda costa se convierte, en determinadas circunstancias, en la única alternativa a la extinción nacional: «En este caso una defensa heroica no sólo sirve fines trascendentes (perecer combatiendo en lugar de rendirse), sino que también puede abrir paso a una intervención “milagrosa” y salvadora».62 Desde luego, los riesgos son grandes, y la decisión de luchar a la espera de un «milagro» puede ser mucho más contraproducente que la de negociar. Así ocurrió con Finlandia en 1939. Los finlandeses fueron a la guerra contra la urss confiados en una pronta intervención anglo-francesa de su lado; al no materializarse ésta quedaron solos frente al poderío ruso que terminó imponiéndose. Los finlandeses perdieron más territorio y autonomía de la que habían previsto, pero su férrea resistencia les ganó al menos cierto respeto por parte de sus adversarios y la posibilidad de preservar algún grado de independencia nacional. Clausewitz escribió que: «Un pequeño Estado envuelto en disputas con poder muy superior, y que prevé que cada año su posición será peor, debe actuar antes de que la situación le sea totalmente desfavorable [...] 62 Iklé, p. 5. P Á G 507 El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941 Ante este panorama es aconsejable para el pequeño Estado atacar».63 En 1941 Japón no podía de ninguna manera ser considerado un «pequeño Estado»; sin embargo, su poder militar y capacidades económicas eran significativamente inferiores a las de su principal adversario, los Estados Unidos. En tales condiciones los japoneses se enfrentaban al problema denominado «la ruina de un jugador», magistralmente utilizado por Karl Deutsch para el análisis de las relaciones internacionales: En los juegos de azar prolongados, es muy probable que los jugadores que cuentan con pequeñas reservas sean aniquilados por las fluctuaciones de su fortuna, aunque la constante ventaja que lleva siempre la banca sea muy moderada. Una vez afectado por una racha de mala suerte, es probable que el pequeño jugador se arruine y por lo tanto no sea capaz de aprovechar cualquier racha posterior y más favorable. Sin embargo, la banca, con sus mayores reservas, o cualquier jugador en buenas condiciones financieras similares, pueden sobrevivir incluso a largas rachas de mala suerte, y confiar en la probabilidad de que les vaya mejor en alguna etapa posterior. Cuanto mayores sean los riesgos y más incierta y fluctuante la fortuna del juego, tanto más probable será la ruina del pequeño jugador. El jugador –o el país– dotado de mayores recursos puede enfrentar más accidentes y errores, y seguir con todo en el juego, mientras que el que tiene reservas escasas debe ser muy hábil, e incluso muy afortunado para sobrevivir. En verdad, si el juego dura bastante tiempo es probable que, de todos modos, la banca llegue a hacerlo quebrar [itálicas ar].64 Aplicando esta idea al caso bajo estudio, Japón era el «pequeño jugador», los Estados Unidos era la «banca», y el factor tiempo la cuestión esencial: si la guerra era prolongada, conduciría seguramente a la ruina del «pequeño jugador». Los japoneses hubiesen querido quedarse con las conquistas de las primeras fases de la guerra y «salir del juego», pero la «banca» no se los permitió. Butow, p. 321. Deutsch, p. 109. 63 64 P Á G 508 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales Los dirigentes japoneses asumieron graves riesgos y perdieron; también otros han actuado de esa forma a lo largo de la historia. Pero lo que sí es verdaderamente inexcusable es el hecho de que una vez que se extendió y prolongó la guerra, a medida que se hacía más evidente la disparidad del poder entre Japón y sus contrincantes, y que podía ya vislumbrarse el desenlace final del conflicto, los líderes japoneses –en particular del bando militar– se hayan aferrado fanáticamente, como jugadores suicidas, a una resistencia sin futuro. Aun después de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki se trató de impedir que el Emperador y el Gabinete aceptasen los términos de rendición. El mayor conocimiento de las realidades del poder debió haber conducido a una revaluación de la decisión de combatir; mas estos procesos de autocrítica son extremadamente difíciles de lograr en regímenes políticos «cerrados» en los que el poder de toma de decisiones está muy concentrado. Como señala Deutsch en su otra gran obra, Los nervios del gobierno, «la capacidad de un sistema de decisión política para idear y ejecutar políticas fundamentalmente nuevas destinadas a hacer frente a nuevas condiciones, se relaciona evidentemente con su capacidad de combinar ítems de información de modo de formar nuevas pautas y hallar nuevas soluciones...».65 Esta «capacidad de aprendizaje» de un sistema le hace dar una respuesta diferente y más efectiva ante un estímulo externo repetido, y la misma está estrechamente vinculada a las probabilidades de éxito en la búsqueda de objetivos. Los regímenes políticos pueden entonces compararse mediante un modelo que tome en cuenta su capacidad de conducción y aprendizaje para adaptarse a una variedad de cambios ambientales. El modelo se fundamenta en los siguientes criterios: a) ¿cuál es la carga de información que el sistema (régimen político) es capaz de procesar?; b) ¿en qué medida la respuesta ante nuevos datos es suficientemente rápida?; c) ¿cuál es el cambio real (el «provecho») que resulta como consecuencia de la información procesada?; d) ¿cuál es el monto de guía o anticipación, es decir, la capacidad de un gobierno para anticipar con eficacia los nuevos problemas? Sin duda, los sistemas democráticos y las sociedades «abiertas» tienen ventajas en cuanto a su capacidad de absorber información frente a la rigidez y cierre de canales de acceso de los regímenes autoritarios; así también los sistemas democráticos aventajan a los autoritarios en cuan65 Karl W. Deutsch, Los nervios del gobierno. Buenos Aires: Paidós, 1969, p. 188. P Á G 509 Ibid., pp. 229, 231. El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941 to a su capacidad para obtener «provecho» en sus respuestas, pues el pluralismo funciona como un mecanismo de enriquecimiento de las ideas. Por último, en relación con el monto de anticipación, la democracia tiene ventajas por sus mayores posibilidades de adaptación y creatividad, y por los efectos de la libre discusión sobre las posibilidades de innovar y plantear ideas originales ante nuevos desafíos. Por otro lado, las ventajas de un sistema de tipo autoritario, como el imperante en Japón para la época se dan aparentemente a nivel de la velocidad en la formulación de respuestas, es decir, en cuanto a la disminución del retardo en las decisiones ante nuevos retos, debido a que los mecanismos democráticos de creación de consenso tienden, en principio, a la lentitud. No obstante, la rigidez autoritaria dificulta los cambios y obstaculiza el ajuste a nuevas condiciones de la vida internacional. Esto último ciertamente ocurrió en el caso del Japón durante la Segunda Guerra Mundial; la «capacidad de aprendizaje» del sistema era muy escasa debido a sus características de sociedad «cerrada» y a la gran concentración del poder de decisión en unas pocas manos. Esto también ocurría en la urss, y el país tuvo que pagar un altísimo precio por el aprendizaje que finalmente le llevó a sobreponerse a la invasión nazi. La urss salió airosa de la guerra, pero a un costo elevado, en buena parte consecuencia de la rigidez y dogmatismo estalinistas. Como lo expresa Deutsch, «la concentración de todas las decisiones supremas en un solo punto implica que dentro de la organización política más extensa no se tolera el funcionamiento de ningún subsistema, que cuente con un mínimo de autonomía como para poder modificar o contrarrestar las decisiones efectuadas en la cúspide». Tal concentración es particularmente engañosa en política internacional, pues «puede tender a desviar la atención de los límites muy reales que restringen las decisiones hasta en las naciones más poderosas. Ningún Estado es omnipotente o dispone de recursos ilimitados, ni tampoco puede ningún gobierno esperar sacrificios ilimitados por parte de su población».66 Por otra parte, no hay que perder de vista que cuanto más elevado sea el grado real de concentración de las decisiones mayor suele ser el grado de vulnerabilidad y miedo a la destrucción o una posible infiltración; igualmente, son más elevados los riesgos de que los posibles defectos de ese «núcleo» de decisión (irracionalidad, dogmatismo, debilidades de 66 P Á G 510 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales carácter, etc.) no puedan ser contrarrestados y produzcan las más desastrosas consecuencias. Los dirigentes japoneses que tomaron las determinaciones fundamentales y las mantuvieron hasta el holocausto final estaban lejos de amoldarse –como se ha tratado de mostrar en estas páginas– al modelo del «actor racional», que decide con base en una amplia y detallada información y un cálculo definido de probabilidades. Se arriesgaron y fracasaron; y hay que tener claro, para citar de nuevo a Deutsch, que: Los hombres tendrán aún que tomar decisiones con su corazón y su mente, y por lo tanto, no debemos subestimar la importancia conceptual y filosófica de la comprensión de los aspectos de la marcha al azar en la política internacional. Esto nos recordará que al enfrentar zonas sustanciales de incertidumbre que seguirán estando ante nosotros, revelaremos cuáles son los valores que seguiremos ante la duda: los valores del orgullo y el poder o los valores de la moderación y la compasión [itálicas ar].67 Los hombres hacen la política exterior, y el hombre es un compuesto de razón y emoción; ¿cómo lograr el equilibrio?, ¿en qué consiste?, ¿cómo armonizar los valores morales y los imperativos políticos? Todas estas preguntas giran en torno al problema de la relación entre ética y política, así como entre política y guerra, cuya dilucidación escapa a los límites de este estudio. 67 Deutsch, El análisis..., p. 110. P Á G Las biografías de Hitler: Problemas de la interpretación histórica 511 1 ¿Qué hace que una biografía pueda considerarse una buena biografía? Y más específicamente, ¿qué criterios permiten evaluar como buena una biografía de Hitler? La respuesta a la primera interrogante no necesariamente puede cubrir en todos sus aspectos la segunda, pues existen importantes diferencias en cuanto a reto intelectual entre, digamos, la biografía de una notable figura literaria a la manera de James Joyce o Paul Valéry, de un lado, y de otro la de una figura política como Hitler. En el primer caso puede imaginarse un título como James Joyce, su vida y su tiempo, lo que indicaría que hay en principio espacio para seguir la pista del desarrollo espiritual del biografiado, con relativa autonomía con respecto de sus circunstancias vitales; en tanto que con Hitler resulta imposible distinguir su vida de su tiempo, ambos están estrechamente vinculados y entremezclados más allá de cualquier esfuerzo que procure separarles. La propia naturaleza del personaje biografiado impone desafíos específicos al biógrafo, y sugiere también criterios propios para juzgar los resultados. En líneas muy generales una buena biografía narra una historia de manera convincente, y ello tiene que ver en parte con la calidad del estilo literario, con la riqueza de materiales de apoyo que el autor utilice, y también con la adopción de un punto de vista por parte del biógrafo sobre el sentido de lo que relata y el significado de la trayectoria humana que describe. Para mencionar un ejemplo, la biografía de John Toland sobre Hitler, publicada inicialmente en 1976, está bien escrita y cautiva a ratos el interés del lector, sobre todo debido a la magnitud e importancia mundial de los eventos que narra, y a la particular fascinación que ejerce P Á G 512 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales la figura de Hitler como encarnación del mal en nuestro tiempo. No obstante, al final la obra deja una especie de desazón en el ánimo del lector que aspira a algo más que una descripción, y desea saber lo que piensa el biógrafo sobre qué significó todo aquello. La razón de esta falla en el libro de Toland estriba a mi modo de ver en la confesión inicial del autor, cuando afirma que «Mi libro no tiene tesis, y todas las conclusiones que en él se encuentran surgieron al irlo escribiendo». Una de tales conclusiones, nos dice, es que Hitler «era mucho más complejo y contradictorio de lo que yo había imaginado».1 Este es un resultado relevante, pero sugiere que el autor consideraba, al dar comienzo a su tarea, que los hechos hablan por sí mismos, lo cual es falso y conduce a serios extravíos. Los hechos no son elocuentes por sí mismos pues no se pueden separar de su enunciación y su explicación, y esta última es una tarea con implicaciones morales. Al biógrafo toca describir, narrar y explicar, y la selección de sus palabras y aseveraciones no constituye un mero asunto estilístico o científico sino moral. 2 Esa carencia de tesis, es decir, de un punto de vista y una perspectiva clara y consistente, se une en el libro de Toland a una serie de afirmaciones que me lucen cuestionables, y no tienen sustentación adecuada en la masa de evidencia disponible. Para sólo citar tres casos, Toland sostiene que Hitler «se consideraba a sí mismo nacido y predestinado a la política», pero en realidad los datos existentes sugieren que este tipo de convicción mesiánica sólo se concretó, en su dirección específicamente política, después de la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial y luego de las experiencias vividas por Hitler en Múnich al ser desmovilizado del Ejército, y no antes. Toland también asegura que Hitler ocultaba sus intenciones revolucionarias en tiempos electorales para no alarmar al ciudadano medio, y en particular afirma, con referencia a las elecciones de febrero de 1933, que Hitler «nada anticipó acerca de sus planes contra los judíos». Es cierto que Hitler era capaz de moderar el tono y contenidos de sus discursos en función de las diversas situaciones que enfrentaba, pero si algo caracterizó su carrera política fue su sistemática prédica radical, perceptible aun en las más acomodaticias circunstancias. Nadie puede acusar al Führer nazi de haber ocultado sus intenciones, aunque por supuesto no las repetía a plenitud a cada instante. Por otra parte, no 1 2 John Toland, Adolf Hitler, vol. 1. Madrid: Cosmos, 1977, p. 6. Sobre este punto véase John Lukacs, The Hitler of History. New York: Vintage Books, 1998, p. 17. P Á G 513 Toland, ob. cit., vol. 1, pp. 93, 334, 372. Ulick O’Connor, Biographers and the Art of Biography. London: Quarter Books, 1991, p. 36. Daniel Aron, ed., Studies in Biography. Cambridge: Harvard University Press, 1978, p. vii. Las biografías de Hitler: Problemas de la interpretación histórica queda claro qué intenta decir Toland cuando señala que en esa coyuntura específica Hitler nada anticipó con respecto a sus planes contra los judíos. El antisemitismo de Hitler era explícito y notorio, pero sus planes concretos de exterminio en masa de los judíos nunca fueron expuestos abiertamente, en público, por el líder nazi –tal vez con la excepción de algunos íntimos colaboradores–, y en 1933 ni siquiera los judíos alemanes, al menos buena parte de ellos, alcanzaban a imaginar la catástrofe que el régimen nacionalsocialista y su máximo jefe se aprestaban a desatar sobre ellos y en general sobre la población judía en varios países de Europa y la urss. Más aún, es probable que en ese relativamente temprano momento de la historia del régimen, tampoco Hitler y los jerarcas nazis tenían claro qué era exactamente lo que iban a hacer, no sólo con respecto a los judíos sino con relación a la guerra de conquista europea. En otra sección de su obra, Toland dice que en diciembre de 1933 «Alemania estaba en el umbral del totalitarismo y había llegado allí más por las necesidades de la época y el deseo de conformarse, que por el terror».3 Esto me parece discutible, ya que podemos preguntarnos: ¿Cuáles eran las necesidades de la época, y porqué otras naciones europeas, como Inglaterra y Polonia por ejemplo, no sucumbieron a ellas como lo hizo Alemania? ¿Qué sentido tiene hablar de un deseo de conformarse de parte de una sociedad alemana que nunca, antes de 1933, votó mayoritariamente por Hitler y los nazis? ¿No se explica también el ascenso de Hitler al poder por la miopía y el egoísmo de las élites conservadoras y de la izquierda socialdemócrata y comunista, que siempre subestimaron el radicalismo nacionalsocialista y el carisma de su líder, y no fueron capaces de luchar juntos contra la amenaza mortal que acabó por destruirles? Estudiosos del arte de la biografía –pues se trata de un arte que requiere sensibilidad, diseño conceptual, penetración sicológica, creación de un clima narrativo, comprensión sociológica y empatía hacia el tema explorado–,4 sostienen que una biografía debe ser simplemente la historia de la vida de una persona «y no una teoría sobre esa vida».5 Pero esta afirmación puede prestarse a equívocos. Si bien es cierto que una biografía no debe concebirse como un tratado sociológico o un texto de sicología, también lo es que sin teoría, entendida acá como un marco 3 4 5 P Á G 514 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales conceptual que sustente un punto de vista y una perspectiva interpretativa, una biografía carece de hilo conductor, muy particularmente si estamos hablando de una figura con las características de un Hitler, por la multiplicidad de variables y la complejidad intrínseca del contexto y del personaje mismo. Creo que esa falta de teoría o «tesis», como Toland lo expresa, crea un vacío en su libro, y a ella pueden atribuírsele, al menos parcialmente, algunas de las dificultades interpretativas de la obra. Esta carencia de teoría es lo que lleva a otros a decir, para mencionar un par de ejemplos, que «Hitler no figura entre las grandes personalidades de la historia», y que «hay poco que lo haga interesante como hombre en sí».6 Estas son aseveraciones debatibles, ya que en primer término habría que definir qué se entiende por «grandeza» histórica, y en segundo lugar sería imperativo tomar en cuenta que puede existir un abismo –y de hecho ocurre con frecuencia– entre ciertos rasgos pedestres de la personalidad cotidiana de un individuo, como ocurre con Hitler, y el impacto colectivo e histórico del personaje. Esto por cierto lo señaló el primer biógrafo «serio» de Hitler, Konrad Heiden, en su excelente y perceptiva obra de 1944, de la manera siguiente: «La contradicción entre la apariencia lamentable y la voz poderosa caracteriza al hombre. La suya es una personalidad escindida; amplias zonas de su alma son insignificantes, descoloridas de cualidades relevantes de intelecto o voluntad: pero hay también esquinas sobrecargadas de fuerza. Esta asociación de inferioridad y fuerza es lo que le hace tan extraño y fascinante a la vez».7 Esa misma inferioridad y esa apariencia lamentable, lejos de parecerme poco interesantes, me despiertan, tratándose de Hitler, el mayor interés. Voltaire decía: «... yo nada impongo, nada propongo, sencillamente expongo»; 8 pero estas frases de nuevo ponen de manifiesto la ilusión de que los hechos hablan por sí mismos, una ilusión que constantemente confunde a los biógrafos y les hace perder de vista que un biógrafo –y un historiador en general– constantemente toma decisiones que reflejan el acto de interpretar. Considero preferible, antes que la ficción volteriana, la aspiración de Hannah Arendt, plasmada así: «En tiempos sombríos tenemos el derecho de esperar alguna iluminación, y algunas vidas arrojan una luz sobre el mundo».9 No se trata, desde luego, de una luz ética, mu6 7 8 9 Karl Dietrich Bracher, «Problemas y perspectivas en la interpretación de Hitler», en Controversias de historia contemporánea. Barcelona: Alfa, 1983, p. 84. Konrad Heiden, The Führer. New York: Carroll & Graf Publishers, Inc., 1999, pp. 34-35. Citado por Lytton Strachey, Eminent Victorians. New York: Capricorn Books, 1963, p. vii. Citada por Paula R. Backscheider, Reflections on Biography. Oxford: Oxford University Press, 1999, p. xxi. P Á G 515 Véase, para citar un caso, el artículo de Norman Lebrecht, «The Humanising of Hitler», The Spectator, London, October 28, 2000, pp. 60-61. George H. Stein, ed., Hitler. New Jersey: Prentice Hall, Inc., 1968, p. 172. Esta es la posición asumida por Claude Lanzmann. Véase Ron Rosenbaum, Explaining Hitler. London: Macmillan-Papermac, 1999, pp. xvi-xvii. Las biografías de Hitler: Problemas de la interpretación histórica cho menos en el caso de Hitler –más bien todo lo contrario. Considero que Arendt se refiere a una luz explicativa sobre la época, y ciertamente la figura de Hitler es fundamental no sólo para la comprensión de algunos de los sucesos clave del siglo xx, sino que tiene un hondo interés humano –en un sentido amplio– precisamente por haber alcanzado los extremos de odio contra los que consideraba sus enemigos, dominio real sobre sus seguidores y criminalidad que conocemos. Estos rasgos tan pronunciados en cuanto a maldad y capacidad destructiva complican la tarea para sus biógrafos, pues se corre el riesgo de satanizar al personaje de modo tal que adquiera dimensiones ajenas a una explicación equilibrada, en lo que tiene que ver con el rigor intelectual en general. De otro lado, esa misma imagen demoníaca, y la indudable maldad moral de Hitler, lleva a no pocos a creer que es errado y/o peligroso «humanizar» a Hitler,10 en el sentido básico de sostener que era un ser humano y que hay que esforzarse por explicar su vida, pues aunque nos resulte repugnante y nos genere gran desasosiego moral, la carrera de Hitler demuestra qué somos capaces de hacer, o como mínimo qué fue capaz de hacer un miembro de la especie. El tema del genocidio es central en el estudio de Hitler, y hay que darle toda la importancia que requiere, mas no puede convertirse en obstáculo –en lugar de ser un elemento más, de crucial importancia– para la explicación de esa vida y sus circunstancias. Al contrario, pienso que la atracción que irradia la figura de Hitler, en una perspectiva científica del término en el campo de las ciencias sociales y de la ética misma, reside precisamente en su radicalismo político y su maldad moral. De allí que me resulten inadmisibles los intentos de colocar la vida y carrera de Hitler más allá del campo de las explicaciones posibles y sostener, por ejemplo, que las biografías de Hitler ponen de manifiesto una «insuperable dificultad» para explicar «por qué Hitler pensó y actuó como lo hizo y por qué millones de alemanes hallaron una nueva fe en su pavorosa ideología»; 11 o aseverar que «entenderlo todo es perdonarlo todo», que emprender el esfuerzo de entender a Hitler es arriesgarse a hacer comprensibles sus crímenes y de ese modo reconocer la «alternativa prohibida» de tener que perdonarle.12 No creo que sea imposible ensayar explicaciones de lo que ocurrió con Hitler y los alemanes, unas 10 11 12 P Á G 516 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales más satisfactorias o menos sesgadas o limitadas que otras; tampoco comparto la idea de que explicar inevitablemente empuje a perdonar. Una cosa es el análisis histórico, con sus implicaciones evaluativas en cada caso, y otra la decisión moral de perdonar. Por lo demás, un biógrafo tiene por encima de todo que estar persuadido de que la tarea que se propone emprender es factible, y ello no tiene por qué llevarnos a olvidar que numerosas vidas humanas, tal vez la mayoría y ciertamente no sólo la de Hitler, dejan un ámbito para el misterio, el enigma, y finalmente la duda acerca de sus motivaciones y acciones. De tal manera que afirmaciones como las de Hugh Trevor Roper y Alan Bullock, dos de los mejores biógrafos de Hitler, según las cuales el jefe nazi «permanece como un atemorizador misterio», y «mientras más lo estudio más difícil encuentro explicarle»13 deben tomarse, pienso, en el sentido de que la vida humana tiene mucho de misterioso, rasgo que se acentúa en el caso de un Hitler. El verdadero problema se halla entonces en la pretensión de explicar plenamente a un ser humano, en esperar que una biografía pueda proporcionarnos la clave final y definitiva y entregarnos, por así decirlo, al «verdadero Hitler», al «Hitler real», descifrando sin que nada reste su misterio y decodificando sus más recónditos y oscuros secretos. Una biografía puede intentar esta empresa, pero es iluso presumir que la misma tendrá un punto final. 2 Los más oscuros rasgos morales, los instintos homicidas y la mezquindad de espíritu no son desafortunadamente incompatibles con la destreza política, y ello ha sido reconocido así por los más importantes biógrafos de Hitler, aunque Ian Kershaw –como veremos– procura en cierta forma desdibujar el genio político del líder nazi bajo el oleaje tumultuoso de las fuerzas sociales que conformaban el contexto en que aconteció su actuación pública. Por su parte, Alan Bullock reconoce sin cortapi13 Hugh R. Trevor-Roper, «Hitler Revisited», Encounter, December 1988, p. 19; la cita de Bullock en Rosenbaum, p. xv. P Á G 517 Alan Bullock, Hitler. A Study in Tyranny. Harmondsworth: Penguin Books, 1972, p. 804. Joachim Fest, Hitler. New York: Vintage Books, 1975, p. 262. Marlis Steinert, Hitler. Buenos Aires: Javier Vergara Editor, 1999, p. 111. Las biografías de Hitler: Problemas de la interpretación histórica sas las habilidades políticas fuera de lo común de un hombre que pareció emerger de la nada hasta dominar Alemania y buena parte de Europa, confundiendo y venciendo por años a adversarios que siempre parecían quedar varios pasos atrás de las maniobras urdidas por su sinuoso y sorprendente contrincante. En su conocida y excelente biografía de 1952, Bullock destaca en particular el instinto y la capacidad de Hitler para identificar y utilizar para su provecho los factores emocionales en la política, así como su maestría para simplificar su mensaje y transmitirlo con impacto, su atinada percepción de las debilidades de sus oponentes y su voluntad de asumir riesgos.14 Y Joachim Fest, a mi manera de ver autor de la que es, hasta ahora, la mejor biografía del líder nazi, señala sin ambigüedades que Hitler fue un político consumado.15 Por su parte, Marlis Steinert, en un libro meritorio pero quizás demasiado ortodoxo en sus interpretaciones y un tanto academicista en sus métodos y estilo de presentación, enfatiza el papel de la pasión, entendida como una fuerza dinámica e implacable, en el éxito político de Hitler, una pasión que –escribe– Hitler «supo comunicar a millones de frustrados y de mediocres como él».16 Hay que suponer que al calificar a Hitler de «mediocre» Steinert desea llamar la atención sobre ciertas características personales de aquel individuo con propensiones bohemias, hábitos y gustos triviales, que jamás logró disciplinarse para trabajar en serio, que era incapaz de afectos humanos estables, carecía de autenticidad en sus relaciones y estaba lleno de inseguridades y prejuicios. De otro lado, no obstante, me parece peligroso, en el sentido de la disección analítica de Hitler, calificarle como un «mediocre», a menos que se tenga muy claro qué es lo que se quiere expresar con el término. Igual cosa ocurre cuando se discute sobre la «grandeza» histórica de un personaje como Hitler. El riesgo que se corre es el de confundir su impacto concreto en el curso de los eventos con su valoración moral. Ciertamente, Hitler no fue «grande» como factor de logros positivos o como influencia benefactora para su pueblo, pero como lo manifiesta el autor de uno de los más agudos, equilibrados y originales estudios en torno al Führer nazi, «Los grandes hombres son con frecuencia malos, y Hitler, a pesar de todos su horripilantes atributos, fue 14 15 16 P Á G 518 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales un gran hombre, como lo demostró una y otra vez por la audacia de su visión y la astucia de sus instintos».17 Jacob Burckhart, por otra parte, ha argumentado que «aquellos que son sólo vigorosos destructores no son grandes», históricamente hablando,18 y no puede negarse el peso de esta idea de las cosas. Ahora bien, a mi parecer lo verdaderamente clave, más allá de uno u otro calificativo, está en evadir la tentación de subestimar la figura y el fenómeno político de Hitler. Mentes perceptivas como las de Bracher y Steinert se preguntan: «¿Cómo un hombre de existencia personal tan estrecha [...] pudo fundamentar [...] un desarrollo de dimensiones y consecuencias de tanto alcance histórico-mundial, que dependió considerablemente de él?»,19 ¿cómo se explica «la disparidad entre una apariencia insignificante y los cataclismos que produjo»? 20 Si bien la interrogante no deja de tener sentido, no creo que semejante disparidad constituya de por sí un acertijo indescifrable, pues bien podría sostenerse que en lugar de ser las cualidades que le separaban de las masas las que le llevaron donde llegó, fueron más bien las que le asemejaban a la mayoría y de las que Hitler encarnaba la representación las que explican su éxito, pues de hecho el líder nazi fue el individuo que dio voz a las masas, a buena parte de ellas, y a través del cual las masas hablaron. 21 En realidad, hablar de las presuntas «mediocridad» o «grandeza» de Hitler poco ayuda a explicarle, pero, ¿qué es explicar una vida?, ¿en qué consiste esa tarea? El propio Freud confesó que «Resulta imposible entender el pasado con certeza, porque no podemos adivinar las motivaciones de los hombres y la esencia de sus almas, y por ello no podemos interpretar sus actos».22 Esto luce un tanto exagerado, pues los actores históricos dejan rastros –documentos, grabaciones, memorias, testimonios de otros que les vieron desempeñarse, impresiones de sus contemporáneos, etc.– que permiten hasta cierto punto hacerse una idea de lo que les movía a hacer lo que hicieron, aparte de lo que revelan sus decisiones y acciones como tales. Me parece, insisto, excesivo sostener que Hitler «escapa a una explicación»,23 aunque ciertamente conviene limitar las ambiciones en cuanto a las posibilidades de llegar a conclusio17 18 19 20 21 22 23 Sebastian Haffner, The Meaning of Hitler. New York: Macmillan, 1979, p. 171. Citado por Lukacs, p. 254. K. D. Bracher, p. 85. Steinert, p. 12. Joachim Fest, The Face of the Third Reich. New York: Pantheon Books, 1970, p. 4. Citado en Backscheider, p. 109. Rosenbaum, p. xi. P Á G 519 Para una interesante discusión en torno a la sicohistoria, consúltese, Fred Weinstein, «Psychohistory and the Crisis of the Social Sciences», History and Theory, 34, 4, 1995, pp. 299-319. Fest, Hitler, pp. 39-40. Roger Caillois, El mito y el hombre. México: Fondo de Cultura Económica, 1998, pp. 26-30. Las biografías de Hitler: Problemas de la interpretación histórica nes últimas y definitivas sobre las razones o sinrazones que explican la conducta de las personas. De hecho, en no poca medida el atractivo de una buena biografía se encuentra en la búsqueda de respuestas, y en la aceptación de que aun el mejor de los biógrafos nos dejará parcialmente insatisfechos en nuestra ansia de las mismas. Una gran biografía es capaz de suscitar tantas preguntas como las respuestas que propone, y una buena biografía es generalmente testimonio de las fallas de las diversas teorías sicológicas y sociológicas acerca de la personalidad.24 Es cierto que los avances en sicología profunda pueden arrojar alguna luz sobre la conexión que hubo entre el carisma de Hitler y los miedos, resentimientos, ambiciones y ansias de revancha de muchos de sus seguidores; también es en principio posible que –como algunos han sugerido, y a manera de ejemplo para lo que venimos discutiendo–, el feroz antisemitismo de Hitler haya tenido raíces patológicas vinculadas a su compleja sexualidad.25 Todas estas teorías e hipótesis contribuyen de un modo u otro a observar la carrera del individuo en cuestión y analizarla, pero no le agotan, y son como los pasos en una caminata que al emprenderse no se conoce dónde y cuándo termina. En el contexto de las teorías socio-antropológicas y sicológicas que intentan explicar el carisma, llama la atención la muy interesante tesis que presenta Roger Caillois en su libro sobre el mito, en el que distingue entre la mitología de las situaciones y la de los héroes. Las situaciones míticas constituyen la proyección de conflictos sicológicos, y el héroe es la proyección del propio individuo «como imagen ideal de compensación que tiñe de grandeza su alma humillada».26 El individuo es presa de conflictos sicológicos acerca de los cuales muchas veces somos inconscientes, pues surgen de las presiones de la estructura social que nos rodea sobre nuestros deseos. De allí que el individuo sólo puede salir de esos conflictos mediante actos condenados por la sociedad y hasta por su propia conciencia, condicionada y marcada como está por los tabúes y prohibiciones sociales. La consecuencia de ello es que el individuo se paraliza ante la transgresión a la que le empujan sus aspiraciones más recónditas, y confía su ejecución al «héroe». El héroe es por lo tanto aquel que encuentra una solución a la situación mítica, el que le halla una sa24 25 26 P Á G 520 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales lida, feliz o desdichada, pero salida al fin. El héroe resuelve el conflicto, y esa facultad legitima para él un derecho superior, no tanto al crimen sino a la culpabilidad, siendo la función de esa culpabilidad (la que se acarrea para el héroe por su transgresión) la de halagar al individuo que la desea pero no es capaz de asumirla. Argumenta Caillois igualmente que el individuo no se contenta con un mero halago y le es necesario el acto, es decir, que no se trata de una identificación virtual o de una satisfacción ideal con el héroe; se requiere, sicológicamente, una identificación real y una satisfacción palpable, las cuales puede tener lugar en el marco mítico, marco hecho a su vez factible por el rito, que es el medio o instrumento que concede al mito del héroe su capacidad de ser vivido. Y como han explicado autores que han detectado este aspecto del movimiento nazi y destacado su apego a la estetización de la política,27 la ritualización política con que los nazis rodeaban toda su actividad, y especialmente los encuentros de las masas con el Führer, iban claramente destinados a provocar entre los miembros «esa embriaguez breve que un hombre inferior no puede disimular cuando por unos instantes se siente detentador del poder y provocador de miedo».28 El tema de las relaciones entre la personalidad de Hitler y su entorno, de la influencia mutua entre el individuo y su contexto sociocultural, resulta central para sus biógrafos, aunque el manejo de los complejos vínculos y de las teorías que pueden desarrollarse sobre el papel y peso específico de las diversas variables individuales y colectivas varía de un caso a otro. Steinert plantea acertadamente la cuestión: «¿Quiénes se acercan más a la “verdad”: los que reducen todo a las intenciones y al programa de Hitler, los que lo explican todo mediante las estructuras y las funciones socioeconómicas, o aquéllos para quienes el verdadero problema está planteado por la cultura política alemana, es decir por las ideas y los valores que subyacen en toda acción y estructura política?».29 Sobre el tema de la relación entre el individuo y su contexto histórico, y acerca del peso que una personalidad o las fuerzas colectivas ejercen en cambiantes coyunturas sobre el destino de los eventos, considero que una postura teórica que procure el equilibrio en el manejo de estos factores es la más atinada. En palabras de E. H. Carr, «Lo que me parece esencial es ver en el gran 27 28 29 Uno de los más lúcidos fue Walter Benjamin, en su ensayo «La obra de arte en la era de su reproducibilidad técnica», en Illuminations. London: Jonathan Cape, 1970, pp. 219-253. John Moffatt Mecklin, citado por Caillois, p. 30. Steinert, p. 13. P Á G 521 E. H. Carr, ¿Qué es la historia? Barcelona: Editorial Seix Barral, 1969, p. 73. Ian Kershaw, Hitler, 1889-1936. Barcelona: Península, 1999, p. 22. Ibid., p. 24. Sobre el tema, consúltese a Thomas E. Dow, «The Theory of Charisma», The Sociological Quarterly, 10, 1999, pp. 306-318. Ibid., pp. 25-26. Las biografías de Hitler: Problemas de la interpretación histórica hombre a un individuo destacado, a la vez producto y agente del proceso histórico, representante tanto como creador de fuerzas sociales que cambian la faz del mundo y el pensamiento de los hombres».30 Este equilibrio no es siempre fácil de lograr, y con relación al caso de Hitler las dificultades aumentan y el deseo de minimizar su relevancia en el marco de lo ocurrido puede jugar malas pasadas a los biógrafos e historiadores, conduciéndoles a un reduccionismo excesivo en el cual el individuo es asfixiado por su entorno, o –a veces– a la banalización del problema. Un buen ejemplo de lo primero se patentiza en la por lo demás notable biografía del Führer nazi del historiador británico Ian Kershaw. Como pareciera ser costumbre entre los que intentan biografiar a Hitler, Kershaw se pregunta ¿cómo explicar que «alguien con tan pocas dotes intelectuales [...] alguien que no era más que un cuenco vacío [...] pudo sin embargo llegar a tener una repercusión histórica tan inmensa, pudo hacer contener el aliento al mundo entero?».31 Su respuesta es inequívoca: Hitler fue «en gran medida un producto social, una creación de motivaciones y expectativas sociales con que le “invistieron” sus seguidores». Kershaw se apresura a añadir que esta apreciación no significa que las acciones del propio Hitler no fuesen «de la máxima importancia en momentos clave»; pero en su opinión «el peso de su poder ha de verse sobre todo no en atributos específicos de la “personalidad” sino en su papel como Führer, un papel que sólo podía ser factible con el menosprecio, los errores, la debilidad y la colaboración de otros».32 Ciertamente, la autoridad carismática requiere no solamente la existencia de cualidades singulares en una persona, sino también el que dichas cualidades sean reconocidas como tales por otros.33 Y lo que aparentemente busca Kershaw en su obra es responder a la interrogante de por qué la sociedad alemana de ese momento y circunstancias reconoció a Hitler como su «salvador». En su intento de lograr esa meta Kershaw propone lo que anuncia como «un planteamiento nuevo», que consistiría en «integrar las acciones del dictador en las estructuras políticas y las fuerzas sociales que condicionaron su adquisición del poder y el ejercicio del mismo, así como la influencia excepcional de ese poder».34 30 31 32 33 34 P Á G 522 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales A decir verdad, y sin ánimo de menoscabar la valiosa y a ratos fascinante biografía de Kershaw, su planteamiento no es tan novedoso y ya había sido desarrollado –con bastante éxito– por anteriores biógrafos de Hitler, como Bullock y Fest. Creo que Kershaw acierta al declarar que es una distorsión afirmar que la historia alemana mostraba una especie de pauta inexorable, que culminó en la llegada de Hitler al poder, y que sería igualmente equivocado suponer que el líder nacionalsocialista cayó como un rayo del cielo en un contexto histórico desprovisto de elementos socioculturales que ayudan a explicar qué pasó, al combinarse el marco social y el individuo que encarnó rasgos clave del mismo y supo explotarlos en la dirección en que lo hizo.35 Admitido todo esto, considero no obstante que Kershaw tiende a banalizar las cosas cuando insiste reiteradamente a lo largo de su obra en que sin las circunstancias específicas que le proporcionaron su marco de acción –las tradiciones autoritarias de Alemania, la debilidad de la cultura liberal-democrática en el país, las secuelas de la derrota de 1918, la ceguera de las élites conservadoras y de los partidos reformistas, etc.–, Hitler «habría seguido siendo un don nadie». Más tarde escribe que «Sin las condiciones únicas en las que alcanzó prominencia, Hitler no habría sido nada. Cuesta imaginarle cruzando el escenario de la historia en cualquier otro período».36 Estas aseveraciones de Kershaw o bien constituyen una gran verdad o una banalidad, o seguramente ambas cosas. Lo mismo podría decirse de muchos otros «grandes hombres», pues sus cualidades singulares, cualesquiera que hayan sido, requirieron en cada caso del abono nutritivo de circunstancias específicas, para detonar con el indispensable impacto los magnos eventos que esa unión individuo-contexto desató. Tiene desde luego sentido estudiar a fondo las condiciones sicosociales de la sociedad alemana en que surgió Hitler, y ése es el camino para esbozar una explicación de lo ocurrido, dando el peso necesario también a las características del personaje, quien sin duda tenía atributos de sagacidad política, don de mando, habilidad oratoria y de suscitar adhesiones que le distinguieron y dinamizaron en su época y circunstancias. Fest se pregunta qué destino habría aguardado a Hitler si la historia no hubiese producido las condiciones singulares que le despertaron, por así decirlo, y le convirtieron en el portavoz de millones: «Es fácil vislumbrar 35 36 Ibid., p. 95. Ibid., pp. 148, 423. P Á G 523 Las biografías de Hitler: Problemas de la interpretación histórica su existencia ignorada en los márgenes de la sociedad, amargado y misántropo, ansiando un gran destino e incapaz de perdonarle a la vida por haberle rehusado el papel heroico que anhelaba».37 Estas son frases estupendas, que abundan en el libro de Fest, y son además acertadas; sin sus circunstancias, Hitler no hubiese sido el Führer nazi, pero de igual manera cabe decir que podemos imaginar a la Alemania de los años 1920 y 1930 del siglo xx sumida en severas tormentas, que probablemente la hubiesen conducido a una grave crisis, pero –y así lo admite el propio Fest en otra de sus obras– «sin la persona de Hitler jamás hasta alcanzar esos extremos».38 Por otra parte, al hablarse del contexto o marco histórico y de fuerzas colectivas conviene no limitarse exclusivamente a lo social y económico, pues como apunta con extraordinaria agudeza Modris Eksteins, Hitler fue también una creación «de la imaginación alemana», más bien que de fuerzas sociales y económicas en sí mismas: «Hitler no fue visto en primer término como un agente de recuperación social y económica –ésa fue una interpretación post facto– sino como un símbolo de revuelta y reacción de los desposeídos, los frustrados, los humillados, desempleados, resentidos e iracundos. Hitler era la protesta, un emblema mental en medio de la derrota y el fracaso [...] ante su podio de orador [...] las masas se celebraban a sí mismas».39 3 El tema de la relación entre el individuo y sus circunstancias, en cuanto a Hitler se refiere, tiene otro aspecto de importancia que resulta imperativo tocar y que se vincula a lo ético. La satanización de un solo personaje, sin que minimicemos su maldad, puede tener el propósito –deliberado o no– de descargar de culpas a muchos otros miembros de la sociedad donde el individuo en cuestión, ahora transformado en chivo expiatoFest, Hitler, p. 8. Fest, The Face of the Third Reich, p. 3. Algo parecido escribió el historiador de las religiones Owen Chadwick sobre Lutero: «La reforma protestante hubiese ocurrido sin Lutero. Pero sin Lutero no hubiese ocurrido del modo en que ocurrió», citado por Lukacs, p. 258. Modris Eksteins, Rites of Spring. New York: Anchor Books-Doubleday, 1989, p. 324. 37 38 39 P Á G 524 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales rio, desarrolló su acción. También puede percibirse en ciertos casos la tendencia a ampliar de tal modo las culpas, que entonces se pierde todo referente concreto, o al menos se desdibuja más allá de toda posibilidad de concisión histórica. Creo que ello se evidencia en las líneas finales de la ya citada obra de Fest, El rostro del Tercer Reich, publicada años antes de su reconocida biografía. Allí Fest sostiene que Hitler fue el resultado «de un largo proceso de degeneración que no estuvo confinado a un solo país, el resultado de un proceso evolutivo que fue tanto europeo como alemán, una falla común. Esto no disminuye la responsabilidad del pueblo alemán, pero sí la divide».40 Este estilo de explicación es lo que con radical firmeza ética rechaza Eric Voegelin en su polémico estudio sobre Hitler y los alemanes, texto que es oportuno mencionar en estas notas sobre las biografías del líder nacionalsocialista. La pregunta que se formula es: ¿Cómo fue posible que una efectiva mayoría de alemanes aceptase a un líder con la tipología encarnada en Hitler? Voegelin procura dar respuesta a la interrogante mediante el uso de lo que llama, siguiendo a Platón, el «principio antropológico», según el cual la polis es la expresión del individuo y la cualidad de la sociedad es definida por el talante moral de sus miembros.41 En este orden de ideas, Voegelin cuestiona las interpretaciones que privilegian factores políticos y socioeconómicos de naturaleza colectiva, que conceden a Hitler un papel secundario, el de un individuo más, arrastrado como todos por los eventos en lugar de controlarles, y singulariza la conocida obra de Hannah Arendt sobre Los orígenes del totalitarismo como ejemplo de ello. En opinión de Voegelin: El tratamiento de los movimientos totalitarios al nivel de situaciones de cambio social [...] tiende a atribuir un aura de fatalidad a la causalidad histórica. Los eventos y cambios requieren desde luego una respuesta, pero no la determinan. El carácter de un hombre, el rango e intensidad de sus pasiones, los controles ejercidos por sus virtudes y su libertad espiritual, también participan como otras causas.42 40 41 42 Ibid., p. 67. Eric Voegelin, The New Science of Politics. Chicago & London: The University of Chicago Press, 1974, pp. 61-63. E. Voegelin, Hitler and the Germans. Columbia & London: University of Missouri Press, 1999, p. 38. P Á G 525 Ibid., pp. 25-63. Ibid., pp. 106-110. Steinert, p. 396. Las biografías de Hitler: Problemas de la interpretación histórica Voegelin procura en su obra preservar un sano balance entre los aspectos relativos al carácter personal de los individuos que intervienen en la historia, enmarcado dentro de las estructuras sociales con sus efectos estimulantes o inhibitorios de ese carácter. No obstante, ese balance no es perfecto, pues la sociedad debe siempre ser considerada al final como la expresión de las personas moralmente maduras que la integran. Si fuese al revés, es decir, si el individuo fuese la expresión de la sociedad de la que forma parte, ello indicaría un proceso de decadencia espiritual, pues según Voegelin la personalidad moral del individuo no está fijada, no importa cuán influyentes sean tales factores, por las estructuras sociales en que se halla inmerso. De esta manera, si bien tanto los componentes intencionales como los estructurales intervienen en el esfuerzo de explicación histórica, en última instancia el logro o el fracaso en conquistar madurez ética por parte de la gente es el elemento explicativo de la bondad o maldad de las estructuras sociopolíticas. De allí que Voegelin se niegue a aislar a Hitler de sus conciudadanos, y argumente que el ascenso del líder nacionalsocialista al poder tiene que verse en conexión con una disposición del pueblo alemán de ese momento y circunstancias, que se identificó con él y le dio el necesario apoyo. Hitler a su vez explotó las debilidades morales de los demás para sus propósitos.43 El juicio de Voegelin sobre esa significativa parte del pueblo alemán que respaldó al Führer nazi es severo, sin caer en el extremo de acusarles colectivamente, pues lo que realmente importa en toda situación histórica es el valor o cobardía moral de cada persona y su conciencia. De acuerdo con Voegelin, el ascenso, triunfo y colapso del nazismo puso en evidencia un fenómeno generalizado de estupidez moral, mas «no existe un derecho a ser estúpidos» en el plano moral.44 Este señalamiento es reiterado por Steinert en su biografía, cuando escribe que «La puesta en práctica de la solución final [el Holocausto del pueblo judío, ar] no fue [...] solamente obra de Hitler y de su odio patológico, sino de una “comunidad de acción policéntrica” [...] En el origen de todo ello, se encuentra el “desdoblamiento de la percepción moral” de Hitler y de un buen número de científicos, médicos, militares y burócratas».45 Hitler, en otras palabras, no estuvo solo en sus ejecutorias. Steinert también ob43 44 45 P Á G 526 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales serva en esa especie de íntima convicción de poseer un «derecho de matar» a quienes los nazis percibían como nocivos para el pueblo alemán, lo que se encuentra en la base de la sicología del genocidio, y lo que distinguió al nacionalsocialismo de otras variantes del fascismo, como el italiano por ejemplo.46 Voegelin destaca la influencia de la hubris, término empleado en las tragedias griegas clásicas para referirse al pecado de orgullo, de arrogancia espiritual y pérdida del sentido de las proporciones, como otro factor de primera importancia a ser tomado en cuenta en el estudio del nazismo.47 Ese elemento fundamental del movimiento nazi y de su líder es igualmente elaborado por sus principales biógrafos,48 mas llama la atención el hecho de que varios de ellos parecen creer que al menos en las etapas iniciales de su carrera política esa fuerza irracional, esa hubris, coexistía en el líder nacionalsocialista con una poderosa dosis de realismo y frialdad calculadora, pero que a partir de cierto momento, intoxicado por sus triunfos, Hitler se convenció a sí mismo de su propio mito abandonándose por completo a una megalomanía que acabó por destruirle.49 Según Fest, «Cuando el sentido de su misión histórica no fue ya controlado por sus cálculos maquiavélicos, cuando él mismo sucumbió a la noción de que era más que humano, el descenso empezó».50 La hipótesis según la cual hubo un momento en que Hitler «abandonó la política» 51 para moverse exclusivamente en el terreno de la fantasía es interesante, pero a mi modo de ver inexacta. Mi impresión, más bien, es que ambos planos coexistieron siempre en la personalidad del Führer nazi, y que en todo caso la acentuación del lado fantástico de su temperamento no tuvo lugar a partir del tiempo en que se concretaron sus mayores victorias, sino cuando comenzaron las grandes derrotas, en particular Stalingrado, y ello –creo– fue así no precisamente debido a un intento de escapar de una realidad ingrata, sino como un medio, quizás también calculado, para hacer retroceder esa realidad con lo único que le restaba: fuerza de voluntad y pasión «irracional». Creo que en cierta forma Bullock acepta esto cuando asevera que en los 18 meses finales de su vida, «el rechazo a ver o admitir 46 47 48 49 50 51 Ibid., p. 162. Voegelin, Hitler and the Germans, p. 101. Fest, Hitler, pp. 158-159, 480; Bullock, p. 375; Kershaw, p. 8. Bullock, p. 385; Kershaw, p. 111. Fest, Hitler, p. 522. Ibid., p. 611. P Á G 527 Bullock, p. 722. Bracher, p. 98. Bullock, p. 804. Citado por Alan Bullock, Hitler and Stalin. Parallel Lives. London: Fontana Press, 1993, p. 379. Ibid., pp. 438-451. Esta cita de Bullock proviene del texto de las entrevistas que llevó a cabo Rosenbaum con el propio Bullock y Hugh Trevor Roper en torno a sus respectivos libros sobre Hitler. Véase Rosenbaum, pp. 78-96. La obra de Trevor Roper, aunque no es una biografía propiamente dicha, constituye uno de los más penetrantes estudios sicológicos del líder nazi y una brillante descripción de sus días finales en el búnker berlinés. Véase H. H. Trevor Roper, The Last Days of Hitler. Chicago: The University of Chicago Press, 1992. Citado en José M. González García, Metáforas del poder. Madrid: Alianza Editorial, 1998, p. 130. Las biografías de Hitler: Problemas de la interpretación histórica lo que estaba pasando fuera del círculo mágico de su cuartel general fue la condición esencial de su habilidad para continuar la guerra».52 Hitler fue un verdadero revolucionario. Como lo expresa Bracher, si entendemos por revolucionario a quien sabe unir una visión de cambio radical con la aptitud para suscitar, movilizar y conducir las fuerzas necesarias para llevarlo a cabo, es obligatorio entonces admitir que Hitler fue el prototipo del revolucionario. 53 Es difícil imaginar a un verdadero revolucionario que no posea un arraigado compromiso con unas creencias, que lo impulsan y motivan a los demás. Un buen actor puede fingir que cree, pero cuesta suponer que un actor sea capaz de engañar a los demás de manera tan eficaz que les conduzca a los sacrificios, hazañas y derrotas que han desatado hombres como Lenin y Hitler, para sólo mencionar dos ejemplos. Con todo esto lo que intento es indicar que Hitler no fue, como lo describió Alan Bullock en su biografía original de 1952, un «oportunista carente por completo de principios...». 54 Hitler creía en lo que predicaba y su magnetismo sobre sus seguidores se explica si tomamos en cuenta lo dicho por Nietzsche: «Los seres humanos creen en la verdad de lo que parece ser firmemente creído».55 Años más tarde, en una voluminosa semblanza de las carreras paralelas de Hitler y Stalin, Bullock cuestionó su interpretación inicial de Hitler, y enfatizó la función de la ideología como ingrediente clave en la estructura mental y carisma del Führer nazi, así como en la dinámica del régimen nacionalsocialista.56 Bullock había recibido críticas de otros historiadores por su primera versión de un Hitler excesivamente «racional», lo que le condujo a una revisión de sus planteamientos originales y a la conclusión de que, en todo caso, Hitler fue «un gran actor que creía en su papel».57 Fue el poeta Hugo von Hofmannsthal quien dijo que «La política es magia. Quien sepa extraer fuerzas de lo profundo, será seguido».58 Biografiar a una figura como Hitler exige tomar en cuenta la relevancia de 52 53 54 55 56 57 58 P Á G 528 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales los factores emocionales en la política. No se trata de calificarles de «irracionales» y de adoptar una idea puramente instrumental de lo que es la razón humana; se trata de dar toda su importancia a las pasiones que en determinadas coyunturas históricas se despliegan en el horizonte de los pueblos, y son a la vez encarnadas y canalizadas por un individuo, a veces –pocas– para construir, mas casi siempre para destruir. En ese orden de ideas, una buena biografía de Hitler requiere preguntarse, entre otras cosas, ¿qué hizo posible la aparición en la historia de un individuo que cumpliese ese papel?, ¿cómo era, cuáles eran las raíces de su personalidad, qué cualidades peculiares tuvo que poseer para imponer su huella?, ¿qué era, ideólogo, manipulador, propagandista, guerrero, estadista, o una mezcla de esto y más?, ¿cuál era su visión del mundo y por qué su feroz antisemitismo?, ¿en qué medida, y hasta qué momento, impulsó los eventos y a partir de cuándo éstos empezaron a sobrepasarle?, ¿cuáles eran sus principales defectos y limitaciones?, ¿qué explica el respaldo real y efectivo de que gozó por parte de amplios sectores de su pueblo?, ¿por qué fracasó? Aparte de enfrentar y procurar dar respuesta a éstas y otras cuestiones de obvio interés personal e historiográfico, una buena biografía tiene que poseer calidad literaria y en no poca medida su triunfo o fracaso tiene igualmente que ver con lo que podríamos llamar su caracterización central o medular del personaje; es decir, expresado en otros términos, con la capacidad del autor para dejar en el lector la impresión de que, finalmente, se hospeda en su espíritu una imagen definida, cualquiera que ésta sea, pero lo crucial es que sea clara, convincente en cuanto que bien sustentada, del personaje biografiado, y no una especie de amalgama confusa de percepciones diversas e inconexas. No quiero con esto sostener que una biografía deba resolverse en la simplificación del sujeto de estudio, sino que la presentación de su complejidad debe avanzar por un sendero coherente. En tal sentido, considero que por su calidad literaria, riqueza argumental, solidez de los materiales de apoyo, sutileza interpretativa y poder persuasivo, las cuatro mejores biografías que he leído sobre Hitler son –en orden descendente–, la de Joachim Fest, la primera de Alan Bullock (1952), la de Ian Kershaw, y la de Marlis Steinert. «El éxito de Hitler –escribe Safranski– es un ejemplo extremo de cómo la historia está dirigida en gran medida por la locura».59 Junto a los 59 Rüdiger Safranski, El mal, o el drama de la libertad. Barcelona: Tusquets Editores, 2000, p. 242. P Á G 529 Sobre estas obras literarias, su contenido y significado, véase Jean-Marie Domenach, El retorno de lo trágico. Barcelona: Península, 1969, pp. 125-132. Domenach también se refiere a Hitler como «fundador de una religión», en cuanto que «cree en el hombre, al menos en la clase de hombre que entrevé, y prepara su cambio mediante la purificación de la raza», p. 135. Safranski, p. 242. S. Kierkegaard, The Seducer’s Diary. Princeton: Princeton University Press, 1997. Domenach, p. 133. Ibid. Las biografías de Hitler: Problemas de la interpretación histórica biógrafos, han sido dramaturgos como Bertold Brecht y novelistas como Hermann Broch los que posiblemente han desentrañado con mayor lucidez los resortes más recónditos del alma de Hitler y de su magnetismo y arrastre políticos. Brecht lo logró en su pieza teatral La resistible ascensión de Arturo Ui, historia que relata el camino al poder de un hombre surgido de la nada a la manera de Hitler. Por su parte, Broch hizo en su novela El tentador el retrato de un granuja que acaba por convertirse en una especie de fundador de una nueva religión.60 Safranski también habla de Hitler como «la variante lúgubre del fundador de una religión»,61 pues fue, de un lado y efectivamente, el «tentador», un tentador escuchado, y de otro lado también el «seductor», en el sentido en que la palabra es usada por Kierkegaard en su Diario de un seductor. 62 En este esquema el seductor es un rufián, moralmente hablando, pero capaz de arrastrar a otros al abismo. El nazismo, además de ideología y movimiento político radical, fue un culto, y Hitler tuvo la terrible y atinada intuición de que a un vasto sector del pueblo alemán de la época y circunstancias entonces imperantes podía tratársele «como si fuera una tribu».63 De allí –escribe Domenach– «el fulgurante éxito de sus sortilegios, de su mitología y de sus emblemas. Instintivamente supo encontrar y recrear los rasgos fundamentales de una sociedad primitiva».64 En síntesis, Hitler nos mostró que el horror también forma parte de lo humano y que podemos retroceder a la barbarie. 60 61 62 63 64 P Á G Tolstoi: El poder y la paz 531 1 En su diario, Tolstoi escribió en una ocasión lo siguiente: «Me parece imposible describir a un hombre, pero sí creo posible describir el efecto que tiene sobre mí».1 La figura intelectual de Tolstoi es tan imponente, sus logros literarios tan fecundos, su postura moral y política tan desafiantes, que resulta difícil aproximarse a un estudio sin sentirse abrumado por su talento y su coraje espiritual. Tolstoi produce el efecto de un reto; a pesar del respeto y la admiración que suscitan sus conquistas literarias, del impacto de sus polémicos tratados ético-políticos, y de la fuerza que transmite la consistencia intransigente de sus puntos de vista, vale la pena enfrentar el pensamiento de Tolstoi con una perspectiva crítica. Esto es así, como trataré de explicar en estas páginas, porque la visión de la historia de Tolstoi, su radicalismo moral y su rechazo de la política como tarea humana y por lo tanto imperfecta, contiene elementos inaceptables teóricamente y que pueden conducir en la práctica a adoptar posiciones extremas que rompen los principios de moderación, autocontrol, equilibrio, sentido de las proporciones y de los límites de la acción que el mismo Tolstoi pretende sostener. En otras palabras, intentaré mostrar que la interpretación tolstoiana de la historia y la naturaleza de la guerra, su análisis del poder y la relación entre ética y política, y su pacifismo de base religiosa constituyen posiciones extremas que a lo largo de las luchas históricas han llevado a resultados completamente contrarios a los deseados por Tolstoi, de cuya honestidad intelectual, pureza de intenciones y solidez moral, por otra parte, es imposible dudar. Citado por R. F. Christian, Tolstoi: A Critical Introduction. Cambridge: Cambridge University Press, 1969, p. 18. 1 P Á G 532 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales Maquiavelo –que vio la política como un ejercicio en el control y el uso creativo del poder– escribió que: «... los hombres cometen la falta de no saber limitar sus esperanzas. Se entregan a ellas sin medir sus fuerzas y corren así a su pérdida».2 La historia del pensamiento y los combates políticos ofrece ejemplos tanto de hombres que no han sabido apreciar acertadamente la correlación de fuerzas en un momento dado, y se han excedido en sus aspiraciones, como de hombres que han deseado la desaparición de lo político y han querido alcanzar esta meta a través de un acto de conversión moral y de la prédica de un mensaje de salvación individual. Tolstoi pertenece a este segundo grupo, y sus excesivas esperanzas no han podido materializarse ante la inevitable complejidad de la dinámica histórica y el carácter trágico, imperfecto y cambiante, que reviste la relación entre la política como intento perenne de construir un orden justo de convivencia y la política como lucha por el poder. Es ésta la «antinomia de lo político» de la que habla Ritter,3 el hecho de que la política es a la vez lucha por el poder e intento de instaurar y mantener un orden pacífico y duradero en la sociedad humana. El radicalismo ético, que aspira a la justicia pero rechaza la política como medio, resulta atractivo por la pureza de sus motivaciones, pero de hecho en la vida real y práctica de los conflictos humanos conduce al fanatismo o a la frustración. La hubris de la que hablaban los creadores de la tragedia griega, el castigo por el exceso en la vanidad y aspiraciones humanas, puede derivarse, en el caso de los pensadores y combatientes políticos, bien de un derroche de ambiciones de poder, de una confianza extrema en lo que los hombres somos capaces de lograr en el terreno moral, o de una visión limitada de la política que pierde de vista la tensión irresoluble entre poder y lucha, por un lado, y paz, orden y justicia por el otro. Tolstoi se ubica en el campo de los que movidos por valores trascendentes rechazan indignados el campo imperfecto de la política, y condenan de plano la guerra y todas las formas de poder. Pero el peligro de esta postura radical está en que la pretensión de pureza moral puede de hecho desembocar en la erosión de todas las restricciones, y en el sacrificio de tensiones que son reales y no el producto de artificios en aras de una uniformidad ética carente de matices que a su vez exige una inflexibilidad sin barreras. 2 3 Citado por G. Ritter, El problema ético del poder. Madrid: Revista del Occidente, 1976, p. 58. Ibid., pp. 97-110. P Á G 533 Tolstoi: El poder y la paz 2 El pensamiento de Tolstoi se levanta sobre una filosofía de la historia que evoluciona a través de una compleja y tortuosa reflexión ético-política hasta el pacifismo. En su obra maestra, la novela La guerra y la paz, Tolstoi desplegó con inigualable fuerza artística su visión del mundo, del sentido de la historia, la naturaleza del poder y la paz. Posteriormente, luego de la crisis espiritual que relata en su «Confesión», Tolstoi sometió a revisión algunos aspectos centrales de la filosofía de la historia expuesta en La guerra y la paz, pero el estudio de esta obra es indispensable para comprender las dificultades teóricas que debió superar Tolstoi, y las contradicciones y limitaciones que labraron su ruta hacia el pacifismo y el rechazo radical de la política. La guerra y la paz, además de ser una de las más grandes obras de la literatura universal, una novela épica de extraordinaria riqueza artística por la caracterización dramática de los personajes y el dinamismo descriptivo de las acciones colectivas, constituye también una especie de tratado teórico sobre el fenómeno de la guerra. El interés de Tolstoi por la historia europea de su tiempo despertó tempranamente, y a medida que profundizó sus investigaciones se sintió cada vez más insatisfecho del producto de los historiadores de la época, lo cual le llevó a concebir la idea de realizar una contribución propia a través de una novela histórica. El evento que sirve de panorama fundamental para la formulación de la filosofía de la historia tolstoiana es la invasión napoleónica a Rusia en 1812, y el blanco clave de sus ataques lo constituye la «teoría de los grandes hombres de la historia», plasmada en las obras de Thiers, Mikhailovski, Danielevski y otros historiadores «oficiales» del siglo xix, quienes otorgaban una importancia desmesurada al papel del individuo en la generación y desarrollo de los grandes acontecimientos históricos. Según Tolstoi, los individuos estamos inmersos en fuerzas que escapan a nuestra comprensión. Tolstoi distingue entre el lado individual de la vida del hombre, que es más libre mientras más abstractos sean sus intereses, y aquella otra parte que se incrusta en el colectivo, la «vida del enjambre», en la cual el individuo obedece inevitablemente leyes que escapan a su control. «El hombre –escribe en La guerra y la paz– vive conscientemente para sí mismo, pero es un instrumento inconsciente en el logro de propósitos universales e históricos de la humanidad».4 ¿Cuál fue Leon Tolstoi, War and Peace, vol. ii. Oxford: Oxford Classics, 1970, p. 258. 4 P Á G 534 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales –se pregunta Tolstoi– la causa de la invasión francesa a Rusia en 1812?; no es posible, argumenta, creer que eventos de tal magnitud tuvieron su origen en la voluntad de un solo hombre, o de un grupo de presuntos líderes. Es ilusorio pensar que el poder para producir y controlar los eventos históricos reside en la voluntad de héroes carismáticos o en las ideas de hombres esclarecidos, pues existe una enorme asimetría entre la naturaleza de las causas aparentes y la magnitud de las consecuencias que de ellas presuntamente se derivan: «Es absurdo decir que Rousseau, a través de la doctrina de la soberanía de la voluntad general, llevó a los hombres a rebelarse y matarse entre sí en muy diversas partes de Francia, así como lo es afirmar que mediante sus órdenes Napoleón causó que 600.000 hombres se moviesen del oeste al este de Europa a hacer la guerra».5 En ambos casos el absurdo reside en suponer que las actividades de grandes grupos de hombres pueden ser causadas por las de uno solo o algunos pocos entre ellos, no importa cuán excepcionales puedan ser. Los hombres buscan el poder con el propósito de imponer su voluntad sobre los otros, que a su vez temen al poderoso; pero, afirma Tolstoi, un hombre es más libre en la medida en que no posea poder, y los más poderosos, considerados desde el punto de vista de los procesos históricos, son de hecho los menos libres. Esta idea choca violentamente con la historiografía convencional de acuerdo con la cual la historia es hecha por los poderosos. Tolstoi no disputa la verdad de esta afirmación a un nivel puramente descriptivo, pero la relega al plano de lo predeterminado, de la «vida del enjambre»: «Mientras más alto se coloca un hombre en la escala social, se conecta con mayor número de gente y tiene más poder sobre otros, más evidente es la predestinación e inevitabilidad de sus acciones [...] La historia, es decir, la vida inconsciente, general, colectiva de la humanidad usa cada momento de la vida de los reyes y poderosos para sus propios propósitos».6 En relación con el ataque francés a Rusia, Tolstoi quiso mostrar que los eventos siguieron un curso predeterminado, no fueron resultado de las órdenes o planes de Napoleón sino el producto de la contribución de todos los cientos de miles de participantes. Con el objetivo de ilustrar su tesis Tolstoi discute la batalla de Borodino, en la cual Napoleón sufrió su primer serio revés militar. Algunos historiadores sugirieron que ese 5 6 R. V. Sampson, Tolstoi: The Discovery of Peace. London: Heinemann, 1973, p. 162. Tolstoi, ob. cit., vol. ii, p. 258. P Á G 535 Tolstoi: El poder y la paz descalabro debía atribuírsele al hecho de que el Emperador francés no se encontraba en condiciones físicas adecuadas el día del combate, se hallaba indispuesto a causa de una fuerte gripe y no pudo actuar con su usual eficacia estratégica. Para derribar este argumento, Tolstoi examina en detalle las órdenes de batalla de Napoleón con el propósito de demostrar, por una parte, que tales órdenes no fueron ni mejores ni peores de lo acostumbrado, y en segundo lugar que las mismas fueron en todo caso irrelevantes, pues en la realidad de las cosas la dinámica concreta del encuentro impidió que se ejecutase siquiera una de ellas. A todo lo largo de la batalla y la invasión, Napoleón, «quien nos parece fue el líder de esos grandiosos movimientos [...] actuó en realidad como un niño que manipulando un par de cuerdas dentro de una carreta cree que la maneja».7 Ciertamente, todos los eventos históricos parecen el producto de la voluntad de algún hombre o de un grupo de hombres y las acciones de combate el resultado de las órdenes de los comandantes; pero la ilusión de causalidad se deriva de que sólo recordamos aquellas órdenes que correspondieron a lo realmente ocurrido, y olvidamos las que no se materializaron. Según Tolstoi: A la pregunta de qué causa los eventos históricos hay que responder que el curso de los acontecimientos humanos está predeterminado por la Providencia, y depende de la presencia de las voluntades de todos los que toman parte en esos eventos; la influencia de un Napoleón sobre los mismos es puramente externa y ficticia [...] Los así llamados grandes hombres son sólo rótulos que se dan a los eventos, y como tales tienen la más pequeña conexión con los eventos mismos [...] Sus actos, que a ellos parecen el producto de su propia voluntad, son en un sentido histórico involuntarios, se relacionan con todo el curso de la historia y están predeterminados desde toda la eternidad.8 La historia está hecha por un gran número de hombres que llevan a cabo lo dispuesto por la Providencia sin responsabilidad personal por lo que hacen, y los dirigentes y líderes nunca efectivamente y en forma directa hacen las cosas que colectivamente crean la historia. Existe, por así Citado por Sampson, p. 160. Tolstoi, ob. cit., p. 498. 7 8 P Á G 536 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales decirlo, una división del trabajo en la actividad organizada de los hombres, y las tareas que colectivamente constituyen la historia son siempre efectuadas por la gente común, las vastas mayorías, mientras que la función de los dirigentes no consiste en actuar directamente sino en «formular consideraciones y justificaciones sobre lo que ha pasado». El Ejército francés atravesó Europa hacia el Este e invadió Rusia, y posteriormente se explicó que ello era necesario por la gloria de Francia o el debilitamiento de Inglaterra y por el mandato del Emperador, más en verdad la causa de esos eventos no fue la voluntad de Napoleón, ya que el poder es algo ilusorio, es «la relación de una persona hacia otros individuos, en la cual mientras esa persona más expresa opiniones, predicciones y justificaciones de la acción colectiva que se realiza, menor es su participación en dicha acción».9 El movimiento de las naciones no es causado por el poder de «grandes hombres», su actividad intelectual o –como suponen los historiadores– por una combinación de ambos factores, sino por la actividad de todos los que de una manera u otra participan en los eventos. En la guerra, por ejemplo, el elemento clave que determina victorias y derrotas es el «espíritu» o la moral de los ejércitos, la cual está conformada por una cantidad infinita de condiciones y estados sicológicos de numerosos individuos; la tarea del historiador y su objetivo, al que sólo es posible aproximarse, consiste en tratar de integrar todos esos infinitamente pequeños diferenciales de la historia. El historiador no puede razonablemente abrigar la esperanza de reconocerlos plenamente, pero al apreciar su enorme variedad comprenderá los límites de la teoría de los grandes hombres de la historia y de la historiografía que centra en ellos su atención. En síntesis, la «gran ilusión» que Tolstoi ataca con toda la fuerza de sus convicciones es la que sostiene que los individuos pueden con sus propios medios entender y controlar el curso de los eventos. El individuo que juega un papel en los acontecimientos históricos nunca entiende su significado: «... sólo la Providencia, independientemente a todo, puede por su propia voluntad determinar la dirección del movimiento de la humanidad...».10 Es importante, para hacer justicia a un pensamiento complejo y fecundo como el de Tolstoi, tratar de precisar más aún su filosofía de la his9 10 Ibid., vol. iii, p. 517. Ibid., vol. iii, p. 510. P Á G 537 Tolstoi: El poder y la paz toria, y en especial el porqué de sus planteamientos sobre el problema de la causalidad histórica. No se trata para Tolstoi de negar que los eventos tienen causas; su posición es que, simplemente, los historiadores buscan esas causas en factores equivocados o las atribuyen a la voluntad de personajes que en realidad ocupan un lugar secundario en la gran trama de los acontecimientos. Tolstoi mismo señaló cuáles habían sido las causas fundamentales que condujeron a la destrucción del ejército invasor francés en 1812, y en concreto resaltó dos: por una parte la dureza del invierno ruso, y por otra el feroz espíritu de resistencia que brotó en el pueblo ante los desmanes, saqueos y actos de crueldad masiva perpetrados por los invasores. No obstante, según Tolstoi, estas causas no fueron producto de las voluntades de jefes militares o estadistas, ni fueron tampoco las previstas por los participantes en los eventos en cuestión. Ni franceses ni rusos de hecho se comportaron como si entendiesen el efecto de los rigores invernales; los rusos perseveraron en su resistencia y los franceses en su ofensiva a pesar de las pérdidas, y tanto la retirada de Moscú como el surgimiento de la lucha popular de partisanos en la retaguardia fueron movimientos espontáneos, que no formaban parte de un plan deliberadamente concebido para hacer caer el enemigo en una trampa. En tal sentido Tolstoi ataca las explicaciones que muestran a Kutuzov, comandante de los ejércitos rusos, como un genio de la estrategia que entregó conscientemente terreno para ganar tiempo y así desgastar al adversario y posteriormente destruirlo. En el fondo Kutuzov fue, como Napoleón, un prisionero de las circunstancias y de fuerzas incomprensibles y muy superiores a él; la diferencia estaba en que el militar ruso sabía que su voluntad contaba poco, y se resignaba ante el hecho con humildad, mientras que el Emperador francés aceptaba con arrogancia la idolatría de sus soldados. Es en relación con el tema de la guerra donde se ponen de manifiesto más claramente las dificultades y contradicciones del pensamiento de Tolstoi; éstas tienen su origen en una tensión no resuelta de tipo ético, que una vez superada marcó el camino de Tolstoi hacia el pacifismo. En efecto, en La guerra y la paz, Tolstoi, quien había sido soldado en su juventud, describe los horrores de la guerra con enorme realismo, y a pesar de encontrarla condenable desde un punto de vista ético se resigna a su existencia, sostiene que es una fuerza que gobierna el destino de los hombres y naciones, y que no hay nada que pueda hacerse racionalmente para impedirla. En su novela Tolstoi intenta mostrar una y otra vez que P Á G 538 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales los seres humanos estamos dotados de razón, que podemos discriminar entre el bien y el mal y que somos libres de escoger uno u otro sendero en nuestras vidas; pero por otra parte afirma que la causa de la guerra es inescrutable, y sólo son verdaderamente grandes los hombres que, como Kutuzov, aceptan con modestia los dictados de esa fuerza misteriosa e irresistible que mueve la historia. Por lo tanto, Tolstoi desemboca en una seria contradicción, pues carece de sentido afirmar a la vez que la guerra es necesaria, pero también es mala y erradicable, y es el deber moral de los hombres rechazarla. La guerra es obra de los secretos designios de la Providencia, pero –insiste Tolstoi– la guerra es totalmente contraria a la razón, por ello, a pesar de su racionalismo y su voluntad de conocer, Tolstoi no duda en extraer la conclusión de que la vida humana no es asunto en que impere la razón. El tortuoso argumento de Tolstoi tiene sus raíces en su ambivalencia, presente en La guerra y la paz pero superada más tarde, en relación con el problema de la guerra. Años después de concluir su novela, ya convertido al pacifismo, Tolstoi condenó la guerra y cualquier acto de violencia como moralmente indefendibles, pero en La guerra y la paz Tolstoi no ha dado aún ese paso y sostiene que la lucha del pueblo ruso contra el invasor fue justa, que se trataba de una guerra defensiva para proteger al suelo patrio ante la rapiña extranjera. Por un lado, Tolstoi identifica el deseo de poder como el factor que corrompe a los individuos y que colectivamente genera la guerra, pero por otro lado, el «otro» Tolstoi, sensitivo a la universalidad del fenómeno guerra y al hecho de que toda la cultura que le rodeaba se basaba en la violencia, necesitaba ajustarse a esta realidad, lo cual le llevó a argumentar que la causa de la guerra es inescrutable.11 De acuerdo con esto, Tolstoi concluye que la causa de la guerra no está en la ambición de poder, que es mala y condenable, sino en el oscuro propósito de la Providencia que se expresa en la historia a través de diversas manifestaciones de la actividad humana. La guerra es realmente hecha por el soldado común; su coraje o su cobardía determinan el curso de las batallas, y la responsabilidad sobre lo que ocurre sólo en apariencia pertenece a los generales y estadistas pero en verdad descansa en Dios, que usa esos eventos en función de sus designios, inalcanzables para la limitada razón humana. El juego de las fuerzas históricas es particularmente fluido, brutal e incontrolable en la guerra. En el campo de batalla la vida del hombre está 11 Sampson, p. 155. P Á G 539 Tolstoi: El poder y la paz en peligro, y el movimiento de fuerzas contingentes hace imposible para cualquier individuo prever el desarrollo de la lucha. El gran mérito de Kutuzov fue haber entendido lo que estaba pasando en combates como el de Borodino, esforzándose por obstruir lo menos posible –con pretendidas «órdenes» y «planes»– la inevitabilidad de los hechos. Es precisamente en la sección dedicada a la batalla de Borodino en La guerra y la paz donde Tolstoi produce una de las más impactantes escenas de la novela, cuando el príncipe Andrés Bolkonski reflexiona sobre el significado de la acción humana, el carácter trágico de la historia y la vanidad de los que pretenden dominar y dirigir eventos tan masivos, crueles y de tan imprevisibles consecuencias como las guerras. En una reunión del Estado Mayor del Ejército, mientras escuchaba a los comandantes discutir las alternativas estratégicas ante un mapa, a Bolkonsky se le ocurrió la idea de que «no existe, y no puede existir, una ciencia de la guerra, y por lo tanto no puede hablarse de genios militares». Ante la pretenciosa arrogancia de sus superiores, Bolkonski vio como obvia esta verdad: ¿Cómo va a ser posible una ciencia sobre una materia [la guerra] cuyas condiciones y circunstancias son desconocidas y no pueden ser definidas, en especial en vista de que la fuerza real de los contrincantes nunca puede calibrarse con precisión? [...] ¿Cómo puede haber ciencia sobre asuntos acerca de los cuales, en la práctica, nada puede definirse, y que dependen de innumerables condiciones cuyo significado se determina en los momentos menos esperados e imprevisibles? 12 En la guerra el factor moral es fundamental, y no puede «medirse», no está sujeto a «leyes» ni se le puede regimentar de acuerdo con los cánones de la «estrategia de escritorio». En una conversación previa a la batalla de Borodino, Bolkonski explica a su amigo Pierre Bezukhov: «Una batalla es ganada por aquellos que se resuelven firmemente a ganarla». Según Tolstoi, la fortaleza de un ejército es el resultado de su masa y un factor o «cantidad desconocida». La «ciencia militar», enfrentada a la evidencia histórica de que en muchas ocasiones la masa o tamaño de un ejército no se ha correspondido a su poder y eficacia combativa, y que pequeños destacamentos han sido capaces de derrotar contingentes más numerosos, ha intentado hallar esa Tolstoi, ob. cit., vol. ii, pp. 307-308. 12 P Á G 540 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales «cantidad desconocida» en el uso de determinadas tácticas o de ciertos equipos, o más frecuentemente en el «genio» de los «grandes comandantes». Pero en realidad, ese factor especial y desconocido es «el espíritu del ejército», es decir, «la mayor o menor voluntad de luchar y hacer frente al peligro sentido por los hombres que componen la fuerza militar, independientemente de que estén o no comandados por un “genio”, de que empleen una u otras tácticas, estén armados de garrotes o de fusiles. Los hombres que quieren pelear siempre se colocarán en la posición más ventajosa para hacerlo».13 En su retirada desde Moscú en 1812, los franceses, que de acuerdo con los «principios de la táctica» debían haberse separado en pequeños grupos para defenderse y huir más eficazmente, en lugar de ello se congregaron en una gran masa «porque el espíritu del Ejército había caído tan bajo que sólo la masa les sostenía». Por otra parte, los rusos, que por el contrario debían haber atacado en masa, mas bien se separaron en pequeñas unidades porque su espíritu estaba tan alto que «individuos aislados, sin órdenes, golpearon a los invasores sin necesidad de ser obligados o inducidos para exponerse al peligro y las calamidades».14 El poder que mueve la historia y que causa la guerra y la paz la orienta de acuerdo con propósitos insondables; en la guerra, victorias y derrotas, triunfos y fracasos no dependen del genio de algún líder o el número de hombres y equipos, sino de factores de otra índole que son a la vez oscuros e inexorables. A pesar del estilo brillante en que es expuesto, el análisis de Tolstoi sufre de serias fallas y contradicciones. Por una parte, Napoleón y otras «grandes figuras» son atacados por aceptar la responsabilidad de ordenar muertes, desatar violencia y causar incalculables sufrimientos, es decir, son atacados por su poder, el cual es condenable. Pero de otro lado también son atacados por su arrogancia y vanidad (su hubris) en suponer ingenuamente que ellos, débiles individuos en el mar de la historia, son los verdaderos causantes de eventos formados por la participación de millones de hombres. Su ilimitada arrogancia reside en la ilusa pretensión de ejercer un poder que en realidad no tienen. Mas si esto es así, ¿cómo condenarles entonces?; ¿cómo atribuirles responsabilidad ética si sus acciones son producto de un designio superior? Si, como afirma Tolstoi, los hombres no tienen de hecho el poder que se atribuyen a sí mismos, si to13 14 Ibid., vol. iii, p. 289. Ibid., p. 290. P Á G 541 Tolstoi: El poder y la paz dos los hombres que están envueltos en eventos históricos contribuyen a sus resultados, y si la fuerza que en realidad mueve la historia reside en la voluntad divina, hay que llegar a la conclusión de que la historia está predestinada y gobernada por leyes. De allí que en palabras de Sampson, «para elucidar estas leyes haría falta examinar e integrar los aportes de cada uno de los individuos implicado de alguna manera en el desarrollo de los acontecimientos. Así, una ciencia de la historia sería en principio posible pero en la práctica imposible, pues nadie sería capaz de amasar toda la evidencia necesaria».15 Las dificultades se acrecientan al considerar el problema central de la filosofía de la historia tolstoiana, que es el problema del determinismo. De acuerdo con Tolstoi, si bien la actividad humana está gobernada por la voluntad divina, y por lo tanto está predeterminada y no es libre, cada uno de nosotros sabe que puede escoger entre el bien y el mal y esto señala el sentido y la responsabilidad ética de nuestras vidas. Tolstoi, por lo tanto, se enfrenta a la contradictoria tarea de conciliar una doctrina determinista con una profunda convicción ética sobre la libre voluntad del hombre. 3 Los pronunciamientos de Tolstoi sobre el problema de la causalidad histórica tienen en general un carácter confuso y a veces hasta contradictorio, lo cual ha generado numerosos equívocos en la interpretación de su obra. Por ejemplo, en su capítulo de La guerra y la paz dedicado a analizar el papel de Napoleón en la batalla de Borodino, Tolstoi sostiene, por una parte, que «los soldados franceses no fueron a matar ni acataron la muerte en Borodino gracias a la órdenes de Napoleón, sino a los dictados de su propia voluntad»; y pocas líneas después afirma: «Si Napoleón hubiese prohibido a sus soldados combatir, éstos le hubiesen liquidado y habrían procedido a luchar contra los rusos “porque ello era inevitable”» [itálicas ar].16 Es decir, que en la misma página Tolstoi establece de un Sampson, p. 156. Tolstoi, ob. cit., vol. ii, p. 499. 15 16 P Á G 542 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales lado que los hombres actúan según su voluntad, y de otro lado que lo hacen obedeciendo un designio inevitable. Para comprender el pensamiento tolstoiano en este punto es necesario tener en mente la distinción hecha en La guerra y la paz entre los «dos aspectos» que componen la vida de todo hombre: su vida individual, en la cual posee cierto grado de libertad, y su vida como parte de una colectividad mayor en la que obedece leyes superiores e inexorables. Para Tolstoi, el terreno de libertad de que disfruta el hombre en su vida individual está severamente restringido; las acciones que se realizan en esa limitada área tienen poca significación, y en todo caso, aun cuando actúa por sí solo, el individuo es fruto del ambiente natural e histórico que le rodea y su libertad de escogencia es mucho menos amplia y flexible de lo que quisiera creer. La razón dice al hombre que no es verdaderamente libre, pero su conciencia se opone a aceptarlo. Como lo expone Christian: «... es necesario que el hombre tenga la ilusión de la libertad para poder vivir, y no es difícil para él sostenerla ya que es demasiado lo que desconoce».17 Según Tolstoi nuestro grado de conciencia sobre la libertad y la necesidad depende de tres factores: en primer lugar, de la relación que tenga con el mundo exterior el individuo que actúa, de su percepción sobre los vínculos que le unen a todo aquello que le rodea. En segundo lugar, del mayor o menor tiempo que haya transcurrido entre el momento de la acción y nuestro juicio sobre la misma; a mayor tiempo, más clara conciencia sobre la inevitabilidad de los eventos; mientras más atrás vamos en el examen de los hechos, menos arbitrarios y voluntarios parecen. Un suceso contemporáneo siempre se nos revela más «libre» de lo que realmente es, pero con eventos remotos comprendemos que sus resultados eran inevitables y no consideramos que otra cosa distinta pudiese haber pasado. Por último, de acuerdo con Tolstoi, nuestros juicios sobre libertad y necesidad dependen de la percepción «de esa infinita cadena de causas que forzosamente demanda la razón [...] en la cual cada acción debe tener su lugar como resultado de lo que ha ocurrido antes y como causa de lo que vendrá después».18 Somos más o menos conscientes de las restricciones a nuestra «libertad» de acuerdo con el conocimiento que tengamos de nuestra dependencia de factores que escapan a nuestro 17 18 Christian, p. 156. Tolstoi, ob. cit., vol. iii, p. 527. P Á G 543 Ibid., p. 533. Ibid., p. 537. Tolstoi: El poder y la paz control. En última instancia, según Tolstoi, si pudiésemos reconstruir todos esos factores, veríamos que hemos sido y somos los prisioneros de inevitables designios históricos. Como lo expresa en el segundo epílogo en La guerra y la paz: «En la historia, aquello que conocemos lo llamamos leyes inevitables, y aquello que nos es desconocido lo denominamos libre voluntad. Esta libertad es para la historia tan sólo un título que hace referencia a todo lo que no sabemos acerca de las leyes que rigen la vida humana».19 Las tensiones en el pensamiento de Tolstoi se manifiestan una y otra vez a lo largo de su obra. En una ocasión afirma que «no hay y no puede haber otra causa de un evento histórico excepto la única causa de todas las causas» (es decir, los designios de la Divinidad); sin embargo, el propio Tolstoi analiza en detalle «las causas» que condujeron a la destrucción de los ejércitos napoleónicos en Rusia. En otro pasaje, ya mencionado, Tolstoi afirma que el curso de la historia está predestinado, lo cual significa que el hombre no puede alterarlo; no obstante, Tolstoi habla del «espíritu del ejército» o factor moral como el elemento determinante en la guerra, sin reparar que ese «factor moral» depende en gran medida de la voluntad de los hombres. A pesar de esas contradicciones, Tolstoi termina por abrazar una postura netamente determinista y todo el peso de los razonamientos filosóficos de La guerra y la paz, resumido en las frases finales de la obra, así lo demuestra: «Es necesario renunciar a una libertad que no existe y reconocer una dependencia [de las leyes históricas, ar] de la que no estamos conscientes».20 Desde luego, como toda teoría determinista la filosofía de la historia de Tolstoi implica que la libertad de escogencia del individuo es en última instancia una ilusión, y que la idea de que los seres humanos podrían haber actuado en forma diferente a la que lo hicieron descansa en la ignorancia de los hechos. En consecuencia, afirmar que una persona debía haber actuado de esta u otra manera, podría haber evitado esto o aquello, merece aprobación o censura por sus actos, etc., se basa en la presunción de que algún aspecto de su vida no está regido por leyes de naturaleza metafísica, científica o teológica, y tal afirmación, de acuerdo con las premisas deterministas, es radicalmente falsa. Así, todo genuino determinismo, y el de La guerra y 19 20 P Á G 544 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales la paz lo es, implica en el fondo la eliminación de la noción de responsabilidad individual. Si la persona estaba «condenada» a actuar de esa manera, ¿qué sentido tiene atribuirle responsabilidad moral por sus acciones? Como plantea Berlin en su formidable ensayo sobre el problema, en los sistemas deterministas las nociones de libre escogencia y responsabilidad moral, en su sentido usual, se desvanecen o al menos carecen de aplicación, y la propia noción de lo que es una acción humana tiene que revisarse. La aceptación de la hipótesis determinista exige una reconstrucción total de nuestra visión de la realidad, lo que constituye una tarea mucho más ardua y compleja de lo que con frecuencia se asume al discutir el tema.21 Kant sí estuvo plenamente consciente de las implicaciones del asunto cuando afirmó que si se comprobaba que las leyes que gobiernan el mundo exterior lo rigen férreamente todo, incluso el comportamiento humano, entonces el concepto de responsabilidad moral quedaba aniquilado, y ésta es verdaderamente una conclusión incompatible con el celo moral y el aliento profético que inspira toda la obra y la vida de Tolstoi. El determinismo tolstoiano ha sido fuente de estupor y casi insuperables dificultades para los estudiosos de su obra. Tolstoi sostiene que el hombre no es capaz de moldear el futuro a su imagen, que no puede conscientemente producir los resultados que desea de una acción, y de esta lectura de las limitaciones históricas de la acción humana Tolstoi desprende la teoría de que el curso de la historia está predeterminado desde su comienzo. Ya que no era un fatalista –creía firmemente en la posibilidad y capacidad de los seres humanos para cambiar sus vidas y ejercer su libre voluntad en la escogencia de diversas alternativas–, Tolstoi no tuvo otro remedio que salir del dilema adoptando la tesis de que sólo «pensamos» que somos libres y es esta conciencia de libertad lo que nos permite vivir. 22 Cabe preguntarse: ¿Por qué Tolstoi llevó hasta tal extremo sus argumentos?, ¿por qué no dijo que si bien no es posible conocer a plenitud el producto de nuestras acciones cuando implican a otras personas, algunos resultados –de acuerdo con experiencias pasadas– son más probables que otros?, ¿por qué no quiso aceptar que algunos hombres son más influyentes que otros, y que así como existe un «espíritu del ejército» o 21 22 Isaiah Berlin, Four Essays on Liberty. Oxford: Oxford University Press, 1969, p. xxxv. Christian, p. 164. P Á G 545 Citado por Christian, p. 61. Tolstoi, ob. cit., vol. iii, p. 422. Tolstoi: El poder y la paz factor moral colectivo también hay líderes carismáticos y personalidades sobresalientes en la historia? La razón en parte se encuentra en que Tolstoi se hallaba en pugna contra una tradición de interpretación y escritura de la historia que en su opinión debía ser resistida, pues concedía un papel excesivo a los «grandes hombres» dejando de lado las fuerzas anónimas de naturaleza social que dinamizan los eventos. Su objetivo de destruir toda una línea de análisis histórico que divinizaba a los «héroes», llevó a Tolstoi a atribuir la causa de los movimientos históricos no a la voluntad de unos pocos líderes sino a los secretos propósitos de la Providencia. Esto a su vez le condujo a aceptar la guerra como fruto de esa voluntad indescifrable. En su obra Sebastopol en mayo, escrita una década antes de La guerra y la paz, Tolstoi había dicho: «O bien la guerra es una locura o bien los hombres que llevan a cabo esa locura no son los seres racionales que por alguna causa creemos que son».23 En La guerra y la paz, Tolstoi por una parte acepta la realidad de la guerra como producto de un designio divino, y por otra la rechaza como contraria a la razón; de allí que no le quedase otro camino que concluir con estas palabras del Primer Epílogo: «Si admitimos que la vida humana puede ser regida por la razón, la posibilidad misma de la vida es destruida».24 Tolstoi trató posteriormente de superar las tensiones éticas presentes en su obra a través de la condena total de la guerra y la voluntad de poder, y la adopción de un pacifismo radical. Este intento, como trataré de mostrar posteriormente, no puede considerarse exitoso y deriva en posturas tan extremas en relación con el sentido del desarrollo histórico como las que se exponen en La guerra y la paz. Las raíces de este fracaso se encuentran en un conflicto intelectual, lúcidamente analizado por Isaiah Berlin en su libro sobre Tolstoi, que se manifestó con particular agudeza en la obra y la vida del gran novelista ruso. Tomando como punto de partida una enigmática frase del poeta griego Arquíloco, según la cual «el zorro conoce muchas cosas pero el puercoespín conoce una gran cosa», Berlin clasifica a los grandes pensadores en «zorros» y «puercoespines». Los primeros persiguen muchos y diversos fines, a veces con escasa relación y mutuamente contradictorios entre sí, carentes de un único principio estético o moral que les conecte. Cubren con amplitud de espíritu la enorme variedad de la experiencia 23 24 P Á G 546 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales sin buscar la unificación de sus múltiples aspectos en una estructura armoniosa. Por el contrario, los «puercoespines» tratan de ubicar los hechos dentro de un sistema que les abarque en su totalidad y proporcione unidad a expensas de la complejidad. Según Berlin, Tolstoi era por naturaleza un «zorro» (como lo son casi todos los grandes talentos literarios) que creía y quería ser un «puercoespín». Tolstoi buscaba leyes históricas que evitasen la influencia de elementos como el azar o la genialidad en la vida, aun cuando esas leyes fuesen incomprensibles. Tolstoi buscaba un propósito definido para la historia aun cuando aceptaba que el mismo se hallaba más allá de nuestro entendimiento. Tolstoi quería que ... el historiador integrase la experiencia a pesar de que toda la evidencia de sus ojos y sentidos contradecía lo que quería creer. No había signos de orden, propósito, armonía, leyes o progreso en su experiencia de la historia contemporánea o en su lectura del pasado. Quizás por esta misma razón se aferraba aún más a la creencia de que esas leyes debían estar allí, pero que los historiadores profesionales habían confundido a la gente con un falso énfasis y preguntas equivocadas. 25 La filosofía de la historia tolstoiana se enraíza en esa necesidad sicológica de un sistema, de un conjunto de leyes, de una estructura, que le condujo a una rígida interpretación del arte, la religión y la política. Si bien Tolstoi –después de concluida La guerra y la paz y luego de la crisis espiritual que narra en su Confesión–, superó las tensiones éticas que le angustiaban mediante una condena radical del poder, la guerra y la violencia y un rechazo de la política, en su nueva postura de pacifismo religioso continuaron manifestándose las dificultades de un pensamiento que quiere someter la realidad a un modelo aparentemente uniforme y firmemente estructurado, pero que sacrifica de hecho la complejidad de la vida. 25 Christian, p. 161. Véase Isaiah Berlin, The Hedgehog and the Fox. New York: Simon & Schuster, 1953, pp. 72-82. P Á G 547 Tolstoi: El poder y la paz 4 Tolstoi quiso demostrar en su gran obra que la influencia aparente de los así llamados «poderosos» en la historia es en realidad una mera ilusión. En su esfuerzo por desmantelar las vacías ambiciones de esos supuestos héroes, Tolstoi llevó sus argumentos a extremos imposibles de reconciliar con sus valores éticos. Si el papel de Napoleón en la historia no fue más significativo que el del más humilde de sus soldados, y si de hecho cada uno de estos últimos contribuyó de manera mucho más relevante a moldear los eventos que su líder, la condena y el rechazo moral ante lo acontecido debería entonces reservarse precisamente a la actuación de esos soldados quienes fueron los que en concreto llevaron a cabo actos de vandalismo, muerte y destrucción. Desde luego, no es esa la conclusión a la que desea llegar Tolstoi. Si bien cree que nadie puede evadir su responsabilidad, no cabe duda de que Tolstoi insiste implícitamente en que los que comandan, dirigen y ordenan, es decir, precisamente los supuestos «poderosos», son los que mayor responsabilidad tienen. La contradicción es insalvable: si Napoleón no ejerció ningún poder su figura no constituye un blanco legítimo de indignación moral; si se puede en justicia censurarle, la razón es que ejerció poder para el mal. En La guerra y la paz Tolstoi condena el poder, sostiene que la guerra es causada por la voluntad de poder en el hombre, pero no llega a condenar la guerra en sí misma. Mas bien, en una significativa escena que tiene lugar en vísperas de la batalla de Borodino, Tolstoi pone en boca del príncipe Andrés Bolkonski estas palabras: No debemos tomar prisioneros [...] Eso cambiaría toda la guerra y la haría menos cruel. Hasta ahora sólo hemos jugado a la guerra y esto es verdaderamente vil. Hemos jugado a ser magnánimos [...] Si no existiese tal magnanimidad iríamos a la guerra únicamente cuando tuviese sentido ir a una muerte segura como ahora [...] La guerra no es una cortesía sino la cosa más horrible de la vida, y así debemos aceptarlo y no jugar simplemente a la guerra. Debemos aceptar esta terrible realidad con toda seriedad y firmeza. Todo lo que se requiere es rechazar las falsificaciones y dejar que la guerra sea guerra y no juego. 26 Tolstoi, ob. cit., vol. ii, pp. 486-487. 26 P Á G 548 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales Este es un pasaje en extremo revelador. Por un lado indica la aceptación del hecho de la guerra como algo inevitable y como parte de un designio superior; pero por otro lado muestra los peligros de un temperamento moral como el tolstoiano: si la guerra existe y es en el fondo censurable, su realidad concreta exige no obstante una respuesta firme y definitiva, sin ambigüedades. No debe jugarse con lo que es intrínsecamente aborrecible pero inevitable. La conclusión de todo esto es que según tales criterios no puede limitarse la guerra, hay que exacerbar la violencia y llevar a su punto máximo la confrontación. No es justo considerar que todo lo que dicen los personajes de una obra de ficción como La guerra y la paz forma parte del pensamiento moral de su autor; sin embargo, en mi opinión, lo planteado por Tolstoi a través de Bolkonski en el pasaje mencionado ilustra claramente los peligros de una posición ética radical, que quiere rechazar la guerra pero cree que no queda otra salida que aceptarla en toda su realidad, y que entonces, abrumado el moralista por el peso de un hecho aplastante, exige los extremos y pide que se derrumben todas las limitaciones. Si la guerra es mala, dice Tolstoi, resulta hipócrita pretender disfrazar de alguna manera su terror, y por este camino se llega a considerar toda limitación como una farsa. Esta línea de pensamiento demuestra que las posiciones éticas extremas pueden en ocasiones convertirse en firmes aliadas de una política del fanatismo. Tolstoi rechaza en La guerra y la paz la voluntad de poder en el hombre, pero no llega a condenar en forma absoluta la guerra pues aún se mueve dentro del marco de una teoría de la «guerra justa». La guerra de Napoleón es mala y censurable, pero no la de Kutuzov. Este último, además, entendió que era un simple peón en las manos del destino. Más tarde, habiéndose desembarazado ya de los obstáculos que se interponían en su camino de rechazar de plano el poder y la política, Tolstoi abandonó la idea de que pudiese haber una guerra justa. No obstante, como dice Berlin, «su sentido de la realidad fue hasta el final demasiado devastador para ser compatible con un ideal moral que quisiese construir con los fragmentos en que su intelecto seccionaba al mundo, y sin embargo, dedicó toda su fuerza y voluntad a negar ese hecho a lo largo de su vida».27 Tolstoi, el gran novelista y agudísimo observador de las complejidades de la vida humana, sabía que del caótico devenir histórico no podían extraerse esa unidad y ese propósito a que aspiraba; pero Tolstoi el moralis27 Berlin, The Hedgegog..., p. 81. P Á G 549 Tolstoi: El poder y la paz ta quería integrar la realidad y la experiencia y someterlas dentro de un marco rígido de inflexibles principios y rechazos totales. Sobre los «grandes hombres» y el papel del individuo en la historia, es interesante destacar cierto paralelismo entre las ideas de Tolstoi y la visión marxista acerca del tema. Los exponentes del materialismo histórico siempre han tendido a minimizar el rol del individuo en los procesos históricos, y le han atribuido un carácter bastante secundario al papel de determinadas personalidades en el curso de los eventos. Según Engels: El que este o aquel hombre en ese momento particular surja y se destaque en un país dado, es desde luego puramente accidental. Pero si se le elimina habrá demanda por un sustituto y se le hallará, bueno o malo, pero a largo plazo se le hallará. El que Napoleón, ese particular nativo de Córcega, hubiese sido el dictador militar que la República francesa –exhausta por su propia guerra– había hecho necesario fue por supuesto un accidente; pero si Napoleón hubiese faltado otro habría tomado su lugar, y así lo demuestra el hecho de que el hombre adecuado siempre se ha encontrado cuando era necesario: César, Augusto, Cromwell, etc. 28 En su visión histórica Tolstoi también minimiza la importancia de lo que es personal y único, coloca al individuo a merced de fuerzas y totalidades superiores y reduce su papel al de actor inconsciente en un drama prefijado. A mi modo de ver, tanto las tesis marxistas como las tolstoianas –que se derivan de una creencia en la primacía absoluta de las «fuerzas» que enmarcan la acción individual– son exageradas en su disminución de la importancia del rol del individuo. Sobre este punto comparto la opinión más equilibrada del historiador británico E. H. Carr, quien sostiene lo siguiente en su libro ¿Qué es la historia?: El gran hombre es siempre representativo de fuerzas existentes o de fuerzas que coadyuva a crear, desafiando a la autoridad vigente. Pero tal vez deba reconocerse el más alto grado de capacidad creadora a los hombres que, como Cromwell o Lenin, contribuyeron a moldear las fuerzas que les hicieron grandes, y no aquellos que cabalgaron hacia la grandeza montados en fuerzas Citado por Georg Lukács, The Historical Novel. Harmondsworth: Penguin Books, 1969, p. 379. 28 P Á G 550 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales ya existentes, como Napoleón o Bismarck. Como tampoco debemos olvidar a aquellos grandes hombres que de tal modo se adelantaron a su época que su grandeza sólo fue reconocida por las generaciones posteriores. Lo que me parece esencial es ver en el gran hombre a un individuo destacado, a la vez producto y agente del proceso histórico, representante tanto como creador de fuerzas sociales que cambian la faz del mundo y el pensamiento de los hombres.29 En otras palabras, es necesario reconocer tanto el rol destacado y la influencia especial del hombre fuera de lo común en los procesos históricos, así como también el hecho de que esos hombres son moldeados, en mayor o menor grado, por las situaciones que heredan y el marco social en que actúan. Los problemas y contradicciones del análisis tolstoiano sobre el ejercicio del poder se presentan también en su interpretación del rol histórico de aquellos que se someten al poder. Por un lado, como señala lúcidamente Sampson, Tolstoi asevera que los supuestos «comandantes» de hecho no comandan ni sus órdenes tienen verdadero efecto, en particular en medio de una batalla que se compone de innumerables eventos caóticos y donde los hombres –enfrentados a la posibilidad de morir– se hacen aún más incontrolables e impredecibles. No obstante, Tolstoi igualmente afirma, en contradicción con lo anterior, que el poder de la disciplina militar es tal que impide al soldado individual abstenerse de atacar cuando todos lo que le rodean así lo hacen, o rechazar la huida si sus compañeros escapan al peligro o se rinden.30 Tolstoi ofrece como ejemplo de una situación límite de ausencia de libertad y sujeción al poder de otros el caso del soldado en su regimiento, y esto no puede reconciliarse con la idea de que en la guerra la voluntad de los comandantes no tiene relevancia. En resumen, La guerra y la paz, además de ser una poderosa obra literaria, brillantemente escrita por un talento superior, contiene también una filosofía de la historia y una visión del sentido de la acción humana. En su novela Tolstoi lucha por presentar una interpretación coherente de las causas de la guerra y de los dilemas éticos que se derivan de los 29 30 E. H. Carr, ¿Qué es la historia? Barcelona: Seix Barral, 1969, pp. 72-73. Sampson, p. 166. P Á G 551 Tolstoi: El poder y la paz conflictos sociales y las relaciones individuales. Literariamente, desde su publicación inicial, La guerra y la paz ha sido siempre considerada una obra maestra; sin embargo, el titánico esfuerzo de Tolstoi en esa obra extraordinaria por superar las tensiones de su pensamiento ético y político puede considerarse fallido. Es en su siguiente etapa de desarrollo cuando las dificultades e implicaciones de ese pensamiento se muestran con toda claridad. 5 «Aquel que quiere la salvación del alma no debe buscarla en el camino de la política, pues las exigencias de esta última sólo pueden ser enfrentadas a través de la violencia». Max Weber 31 «La verdad es que nunca estamos justificados en recurrir a la violencia». R. V. Sampson 32 Tolstoi pertenecía a esa compleja, fervorosa y trágica clase de hombres para los cuales los dilemas morales sólo se resuelven a través de escogencias radicales, francas, definitivas. Son hombres que ante la lucha entre lo perfecto y lo imperfecto son incapaces de asumir una postura de sano escepticismo, y de reconocer que la debilidad y la fortaleza coexisten en la vida del individuo; hombres que prefieren elegir de una manera decisiva en el plano moral, aunque el mundo les contradiga a cada instante. La inquietud moral se deriva de una sed de justicia y de un ideal de perfección; la política es a la vez lucha por el poder e intento de construir Max Weber, Essays in Sociology. New York: Oxford University Press, 1964, p. 126. R. V. Sampson, Introducción a su traducción del ensayo de Tolstoi: The Inevitable Revolution. London: Housemans, 1975, p. 3. 31 32 P Á G 552 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales un orden de convivencia, un orden de paz entre los hombres. Existe en la política una inevitable dimensión polémica, que gira en torno a un poder siempre cuestionado; pero el conflicto no agota la idea de política, ya que ésta también incluye propósitos que trascienden los enfrentamientos y se dirigen a un fin superior. La exigencia moral, en sí misma, es uniforme y se postula en función de fines últimos; la política se mueve entre dos polos: de un lado, la lucha y el conflicto; de otro, el orden, la armonía, la convivencia pacífica de la comunidad. Ritter ha hablado de la «antinomia de lo político», de esta tensión entre una realidad de poder, coacción y violencia y una aspiración de armonía y justicia, y concluye que: «La cuestión de la relación que uno de estos elementos de la política haya de guardar con el otro es un problema que no puede ser nunca resuelto de modo definitivo teóricamente y que sólo es susceptible de solución mediante la decisión práctica».33 Existe entonces una cuestionabilidad originaria de la relación entre ética y política, y la idea misma de política es problemática. Como plantea Aranguren en su libro Ética y política, tal cuestionabilidad puede ser vivida y pensada de cuatro modos fundamentales. En primer lugar, para el «realismo político», moral y política son términos incompatibles, y la intromisión del elemento ético dentro del terreno político sólo puede ser perturbador. Para actuar con eficacia en política es necesario prescindir de la moral, pues como dice Maquiavelo en El Príncipe: «Tanta es la distancia entre cómo se vive y cómo se debería vivir, que quien prefiere a lo que se hace lo que debería hacerse, más camina a su ruina que a su preservación, y el hombre que quiere portarse en todo como bueno, por necesidad fracasa ante tantos que no lo son, necesitando el príncipe que quiere conservarse aprender a poder no ser bueno...».34 El segundo modo de entender la relación entre ética y política conduce al intento de superar el carácter antinómico de la idea de política mediante el rechazo al poder. Debido a que no es posible eliminar de la política el elemento de poder, y que poder significa violencia abierta o velada, esta segunda postura repudia la política con base en principios morales absolutos. Esta es la posición de Tolstoi, para quien «La base del poder es la violencia corporal». Para Tolstoi la política es un dominio de «suciedad» moral; esta idea es explicada por el teólogo protestante Reinhold Niebuhr, 33 34 G. Ritter, p. 103. Nicolás Maquiavelo, El Príncipe. Madrid: Revista de Occidente, 1955, pp. 342-343. P Á G 553 Tolstoi: El poder y la paz para quien el mal en la política no puede ser «localizado», la contagia en su totalidad y por ello el «bien» político es un ideal inaccesible.35 Esta concepción y la anterior coinciden en cuanto a la presunta imposibilidad de conjugar lo ético y lo político. La tensión se considera insoluble y se opta por escoger un camino de manera radical y sin ambigüedades: la pureza moral no puede mezclarse con las impurezas políticas. La literatura contemporánea ha dibujado con excepcional lucidez los dilemas entre ética y política. En su pieza teatral Antígona, Jean Anouilh muestra por una parte a una heroína que representa el absolutismo ético: es unívoca, clara, rechaza el mal y muere, condenándose a la ineficacia en aras de la pureza de los principios. Por otra parte está Creonte, quien personifica la actitud «política»: responde afirmativamente a una realidad «sucia»; alguien tiene que asumir el oficio –esencialmente impuro– de gobernar y ejecutar sanciones para asegurar una tolerable vida en común. La realidad concreta es constitutivamente impura y rechazarla equivale a evadirse. En Las manos sucias, el revolucionario lleno de ideales y ansioso de «purificar» el mundo se paraliza a la hora de pasar a la acción al constatar que a veces la eficacia exige comprometer la limpidez de los principios. Para Hugo «no todos los medios son buenos»; Hoederer, el «político práctico» le responde: «Todos los medios son buenos cuando son eficaces», y le increpa: ¡Cómo te importa tu pureza [...] Qué miedo tienes de ensuciarte las manos!... La pureza es una idea de fakir y de monje. A ustedes, los intelectuales, los anarquistas burgueses, les sirve de pretexto para no hacer nada [...] Yo tengo las manos sucias hasta los codos. Las he metido en excremento y sangre. ¿Y qué? ¿Te imaginas que se puede gobernar inocentemente? 36 Para Hoederer, la política exige eficacia, aun a costa de principios morales idealmente rectos y plenamente consecuentes, que no pueden colocarse por encima de toda situación concreta. Con diferencias de estilo y acento, pero de acuerdo en lo sustancial, un autor contemporáneo, Maurice Merleau-Ponty, en su libro HumanisReinhold Niebuhr, «Christian Faith and Political Controversy», en Christianity and Crisis, 13, July 1952. Jean Paul Sartre, Teatro, 1, Buenos Aires: Losada, 1978, p. 298. 35 36 P Á G 554 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales mo y terror, comparte la visión tolstoiana de una total incompatibilidad entre pureza moral y eficacia política: La acción política es en sí impura, porque es acción de uno sobre otro y porque es acción entre varios [...] Nunca dijimos que toda política que triunfe fuese buena. Hemos dicho que una política para ser buena tiene que triunfar. Nunca dijimos que el triunfo significase todo; hemos dicho que el fracaso es una falta o que en política no existe el derecho a equivocarse, y que sólo el éxito torna definitivamente razonable lo que al principio era audacia y fe. La maldición de la política consiste precisamente en esto: que debe traducir los valores en el orden de los hechos.37 Para Merleau-Ponty es iluso creer en la posibilidad de una vida política moral y no violenta; la violencia está en las raíces mismas del poder y por lo tanto en los orígenes de todos los sistemas de dominación política, no importa su signo ideológico. Lo que ocurre es que los regímenes políticos ya constituidos dejan atrás, a sus espaldas, la violencia inicial de cuyo vientre nacieron; continúan, sin embargo, haciendo uso de la violencia pero ésta no se da en forma abierta, elemental y descarnada sino que se encuentra convertida en ley y sancionada por el derecho. No es posible, para Merleau-Ponty, elegir dentro de la política entre violencia y pureza, sino sólo entre distintos tipos de violencia. Ahora bien, las dos alternativas ya esbozadas no agotan los posibles modos de relación entre ética y política. Ante las posiciones que, como las anteriores, resuelven el dilema, escindiendo de forma radical y abriendo una brecha insalvable entre los términos que le componen, se encuentran otras dos alternativas. Por una parte, la del hombre que entiende que tiene que ser moral y que también tiene que ser político, y sabe que no puede serlo conjuntamente. Lo característico de esta posición es el sentido trágico del desgarramiento; el hombre que la asume se ve «condenado a inhabilidad y fracaso políticos por intentar responder a la demanda moral; condenado moralmente porque, en definitiva, el simple hecho de entrar en el juego político es ya inmoral».38 Por último, la cuarta concep37 38 Maurice Merleau-Ponty, Humanismo y terror. Buenos Aires: La Pléyade, 1968, pp. 26-29. José Luis Aranguren, Ética y política. Madrid: Guadarrama, 1968, p. 66. P Á G 555 Ibid. Max Weber, El político y el científico. Madrid: Alianza Editorial, 1972, p. 162. Tolstoi: El poder y la paz ción se asemeja a la tercera en cuanto que también acepta ambos términos de la ecuación ética-política, pero no supone la imposibilidad absoluta de reconciliarlos sino la problemática que se deriva de la presencia de la dimensión ética en la lucha política. Ya no se trata de un sentido «trágico» de la relación sino de una vivencia «dramática» de la misma. La moralidad política es ardua, compleja, difícil, nunca lograda plenamente: «La auténtica moral es y no puede dejar de ser lucha por la moral. Lucha incesante, caer y volverse a levantar, búsqueda sin posesión, tensión permanente y autocrítica implacable».39 Hacer las exigencias éticas compatibles con los requerimientos políticos es un camino sin final definido, una tarea inacabable que entiende la vida moral como permanente lucha moral, no como instalación, de una vez por todas, de una realidad de perfección, que no sería humana. En esta tendencia de no admitir una presunta superación del dilema moral-política mediante la supresión de uno de sus aspectos, la posición más matizada, sofisticada, y a mi modo de ver más lúcida, es la de Max Weber. La conciencia del carácter antinómico de la idea de política se encuentra en su punto más alto en la sociología de Weber, quien distingue entre una «ética de la responsabilidad», la cual juzga no según la intención exclusivamente, sino también según las consecuencias de los actos, y una «ética de la convicción» que deposita toda la fe en el respeto incondicional de los valores, sean cuales fueren las consecuencias. Weber no llega a una escogencia definitiva; su propósito no es elegir un camino sino dilucidar una situación. La ética absoluta o –en palabras de Weber– «acósmica», nos ordena «no resistir el mal con la fuerza», pero «para el político lo que tiene validez es el mandato opuesto: has de resistir el mal con la fuerza, pues de lo contrario te haces responsable de su triunfo».40 No se trata de que la ética de la convicción sea idéntica a la falta de responsabilidad, o la ética de la responsabilidad a la ausencia de convicción y un crudo realismo político; pero no cabe duda de que existe una gran diferencia entre actuar de acuerdo con las máximas del Sermón de la Montaña y su mandato de obrar bien y dejar los resultados en manos de Dios, o actuar según las orientaciones de una ética de la responsabilidad, que exige tener presentes en todo momento las consecuencias pre39 40 P Á G 556 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales visibles de la acción política: «Ninguna ética del mundo puede eludir el hecho de que para conseguir fines “buenos” hay que contar en muchos casos con medios moralmente dudosos, e incluso peligrosos, y con la posibilidad e incluso la probabilidad de consecuencias laterales moralmente malas».41 La moral de Cristo: dar la otra mejilla, no tiene cabida en el terreno de la política; equivale –si no es santidad– a una falta de dignidad, y el hecho es que la santidad no es un elemento constitutivo en la vida de las colectividades. Weber no rechaza de plano una ética de la convicción; simplemente piensa que ésta no debe convertirse en rectora de la acción política. Es en torno al problema de la santificación de los medios por el fin donde se da forzosamente la quiebra de cualquier moral de la convicción, a la cual no le queda otro remedio que condenar toda acción que utilice medios moralmente peligrosos. El político debe moverse en un territorio de realidades, no en un universo de buenos deseos; la política tiene limitaciones, la ética de las convicciones absolutas e inflexibles no tiene restricciones y lo reclama todo, pues en verdad se agota en sí misma. Ahora bien, como ha dicho Kissinger, «La pretensión misma de superioridad moral conduce a la erosión de toda restricción moral», y es un hecho incontrovertible que –en palabras de Weber– «En el terreno de las realidades vemos una y otra vez que quienes actúan según una ética de la convicción se transforman súbitamente en profetas quiliásticos; que, por ejemplo quienes repetidamente han invocado “el amor frente a la fuerza”, invocan acto seguido la fuerza, la fuerza definitiva que ha de traer consigo la aniquilación de toda violencia...».42 La ética de la convicción es una ética del extremismo, cuya aparente sobriedad, aplicada al campo de la política, puede generar los más nefastos radicalismos. «Quien opera conforme a una ética de la convicción –dice Weber– no soporta la irracionalidad ética del mundo», y ésta fue precisamente la tragedia íntima de Tolstoi. La revolución moral le condujo a radicalizar su propia postura ética hasta el punto de rechazar cualquier acción que pudiese contener un elemento de violencia, no importa que fuese en respuesta a otra violencia originaria. En su Confesión, un libro verdaderamente admirable por su sinceridad y poder expresivo, Tolstoi describe el 41 42 Ibid., p. 165. Ibid., p. 166. P Á G 557 Leon Tolstoi, A Confession. Oxford: Oxford Classics, 1971, pp. 316-318. L. Tolstoi, The Kingdom of God and Peace Essays. Oxford: Oxford Classics, 1960, p. 264. L. Tolstoi, On Civil Disobedience and Non-Violence. New York: The New American Library, 1968, p. 87. Tolstoi: El poder y la paz camino que le llevó a adoptar una férrea ética de la convicción. La lectura de un pasaje del Evangelio en el cual Cristo ordena «no ofrecer resistencia ante aquel que hace el mal» fue decisivo.43 Tolstoi hizo suyo ese principio, según el cual no debe oponerse ninguna resistencia al mal, no debe jamás devolverse violencia con violencia, y a través de su peculiar interpretación de la ética cristiana el pacifismo alcanzó en nuestro tiempo el rango de una coherente filosofía social. En manos de Gandhi, su más descollante discípulo, el pacifismo llegó a ser una doctrina y una postura de reforma práctica en un vasto país como la India; aunque, como se verá más adelante, hay diferencias importantes entre las perspectivas de ambos hombres. Para Tolstoi, el conflicto fundamental se planteaba entre la conciencia ética de cada individuo y el poder del Estado y de la estructura social dominante. En su opinión, antes de intentar transformar el medio social objetivo era indispensable modificar la conciencia moral de cada cual y su conducta personal; de esa manera, con la acumulación de esfuerzos individuales, el pacifismo cambiaría el curso de la historia. Como lo afirma en su libro El reino de Dios está dentro de ti, «la liberación de los hombres sólo se hará realidad a través de la emancipación de cada individuo por separado».44 La columna vertebral del pacifismo tolstoiano es la doctrina de la no violencia; la liberación humana de las cadenas opresoras del Estado y de la desigualdad no se logrará a través de la lucha política o mediante cualquier acción que implique violencia, sino a través de una comprensión diferente de la vida. Tolstoi se convenció a sí mismo de que ese proceso de renovación espiritual de los hombres era indetenible, y que se generalizaría de tal forma que nada impediría el derrumbamiento de los mecanismos de opresión existentes: «El progreso de la humanidad –dice en su ensayo sobre Patriotismo– desde las viejas a las nuevas opiniones debe sin duda tener lugar. Este cambio es tan inevitable como la caída de las últimas hojas secas al comenzar la primavera...».45 Para Tolstoi el fin de todas las instituciones basadas en la violencia se produciría simplemente mediante la toma de conciencia racional de parte de los seres humanos de la maldad de la opresión: «Está llegando el día, y ese 43 44 45 P Á G 558 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales momento inevitablemente llegará, cuando todas las estructuras fundadas sobre la violencia desaparecerán porque para todos se ha hecho obvio que son inútiles, estúpidas y dañinas».46 Según Tolstoi, la existencia de esas instituciones, la presencia histórica de la violencia y la opresión no son el resultado de luchas y conflictos enraizados en intereses divergentes, sino el producto de un «engaño» de los poderosos sobre los débiles: Si la paz no ha sido aún establecida, no es porque no exista entre los hombres el universal deseo de lograrla [...] sino sólo por la influencia de un engaño mediante el cual los hombres han sido y son persuadidos de que la paz es imposible y la guerra indispensable. Por lo tanto, para establecer la paz entre los hombres [...] no es necesario inculcar en ellos nada nuevo sino sólo librarlos del engaño que les sujeta y les lleva a actuar contrariamente a sus deseos. Este engaño se muestra cada día con mayor claridad y en nuestro tiempo basta con un pequeño esfuerzo para que los hombres se desprendan por completo de él. 47 Tolstoi asume un principio de buena voluntad, y supone que para eliminar la guerra y la violencia es suficiente con rechazarlas: «Para lograr que aquellos que no quieren la guerra no la hagan, no es necesario contar con leyes y arbitraje internacionales, tribunales o soluciones de problemas; lo que en realidad se requiere es que aquellos sometidos al engaño se levanten y liberen del hechizo o ilusión en que se encuentran».48 El análisis de Tolstoi no se fundamenta en consideraciones empíricas, sino en una visión ideal que suplanta la realidad. Como lo dice Horowitz, en Tolstoi «el análisis fáctico no sirve más que como paisaje de fondo de su explicación racionalista de la existencia y esencia humanas».49 Es obvio que Tolstoi se equivoca al aceptar como una especie de ley general de la naturaleza humana un principio de buena voluntad. Tan errado es el radicalismo de Maquiavelo en El Príncipe cuando afirma que «los hombres siempre serán malos si la necesidad no les obliga a ser buenos», 46 47 48 49 Tolstoi, The Kingdom of God, p. 330. Tolstoi, On Civil Disobedience, pp. 178-179. Ibid., p. 98. L. Horowitz, La idea de la guerra y la paz en la filosofía contemporánea. Buenos Aires: Galatea, 1960, p. 42. P Á G 559 Tolstoi: El poder y la paz como la convicción tolstoiana de que sólo un engaño aparta a los seres humanos del camino de la paz. Tolstoi argumenta que esa paz se logrará, sin duda, a través de la adopción por la generalidad de los hombres de los postulados pacifistas; no obstante, los hechos demuestran que no existe, ni está en vías de producirse, un apoyo masivo a la doctrina pacifista. Cuando Tolstoi escribía con su inalterable y empíricamente endeble optimismo, que en nuestro tiempo sólo se requería un pequeño esfuerzo para acabar de una vez con las ilusiones belicistas, se tejía al mismo tiempo la compleja red de conflictos que desembocaría en la Primera Guerra Mundial. La posición de Tolstoi tiene el grave defecto de alejarse por completo de las realidades concretas, de aspirar a conversiones espirituales sin referencia a los antagonismos materiales, políticos e ideológicos que separan a los hombres y a los que no tiene sentido calificar de «engaños» y rechazarles de un plumazo. La paz, la convivencia armónica son, por supuesto, metas altamente deseables; pero no podrán conquistarse con base en ilusiones sino sumergiéndose en las complejidades de la vida política, con todas sus ambigüedades y contradicciones. En este punto se halla la diferencia entre Tolstoi y Gandhi, su discípulo. Para Tolstoi la política es un dominio totalmente condenable desde una perspectiva ética; Gandhi, por el contrario, quiso demostrar la compatibilidad del pacifismo con una vida política intensa, de allí que escribiese en su Autobiografía: ... uno debe ser capaz de amar a la partícula más insignificante de la creación tanto como a uno mismo; y quien a eso aspira no puede darse el lujo de mantenerse ajeno a ningún aspecto fundamental de la vida. A ello se debe que mi devoción por la verdad me haya conducido al terreno de la política, y puedo decir sin la menor vacilación y al mismo tiempo con la mayor humildad que quienes dicen que la religión no tiene nada que ver con la política no saben lo que significa religión.50 Citado por Horowitz, pp. 106-107. 50 P Á G 560 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales 6 La enorme sed de justicia de Tolstoi y su repudio a la explotación del hombre por el hombre se expresó finalmente en una postura tan rígida moralmente como políticamente ineficaz. En La guerra y la paz el mal era inescrutable, y las acciones de los individuos meros subproductos de una voluntad superior. Luego de su crisis religiosa, en lugar de abrazar una posición que colocase al individuo ni como títere ni como artífice omnipotente, y que tomase en cuenta las limitaciones y la complejidad de la acción humana y de los procesos históricos, Tolstoi se aferró a nuevos dogmas con el mismo vigor y apasionamiento que recorren la totalidad de su obra. La visión moral de Tolstoi es absolutista, en el sentido de establecer una insuperable separación entre lo que es realmente accesible en el terreno de las luchas históricas y lo que es éticamente valioso en el nivel de los principios. Ello se deriva de considerar la fuerza, el poder y la autoridad como algo malo en forma absoluta, sin tomar para nada en cuenta las causas y consecuencias de su empleo en circunstancias históricas determinadas. Resulta por tanto sin importancia para Tolstoi indagar sobre una base moral los antecedentes e impacto histórico de sus creencias pacifistas, o los posibles efectos prácticos de su doctrina en un mundo en que la fuerza y la coacción están presentes, con mayor o menor intensidad, en buena parte de los asuntos humanos, y donde juegan papel relevante otros valores. El núcleo ético del pacifismo es monista y no admite una pluralidad de interpretaciones; en él historia y moral se separan. De cierta manera –como señala Horowitz– el pacifista sostiene que aquello que desean los seres humanos puede ser logrado ipso facto en la vida práctica: al hacerlo, el pacifismo invierte las relaciones entre hecho y valor. Y debe hacerlo necesariamente, ya que sostiene como significativo el objetivo de la paz antes que las bases materiales para su obtenibilidad. El admitir que pueda haber una condición bajo la cual la paz no sea accesible significa descartar la afirmación del valor absoluto de la armonía universal, porque revelaría una incongruencia incompatible con la idea de que lo deseable es siempre obtenible. 51 No se hace una injusticia al pensamiento de Tolstoi si se afirma que sus ideas acerca de una transformación radical de la sociedad, el Estado y 51 Ibid., p. 42. P Á G 561 Tolstoi: El poder y la paz las relaciones internacionales, a través de un cambio en la conciencia individual –cuyos posibles orígenes no son explicados con claridad– pecan de excesiva ingenuidad. El problema de una ética de la convicción está en la negación de los matices, la condena de la historia. El testimonio moral es tomado como tribunal inapelable con fundamentos puramente intuitivos, sin posibilidad de invocar la evidencia empírica, de calibrar el peso de las realidades, las complejas motivaciones de la sicología humana y las determinaciones del comportamiento social. En última instancia, la negativa a cuestionar las creencias éticas de acuerdo con la cambiante multiplicidad de los hechos constituye una versión del dogmatismo, a la que Tolstoi no es ajeno. Para vivir entre hombres no es posible rechazar la política como algo inhumano, pues ésta no tiene tan sólo que ver con una lucha por el poder sino que persigue un objetivo hondamente humanista: la creación de un orden de convivencia y paz para el desarrollo armonioso de la vida en común. Ahora bien, el valor de la paz no puede separarse de otros objetivos sociales, económicos, ideológicos y culturales de grupos sociales e individuos; la idea de paz forma parte del amplio contexto de la evolución humana, y sólo colocándola en ese marco es posible evitar el dogmatismo inherente a los sistemas éticos absolutos. Como bien apuntaba Weber, una ética absolutista de la convicción degenera con facilidad en fuerza conflictiva e intolerable; de la diferencia profunda entre la ética de la convicción y de la responsabilidad se desprende el choque entre el profeta, que responde a los valores y no a la historia, y el político, que entiende las limitaciones de la acción humana en la historia pero debe luchar para que no le aprisionen. En palabras de Kissinger: El estadista vive en el tiempo; su prueba es la permanencia de una estructura bajo presión. El profeta vive en la eternidad que, por definición, no tiene una dimensión temporal; su prueba está inherente en su visión [...] Para el estadista, la negociación es la esencia de la estabilidad, porque simboliza el ajuste de pretensiones en conflicto y el reconocimiento de la legitimidad; para el profeta es el símbolo de la imperfección, de motivos impuros que frustran la bienaventuranza universal.52 Henry A. Kissinger, Un mundo restaurado. México: Fondo de Cultura Económica, 1973, p. 243. 52 P Á G 562 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales La política exige compromiso, aceptación de la diversidad del mundo; la pretensión de verdad absoluta es un rechazo al fluir de las relaciones humanas y una simplificación de los procesos históricos. En la vida, la valoración debe venir antes que el juicio; en la doctrina pacifista, un juicio inflexible antecede a toda evaluación concreta, que de hecho no existe. Pero no basta con repudiar la guerra y ansiar la paz; se hace necesario, también, luchar por la paz. 7 En las páginas precedentes he intentado mostrar las dificultades y contradicciones presentes en la visión histórica de Tolstoi, así como el carácter unilateral de su filosofía política y de su postura moral, que le lleva a un rechazo radical de la acción política y por lo tanto de la historia misma. La grandiosa personalidad literaria de Tolstoi, su honestidad intelectual y su coraje ético no deben impedir un severo juicio de su actitud hacia la política, y de su desdén con respecto a las complejas y exigentes tareas que debe afrontar el estadista. En un ensayo de 1898 Tolstoi escribió que «Nunca ha habido ni puede haber una vida sin autocontrol [...] y el logro de la perfección debe comenzar con ello».53 Lamentablemente, en cuanto a su perspectiva intelectual y su postura ética, Tolstoi no hizo caso a sus propias palabras, al adoptar una senda de progresiva radicalización que le hizo perder de vista la naturaleza ambivalente de la política, que como la vida misma –tan magistralmente dibujada en sus novelas– no se agota en una sola dimensión. Resulta paradójico que un autor de la profundidad sicológica de Tolstoi, creador de personajes tan complejos como Ana Karenina y Pierre Bezukhov, no haya extraído de la variedad vital que pintaba en sus obras la conclusión de que no existe una sola perspectiva para juzgar la acción política, y que la relación entre ética y política no es siempre clara y uniforme sino que usualmente es oscura y complicada; que, como lo expresa Niebuhr, «La política será hasta el fin de la historia un área de 53 Leon Tolstoi, Recollections and Essays. Oxford: Oxford Classics, 1961, p. 177. P Á G 563 Reinhold Niebuhr, Moral Man and Inmoral Society. New York: Scribner, 1949, p. 4. R. V. Sampson, Igualdad y poder. México: Fondo de Cultura Económica, 1975, p. 23. G. Ritter, pp. 102-103. Tolstoi: El poder y la paz encuentro entre conciencia y poder, donde los factores éticos y coercitivos de la vida humana se interpenetrarán para producir sus difíciles y tentativos compromisos».54 Para Tolstoi y sus discípulos, contrariamente a Niehbur, moral y política no pueden coexistir, y – según lo expone uno de los más lúcidos seguidores de Tolstoi en nuestros días– «el creer en la posibilidad de acrecentar el bienestar humano mediante la persecución del poder político es en sí el más grande factor ilusorio que impide ese bienestar. Es lo que proporciona al individuo la excusa más plausible y más ampliamente disponible para justificar la no realización de los cambios necesarios para eliminar las contradicciones de su propia vida».55 El error de este punto de vista descansa en desconocer que la política, como «arte de lo posible», se orienta hacia la mediación de oposiciones y el equilibrio de intereses divergentes que son reales, surgen de conflictos entre individuos y grupos sociales, y tienen necesariamente que tomarse en cuenta y afrontarse si es que ha de ser posible una vida en común soportable y civilizada. Tan propio de la política es ser potencia luchadora como el ser poder ordenador, que fundamenta la paz entendida como equilibrio y el derecho concebido como conjunto de reglas para la coexistencia en sociedad.56 Preocuparse únicamente de los valores éticos y excluir toda actividad práctica en la dimensión política es abdicar la responsabilidad humana de intervenir en la historia y dirigir, en la medida de lo posible, el curso de los acontecimientos. Por otra parte, acumular poder y capacidad de coacción sin ocuparse de sus fines éticos es tomar un rumbo de corrupción moral, degeneración personal y, seguramente, fracaso político. La obsesión con los valores morales sin una honda preocupación por su instrumentación concreta en un mundo imperfecto es, en última instancia, una actitud conducente al deterioro ético, por su carencia de un interés práctico en el camino que tome la sociedad. De igual forma, la obsesión por el poder político sin una constante preocupación por sus fundamentos éticos y el grado de su aceptación por parte de la comunidad, lleva a la inevitable agudización de los conflictos. La acción política, en el plano interno e internacional, debe asumir entonces un carácter diagonal, y los fines éticos deben hacerse más ambiciosos a medida que se incrementa 54 55 56 P Á G 564 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales la capacidad política. Mientras mayor sea el poder del actor político más elevada debe ser su conciencia moral. Al seguir su curso, el estadista es como un piloto que ve una brújula de cuya dirección central no debe separarse si aspira lograr sus propósitos. Una preocupación excesivamente rigurosa por principios morales absolutos puede reducir o destruir su capacidad de actuar de manera efectiva. Sin embargo, si bien ignorar esas normas puede reportarle ventajas a corto plazo, tales prerrogativas serán logradas a costa de una reducción de su capacidad global para operar eficazmente en un mundo integrado por Estados que funcionan como entidades morales y no sólo militares; Estados cuya autoridad depende tanto de la capacidad coactiva como de la aceptabilidad moral.57 La política y la guerra no son solamente potencias destructivas, sino que son realidades históricas capaces de operar creativamente en determinadas condiciones. Este hecho no debe idealizarse, ni convertirse en la base de una filosofía de la guerra como «partera de la historia», sino que debe ubicarse dentro de una visión de la política como resultado de un impulso de poder y un proyecto moral. 8 El hombre puede ser visto como un «sistema» con objetivos múltiples, de diversa jerarquía y muchas veces contradictorios entre sí. Es posible, desde luego, encontrar ciertos individuos que sustentan valores con alto grado de coherencia, ausencia de conflictos y un riguroso orden de prioridades entre ellos. No obstante, para gran número de hombres, que son perfectamente normales y no se encuentran en estados síquicos patológicos, el universo de sus valores no se ordena en forma totalmente lógica, y pueden sostener valores que se excluyen mutuamente sin por ello dejar de ser tales valores. Paradójicamente, el hombre plenamente racional, que sustenta un conjunto de principios éticos universales y rígidamente jerarquizados, y actúa constantemente de acuerdo con ellos, puede ser 57 Michael Howard, «Ethics and Power in International Policy», International Affairs, 53, 3, July 1977, pp. 374-375. P Á G 565 Juan Carlos Rey, Individualismo vs. holismo en el estudio de sistemas complejos, 1979, (mimeo), p. 20. Tolstoi: El poder y la paz calificado de fanático, ya que aunque cualquier persona puede vivir situaciones extremas y relativamente transitorias, en que uno de sus objetivos se convierte en prioritario o predominante, cuando tal situación se transforma en permanente, estamos en presencia de una personalidad patológica. En política, la «plena racionalidad» lleva, en el plano personal, al fanatismo y, a nivel del Estado, a los procedimientos de gobierno «de emergencia» (si el predominio del objetivo único es meramente transitorio) o a los regímenes autoritarios y totalitarios (si es permanente). En términos técnicos tal procedimiento se llama «suboptimización», es decir, lograr la máxima eficacia en uno de los objetivos a costa de los otros o privilegiar unilateralmente a uno de los parámetros del sistema.58 Por fortuna, hay un punto medio entre el fanático que actúa con racionalidad plena en función de un único objetivo y el individuo de personalidad fragmentada que obra de manera irracional; esa área intermedia está constituida por gran número de personas que actúan con racionalidad limitada, es decir, con la flexibilidad que exige la existencia humana en sociedad para adaptarse a los cambios en las circunstancias históricas, sin simplificar los complejos requerimientos de supervivencia en comunidad con otros individuos y en las relaciones entre Estados. Tolstoi rechazaba esa flexibilidad en aras de valores jerarquizados en forma estricta e inalterablemente sostenidos en todos los casos. Para Tolstoi la paz era un objetivo supremo; pero aun este valor, tan nítidamente positivo en apariencia, puede interpretarse en formas diversas. Para algunos podría definírsele negativamente como ausencia de hostilidades armadas; para otros significa un estado del alma, una situación del individuo; otros más entienden la paz como una economía mundial integrada y establecida sobre la cooperación. Ahora bien, el significado de la paz se deriva de su relación con los distintos niveles de organización de la vida. En un cierto nivel, la paz puede ser lograda en un plano puramente individual sin referirse necesariamente a una comunidad de hombres o a un sistema de Estados amantes de la paz. A otro nivel, la paz puede considerarse sólo como una condición social sin que la misma implique una íntima serenidad del individuo. Por otra parte, la paz a nivel internacional, la paz entre naciones soberanas no implica de manera causal que haya paz dentro de cada nación, pues de hecho una guerra civil o de índole religiosa puede estar tan confinada dentro de los límites 58 P Á G 566 III. Historia, estrategia y relaciones internacionales de un país en particular que no represente una seria amenaza para la paz mundial.59 Tolstoi entendía la paz esencialmente como un problema individual, y esa comprensión de su significado queda plasmada en el título del libro de uno de sus intérpretes, R. V. Sampson, ya citado en este estudio: Tolstoi: el descubrimiento de la paz. A mi modo de ver, en el terreno de la política, la paz debe entenderse como equilibrio, compromiso entre intereses divergentes, reconciliación gradual de antagonismos. La paz no debe verse como la no existencia de la lucha política, pues «El peligro de un rechazo del poder es que puede resultar en un perfeccionismo nihilista, que desdeña el gradualismo y busca destruir lo que no se compagina con su noción de utopía. El peligro de un exceso de confianza en la fuerza es que los actores políticos deben responder al clamor con una serie de gestos espasmódicos y maniobras estilísticas, para luego retroceder ante sus implicaciones».60 La política, para no desprenderse de la ética, exige una conciencia de los límites de la acción humana, un reconocimiento de que el hombre no es Dios, y de que a partir de esa condición debe conquistar su dignidad. De ese reconocimiento de la finitud se desprende una noción de tolerancia, que es la base de una política concebida en términos de lucha perenne para hallar un balance de fuerzas y un equilibrio de intereses en pugna. El realismo en política significa en última instancia el reconocimiento de los límites del poder, y la idea de realpolitik, tan atacada desde el punto de vista moral, puede entonces apreciarse en su más legítima dimensión: como una exigencia de moderación. El idealismo de Tolstoi no deja de conmover, pero no puede convertirse en única guía de la acción en un mundo imperfecto, en el que coexisten el poder y la paz. 59 60 Horowitz, pp. 30-31. Henry A. Kissinger, American Foreign Policy. New York: Norton, 1977, p. 96. Bibliografía P Á G Bibliografía 569 Abel, Elie. The Missile Crisis. Philadelphia: Lippincott, 1966. Ainsztein, R. «Stalin and June 22, 1941», International Affairs, 42, 1966. Allison, Graham. Essence of Decision: Explaining the Cuban Missile Crisis. Boston: Little, Brown & Co., 1971. Ben-Zvi, Abraham. «The Study of Surprise Attacks», British Journal of International Studies, 5, 2, July 1979. Berlin, Isaiah. The Hedgehog and the Fox. New York: Simon & Schuster, 1953. . 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Universidad Simón Bolívar Autoridades Enrique Planchart Rector Rafael Escalona Vicerrector académico William Colmenares Vicerrector administrativo Cristian Puig Secretario Consejo Editorial de la Universidad Simón Bolívar Carlos Graciano Presidente/Decano de Extensión Lilian Reyna Iribarren Directora de Cultura Miembros por la División de Ciencias Físicas y Matemáticas Claudio Olivera Principal Oscar González Primer suplente Luis Loreto Segundo suplente Miembros por la División de Ciencias Sociales y Humanidades Carole Leal Curiel Principal Carlos Leáñez Aristimuño Primer suplente Gustavo Sarmiento Segundo suplente Miembros por la División de Ciencias Biológicas Alicia Villamizar Principal Patricio Hevia Primer suplente Eduardo Klein Segundo suplente Carlos Pacheco Coordinador Evelyn Castro Miembros por la División de Ciencias y Tecnologías Administrativas e Industriales Coordinadora de producción Lilian Pérez Monroy Principal Junys Quijada Primera suplente Luis Buttó Segundo suplente Corrector José Manuel Guilarte Luis Müller Cristin Medina Diseñadores gráficos Miembros externos Nelson González Antonio López Ortega Principal Claudio Bifano Primer suplente Jesús Alberto León Segundo suplente Administrador Isabel Borges Secretaria El tercer volumen de Obras Selectas de Aníbal Romero fue impreso durante el mes de febrero de 2010 en los talleres de Gráficas Acea, Caracas, Venezuela. En su composición se emplearon las familias tipográficas FF Maiola y Vonness. OS