Junio 2011 - José Lupiáñez

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EL FARO 1 Junio 2011 JUNIO 2011 PLIEGOS DE ALBORÁN Nº 28 Ángel Cobo, In memoriam JOSÉ LUPIÁÑEZ Mayo se fue muy lúgubre y sombrío llevándote consigo de la mano, sin darnos tiempo apenas para el consuelo breve de una palabra, de un abrazo sentido, al menos eso, con el que despedirnos, Ángel, amigo, de la vida discreta, retirada y noble que fue tu vida aquí, junto a los tuyos, los que tanto aprendimos al amparo cordial del evangelio de tu sabiduría… Otro naipe marcado del destino nos ganó la partida sin aviso, y así nos dejas hoy, tan de repente, confusos y sonámbulos, perdidos en la escena imposible y desolada. Cuánto nos duele ya esta hora funesta, este vivir sin ti, sin tino, solos por el amargo y árido teatro del mundo. Se han apagado aquí todas las luces y se ha cerrado el negro telón del escenario. Versos, gestos, gritos, posturas en el aire que la farsa pedía; emociones y risas en el llanto, denuncias deslumbrantes y fieras, adivinaciones y regresos, son ecos desvaídos, relumbres del ingenio, acaso vagas acotaciones a la vida difícil… ¿Quién quería aquella copla del Arcipreste? ¿Quién se perdió en la vasta llanura, tras el estrépito de tantos disparos, tras la sangre inocente derramada sin tasa? ¿Y El Cristo, dónde está? ¿Y adónde las mujeres del Beaterio y Marianita absorta con la luz que inundaba la celda más humilde? ¿Qué fue de Don Ramón y de su teatrito de ilusiones perdidas? ¿Por dónde andarán hoy las hermanas viajeras, tan plenas de ilusiones también, por qué caminos, por qué sueños, ahora inalcanzables? Se ha perdido La Troski en la locura de las Indias remotas. Regresa El caraqueño con su pena en lo hondo del corazón y, allá en la esquina, vigila El engañao cómo crujen sin dueño las secas cañas del camino. Vuelven a la memoria La garduña, El padre Aníbal, El enemigo por el Dauro, los Caminos que se hicieron prisión o Las salvajes de Puente San Gil y Ella, Ella y los barcos… Muchas tardes se guardan en el Monte sagrado de los Almendros. Has vuelto a hacer café, sigue la charla. Se nos hace de noche y avivamos las ascuas de la pasión por el teatro… Pepe se duerme ya. Juan sigue fiel a sus apartes, jocoso y descreído en su rincón de siempre, junto a la ventana de los soliloquios. Las nubes pasan lentas por los oscuros cielos de Salobreña… El teatro, Ángel, la ceremonia del teatro, en la Iberia dramática de tu emoción intacta. El teatro, Ángel, que nació en las iglesias: tu destino, tu sueño desde siempre, como una comezón, como un delirio interno, recorriendo tu sangre de Alquife, que comenzó a prendarse de las fábulas en esa tierra roja de almas misteriosas, en esa patria tuya que llevabas contigo, como la veta oculta se esconde llameante en la honda mina. Y hasta aquí la acercabas gozoso, hasta esta orilla, cuando hablabas del frío con palabras venidas de tan lejos; de los días azules de nieve repentina por la Accitania prodigiosa… Nombres, nombres que se agavillan en la mente, recuerdos del Madrid de los suburbios, del barrio del Batán; recuerdos de los cielos velazqueños y de la rebelión y del clamor por los dramas de ferias y caminos… Atrás quedó Granada, tu Granada levítica y pequeña, porque en la corte aquella de censura y milagro cabía otra ilusión, otra esperanza junto a los cómicos nocherniegos; otra esperanza que duró tan poco… Cuántas huidas, Ángel, cuántos paisajes se enredan en la plática: Washington, California, el Camino Real de Fray Junípero… (Pepe sigue dormido; tú eres su voz, su intérprete, su exégeta y, las más de las veces, su memoria). Cuántas huidas y retornos, Ángel, escudero prudente por tierras de Castilla; cuántos desvelos para llegar aquí, a esta atalaya, con las Odas de Horacio bajo el brazo. Miro el mar que mirabas hace sólo unos días y en ese verdeazul te encuentro ahora. En ese ir y venir pertinaz de las olas, que endulzaron a ratos tu mente pensativa… Remueve el viento inquieto las copas de los árboles. EL PASADO 9 DE JUNIO DESPEDÍAMOS EN LA PARROQUIA DE SAN JUAN BAUTISTA DE SALOBREÑA AL ESCRITOR, ENSAYISTA Y DIRECTOR DE TEATRO, ÁNGEL COBO RIVAS (ÁNGEL MARTÍN RECUERDA), PRESIDENTE DE LA FUNDACIÓN MARTÍN RECUERDA (ABAJO)... EL PRESENTE POEMA FUE LEÍDO POR MARIAN SANZ DE ACEDO Y POR EL AUTOR, EN UN ACTO EMOTIVO AL QUE ACUDIERON NUMEROSOS INTELECTURALES Y ARTISTAS GRANADINOS PARA ACOMPAÑAR A LA FAMILIA Y AMIGOS QUE SE DIERON CITA EN LA IGLESIA PARA DEDICARLE UN ÚLTIMO ADIÓS La vega está más sola que otras tardes y sin embargo el mar de tus miradas prohíbe que me embargue la tristeza. Ese fue tu recado: recuérdame si quieres con nostalgia, pero siempre aferrado a cuanto es júbilo, por más que algunos digan que las lágrimas son siempre más profundas… Adiós, Ángel, yo sé que tú te asomas con enorme sigilo, que tus dedos apartan con cuidado el telón, y que nos miras a cuantos persistimos en el drama, a cuantos te evocamos en esta hora doliente. Adiós, Angel, yo sé que tú nos miras… EL FARO 2 Junio 2011 Cultura/Narrativa El maestro de la trama (Los fantasmas del Retiro) ANTONIO ENRIQUE Una fantasmada divulgada por un documental de Nodo en 1956, sirve de punto de arranque de esta extensa novela de José Vicente Pascual, quien ese mismo año vino al mundo en aquel Madrid a blanco y negro donde suceden los hechos. La noticia, proferida con la voz engolada por el locutor del noticiero gráfico, incidía en el hallazgo de vestigios de vida rudimentaria en Marte, detectados por Gullón, Martín Lorón y López Arroyo desde el Observatorio Astronómico de Madrid. Con semejante patraña, que los españoles de entonces debieron escuchar estupefactos, puesto que en España la ficción se había hecho norma tal vez por el deseo de huir de la realidad, o impasibles por la magnitud del bulo, pues lo disparatado ya no extrañaba a nadie, o entusiasmados por el revés patriótico que infligíamos en la faz de las naciones que nos criticaban por pura envidia, el Régimen pretendía equiparase en adelantos técnicos a las naciones más avanzadas, con el prestigio político consiguiente. O bien –hemos de concluir, tras más de medio siglo– todo fue un error de tales lumbreras, cuya ansiedad por la fama les condujo al precipitado anuncio del «descubrimiento», aireado por el aparato de prensa para mayor loa de los gerifaltes políticos. Con todo, si error fue, pronto debió ser detectado, porque no se repitió nada en los noticieros sucesivos. Pero si no, todas las conjeturas valen, incluida la de que los nombres de los tres científicos sean una invención y no correspondan a identidad de persona alguna. Milagro o industria, ahí están las filmotecas para atestiguarlo, mostrando así el grado de credulidad de aquella España del trabajo y la familia, embrutecida por las necesidades, entumecida por el hambre y por el frío, aletargada por la miseria cultural y moral. Veintiún años después del percance, y en una sesión de doce horas frente al magnetófono de un periodista, ya en tiempos de la transición, Silvano Cervera, quien era a la sazón un estudiante a punto de licenciarse en Física con notas de infarto, y un infeliz, narra cómo fue que se vio envuelto en aquellos hechos sorprendentes, al punto de ser testigo y protagonista. La novela es la supuesta relación de los supuestos hechos, supuestamente grabada. El periodista ha ido a entrevistarle por causa de haberse presentado a las elecciones presidiendo un partido ultra, por completo irrelevante. Y no, no se muestra don Silvano acorde a la personalidad de un nostálgico del franquismo, antes bien como hombre inteligente y experimentado, amén de cortés y libérrimo en sus opiniones. De aquí, y pocos datos más, incluido un manuscrito cuyas vicisitudes impulsan la acción, fluyen quinientas páginas. Se comprende que tal cosa sólo puede hacerla un maestro de la trama, capaz de hacer vibrar sus elementos argumentales en una tensión permanente, así como de mantener la cohesión del juego de billar a tres bandas que toda novela de suspense implica: personajes, diálogo, acción. Y los recursos básicos de la intriga: la agnición (transformaciones) y la anagnórisis (reapariciones inesperadas); ellos están en la novela de los impulsores del género: Dumas, Sue, Hugo, Ponson du Terrail. EL ESCRITOR JOSÉ VICENTE PASCUAL Y LA PORTADA DE SU ÚLTIMA NOVELA El largo aliento de este escritor se mantiene inagotable. Es un hacedor de realidades paralelas, a las que dota de verosimilitud tal que la invención no se percibe, y sí el transcurso incesante de los acontecimientos, como si el autor no quisiera hacerse presente, retirado tras las bambalinas, dejando sólo que los hechos hablen por sí mismos, sin arbitrariedades ni subjetividades de su parte. Es, por ello, más bien un conductor, como si ante sí tuviera una orquesta bien entonada. Y es que la música es la del argumento, sí, pero esta música no sonaría con perfección si los ejecutantes no lo hicieran adecuadamente. Y los ejecutantes son los personajes de la novela, los cuales se adaptan a la partitura de modo ajustado: policías viciados, jerarcas venales, tres mujeres, un loco que termina siendo el autor del manuscrito, un moro de la guardia de Franco, Franco mismo gangueante, el almirante de las cejas (ambos dos, de referencia), amén de un conserje «clavado», único personaje del que se da constancia cierta en una nota explicativa final. José Vicente Pascual es un hábil creador de personajes, a los que hace actuar, y hablar, con extraordinaria psicología, caracterizándolos con trazos bien firmes, diferenciándolos entre sí de manera nítida. Así pues, tenemos a un maestro de la trama, experimentado en la creación de personajes, dueño y señor de los diálogos, que domina. ¿Qué tenemos más? ¿El lenguaje? Algo se ha aludido a él en relación a su adecuación al relato impersonal y objetivo, por más que sea, como en el caso, en primera persona. Digamos ahora que es preciso, jugoso, firme, sin vacilaciones ni vaguedades, perentorio; con imaginación en los adjetivos y oportunidad en los adverbios; sensitivo, afable. ¿La atmósfera? ¿El tono? Una cosa va ligada a la otra, como al compás sintáctico ambas. Pascual se muestra descriptivo no más que cuando es imprescindible; prefiere configurar las atmósferas por la pura inercia de los hechos, que van cargando los espacios cerrados. Aquí, en Los fantasmas del Retiro (Paréntesis, Sevilla, 2011), son los sótanos y altillos del viejo edificio as- tronómico, como también se siente el discurrir y palpitar de la ciudad a lo lejos. Y es esto lo que importa, más que la acción en sí, por deslumbrante que sea en su exposición: el palpitar y discurrir de aquella época. Por la que el autor siente yo diría que dilección, pues no en vano se impone la nostalgia, asimilada esta vez a la infancia, como antes ocurriera con su novela El país de Abel (2002). Pero no es ya la mirada perspicaz de aquella época, que resuena en cada uno de los virajes de la trama, ni su ecuanimidad al juzgar los entresijos sociales de aquel tiempo, ni el conocimiento exhaustivo de los modos y costumbres. Es algo sin lo cual el lector sólo puede aspirar a entretenerse, documentarse, acopiar opinión, reflexionar en suma. Y este algo es el paralelismo subyacente con nuestro tiempo, éste que vivimos ahora. Está en su estructura profunda, no explícito para no desajustar la sucesión cronológica, pero traslúcido, subsumido, latente en todo. Y este paralelismo implícito con nuestra época es lo que confiere perspectiva. Aquel Madrid es el de la nostalgia, la del hogar familiar, la del abuelo conserje, la del estraperlo y la represión atroz, pero ello se hace patente, ahondándose y perfilándose más por contraposición al presente, no de 1977, cuando la entrevista se celebra, que también, sino de ahora, pues el pálpito y el punto de mira son retrospectivos. Como también, este presente nuestro cobra, a la recíproca, una mayor penetración, un sentido más diáfano, en tal juego de perspectivas. Y es que los juicios y opiniones que prodiga Cervera pueden extrapolarse a este tiempo nuestro, por la lucidez e independencia con que habla. Por ello, más que por sus eventos, por el movimiento escénico de la trama, esta novela interesa por la doble reflexión que implica: de la nuestra hacia aquella época en sí, que conviene no olvidar, evocada con benevolencia, y de ésta hacia la nuestra, que vuelve a ser precaria y miserable en muchos aspectos, desde la que Pascual escribe, sobre la atalaya de su observación serena. EL FARO 3 Junio 2011 Cultura/Narrativa Historietas de Bernardo Ambroz, último libro de Fernando de Villena FCO. GIL CRAVIOTTO Todos los años, con la llegada de la primavera, el escritor Fernando de Villena (Granada, 1956) nos ofrece un nuevo libro. El de este año se titula Historietas de Bernardo Ambroz. Ha sido publicado, en una edición sobria y cuidada, por la editorial Port-Royal de Granada y va enriquecido con varios dibujos del también escritor José Antonio López Nevot. La dedicatoria del libro nos explica en gran parte el contenido de éste. «A mi padre, que durante largos años, recorrió las carreteras andaluzas para que nada nos faltara». También Bernardo Ambroz, agente de seguros y protagonista de la obra, recorre en su flamante Seat 600 –el sufrido coche español de los años sesenta– las carreteras y pueblos andaluces para que nada le falte a su familia; pero, junto a él, nuestro autor ha colocado a Juanito, compañero de aventuras y aprendiz del oficio, algo glotón y mujeriego, que comparte protagonismo con Ambroz. Ambos forman una pareja que, a todo el que haya leído a Cervantes, le va a recordar la de don Quijote y Sancho Panza, más cuando descubrimos la glotonería de Juanito y la bondad de Ambroz. Pero los tiempos son otros: estamos en plena dictadura franquista –años sesenta y setenta– y ya no hay caballeros andantes, ni dulcineas, ni ventas que semejen castillos; la gente, para sus desplazamientos, ya no utiliza la carroza o el caballo, sino el coche, comenzando por nuestros protagonistas que siempre se desplazan en su modesto 600. Sin embargo hay un punto que no ha cambiado: los entuertos, entendiendo por tales el abuso, la injusticia y la cacicada. Bernardo y Juanito, en casi todos sus viajes, se van a dar de bruces con todas estas calamidades del ser humano. Ambroz y su ayudante, cuando pueden, solucionan la situación –tal es el caso de los relatos titulados «La desventurada» o «El retablo»–, cuando no pueden, porque sobrepasa sus dominios, nuestro autor la anota y la denuncia a la posteridad. En este sentido el libro de Fernando de Villena no puede ser más comprometido. Abusos, cacicadas y otras hierbas parecidas se van sucediendo a través del libro y nos ofrecen todo un fresco de lo que fue la época. Baste como ejemplo este fragmento del relato titulado «La novillada». El cacique de uno de los pueblos por donde pasan los protagonistas de la obra, organiza una novillada en uno de sus cortijos. Ni se le ha ocurrido pedir permiso para tal acto. Él hace y deshace a su antojo. Al comienzo de la novillada un hombre borracho, que intenta torear al novillo, muere. Vea el lector lo que ocurre después. La cita merece la pena: «El médico, un hombre menudo y calvo que pudiera andar por los cincuenta años, examinó el cuerpo del afilador y, con tono compungido, dijo que no se podía hacer nada: aquel hombre estaba muerto. Se le había quebrado el cuello al caer. El primero en hablar después de unos segundos de silencioso horror, fue el capataz: —¡Dios santo! Y no pedimos permiso para la novillada. EL ESCRITOR FERNANDO DE VILLENA EN EL BARRIO GRANADINO DEL REALEJO —¡Alto ahí! –Gritó don Melchor–. Aquí no ha ocurrido nada fuera de lo normal. Este hombre ha bebido más de la cuenta y, en consecuencia, le ha dado un ataque al corazón y por eso ha muerto. ¿No es verdad, don Arcadio? El médico titubeó unos instantes y, en seguida, asintió: —Sí, efectivamente, se trata de un fallo cardiaco. —Son ustedes testigos –añadió el anfitrión dirigiendo su vista hacia el señor juez.» Fidelísimo retrato de la época, lo mismo que la narración titulada «El retablo», lo es de la Iglesia en aquellos finales del franquismo. Mientras en las ciudades, obispos y cardenales paseaban bajo palio al Dictador o inauguraban el faraónico Valle de los Caídos, construido con mano de obra de los vencidos en la guerra civil, en las zonas rurales los curas de misa y olla, malvendían el riquísimo patrimonio artístico de las iglesias de los pueblos. Si en la narración mencionada el cura no lo consigue se debe a una triquiñuela del infatigable Juanito. Sólo es una gota de agua en un enorme mar de corrupción y simonía. No es éste el único relato que afecta a la Iglesia. Hay otro titulado «El Fantasma» –un misterioso fantasma que trae en vilo a todo el vecindario de cierta localidad que al final se descubre que es el cura del pueblo que usa una sábana cada vez que va a ver a su amante–, que pone el dedo en la llaga del celibato eclesiástico. Pero todo no son críticas y denuestos en ese libro. Fernando de Villena también ofrece al lector la risa, la sonrisa y la carcajada. Así ocurre, por ejemplo, cuando Juanito va de putas o cuando, al pasar por cierto pueblo, se le ocurre hacer de figurante en una representación del Tenorio de Zorrilla. El joven había bebido varias copas en demasía y, aunque su actuación se reducía a aparecer en escena y dejarse matar por don Juan Tenorio, cuando se vio con una espada en la mano, SU ÚLTIMO LIBRO PUBLICADO POR LA EDITORIAL PORT ROYAL decidió defenderse y, en lugar de vencido, ser el vencedor. Lo peor fue que una buena parte del respetable público comenzó a animarlo –¡Dale!, ¡A ver si lo tumbas!, ¡Así!,– y, lo que parecía una representación teatral, terminó en un duelo de espadachines y un infernal guirigay del público. Gracias a la llegada de la guardia civil no hubo que lamentar desgracias personales y Juanito se ahorró el hotel: pasó la noche en las mazmorras de la guardia civil. El libro está escrito en un lenguaje claro y sencillo que lo hace asequible a todo tipo de lector. La localización en los años sesenta y setenta, va a motivar que, para unos sea la rememoración de tiempos pasados y para otros, un acercamiento a una época que sólo conocen por referencias de sus mayores, pero en uno y otro caso el interés es indudable. EL FARO 4 Junio 2011 Cultura/Poesía Reivindicando a Javier Egea ALBERTO GRANADOS El pasado 14 de abril, se presentó en Granada, en la Sala Cultural Nueva Gala, el libro Poesía Completa. Volumen I, de Javier Egea (Bartleby Editores/Fundación Domingo Malagón, Madrid 2011. Edición, bibliografía y notas de José Luis Alcántara y Juan Antonio Hernández García. Prólogo de Manuel Rico). Se trata de una valiente apuesta por la reivindicación de un gran poeta, injustamente eclipsado. Incluye un total de siete poemarios, previamente editados, que son: Serena luz del viento (1974), A boca de parir (1976), Argentina 78 (1983), Troppo mare (1984), Paseo de los tristes (1982), Raro de luna (1990) y Sonetos del Diente de Oro (2006). El segundo volumen, en preparación, incluirá la obra inédita. Manuel Rico ha puesto como título al primer epígrafe de su prólogo «Conjurar un silencio». En este apartado analiza la extraña desaparición de Egea de las antologías y de las historias de la literatura, incluso las más rigurosas: «¿Un simple olvido? ¿Falta de rigor en el análisis del período? ¿Un silencio premeditado? ¿Desconocimiento del nivel de calidad de la obra del poeta?» se pregunta, para añadir más adelante: «…cualquier respuesta que intentáramos aventurar a las preguntas antes citadas que no fuera la marginación (por activa o por pasiva) carecería de toda credibilidad. ¿Quiero decir con ello que hubo una conspiración de silencio o un interés especial en relegarlo? No puedo afirmarlo, pero sí he de subrayar que ese silencio, unido a su ausencia de todas las antologías generacionales de ámbito estatal –no menos de treinta– que se editaron a lo largo de las décadas de los ochenta y noventa […] es una inexplicable anomalía histórica que ha extendido una sombra sobre su figura humana y literaria…». Más adelante, sigue acotando la verdadera naturaleza de esta invisibilidad inducida: «… ha sido una injusticia literaria de proporciones incalculables que, además, habla de serias carencias en nuestro sistema crítico y académico…». Lo expuesto hasta aquí es suficiente para que incluso los menos versados en la figura y la obra poética de Egea se den cuenta de que algo huele a podrido en lo concerniente al proceso de ninguneo de este autor. Tal vez haya que aclarar para ese lector que no ha tenido grandes oportunidades de conocer a Egea que éste, junto a Álvaro Salvador y Luis García Montero, definieron el concepto de «la otra sentimentalidad», título de una especie de manifiesto poético que los tres publicaron en 1983 y que sirvió para diseñar una nueva concepción de la poesía, llamada ahora de la experiencia, siempre asociada, casi en una injusta exclusividad, al ubicuo poeta mencionado en último lugar. Partiendo de una concepción marxista-althusseriana tratan de reinventar una sentimentalidad que no se base en el yo libre, ya que la historicidad anula al yo. El grupo se deshizo nada más aparecer, pues la llegada al poder de los socialistas, en 1982, creó una atmósfera socialdemócrata que barrió la anterior concepción marxista de la poesía, que los tres poetas habían compartido en mayor o menor medida. Teorizar la nueva situación, analizar el fenómeno, creó fuertes tensiones ideológicas, vitales y estéticas en el interior del grupo. El primero, que aseguraba no venderse, contempló el irresistible ascenso de García Montero al que sintió como cabeza visible de ese camino con el que no se identificaba, para, a cambio, conquistar unas cuotas de popularidad, protagonismo y poder nunca vistos en un hombre de letras (ediciones críticas de los grandes, participación como jurado en una inabarcable cantidad de prestigiosos premios de poesía, presencia decisoria en el mundo editorial, capacidad de opinión y acceso a los medios más prestigiosos, omnipresencia mediática, comisariado de grandes efemérides culturales generosamente subvencionadas…). El proceso coincide con una compleja situación personal y pública de Egea, que ve, con una mezcla de rabia y sorpresa, los derroteros de estas nuevas figuras poéticas. En 1999 se suicidó y estas diferencias resultarán definitivamente insalvables. Esta acumulación de tensiones, con posterioridad, ha generado una abundante polémica con acusaciones muy graves, un proceso judicial que condenó a García Montero por difamación contra el profesor José Antonio Fortes, un libro de este último (Intelectuales de consumo), una novela biográfica con personajes reales (La conjura de los poetas, Editorial Almuzara, 2010) del también profesor marxista Felipe Alcaraz y el abandono de la docencia en la Universidad de Granada por parte de García Montero, hechos todos que marcan un extraño contraste con la desaparición mediática y editorial del poeta. Tras tocar este aspecto, Rico hace un análisis de las características de la poesía de Egea, desgranando las claves y circunstancias de cada libro suyo, poemario a poemario, para concluir diciendo que «La poesía de Javier Egea, más de una década después de su muerte, se mantiene viva», aserto este que apoya afirmando que «…seduce y conmueve a quienes fuimos sus coetáneos, pero en el que nuevas generaciones de lectores, aquellas que están accediendo hoy a la poesía a la vez que hacen suyo el universo de Internet, del blog, de Facebook, o de las redes sociales más diversas, encontrarán no pocas claves de su propia vida y se inquietarán al advertir en sus versos significados ocultos, realidades imprevistas y señales de una vida otra que frustró el suicidio». Por su parte, los preparadores de esta brillantísima edición crítica, José Luis Alcántara y Juan Antonio Hernández García, aclaran las vicisitudes y el sentido de esta edición, aportan una exhaustiva bibliografía sobre el poeta y, tras los poemarios, una rigurosa sección de Notas al texto, en que de cada poema se ofrece una especie de ficha aclarando las modificaciones autógrafas o mecanografiadas que el propio autor hizo en su momento. Toda una demostración de método, exigencia y rigor que permite, no sólo leer a Egea, sino también suponer o intuir motivos introspectivos que lo llevaron a introducir los cambios en los poemas. Hay motivos más que suficientes para que este libro sea uno de los libros del año. Pero, una vez analizado el contenido y la importancia del libro, vayamos a la presentación y no por un mero afán de frivolidad. La presentación de este libro fue PORTADA DEL PRIMER VOLUMEN DE LA POESÍA COMPLETA DEL POETA GRANADINO JAVIER EGEA, PUBLICADA RECIENTEMENTE POR BARTLEBY EDITORIES Y LA FUNDACIÓN DOMINGO MALAGÓN (MADRID, 2011), EN UN INTENTO DE PALIAR «UNA INEXPLICABLE ANOMALÍA HISTÓRICA QUE HA EXTENDIDO UNA SOMBRA SOBRE SU FIGURA HUMANA Y LITERARIA» radicalmente distinta a la liturgia normal de estos actos y casi fue más elocuente lo que no se dijo que lo que se explicitó, pues la presentación tenía algo de ajuste de cuentas: la oportuna edición de Bartleby y la Fundación Domingo Malagón supone todo un gesto de valentía, una reivindicación muy necesaria, la reparación de una gigantesca y larga injusticia cometida con Javier Egea, cuya poesía completa se podrá leer ahora y comparar con la de otros poetas que otrora fueron sus compañeros de cosmovisión y manifiestos. Además de los responsables de la edición, el prologuista, el editor, un nutrido grupo de amigos, una hermana del poeta, los profesores Juan Carlos Rodríguez, Fortes y Alcaraz, el poeta Antonio Carvajal (que leyó un poema) y un nutrido grupo de admiradores y curiosos nos reunimos para participar del fin de esa conjura de un silencio imperdonable. José Luis Alcántara leyó una meticulosa y larga serie de hechos, casi un acta notarial, del proceso seguido con la obra, editada o hasta ahora inédita, del poeta. Enumeró las vicisitudes que la propiedad intelectual de esa obra ha generado, las ediciones fallidas, las discusiones y preguntas lanzadas al vacío… Las intervenciones se sucedieron intercalando versiones de los poemas de Egea, musicalizadas por el grupo Taracea. Al final se proyectó un programa televisivo del canal andaluz de TVE, emitido en 1985, en que intervenía un jovencísimo Egea. Una atmósfera de catarsis por la reparación de una injusticia, el estado de ánimo que produce una satisfacción tardía, la valoración de la magnífica edición conseguida, el sabor de las canciones… todo eso estaba en el ánimo de los presentes en el momento final de tomar una copa de vino a la memoria, desde ahora indiscutible, del poeta. EL FARO 5 Junio 2011 Cultura/Poesía A LA IZQUIERDA EL POETA SEVILLANO ENRIQUE BARRERO. A LA DERECHA LA PORTADA DE SU ÚLTIMO LIBRO INSTANTES DE LA LUZ, GALARDONADO CON EL PREMIO INTERNACIONAL ATENEO JOVELLANOS DE GIJÓN, PUBLICADO POR KRK EDICIONES Instantes de la luz, de Enrique Barrero Rodríguez JOSÉ ANTONIO SÁEZ El poeta y profesor titular de la Universidad de Sevilla Enrique Barrero Rodríguez (Sevilla, 1969), autor de obras tan significativas como El tiempo en las orillas, Poética elemental, Fe de vida o Liturgia de la voz abandonada, publicadas en editoriales y colecciones de prestigio como Rialp (Col. Adonais) o Renacimiento, Ángaro o Los Cuadernos de Sandua, y reconocidas con algunos de los más prestigiosos premios de nuestro país, acaba de publicar Instantes de la luz, obra galardonada con el Premio internacional de poesía Ateneo Jovellanos de Gijón 2010, en su vigésima edición. El libro ha sido publicado por KRK Ediciones con el patrocinio de cajASTUR y el Ateneo Jovellanos de Gijón y contiene dieciocho poemas en los que la luz se constituye en protagonista absoluta de los mismos. En este aspecto, la unidad del poemario resulta total y los textos forman un todo compacto y simétrico, integrados en un solo bloque; el cual viene precedido por una cita inicial de Antonio Colinas: «Me he sentado a sentir cómo pasa en el cauce/ sombrío de mis venas toda la luz del mundo», a la que sigue un esclarecedor y ajustado prólogo del también poeta y profesor Jorge de Arco, director de la revista de poesía Piedra del Molino, vinculada al Ayuntamiento de Arcos de la Frontera. Sólo un jurado libre e independiente, de los que van quedando pocos en nuestro país, pudo tener el acertado criterio de elegir un libro como éste ante el que nos encontramos para concederle un premio tan prestigioso como el que patrocina el Ateneo Jovellanos de Gijón. Debemos, por ello, sentirnos congratulados al comprobar cómo no resulta un tópico aquello de que en la poesía española actual encontramos una diversidad de corrientes que conviven y ofrecen frutos muy logrados, tal este libro de Enrique Barrero Rodríguez. En realidad, esa diversidad de corrientes estéticas siempre se dio, pero resultaría absurdo no constatar ahora que en décadas muy cercanas algunas editoriales y críticos, con tribuna en los suplementos literarios de los medios de comunicación más influyentes, han venido aupando a determinados poetas y a determinadas corrientes; las cuales vienen siendo consideradas, injustamente para muchos, como dominantes; abriendo así una herida de difícil curación en la poesía española de estas últimas décadas. Pero no merece la pena detenerse ahora en un conflicto que a mi juicio ha empobrecido notablemente a la poesía española desde los años ochenta hasta la actualidad y por lo cual resulta más que posible que el tiempo juzgue con acritud unas décadas, al menos las tres últimas de nuestra poesía, poniendo a cada uno en su lugar. Así debiera ser, más no siempre acaba siendo justa la historia de la literatura. La luz de Enrique Barrero es una luz suave, tamizada, filtrada como a través de los visillos de una ventana; pero también es la luz vibrante de la memoria que se proyecta sobre las vidrieras y los campos, sobre las llagas y el bosque, sobre las ciudades y la muerte, las estalactitas y la música, los ojos, el hielo, el mar… Es una luz que triunfa y se refleja en la nieve, transita por los muelles y da color a la esperanza, luz abatida y luz de las palabras. Es la luz del contemplador haciendo reverdecer lo vivido y atesorado en el corazón a través de la memoria. Luz emocional que recupera infancias y seres queridos, como en el caso de la figura de la madre: «Si tú supieras, madre, qué luz la de tus años/ cómo en esta ceguera letal del abandono/ por la curva del tiempo/ y asoladas las horas de la medida exacta/ con que el pecho traspasa/ la lenta espina azul de la nostalgia/ he vuelto a tu caricia/ sintiendo que de nuevo chirriaban las cancelas» (La luz sobre las llagas, p. 20). Luz y soledad, constatación del paso del tiempo y de cuanto se va perdiendo en el camino de la vida: sombras de la luz que van dejando heridas no cauterizadas y convertidas en llagas. Luz que se filtra a través de las vidrieras de las catedrales y se refugia en ellas. Luz que acaricia y busca afectos, mano amiga, palabra adecuada para el consuelo de quien ve pasar la vida ante sí y avista en la distancia el horizonte final inevitable. Un sentimiento de caducidad de lo vivido deambula por los textos de este poemario y una urgente necesidad de recuperarlo para sentirse en armonía con la vida, para afirmarse en el vivir cotidiano, se dan la mano aquí. Sobre la arquitectura de las metáforas y hasta de las alegorías, el poeta sevillano Enrique Barrero Rodríguez recurre a endecasílabos y alejandrinos, principalmente, para dar cauce al caudal de sentimientos, vivencias y emociones que constituyen estos Instantes de la luz en que se ubica el poeta, haciendo perdurable y aferrándose a ellos como el náufrago a los restos del naufragio. Una luz que salva y vivifica, territorio de las palabras que ayudan a vivir y a hacer soportable la vida. El Reino de la Luz, refugio donde los sueños se dotan de alas y permiten a la esperanza enseñorearse del aire y los espacios por habitar: bien sean los campos, los muelles, el bosque, las ciudades, las estaciones, la música o las palabras. El poeta es consciente de que esa luz es fugaz y se esfuma apenas cuando llega, mas con qué intensidad permite vivir y recuperar lo verdaderamente valioso de una vida. Machadianamente afirma: «mi vida es perseguir entre la niebla/la luz que guardan dentro las palabras» (La luz de las palabras, p. 44), por lo que descubrimos que memoria y lenguaje constituyen dos elementos vivificantes y salvíficos en el devenir existencial del poeta. Enrique Barrero es un poeta de su tiempo, de este tiempo, porque su poesía afronta las cuestiones esenciales del hombre de nuestra época. Es un poeta elegíaco que navega en el agua de la conciencia para hallar consuelo a la sinrazón de la pérdida, para remontarse sobre los escombros que toda existencia acumula y seguir teniendo esperanza en la felicidad posible. EL FARO 6 Junio 2011 Cultura/Ensayo Francisco Burgos Lecea: el hombre que salvó a Ricardo León MAURICIO GIL CANO En la fachada de un instituto de una ciudad andaluza figura la siguiente frase: «Leer me hizo pensar y el pensamiento me hizo libre». Abajo, a continuación, aparece el nombre de la persona a quien se atribuye la cita: Ricardo León. Este novelista nació en Barcelona en 1877, pero pasó su infancia y juventud en Málaga y siempre se consideró malagueño. Alcanzó gran celebridad por sus obras de católica religiosidad y exaltado patriotismo. Por sus ideas políticas, Ricardo León estuvo a punto de morir fusilado durante la guerra civil. Él mismo lo cuenta en una entrevista recogida en el libro ¿Cómo se liberó usted?, firmado por José Gutiérrez-Ravé y editado en Madrid en 1943: «Caí primero en una de las peores checas de Madrid, la de las Salesas, en la calle de San Bernardo. Allí me tenían en lista, sentenciado al paseo, en represalia por la muerte del poeta García Lorca. Otro poeta me salvó: Burgos Lecea, en quien la lepra del comunismo no había secado las fuentes de su sensibilidad. Con valeroso rasgo y en feliz coyuntura me hurtó al peligroso comité y me puso en la calle, advirtiéndome de la suerte que corríamos los dos si yo volvía a caer bajo aquel tribunal de sangre». La ciudad donde se encuentra el instituto que exhibe aquella edificante frase de Ricardo León vio nacer al poeta que le salvó la vida, pero no lo recuerda. No existe ninguna inscripción en la casa donde nació. Ninguna calle con su nombre. Ni siquiera hay libros suyos en la biblioteca. Como si Burgos Lecea hubiera sido premeditadamente eliminado de la historia, ya que alcanzó notoriedad en vida. Publicó dos extraordinarios libros de relatos, Xaicxi, delantero (1928) y Los caballitos del diablo (1933), y uno – inencontrable, hasta el momento– de prosas íntimas, El cuaderno emborronado (1933); diversos manifiestos, poemas… Estrenó dos obras de teatro, en 1930: la tragedia La heroína del amor sublime, en el Teatro de la Comedia, el 26 de mayo, y la comedia dramática La rosa inmarchitable, en la también madrileña Sala Spes, el 21 de junio. Colaboró en periódicos y publicaciones de su época y, en Madrid, llegó a dirigir su propia revista, Frente Literario, cuyo número 3 dedicó íntegramente a Juan Ramón Jiménez. Incansable activista cultural, promovió la renovación del teatro español desde postulados vanguardistas comprometidos con la acción social. Creó su propio movimiento de vanguardia, el verticismo, para mostrar «la Verdad vestida con un bello mantón andaluz repleto de rosas jerezanas». Continuo agitador a través de sus tertulias y compañías de teatro independiente, impulsó a los jóvenes autores y proclamó que el teatro español estaba podrido. Como autor y director, aportó innovaciones a la escena española para denunciar las injusticias de un sistema de explotación que aniquila a la humanidad. Su idealismo le acarreó un trágico final, tras duros años de prisión en la posguerra española. Este hombre de bien tuvo el coraje de arriesgar su vida BURGOS LECEA (ARRIBA, IZQUIERDA, CON GAFAS) EN UNA PÁGINA DEL SEMANARIO CRÓNICA DE 20 DE JULIO DE 1930. A LA DERECHA EL NOVELISTA RICARDO LEÓN. para salvar la de aquel que encarnaba todo aquello contra lo que luchaba, literaria y políticamente hablando. No fue el único episodio de nobleza que protagonizó. Burgos Lecea no es simplemente un escritor, sino un ejemplo de honestidad intelectual y bondad, de grandeza humana. Pero sería otro poeta gaditano, Pedro Pérez Clotet (Villaluenga del Rosario, 1902Ronda, 1966), quien me llevara a este obstinado vanguardista, a través de su revista Isla, publicada entre 1932 y 1936 en Cádiz, en su primera época, y posteriormente en Jerez, a raíz del estallido de la contienda civil, entre 1937 y 1940. El número 5 de Isla: hojas de artes y letras, de 1935, que dirigiera Clotet, incluye una reseña sobre Los caballitos del diablo. Al no ir firmada, puede atribuirse la crítica a la dirección de la revista. Leyéndola, el gentilicio de Burgos Lecea me deslumbró: un autor andaluz, jerezano, del que no sabía nada; un maestro en el difícil arte de narrar, ignorado; un rebelde contra la injusticia y el dolor cuyas palabras flotaban en el olvido. Consulté un diccionario de literatura y otros volúmenes que tenía a mano. Efectivamente, no venía nada al respecto. Sin embargo, el nombre no me resultaba totalmente desconocido. Tan redondo, tan mágico. La impaciencia me hizo, lo primero, localizar los libros de este atrayente autor. Inmediatamente, me hice con las primeras ediciones –y únicas– de Xaicxi delantero (1928) y Los caballitos del diablo (1933), los dos volúmenes que componen La ventana de papel. Pero ambos ofrecían aún más información: prólogos, fragmentos críticos elogiosos con la obra de Lecea, títulos de libros proyectados por el autor y escritores de su círculo, etcétera. A partir de ellos, el fantasma de Francisco Burgos Lecea perfilaba su silueta. Gracias a la digitalización de documentos y a una voluntariosa investigación en archivos y hemerotecas, fui reconstruyendo fragmentos de la actividad de nuestro autor. También en la dispersa bibliografía encontré referencias. Era muy poco lo que se sabía sobre él, por lo que cualquier nuevo dato alcanzaba una significativa trascendencia. Una nota en la edición crítica de Juan Ramón de Viva Voz, de Juan Guerrero Ruiz, publicada en 1999, ilustra la confusión existente en torno a este comprometido autor en el ámbito académico: «Burgos Lecea, Francisco. Desconocemos el lugar y fecha de su nacimiento, pero sí sabemos que falleció el año 1939. Prosista, cercano a los ultraístas en los años 20. Publicó dos libros de cuentos: Xaixic, delantero y Caballito del diablo [sic]. Director del grupo teatral La cancela abierta y de la revista Frente Literario, en cuyo número 1 se publicó el manifiesto del Verticismo y, en el segundo, fue defensor de Por un nuevo teatro. Artículos suyos aparecieron en El Almanaque Literario 1935 y en Problemas de la Nueva Cultura. Al terminar la guerra civil fue fusilado por su colaboración con la República». Aunque los otros datos aportados son valiosos –pero no exactos–, no es cierto que fuera fusilado en 1939. Sin embargo, también la librería de viejo donde adquirí un ejemplar de Los caballitos…, anunciaba el libro mencionando el fusilamiento de su autor en 1939, ¡por vanguardista! Pero no fue así, sino que le aguardaban más amargos años de prisión y un final desolador. Según consta en su partida de nacimiento, Francisco Burgos Lecea nació en Jerez de la Frontera el 2 de agosto de 1898. Por su certificado de defunción, sabemos que falleció en Madrid el 5 de marzo de 1951. Ambas fechas delimitan cronológicamente mi manuscrito El cuentista que decía la verdad: Francisco Burgos Lecea, un escritor de vanguardia olvidado. En él realizo una aproximación a la figura del escritor que, por creer en la capacidad de la palabra para transformar el mundo, cosechó los amargos frutos de la cárcel, la muerte y el olvido. EL FARO 7 Junio 2011 Cultura/Narrativa La autobiografía de Medardo Fraile: El cuento de siempre acabar CAROLINA MOLINA Los escritores, por norma general, abordan a lo largo de su vida diferentes géneros literarios. Cada género requiere un tratamiento, un estilo adecuado y un sello distintivo al que el narrador debe enfrentarse. De entre todos los géneros conocidos, admirados por los lectores, destacamos hoy el de la autobiografía. El único género que obliga a producir una sola obra. Y ya es lamentable porque, si un escritor cuenta bien sus propias peripecias, solo podremos leerlas en un libro, por razones obvias. Para escribir la historia de uno y que ésta sea novelable o, cuando menos, susceptible de ser narrada, se han de tener algunas peculiaridades estilísticas: narrar con precisión, convertir al lector en cómplice de nuestras experiencias y, claro está, haber vivido. Esas cualidades a mí me parecen de primer orden y las supera con creces Medardo Fraile. Fraile aprueba en todo cuanto hace, quizás por eso aborda distintos géneros literarios. Su vocación y su presencia, le hicieron vivir momentos claves en la historia nacional y literaria españolas y José María Merino –crítico, cuentista y académico– y amigo personal de Fraile, le animó a escribir estas memorias que se titularían El cuento de siempre acabar, y publicó la Editorial Pre-Textos, en una edición cuidada y apetecible para la lectura, tanto en su tacto en papel como en el disfrute de las imágenes incorporadas. Que el título haga referencia a «siempre acabar» no ha supuesto un final en la vida literaria de Medardo Fraile. De hecho, a sus 86 años y con 39 libros publicados, goza de una extraordinaria capacidad intelectual y una admirable memoria, que sin duda son patentes en todas las páginas de su libro. Fraile nos ha dicho que «hay que escribir para la vida y para la muerte» y esa eternidad de la que habla es solo virtud de algunos escritores, de los mejores, diría yo. Un escritor transciende cuando deseamos leerlo antes y después, y a este madrileño, que no ha dejado de serlo, aún cuando lleva en Gran Bretaña más de 40 años, se le sigue reclamando entre los lectores y los círculos literarios de España. «Aunque nos quejamos y tememos la muerte, la muerte es la coronación (de rosas o de espinas) de una vida. Es obvio que el principio es importante y suele repartir ilusiones y alegrías, pero el final también lo es, aunque reparta dolor o tristeza. El que no ha hecho lo que tenía que hacer, se queda ya sin hacerlo y no hay remedio», nos dice. Medardo Fraile ha escrito su autobiografía desde la lejanía espacial, pero desde una cercanía emocional. Sus recuerdos de infancia, de un adolescente de Posguerra sensible y, a veces, dickensiano, que busca irremediablemente el recuerdo de su madre, desaparecida cuando él tenía cinco años, y el cariño y la proximidad de los adultos, se nos vuelve cercano, casi conocido y nos anticipa el hombre que luego fue. Nos adentramos en una lectura íntima, pero también descriptiva de un Madrid casi desconocido o, tal vez, conocido y olvidado que era el de la Guerra y la inmediata Posguerra. EL ESCRITOR MEDARDO FRAILE PORTADA DE SU AUTOBIOGRAFÍA EL CUENTO DE SIEMPRE ACABAR (PRE-TEXTOS, 2011) «El 18 de julio estábamos ya metidos en una vorágine revolucionaria de retaguardia, la más cobarde y sin piedad de todas. Coches con milicianos armados en los estribos ordenaban que se cerraran las ventanas con luz. Y se pusieron de moda por las noches los criminales paseos. Llegaban a cualquier piso tres o cuatro analfabetos desalmados, hacían un simulacro de registro, se llevaban lo primero que les parecía de valor y luego invitaban al dueño, aunque estuviera ya en pijama –a veces un pobre viejo o una señora que podía ser su bisabuela– a que diera un paseo con ellos.» Estas palabras de Fraile en su biografía describen ya, desde su niñez, una visión tan real como dramática de lo que fue la España en armas. Con clarividencia nos describe sucesos y anécdotas de la Guerra que darían pie a una juventud relacionada con el teatro: Junto a Alfonso Sastre y Alfonso Paso impulsó la renovación de la escena en esos tiempos necesitados de cambios. Arte Nuevo significó el comienzo de una idea teatral que abrió puertas. Esos tres mosqueteros de Talía, Sastre, Paso y Fraile vivieron un momento tan duro como deseable que, por circunstancias incomprensibles, no se recuerda con el merecimiento que sería justo. Pero la relación se dispersa. Es Medardo Fraile el que se plantea ideas y cambios y así lo dice en su biografía: «En el teatro que no pretende solo divertir hay dos clases de diálogo, el que suscribe el autor y encarnan los actores, y el que se establece entre el escenario y el espectador. Si uno falla –o los dos– no hay teatro: hay antiteatro o incomunicación». Ahora, preguntado sobre quién estableció mejor ese diálogo nos dice: «Aunque parezca escandaloso, el que se aproximó más, a su modo, a ese ideal, fue Alfonso Paso. Yo creo, y ojalá me equivoque, que el teatro de Sastre, salvo las dos o tres primeras obras que contaron en su estreno con una situación política excepcional, no ha establecido diálogo alguno con el público». No hay que olvidar que Medardo Fraile fue un autor de temprana madurez dramática, como atestiguan varias de sus obras breves y, sobre todo, El hermano. «El teatro sí me interesó y me interesa (cada año veo las seis obras del estupendo festival teatral de Pitlochry y solo para verlas vivo allí en una caravana durante diez días. Pero lo que entonces no me gustó nada –asegura Fraile recordando los tiempos en que compartía la escena con Sastre y Paso–… «fue el ambiente del teatro, sus vicios, sus hipocresías, y saber que lo que tú habías escrito bien lo podía estropear un mal actor, un tramoyista desatento, un mal decorado, un director demasiado pagado de sí mismo o una tarde de estreno con frío y lluvia. Preferí marcharme a casa a escribir prosa a solas». El perfeccionamiento de este madrileño es proverbial. Sus cuentos fluyen naturalmente y sus historias, aquí noveladas con la sinceridad de quien se confiesa, nos absorben y distraen. Estas memorias son el fiel reflejo de unos ojos que vivieron en primera persona y que apoyándose en documentos personales, conforma un espléndido testimonio gráfico y narrativo de la Guerra y la Posguerra españolas y, por la misma razón, Fraile es un buen periodista profundamente observador: «Creo que el juguete más apasionante para mí fue y es la gente que me rodeaba y rodea. Mirar, oír, comparar, pensar, reír, hablar, observar, sentir, sufrir, implicarme, han logrado que no entendiera nunca lo que es aburrimiento», nos dice en El cuento de siempre acabar. «Mi vida –añade–, ha sido muy rica en emociones y situaciones, pero encontré siempre a gente que me ayudara y me quisiera». En las 584 páginas de este texto nos presenta en la intimidad a Josefina e Ignacio Aldecoa, Jesús Fernández Santos, Carmen Martín Gaite, Rafael Sánchez Ferlosio, Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Wenceslao Fernández Flórez, Luis Rosales, Alfonso Sastre, Alfonso Paso…, y un amplísimo mundo de personajes reales que se vuelven de carne y hueso, frente a la frialdad de tantos libros. El cuento de siempre acabar es algo así como el cuento más extenso de Medardo Fraile, el cuento de una vida que, como buen cuento, sigue sus normas habituales y termina en final abierto. EL FARO 8 Junio 2011 Cultura/El Canto del Urogallo Impresiones y paisajes PEDRO RODRÍGUEZ PACHECO PORTADA DE RAPSODIA, ÚLTIMO POEMARIO DE PERE GIMFERRER He acabado en estos días de leer la Historia de mi vida (Atalanta, Barcelona, 2009) de Giacomo Casanova, prologada por Félix de Azúa y traducida y anotada por Mauro Armiño; esta lectura estuvo precedida de la Obra poética completa de Antonio Colinas y, hoy mismo termino, cuando redacto mis impresiones lectoras, Rapsodia de Pere Gimferrer (Seix-Barral, Barcelona, 2010)… No es mi intención hacer crítica de estas obras, sino limitarme a dejarme llevar por una serie de motivaciones personales, absolutamente subjetivas, que han ido surgiendo al hilo de la lectura de las obras citadas. Casi como un rayo que iluminara el factor humano y lo dejara expuesto a los ojos de toda valoración moral y ética, la figura del libertino Casanova se entrecruza, en estos días en los que termino de leer sus memorias, con el mísero affaire del Director del Fondo Monetario Internacional, Dominique Strauss-Kahn… Qué profundas diferencias entre el seductor veneciano y el magnate francés. Nos tropezaremos, en multitud de ocasiones, con el ritual galante de Casanova en el cual, sea cual fuere la condición social de su apetecible presa, siempre conlleva un esmero, una delicadeza, un derroche de estímulos sensuales, que anonadan por su fastuosa esplendidez. Viajero impenitente, posadas y postas fueron las más de las veces sus cotos de caza. Y aunque muchas veces podamos sospechar un delirante sentido de la autoestima y una indisimulada vanidad, lo cierto es que en el fondo subyace el propósito áulico de la magnificencia: por cualquier posada, Casanova, una vez señalada su presa, la cerca de vinos portentosos, de sedas, encajes, joyas, comidas principescas de tan extremadas exquisiteces que uno se pregunta cómo era posible que en un momento imprevisible pudieran estar disponibles para los fines del pródigo seductor. Colma el cáliz de la sensualidad, desde la exhibición de dibujos lascivos de los sonetos del Aretino a la degustación de ostras llevadas de boca a boca por los ápices trémulos de las lenguas; pero nunca se aprovechó de la embriaguez de su víctima porque el colmo de la suya amatoria era la lucidez rendida de quien decidía otorgarle todos los favores. Esa fastuosidad con la que Casanova envuelve sus conquistas amorosas va indisolublemente unida al sentido de ser joven, la exaltada juventud y, en él, sin tópico, el desprecio de la vejez, de manera tan condicionante que serán las páginas del Prefacio que presiden sus memorias, las más hermosas, auténticas y verdaderas de todas las que componen la Historia de mi vida. Como ya he adelantado esta lectura se ha acompañado de las poesías completas de Antonio Colinas y del último poemario, Rapsodia, de Pere Gimferrer. La poesía de Colinas me ha merecido siempre muy alta valoración; su sentido de la serenidad, la procura de la be- PORTADAS DE LAS MEMORIAS DE CASANOVA Y DE LA POESÍA COMPLETA DE COLINAS lleza –el gozo estético de la palabra–, la hondura del sentido y la impecable adecuación de las formas, son atributos de capacidades y suficiencias que sólo se dan en auténticos poetas. Pero hay más, y es ese más el que me lleva a escribir estas impresiones que, insisto, no son crítica valorativa al uso, sino la simple reflexión que las afinidades afectivas –y selectivas– me han motivado. «Un círculo que se cierra, un círculo que se abre», así titula Colinas el prefacio con el que se abre el universo de su obra poética. Escribe que cuando prepara la edición de su poesía completa, se encuentra «en la casa de mis abuelos maternos, en ese valle perdido de lo que yo he dado en llamar el noroeste de todos los olvidos, en el que pasé los veranos de mi infancia y de mi adolescencia», y es allí, añade, donde se encuentran sus raíces vitales y creativas. Este es el punto central desde el que se expande el círculo hacia otros ámbitos, desde el mundo o espíritu mediterráneo a los universos de las culturas orientales…Y así los incitadores y promotores de la creación del propio universo del poeta: Dante, Hölderlin, Rilke, Valéry, Quasimodo, Seferis, Ritsos, Espríu, Riba, Aleixandre…O los iniciales, Baudelaire, Rimbaud, Perse o el siempre admirado Juan Ramón Jiménez. Y un día –en Córdoba– el primer verso, el primer poema y la indagación lúcida de cómo es dictado el verso de los dioses…Y así, ya digo, leyéndole sus propias confesiones, su indagación personal sobre sus ámbitos, sus mundos, su universo, he sentido la complicidad de quien ha recorrido los mismos espacios y vivido y sentido los mismos elementos conformadores, las mismas afinidades afectivas y selectivas que nos hacen sentirnos cómodos ante una obra, en este caso, el bellísimo diálogo encendido que es la poesía de Antonio Colinas. Rapsodia, de Pere Gimferrer, es un poema único dividido en secuencias, estancias o par- tes. En la primera de estas partes, leemos: «Se ha desencuadernado por la mitad mi vida, / como el pienso del alba se desploma en los sauces: / tiene el tacto de cuero de la noche dormida / y el corazón de hierro del pajar de la sombra. / Todo irreal: la caja de las estalactitas, / catedral de salitre con el serrín del alba, / cuando lo que viví se convierte en metáfora / y en mis manos el dije de tus nalgas es oro.» Hermosos versos que sólo, acaso, sólo pretendan ser hermosos versos, pero por tal pretensión he asistido a la ceremonia de las proscripciones, de los secuestros, de los olvidos de muchos poetas magníficos que por escribir versos como los que anteceden, fueron condenados a vivir a extramuros de la ciudadela de mediocridad. Explica –¿explica?– Gimferrer esta creatividad fulgurante en la estancia número catorce que se inicia así: «Góngora vive sólo en sus palabras, / no en aquella mirada velazqueña; / el caldero de oro de los versos / que estampará en tramoya Calderón / es ya por siempre la verdad de Góngora»… Más adelante, justificando: «porque el poema, en dominio ardiente, /más que a significar aspira a ser. / Gracias demos a Góngora y a Dante, / gracias demos al verso y su tañido: /en el reloj de arena de los siglos / cada palabra es nuestra redención, / la que nos salva de morir helados»… Termina el poema: «Al explicarse, el verso nos explica; / lo verdadero es siempre inexplicable / y el poema se explica al llamear». Precisamente, ese sentido de la unicidad del poema, de su autonomía como pieza bastante y suficiente, como espacio que acordona un cinturón de fuego o hermosura es el que he mantenido, hemos mantenido algunos, y por tal mantenimiento, hemos visto codiciado nuestro espacio por quienes ahora, ante el poema de Gimferrer, dirán que sí, cínicamente que sí, para que se cumpla el advertimiento de Rimbaud: «Ahora la estupidez / sucede al crimen».