Discurso Inaugural - Real Academia De Ciencias Exactas, Físicas Y

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REAL A C A D E M I A EXACTAS, FÍSICAS DISCURSO DE C I E N C I A S Y NATURALES INAUGURAL DEL AÑO ACADÉMICO 1981-1982 LEÍDO EN LA SESIÓN CELEBRADA EL DÍA 28 DE OCTUBRE 1981 POR EL ACADÉMICO NUMERARIO EXUMO. SR. D. FEDERICO CODED ECHEVERRÍA MADRID DOMICILIO DE I.A ACADEMIA VALVERDE, 12.-TELEFONO 221-25-29 1 9 8 1 ISBN: 84-600-2430-X Depósito Legal M. 84.948-1981 TALLERES GRÁFICOS VDA. DE C. BERMEJO - SANTA ENGRACIA, 122 - MADRID LA CIENCIA EN EL DESENLACE DE LA ULTIMA GUERRA MUNDIAL Volviendo la mirada hacia atrás, y contemplando el recorrido completo, desde los inciertos y borrosos orígenes de nuestros antepasados hasta el pasado reciente, adquirimos una certeza ; la agresividad humana ha estado presente siempre en nuestra historia, y ha sido un componente esencial en la conformación del mundo que nos rodea. Pero si nuestra mirada se reposa, y examina despacio las líneas maestras del proceso, advierte enseguida que junto a esta agresividad, que permanece siempre igual a sí misma, permanente, inalterable, la inteligencia en cambio juega un papel siempre creciente a lo largo y ancho de la historia de la guerra. Al principio solo aparece fugazmente, en pequeños detalles, en decisiones improvisadas. Después de una forma constante y amplia que va, desde la diplomacia, hasta todos los aspectos de la guerra misma Y finalmente, en nuestros días, es la ciencia en su totalidad la que se pone al servicio de la agresividad humana. El resultado de una eventual nueva guerra mundial, no dependerá ya de los antiguos y clásicos ingredientes; valor, disciplina..., ni casi en última instancia de los ejércitos. El destino último de la humanidad, porque ese será el envite, se decidirá en el silencio de los laboratorios, y en los cerebros de unos pocos hombres. Y empecemos ahora a examinar cómo la ciencia y la guerra iniciaron su definitivo abrazo en el último conflicto, seleccionando para este estudio solamente los dos campos en los que los resultados de este matrimonio fueron mas espectaculares ; el átomo y el radar. En el descubrimiento de la fisión y en la valoración de su importancia se encuentran ya varias de las características que dan su peculiar sabor y personalidad a la era nuclear ; el secreto y su posterior difu- sión, las dificultades de interpretación de los resultados experimentales, las implicaciones políticas y militares. Poco después del descubrimiento del fenómeno de la radioactividad artificial, a comienzos de la década de los treinta, Enrico Fermi, que a la sazón todavía trabajaba en Roma dirigiendo un importante equipo de físicos, descubrió que los neutrones, cuanto menor velocidad poseen, más fácilmente son absorbidos por los núcleos de los diversos átomos. En otras palabras, Fermi había mostrado en Roma que, bombardeando con neutrones de la menor energía posible, es como más fácilmente podían conseguirse nuevos núcleos atómicos. Estos nuevos núcleos producidos por la absorción de un neutrón eran inestables y en consecuencia radioactivos, y Fermi y sus colaboradores comenzaron a explorar esta vía de creación de nuevos nucleidos, bombardeando con neutrones lentos numerosos elementos, y en especial el de mayor masa conocido hasta la fecha, es decir, el uranio. Y al efectuar esta experiencia, se encontraron con la sorpresa de que aparecían más de veinte nuevos núcleos atómicos, todos ellos inestables, es decir, radioactivos. Más de cinco años fueron necesarios para interpretar debidamente este fenómeno, y no fueron los italianos los que lo lograron, sino los alemanes Otto Frisch y su tía Lise Meitner. Una vez más el azar jugó un importante papel en los asuntos humanos, pues la correcta explicación del fenómeno, que no era otra que la rotura del núcleo de uranio por el neutrón proyectil, llegó en enero de 1939, es decir, solo unos meses antes del estallido de la última guerra mundial. De esta forma los dos bandos, antes de empezar la contienda, conocían este proceso físico y su potencial valor como arma, y podían emprender, separadamente, la carrera por su posesión. Es obvio que si Frisch y Meitner hubieran llegado a la solución del enigma sólo unos meses después, cuando la guerra había consumado la división y cortado las comunicaciones científicas, Alemania habría podido disfrutar sola de su descubrimiento y quizá, gracias a este monopolio, cambiar el resultado final de la contienda. Merece la pena recordar que en los cinco años transcurridos desde que Enrico Fermi descubrió el camino que conducía a la fisión, su equipo se disolvió, y su jefe emigró a EE.UU., pues Fermi en 1938, una vez recibido el premio Nobel, decidía no regresar a la Italia de Mussolini y establecerse en E E . U U . , donde iba a contribuir decisivamente al desarrollo de la energía nuclear en sus dos vertientes, la militar y la civil. Quizá no se ha valorado suficientemente el hecho, que aquí no po- demos sino mencionar, de que Italia y Alemania experimentan una dolorosa hemorragia de inteligencias estelares; precisamente en los meses y años que preceden al estallido de la última conflagración, hemorragia que, sin posible duda, rubrica su destino final. Es de justicia señalar que el descubrimiento experimental de la fisión y su correcta interpretación teórica, pertenecen por completo a Europa. Fue estrictamente europea la competición para descubrir el enigma de la aparición de varios elementos químicos nuevos en el blanco de uranio bombardeado por neutrones. Participaron en ella fundamentalmente los equipos de Roma, París, Berlín y Copenhague. Hay que añadir, sin embargo, que las etapas finales las recorrieron en solitario Otto Hahn, y su colaboradora durante muchos años, la física judía de nacionalidad austriaca Lise Meitner. Creemos que merece la pena transcribir la frase clave de la carta del Î6 de enero de 1939, de Meitner y Frisch, publicada en la revista científica inglesa Nature, en la que se apunta la correcta solución del enigma que durante años mantuvo perplejo al mundo científico, aceptando la posibilidad, hasta entonces rechazada como imposible, de la rotura del núcleo de uranio : «Parece posible que el núcleo de uranio posea sólo una estabilidad de forma pequeña, y pueda como consecuencia de la captura de un neutrón dividirse en dos núcleos de aproximadamente el mismo tamaño». A esta rotura del núcleo se la denominó fisión y pronto pudo comprobarse que no era una propiedad exclusiva del uranio, sino que otros núcleos pesados también podían romperse usando como proyectiles neutrones, y otras partículas más pesadas. Los diversos aspectos del proceso de fisión fueron rápidamente descubiertos. Casi inmediatamente después del descubrimiento de la fisión, F. Joliot y su equipo de París, demostró que los fragmentos de fisión cualquiera que sea su número salen despedidos con grandes velocidades del lugar donde ha ocurrido ésta. Era evidente que una fracción apreciable de masa se convertía en energía cinética de acuerdo con la célebre ecuación de Einstein E — me2. Y en unos pocos meses diversos investigadores europeos comprobaron que estos productos de fisión por ser inestables eran cabezas de series o cadenas radioactivas. La aparición de las temibles cenizas radioactivas, que tanto iban a preocupar a la humanidad, fueron descubiertas casi simultáneamente 9 con la fisión. F. Joliot-Curie y P. Savitch en Francia, N. Feather y E. Brestcher en Inglaterra, O. Hahn y su equipo en Alemania y F. A. Heyn, A. H. W. Atén y C. J. Baken en Holanda, fueron los que primero descubrieron la presencia de una serie de elementos inestables de masa media entre los fragmentos de fisión, como el antimonio, el yodo, el cesio, etc. Se comprobaba así que el proceso de la fisión iba, desgraciadamente, acompañado de la aparición de núcleos inestables, que buscaban la estabilidad en una o varias desintegraciones radioactivas, con la consiguiente emisión de partículas a, ß y 7. Y la posibilidad de la reacción en cadena y de la posible propagación de lo que bien puede denominarse el «fuego atómico» fue también descubierta en las semanas siguientes, concretamente en marzo de 1939, por H. Halban, F. Joliot y L. Kowarski en Francia. En efecto, estos investigadores mostraron que, al producirse la rotura o fisión de un núcleo de uranio por el impacto de un neutrón, no solamente aparecen dos nuevos núcleos atómicos, es decir, dos productos de fisión, sino también dos o tres neutrones, los cuales pueden a su vez romper otros núcleos de uranio. La enorme cantidad de energía producida en la fisión, más de dos millones de veces superior a la liberada por la combustión química de un peso igual de carbón, fue evidente, desde los primeros momentos, que podía ser utilizada no sólo para producir energía eléctrica, o para mover motores para submarinos u otros ingenios, sino para producir bombas de una potencia muy superior a todo lo conocido hasta entonces. El premio Nobel y eminente físico danés N. Bohr jugó un papel de enorme trascendencia en aquellos meses cruciales, pues la propia Lise Meitner en una visita que le hizo en Copenhague, le comunicó el estado actual de sus investigaciones sobre la fisión. Enseguida N. Bohr comprendió la importancia del hecho y en la visita que a continuación hizo a los EE.UU., transmitió a sus colegas americanos toda la información que poseía en una conferencia, que sobre diversos temas de física teórica dio en Washington el 26 de enero de 1939. Es importante advertir que en esa fecha y como acabamos de señalar, todavía no se sabía que sería posible la «propagación del fuego atómico», es decir, la posibilidad de lograr una reacción en cadena. Naturalmente, en cuanto esta posibilidad se confirmó, todos los gobiernos impusieron un estricto control sobre la difusión de todas las investigaciones que sobre el tema se realizaban en sus propios países. Es claro que la posibilidad de construcción de la bomba atómica no surgió de la noche a là mañana. Fue un concepto que tardó un cierto tiempo en abrirse paso, incluso entre los científicos ; el mismo Fermi dudaba en un principio de ello y no es por tanto de extrañar que los gobiernos tardaran todavía más en comprender su importancia. El científico que aceleró más este proceso fue el físico húngaro L. Szilard. quien consiguió poner en antecedentes al presidente Roosevelt, del peligro que supondría para las democracias el que Hitler construyera la bomba atómica antes que ellos, y ganara así la guerra que acababa de empezar ese verano de 1939. Para conseguir este objetivo, Szilard fue a ver a Einstein, que a la sazón se encontraba en la Universidad de Princeton, y le pidió que escribiera una carta a Roosevelt exponiéndole los hechos. Einstein accedió y escribió en su célebre e histórica carta, que la reacción en cadena era «casi seguro» que podría establecerse y que, por tanto, la bomba era «concebible». Al final de su carta, Einstein exponía claramente el peligro de que los alemanes llegasen antes a la meta. Escribía Einstein : «Cierta labor reciente efectuada por E. Fermi y L. Szilard... me induce a esperar que el elemento uranio pueda convertirse en una nueva e importante fuente de energía en el futuro inmediato. Ciertos aspectos de la situación parecen demandar vigilancia, y si es necesario, rápida acción de parte de la administración... Entiendo que Alemania ha cesado actualmente de vender el uranio procedente de las minas checoslovacas de las que se había apoderado. Este hecho puede comprenderse quizá si se considera que el hijo del subsecretario de Estado alemán, Von Weiszacker, pertenece al Kaiser Wilhem-Institut de Berlín, donde ahora se están repitiendo alguno de los experimentos norteamericanos realizados con el uranio». Esta carta puso en movimiento el colosal potencial industrial y científico americano asegurándose así la victoria final, cualesquiera que fuesen los episodios y los avatares del conflicto. Ya en febrero de 1939, N. Bohr, apoyado en ciertas consideraciones teóricas, predijo que de los dos principales componentes del uranio natural, el único que era roto por neutrones de poca velocidad o energía era el U 32 °, cuyo núcleo está compuesto de un número par de protones (92) e impar de neutrones (143). Posteriormente el mismo Bohr, en conjunción con J. A. Wheeler, llevó a cabo unos cálculos más exactos, que le permitieron confirmar esta hipótesis demostrando 11 que la materia prima necesaria para realizar una bomba atòmica, si se utilizaba la vía del uranio, era el U 235 puro. Se planteó así la necesidad de separar el U 235 de su hermano siamés el U 238 . Y el tiempo iba a probar que el separar el U235 del U238 era una empresa que muy pocas naciones iban a poder llevar a buen fin. Todavía hoy, cuarenta años después, este problema de la separación de los isótopos del uranio, no puede considerarse ni mucho menos satisfactoriamente resuelto, y las investigaciones sobre el mismo prosiguen. Y en los primeros meses de Ì939, cuando aún se estaba muy lejos de que el hombre consiguiera realizar un reacción en cadena, muchos científicos todavía dudaban de que esta reacción en cadena pudiera algún día lograrse. Posteriormente, a principios de 1941, se pudieron efectuar los primeros cálculos teóricos sobre la cantidad mínima precisa para realizar una bomba atómica, y estos cálculos mostraron que esta cantidad debería estar comprendida entre 1 y 100 kg de uranio 235. La fisión completa de 1 kg de uranio supone la liberación de 1,2 x IO20 ergios, lo cual equivale a una explosión de unas 20.000 toneladas de T.N.T. Esta, pues, era la potencia mínima que se preveía en aquel entonces para la primera bomba de uranio. La segunda vía para la bomba, la del plutonio, era en principio más fácil, pero tampoco segura. En efecto, los trabajos de Joliot en París en- los primeros meses de 1939, que precedieron al estallido de la guerra, en septiembre de ese mismo año, probaron que era posible realizar una reacción en cadena con uranio natural, mezclando éste con agua pesada o grafito, los cuales actuaban a modo de freno o moderador de los neutrones, disminuyendo su velocidad, y haciéndoles más aptos para producir nuevas fisiones. Pero el U23S del uranio natural, por la absorción de un neutrón, se convierte en Pu239, del que entonces en la tierra no existían sino trazas. Por consiguiente si se lograba construir un pila atómica, es decir, producir una reacción en cadena controlada con uranio natural, aparecería en el interior del combustible plutonio, que se podría luego separar fácilmente del uranio y de los productos de fisión. El problema previo a resolver era lograr la reacción en cadena controlada con uranio natural como combustible, y ello se pensaba que podía lograrse usando bien agua pesada, bien grafito. Francia eligió el camino del agua pesada y Fermi y sus colaboradores en EE.UU. el del grafito. A la luz de los conocimientos actuales, puede decirse que el camino elegido por los franceses era el más idóneo. 12 Sin embargo la derrota de Francia detuvo sus investigaciones, y permitió a Fermi ser el primer hombre que lograra realizar en la tierra una reacción en cadena, hecho que tuvo lugar en la Universidad de Chicago la tarde del 2 de diciembre de 1942. En palabras de uno de los participantes en este histórico hecho : «Hasta donde llegan nuestros conocimientos, ésta fue la primera vez que seres humanos lograron una reacción en cadena automantenida». Cuando la guerra acabó y se conocieron los resultados de las investigaciones alemanas, se comprobó que Alemania, frenada en sus investigaciones por falta de materias primas —agua pesada— y por las destrucciones de los bombardeos, perdió también esta carrera, y las palabras anteriores «hasta donde llegan nuestros conocimientos», podrían hoy suprimirse. El frustrado intento francés de realizar una reacción en cadena con uranio y agua pesada pasó por varias dramáticas etapas y fue dirigido por Joliot. En noviembre de 1939. presentaba Joliot un informe al ministro de armamento, en el que decía : «Una mezcla apropiada de uranio y agua pesada presenta, en el estado actual de nuestros conocimientos, todas las condiciones favorables para el desarrollo de la reacción en cadena, y por consiguiente para el desprendimiento masivo de energía atómica». El ministro francés de armamento, en una entrevista, le prometió total ayuda económica y también la posibilidad, aún más excepcional entonces, de hacer volver del ejército a los colaboradores que necesitara Joliot estimaba que para realizar este experimento se precisarían unos cientos de kilogramos de uranio-metal, y los pocos cientos de kilos de agua pesada que ya había disponibles en el mundo. Para conseguir los primeros, estableció contactos con una sociedad metalúrgica americana El problema más difícil de resolver consistía en conseguir la cantidad necesaria de agua pesada. En Francia sólo existían en esos momentos unos doscientos gramos dispersados en diversos laboratorios. La única cantidad importante de esta sustancia disponible en todo el mundo estaba en manos de la Sociedad Noruega del Nitrógeno, que tenía unos doscientos litros. El precio del agua pesada en esos días era de 0,6 $ el gramo. Pronto no iba a tener precio, y además en esos momentos Joliot no podía disponer de los 120.000 dólares necesarios para comprar a los noruegos sus 200 litros de agua pesada. 13 Joliot entonces decidió aprovechar la circunstancia de que en la mencionada sociedad la mayoría del capital estaba en manos francesas, y envió a Oslo a principios del mes de marzo de 1940 a un joven ingeniero para que negociara el préstamo de los deseados 200 litros de agua pesada. Los alemanes, por su parte, a través de la firma alemana I. G. Farben estaban simultáneamente negociando con los noruegos la adquisición de estos mismos 200 litros de agua pesada. Fue una negociación contra reloj, que ganaron los franceses, quienes recibieron en préstamo todo el «stock» noruego, que llevó a París la misión negociadora el 9 de marzo de 1940 en veintiséis recipientes, justo un mes antes de que Alemania invadiera Noruega. La misión francesa utilizó el itinerario Oslo-Edinburgo, abandonando en el último minuto las plazas reservadas en el avión Oslo-Amsterdam, al tener conocimiento de que la víspera los cazas alemanes habían obligado a aterrizar a este último avión en Hamburgo, donde le sometieron a una rigurosa inspección con el claro objetivo de buscar el agua pesada que suponían a bordo del mismo. En los meses siguientes los franceses en posesión ya del agua pesada y del uranio, trabajaron febrilmente para lograr la reacción en cadena. Pero sus trabajos fueron interrumpidos por la invasión alemana. Su laboratorio fue evacuado, primero desde París a Clermont-Ferrand, y el agua pesada enviada a la prisión de Riom. Y finalmente el 17 de junio del mismo año, los veintiséis preciosos bidones se embarcaban en un submarino con destino a Inglaterra, que recibiría además la inestimable ayuda de parte del equipo científico francés, que viajó acompañando a los bidones, y continuaría allí sus investigaciones en colaboración con sus colegas británicos. El 16 de julio de 1945 estalló la primera bomba atómica en Álamogordo, Nuevo México. Esta primera bomba sirvió para comprobar que eran correctas las hipótesis y los cálculos efectuados. Tras un corto periodo de reflexión y dudas el presidente Truman asumió la tremenda responsabilidad de lanzar la bomba sobre objetivos civiles. Y en los primeros días de agosto del mismo año explotaron sobre Hirosima y Nagasaki las dos primeras, y hasta el momento únicas bombas que han producido víctimas. La energía nuclear nacía matando, y este estigma permanecería alerta en el subsconsciente colectivo durante decenas de años como un maleficio imborrable. Aunque la ciencia, como antes dijimos, ha jugado un papel importante en otros muchos campos durante la última guerra mundial, sola- 14 mente las bombas atómicas y el radar fueron elementos decisivos en su desenlace. Brevemente veremos ahora en que medida el radar contribuyó a la victoria aliada. Para ilustrar la importancia de esta nueva aplicación científica reproducimos a continuación unas palabras de las memorias de Winston Churchill (1) : «De esta suerte fueron rechazadas o impedidas con éxito las tres principales intentonas de vencer a Inglaterra después del derrumbamiento de Francia. El primer intento condujo a la decisiva derrota de la aviación alemana durante los meses de julio, agosto y septiembre. En lugar de destruir la aviación británica y las bases y fábricas en que se fundaba nuestra potencilidad aérea, los alemanes, a pesar de su gran preponderancia numérica, sufrieron pérdidas insostenibles. Nuestra segunda victoria fue secuela directa de la primera. El fracaso del empeño alemán de dominar el espacio aéreo del Canal de la Mancha impidió el cruce del estrecho y la invasión». Y tras recordar a la Armada Invencible y a Drake —Winston Churchill tenía memoria larga— continúa : «La tercera grave prueba a que nos vimos sometidos, consistió en el indiscriminado bombardeo nocturno de nuestras ciudades a base de arremetidas aéreas en masa. Logramos sobreponernos a este peligro, y vencerlo, gracias a la continua abnegación y pericia de nuestros pilotos de caza, secundados por la fortaleza y resistencia del pueblo común, y particularmente del londinense, que fue el que, en unión de las organizaciones civiles que lo protegían, recibió el peso del asalto. Mas todos esos nobles y magnos esfuerzos, realizados a la vez en el aire y en las calles en llamas, habrían resultado baldíos si la ciencia británica y los cerebros británicos no hubiesen efectuado la memorable y decisiva intervención de que en este capítulo quiero dejar constancia». Obviamente esta última frase de Sir Winston Churchill se refiere al radar (Radio detection and range finding). Sin entrar en una descripción técnica, señalaremos que en esencia el radar aprovecha la propiedad de que las ondas de radio pueden ser reflejadas hacia su fuente de origen —y sobre un amplio sector en torno a ella— desde cualquier región en la que se produzca un brusco cambio en las propiedades eléctricas o magnéticas. La cubierta metálica de un aeroplano es uno de los infinitos ejemplos de tal cambio, que puede ser registrado en forma de señales luminosas en la pantalla de un receptor de radar. Un conjunto de partículas de hielo, un frente lluvioso e incluso una «frontera» acusada entre dos masas de aire con diferencia notable en su contenido de vapor 15 de aguâ, pueden devolver un débil eco de radio, susceptible de ser detectado por un receptor adecuado. De igual modo que una persona puede determinar su distancia a una montaña dando una seca palmada y contando los segundos que transcurren hasta que oye su eco, el operador de radar puede calcular la distancia recorrida por un eco de radio midiendo el tiempo transcurrido entre el envío de un impulso de radio, seco y agudo, y el regreso de una pequeña fracción de la energía eléctrica en forma de radioeco. El operador puede determinar también la dirección de la que procede el eco y su ángulo de elevación ; así, incluso en condiciones de niebla densa u oscuridad total, puede establecer la posición del objeto reflectante. Tanto los ingleses como los alemanes estaban trabajando en este campo en aquellos años, pero los primeros se encontraban en un estado algo más avanzado, merced sobre todo a los trabajos de Robert WatsonWatt quien en febrero de 1935, demostró por primera vez la posibilidad de detectar objetos volantes con el radar. Pero esta ventaja inicial la habría perdido Inglaterra si la clarividencia de Churchill (2), no hubiera medido en toda su extensión las posibilidades y trascendencia del invento que le presentaban, dando las órdenes oportunas para su eficaz y rápido desarrollo. Comprobamos pues que en ambos terrenos —en el nuclear y en el del radar— a las democracias las beneficiaron, no solo el azar y la huida hacia la libertad de científicos de primera magnitud, sino la acertada evaluación por Roosevelt, Churchill y sus equipos de asesores, de la trascendencia e implicaciones de los acontecimientos científicos someramente relatados. Que esta acertada evaluación no fue nada fácil pudo comprobarse al final de la contienda, al poderse analizar cómo desperdició Alemania su ventaja inicial en el terreno nuclear, dedicando unos medios y un esfuerzo absolutamente inadecuados al fin que se pretendía, de forma que como antes señalamos, su derrota última estaba ya decidida por los hombres de ciencia europeos y americanos que estaban creando la bomba, por muchas victorias que hubiese logrado con sus ejércitos en todos los teatros de la guerra. De los hechos pasados, algunas conclusiones pueden sacarse para el porvenir. La humanidad, desde que existe sobre la tierra, solo ha producido media docena escasa de cerebros capaces de cambiar profunda y totalmente, a un tiempo sus concepciones básicas sobre el universo y los 16 límites de su poderío sobre el mismo. A. Einstein ha sido ciertamente uno de ellos. Sus ideas centrales sobre el tema que nos ocupa, las expuso (3) en Boston en noviembre de 1945 en los términos siguientes : «La liberación de energía atómica no ha creado un nuevo problema. Únicamente ha convertido en más urgente la necesidad de resolver un problema ya existente. Podríamos decir que nos ha afectado cuantitativamente, no cualitativamente. Mientras existan naciones soberanas que posean gran poder, la guerra es inevitable. Esto no significa que intente decir cuándo llegará, sino solamente que es seguro que llegará. Todo esto era verdad antes de que la bomba atómica fuera hecha. Lo que ha cambiado es el poder destructivo de la guerra. Yo no creo que la civilización sea barrida en una guerra atómica. Quizás dos tercios de la población de la tierra podrían ser matados. Pero quedarían suficientes hombres capaces de pensar, y suficientes libros como para comenzar de nuevo, y la civilización podría restablecerse» . Y poco después añadía Einstein : «¿Temo a la tiranía de un gobierno mundial? Desde luego que si que la temo. Pero temo todavía más la llegada de otra u otras guerras. Cualquier gobierno es cierto que es imperfecto en alguna forma. Pero un gobierno mundial es preferible al mucho mayor mal de las guerras, particularmente a causa de su actual intenso poder de destrucción. Si un gobierno mundial no se establece por un proceso de acuerdo, creo que este llegará de todas formas, pero de una forma mucho más peligrosa. Porque una nueva guerra o guerras terminarán de tal manera que una sola potencia dominará al resto del mundo por su inmensa fuerza militar». Desde que Einstein expresara estas ideas la ciencia ha seguido avanzando, y desgraciadamente, la capacidad de destrucción de la guerra ha aumentado El foso entre los dos mundos se sigue ensanchando. Se sigue ensanchando día a día la frontera que existe, entre el espacio diáfano de la geometría cartesiana, las conductas macizas y sin esquinas, tanto de los honrados como de los malvados hombres de Dickens y las ansias de religiosa perfección que iluminan la agonía atormentada de Tolstoi en la destartalada estación de ferrocarril, ansias contemporáneas de las que producen esos sísmicos desgarramientos, que nos permiten entrever, temerosos, el oscuro y turbulento fondo del universo creado por Dostoiewski. Esa temible frontera entre las almas eslava 17 y europea, se hace cada día un poco más opaca, y separa más y más al este del oeste. Tratando de leer y adivinar las líneas, todavía en blanco, de la historia del porvenir, no se puede evitar una extraña sensación, mezcla de vértigo y desazón, y también de esperanza. Está escrito que toda nueva vida empiece con dolor, y quizá en algún oculto libro, los dioses hayan también escrito que el nacimiento del gobierno mundial que acabe para siempre con todas las guerras, deba la humanidad verlo como un inmenso arco iris, después que todos los cielos, y no solo los de Inglaterra, hayan sido cubiertos de «sangre, sudor y lágrimas». Pero cualquiera que sea el futuro próximo que nos aguarde, y a pesar de que la ciencia nos anticipe que el destino de este planeta, —desgraciadamente cierto aunque sumamente remoto—, sea morir en un gigantesco fuego fatuo, dejemos que anide en nosotros, corno un infantil sueño rosado, la esperanza de que las grandes creaciones del hombre no han nacido en vano, y que las melodías de Beethoven continuarán, eternamente, conmoviendo almas en algún lugar desconocido del. infinito universo. BIBLIOGRAFÍA (1) W. CHURCHILL. Memorias. La Segunda Nuerra Mundial. Tomo II. Su Hora Mejor, pp. 100-101. Ed. Janés. (2) Cita anterior pp. 94 y ss. (3) ALBERT EINSTEIN. Ideas and Opinions. Bonanza Books. Crown Publisher. Inc. New York. Edited by Carl Seelig. Pp. 118-132. 18