Discursividades De La Autoficción Y Topografías Narrativas Del Sujeto

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DISCURSIVIDADES DE LA AUTOFICCIÓN Y TOPOGRAFÍAS NARRATIVAS DEL SUJETO POSNACIONAL EN LA OBRA DE FERNANDO VALLEJO DISSERTATION Presented in Partial Fulfillment of the Requirements for the Degree of Doctor of Philosophy in the Graduate School of The Ohio State University By Francisco Villena Garrido, B.A. ***** The Ohio State University 2005 Dissertation Committee: Professor Ignacio Corona, Adviser Approved by Professor Laura Podalsky Professor Fernando Unzueta ___________________ Adviser Graduate Program in Spanish and Portuguese ABSTRACT This dissertation examines the narrative works of Fernando Vallejo from Los días azules (1985) to La rambla paralela (2002). The study of this corpus condenses some of the most acute issues currently discussed in regards to an ideological and axiological crisis which concerns national discourses and the emergence of post-national formations in Latin America in relation to its historical context. The main hypothesis claims that Vallejo’s oeuvre sets forth dissident subjectivities and cultural cornerstones that contour a revision of contemporary metanarratives (local/global, national/postnational, modern/postmodern). The narrator’s discourse is portrayed as a display of truth from a critical and nonconformist subjectivity. The radical idiosyncrasy of Vallejo’s narrator and personae expose the systems of control of traditional ontologies, as well as the hermeneutics of cultural and historical constructions. Through a dissenting perspective, the narrator is able to deconstruct this articulation of reality as he exhibits it as a dominant fiction. This study is divided into two main chapters which examine form and content of Vallejo’s works. The first one proposes a revision of the concept of autofiction as a (re)creative device for life narratives. Autofiction shapes a discourse in which both processes of autobiographical subjectivities and individualist perspectivism express the crisis of national discourses. The second one examines the main narrative topographies of Vallejo’s books: affect, violence, and humor. Affect, in all of its articulations, advocates for adjacency in diachronic ii encounters. Violence is expressed both as a dystopic reality, and as a tool to demand justice. Humor is a discourse modality that conveys persuasion towards the narrator’s perspective. The ideological climax of Vallejo’s works resides in the refusal of his narrator to ascribe his dissidence to subalternity, otherness, or abjection but to a discussion that gives shape to the truth of cultural praxis in contemporary Colombia. In doing so, he contributes to the deconstruction of dominant discourses, showing their contradictory character. He pictures the inefficiency of applying traditional frameworks to a context that ignores concepts such as nation, modern, or global, as significant axes for the shaping of individual and collective subjectivities. iii A mis padres iv AGRADECIMIENTOS Agradezco a mi director y asesor académico, Ignacio Corona, sus aportaciones y constante interés en el proceso de escritura de esta investigación. Igualmente, a los miembros del comité, Fernando Unzueta y Laura Podalsky, por su compromiso en el conjunto del proyecto. Doy las gracias a María Mercedes Jaramillo, Julia Watson, Eduardo Mendicutti, Carlos Jáuregui y Eduardo Jaramillo por su colaboración en la facilitación de artículos y su pronta predisposición para resolver mis dudas. A la par, a José Carlos Rovira, Lúcia Costigan, Ileana Rodríguez y Maureen Ahern, por su apoyo académico. Varias instituciones proporcionaron la financiación de este proyecto. Agradezco la aportación de Tinker Foundation, Center for Latin American Studies y Department of Spanish and Portuguese de The Ohio State University. Agradezco a Fernando Vallejo la deferencia de atender a todas y cada una de mis preguntas a lo largo del proceso de escritura de esta tesis y, además, por haber sido un excelente anfitrión durante mi estancia en México. Un apoyo, directo e indirecto, en la consecución de este proyecto ha venido de Cristina Sánchez, Blanca González, Manuel Gómez, Susan Leister, Leslie Sours, Leonardo Carrizo, Lina Vergara, Mònica Fuertes, Carmen Grace, Kevin Poole, Alex Ramadanovic, Paola Madrid, Irene Ruiz y Nicolas Médevielle. v Por último, quiero agradecer a mi hermana, Gemma, su paciencia y constancia en la lectura de esta tesis a fin de corregir mis proverbiales catalanismos, galicismos y anglicismos –si quedan algunos, corren de mi cuenta–. vi VITA 8 de marzo, 1978……….. Nacido en Andorra la Vella, Principado de Andorra 2000…….……………..... Licenciado en Filología Hispánica, Universidad de Alicante, España 2000 - 2001…….……… Becario de investigación de la Generalitat Valenciana. Departamento de literatura española, lingüística general y teoría de la literatura. Universidad de Alicante, España Colaborador del Centro de Estudios Latinoamericanos Mario Benedetti, Universidad de Alicante, España 2001 - presente………… Graduate Teaching Associate. Department of Spanish and Portuguese. The Ohio State University PUBLICACIONES “Afecto, Memoria, Identidad: H.I.J.O.S. en la Argentina del posgenocidio” LASA 2004. Pittsburgh: University of Pittsburgh, 2004. “Unamuno y Bolívar: La invención de un pasado.” América Sin Nombre 3, 2002. 103-108. vii CAMPOS DE ESTUDIO Primer campo: Español y portugués Segundo campo: Literaturas y culturas latinoamericanas precolombinas, coloniales y siglo XIX Tercer campo: Cine latinoamericano y español viii TABLA DE CONTENIDOS Abstract.………………………………………………………………………. Dedicatoria……………………………………………………………………. Agradecimientos……………………………………………………………… Vita……………………………………………………………………………. Lista de ilustraciones………………………………………………………….. Lista de abreviaturas………………………………………………………….. ii iv v vii xi xii Capítulos: 1. Introducción…………………………………………………………... 1.1 Las máscaras del muerto: Hipótesis de trabajo…………………… 1.2 El autor……………………………………………………………. 1 12 18 2. Discursividades de la autoficción……………………………………... 2.1 Autoficción: El discurso autobiográfico…………………………... 2.1.1 La autoficción: Formalización del concepto………....….. 2.1.2 Articulaciones autorreferenciales………………………... 2.1.3 Transdiscursividades de la autoficción…………………... 2.2 Procesos de la subjetividad autobiográfica……………………….... 2.2.1 Identidad…………………………………………………. 2.2.2 Memoria………………………………………………….. 2.2.3 Experiencia………………………………………………. 2.2.4 Corporización…………………………………………...... 2.2.5 Agencia…………………………………………………... 24 26 39 53 65 74 76 91 103 110 118 3. Topografías narrativas del sujeto posnacional………………………… 3.1 Espacios y representaciones del afecto……………………………. 3.1.1 Espacios…………………………………………………. 3.1.2 Representaciones………………………………………... 3.2 La escritura de la violencia………………………………………... 3.2.1 Historicidad discursiva de la violencia………………….. 131 134 146 168 179 193 ix 3.2.2 Imágenes y enunciados de la violencia…………….......... 204 3.3 Mecanismos semánticos del humor……………………………… 3.3.1 La comicidad…………………………………………... 3.3.2 El humorismo………………………………………….. 227 235 248 Conclusión…………………………………………………………... 261 Bibliografía………………………………………………………………….. 270 4. x LISTA DE ILUSTRACIONES Ilustraciones: 1. El pacto novelesco y el pacto autobiográfico, según Philippe Lejeune. Le pacte autobiographique. Paris: Seuil, 1975. 2. Enunciado de la autoficción, a partir de los presupuestos de Gérard Genette. Fiction et diction. Paris: Seuil, 1991. 3. Mapa de Medellín. Versión editada de Eliza Griswold. “Medellín: Stories from an urban war.” National Geographic 207. Marzo 2005. xi LISTA DE ABREVIATURAS Los días azules…………………………………………….. El fuego secreto………………………….………………… Los caminos a Roma…………………………………….… Años de indulgencia……………………………………..... Entre fantasmas………………………….…………………. La virgen de los sicarios.………………………………..... El desbarrancadero…………………….………………….. La rambla paralela…………………….…………………... xii A F C I E V D R CAPÍTULO 1 INTRODUCCIÓN Fernando Vallejo Rendón (Medellín, 24/10/1942 - ) es, probablemente, el escritor latinoamericano contemporáneo más controvertido. Tal vez intencionadamente sus libros se han situado en el centro de la polémica mientras se convertían en éxitos de ventas a nivel internacional y su autor conseguía el premio más importante de las letras latinoamericanas, el Rómulo Gallegos, en el año 2003, por El desbarrancadero. Resulta paradójico, sin embargo, que una obra tan rotunda y directa muestre tantas contradicciones: cualquier afirmación categórica que se pueda realizar sobre la obra de Vallejo puede caer en una inexorable contradicción por el propio cariz cínico de los textos. El autor toma distancia con respecto a los modelos genéricos ortodoxos y se interesa en desprenderse de las formas literarias tradicionales, para seguir el camino de la trasgresión de las fronteras y límites de los géneros tan frecuente en las literaturas posmodernas. En su modelo de escritura aparecen las rupturas, innovaciones y renovaciones de la literatura más reciente y su interés por sumar la ficción y la realidad, la historia y la imaginación, la narración y el ensayo, la novela y la biografía, el documento y la autobiografía. Las diferencias y límites de los géneros desaparecen y su integración se presenta como audaz aventura narrativa y como una nueva manera 1 sincrética de construir el mundo de la fabulación literaria (Mª D. Jaramillo 97). De la textualización de su propuesta estética dimana la ideológica: el desafío a las metanarrativas de la contemporaneidad mediante una relectura de conceptos como local/global, nacional/posnacional y modernidad/posmodernidad que permean las discursividades de la autoficción y las topografías narrativas de su obra. La obra del antioqueño alcanzó una gran repercusión sobre todo tras la publicación de La virgen de los sicarios en 1994 y su posterior adaptación fílmica a cargo de Barbet Schroeder en el año 2000. Su estilo literario cáustico e irreverente, junto con la disidencia de su relectura de los constructos ontológicos y cognoscitivos, le han provocado numerosas críticas a la vez que lo han situado en una posición privilegiada dentro de las letras latinoamericanas. La producción de Vallejo se ubica en la posmodernidad latinoamericana, donde ha habido una prolijidad en la aparición de literatura desviacionista en términos discursivos y temáticos con respecto a tradiciones anteriores. El discurso de esta tipología literaria se caracteriza por desmembrar la modernidad y su proyecto como estructuras de pensamiento en un contexto de modernidazción desigual que aprehende la nueva coyuntura posmoderna desde la periferia. Estos discursos han formado el cuerpo de una literatura emergente que, desde finales de los años setenta hasta la actualidad, se ha caracterizado por cultivar el cinismo –como modalidad discursiva del humor o de la acritud–, la presencia de los afectos, la cotidianidad de la violencia, la exageración, una ideología disidente y la exacerbación de la individualidad, como herramientas narrativas y políticas, que han propiciado el resurgimiento de diversos discursos de autorrepresentación, desde una literatura que emparenta con la sicaresca, las memorias, 2 los textos biográficos y las novelas autobiográficas. Temáticamente se ha tendido a los márgenes sociales para la redefinición del centro y del momento histórico y cultural. Así, es frecuente en esta literatura desviacionista la presencia de la insurgencia ideológica, el sicariato y sus variantes, la drogadicción, la prostitución, la homosexualidad, las críticas internas al patriarcado latinoamericano y diversas muestras de la cultura popular que representarían toda una estratificación de una cultura emergente. Se trata, pues, de elementos principales para la constitución de una nueva identidad individual y colectiva que pasan, con inusitada frecuencia, por la superación de la nación, la familia y la iglesia como instituciones tradicionales de la demarcación subjetual. La literatura de desviación muestra la contingencia obsoleta de los imaginarios nacionales al carecer de retroalimentación para nacionalizar los márgenes evidenciando, cuanto menos discursivamente, la incoherencia del proyecto nacional. Los discursos desviacionistas muestran, en definitiva, una respuesta social a una problemática política. Es posible trazar una línea evolutiva desde los primeros discursos que esbozan una posmodernidad latinoamericana, a través de la crítica del pensamiento moderno, en obras de Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Gabriel García Márquez y los escritores del Boom, hasta la emergencia de una literatura desviacionista, apartada del canon y con un contenido que desde el margen redefine la experiencia cultural. Los discursos desviacionistas de la posmodernidad latinoamericana, en los que se inserta la obra de Fernando Vallejo, se pueden hallar en las obras de Luis Zapata, Élmer Mendoza, Horacio Castellanos, Darío Jaramillo, Laura Restrepo, Guillermo J. Fadanelli, Alonso Salazar y Jorge Franco, por mencionar sólo los más similares al antioqueño. Éstos son autores que retratan las formas concretas que la posmodernidad toma en distintos 3 puntos de Latinoamérica, donde se dio una modernización desigual y, por lo tanto, se aprecian problemáticas concretas en cada lugar. Sin embargo, a pesar de sus diferencias, se puede observar en estos textos la congruencia de un proyecto crítico común contra el discurso de la modernidad a través de la exhibición de la grotesca y desmesurada violencia dimanada de su proyecto en un contexto local, la configuración de los afectos en una episteme en crisis que acerca al sujeto a un individualismo abigarrado, y la textualización narrativa que vadea hacia el cinismo como herramienta que escrutina las aporías del contexto social y cultural. Según comenta Laura Restrepo, ésta es una literatura de Caínes que se enfrenta a los modelos cosmológicos de los Adanes del Boom: El mejor ejemplo es Fernando Vallejo con sus novelas La virgen de los sicarios y El desbarrancadero que demuestran que los hijos oscuros se pueden rebelar con maestría y fiereza. Es decir, “ya está todo hecho, pues bien, ahora agarrémoslos a patadas y ya”. La gente de mi generación cayó de rodillas y nos dimos la bendición. Yo todavía lo hago cada vez que los releo. Éramos muy politizados, urbanos, laicos y metidos con lo social, así que no nos quedó más remedio que tomar cada cual su modesto camino, renunciar a producir visiones cosmológicas, asumir nuestras propias historias particulares, mermarle al volumen y echar a andar, pero Rulfo, Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa, José María Arguedas, Guimaraes Rosa, son los Adanes. (Barragán) Se podría añadir, además, que la literatura de los Caínes pretende enfrentarse directamente con su entorno local y exhibir una tremenda realidad –a pesar de carecer de una contrapropuesta política común y explícita– en un sentido que la acerca a la 4 adyacencia ideológica que se encuentra en la base de su desafío a la hermenéutica de las construcciones culturales. La literatura de la desviación de los Caínes comprende un corpus que se caracteriza por su tendencia memorialista, esencialmente violenta y, con frecuencia, narrada en primera persona. Se trata de discursos de autorrepresentación que muestran las aporías de las sociedades latinoamericanas en las que se insertan. Luis Zapata, con Hasta en las mejores familias (1977) y El vampiro de la colonia Roma (1979) es el primero en apostar fuertemente en la literatura latinoamericana contemporánea por un texto cainesco, en este caso cercano a la neopicaresca, donde los márgenes sociales comienzan a describir el momento social. Posteriormente, Trancapalanca (1989) y Un asesino solitario (1999) de Élmer Mendoza, El día que la vea la voy a matar (1992) de Guillermo J. Fadanelli, Loco afán (1996) de Pedro Lemebel, El asco (1997) de Horacio Castellanos, Leopardo al sol (1993) de Laura Restrepo y Rosario Tijeras (1999) de Jorge Franco, marcan el tono de esta nueva literatura emergente. Este grupo pertenece a autores que, por lo general, comienzan a publicar con estas obras y ofrecen una voz y perspectiva radicalmente distintas a las que la crítica literaria canoniza en ese momento. La literatura dominante en Latinoamérica continúa magnificando a los autores del Boom, ya como clásicos, ha asumido el testimonio y las tendencias dominantes serían la nueva novela histórica, la llamada literatura “light” y, a pesar de su disímil concreción estética, el grupo McOndo. Se puede establecer la obra de Fernando Vallejo como puente entre la producción de Luis Zapata y el resto de obras cainescas en términos cronológicos y temáticos. En primer lugar, porque cubre el hueco entre El vampiro de la colonia Roma y 5 Trancapalanca. En segundo lugar, porque evidencia una evolución temática en la narrativa de desviación: desde la crítica a las políticas de género –característica de la obra de Zapata– hasta las relecturas políticas de Loco afán, El asco y Rosario Tijeras. Raymond L. Williams en The Colombian Novel, 1884-1987 sitúa la obra de Fernando Vallejo como ejemplo de la posmodernidad en Latinoamérica a través de sus técnicas literarias. Williams se centra en las divergencias estilísticas del antioqueño con los autores del Boom. Williams señala, además, que uno de los rasgos de la literatura del Boom fue la búsqueda de una voz de la verdad como proyecto de emancipación social. Por el contrario, tanto los textos de Vallejo como los de la literatura de los Caínes, serían, en este sentido, un contradiscurso cultural al articular una confrontación con estas verdades colectivas y la misma noción de verdad. La producción de este tipo de literatura no es aislada ya que emparenta con discursos que el cine comenzó a hacer unos años después de la aparición de Hasta en las mejores familias. Pixote (1981) de Héctor Babenco, Rodrigo D: No futuro (1988) y La vendedora de rosas (1998) de Víctor Gaviria, y Cidade de Deus (2002) de Fernando Meirelles emparentan con el tipo de narrativa desviacionista de la cual Fernando Vallejo es una figura clave. Todas éstas son respuestas sociales a problemáticas concretas que no admiten ni modo de expresión ni las imágenes de los discursos de la modernidad, ni tampoco la estética de los otros grupos literarios o cinematográficos del momento. Los nuevos discursos culturales entienden la desviación como una necesidad estética e ideológica de interrumpir el horizonte de expectativas de las anteriores producciones. Esta interrupción se debe a un nuevo sentido de la historicidad donde la inmediatez y fugacidad del presente se ven marcadas por una nueva articulación de los afectos, 6 estructurados, mediante la brevedad de contratos sociales coyunturales, por la crisis subjetiva dimanada presencia ubicua de la violencia. Esta expresión no es privativa de la literatura latinoamericana. La difusión que la narrativa de Fernando Vallejo tuvo a partir de La virgen de los sicarios proyectó no solamente su producción, sino la de otros autores que encuentran sus obras asidas en esta tendencia, como Jorge Franco, Laura Restrepo y Pedro Lemebel, a una esfera que deja de identificarse con una cultura emergente por los contratos editoriales, los trabajos críticos y la respuesta del público lector. Además, pareciera que la articulación estética de la desviación –no necesariamente la ideológica– se ha convertido en la norma a uno y otro lado del Atlántico hispanohablante al apreciar el parangón que Matando dinosaurios con tirachinas (1997) de Pedro Maestre, e Historias del Kronen (1995) de José Ángel Mañas pueden suponer con respecto a sus correlatos latinoamericanos. La aparición de discursos paralelos, a uno y otro lado del mundo hispanohablante, tal vez evidencie la necesidad de una relectura transatlántica de la literatura en español. Igualmente, desde una perspectiva comparativa, se puede apreciar una producción similar en distintos puntos del globo: Thomas Bernhard, Irvine Welsh y Virginie Despentes. Todo ello permite pensar que se trata de una literatura eminentemente posmoderna que, ante la globalización de la experiencia, acude reiterativamente a la experiencia personal, autorrepresentativa, en planos espaciales concretos que plantean problemáticas localistas. No obstante, tratar de buscar la razón de la existencia de este tipo de literatura parece harto complicado. Si por un lado pudiera parecer factible pensar que el momento histórico demanda este tipo de producciones culturales, no se puede olvidar el peso de las modas académicas y los 7 intereses editoriales en la aparición, el desarrollo y la desaparición de tendencias literarias y culturales. El sesgo desviacionista no debe interpretarse como un rasgo característico y único de ésta. Dentro de un mapa amplio de la literatura, que dé cuenta de la heterogeneidad de la misma, se puede apreciar la constante reaparición de una serie de textos que incluyen nuevas problemáticas sociales inherentes a cada momento histórico. Estos nuevos textos, además, no suelen incluir únicamente una temática diferente, sino también se aprecia otro modo de expresión. Éste ha sido, precisamente, el devenir de la historia de la literatura: cada generación se ha presentado como desviación de la literatura previa. Sin embargo, se puede apreciar una propuesta subyacente en el desviacionismo referido, al margen de tramas y textualizaciones divergentes, en el mismo ejercicio de exhibición de distintas formas de dominación y control social. La aprehensión de los márgenes sociales por medio de la violencia, frente a la persuasión crítica de los afectos, se entreteje en un discurso en el que la modalidad hilarante se ofrece como cortesía de la desesperación. Mediante el recorrido argumental que se realiza en las obras desviacionistas de los autores mencionados, se aprecia una práctica que exhibe un mapeo del cuerpo social actual, con nuevas dependencias en los goznes de la contemporaneidad (local/global, nacional/posnacional, modernidad/posmodernidad), que convierte estos relatos en excepcionales reformulaciones autoficcionales, las cuales, sin valor ensayístico o documental, trazan la disidencia desde los márgenes de la contemporaneidad latinoamericana. El conjunto de obras desviacionistas se constituye en representación de las aporías de la modernidad y la constante redefinición de la historicidad por medio de los discursos 8 de autorrepresentación. En este sentido, sus imbricaciones con las metanarrativas de lo local/global, lo nacional/posnacional y la modernidad/posmodernidad son vectores fundamentales de esta literatura de desviación. Son textos que, además, evidencian que la crítica y evolución del pensamiento y la cultura no supone necesariamente una ruptura con la modernidad sino que muestra su constante reactualización histórica bajo distintos marbetes –sean “posmodernidad” (Beverley) o parte de la “modernidad” como la forma que la posmodernidad toma en Latinoamérica (Brunner)–. Sin embargo, la reflexión desviacionista sobre la pluriforme ontología latinoamericana asume elementos decididamente posmodernos como la crítica descentralizada del sujeto, el descreimiento del valor y legitimidad de los cánones, y la celebración de la heterogeneidad del discurso. Desde una perspectiva teórica, la asunción de estos valores en el corpus de la posmodernidad en Latinoamérica tiene importantes repercusiones dentro del propio sistema teórico por varias causas, como señala Antonio Cornejo Polar: Primero, porque es sintomática la frecuencia con que los postmodernos metropolitanos acopian citas y referencias incitantes de autores latinoamericanos, de Borges a García Márquez, pasando eventualmente por Fuentes, Vargas Llosa o Puig; segundo porque el borde, la periferia, lo marginal parecen ser cada vez más excitantes (ciertamente bajo el supuesto de que en la realidad lo sigan siendo...); y tercero –la enumeración podría seguir– porque paradójicamente “la condición postmoderna”, expresión del capitalismo más avanzado, parecería no tener mejor modelo histórico que el tullido y deforme subcapitalismo del Tercer Mundo (Cornejo Polar 15) 9 En este sentido, las actitudes de los críticos culturales y literarios muestran la particularidad de la aprehensión del concepto “posmodernidad” en América Latina. Críticos como José Joaquín Brunner y Nelson Osorio, desde perspectivas distintas, abogan por borrar el concepto de posmodernidad y redefinir la coyuntura actual desde la modernidad. Otros críticos como Beatriz Sarlo, Jean Franco, Antonio Cornejo Polar y Julio Ortega, sí ven apropiado hablar de posmodernidad en Latinoamérica. Nestor García Canclini, Martín Hopenhayn, Nicolás Casullo, Jesús Martín Barbero y John Beverley problematizan ambas perspectivas, mediante una redefinición de la modernidad y la asimilación de formas transculturales. La imbricación del sistema local/global, en el cual la literatura de la desviación está inserta, se aprecia en América Latina a partir de las paradojas resultantes de las políticas y las culturas transnacionales, como muestran García Canclini, Mignolo y Martín Barbero, entre otros. En Culturas híbridas, Canclini advierte la necesidad de desarrollar un modelo crítico que dé cuenta de las relaciones entre tradición, posmodernidad cultural, y la dinámica económica de la cual Latinoamérica es parte al entender la posmodernidad como un instrumento útil para explorar la heterogeneidad latinoamericana. El modelo que García Canclini establece, difiere del de Jameson sobre las generalizaciones acerca de la cultura del Tercer Mundo, aunque coincide con éste en la necesidad urgente de crear un modelo oposicional que se pueda aplicar al conjunto social. La literatura de desviación muestra, a pesar de su raigambre local, cómo la industria cultural, estructurada desde el capitalismo emanante del Primer Mundo, ha promovido la desestratificación social a través de los medios de comunicación masivos y 10 sus diseños globales encauzados en historias locales. El debate sobre lo nacional/posnacional se desmarca de la noción constructivista que Anderson plantea frente a la necesidad de explicar la hipotética incorporación al imaginario nacional de grupos marginales. Homi Bhabha en su compilación Nation and Narration incide en la heterogeneidad que el discurso nacional debe asumir. En su ensayo “DissemiNation” señala que las disímiles subjetividades en el entorno nacional configuran la contemporaneidad cultural y social de las naciones, dando de esta forma un nuevo giro al discurso tradicional preexistente y abriendo las puertas a la integración de grupos marginales en un nuevo discurso nacional (Bhabha 315). Se trata de una integración problemática que la literatura de la desviación desvirtúa al apartarse del imaginario nacional como demarcador de subjetividades, individuales o colectivas, y apostar por la superación del concepto nacional frente a un individualismo abigarrado, que es sello de identidad de la contingencia crítica, axiológica e ideológica, del sujeto de la desviación. La lógica en la que se mueve esta literatura se marca dentro de los límites de la subalternidad, a pesar de, paradójicamente, utilizar un recurso hegemónico, como es la letra. Esta literatura marca lo intratable que emerge dentro de un sistema, referido como ficción dominante, que en palabras de Gyan Prakash se puede textualizar como “aquello de lo que el discurso dominante no puede apropiarse completamente, una otredad que resiste ser encasillada … La subalternidad irrumpe dentro del sistema de dominancia y marca sus límites desde dentro” (Prakash 62). En este sentido, la articulación múltiple de la literatura de desviación, en cuanto a la diversidad de la contrapropuesta social, pasa por la superación dominante y hegemónica de aquello cuanto la razón ilustrada no puede dar cuenta; Deviene, pues, en la superación de la nación y el estado, así como su sistema de 11 pensamiento moderno y sus ontologías dimanantes, en constante fricción con lo local/global y la modernidad/posmodernidad. 1.1 Las máscaras del muerto: Hipótesis de trabajo La mística de la muerte impregna la obra del antioqueño. El año del nacimiento de Vallejo coincide con la muerte del poeta Porfirio Barba Jacob en México. Gran parte de la investigación que realizó para la biografía de José Asunción Silva radica en el detallismo del suicidio del poeta. La coincidencia no es gratuita. La reverencialidad a estas dos figuras literarias reside, en gran medida, en la significación narrativa e ideológica de los poderes destructivos de la muerte, la cual termina por devenir el significante principal de la narrativa vallejiana. El “cainismo” ideológico se aprecia, en mayor proyección, mediante la necesidad de destruir, por medio de su narrativa, las visiones cosmológicas de parte de la literatura anterior y de derrumbar las estructuras cognoscitivas –y, por ende, las ontológicas– de la contemporaneidad. La hipótesis de trabajo de la presente investigación reside, precisamente, en probar que la expresión narrativa del antioqueño se articula, en esta crisis ideológica y axiológica, a fin de forjar subjetividades disidentes y demarcaciones culturales que, desde una subalternidad con respecto a la ficción dominante, delinean una relectura de las metanarrativas contemporáneas en sus vectores local/global, nacional/posnacional, modernidad/posmodernidad. La metodología incide en la productividad explicativa del trabajo mediante la división en dos capítulos paralelos al modo de textualización: la forma, estudiada en el primer capítulo, y el contenido, en el segundo. El primer capítulo de la investigación se centra en las discursividades de la autoficción. Está fraccionada, a su vez, en dos 12 subcapítulos, “La autoficción: El discurso autobiográfico” y “Procesos de la subjetividad autobiográfica.” La autoficción deviene un vehículo creativo mediante el cual el autor encauza la crisis subjetual en la que se ve inmerso su narrador. Los libros de Vallejo evidencian el vuelco hacia el individualismo y la autorreflexión en una contingencia histórica y cultural confusa, donde las metanarrativas no resultan explicativas con respecto a la realidad ante su agotamiento epistémico. Este primer capítulo parte de un análisis narratológico, como base teórica, para debatir diversos aspectos constituyentes de las disposiciones subjetuales: articulaciones y transdicursividades autorreferenciales. La desestabilización ontológica de éstas con respecto a sus concreciones tradicionales, así como su pluriformidad en la narrativa vallejiana, forman los puntos esenciales que manifiestan la crisis cognoscitiva de las subjetividades en la coyuntura actual en América Latina. Los procesos constitutivos de la subjetividad autobiográfica –desde una perspectiva carente de rigidez con respecto a los correlatos objetivos de los discursos autorreferenciales– ocupan la reflexión de la segunda parte del capítulo. Los procesos se sitúan en la identidad, la memoria, la experiencia, la corporización y la agencia –como elementos implicados entre sí–. Estos procesos constitutivos poseen, además, una relación directa con otros aspectos importantes de la dimensión referencial de la escritura autoficcional: espacial, psicológica, temporal, material y transformativa, respectivamente. La inamovilidad y la inoperatividad de estructuras y proyectos sociales en los que se ve inmerso el narrador protagonista remiten, en su constitución textual, a la preponderación de lo local, lo posmoderno y lo posnacional como circunscripción autoficcional, óbice para la demarcación comprehensiva de una subjetividad otra, paralela 13 a la ficción dominante heredada de la modernidad: un territorio que muestra la involución y la distopía coyuntural de la contemporaneidad. El segundo capítulo estudia las topografías narrativas del sujeto del narrador protagonista, descrito como posnacional, a través de tres subcapítulos: “Espacios y representaciones del afecto,” “La escritura de la violencia” y “Mecanismos semánticos del humor.” Las topografías narrativas aluden a los rasgos principales del discurso vallejiano, en lo concerniente al contenido: el afecto y la violencia, como articulaciones temáticas, y el humor, como modalidad discursiva. Se destacan estas topografías narrativas por su productividad explicativa en torno a la crisis ideológica y axiológica que, según la hipótesis de trabajo, forja subjetividades disidentes y demarcaciones culturales que esbozan una relectura de las metanarrativas contemporáneas. El afecto deviene, tal vez, la topografía más significativa al encontrarse en la base de las otras dos articulaciones. La narración columbra la violencia como instrumento imprescindible para la representación y desarticulación ideológica de la nación. De forma análoga, se hace uso del humor, como sedimento narrativo, para desasir las ontologías tradicionales y sus sistemas cognoscitivos. A pesar de sus concreciones, ambos constituyentes dimanan del afecto al ser formas singulares de redención y compasión. Los espacios y representaciones del afecto poseen una función ambivalente al asumir la vigencia del pacto nacional y su poder coercitivo en la constitución de subjetividades en las recreaciones del pasado hasta La Violencia. Sin embargo, esta perspectiva disiente en los cuadros y reflexiones presentistas, y se constituye en un elemento determinante para apreciar la crisis que azota las subjetividades –principalmente en lo concerniente a la crisis de lo nacional o del discurso hegemónico y cohesionante del estado-nación– porque 14 la desintegración de las metanarrativas se expresa, primeramente, a través de los afectos para dar lugar, con posterioridad, a algunas especulaciones racionalistas. El gozne afectivo/racional se muestra como eje solipsista que encauza la significación de la introyección y la autorreflexión en la subjetividad del narrador protagonista, donde los conceptos colectivos pierden legitimidad ideológica como referentes de poder y delineación de nuevas subjetividades. La violencia se estudia en su correlación con la historicidad de Colombia y como herramienta discursiva que, mediante imágenes y enunciados, desarticula el ente naciónestado. Esta concreción es parte fundamental en la formación de subjetividades posnacionales. La imbricación entre modernidad y posmodernidad, como formaciones culturales residuales y emergentes, muestra una crisis subjetual y discursiva que se interpreta como evidencia del cambio de patrón ontológico y cognoscitivo desde mediados hasta finales del siglo XX. El texto analizado se ofrece como contrapunto al simulacro y la simulación mediante su constante referencialidad histórica, la coordinación de correlatos objetivos/subjetivos, y sus diatribas locales/globales que enriquecen el debate sobre la posmodernidad latinoamericana. El apartado final estudia el humor, articulado mediante la comicidad y el humorismo, como modalidad narrativa, que, según la investigación, exhibe la desestructuración de las metanarrativas contemporáneas. La modalidad del humor aparece articulada en formas de disidencia discursiva que son concomitantes con la sátira, con la ironía y con el cinismo. No obstante, el cinismo es la estructuración discursiva más significativa al presentar una defensa en la práctica de acciones o doctrinas vituperables como eje raigal de su discurso. La modalidad discursiva hilarante unifica una apariencia 15 cándida junto a una reconstrucción de los sistemas de conocimiento de las ontologías tradicionales provenientes de la falsa conciencia ilustrada. El humor, pues, esconde una serie de mecanismos semánticos que reafirman la propuesta narrativa. El marco teórico asume una visión heterogénea basada en el rendimiento hermenéutico. En este sentido, se combinan, en el primer capítulo, contribuciones de la narratología para definir la autoficción como prontuario teórico y (re)creativo en la obra del antioqueño (Gerard Génette, Jacques Lecarme, Philippe Lejeune, Serge Doubrovsky) junto a conceptualizaciones sobre subjetividades y narrativa vital en el contexto posmoderno (Chantal Mouffe, Paul Smith, Julia Watson, Sidonie Smith) que, frecuentemente, tienden a nociones sociológicas sobre desviación (Howard Becker) y a psicoanalíticas sobre abyección (Julia Kristeva) como prefiguraciones de la ficción dominante (Jacques Rancière). El segundo capítulo acoge presupuestos teóricos de campos diversos para dar cuenta de la naturaleza de la praxis social retratada desde el análisis ontológico y cognoscitivo. Así pues, para estudiar el afecto se parte de nociones de la cognición social (Joseph Forgas, Ralph Adolf, A.R. Damasio), para combinarlas con su concreción en los estudios culturales de la posmodernidad (Eve Kosofsky Sedgwick, Fredric Jameson) y posicionamientos filosóficos (José Ortega y Gasset, Henri Beyle, Erich Fromm) a fin de aportar una perspectiva comprehensiva del fenómeno afectivo en adyacencia con la racionalidad. La violencia se estudia desde presupuestos sociológicos tradicionales de la contemporaneidad (Paul Oquist, Hanna Arendt) para imbricarlos con la especificidad de la violencia colombiana (Comisión de Estudios de la Violencia) en dependencia con la contingencia de su correlato ideológico (Michel Foucault, Étienne Balibar, Antonio 16 Gramsci) e histórico (Jean Baudrillard, Peter Sloterdijk). Por último, el humor se vincula con una modalidad discursiva prototípica de la posmodernidad, el cinismo (Peter Sloterdijk), y la crítica ideológica que se realiza desde el marxismo teórico (Joseph Gabel), para concretar su textualización en los textos del antioqueño mediante la comicidad (Henri Bergson) y el humorismo (Luigi Pirandello). Con el fin de enriquecer el cuerpo crítico, como fuentes secundarias, además de aludir a distintas publicaciones que estudian directa o indirectamente la producción del antioqueño, se condujeron varias entrevistas al autor en la Ciudad de México en septiembre de 2004 y se ha mantenido comunicación con él desde hace dos años en los que se han resuelto dudas e inquietudes sobre su propuesta. Para el sistema de citas se utilizan la edición de Alfaguara Colombia de El río del tiempo (2002) y las de Alfaguara España de La virgen de los sicarios (2001), El desbarrancadero (2002) y La rambla paralela (2002), aunque, puntualmente, se utilizan otras ediciones que incluyen elementos particulares, como aforismos o comentarios editoriales, relevantes para el análisis. Esta estratificación teórica y metodológica trata de exponer los recursos narrativos e ideológicos que las máscaras de la autoficción prefiguran en la voz narradora. En el camino hacia la muerte que emprende Fernando Vallejo, como personaje, se solapan la vida vivida o inventada del autor junto a las relecturas metanarrativas que suponen un juicio crítico con respecto al entorno actancial y referencial de la narración. En este recorrido, la voz narradora da pie a intersticios solipsistas que, según el estudio, desarticulan las estructuras de conocimiento tradicionales en una lectura que redefine, 17 desde la disidencia intelectual, la crisis y axiología de las actuales subjetividades y circunscripciones culturales. 1.2 El autor Fernando Vallejo no es ningún hijo pródigo de las letras colombianas, ya que su literatura ha sido prontuario discursivo para la descreencia de los sistemas de conocimiento que la mitificación de la nación-estado ha utilizado como articulaciones identitarias individuales y colectivas. Se trata de un escritor criticado, cineasta censurado, músico aficionado, exiliado voluntario y viajero impenitente que ha sabido convertir su prolífica obra en objeto de algazara y provocación. El autor nació en Medellín en el seno de una familia burguesa en 1942. Creció en la capital antioqueña y una propiedad rural entre Sabaneta y Envigado. Realizó sus primeros estudios en un colegio de monjas. Más tarde, pasó al colegio del Sufragio, regentado por curas salesianos, y al conservatorio de Medellín, donde recibió sus primeros cursos de piano, que más tarde abandonó para dedicarse a viajar por el país, como se retrata en Los días azules. Decepcionado por los años del terror y la violencia que vivió Colombia en las décadas de los 50 y los 60, y ante la imposibilidad de emprender una carrera cinematográfica, a los 24 años de edad y después de llevar una vida de adolescente precoz, plasmada en El fuego secreto, abandonó el país para irse a radicar a Roma, donde estudió cine en el Centro Experimental de Cinecittà. De Roma pasó a Nueva York y frente a las dificultades de abrirse camino como cineasta y la aspereza de la ciudad, según se lee en Años de indulgencia, viajó finalmente a la Ciudad de México en 1971, lugar donde sigue viviendo en la actualidad. 18 Es a los cuarenta años cuando Fernando Vallejo acomete la tarea de narrar en forma literaria su vida. Varios proyectos se suceden y se solapan: las tres películas, la compilación de cartas y poemas para su primera biografía sobre Barba Jacob, la gramática de lenguaje literario, que postergarán la escritura de la primera entrega de El río del tiempo hasta 1984 y su publicación un año más tarde. A partir de este momento, Vallejo se dedica a la creación de un narrador, unos personajes, un espacio y unas escenas que se repetirán hasta La rambla paralela. Se trata de un corpus coherente en contenido y expresión, con frecuentes referencias históricas y metaliterarias, que aprovecha al máximo la productividad creativa de la autoficción. El corpus de obras objeto de análisis en el presente estudio comprende un total de ocho libros, publicados entre 1985 y 2002: Los días azules (1985), El fuego secreto (1986), Los caminos a Roma (1988), Años de indulgencia (1989), Entre fantasmas (1993), La virgen de los sicarios (1994), El desbarrancadero (2001) y La rambla paralela (2002). Los cinco primeros fueron compilados en el año 2002 en un solo volumen titulado El río del tiempo, conjunto de libros referidos como “ciclo autobigráfico.” Los libros se encuentran unificados por la voz del narrador protagonista, Fernando Vallejo, así como otros recursos literarios que inciden en un mismo cuadro actancial –espacios, tiempos y acciones–, la persistencia de un tono cínico –como modalidad discursiva– y unos personajes que coadyuvan en la integración de los ocho libros como un solo texto. El corpus textual narra la vida de Fernando Vallejo, desde su infancia hasta su muerte, para lo cual utiliza la voz de un narrador distinto al protagonista en La rambla paralela rompiendo las convenciones tradicionales de la narrativa vital en cualquiera de sus formas. 19 Además de este grupo de textos autoficcionales, el antioqueño también ha escrito un guión cinematográfico inédito y otro llevado a la pantalla, dos obras de teatro, una gramática del lenguaje literario, dos biografías, dos ensayos científicos y una novela que escapa del ciclo autorreferencial. Este conjunto de su producción se caracteriza por tener una voz narrativa distinta, bien por el sesgo referencial o por la modalidad textual. Además de su obra narrativa, Vallejo también ha escrito y dirigido dos cortometrajes y tres películas. Su guión cinematográfico inédito es Oh, Nueva York, Nueva York (1972), escrito varios años antes que la película de Liza Minelli del mismo título. Es el autor de otro guión que sí se llevó a la pantalla, el de La virgen de los sicarios (2000). Fue el autor de dos obras teatrales, cómicas e infantiles, El médico de las locas (1972) y El reino misterioso (1973), que ganó un premio en el II Concurso Nacional de obras de teatro en México. El Fondo de Cultura Económica publicó Logoi, Una gramática del lenguaje literario (1983), que fue un concienzudo ensayo sobre las técnicas literarias. Escribió dos biografías que orean su producción autoficcional, una de Silva, Almas en pena, chapolas negras: Una biografía de José Asunción Silva (1995) y dos versiones de la de Barba Jacob, Barba Jacob: El mensajero (1984) y El mensajero: Una biografía de Pofirio Barba Jacob (1991). Sus intereses también lo han llevado al campo científico, a la biología y la física, respectivamente, a través de La tautología darwinista y otros ensayos de biología (1998) y el Manualito de imposturología física (2005). En el año 2004 vio la luz Mi hermano el alcalde, una novela que se aleja del corpus objeto de estudio desde el punto de vista narrativo. Por primera vez, el autor cede el protagonismo de su libro a otro personaje que no sea su homónimo alter ego. Carlos, 20 hermano del narrador Vallejo que aparecía en anteriores libros, es el protagonista de éste. En Mi hermano el alcalde no desaparecen las críticas al constructo político nacional, pero el tono es eminentemente lúdico y el espacio resulta nuevo con respecto a los libros anteriores, el pueblo antioqueño de Támesis. Fernando Vallejo, el personaje central y narrador de los libros anteriores, desaparece cediendo su voz a la descripción humorística de los vaivenes de la política en este pequeño pueblo antioqueño. Se trata de un nuevo espacio de ficción que si bien aprovecha algunos personajes de libros anteriores de Vallejo, muestra el comienzo de un proyecto narrativo distinto al que finalizó con La rambla paralela con la muerte y el entierro del protagonista en la Ciudad de México. Su actividad creativa no se ha limitado a la literatura. También escribió y dirigió dos documentales –Un hombre y un pueblo (1968) y Una vía hacia el desarrollo (1969)– y tres películas –Crónica roja (1977), En la tormenta (1980) y Barrio de campeones (1983)–. Un rastreo de las producciones artísticas de Fernando Vallejo permite apreciar la evolución en la perspectiva narrativa: desde el idealismo de sus documentales, a la acritud de sus películas, hasta el cinismo que preside la producción que comenzó con Los días azules y se extendió hasta La rambla paralela. La figura del narrador, los personajes, los escenarios, la formalización discursiva, las reflexiones y el estilo del lenguaje se suceden de libro a libro enfatizando el cinismo como modalidad discursiva: unificando un corpus de ocho libros que se establecen como aristas de un único de discurso. Es decir, tras estos libros yace un mismo proyecto narrativo que se hace palpable al comparar la producción ajena al ciclo que va de Los días azules a La rambla paralela. En las producciones vallejianas restantes, intermedia un abismo discursivo e intencional que tal vez pueda encontrar explicación en el giro que 21 el autor dio del idealismo al cinismo, de lo global a lo local, de lo nacional a lo posnacional, de los discursos imbricados con la modernidad a los de la posmodernidad. Resulta revelador, en este sentido, un texto que preparó Vallejo para la tercera edición de Los días azules, en 1995, publicada por la Universidad Nacional Autónoma de México, que explica el giro autorreferencial e individualista de su narrativa ante la crisis ideológica y axiológica que redefine la coyuntura histórica de su propuesta narrativa: Me pasé la infancia y la juventud en misa o leyendo novelas, y tantas oí y leí que perdí la fe: en Dios, cosa que para los efectos de la literatura poco importa, y en el novelista de tercera persona que sí. En este negocio el que no es poeta o novelista de tercera persona se quedó colgado del trapecio en el aire fuera del circo. Qué más da. ¡Cómo va a saber un pobre hijo de vecino lo que están pensando dos o tres o cuatro personajes! ¡No sabe uno lo que está pensando uno mismo con esta turbulencia del cerebro va a saber lo que piensa el prójimo! ¡Al diablo con la omnisciencia y la novela! Hoy por hoy no piso una iglesia ni de turista y no leo una novela ni a palos. Me quedé en Blasco Ibáñez, en Cronin, en Daphne Du Maurier, y me escapé del boom que no sé en última instancia qué fue, si algo así como un Big Bang. Yo sólo creo en quien dice humildemente yo y lo demás son cuentos. (A 3ª edición contraportada) La rambla paralela supone el fin del ciclo narrativo iniciado con Los días azules, ya que el propósito de ese libro es precisamente enterrar a Fernando Vallejo, el narrador y protagonista de todas las novelas del antioqueño que comprenden este período. Con el 22 habitual tono cínico de los textos vallejianos, un narrador mexicano certifica la defunción e inhumación del antioqueño en México, con los servicios de la funeraria Gayosso. Así el autor termina deshaciéndose definitivamente de la figura que lo hizo convertirse en uno de los escritores más polémicos y relevantes de la literatura latinoamericana contemporánea. 23 CAPÍTULO 2 DISCURSIVIDADES DE LA AUTOFICCIÓN La introyección y la autorreflexión subjetiva en la narrativa vallejiana están en la base de un individualismo abigarrado donde los conceptos colectivos pierden todo rigor como referentes de poder y delineación de subjetividades. El antioqueño desarticula, mediante las discursividades de la autoficción, la legitimidad y significación de los procedimientos de vigilancia para configurar la emergencia del sujeto posnacional, como reorganización subjetual individual y colectiva. La imbricación entre la civilización moderna y su producto histórico, la posmodernidad, se instauran en la peor barbarie factual en la narrativa de Vallejo al no conjeturarse, ni tan siquiera, un varadero intelectual. La constricción del sujeto, en esta coyuntura, es un tema de reflexión y un motivo de preocupación constante en sus páginas. Ello no se constituye en un accidente azaroso de la narración vallejiana sino que aparece directamente ligado a la historia intelectual. Los cambios culturales, sociales y políticos, recurrentemente unidos, alejan al sujeto de los territorios conocidos, en el caso vallejiano de la modernidad a la posmodernidad, y crean una crisis ante el abismo cognoscitivo que encierran. La crisis ideológica y axiológica a la que da lugar la coyuntura en el gozne posmoderno subsume la instauración del sujeto posmoderno en la narrativa de Fernando Vallejo. 24 La autoficción deviene un recurso y vehículo literario para el antioqueño a fin de encauzar la crisis subjetual en la que se ve inmerso su narrador. Sus libros evidencian el vuelco hacia el individualismo y la autorreflexión en una contingencia histórica y cultural equívoca, donde las grandes narrativas ya no pueden dar cuenta de la realidad ante su agotamiento epistémico. La constitución subjetiva mediante la autoficción es objeto de estudio en el primer subcapítulo; Parte de un análisis narratológico que sirve de base teórica para debatir diversos aspectos constituyentes de las discursividades subjetuales. La desestabilización ontológica de éstas, así como las distintas posiciones de sujeto en la narrativa vallejiana y sus transdiscursividades forman los puntos esenciales que manifiestan la crisis cognoscitiva del sujeto posnacional en la coyuntura actual en Latinoamérica. Los procesos constitutivos de la subjetividad autobiográfica ocupan la reflexión teórica del segundo subcapítulo; Estos procesos se sitúan en la memoria, la experiencia, la identidad, la corporización y la agencia. No se trata de elementos independientes sino que están implicados entre sí. Estos procesos constitutivos tienen, además, una relación directa para esbozar otros aspectos importantes de la dimensión referencial de la escritura autoficcional: psicológica, temporal, espacial, material y transformativa, respectivamente. Las estructuras y proyectos sociales en los que se ve inmerso el narrador protagonista son tan inamovibles e inoperantes que remiten, en su constitución textual, a la desazón agencial de los inicios de la modernidad, a través de un discurso que expone el camino de ida y vuelta de la modernidad hacia un territorio que se ha dado en llamar posmodernidad: el territorio de la involución y la distopía en la historicidad reciente que admite imbricaciones en torno a lo local/global y lo nacional/posnacional. Un análisis 25 detallado de todos estos elementos apunta a la unidad intelectual de la obra de Fernando Vallejo, ya que muestra su obra como juego metatextual, donde las discursividades de la autoficción se constituyen como garante narrativo, muestra de la crisis ideológica y axiológica del momento histórico y cultural, y evidencia de la ruptura posnacional. 2.1 Autoficción: El discurso autobiográfico Yo soy el que sé que soy, uno en su interior no tiene nombre. Ese que ven los demás o que pasa por estas páginas engañosas diciendo yo no soy yo, es un espejismo del otro, su reflejo en un río turbulento y pantanoso. Llámenme como quieran pero no me pongan etiquetas que no soy psiquiatra ni escritor ni director de cine ni nada de nada de nada de nada. (E 666) La recursividad de elementos narrativos y autoficcionales que aparecen en la obra de Fernando Vallejo pueden alentar la impresión de que el antioqueño siempre ha escrito el mismo libro. Sus obras acogen un continuo narrativo sin interrupciones. El flujo, controlado por el narrador, recibe afluentes que, a la vez que envuelven la voz protagonista, engrosan la corriente del relato. Las máscaras de la autoficción permiten al antioqueño articular una serie de posiciones de sujeto organizadas en un ente identitario sin ambages y disidente con respecto a su mundo circundante. Con frecuencia, aparece el odio en un pleamar narrativo que convierte las descripciones en una caricatura desgarrada por su carga de violencia. La deformación expresiva, al borde de lo grotesco, busca los límites de la verosimilitud realista y, con frecuencia, los transgrede. El cinismo, en la subjetividad narrativa construida por Fernando Vallejo, forma parte de una compleja y pródiga furia moral dirigida contra el proyecto moderno de la nación. Sin embargo, el narrador protagonista evita toda forma de demagogia en la construcción de un proyecto alternativo o subsidiario a la nación y se limita a mostrar la sinrazón de la cotidianidad antioqueña y colombiana. Los finales vallejianos son, en este 26 sentido, de una profunda melancolía al mostrar la caída inexorable de todos sus personajes y su escenario actancial en el significante último de su obra, la muerte, hasta el punto que el mismo narrador desaparece en La rambla paralela. Tras esta propuesta narrativa yace la voluntad del autor, profundamente ácrata, que ha creado un mundo literario con la intención primaria de provocar [“Yo escribo para molestar a los tartufos y para desenmascarar impostores” (Vallejo 22/9/2004)], lo cual coincide con la tradición de los grandes monologuistas de las letras del siglo XX como Proust, Bernhard, Céline, Beckett, Sartre, Camus y Bove, entre otros. El proyecto narrativo de Fernando Vallejo parte de dos razones que tamizan la forma y el contenido de sus obras. Estéticamente, sus obras buscan la inversión de la novela burguesa decimonónica y la novela de folletín, oscilantes entre el realismo y el romanticismo, y la recreación de sus mundos ideales, dominados por los afectos heteronormativos, la moral judeocristiana y el honor, como ejes raigales de su narración (Vallejo 22/9/2004). Sin embargo, el antioqueño desprecia, principalmente, de este tipo de literatura la presencia de la tercera persona al considerarla engañosa (Vallejo 22/9/2004). Es esta última apostilla, en concreto, la que conecta con la otra motivación vallejiana con respecto a la escritura: la sinceridad, ya que el contenido de sus libros se basa en presentarlos como instrumentos con valor de verdad de la subjetividad narrativa principal. La chanza narrativa y la sinceridad subjetiva se muestran, pues, como pilares fundamentales de las obras del antioqueño. La verdad del narrador pasa por ofrecer los lados más oscuros y silenciados de la contemporaneidad hasta el punto que, como señala el crítico colombiano Héctor A. Faciolince en una reseña de El desbarrancadero, muchos de sus lectores “no aguantan la hiel y abandonan el libro en las primeras curvas, no por la 27 dificultad de la prosa sino por su amargura corrosiva” (Faciolince 34). En consonancia con estas observaciones, la segunda parte de la reseña de Faciolince confirma la voluntad que yace en las obras de Vallejo: En un reciente libro de Juan Cruz, Contra la Sinceridad, se lee que Fernando Vallejo es “el hombre más sincero que yo he conocido… de una sinceridad brutal, sin bridas en la boca” … La franqueza excesiva es parienta del insulto. Todos tenemos en el lóbulo frontal una especie de censor social, eso que en psicoanálisis se llama un superyó, autoridad mental que se encarga de ponernos sobre los labios un esparadrapo … En Neuropsiquiatría hay un tipo de pacientes (los afectados por el síndrome de Tourette) que a raíz de lesiones cerebrales se les daña este censor … No estoy haciendo un diagnóstico … Fernando Vallejo truena, reparte insultos, parece un afectado de síndrome de Tourette. Pero no, no es un loco, es un razonable que descubre verdades y que se atreve a decirlas. Si está enfermo de algo es de sinceridad, como detectó Juan Cruz. (Faciolince 34) En este sentido, el hecho de caracterizarlo como conciencia crítica es la lectura que más se acomoda al espíritu del pacto vallejiano con la primera persona autobiográfica desde donde se construye su obra (Álvarez 3). El poder de Vallejo en las letras latinoamericanas contemporáneas reside, precisamente, en su enorme capacidad de fabulación como fuerza liberadora y establecedora de otros discursos: tras la crítica feroz aparece el valor transformativo de la palabra, la agencia del discurso. 28 La conexión de las motivaciones éticas y estéticas vallejianas hacia la escritura reside, en primera instancia, en la creación de un narrador en primera persona que hace recuento de su vida en una doble perspectiva temporal: desde el presente narrativo y el pasado narrado. En este doble encuentro diacrónico, los elementos constituyentes de la subjetividad narrativa son el andamiaje primario sobre el que se construye la autoficción que incluye, ulteriormente, una serie de constantes narrativas que, como garantes de memoria, reaparecen en los libros del antioqueño. Por doquier aparece Fernando Vallejo, alter ego y tocayo del autor, divagando sobre la finca Santa Anita, a mitad de camino entre dos pueblos, silenciosos y apacibles, Sabaneta y Envigado, en las afueras de Medellín. Junto al narrador y su espacio elemental surgen motivos que se repiten constantemente, como la abuela sacudiendo el polvo de los muebles, el abuelo apagando el motor del Hudson cuando maneja cuesta abajo para ahorrar, los globos volando sobre los tejados de Medellín, el doctor confidente, y poco después, aparecen el río humano de la calle Junín, los bares y “la cama ambulante.” Tras este marco actancial básico, el narrador divaga sobre otros elementos que no participan de la acción empero sí de la narración tales como las diatribas contra las religiones, las creyencerías, los símbolos nacionales y la idiosincrasia reproductiva. El odio, tamizado por un humor cáustico, opera en un nivel inicial de la autoficción vallejiana. Sin embargo, los afectos se entrevén en todo su relato ya sea en el plano de la mera acción o de la narración. La presencia de elementos musicales y las querencias a personajes humanos o animales endulza el relato vallejiano, a pesar de que, finalmente, bajo la omnipresencia de la muerte, sólo quede una retahíla de recuerdos que sirven para volver sobre una serie de motivos narrativos que 29 remiten al imaginario utópico/utopístico y diatópico/distopístico emparentado con la crisis subjetiva del sujeto posnacional. Basado en el eje autoficcional, el narrador en primera persona creó un mundo con afán realista que explicita la presencia de un cambio de modelos cognoscitivos. Este universo autoficcional aparece repleto de detalles, de la vida vivida del autor o inventada, o una mezcla de ambas. La convergencia entre la figura del autor y el narrador es una evidencia de la narrativa vital, según señala Philippe Lejeune en Le pacte autobiographique. De hecho, la presencia del mismo narrador y los mismos elementos narrativos que circundan a éste tanto en el ciclo autobiográfico como en las novelas subsiguientes actúan como garante de este pacto. No obstante, la narrativa vallejiana, ansiosa de rupturismos, también provoca el desequilibrio del principio establecido por Lejeune, que define la relación entre el autor y el lector en la escritura autobiográfica como un contrato sellado por el nombre propio que unifica las figuras del autor y el protagonista del texto (Lejeune 19). En este pacto autobiográfico la vida del autor converge con su firma, acuerdo que se traslada hasta el lector. Sin embargo, en este acuerdo no se puede esperar una compilación fehaciente de hechos, sino más bien una verdad subjetiva y, en definitiva, autoficcional al ser los recuerdos constantemente reestructurados y enmendados en la escritura; De ahí que, desde la perspectiva de la presente investigación el concepto de autobiografía sea necesariamente autoficcional al ser una relectura (re)creativa de la experiencia vital, sesgada por los procesos de constitución subjetual. Este aspecto de la narrativa vital se acentúa en la obra del antioqueño al trazar todo su relato en torno a la reestructuración interpretativa de hechos e ideologías que la figura homónina de su narrador realiza hasta su muerte. 30 A pesar de la apariencia lineal de la vida del narrador, similar a la de cualquier producción autoficcional, la aparición de otros dos narradores en La rambla paralela muestra la ruptura con respecto al pacto que señala Lejeune y la consecución de varios registros autobiográficos. El pacto de Lejeune, pues, muestras sus limitaciones con la narrativa vital de Vallejo, entendida en este caso como autobiografía strictu sensu. A las pocas páginas de comenzado el relato, el narrador tradicional concede la palabra a un segundo narrador, mexicano, que cuenta los último momentos de Fernando Vallejo en Barcelona hasta su exhumación en México con los servicios de la Funeraria Gayosso. Además, para parodiar aún más el acuerdo que se había establecido con el lector, ambos narradores son descritos por un tercer narrador que se hace cargo del relato tan sólo en un par de páginas. Utiliza la primera persona del plural para hacer consideraciones sobre el primer narrador y se define como “un provinciano del trópico” (R 184). La ruptura con el pacto autobiográfico tradicional que realiza Vallejo hace imprescindible la inclusión de otro concepto para analizar su obra autorrepresentativa. A través de las rupturas que incluye, la obra de Vallejo explicita la existencia de la escritura autorreferencial como un proceso intersubjetivo que se establece entre el autor y el lector, en lugar de considerar esta escritura como un cotejo de elementos ciertos o falsos -en este tipo de narrativa nada es per se verdad o mentira- ya que se trata de un proceso de autorrepresentación. A pesar de participar, inicialmente, del pacto autobiográfico, la narrativa de Vallejo se ofrece como parodia de este elemento metatextual considerado, tradicionalmente, imprescindible en este tipo de narrativa. Además, su imbricación con lo que se puede llamar pacto novelesco se hace patente de forma explícita en El fuego secreto, donde señala el narrador: “Marquesas de la vida o la novela, ahora las dos se me hacen una sola, 31 acaso porque la vida cuando se empieza a poner sobre el papel se hace novela” (F 173). De este modo, se puede apreciar la posición ambivalente de la autoficción con respecto al compromiso del pacto autobiográfico y novelesco. Específicamente, el “pacto autoficcional” se halla en lo que Lejeune calificó en 1975 como el lugar indeterminado entre “le pacte romanesque” y “le pacte autobiographique:” Ilustración 1: El pacto novelesco y el pacto autobiográfico. La forma viable de la ambigüedad autoficcional es trazada en diversos estudios recientes sobre el tema. Destacan las aportaciones de Philippe Gasparini en Est-il Je? Roman autobiographique et autofiction, donde hace una relectura de las teorizaciones sobre la autoficción para acabar resituando el debate en la significación operativa del concepto: “l’autofiction ne fonctionne pas comme un genre à part entière mais comme une catégorie romanesque” (Gasparini 26); Categoría novelística que se mueve facultativamente con respecto a la identidad narrador/autor/protagonista, que asume otros operadores de identificación de forma necesaria, y que adopta la identidad contractual del narrador/autor/protagonista indistintamente como ficcional o ambigua. Este pacto se 32 traslada a la narrativa del antioqueño donde los tres elementos característicos de la autoficción se muestran paradigmáticamente. Resulta relevante el tercer punto ya que Fernando Vallejo difumina en su narrativa lo que son estrictamente sus opiniones con las de su narrador, pasando el pacto narrativo identitario a ser indistintamente ficcional o ambiguo a pesar de que el lector asuma la convergencia entre la firma del autor, el narrador y el protagonista. Gerard Génette y Jacques Lecarme señalan las distintas relaciones que pueden tener autor, narrador y protagonista en la autoficción. Según Genette, en su estudio Fiction et diction, los vectores comunicantes pueden variar en el discurso autorrepresentacional, surgiendo distintas formas viables de ambigüedad; El narrador y el protagonista coinciden de hecho, aunque su relación con respecto al autor puede residir en el principio de veracidad o ficción indistintamente: Ilustración 2: Enunciado de la autoficción. 33 El uso y abuso del registro en primera persona crea zonas de sombra que contribuyen a dificultar la separación de la voz narrativa de la figura del autor. De ahí que el concepto clave para interpretar su narrativa sea la autoficción, como lugar en el que los pactos novelesco y autobiográfico coexisten. Los procesos de disociación e imbricación de las voces narrativas suceden a lo largo de la producción vallejiana, pero aparecen más significativamente en La rambla paralela. En una entrevista concedida a Javier Fernández en el año 2002, Vallejo comentaba: “La Rambla paralela, mi último libro, pues no pienso escribir más, es una simple tomadura de pelo como todos los que he escrito” (Fernández). Además, se refiere al narrador como “un loco lleno de manías y fobias” (Fernández). En esta entrevista el escritor habla de su narrador y de la muerte de éste: Javier Fernández.- En este libro son múltiples las relaciones con sus libros anteriores, en especial, con Entre fantasmas y con sus dos biografías. En la mayoría de sus libros, usted ha experimentado con la técnica de la primera persona y ha logrado resultados muy originales con el uso de los registros autobiográficos. En este nuevo libro, sin embargo, la técnica varía. ¿Por qué estos cambios? Fernando Vallejo.- Por esta manía tan grande que le tengo al narrador de tercera persona, omnisciente o no, siempre dije “yo” en mis libros. ¿Pero cómo decir “yo me morí” en primera persona, que es lo que me proponía en La Rambla paralela? Muy sencillo: en la segunda página, no bien el narrador en primera persona se despierta del sueño a punto de 34 morirse, le cedo la palabra a otro narrador de primera persona que sabe todo lo mío y habla por mí y cuenta mi final. Así maté dos pájaros de un tiro: resolví el problema de mi muerte en primera persona, y me burlé de la tercera en que están escritas casi todas las novelas. ¿Cómo un pobre hijo de vecino puede penetrar los pensamientos y los sueños de otros y el instante de la muerte ajena? Piensa por contraposición a mi libro en el final de Bajo el volcán, la ridiculez de que Lowry nos cuente qué pensó el cónsul, su personaje, en el momento de morirse. Que yo sepa, hasta hoy nadie ha vuelto de la muerte, ni de la propia ni de la ajena para contárnosla. La muerte no es contable ni tiene regreso, como no sea en la tomadura de pelo de un libro que se burle de ella. (Fernández) La rambla paralela supone el fin del ciclo narrativo que comenzó con Los días azules, y es paradójico al jugar con una de las convenciones más grandes de la literatura, el narrador, y pretende ser, como apunta el autor, una burla de la muerte. En un juego similar a los que hicieran Pessoa o Borges, Fernando Vallejo se deshace de sí mismo. La voluntad del autor de dejar al margen de su producción a su narrador tradicional se evidencia tras la publicación en el año 2004 de Mi hermano el alcalde. Se trata de un libro que se desliga de la saga autorrepresentativa cerrada en el año 2002 y marca el comienzo de una nueva etapa narrativa. El autor no ofrece en este libro la introyección y la autorreflexión característica de los otros libros, sino que la narración sigue los senderos del presentismo derivado de la vida política de Támesis, pueblo antioqueño del que Carlos, hermano del narrador Vallejo que aparecía en anteriores libros, es alcalde. Las críticas sagaces no desaparecen, ya que se realiza una relectura de diversos constructos 35 ideológicos y políticos, como alcaldías, consejerías, gobiernos departamentales y regionales, pero el tono es eminentemente lúdico. El autor comenzó la escritura de Los días azules con el fin de historiar su vida (Vallejo 18/9/2004) y para ello creó la figura del narrador como un viejo que recuerda andanzas como elemento inherente y principal de su autoficción. La fórmula se repitió hasta Entre fantasmas, que llegaba hasta el momento vital del autor y donde decidió poner, en un principio, el punto final. Sin embargo, la constante del presente y la productividad de su mundo narrativo lo llevó a continuar la saga, inicialmente cerrada, con La virgen de los sicarios, El desbarrancadero y La rambla paralela. Se trata de libros que continúan la narración a partir de la última entrega de El río del tiempo con elementos que participan de la vida del autor como son la violencia de la sicaresca, la muerte de Darío, hermano del autor, y de su padre, hasta, finalmente, provocar la muerte simbólica del narrador. Estos libros fueron, según el autor, “difíciles y duros de escribir y a los que dediqué mucho tiempo” (Vallejo 18/9/2004). En contraposición, Mi hermano el alcalde así como los subsiguientes Las memorias del doctor Flores Tapia y El don de la vida1 son libros de escritura rápida y cuyo único afán es el de representar el mundo que le rodeaba, sin mayor imbricación. En estos libros el antioqueño se presenta meramente como observador y su narrador protagonista, Fernando Vallejo, no aparece actancialmente. A pesar del sesgo autorreferencial, en mayor o menor medida correspondiente con la vida del autor, las características de la narrativa vital y la novela se hacen inseparables en la obra de Fernando Vallejo: argumento, lenguaje, diálogo, espacio, escenas, 1 Éstos son los títulos provisionales de los próximos libros de Fernando Vallejo a fecha de 22/9/2004. 36 caracterización, etc. muestran la imposibilidad de disociar ambas categorías e invitan a pensar simplemente en el acto de escribir, en el caso de Vallejo, como un ejercicio de autorrepresentación en el que confluyen distintos géneros organizados tal vez demasiado jerárquicamente en la historia de la literatura, más como categorías discretas que como conjunto de características de un grupo de textos. El conjunto de obras que constituyen la autorrepresentación de Fernando Vallejo se presentan, pues, como una autobiografía bastarda, en lo que se refiere al género, y bizarra, en lo concerniente al contenido, como prueban sus elementos autoficcionales y los componentes de la subjetividad narrativa. La propuesta de Vallejo supera los postulados tradicionales con respecto a la teorización de la autobiografía en sus distintas formas. Algunos conceptos utilizados en la crítica literaria sobre autobiografía, como “escritura vital,” “narrativa vital” y “novela autobiográfica,” parecen limitados teóricamente para analizar el constructo autoficcional de Vallejo. Estos conceptos se refieren formas de relatar vidas aunque no son intercambiables y se distancian de la biografía. Mientras en ésta la perspectiva es externa al sujeto narrado, en las otras expresiones el sujeto narrado y el narrador coinciden, convirtiéndose el texto en un punto de vista interno a la experiencia narrada, o simultáneamente interno y externo. Los tres tipos de escritura autorreferencial también presentan ciertas diferencias. La escritura vital es el término más general y se refiere a cualquier escritura que toma una vida como tema principal ya sea de forma biográfica, histórica, novelística, poética, etc. La narrativa vital es un concepto más específico que se refiere a varios textos autorreferenciales. La novela autobiográfica es un modo narrativo bastante prolijo en la literatura occidental a partir de la Ilustración, y muestra una gran evolución en cuanto a la constitución subjetiva del autor/narrador y el discurso. Se parte 37 del idealismo romántico ilustrado hacia la descomposición del “yo” como elemento estable en la posmodernidad. El relato vital se presenta como una historia de (auto)observación a pesar de que no pueda considerarse una historia objetiva del momento histórico. Stephen Spender considera que el narrador vital no se enfrenta a una vida sino a dos: el sujeto que todos ven –en sus esferas sociales, históricas, económicas, etc.– y la subjetividad interna –los constituyentes de la identidad “real”–: We are seen from the outside by our neighbors; but we remain always at the back of our eyes and our senses, situated in our bodies, like a driver in the front seat of a car seeing the other cars coming toward him. A single person … is one consciousness within one machine, confronting all the other traffic. (Spender 116) El carácter bastardo y bizarro de la obra de Vallejo muestra el desasimiento de la narrativa en la posmodernidad. El texto se presenta fragmentado: tanto el relato como la constitución subjetiva del narrador están en constante resignificación y, tácitamente, también la del narratario. Este constructo literario parte del perspectivismo creado por el autor. La perspectiva interna al igual que la externa que ofrece Fernando Vallejo resulta la misma en todos los libros desde Los días azules hasta La rambla paralela. Fernando, como escritor autobiográfico –o “autohagiográfico,” si ha de atenerse a lo que dice en su propia producción (I 543)–, articula una escritura vital sobre su objeto de estudio, utilizando la primera persona, donde las barreras genéricas pierden todo rigor. Todos sus textos se unen como un solo relato mediante el desarrollo en sus relatos de un mismo estilo y un mismo narrador protagonista, con una constitución subjetiva idéntica –aunque 38 pluriforme– en los ocho libros, hasta el momento en que lo entierra en La rambla paralela. Estas características llevan a configurar un corpus autorreferencial y metatextual que muestra ricos elementos en los que su carácter psíquico, temporal, espacial, material y transformativo habla de un mismo acto autobiográfico más allá de las diferencias textuales genéricas. Estos rasgos acentúan la cohesión de la obra del antioqueño al mostrar una poética carente de aporías que asume una concepción subjetual, a partir de la autorreflexión y la introyección, que organiza los cuadros representados desde un ethos cognoscitivo sólido y coherente a lo largo de su saga autorrepresentativa –el cual es objeto de caricaturización en La rambla paralela, evidenciando una ruptura definitiva con el tradicional pacto narrativo autobiográfico (Vallejo 22/9/2004)–. El proyecto narrativo que yace tras la saga autorrepresentativa que va desde Los días azules hasta La rambla paralela se basa reiterativamente en conceptos ligados a la autoficción (Doubrovsky) y a los procesos de la subjetividad autobiográfica (Smith & Watson). Ambos están oreados por diversas topografías del sujeto posnacional, como son el afecto, la violencia y el humor, que permean el proyecto narrativo y sus formas de autorrepresentación, que son objeto de estudio en el segundo capítulo. 2.1.1 La autoficción: Formalización del concepto En ocasiones se ha tomado el concepto francés autofiction para cubrir todo el espectro de la ficción autobiográfica, sin embargo se refiere solamente a una de las formas que toma la escritura autobiográfica en un momento en que se ha perdido la fe en el poder de la memoria y el lenguaje para acceder a verdades absolutas a través del pasado o de los discursos de/sobre el sujeto. Se trata, pues, de un concepto especialmente 39 útil para estudiar la escritura autobiográfica en la posmodernidad, donde han caído las grandes verdades y hasta el concepto mismo de verdad a través de la teorización sobre las subjetividades y el cuestionamiento de la historia y la historicidad. En la coyuntura expresada en la narrativa vallejiana, aparecen las inseguridades de la ontología posnacional, en el gozne entre los proyectos de la modernidad y su concreción posmoderna, que articula un sujeto individualista absorto en la crisis ideológica y axiológica a la par del sistema cognoscitivo que, inicialmente, lo ha moldeado. Frente a una contemporaneidad distópica, el sujeto narrador se vuelca sobre sí mismo y ofrece el sistema aporístico en el que ha devenido el marco nacional, el cual ya no puede operar como sistema determinante en la constitución de subjetividades ni tampoco es vinculante en la aprehensión y distribución de la autoridad y el castigo. El narrador protagonista muestra, ulteriormente, una subjetividad posnacional que determina la visión del lectorado en pro de la deslegitimación nacional y el asimiento de una subjetivización posnacional; De ahí que la autoficción como concepto, a caballo entre la supuesta autobiografía factual y la ficción novelesca, sea una articulación teórica privilegiada para estudiar los mecanismos utilizados por el narrador protagonista para recrear una visión discursiva divergente del proyecto nacional y creadora de nuevas ontologías. El formalización de concepto “autoficción” surgió en 1977, tras un revival de la novela autobiográfica a nivel práctico y teórico a partir de la publicación de obras como Roland Barthes par Roland Barthes (1975), de Roland Barthes, W ou le souvenir d’enfance (1975), de Georges Perec, Livret de famille (1977), de Patrick Modiano, y Fils (1977), de Serge Doubrovsky. El aspecto central de estas obras reside en centrarse en el acto de la escritura en lugar del valor de verdad como parámetros efectivos en el género 40 de la novela autobiográfica. De este modo, el acto de escritura forma parte intrínseca de la representación del pasado. Si anteriormente se veía la novela autobiográfica como una ventana hacia el pasado, a partir de este concepto se considera la escritura autobiográfica como una forma de acceder al pasado mediada por el acto de la escritura, donde la transposición exacta del pasado sobre el papel se tambalea. Así pues, la ficción no se puede considerar en lo sucesivo como un elemento ajeno a la biografía sino como un constituyente inclusivo del acto de la escritura biográfica. La idea de autoficción se debe a Serge Doubrovsky, que en la contracubierta de Fils reflexionaba sobre la biografía en relación con el acto de escritura. Doubrovsky identificaba la autoficción como una subversión del paradigma referencialista que apuntalaba convencionalmente el discurso (auto)biográfico. Esta reflexión parte de la perspectiva que considera al sujeto como un agente desestabilizado que se representa a través de discursos; De este modo, la ficción no puede descalificarse como forma de autorrepresentación al ser el sujeto ya no una especificidad sino una multiplicidad de posiciones articuladas por medio de un discurso. Implica, en particular, un contrapunto a la autobiografía ilustrada al asumir la construcción biográfica como representacional y estar intermediada por el lenguaje y sus desencuentros temáticos que, como fricciones narrativas, aparecen en su relato (Jolly 86). Mediante la autoficción, Doubrovsky supera el concepto de autobiografía como cotejo de elementos reales al acentuar su papel escritural, acorde con los presupuestos posmodernos, y especificar que la construcción de subjetividades depende de los discursos, sus representaciones y multiplicidades. En palabras de Doubrovsky: 41 Autobiographie? Non, c’est un privilège resérvé aux importants de ce monde, au soir de leur vie, et dans un beau style. Fiction, d’événements et de faits strictement réels; si l’on veut, autofiction, d’avoir confié le langage d’une aventure à l’aventure du langage, hors sagesse et hors syntaxe du roman, traditional ou nouveau. Rencontres, fils des mots, alliterations, assonances, dissonances, écriture d’avant ou d’après littérature, concrète, comme on dit musique. Ou encore, autofriction, patiemment onaniste, qui espère faire maintenant partager son plaisir. (Dubrovksy, contracubierta de Fils) La apuesta de Doubrovsky asume otro elemento fundamental para la textualización del relato vital: una vez llegada la experiencia vital al texto las distinciones genéricas pierden todo rigor, ya que la ficcionalización implica la puesta en escena de diversas prácticas discursivas que no tienen porqué atenerse a los rígidos paradigmas genéricos establecidos en la historia de la literatura, como muestran muchas obras autobiográficas producidas en las últimas décadas del siglo XX: Marguerite Duras, Nathalie Sarraute y Seamus Deane, por mencionar algunos autores francófonos y anglosajones. En el ámbito hispánico cabe señalar a Gabriel García Márquez, José Ángel Mañas, Luis Zapata, Victoria Ocampo, Pablo Neruda y, evidentemente, Fernando Vallejo, que muestran grandes diferencias discursivas con respecto a otros que habían cultivado el género autobiográfico anteriormente como Macedonio Fernández, Domingo Faustino Sarmiento y José Vasconcelos, por mencionar unos pocos, que no sólo se atenían a los parámetros genéricos predeterminados de la autobiografía sino que, en ocasiones, imbricaban su discurso con alegorías determinantes y definitorias de la 42 subjetividad que estaban referidas a lo nacional y la mediación del discurso histórico. Sylvia Molloy comenta al respecto: This view might not seem inappropriate at first glance when considering Spanish American autobiographers intent on merging self and nation into one memorable corpus gloriosus: Sarmiento’s calculatingly messianic Recuerdos de provincia in the nineteenth century and, in the twentieth, Vasconcelos’ nationalistic histrionics in Ulises criollo may indeed be read in this way. (Molloy 4-5) Los libros autoficcionales de Fernando Vallejo carecen de este tipo de alegorías y, además, asumen la ruptura genérica apuntada por Doubrovsky, hecho que le hace situarse, tal vez de forma paradójica, entre el pacto autobiográfico y el pacto novelesco con el fin, según el francés, “peut-être pour abolir les limites ou limitations” (Doubrosky 210). La ruptura genérica se evidencia, además, mediante las zonas de sombra que el antioqueño ha creado en torno a su figura y su recorrido vital; Lo cual invita a columbrar la ficcionalización de su experiencia vital como una textualización en la cual el autor y su ethos narrativo son partes inseparables de su producción. En su clásico ensayo “What is an author?” Michel Foucault señala ciertas cuestiones cruciales sobre la noción de autor en la crítica literaria que emparentan con la propuesta de Fernando Vallejo. Foucault comenta que el concepto del autor, como sujeto que autoriza y da autoridad, es una invención relativamente reciente y que ya no puede ser útil o, ni tal siquiera, sostenible: Finally, one comes to the conclusion that the author’s name does not refer to a real person but that it exceeds the limits of the texts, that organizes them, that it reveals their mode of being, or at least characterizes 43 them. Though it clearly points to the existence of certain texts, it also refers to their status within society and within culture … The function of the author is thus characteristic of the mode of existence, circulation, and operation of certain discourses within society. (Foucault 608) La autobiografía y el concepto de autor como sujeto/objeto soberano sobre el discurso son productos de la episteme que deriva del mismo proyecto de modernidad que depositó en el sujeto el idealismo de la agencia y, paralelamente, en la sociedad la esperanza del progreso encarrilado en la maquinaria del capitalismo. Los romances nacionales decimonónicos latinoamericanos hilvanan un sistema significante en el cual los personajes, además de representar motivos coyunturales nacionalistas, poseen una agencia transformativa que les permite circular en el sistema –tardocolonial o nacional– y cambiar el medio a favor de la concepción y estabilización del proyecto final que pretenden legitimar, la nación. Sirvan como ejemplo Soledad (1847), Ismael (1888) y Martín Rivas (1862), por mencionar algunas obras, en las que la dimensión alegórica y la imaginación histórica desempeñan un papel fundamental. La relevancia de la agencia en estos textos ha de relacionarse necesariamente con la preeminencia del discurso historicista en el siglo XIX que, además de imponer un modelo orgánico en la sociedad, subrayaba una visión progresiva en la historia; De ahí que la agencia de sus personajes sea un motivo argumental central de su propuesta estética y de su dimensión alegórica. La ilusión referencial, con frecuencia ligada al realismo, guarda concomitancias con el discurso del antioqueño, aunque diverge en su punto axial: el proyecto moderno de la nación. La alegoría nacionalista se agota en la obra de Vallejo precisamente por su interés realista/autoficcional de mostrar la incongruencia e inoperatividad contemporánea del 44 mismo concepto de nación en su discurso. A pesar de este extremo, obviamente, superar la nación no implica la inexistencia empírica de ésta sino que la redefine conceptualmente en un nuevo marco temporal, el cual deviene ambivalentemente sincrónico y diacrónico: tanto en la contemporaneidad como en su proceso de evolutivo. La agencia transformativa que poseían los personajes de los romances nacionales ha desaparecido en los textos vallejianos al presentar exclusivamente el desastre nacional y la conspicua ausencia de un nuevo proyecto. Este aspecto se retrata mediante unos personajes imbricados en un tejido social distópico y un narrador autorreflexivo pero carente de agencia real para establecer nuevos paradigmas sociales más allá de una conciencia posnacional paralela a la coyuntura posmoderna. El ideologema2 que encierran los romances nacionales aparece rearticulado en los textos de Vallejo en clave individual y posnacional, ya que formula una solución simbólica en la que la nación se representa como un ente inoperante y obsoleto a la par que aboga por su destrucción. Además, articula, análogamente, un sujeto y una sociedad imbuidos en una crisis axiológica e ideológica donde no existe agencia transformativa. A pesar de que los textos enraizados en la perspectiva autorreferencial habían existido desde hacía varios siglos mediante confesiones y otros discursos de raigambre filosófica, la producción masiva de textos omphalos se produce en el siglo XIX a través de memorias, biografías, autobiografías y la difusión de journaux intimes. Estos textos 2 Frederic Jameson arguye que un grupo social determinado percibe al enemigo como radicalmente diferente y “malo” porque cree que amenaza su existencia. Sostiene que la fijación narrativa de este eje binario de valores constituye un ideologema: un complejo conceptual o significativo, articulado en términos narrativos. El ideologema implica en sí una praxis social mediante la cual un grupo formula una solución simbólica a una situación histórica concreta; presenta como antinomias lo que en la sociedad y situación histórica se da como contradicción. Más que el reflejo de una situación histórica determinada, el ideologema constituye una “resolución imaginaria” como respuesta activa ante ciertas “contradicciones objetivas.” (Unzueta 76) 45 comparten la concepción, intrínsecamente ideológica, del discurso de la historicidad progresiva y su imbricación con la agencia del sujeto narrado. Sin embargo, el debate intelectual que se dio a partir del último tercio del siglo XX con respecto a los discursos vinculados con la autorrepresentación hace divergir significativamente la concepción evolutiva del sujeto y del discurso. Las consideraciones teóricas en torno a la autoficción resituaron la agencia en el discurso en lugar de en el sujeto, al concebir el discurso como rearticulación de una experiencia desestructurada. El marco cognoscitivo cambia radicalmente y muestra al sujeto, en este contexto, como una ficción al igual que la vida autoficcional representada: su agencia queda limitada a las elucubraciones discursivas al carecer de poder transformativo en el entorno social que lo impregna ideológica y actancialmente. La deconstrucción subjetiva, así como la variabilidad de posiciones de sujeto y su entorno representacional, muestran el ostracismo de una contemporaneidad encrucijada en un cambio cognoscitivo que, con frecuencia, se observa como ontológico, representando histriónicamente la misma crisis axiológica. El texto autobiográfico característico de finales del siglo XX es un ejemplo exepcional de las elucubraciones sobre la posmodernidad y los posicionamientos de Foucault con respecto al autor. La coyuntura ideológica del gozne modernidad/posmodernidad posiciona al sujeto vallejiano en una crisis cultural e identitaria que da pie al sujeto posnacional. Este conflicto se expresa en la narrativa del antioqueño mediante un individualismo abigarrado: las incertezas del marco cognoscitivo han creado una subjetividad que descree de las ontologías tradicionales, tanto las que incumben a conceptos locales, como la nación, como a conceptos globales, como religión, y, subsidiariamente, sus interrelaciones que prefiguran nuevas subjetividades, culturas, ideologías y lenguajes. 46 En el caso de la obra del antioqueño, se aprecia la doble articulación del concepto de autor al ser, al mismo tiempo, evidencia de la forma en la que los discursos discurren dentro de la sociedad y ejemplo característico de cómo el nombre del autor excede el texto, constituyéndose en parte de la representación autoficcional. Vallejo muestra, paralelamente, gran desconfianza en la memoria y el lenguaje como medios para acceder a verdades absolutas. Sin embargo, tanto la memoria como el lenguaje son las herramientas fundamentales de su narrativa autorreferencial y explícitamente subjetiva al ser la materia misma de la que se nutre el texto. Ni la memoria ni el lenguaje ofrecen redención ninguna al artista sino que, a diferencia de los autores y textos de la modernidad, Vallejo muestra que éstos son únicamente útiles en tanto en cuanto sirven para narrar historias y que en ningún caso son herramientas de eternización o constituyentes de verdades universales o idealismos. La verdad particular es la que fluye en la obra del antioqueño, mostrando el individualismo y la autorreflexión como partes inherentes del actual momento histórico. La crisis cognoscitiva coyuntural hace descreer al narrador protagonista de macromodelos que guíen su aprehensión del entorno cultural, social y político: las arquitecturas de conocimiento modernas han devenido efímeras y no son productivas, según se deduce de sus textos. La subjetividad del narrador necesita de nuevos marcos de referencia que ni siguiera fluyen hacia un transnacionalismo –ya que anula el concepto de nación– sino, específicamente, al campo de un posnacionalismo melancólico que aún columbra la existencia sentimental de la patria colombiana. Vallejo ha creado en sus libros una gran distancia con respecto a los modelos genéricos ortodoxos y se interesa en desprenderse de las formas literarias tradicionales. El interés del autor por mezclar tipologías genéricas en sus textos hace que cualquiera de 47 sus libros pueda considerarse simplemente como una forma de autorrepresentación a pesar de que se les considere, según los cánones genéricos, novelas autobiográficas o novelas. Las diferencias genéricas en la narrativa del antioqueño desaparecen para mostrar una manera sincrética de construir un mundo de la fabulación literaria, una autoficción en la que el verdadero protagonista es Fernando Vallejo, alter ego homónimo, del escritor antioqueño. El proyecto narrativo de todos los libros evidencia los elementos que constituyen su propia autoficción; Desde los más primarios, como el lenguaje, el estilo, las opiniones, las escenas, los personajes y los recuerdos que se describen, hasta otros más complejos como el pacto narrativo, la subjetividad autobiográfica y el trasfondo de la muerte. La continuidad en las ocho novelas de la saga autorrepresentativa permite hablar de una misma poética subyacente que encuentra en su propia autoficción su raigambre “genérica” específica, como señala Philippe Lejeune desde un marco teórico general: “Tout se passe comme si le mot “autofiction” était un catalyseur. Ou une particule traceuse, dont la trajectoire révèle les lignes de force d’un champ, avant de s’évanouir. Peut-être n’existe-t-il pas vraiment de “genre” qui corresponde à ce mot, mais dans le sillage de son passage nos problèmes s’éclairent, nos différences s’expriment” (Lejeune 9). El narrador vallejiano, a pesar de la doble articulación temporal, crea la ilusión de que las cosas se narran conforme ocurren y el lector se constituye en un secreto partícipe de las acciones de los personajes. Las novelas son, en este sentido, un testimonio novelado donde el narrador es el intermediario de una experiencia ajena al lector. Las novelas de Vallejo se constituyen, en parte, como ha escrito José Cardona, lo que Bakhtin y Medvedev llaman “skaz:” “A manner of narration that draws attention to itself, creating 48 the illusion of an actual oral narration” (Cardona 393). Por otra parte, el trabajo con el lenguaje en las obras de Vallejo es arduo. Como el autor señala, tras su propuesta estética existe un fuerte trabajo narrativo que comienza con Logoi a fin de combinar un lenguaje culto que se nutre constatemente del lenguaje coloquial. Sin embargo, apunta “el secreto del lenguaje literario es el ritmo, pero esto no lo digo yo, esto ya lo dijo Aristóteles” (Vallejo 18/9/2004). A partir de la materia prima del lenguaje y el estilo al que éste encauza, la autoficción se nutre de la reaparición de personajes y escenas llevando al motivo soterrado de la novelística vallejiana: la muerte. Como muy bien acertaba Eduardo Jaramillo Zuluaga en su reseña sobre Entre fantasmas, el motivo de la temporalidad humana y su ineluctable transcurso hacia la muerte es el más recurrente de la narrativa de Vallejo. La temporalidad se expresa mediante imágenes acuáticas, cual río de Heráclito que el antioqueño cita desde el primer libro del ciclo autobiográfico: es la quebrada Santa Helena en Los días azules, el Cauca y el río humano de la calle Junín en El fuego secreto, el río San Carlos, el Tíber, el Támesis o el Sena en Los caminos a Roma; Es también el Hudson o el río de la filosofía o de la literatura en Años de indulgencia; El Cauca y el San Carlos en La virgen de los sicarios y El desbarrancadero. Finalmente, todas estas imágenes acuáticas acaban en La rambla paralela, en Barcelona, el mar Mediterráno. La idea del flujo de la vida y la literatura se unen en las obras del antioqueño: Los eternos interrogantes del hombre que no tienen respuesta. ¿Fluyendo? Ésa es la palabra, la gran palabra de Heráclito, panta rhei, todo fluye. Fluye este libro que es remedo de la vida como fluye el río, potamos, donde me baño yo y se baña el hipopótamo, y juntos vamos 49 pasando con las aguas cambiantes. La concisa expresión de Heráclito también subsiste en la famosa imagen del río, en cuyas mismas aguas jamás volveremos a bañarnos. ¿Bañarnos? Es demasiado. Ni siquera acabamos de descender y ya el río ha cambiado: hundimos el pie y el río se va. Amigo Heráclito, para mí que su frase se la dictaron los dioses, Dionisos, pienso yo, en una gran borrachera, porque usted no podía saber de qué estaba hablando. ¿Río el Nestos? ¿El Strimon? ¿el Alfeo? ¿O el Aqueloo, también llamado Aspropótamos? Hombre, ésos no son ríos: son riítos, riachuelos. ¡Ríos los de Colombia! ¡Revuelcacaimanes! Les echo el solo Cauca, y no es uno de los más bravos, a todos los ríos juntos de la Hélade. Grecia no sabe lo que es un río.¡Ríos los de mi tierra a los que no alcanza uno ni a meter la pata y ya se lo llevaron! (F 286) A pesar del esquema simbólico que se puede apreciar en las obras de Fernando Vallejo, existe una diferencia fundamental que lo aleja del mismo Heráclito, Marcel Proust o Thomas Wolfe, que indagaron trascendentalmente esta idea; Se trata del carácter cínico que impregna sus obras que impide incluir cualquier relevancia categórica a esta noción. Vallejo está más cerca del concepto de Mallarmé (“Tout abouitit à un livre”) que servía de cita en la primera edición de Entre fantasmas: la literatura y la ficción se hacen y se nutren de la vida. La literatura es, simplemente, una herramienta para recordar historias que, al igual que la propia vida, cae bajo el significante definitivo que fluye en la idiosincrasia autoficcional de Fernando Vallejo. La idea del ciclo, rumbo a la muerte, se 50 repite insistentemente hasta el punto que el mismo narrador se refiere metaficcionalmente a esta circunstancia, al reflexionar sobre el contenido de otros libros: Me voy a la tienda y me compro un limón de Salerno, que aquí son nuevos ... Se me baja ipso facto la ira que me causa el mundo, lo mal que va, y siento como si me desatara un viento de felicidad en la cabeza y me empezara a soplar sobre paisajes del recuerdo, de Italia, España, Francia por donde voy de muchacho, de tren en tren, despeñando gringos y envenenando viejas. Como a Madame Arthur, por ejemplo, la concierge, la putarraca que tumbé con arsénico. Pero esto ya lo conté en otro libro, ¿repitiéndome yo? Jamás. Tache, señorita, desde donde puso “Me voy a la tienda y me compro un limón”, y retomemos de ahí ... Llama la muerte furiosa aleteando en mi ventana. Punto. Viene por mí. Punto. Dizque a llevarme en sus alas de vejez, de enfermedad, de pobreza. ¿Y qué te vas a llevar, estúpida, si no soy nada? Rugir de viento, espejismo de palabras... (E 560) El flujo de la vida y la literatura hacia la muerte está presente, de forma cínica, desde Los días azules, pasando explícitamente por el desbarrancadero, hasta La rambla paralela, y se constituye en la osamenta autoficcional básica que se desarrolla a través de las relaciones intertextuales y los procesos de subjetividad autobiográfica. La vida fluyendo rumbo a la muerte es el único valor ontológico que, como acto de verdad, aparece en la obra de Fernando Vallejo. El valor de su narrativa yace en el acto mismo de escritura ya que el acto de verdad es difícilmente cotejable excepto por algunas referencias históricas y personajes públicos que, sin embargo, son analizados y expuestos 51 por los mecanismos discursivos autoficcionales. La memoria nostálgica es la que en un doble giro da forma a la subjetividad autobiográfica. Por un lado, el viejo gramático que narra desde México y, por otro lado, el otro Vallejo que protagoniza sus andanzas. Ambos, lógicamente, están intermediados por varios elementos constituyentes de la autoficción del autor; La significación del lenguaje y la voluntad de estilo encuentran su punto de unión en un proyecto narrativo que se define en Entre fantasmas: Y ahora toma aire Peñaranda, contén la respiración, ármate de paciencia, papel y lápiz y ábrete párrafo aparte que te voy a dictar un chorizo, lo que este libro al terminar ha de ser, cuando adquiera su prístino genio y figura, cuando acabe, cuando acabe. Un libro así: chocarrero, burletero, puñetero, altanero, arrogante, denigrante, delirante, desafiante, insultante, colérico, impúdico, irónico, ilógico, rítmico, cínico ..., mordaz, feliz, falaz, revelador, olvidadizo, espontáneo, inmoral, insensato, payaso, y como dijimos antes de empezar y para que no se te vaya a olvidar, cuentavidas, deslenguado e hijueputa. (E 620) Así pues, a partir del constructo especular literatura/vida, aparece esta voluntad díscola que construye la forma autoficcional. La realidad como referente objetivo se ve tamizada por la subjetividad autorreferencial; Vallejo sólo presta atención a la memoria como elemento constitutivo de la vida y su narración, y cualquier consideración sobre lo real ha de pasar indefectiblemente por el filtro de la memoria subjetiva. Así pues, el acto de escritura se basa, a su vez, en un acto memorialista de la subjetividad autoficcional que se salta los géneros tradicionales y el concepto de la veracidad en pos de la verosimilitud. De este modo, la frontera de lo ficcional y de lo real queda superada. El 52 acto de escritura se convierte, en definitiva, en el único garante de la autorrepresentación, superando el acto de verdad, ya que la escritura biográfica no deja de ser un acto performativo en el que se ofrecen varias instancias del yo autorial/narrativo; Es decir, esa elucubración que a lo largo de la historia de la filosofía se ha dado en llamar “yo,” según la crítica posmoderna, se presenta como articulación de posiciones de sujeto carente de cualquier esencialismo. En palabras de Chantal Mouffe, este “yo,” se puede entender como “the articulation of an ensemble of subject positions, corresponding to the multiplicity of social relations in which it is inscribed” (Mouffe 376). 2.1.2 Articulaciones autorreferenciales En la narrativa vital aparecen diversas articulaciones autorreferenciales, como el “yo” real o histórico del autor, el “yo” narrador, el “yo” narrado, el “yo” ideológico y el “yo” múltiple, que no pueden obviar la última intermediación subjetiva que es el “yo” lector. De estas cinco articulaciones la que menos aparece en los libros de Fernando Vallejo es la primera, por lo que un cotejo de hechos entre la vida del autor y lo que se lee en su narrativa vital parece un sinsentido. El “yo” real o histórico parece ser el más inasible ya que ha de ser mediado necesariamente por el lenguaje y la memoria, que lo convertirían en un “yo” narrado, alejado, pues, de su esencia original. Lo único que puede entenderse explícitamente como interacciones del “yo” real del antioqueño en sus libros son las notas biográficas de las solapas que incluyen las editoriales. Se trata de breves reseñas que pretenden constituirse en el elemento real o histórico del producto en venta. Sin embargo, incluso en este aspecto que, de forma apriorística, parecería el más tangible y real no deja de ser un acto de representación. Existen dos versiones básicas de sus notas biográficas en las ediciones aparecidas de sus libros desde 1985 hasta 2002 cuya única 53 diferencia significativa, al margen de las referencias geográficas, se refiere a la inclusión o no de su faceta como cineasta: Fernando Vallejo, escritor, cineasta y biólogo colombiano, nació en Medellín y vive en México, donde ha filmado tres películas y escrito la totalidad de sus libros. Alfaguara ha publicado La virgen de los sicarios y la edición en un solo volumen de las cinco novelas de su ciclo autobiográfico A, El fuego secreto, Los caminos a Roma, Años de indulgencia y Entre fantasmas. (Solapa de El desbarrancadero) Fernando Vallejo, escritor y biólogo colombiano, es autor de La virgen de los sicarios, de una serie de cinco novelas autobiográficas agrupadas bajo el título El río del tiempo, de El desbarrancadero y de La tautología darwinista. (Solapa de La rambla paralela) Fernando Vallejo, hasta cierto punto responsable de su proyección real o histórica en los libros que publica, va obviando según pasa el tiempo su faceta como guionista y director de cine, hastiado por las limitaciones a la libertad creativa dimanados de las productoras, distribuidoras y otros centros de poder, así como por los resultados finales de las obras (Vallejo 22/9/2004). Tras sus películas sobre la violencia colombiana, Crónica roja (1977) y En la tormenta (1980), y el estreno de su única película ubicada temáticamente en México, Barrio de campeones (1983), no volvió a involucrarse en el cine hasta que Barbet Schroeder le pidió que escribiera el guión de su adaptación de La virgen de los sicarios (2000), con resultados notables, aunque el antioqueño volvió a adolecer de ciertas carencias que el medio literario no le ofrece. Del guión que Fernando 54 Vallejo entregó, el director francés eliminó algunas escenas clave del libro, como son los asesinatos de embarazadas. Al autor le gusta jugar con sus referencias metaficcionales y su “yo” real o histórico por lo que, en algunas ocasiones, es difícil diferenciarlo del “yo” narrado. El autor crea líneas de sombra con respecto a su figura y prefiere no discutir la veracidad de la autorrepresentación en ninguno de sus libros: “Parece que tenía la manía de escribir siempre sobre él y sobre lo que había vivido, en primera persona. Yo no sé cuánto hay de verdad y cuánto de mentira en lo que escribía. Por lo general los escritores son muy mentirosos (Analitica.com). Como apunta su obra, es cierto que vive en México, en un apartamento de la Avenida Ámsterdam, también que nació y se crió en Medellín, y viajó por Europa y Norteamérica. Su segundo apellido es Rendón. Actualmente, tiene dos perras que pasea tres veces al día, cepilla los dientes todas las noches y nunca han aparecido en sus novelas: Kim y Kimmy. Tenía ocho hermanos y, de entre ellos, son especialmente queridos Darío, Carlos y Aníbal (en cuyas historias se basa para escribir El desbarrancadero, Mi hermano el alcalde y El don de la vida). La trayectoria vital del autor y del narrador es muy similar. Sin embargo, hay en sus libros lagunas importantes con respecto al “yo” real, que, tal vez, sólo se pueden entrever en sus dedicatorias y entrevistas, como la figura de David Antón, escenógrafo mexicano de ascendencia española, que tampoco es materia narrativa a pesar de ser su compañero por más de treinta años, y otras personas cercanas del círculo familiar y de amistades. De la dificultad de distinguir el “yo” real surge la necesidad de un estudio más profundo del “yo” narrador que es el que articula, en primer término, la representación autoficcional. Mientras que el “yo” real tiene una amplia experiencia tras de sí, el “yo” 55 narrador se centra en la parte vital objeto de la escritura y posee las limitaciones establecidas por la subjetividad autobiográfica en el medio escriturario: se trata, en todo momento, de un “yo” inestable, fragmentado, provisional y múltiple, en un constante proceso de formación y dispersión, que únicamente el “yo” real experimenta, pero que sólo las voces del “yo” narrador explican. La fragmentación del “yo” se puede apreciar mediante la heteroglosia, utilizando el concepto de Bakhtin, que aparece en los libros de Fernando Vallejo y muestra al narrador protagonista en distintas dimensiones: como gramático, como biólogo, como escritor, como músico, como adolescente precoz, como viejo, como hombre, como antioqueño, como homosexual, como sátiro, como cínico, como político, etc. Además, la narrativa del antioqueño ofrece una dimensión casi inexplorada en la literatura que es incluir en el último libro de la saga autorrepresentativa, La rambla paralela, un narrador que divaga socarronamente sobre el narrador protagonista de los anteriores libros, Fernando Vallejo, acentuando, especialmente, sus monomanías y maniqueísmos ideosincráticos en un juego metaficcional que había comenzado a experimentar en las últimas páginas de La virgen de los sicarios y El desbarrancadero. De este modo, parece claro que, en los textos vallejianos, el narrador y las voces narrativas no son enteramente sinónimos, sino que el narrador es la suma de diversas voces narrativas que subsumen una visión coherente, pero, por igual, subversiva con respecto a la propia ontología, como muestra La rambla paralela. Si el “yo” narrador es el agente del discurso, el “yo” narrado es el sujeto de la historia; Es decir, se trata de la construcción narrativa, la versión, que el “yo” narrador ha elegido ofrecer. Esta intervención de la narración sobre la subjetividad se hace constante en el eje temporal como evidencia el principio y final del ciclo autobiográfico. El sujeto 56 narrado se convierte, en realidad, en el objeto de la narración. El antioqueño comienza en Los días azules la recuperación de su infancia tal como la recuerda, como la reinterpreta, como decide ofrecerla, como la escribe y como la edita. En todo caso, es sólo el “yo” narrador el que en este libro representa las experiencias de la infancia, objeto de la narración, deviniendo el “yo” real de esta etapa un actante mudo a pesar de ser un correlato objetivo de la narración vital. Esta intervención se repite con las mismas características en los ocho libros del ciclo autobiográfico incluso de forma metaficcional. El carácter múltiple, fragmentado y heterogéneo del “yo” narrado aumenta si se considera la dimensión temporal de éste, en diversos momentos anteriores, en relación con el “yo” narrador, desde el presente en el que se escribe. No obstante, es este último “yo” el que unifica las distintas voces narrativas bajo un proyecto escritural que incluye su componente ideológico, el cual subsume, a su vez, los ejes estéticos y temáticos. Paul Smith comenta en Discerning the Subject que el “yo” ideológico es aquella instancia de personalidad dada en un momento histórico y cultural. Sin duda, la presentación del “yo” narrado en una forma específica enraizada en una coyuntura asume una forma de intervención ideológica determinante, para presentar tanto la localización material de la subjetividad como los vínculos sociales establecidos mediante hipotéticas prácticas culturales. A pesar de que pudiera parecer que los libros de Fernando Vallejo apuestan por una aséptica destrucción de Colombia, el contenido ideológico que incluyen ofrece, desde una perspectiva cínica y con un constante humor cáustico, un recorrido por la historia de Colombia desde su independencia de España hasta la actualidad. Los juicios que se pueden leer en los libros del antioqueño provienen de las mismas posiciones de sujeto 57 –con frecuencia en el campo de la abyección– que ofrecen, de forma concomitante a la presentación realista-mágica, una cierta noción de historia alterna. En ambos casos, se produce una recreación del entramado real y una relectura de la historia que justifican ontológicamente la narración construida y sus imbricaciones con la experiencia en la realidad; La historia alterna es únicamente representacional, al convertirse en una relectura subjetiva de la cual el lectorado puede inferir una serie de cuestiones críticas de su correlato histórico objetivo. A pesar de este solapamiento con respecto a la noción de historia alterna, el aspecto cardinal que separa a Fernando Vallejo de la perspectiva del Realismo Mágico, es la conspicua ausencia de un proyecto social que asegure no sólo el presente sino, más aún, el futuro. La narrativa del antioqueño se ve anclada en las memorias individuales que residen al margen de conceptos nacionales, los cuales todavía habían sido aprehendidos en el Realismo Mágico como garantes de autoridad en la definición subjetividades individuales y colectivas. El narrador protagonista únicamente muestra los restos de la nación como comunidad imaginada y es incapaz de hacer conexiones entre esa patria que se le inculcó como tal en sus primeros años de socialización y la que encuentra en el momento de su adultez. Entonces, se revela como ineludible la doble articulación temporal característica de la obra del antioqueño al comprobar la necesidad de recuperar el pasado aunque sólo sea discursivamente: los restos de una abstracción teórica y social que ya no existe en la subjetividad posnacional. En esta coyuntura, no resulta contradictorio observar en el narrador profundas oscilaciones ideológicas al no poder asir en el presente una perspectiva que ensamble los dos órdenes políticos, históricos y, principalmente, sociales entre los que se haya: el nacional y el posnacional. Esta crisis ideológica y axiológica en la que se ve envuelto el 58 sujeto posnacional da pie, en el caso del narrador vallejiano, a comentarios profundamente conservadores, algunos que defienden los fascismos y la “profilaxis social,” con otros donde se exhibe un discurso progresista que pasa por lo antinacional, necesariamente, así como lo anticlerical y la práctica sistemática de la desviación social. Paralelamente, se puede apreciar un discurso de la etnicidad, central en el mundo global, que ironiza en un retorno a las categorías decimonónicas de raza, y muestra el solapamiento crítico de distintos patrones cognoscitivos en el sujeto posnacional que representa el narrador protagonista: México, la verdad sea dicha, con tanto indio vale infinitamente más que los Estados Unidos con tanto negro. La que sí está irremediablemente perdida es Colombia con indios y negros: se cruzan estas especies hominoides, asesinas, y producen: zambos, fulas, mulatos, mandingas y salta p’atrás. Saltapatrases. Contadas veces sirven estas cosas para algo; como carbón de leña de cocina si acaso, porque ni para objeto sexual. (E 562) La proyección de cuestiones ideológicas en la narrativa de Fernando Vallejo es constante, así como la dispersión de la dramatis persona del narrador y protagonista de su libro en distintos dramatis personae que refuerzan sus posicionamientos en lo que se podría denominar el “yo” múltiple de la narrativa del antioqueño. Este juego se aprecia, en primer lugar, respecto a la misma figura de Fernando Vallejo como protagonista y narrador, que se desdobla en La rambla paralela, y el nuevo narrador ofrece opiniones sobre el protagonista, acontecimiento que no había sucedido en ningún momento en la narrativa anterior: 59 Nunca he sido yo partidiario de las opiniones drásticas. Él sí. Para él todo era blanco o negro, cielo o infierno. Y pues no, también existen puntos intermedios, como por ejemplo el gris y el purgatorio ... El viejo detestaba a los pobres, a los defensores de los derechos humanos, a los médicos, los abogados, los blancos, los negros, los curas, las putas, y las parturientas le sacaban rayos y centellas. Según él el único derecho que tenía el hombre era el de no existir ... El odio que le tenía el viejo a la tiranía sólo se podía comparar con el que le tenía a la democracia. Cuantos detentaban el poder, zánganos eran. Presidentes, reyes, papas. Su animadversión por la familia real de España se extendía a las de Inglaterra, Suecia, Noruega, Dinamarca, Holanda. Pero la palabra “elecciones” lo sacaba también de quicio, y más si la decían en singular por contaminación del inglés. (R 50, 44, 57) La inclusión de voces disonantes con los juicios de la voz narrativa en la obra del antioqueño es inexistente, lo cual guarda ciertas analogías con el narrador todopoderoso que organiza las narrativas del Boom, por ejemplo, en las obras Gabriel García Márquez o Mario Vargas Llosa, por mencionar a los más representativos. En el caso de los tres autores, aparece, reiteradamente, la creación de un mundo limitado, en cierto sentido cercano a los cuadros costumbristas, en el cual la voz narradora presenta, a la par que circunscribe, las fronteras del material literario. En el caso de Fernando Vallejo, el narrador se encarga de señalar explícitamente, en distintos puntos del relato, que el único protagonista y organizador discursivo es él: “Se le había venido incubando en la barriga un odio fermentado contra mí, contra este amor, su propio hermano, el de la voz, el que 60 aquí dice yo, el dueño de este changarro” (D 10). Además, resulta frecuente que los personajes aparezcan en el cuadro descrito a fin de reforzar las escenas y los juicios que el narrador incluye; Por lo que parece dable columbrar el desdoblamiento del “yo” del narrador en distintos personajes de su propio discurso autorrepresentativo a través de la ficción literaria. Cabe señalar que los juicios que entran en conflicto con los del narrador suelen venir de personajes secundarios, en su mayoría, que se incluyen como recurso humorístico, dentro de los límites de la representación autoficcional de los cuadros descritos: Camareros iban y venían con las bandejas de las copas, sin que ninguno de los agasajados se hiciera de rogar. Whisky, vodka, ginebra, jerez, dry martini... -Un Dry martini pero sin aceituna –pidió el viejo. -Todos tienen aceitunas –contestó el camarero. -Español tenía que ser, llevando siempre la contraria –refunfuñó el viejo, que se negaba a distinguir entre un español y un catalán, como si las olivas y aceitunas todas fueran unas. (R 106) La aparición de tres personajes especialmente significativos a lo largo de la producción de Fernando Vallejo contribuye a ampliar la concepción múltiple del yo vallejiano. Margarito Ledesma y Peñaranda son personajes literarios que aparecen en su obra y que cumplen dos funciones diferentes: el primero es su crítico literario y el segundo es su interlocutor y copista. Ledesma es un personaje ficticio que escribe en las contracubiertas de las primeras ediciones individuales de El río del tiempo, desempeñando la función de entendido en las lides literarias. Sus críticas giran en torno al 61 poder de la palabra en las obras de Vallejo y la desubicación genérica de las obras de éste. Con respecto a Años de indulgencia señala que el estilo del antioqueño se haya “Libre de los estrechos linderos de los géneros, de imposiciones y religiones, sin ser novela, ni poesía, ni autobiografía, ni historia, la literatura queda entonces reducida a su última instancia: frente al embate del Tiempo con sus significados y sonidos cambiantes, al efímero pasar de la palabra” (Margarito Ledesma, contracubierta de Años de indulgencia). Peñaranda, por su parte, expresa en Entre fantasmas los comentarios y las preguntas que haría el lector, pero como señala María Mercedes Jaramillo: El narrador no es solidario con el lector, no le contesta las preguntas ni hace caso de sus insinuaciones … Las insinuaciones de Peñaranda para que sea discreto o coherente con la historia caen en el vacío porque al narrador no le merece el menor respeto el lector, porque éste es simplista, olvidadizo, incompetente, no sabe deducir o connotar … Así, el lector vicario se queda esperando las descripciones de las escenas amorosas y es confrontado con su propia morbosidad. (Mª M. Jaramillo 16) Además de estos dos personajes que participan de la narración y puesta en escena del producto literario, aparece un tercer interlocutor constituyente de la enunciación literaria vallejiana: el doctor confidente que reaparece diseminadamente a lo largo de los ocho libros. El narrador Vallejo hace constantes incisos refiriéndose al “doctor” que le está escuchando a modo de psicoanalista al que narra sus experiencias. En ocasiones, como sucede en Años de indulgencia, Entre fantasmas y El desbarrancadero, estas alusiones son más frecuentes y llega a incluir algunas referencias más explícitas: 62 Se mató porque sí, porque no, porque estaba vivo, sin razón. Nunca más lo volvimos a mencionar, y si ahora se lo nombro yo, doctor, es arrastrado por el “elán” del verbo. Yo aquí tendido en su diván hablando y usted oyendo, cobrándome con taxímetro. Yo soy el que hablo y usted el que cobra: me cobra por oírme curar solo. Oiga pues entonces lo que le voy a contar y cobre. (D 74) La pluriformidad del yo se aprecia, por igual, mediante la presencia del doble narrador en La rambla paralela –triple tan sólo por un par de páginas–. Los cuatro yoes distintos que aparecen articulados en el acto autobiográfico -el narrador, el narrado, el ideológico y el múltiple- al margen del “yo” histórico, tan inasible como irreal, son los constituyentes subjetivos básicos de la narración autoficcional. Sin embargo, es necesario tener presente en este acto comunicativo al receptor, el cual está subsumido en los anteriores de manera explícita en el caso de la narrativa de Fernando Vallejo; Las constantes referencias al receptor forman parte del mismo tejido narrativo, mediante la prolijidad del ustedeo y la alusión al conocimiento o la ignorancia del lector sobre los cuadros o personajes descritos. Vallejo, además, supone el mismo tipo de lector para sus libros a pesar de la divergencia temática que puedan incluir. La multiplicidad del sujeto de la narrativa autobiográfica se evidencia a través de sus voces y sus constituyentes y muestra, además, que las características de la escritura autobiográfica no pueden encontrarse, como tradicionalmente se había considerado, en un cotejo fehaciente de hechos, sino más bien en los procesos que constituyen la subjetividad autobiográfica responsables de la autoficción. El contexto histórico y cultural se convierte, además, en un determinante clave de las modalidades discursivas 63 que la narración vital asume. En el contexto literario de la posmodernidad, resulta habitual la desaparición de diferencias y límites entre los géneros, sean incluso ficcionales o teóricos, así como su integración narrativa, en una nueva manera sincrética de construir el mundo de la fabulación literaria (M ª D. Jaramillo 97). Así pues, no puede resultar extraño que la narrativa de Fernando Vallejo encuentre variables tan dispares a priori como la autobiografía per se, la biografía, la novela y el ensayo, dada la mezcolanza genérica tan propia de la posmodernidad. Como señala Jerome Brunner, en este sentido, en su ensayo “Life as Narrative,” siguiendo probablemente a Ricoeur y Barthes, las conexiones entre las formas canónicas y la experiencia autobiográfica, entendida en sentido amplio, son intrínsecamente consecuencias de la coyuntura cultural: Eventually the culturally shaped cognitive and linguistic processes that guide the self-telling of life narratives achieve the power to structure perceptual experience, to organize memory, to segment and purpose-build the very “events” of a life. In the end, we become the autobiographical narratives by which we “tell about” our lives. And given the cultural shaping to which I referred, we also become variants of the culture’s canonical forms. (Brunner 15) En este contexto, resulta imprescindible hacer mención de los destinatarios de las novelas de Fernando Vallejo. Ese “lector olvidadizo” cumple una doble función en sus textos al ser constantemente aludido y constituirse a la vez en narratario y lector implícito/explícito. La figura inefable del narratario es una presencia metatextual en otros relatos que pudieran considerarse semiconfesionales, como es el caso de la narrativa de 64 Luis Zapata y Pedro Lemebel, por mencionar los más cercanos al antioqueño. El doctor Flores Tapia se constituye en confidente puntual de las reflexiones del narrador, pero las referencias al lectorado, mediante el “usted” o “ustedes” resulta mucho más frecuente. El lector recibe una concepción de mundo que espera ser refrendada. Las máscaras de la autoficción se presentan en un constructo coherente sobre la referencialidad social. Esta ilusión no se ofrece como fortaleza sino como debilidad identitaria del narrador que ha de reafirmarse constantemente y, de ahí, la necesidad de aludir al receptor.3 La referencia al lector, dentro de las fuerzas de la narración, como entidad olvidadiza resulta una alusión explícita a la creación de nuevas competencias comunicativas. En su discusión con Peñaranda, Vallejo señala que el lector es incapaz de advertir que Entre fantasmas ha matado tres veces a su madre como forma de alentar la necesidad de reconstrucción no sólo interpretativa sino argumental por parte del lector: la importancia de un lector activo que rearticule y resignifique explícitamente la experiencia novelística. La obra de Vallejo, en este sentido, supera las fronteras habituales de la ficción novelística para aludir necesariamente a la colaboración del lector, convirtiendo su narración en una mixtura de novela o ensayo, según los cánones tradicionales. 2.1.3 Transdiscursividades de la autoficción El solapamiento de diferentes modalidades discursivas es una constante en la autoficción de Fernando Vallejo. La multiplicidad del yo vallejiano provoca, además, la inclusión de la transdicursividad como andamiaje narrativo. Además de las voces del 3 En este sentido, la novela posmoderna está demandando nuevas competencias comunicativas. Sobre todo, como señala Jaime Alejandro Rodríguez en su ensayo Posmodernidad, literatura y otras yerbas: “una lectura no ligada a un contar seguro y orgánico, a un narrador homogéneo; una lectura comprometida menos con lo externo y representativo que con lo realmente incomunicable: las fuerzas mismas de la narración. Una lectura, por tanto, capaz de asumir y absorber lo fragmentario, la energía significante en su estado puro; una lectura capaz de convivir con la inestabilidad y presenciar la catástrofe (Rodríguez 66). 65 doctor, Peñaranda, Margarito Ledesma, las alusiones al lector, su multiplicidad también se aprecia de forma mucho más subliminal en cuanto se compara la propuesta narrativa de Vallejo con la de Marcel Proust. La multiplicidad subjetiva del conjunto de obras autorrepresentacionales de Fernando Vallejo encuentra su andamiaje narrativo en À la recherche du temps perdu a través de estructuras, motivos y temas. Esta obra de Proust está constituida por siete volumenes -Du côté de chez Swann, À l’ombre de jeunes filles en fleurs, Le Côté de Guermantes, Sodome et Gomorrhe, La Prisonnière, Albertine disparue, y Le Temps retrouvé- donde se muestra la reconstrucción vital del alter ego del escritor, Marcel, en el gozne entre la ficción y la autobiografía. La transdiscursividad se aprecia desde el momento inicial de las obras. Tanto el ciclo autorrepresentacional, comenzando con El río del tiempo, como À la recherche du temps perdu comienzan su flujo argumentativo a partir del primer recuerdo infantil para construir un mundo novelesco a partir de ahí. Si Proust ofrece su propuesta a partir de la anécdota de la magdalena (“la madeleine”) que, tras una breve introducción, cubre doscientas páginas y le remite a su imaginario infantil, Vallejo se vale del primer recuerdo infantil, dándose de bruces contra la realidad, para narrar su vida. A partir de este momento inicial las similitudes aparecen, principalmente, a través de la estructuración narrativa, recurrencia de personajes, caracterización de los personajes femeninos, la autorreflexión, la verdad, la enfermedad, la importancia de los referentes tiempo/muerte y las alegorías acuáticas. Sobre este patrón se aprecian ciertas divergencias intratextuales que evidencian la heterorreferencialidad social e histórica que emana de la lejanía temporal entre ambos escritores. Sin embargo, las reflexiones sobre la autoficción son sorprendentemente similares. Según Proust: “écrire un roman ou en vivre 66 un, n’est pas du tout la même chose, quoi qu’on dise. Et pourtant notre vie n’est pas séparée de nos oeuvres” (Proust 215). La estructura de ambas producciones parte de la referencia a los primeros recuerdos de los respectivos narradores, Marcel y Fernando, para llegar mediante constantes digresiones y enmiendas a la muerte simbólica del narrador en Le temps retrouvé a través de la muerte de su mundo referencial y, por otro lado, la muerte real del narrador en La rambla paralela. Esta linealidad ofrece mayor complejidad en la obra del francés que en la del colombiano. Si en Vallejo la referencialidad temporal pasa por el momento en que el narrador escribe y describe, en un doble eje que le permite digresiones, hasta el momento de su muerte, Proust establece ese mismo doble perspectivismo pero con bloques temporales más homogéneos y que remiten a otros personajes significativos, como Swann, Gilberte y Albertine, en su definición autorreferencial. À la recherche du temps perdu se estructura de la siguiente manera: Du côté de chez Swann [Apertura: después de 1925, Combray I (1883-1892), episodio de la magdalena (1904-1878), Combray II (1883-1892), Swann enamorado (1877-78), nacimientos del narrador y Gilberte (1878), Les lieux (1892-1895), Bois de Boulogne: (1903)], À l’ombre de jeunes filles en fleurs, Madame Swann (1892-1895) y Les lieux (1897), Le Côté de Guermantes (1897-1899), Sodome et Gomorrhe (1899-1900), La Prisonnière (1900-1902), Albertine disparue, (1900-1902), Le Temps retrouvé, Tansonville (1903), la guerra (1914, 1916) y Matinée Guermantes (1925). El comienzo y fin del eje temporal en el que se articulan los hechos descritos es el mismo momento, justamente como Vallejo había articulado en, un principio, su ciclo autorrepresentativo con la finalización de Entre fantasmas no sólo en el mismo momento, sino con las 67 mismas palabras. Sin embargo, Vallejo continuó autorrepresentándose en tres novelas más hasta matar a su narrador. Según el antioqueño: “seguí escribiendo porque seguía viviendo y aunque se me ocurrió la idea de terminar ahí preferí continuar con ese narrador ya que lo había inventado” (Vallejo 22/9/2004). El eje temporal plantea en Vallejo mayor recurrencia al pasado como herramienta constructiva de la memoria. De modo que, a pesar de la apariencia lineal de la obra de Vallejo, la plurirreferencialidad temporal puede aludir a cualquier momento desde la antigüedad clásica, la conquista española o la creación de Colombia hasta cualquier momento vital del autor/narrador/protagonista. El eje novelesco determinado por el narrador, no obstante, puede quedar fijado de la siguiente manera: Los días azules (19461954), El fuego secreto (1954-1965), Los caminos a Roma (1965-1967), Años de indulgencia (1967-1971), Entre fantasmas (1971-1986-1946), La virgen de los sicarios (1993), El desbarrancadero (1996-1997), y La rambla paralela (1998 ó 1999). Preguntado Vallejo sobre la hipotética fecha de la narración de su último libro, comenta: “La Rambla sería de 1998 ó 1999, pero no estoy seguro en qué año se murió el viejo” (Vallejo 16/11/2004) La recurrencia de personajes podría ser característica de cualquier saga autorreferencial, sin embargo tanto la caracterización específica de los personajes femeninos como el resto de elementos referidos anteriormente hace emparentar la obra de Vallejo con la de Proust. Las mujeres en À la recherche du temps perdu se muestran como marginales a la acción principal de modo que los personajes actantes son siempre los varones. Además, la oposición identitaria hace que la subjetividad de Marcel se exprese mediante enfrentamientos ideológicos y misóginos, especialmente con respecto a 68 su madre, al igual que sucede en las novelas de Vallejo. La caracterización de la abuela de Marcel cubre el mismo espacio afectivo que Raquelita. Marcel ha de enfrentarse a la estricta moralidad de su madre que ejerce una gran fuerza en contra de su homosexualidad, la cual ha de expresarse en la novela por medio de su alter ego, Swann. Este extremo no sucede en Vallejo debido a su aprehensión del discurso disidente de la homosexualidad dentro de la heteronormatividad. De este modo, constituye un paso adelante con respecto a la coyuntura de Marcel. La autorreflexión forma una parte fundamental en ambas obras, lo cual da pie a discusiones muy atractivas sobre los procesos de subjetividad histórica de Marcel y Fernando en dos momentos cruciales en la historicidad reciente: modernidad y posmodernidad. La caracterización autorreflexiva tanto en Marcel como en Fernando coadyuva en torno al deseo, sea sexual, social o estético, para presentar una propuesta en la que su concepción de la verdad se enfrenta constantemente con el entorno social. Para Marcel, las estructuras sociales aún están articuladas dentro de los parámetros de la construcción nacional, el progreso y bienestar. La batalla principal de Marcel, no obstante, como muestran numerosos estudios (Harold Bloom, Samuel Beckett, Germaine Brée, Roger Shattuck, etc.) se centra en su reivindicación sexual. Fernando, en cambio, se halla en un entorno en el que no existe más noción defendible que la del desastre ante la inviabilidad de la nación y todas las promesas de mejoramiento social. En su contexto la violencia de cualquier signo ha borrado cualquier legitimación a cualquier proyecto. La verdad, como concepto subjetivo pero fundamental en las subjetividades de Marcel y Fernando, legitima su propuesta con respecto al deseo: ambos son personajes ansiosos de pintar el mundo exterior con los trazos disidentes de su mundo interior. Ellos 69 ofrecen su verdad más allá de lo que se espera o desea oír. Pareciera que ambos insisten en recordar al lector que los hechos sociales no penetran en el mundo donde reinan sus creencias supremas. Es decir, a pesar de que la proyección de sus concepciones no encuentren parangón en el constructo social, ambos persisten en su asunción disidente del mundo columbrando cómo éste debería ser. Estas propuestas se encuentran en los extremos ideológicos hasta el punto que podrían calificarse indistintamente como reaccionarios o subversivos. Además, el magisterio de Proust y Vallejo hace que el comporamiento desviatorio de sus personajes muestre las aporías e intersticios de las sociedades que representan. Éstas pasan de la pasividad a la agresividad con respecto a las composiciones sociales disidentes, evidenciando dos circunstancias importantes: los mecanismos de defensa y la falsificación de la experiencia colectiva que el poder coyuntural articula. La enfermedad sirve tanto en la obra de Proust como en la de Vallejo como motivo literario que invita a la reflexión. La enfermedad de Marcel le hace refugiarse en su mundo interior para imaginar, a partir del deseo, posibilidades subjetivas y sociales. Marcel, como cronista encuentra en este tropos un lugar privilegiado para observar el mundo a través de relaciones binómicas como presencia/ausencia, verdad/mentira, pérdida/recuperación. El estado convaleciente de Marcel lo proyecta a la sociedad para mostrarla como organismo enfermo. Precisamente como Vallejo lo hace en El desbarrancadero, novela que se ofrece como epítome de la enfermedad personal, familiar, social y nacional, a partir del sida que está matando a Darío. No se trata, sin embargo, del único acontecimiento en la narrativa vallejiana donde la enfermedad invita a la reflexión. En La rambla paralela el viejo, que se lanza ciego a andar por las calles de 70 Barcelona, la emprende contra los vivos con los que cree encontrarse para acabar considerando la muerte en vida de los viandantes, los difuntos vivientes. El motivo de la enfermedad se utiliza en ambos casos para desafiar, desde la reflexión, las ficciones dominantes de la sociedad desde sus perspectivas subjetuales. En este contexto, la narración deconstruye las creencias ideológicas que constituyen y sostienen lo normativo, entendido como real. Jacques Rancière, en una entrevista a los editores de Cahiers du Cinéma, señala explícitamente que la concepción ideológica de la realidad no es más que una mera ficción dominante (Rancière 28). Tanto Proust como Vallejo, a través de la verbalización a partir del motivo de la enfermedad, hacen frente a la ficción dominante mediante una estrategia discursiva que Kaja Silverman ha tratado de teorizar: Is there no concept, analogous to class struggle, by means of which we could theorize the possibility of transforming the ideological system through which we live our relation to the symbolic order, and possibly even the culturally and historically variable elements of that order itself? … The moment has come, however, to reframe the terms of that struggle. Rather than seeking access for all subjects to an illusory wholeness, we need to work at the level of representation and theory to renegotiate our relationship to the Law of Language and thereby challenge the dominant fiction. (Silverman 48-50) Cabe señalar la significación de las imágenes acuáticas en las obras de ambos. La alegoría del río del tiempo en fuentes, quebradas y estanques es frecuente en las dos sagas autorrepresentativas teniendo una relación inmediata con el flujo de la vida, el tiempo y la muerte. La disyunción entre la lectura estética y retórica deshace la pseudosíntesis de 71 espacio y tiempo, parte y conjunto, continente y contenido, que los textos ha construido con respecto al agua. Estéticamente, ambos subsumen la importancia de este motivo como paralelismo del movimiento vital. Retóricamente, el discurso lleva las referencias acuáticas a la construcción y destrucción de este elemento al quedar finalmente en aras de la muerte. Probablemente, el motivo narrativo que más acerca los mundos narrativos de Proust y Vallejo es, sin embargo, la dualidad tiempo/muerte. Las experiencias que ambos protagonistas ensartan parten de ser empíricas e imaginativas a la vez, es decir, se une evocación y percepción directa, ideal y real, se buscan esencialismos en una esfera que, finalmente, remite a lo extratemporal dentro de la temporalidad de la anécdota y el relato. Desde la experiencia concreta se tiende a la esencia extratemporal. El río del tiempo se presenta como oxímoron en ambas obras ya que, de forma paralela, se afirma y se niega el tiempo y la muerte. Las reflexiones en torno a la omnipresencia de la muerte y el flujo temporal son reiterativas en las dos obras. Todo aboca a la muerte y el río del tiempo se lleva todo. Sin embargo, Proust y Vallejo niegan, paradójicamente, la muerte a través de la negación del tiempo. La muerte no existe dentro del relato porque el tiempo ha muerto en términos literarios y filosóficos en las ramificaciones profundas de sus textos. El oxímoron se hace más pronunciado cuando la estructuración de este mundo atemporal llega a su propia muerte en Le temps retrouvé y La rambla paralela. En estas obras finales de sus sagas se recupera el tiempo y la muerte como anticlímax del mundo que ambos escritores habían construido: sus diatribas sociales, dentro del marco literario, caen en la misma ficción dominante que las define y las limita en lo concerniente a la misma imaginación y al género. Ambos autores muestran, ulteriormente, la imbricación 72 entre tiempo y muerte mediante la aprehensión del relato autoficcional en los confines de la realidad ideológica; Tal vez, insinuando que los desafíos a la temporalidad y a la muerte sólo caben dentro de los márgenes de la creación artística y sus mundos narrativos: La muerte es una mentira, el Tiempo es una mentira, Santa Anita flor de naranjo. He vuelto a sus corredores, contigo, abuela, y el viento de los socavones nos mece en las mecedoras. Enfrente, en el paisaje abierto, globos llenan el cielo. Globos de Caldas, de Itagüí, de Envigado, rojos, verdes, azules, encendidos. La brisa se los lleva hacia una montaña en pico. Abuela, cuando vos ya no estés... (I 530) Las consideraciones que subyacen en el fin de ambas sagas devienen clímax narrativo y anticlímax autoficcional, ya que su mundo literario llega a su cúspide en el mismo momento en que finalizan y devuelven al lectorado a la ficción dominante bajo la cual ambas obras y ambos escritores residen. Le temps retrouvé y La rambla paralela remiten, en última instancia, al oficio mismo de escritor, a las relaciones creativas y filosóficas con sus realidades y, evidentemente, con la vida y la muerte, aspecto que ha sido estudiado con profusión desde campos académicos bien dispares. En este sentido, Eduardo Caballero Calderón señala que “el escritor es un médium o un conductor o un agente de un mundo incógnito y situado en otra parte, más allá de este espacio y de este tiempo, que tiene urgencia de manifestarse sobre el papel y por medio de imágenes” (Caballero Calderón 557-558). La creación de espacios alternativos, provenientes de deseos o anhelos, no es más que el resultado de la agencia discursiva del escritor que, en el caso de Vallejo, resulta tremendamente cuestionadora de la ficción dominante. En este 73 sentido, Gabriel García Márquez apunta que este rasgo es intrínseco al oficio de escritor: “Pienso que se es escritor precisamente porque se está en contra del orden establecido. Lo que uno trata es de cambiar la realidad mediante realidades verbales” (García Márquez 18). La defenestración de la ficción dominante y sus normatividades se realiza verbalmente en la obra de Vallejo mediante un discurso que asume –desde la perspectiva de la ficción dominante– la abyección y la disidencia como elementos consustanciales a la subjetividad del narrador protagonista, el cual se ve representado en un cuadro actancial que deslegitima los constructos de la modernidad y reestructura la identidad social por medio de la designificación del proyecto nacional como ente primario de la delineación de los procesos que regulan las subjetividades. 2.2 Procesos de la subjetividad autobiográfica “Abuela, dejá de leer novelas que ése es un género manido, muerto”. ¿Qué chiste es cambiarles los nombres a las ciudades y a las personas para que digan después que uno está creando, inventando, que tiene una imaginación prodigiosa? Uno no inventa nada, no crea nada, todo está enfrente llamando a gritos. (E 666) Los procesos de la subjetividad autobiográfica aluden al conjunto de fases autocognoscitivas, diacrónicas y sincrónicas, que constituyen la subjetividad del narrador protagonista. Esta subjetividad está imbricada tanto con el concepto de autoficción como con la transdiscursividad de los textos vallejianos. Por un lado, los procesos de subjetividad autobiográfica subsumen el pacto narrativo novelesco y el biográfico, en una doble articulación temporal, estática y tornadiza, que muestra los procesos que constituyeron esa subjetividad, al describirse el narrador a la par que protagoniza las acciones y reflexiona sobre éstas. Por otro lado, la transdiscursividad de los textos del antioqueño se presenta como diálogo ideológico entre la subjetividad del narrador 74 protagonista tanto con el lectorado como con otras voces significativas que nutren y resignifican el texto en torno al debate desviacionista que presenta el autor. De ahí que haga partícipe al lector de sus inquietudes estéticas e ideológicas de forma reiterada en sus libros y esgrima sus dudas explícitas en torno a la validez de instituciones, proyectos o géneros como la novela y arguya, metatextualmente, la significación de la referencialidad en el mismo oficio de escritor, como se señala en la cita introductoria. Según apuntan Sidonie Smith y Julia Watson en su libro Reading Autobiography: A Guide for Interpreting Life Narratives los procesos de la subjetividad autobiográfica han de situarse en la identidad, la memoria, la experiencia, la corporización y la agencia. No se trata de elementos independientes sino que están implicados entre sí por lo que es posible que se presenten zonas de contacto. Además, estos procesos constitutivos tienen una relación directa para esbozar otros aspectos importantes de la dimensión referencial de la escritura: espacial, psicológica, temporal, material y transformativa, respectivamente. Un análisis detallado de todos estos elementos apunta a la unidad de la obra de Fernando Vallejo, ya que muestra su obra como juego metatextual, donde la mera autoficción se constituye como garante narrativo. Como señalan Sidonie Smith y Julia Watson: It is in our autobiographical acts, contextual, provisional, performative, that we give shape to, and remake ourselves through memory, experience, identity, embodiment, and agency. Understanding the profound complexities of these acts enables us to better understand what is at stake in our narratives, in the narrator-reader relationship, and in 75 the culture of the autobiographical so prevalent at the beginning of the twenty-first century. (Smith & Watson 81) El carácter reinterpretativo, necesariamente contextual y provisional, de la escritura vital, sea manifiestamente biográfica, autobiográfica, memorialística o autoficcional, establece interrogantes sobre cualquier tipo de esencialismos en torno a la representación autorreferencial, ya que evidencia el carácter fragmentado y transitorio de la constitución subjetual. Finalmente, la relectura crítica que establece el narrador mediante su diálogo con vértices apriorísticamente silentes de su narración –como el lectorado, personajes como Flores Tapia, Peñaranda y Margarito Ledesma, y autores como Marcel Proust– estructura los procesos de la subjetividad autobiográfica mediante la transdiscursividad, el resentimiento social y su relación con la constitución del sujeto posnacional. De ahí que de los procesos que distinguen Smith y Watson sea la identidad el que vierta mayor relevancia al resto de procesos, ya que resignifica una perspectiva alternativa y disidente que reestructura la memoria y la experiencia, principalmente, y selecciona los elementos constituyentes significativos tanto de la corporización como del sentido narrativo de la agencia. 2.2.1 Identidad La identidad remite a la configuración psicológica consciente, personal o colectiva, que define las subjetividades. En el caso del narrador protagonista, su aprehensión individual dentro del medio social se expresa, preponderantemente, a partir de una constitución identitaria disidente con respecto a los principales pilares de la sociedad que describe como ficción dominante: patria, familia e iglesia. 76 Los elementos constituyentes de la narración autobiográfica en la obra del antioqueño están determinados por múltiples y discontinuas experiencias que establecen, realmente, distintas identidades o posiciones de sujeto. La identidad del narrador protagonista, nunca estable, da pie en el relato a identidades en las que los vectores temporales y espaciales son determinantes para ofrecer una perspectiva donde destaca un código ultramasculino, misógino, elitista, conservador y eminentemente cínico. Los mecanismos responsables de la constitución identitaria dimanan de actos de identificación, implicación y diferenciación. Sin embargo, los tres actos están determinados en la obra de Fernando Vallejo por un insistente talante desviatorio que hace que la esencia de los tres actos haya de acoger necesariamente la idiosincrasia del narrador. Es decir, a pesar de que en sus obras se puedan rastrear actos de identificación, implicación y diferenciación, siempre aparecen elementos que, eventualmente, muestran la aprehensión parcial de estos actos en la subjetividad narrativa. La idiosincrasia del narrador de Fernando Vallejo encuentra en la desviación sistemática de todo orden y toda norma una de las constantes de su narrativa que ha sido frecuentemente entendida como voluntad provocadora por parte del autor. Las máscaras de la autoficción se conducen a través de un continuo verbal que no funciona como fortaleza sino como debilidad identitaria del narrador que ha de reafirmarse constantemente. En los textos del antioqueño esta dependencia desempeña un papel curativo mediante el discurso, ya que el sujeto debe narrarse incesantemente para mantener su propia identidad. La provocación debe entenderse en este contexto. La alocución constante al doctor confidente y a los lectores, a lo largo de los ocho libros, se establece en una alianza no sólo solipsista sino también narcisista que busca la atención 77 enfática de los receptores ficcionales o reales para que el narrador se estabilice y afirme su propia subjetividad disidente. El torrente monológico no busca únicamente comunicar y convencer sino, ulteriormente, proyectar su deseo exhibicionista y alternativo en otros que estabilizan el sentido identitario del narrador. Los textos de Vallejo instituyen una identidad que se basa primordialmente en los términos en que Howard S. Becker ha definido desviación: The sociological view defines deviance as the infraction of some agreed-upon rule ... Social groups create deviance by making the rules whose infraction constitutes deviance, and by applying those rules to particular people and labeling them as outsiders. From this point of view, deviance is not a quality of the act the person commits, but rather a consequence of the application by other of rules and sanctions to an “offender.” (Becker 449) En este sentido, habría que reconsiderar que la voluntad provocadora de la que se ha tachado a Vallejo no es más que la constatación empírica de la existencia de estas normas cívicas de desviación. El narrador de las obras del antioqueño se caracteriza por no coincidir con la normas sociales, principalmente, con respecto a las que derivan de las tres instituciones que han entrado en crisis ontológica y discursiva en la posmodernidad y son los objetivos principales de las críticas vallejianas: patria, familia e iglesia. El narrador habría de pasar de desviado a disidente ya que sus opiniones no son intrínsecamente ofensivas a la sociedad, sino que suponen una relectura crítica disonante con respecto a la ficción que se ha convertido, coyunturalmente, en dominante, en términos de Rancière. 78 La identificación, implicación y diferenciación son actos contextuales y directamente determinados históricamente. En este contexto, los rasgos identitarios más evidentes de la narrativa de Vallejo son los códigos de ultramasculinidad y misoginia, paralelamente a un carácter elitista y conservador, permeados todos ellos por el tono cínico de la narración. A pesar de lo que pudiera parecer, la identidad sexual no es un elemento determinante en la obra del antioqueño ni es óbice para encadenar una serie de reivindicaciones sociales o políticas, aunque sí deriva en una esfera lógicamente homosocial que acoge ciertos códigos identitarios como la misoginia y la ultramasculinidad. Por otro lado, el talante conservador y elitista del narrador tampoco se puede entender como componente categórico dada la constante desviación discursiva de la que Vallejo hace uso. El tono cínico determina, finalmente, la disposición del discurso e impide que los componentes identitarios se constituyan en categorías cerradas, sino que dirige el contenido de los mismos hacia la reconstrucción significativa de lo enunciado. Además, el narrador ensarta sus posiciones identitarias de tal manera que pueden entenderse como categorías superpuestas al ser tan contradictorias, a priori, como la heteronormatividad, el ultraconservadurismo y la homosexualidad. Sin embargo, se trata del conjunto de posiciones de sujeto las que dan pie a un constructo identitario cerrado, pero que asume, inherentemente, su raigambre múltiple. El factor sexual, como deseo, en las obras del antioqueño es muy significativo a pesar de que no se problematiza en ningún momento. Tratándose de aspectos sexuales, el narrador se muestra, paradójicamente, respetuoso con respecto a otras identidades, en este caso de los lectores, y evita cualquier profusión pornográfica: 79 “Vaya lleve a éste a conocer el cuarto de las mariposas”, le dijo a Alexis, y Alexis me llevó riéndose. El cuarto es un cuartico minúsculo con baño y una cama entre cuatro paredes que han visto quietas lo que no he visto yo andando por todo el mundo. Lo que sí no han visto esas cuatro paredes son las mariposas porque en el cuarto así llamado no las hay. Alexis empezó a desvestirme y yo a él; él con una espontaneidad candorosa, como si me conociera desde siempre, como si fuera mi ángel de la guarda. Les evito toda descripción pornográfica y sigamos. (V 15) Las relaciones amorosas se insinúan únicamente en los textos de Vallejo ya que la heteronormatividad está presente en su obra como código social y no se cuestiona; Es más, imagina a su lector explícitamente “con mujer gorda y propia y cinco hijos comiendo, jodiendo y viendo televisión” (V 28). En otros textos contemporáneos, de autores como Luis Zapata, Pedro Lemebel y Guillermo J. Fadanelli existen elementos de política de género que no son accesorios sino que definen totalmente tanto a sus personajes; Es decir, el componente de la identidad sexual determina totalmente su visión social y preconiza en su narrativa un programa político cuestionador del patriarcado y sus heteronormatividades. Por su lado, la obra de Vallejo muestra una homosexualidad no problematizada que no es objeto central de su narrativa sino que, más bien, es un rasgo accesorio para narrar múltiples historias. Pese a ello, el entorno en el que se mueve la narración es eminentemente homosocial y ello determina la aparición de elementos misóginos y una exacerbación de la masculinidad. La misoginia se ofrece en los textos de Fernando Vallejo como consecuencia de un código masculino llevado al último extremo. A pesar del tono cínico se leen 80 constantes referencias a la mujer como figura cuya función se limita a la reproducción y al entorno doméstico y privado. La figura de la mujer en la obra de Vallejo es meramente accesoria y silente. Además, cabe señalar que en los ocho libros que cubre el narrador Vallejo los personajes femeninos son tremendamente limitados en número y significación. Se pueden rescatar únicamente tres mujeres en toda la obra de Vallejo por su importancia en la narración: su abuela, la niña sefardí que encuentra en Roma, y la prostituta con la que decide acostarse en Ámsterdam. La primera, por su significación afectiva. La segunda, por el valor mítico que encierra para el narrador la belleza y el habla de la niña. La tercera por el componente de transgresión autosubjetiva que implicaba hacer uso de los servicios de una prostituta –no por su hipotético carácter abyecto sino por el componente heterosexual–. La mujer en los libros del antioqueño es continuamente humillada en aras de la afirmación personal del narrador como hombre y homosexual: Y se me preguntará, ¿queda algo de nuestro autor para recordar, algo que no se haya llevado el viento? ¡Claro! Su apasionada defensa de la mujer. De estos pobres animalitos que esta civilización infame ha degradado convirtiéndolas en unas gallinas ponedoras, unas vacas paridoras, unas máquinas despiadadas de fabricar hijos ... Soñaba el viejo con fundar una “Sociedad para la Defensa de la Mujer”, la SOPADEMU, entre cuyos objetivos estaba impedir que, abusando de su generosidad y desinterés, se sacrificara a estas desventuradas asignándolas a los pesados cargos públicos de la presidencia, los ministerios, la gubernaturas, las alcaldías, las embajadas... ¡Qué indignación! ¡Qué infamia! La mujer no 81 tenía por qué trabajar, como no fuera en la cocina. Que en vez de andar pensando todo el tiempo en la cópula agarraran sazón... (R 105) Los roles de género son los mismos de la heteronormatividad más rancia: de ahí que la mujer sea actante secundario cuyas funciones no llegan más allá del círculo hogareño y, necesariamente, privado. La mujer se representa como apoyo sexual o como figura materna que regenta el ámbito familiar. De ahí que cuando Vallejo narra su vuelta a Medellín en El desbarrancadero se queje del papel que se ve obligado a asumir: “Yo lavaba, planchaba, barría, trapeaba, ordenaba, como si tuviera vagina y no pene” (D 58). Este episodio se relaciona con otro de Los días azules en el que se evidencia la misma división patriarcal entre lo privado y lo público que Jean Franco estudia en Las conspiradoras4 y que se constituye en uno de los rasgos culturales hispanos no únicamente de la tradición sino, en algunos casos, en la contemporaneidad: Lía, a quien jamás le importó un ardite el qué dirán, un mínimo reparo tenía, empero, con el asunto de las sirvientas, pues ¿cómo una señora de su condición y con tantos hijos podía vivir sin ellas? ¿No tenía acaso con qué pagarlas? Así que, como los mayores éramos hombres y como mandaba a gritos, en previsión de lo que pudieran oír las vecinas y ya que no le costaba un centavo, nos cambiaba el nombre al femenino para que creyeran que les hablaba a las sirvientas: “¡Fernandina! ¡Dariína! ¡Anibalina! ¡Hagan esto y lo otro!” A Silvio lo llamaba Patricia. (A 115) 4 “La religión, el nacionalismo y por último la modernización constituyen narraciones hegemónicas y sistemas simbólicos que no sólo consolidaron la sociedad, sino que asignaron a las mujeres su lugar en el texto social … La “debilidad” natural de las mujeres era el eje ideológico del poder. La separación de los géneros sexuales con base en su mayor o menor racionalidad implicaba también otras dicotomías: entre lo permanente y lo efímero, entre la esfera pública y la privada.” (Franco 1993, 12-13) 82 Evidentemente, este discurso se vincula con el del patriarcado tradicional hispano en el que los roles de género, incluyendo sus obligaciones en la estructura familiar, se asumen con la normalidad de lo incuestionable en sus ámbitos públicos, masculinos, y privados, femeninos. Sin embargo, a través del tono cínico del antioqueño, se atacan estos mismos principios al exponerlos de forma tan radical que se dirigen críticamente a la relectura de los mismos. Sin embargo, el discurso del narrador protagonista es connotativo y no meramente denotativo, ya que, al igual que realizara en torno a la homosexualidad, por lo que respecta a su relectura crítica de las funciones sociales de la mujer no ofrece un discurso antipatriarcal, sino que incluye sus comentarios dentro del sistema de significantes culturales, lo cual implica una reorganización semántica extrínseca que diverge formalmente de los discursos antipatriarcales de autoras contemporáneas del ámbito hispano como, entre otras, Luisa Valenzuela, Laura Restrepo, Cristina Peri Rossi, Rosario Ferré, Elena Poniatowska, Rosario Castellanos, en Latinoamérica, y Laura Freixas, Lucía Etxebarria y Espido Freire, en España. La actuación de género en las obras de antioqueño parte tanto de la imitación del comportamiento social en hombres o mujeres como de la insubordinación del componente interaccional entre géneros al mostrar la homosexualidad en la misma esfera que la heterosexualidad. La representación que Fernando Vallejo muestra de la homosexualidad sigue los cauces que señala Judith Butler en “Imitation and Gender Insubordination,” donde considera que, a pesar de la persistencia de elementos heteronormativos, la identidad homosexual, como concepción subjetiva, termina por no estar determinada por ésta: “It is important to recognize the ways in which heterosexual norms reappear within gay identities, to affirm that gay and lesbian identities are not only 83 structured in part the dominant heterosexual frames, but that they are not for that reason determined by them” (Butler 724). El narrador protagonista asume los parámetros heterosexuales dominantes y, explícitamente, parece estar determinado por éstos en sus descripciones de la mujer, de ahí que sea necesario argüir la relevancia de sistema significante en el que se ve inmerso para apreciar el valor de sus juicios. Las polarizariones e idealizaciones sobre la función social de la mujer que el antioqueño describe requieren una relectura desde el prisma inmediato de la cultura patriarcal dominante. La madre del narrador, La Loca, se ofrece como apoyo sexual del padre. A ella se la culpa de la procreación familiar, mientras que el padre queda exento de cualquier juicio negativo a lo largo de las ocho novelas. La prostituta con la que se acuesta el narrador en Ámsterdam acentúa este contrato sexual.5 La abuela, Raquelita, por otro lado, supone la idealización del papel familiar de la mujer. La comparación del espacio social de las obras de Vallejo refuerza los estereotipos heteronormativos de masculinidad y feminidad, puesto que no se cuestiona nada sino que se muestra un espectro social muy limitado, con las normas ya establecidas, inamovibles, mientras que, por otro lado, el protagonista homosexual y su esfera homosocial operan en códigos ultramasculinos. Las novelas de Vallejo presentan un universo monosexual donde las mujeres se presentan carentes de relevancia. Como señala Ana Serra, con respecto a La virgen de los sicarios: “Las mujeres no tienen agencia, sólo aparecen como víctimas de violencia física y verbal” (Serra 73). Como parte de la constitución ultramasculina y misógina del narrador, las mujeres han de ser especialmente atacadas a fin de que el 5 Éste es el único encuentro heterosexual que se describe en la obra del antioqueño (C 436-437), a pesar de que con un diálogo con Alexis comente el narrador que en su vida ha tenido dos encuentros con mujeres (V 24). 84 narrador se afirme a través de su opuesto genérico; Es decir, el narrador busca definirse mediante actos de diferenciación maniqueos y simplistas. Dentro de este código misógino, en favor de la autoafirmación, no aparecen por ningún lado críticas al hombre heterosexual, otorgando toda la responsabilidad de un planeta sobrepoblado, fruto de la desdeñada heterosexualidad reproductiva, a la mujer. La heteronormatividad de los libros del antioqueño le lleva a utilizar frecuentes apelativos peyorativos a personajes o circunstancias que, a primera vista, podrían implicar una contradicción con respecto a su propia constitución identitaria. La profusión de las palabras “marica” o “mariquita,” como adjetivos y sustantivos, con los que habla del Papa, Gaviria, o de cualquier hijo de vecino, sólo es comparable con el “hijueputa” tan característico de su prosa. A pesar de todo, estos calificativos se contextualizan de forma frecuentemente humorística: “El cura Papa, esta alimaña, gusano blanco viscoso, tortuoso, engañoso. ¡Ay, zapaticos blancos, mediecitas blancas, sotanita blanca, capita pluvial blanca, solideíto blanco! ¿No te da vergüenza, viejo marica, andar todo el tiempo vestido como si fueras a un desfile gay?” (D 53). El discurso heteronormativo es el reinante en la obra de Vallejo. Paradójicamente, cuando tanto el narrador como los protagonistas circunstanciales puedan aceptar las etiquetas peyorativas como propias, no se pasa a ningún tipo de apología o explicación autorreivindicativa. La razón para que no exista un componente propagandístico homosexual la explica Vallejo mediante un razonamiento histórico: El homosexualismo o la homosexualidad, como concepto teórico –sea sociológico o cultural– surgió en el siglo XIX por aquella necesidad de poner nombre a todo. Sin embargo, ese comportamiento aparece a lo 85 largo de toda la historia como una expresión natural en todos los lados del mundo. Por otro lado, no hay nada que reivindicar cuando estamos hablando de la misma naturaleza humana. Simplemente es así. Eso sí, me parece muy bien que en España, Holanda, Canadá y algunos lugares de los Estados Unidos los llamados “homosexuales” tengan derechos y se puedan casar si quieren. (Vallejo 22/9/2004) La homosexualidad, no problematizada, se constituye en la obra del antioqueño como un elemento de identificación e implicación autoficcional del que emanan rasgos evidentemente importantes, como la misoginia o la ultramasculinidad, y se trata, además, de un rasgo que sirve para narrar historias ensartadas por la memoria. Sin embargo, el hecho de que el narrador sea homosexual y misógino desequilibra implícitamente la dinámica patriarcal establecida dentro de la tradición paisa. En el contexto de la disolución de las construcciones identitarias, homosexualidad y misoginia sirven como un elemento más de provocación (Serra 73). La resignificación subjetiva que aporta Fernando Vallejo en su mundo homosocial, a pesar de operar en un espacio heteronormativo, se ofrece como instrumento con el que desarmar los discursos que producen el sujeto “abyecto.” Sus textos proveen perspectivas que emparentan con las teorías queer al mostrar las identidades sexuales y genéricas desde posiciones que se alejan de juicios morales. Se apropia, por un lado, del código heteronormativo y opera en sus límites, pero lo subvierte desde dentro mediante su actuación sexual. En su comportamiento, sigue los mismos patrones de masculinidad heterosexual exceptuando el objeto de deseo. Inserto en este código, el narrador se describe en animadversión genérica 86 con respecto a la mujer, de ahí la misoginia tan feroz de las obras de Vallejo: “Para mí las mujeres era como si no tuvieran alma. Un coco vacío” (V 24). La homosexualidad que Fernando Vallejo presenta en sus libros guarda una estrecha relación con la perspectiva social heterotípica; Sin embargo, el punto en el que se distancia, en tanto que rol de género, se presenta como naturalizado, y su performance se construye, indistintamente, a partir de la imitación y la insubordinación de género. La heteronormatividad, en el caso de Vallejo, viene de asumir como forma apropiada e inintercambiable el binomio sexo/género. De modo que la actuación masculina se refiere al hombre y la femenina a la mujer, ambos de forma exclusiva. La configuración social, pues, sigue los patrones heteronormativos al existir en la constitución de la subjetividad narrativa una persistente mímesis psíquica de las concepciones heterosexuales. No obstante, se enfrenta a las mismas en su punto principal: el de asumir no la homosexualidad como comportamiento y actuación vicarios, pura imitación desnaturalizada de la heterosexualidad, al mostrar Vallejo una homosexualidad sin mayor problemática que ser dimanante de la naturaleza humana. Su representación asume la matriz heterosexual en la que sexo y género se entienden como sinónimos, pero el narrador sale de esta lógica en cuanto disocia de este grupo la sexualidad, a pesar de operar en los mismos códigos. A través de esta actuación, la narrativa de Vallejo da lugar a una resignificación implícita de las normas regulatorias de la heteronormatividad (Foucault) desde su propio núcleo. Su crítica implícita resulta, pues, más efectiva al ser una rearticulación performativa y no meramente una reivindicación panfletaria. A pesar de la configuración sexual y genérica heteronormativa –aunque homosexual– ofrecida en toda la saga autorrepresentativa, se aprecia un elemento de 87 trasvestismo en el comienzo de Los días azules cuando, siendo niño, Fernando Vallejo se pone la ropa de su madre. A partir de este episodio lúdico e infantil, en el cual el rol de género aún no está asumido, la heteronormatividad es el comportamiento social que se traslada a las páginas de los libros de Vallejo siendo óbice para presentar actitudes misóginas y un entorno monosexual: De día, parado en la ventana mágica, empezaba mi show travesti. He aquí una descripción sucinta del personaje, subiendo de pies a cabeza: zapatos rojos de tacón alto en punta, medias caladas, falda rojo encendido, cinturón rojo, cartera roja, guantes rojos, collar rojo de perlas, sombrero de velo rojo … Y vestido, digo, con la ropa de mamá, corría a la ventana mágica. Los vendedores ambulantes que venden naranjas, los choferes que manejan camiones, las beatas que vuelven de misa, las criadas que van a la tienda, los policías que agarran ladrones, todos en la calle todos me miraban incrédulos, pasmados de estupor … Y se esboza una tenue sonrisa en mi memoria por lo que el niño hace: se levanta la falda roja y orina despreocupado por entre las rejas de la ventana. (A 32) Otro aspecto fundamental para la constitución identitaria del narrador de las obras de Fernando Vallejo es su carácter conservador y elitista. A lo largo de los ocho libros se hacen constantemente referencias a un orden ya desaparecido en el cual todo parecía predispuesto favorablemente a través de la perpetuación de un concreto estado de cosas que se vio alterado a partir de la implantación de la violencia en Colombia. Es un orden que se añora y se defiende. Sin embargo, como es frecuente en la constitución subjetiva autobiográfica de Fernando Vallejo, esta afirmación ha de ser matizada ya que la 88 raigambre conservadora del narrador ha de acoger elementos que entrarían en conflicto, como la exhibición desvergonzada de un orden de desviación social tanto como parte anecdótica de la narración como constituyente fundamental de la subjetividad autoficcional. La naturaleza subjetiva interseccional que yace en las obras del antioqueño es una suma de elementos tal vez contradictorios pero paradigmáticamente frecuentes en las narrativas vitales. Los elementos conservadores de la narrativa vallejiana se contraponen a las críticas a las instituciones que asumen, en principio, sus valores sociales primordiales: familia, iglesia y nación. Menos problemática parece la definición del narrador como elitista al hacer una defensa tan exacerbada de la clase conservadora antioqueña y sus costumbres en contraposición con los pobres, pedigüeños, negros e indios que son los causantes de poco menos que todos los males en Colombia. Dentro de la concepción heteronormativa y elitista del narrador protagonista, las críticas más repetidas son contra mujeres, pobres y pedigüeños. Se le ha preguntado al autor con frecuencia por estos pasajes en los que más que una propuesta identitaria pudiera mostrar apología, ya no de cuestiones elitistas, sino de destrucción física, en primera instancia, y, finalmente, social: Amazon.fr: Il y a des passages très choquants sur les femmes ou sur les pauvres, c’est parfois à la limite du supportable. F. Vallejo: Aujourd’hui, c’est la mode du politiquement correct. Il y a trente ans, c’était l’engagement. Moi, je suis politiquement incorrect. Le reste est hypocrisie. Cependant, il faut faire la différence entre le narrateur et moi. Ce n’est pas parce que je dis “je” dans le livre que c’est forcément ce que je pense. Mon message, ma véritable pensée, je vais 89 vous le donner. D’abord, personne n’a le droit d’imposer la vie. La vie est le crime suprême, c’est plus grave encore que de donner la mort. Ensuite, mon prochain, ce ne sont pas uniquement les hommes mais aussi les animaux. Tout ce qui a un système nerveux qui peut sentir et souffrir. Les hommes vivent dans le crime parce qu’ils mangent de la viande. Nous sommes une espèce nuisible. (Amazon.fr) El sistema autoficcional que presenta Fernando Vallejo se mezcla con el mensaje que ofrece en las entrevistas y evidencia que su crítica a pobres o mujeres parte de una propuesta explícita que habita en la honestidad de lo políticamente incorrecto. A partir de la idea de que los pobres son los que más se reproducen y de que la mujer es la responsable de este extremo, sin razonamiento ensayístico más profundo, encadena su juicio despectivo y nomológico. El narrador se sitúa en su discurso como elitista, con elementos interseccionales que tal vez lo sitúen en los márgenes sociales pero, al fin y al cabo, enjuicia desde la hegemonía de la palabra. A pesar de que el narrador no es hegemónico en el momento de la narración, sí se aprecia su obra como una oda a la hegemonía perdida que influye determinantemente en la visión de sus obras. Según se lee a lo largo de los libros, el padre del narrador poseía gran cantidad de tierras, además de periódicos y ciertas propiedades citadinas que se perdieron. Vallejo, como primogénito y con ciertos privilegios con respecto a sus hermanos, no pudo heredar. A través de la palabra, se puede leer un narrador que se retrata como elitista, en busca de hegemonía, obviando y asimilando, simultáneamente, sus identidades interseccionales. La exageración y el sentido del humor son instrumentos que el autor sitúa cínicamente para la configuración de la realidad social. La confrontación entre 90 constituyentes elitistas y de la pobreza se narra de forma indefectible desde este ángulo, como se aprecia hacia el final de El desbarrancadero cuando el lector advierte la representación elitista de Darío y Fernando al pasearse por los barrios más humildes de Medellín dejando caer cubitos de consomé Maggi y naranjas envenenadas desde su coche. La frecuencia de estos efectos cómicos y dramáticos al describir al subalterno le sirven al narrador para entablar cierta distancia narrativa que fuerza una relectura crítica, una reorganización semántica extrínseca, y una semantización de la cultura que define, desde la disidencia, las intersecciones que constituyen la identidad autoficcional. 2.2.2 Memoria La memoria es la capacidad psíquica por medio de la cual se retiene y recuerda el pasado. En el caso de los textos del antioqueño resulta la materia prima de la que se nutre la autoficción a lo largo de los ocho libros. La escritura memorialista y la creación de un tono adecuado a las escenas narradas se establecen como unos de los valores persistentes en la producción del autor. El subtexto que aparece en el ciclo autobiográfico y las llamadas novelas permite hablar de la persistencia de una misma memoria articulada subjetivamente al margen de las diferencias genéricas, resituando el género literario más bien como una categoría interpretativa en lugar de como un conjunto de rasgos intrínsecos a determinado discurso. Las formas que adquiere la memoria no son indiferentes al tipo de encuentro que establecen con los vectores temporales, psíquicos y discursivos, ya que la memoria es un constituyente especialmente voluble de la psique humana. En palabras de Jacques Derrida, “la estructura técnica del archivo-archivante también determina la estructura del 91 contenido archivable aun en su misma puesta en existencia y en su relación con el futuro. La archivización produce tanto como registra el evento” (Derrida 17). De este modo, la memoria narrada se constituye necesariamente en la interpretación de un pasado que no puede recuperarse completamente, más que de forma discursiva y con carácter fragmentario. El recuerdo discursivo de la memoria se establece, pues, en un elemento básico de la construcción de significado. Inevitablemente, las narrativas vitales son, en consecuencia, la organización de los fragmentos de la memoria en forma discursiva. Daniel L. Schacter apunta: “Memories are records of how we have experienced events, not replicas of the events themselves ... We construct our autobiography from fragments of experience that change over time” (Schacter 6-9). El carácter fragmentario de la memoria como instrumento elemental de la identidad es objeto de reflexión en la narrativa de Vallejo y se expresa en términos que tienen parangón con los de Schacter y Derrida: “Un libro así, claro, es una colcha deshilvanada de retazos, pero ¿qué es la vida sino retazos, pedacería, pedazos unidos por el débil hilo del “yo”? Y el hilo acaba por podrirlo el tiempo…” (F 241). A pesar de la desconfianza en la memoria que evidencia esta cita, este proceso de la subjetividad autobiográfica se establece en un elemento de gran trascendencia en la narrativa de Fernando Vallejo, aunque no por el grado de certeza que pueda guardar, sino por devenir el andamiaje subjetivo que selecciona e interpreta los eventos narrativos. Precisamente, por ello sus libros son un testimonio excepcional tanto de la subjetividad autorreflexiva como de las zonas de contacto, temporales y espaciales, con su entorno social: personajes, motivos, espacios y representaciones. La significación de la memoria en la narrativa de Vallejo como armazón narrativo es palpable en cualquier párrafo 92 aunque carezca de cualquier idealismo, dado el carácter cínico del texto, y se muestre, principalmente, como un instrumento para fabular: Señor Procurador: Yo soy la memoria de Colombia y su conciencia y después de mí no sigue nada. Cuando me muera aquí sí que va a ser el acabóse, el descontrol. Señor Fiscal General o Procurador o como se llame, mire que ando en riesgo de muerte por la calle: con las atribuciones que le dio la nueva Constitución protéjame. (V 29) La narrativa retrospectiva que ofrece Fernando Vallejo le lleva a reinterpretar constantemente los acontecimientos que describe. Se pueden encontrar críticas a la religión y sus instituciones, a la nación y sus símbolos, la política y sus falacias, la literatura y sus cánones, modos y costumbres sociales de formas específicas: la Violencia, la rebelión sindical, la liberación sexual, el Papa, el comunismo, el auge del crimen y la pobreza, el presidente Gaviria, Pablo Escobar, Octavio Paz, el cartel de Medellín y el sicariato, hasta llegar a la propia muerte del narrador. Sus obras se constituyen en archivización de eventos en los que interviene reiterativamente la relectura desde el presente. Los pasajes descritos están tamizados por ese viejo que escribe sobre un escritorio negro que aparece en las últimas novelas de la saga de El río del tiempo y en las obras posteriores, evidenciando el juego metatextual entre el Vallejo narrador, que recuerda desde México, y el Vallejo protagonista, que se actúa sea en Medellín, Roma, Nueva York o Madrid. La descripción de hecho se ve articulada, pues, por un doble vector temporal así como por el tipo de encuentro interpretativo que establece el narrador. La naturaleza desechable de la memoria en los textos de Fernando Vallejo se puede apreciar en un primer nivel narrativo. El carácter metaficcional de la narración se 93 postula explícitamente como borrador de recuerdos, como el autor ha expresado de forma reiterada tanto en su corpus literario como a través de entrevistas y comunicaciones personales. El 12 de mayo de 2004, el antioqueño reincidía en este extremo a través de un correo electrónico: “He escrito por múltiples motivos: el primero, para llenar el tiempo vacío, toda vez que nunca he tenido puesto en el gobierno. También para molestar. Y con la ilusión de que puedo deshacerme de los recuerdos al pasarlos al papel” (Vallejo 12/5/2004). En su producción narrativa también ha hecho menciones a esa circunstancia de forma diseminada. Resulta especialmente significativa la reflexión que hace el narrador de La rambla paralela sobre el viejo: Su otro gran invento fue el borrador de recuerdos: recuerdo que se pasaba al papel, recuerdo que se le borraba de la cabeza. Había vivido mucho, visto mucho, oído mucho, tenía demasiada información almacenada en la memoria: libros, museos, películas, ríos, puertos, ciudades, y muertos y más muertos y más muertos. Había que abrir campo en la computadora, aligerarle el disco duro. (R 120) El carácter desechable de la narrativa de Vallejo se aprecia muy claramente en la disposición argumental de los textos. El ciclo autobiográfico sigue las características de la autobiografía memorialista al comenzar con el primer recuerdo de la vida del narrador y terminar por el último, en un ciclo que empieza y concluye con las mismas oraciones, produciéndose la primera muerte narrativa de Fernando Vallejo. En La virgen de los sicarios la muerte simbólica vuelve a situarse como el argumento principal, ya que el gramático vuelve a Medellín a morir, algo que en último extremo no consigue. En El desbarrancadero la muerte es la protagonista principal del texto mediante la desaparición 94 de un orden social que añora el narrador así como por las muertes de Darío y su padre, a quien el mismo Fernando mata. Por último, en La rambla paralela, el autor se deshace de su narrador, Fernando Vallejo, y lo sustituye por otro cuya única diferencia es no llamarse así y poseer un tono menos cargado de acritud y juicios extremistas. Así pues, en un primer nivel narrativo, la memoria es la materia prima de la narración del antioqueño y su carácter es meramente desechable. Su objetivo es, ulteriormente, consumar la muerte simbólica del narrador, sólo cuando se ha librado de esa carga de recuerdos. La memoria, a la vez que es garante de historicidad, posibilita la contextualización de la obra de Vallejo en la posmodernidad latinoamericana. El narrador muestra la memoria como un fardo del que ha de deshacerse. Sin embargo, en un nivel narrativo más profundo, el que el narrador no explicita, se puede apreciar que la memoria, como elemento narrativo y proceso subjetual, es una herramienta que el mismo narrador utiliza para anclar su identidad individual en un contexto en el que las conceptualizaciones colectivas han perdido su poder totalizante. El narrador protagonista hace posible la reflexión sobre los desastres de la memoria, individual y colectiva, mediante este segundo nivel narrativo. Advierte de la naturaleza selectiva de la memoria y, paradójicamente, muestra su importancia mediante su uso antagónico con el borrador de recuerdos, ya que el narrador protagonista hace inventario de su vida, vivida o inventada, a través de la autoficción a lo largo de unas mil páginas que reflexionan sobre cuestiones trascendentales, inclusivas y exclusivas, que retratan, especialmente, el espacio cultural, social y político de la segunda mitad del siglo XX en Colombia. Se trata, pues, de una actuación incongruente porque al narrar esos recuerdos no se deshace de ellos sino que los moviliza por medio de la escritura. 95 La importancia de la memoria en el texto de Vallejo se aprecia en su codependencia con el tiempo y la muerte; De ahí que uno de los elementos más palpables de la narrativa del escritor antioqueño sea la repetición: de personajes, escenas, reflexiones, a lo largo de una narrativa vital que recuerda y se desbarranca. La acumulación de estos elementos en la saga que va desde Los días azules hasta La rambla paralela remite a la exageración, como herramienta humorística que descarga el peso de la memoria. La exageración y el humor, con frecuencia bastante hiriente, se aprecia tanto en las lecturas de acontecimientos históricos como, por ejemplo, en otras anécdotas banales, como el número de hijos de los padres de Fernando, el narrador protagonista, que según cada fragmento de cada libro puede oscilar entre los nueve, los diez, los quince o los veinte, frente a los nueve que fueron en realidad, siendo Vallejo el primogénito (Vallejo 18/9/2004). La burla y los comentarios socarrones son elementos que utiliza Vallejo para canalizar la esencia de la memoria y son, además, la evidencia de la búsqueda por parte del escritor de hacer partícipe al lector en la dinámica del propio relato. El trazo de la realidad lo realiza, selecciona e interpreta Vallejo, que ha de situarse necesariamente como el personaje fundamental de la producción del escritor –a pesar que esté interesado en crear transdiscursividades de forma constante con sus personajes o con el lector–. Es reiterativa e incluso exagerada, en este sentido, la alusión al narratario y su espacio, mediante el vocativo “usted” o “ustedes” al que Vallejo alude para refrendar sus opiniones o simplemente aleccionar, como al principio de La virgen de los sicarios: El tamaño no me lo van a creer, ¡pero qué saben ustedes de globos! ¿Saben qué son? Son rombos o cruces o esferas hechos de papel de china 96 deleznable, y por dentro llevan una candileja encendida que los llena de humo para que suban ... Ustedes no necesitan, por supuesto, que les explique qué es un sicario. Mi abuelo sí, necesitaría, pero mi abuelo murió hace años y años. Se murió mi pobre abuelo sin conocer el tren elevado ni los sicarios, fumando cigarrillos Victoria que usted, apuesto, no ha oído siquiera mencionar … Corríjame si yerro. (V 7-10) La construcción de significado, consustancial a la relectura memorialista, es encauzada por el autor en forma de continuum narrativo. Vallejo, en primer lugar, establece un acuerdo narrativo que parece dimanar de la misma coyuntura histórica y social: una vez la posmodernidad enterró las grandes narrativas, proyectos y esperanzas, el texto debe encauzarse en una nueva manera en la cual la voz narrativa, sus representaciones y el lector han de participar activamente en la construcción de significado. Vallejo advierte abiertamente de esta circunstancia al aportar su experiencia memorialista advirtiendo de la subjetividad de la misma y, a partir de esta evidencia, se reconstruye el significado textual. Este espacio tripartito está presente en todos los textos desde Los días azules hasta La rambla paralela. El antioqueño usa la primera persona en toda su producción y su personaje principal se llama Fernando Vallejo. Además, en sus páginas realiza consideraciones sobre su propia producción: novelas, biografías, películas y técnicas literarias, que explotan esta apuesta narrativa. La organización tripartita del relato se ve alterada en La virgen de los sicarios, El desbarrancadero y La rambla paralela. En las dos primeras novelas se introduce la imagen de un espejo que añade un cuarto espacio: la tradicional primera persona de Vallejo se transforma en una tercera persona que cambia frecuentemente con la voz en primera persona para describir las 97 mismas escenas en las que Vallejo, el personaje, actuó. La última novela, La rambla paralela, está escrita mayoritariamente por un narrador en primera persona que se refiere a Fernando Vallejo en tercera persona, estableciendo un interesante juego autoficcional. Finalmente, se narra la muerte y exhumación de Vallejo en un ejercicio que evidencia literariamente el fin de una propuesta estética. Vallejo se presenta en este libro como parodia de sí mismo y sus obras, desmitificando, a su narrador tradicional como convención literaria y subjetividad memorialística: ¡Pobre viejo! Andando de tumbo en tumbo por la vida con la patria a cuestas. ¿A cuántos había enterrado ya? ¿A cien? ¿A doscientos? ¿A quinientos? Por quinientos pasé a mediados del siglo veinte … Amaba a los animales y entre ellos a algunos bípedos, como gallinas, gallos y pollos. ¿Humanos también? ¡Quién sabe! Se nos fue a la tumba con la respuesta … ¿Y de los negros de África qué pensaba? Los detestaba. ¿Y de los japoneses? Los detestaba. ¿Y de los italianos? Los detestaba. El color negro le olía raro, el amarillo le olía a rancio, e Italia se le hacía un país antihigiénico de mataputos eyaculadores. ¿Y usted qué opina? Yo nada, soy un biógrafo imparcial que abre y cierra comillas y se atiene a los datos. (R 138-140) El juego narrativo que Fernando Vallejo establece el último libro de la saga autorrepresentativa guarda una correlación evidente con la memoria del narrador protagonista, el viejo, y una exposición psicológica coherente del nuevo narrador, el mexicano, que parodia al narrador original, ya que, en realidad, no es más que un desdoblamiento del mismo, así como el tercer narrador, el del trópico, no es más que una 98 chanza más a la memoria y la rigurosidad del narrador protagonista en primera persona como lugar común de la literatura autorreferencial. En todo caso, la memoria del narrador protagonista guarda una relación intrínseca con la historia colombiana reciente. Mediante su anclaje contextual, se pueden descubrir los restos de la nación mediante un discurso que la recupera y delimita sus límites discursivos de forma ideológica –que residirían necesariamente en el pasado, ya que el narrador no puede ensamblar sus memorias nacionales con la realidad actual–. Hilma Zamora-Bello en su reciente disertación “La novela colombiana contemporánea: 19801995,” se apoya en las teorizaciones sobre la nación de Homi Bhabha y Benedict Anderson para mostrar que el cuadro narrativo contemporáneo de Vallejo, en concreto el de La virgen de los sicarios, se constituye en una expresión de la inclusión de la marginalidad y la homosexualidad en los márgenes del discurso que forma la nación. Sin embargo, en su análisis –muy acertado por lo demás– obvia la disyuntiva ideológica de columbrar el nacionalismo como patología en la historia –“como la neurosis en el individuo”– (Anderson 5) además de no advertir la superación del concepto nacional que se realiza ideológicamente a lo largo de la narrativa vallejiana en favor de una percepción individualista, propia del sujeto posnacional, que anula las visiones de Anderson y Bhabha al mostrar el discurso como articulación que no participa de la comunidad imaginada de la nación así como evidenciar la incapacidad del concepto nacional de articular las prácticas culturales residuales y emergentes con el fin de concretar su propio imaginario. En este sentido, en la narrativa del antioqueño no se advierte la nacionalización de los márgenes y las minorías a los que alude Zamora-Bello sino más bien se aprecia la constatación de la conspicua ausencia del proyecto nacional, como 99 construcción discursiva inclusiva, coherente y productiva, dada la crisis ideológica y axiológica de la coyuntura histórica así como de los procesos de la subjetividad autobiográfica que dan pie al sujeto posnacional. Este extremo aparece muy particularmente en el libro analizado: “Como se nos desbarajustó después Colombia, o mejor dicho, como se “les” desbarajustó a ellos porque a mí no” (V 9). De la nación el único resto que queda es el componente afectivo por el terruño, la patria, que resulta igualmente criticado como categoría a lo largo de los libros de Vallejo: “¡Cuál Dios, cuál patria! ¡Pendejos! Dios no existe y si existe es un cerdo y Colombia un matadero” (D 8). Por las páginas de los textos de Fernando Vallejo desfilan lugares precisos: Sabaneta, Envigado, la iglesia salesiana del Sufragio, donde bautizaron a Vallejo, la iglesia de San Nicolás de San Torentino, la iglesia de Robledo, la Catedral Metropolitana, la iglesia de San Judas Tadeo, la iglesia de San Antonio, la iglesia de La América, la iglesia de Manrique, entre otras, evidenciando, a pesar de sus constantes blasfemias, la constante referencialidad de la religión, y, muy específicamente, del catolicismo, en el mundo relatado por Vallejo. Se describe Medellín con detalle. Subsidiariamente, aparecen en la obra de Vallejo Bogotá, Roma, París, Madrid, Granada, Barcelona, Londres, Ámsterdam, y Nueva York, ciudades por las que el joven Fernando paseó, cual flâneur, en El fuego secreto, Los caminos a Roma y Años de indulgencia. A partir de Entre fantasmas las referencias a la ciudad de México y al apartamento en la Avenida Ámsterdam devienen constantes, trazando, justamente, el mismo recorrido vital que el autor. El recorrido histórico se sitúa desde la misma independencia de Colombia hasta la actualidad, pero también se pueden encontrar en los libros de Vallejo comentarios sobre México, España o Francia. Su narrativa, pues, opera claramente en variables 100 memorialistas espaciales y temporales en constante reinterpretación desde el mismo momento de su archivo. Simón Bolívar, como padre fundador, y Virgilio Barco y César Gaviria, como presidentes contemporáneos, son los preferidos del antioqueño para burlarse y ofrecer de primera mano la desgracia nacional. Los días azules y Entre fantasmas, primera y última novela del ciclo calificado por el autor como “autobigráfico” comienzan y terminan exactamente con el mismo párrafo, como si el autor estuviera tratando de cerrar todas sus memorias precisamente donde comenzaron. Entre fantasmas introduce una reflexión previa a esos párrafos finales que muestran el ánimo de Fernando cuando comenzó a escribir Los días azules, mixtura de felicidad y melancolía; Circunstancia que acentúa la significación del sesgo autobiográfico en la obra de Vallejo: Uno tiene que ser feliz sin saberlo. ¡Qué iba a saber yo de niño que era feliz! Más aún: qué iba a saber que lo era de viejo, cuando empecé esa tarde “Los Días Azules” contigo a mi lado, Brujita, que ya no estás... Lo que siempre sí está claro es la desdicha. Ahora que tu muerte, niña, me ha vuelto a los recuerdos, recuerdo la tarde feliz en que empecé el libro. Lo empecé a la aventura, como he vivido, sin saber cómo ni hacia dónde ni por qué carajos. O mejor dicho sí, sabiendo que debir terminar aquí como empezó, por mi más lejano recuerdo, con un niño tocando de irrealidad dándose de cabezazos rabiosos contra el piso porque el mundo no hacía su voluntad, la mía, con esta necedad obstinada que fue la única herencia que me dejó mi abuelo: “¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! La cabeza del niño, mi cabeza, rebotaba contra el embaldosado duro y frío del patio, contra la vasta tierra, 101 el mundo, inmensa caja de resonancia de mi furia. ¿Tenía tres años? ¿Cuatro? No logro precisarlo. Lo que perdura en cambio, vívido, en mi recuerdo, es que el niño era yo, mi vago yo, fugaz fantasma...” (E 711) La memoria díscola que se ofrece en los libros de Fernando Vallejo se aprecia claramente en esta cita según la cual el narrador asegura escribir “a la aventura, como he vivido, sin saber cómo ni hacia dónde ni por qué carajos.” La memoria, expresada en ocasiones en forma de experiencias, que se lee en su obra remite concepto de desviación en términos sociales y psicoanalíticos. Raramente, la idiosincrasia del narrador protagonista ofrece algún elemento en la organización de la realidad que responda específicamente al consenso social comúnmente admitido. Desde su lenguaje hasta sus opiniones, el narrador se enfrenta forzosamente con la ideología y la ficción dominantes, así como lo políticamente correcto. Las prácticas de la memoria creativa ejercen una función metaficcional en la cual la narrativa personal se nutre de otras que no son intrínsecamente propias aunque se sumen a la autorrepresentación: las biografías de Porfirio Barba Jacob y José Asunción Silva, y el ensayo de biología, no son elementos intrínsicamente autobiográficos, pero que han permeado el propio relato autorrepresentacional de Fernando Vallejo. Cabe señalar que el carácter cínico que preside la escritura del antioqueño implica una doble lectura sobre el constructo memorialista de sus obras. Si bien se sugiere que Colombia, el mundo y sus personajes van rumbo a su propia destrucción, también es cierto que a lo largo de su descripción se aprecia una curiosa metástasis narrativa: se puede leer la referencialidad y el gusto de narrar desde la memoria que muestran problemáticas específicas colombianas, en su coyuntura histórica, y una visión de mundo 102 idéntica en los ocho libros. La memoria, pues, es la base fundamental de la subjetividad narrativa, en primera instancia, y de los mismos textos vallejianos, como artefactos culturales. 2.2.3 Experiencia La experiencia es el proceso por el cual una persona se constituye en cierto tipo de sujeto en el campo social. La inextricabilidad entre experiencia e identidad se muestra en su interdependencia en la reexaminación general entre la práctica personal y los significados públicos; De ahí que el examen de la identidad cultural haya de centrarse en las experiencias personales, examinando la representatividad que se pueda tomar a partir de éstas (Mohanty 392). La experiencia es, a pesar de su carácter reinterpretativo y mudable, una fuente de conocimiento fundamental que se puede observar como el basamento de la identidad social: “Experience always has a divided, duplicitous character: it has always already occurred and yet is still to be produced –an indispensable point of reference, yet never simple there” (Culler 63). Se trata, pues, de una visión que se acerca a los presupuestos de Derrida sobre la noción de la experiencia como fenomenológica o idealista que evidencia que una hipotética objetividad está inextricablemente emparentada con las condiciones históricas y sociales en las que se produce la misma experiencia, que emparenta con la lectura memorialística y la constitución de la identidad. En el caso de la subjetividad del narrador protagonista, la idiosincrasia identitaria y memorialística viene directamente determinada por la experiencia que rescata discursivamente. En este sentido, puede resultar complicado realizar una distinción concreta entre los componentes específicos de la experiencia y la memoria al articularse, 103 necesariamente, mediante el discurso. No obstante, se puede advertir que el narrador organiza su experiencia mediante su misma fenomenología a través de distintos recursos –imágenes, espacios, diálogos, sonidos, olores, sensaciones, etc.– y parece indefectiblemente contextual y mediada, en todo momento, por el lenguaje. Por igual, se puede señalar el cariz de disidencia social que, en términos sociológicos (Becker), marca los límites de la subjetividad autoficcional al redefinir su experiencia en términos de acrimonia individualista; Con frecuencia, esta distensión parte de la relectura de la experiencia homosexual frente a la heterosexual, como crítica implícita de los constructos masculinistas o patriarcales de la nación que revocan el tipo de articulación ideológica que ensambla el discurso vallejiano. La experiencia no se instituye en la sucesión de acontecimientos, sino supone a posteriori el ordenamiento de la memoria en el vector temporal cuya interpretación sitúa al sujeto cultural e históricamente en el presente. Ante la globalización de la experiencia posmoderna, resulta significativa la práctica del antioqueño de una literatura desviacionista, en términos sociales así como en términos de la articulación de sus topografías narrativas, ya que limita la exposición de los procesos de subjetividad autobiográfica, especialmente la experiencia, a contextos muy circunscritos estética, geográfica y socialmente. La significación y valorización de la experiencia local frente a los diseños globales posmodernos describe, a la vez que determina, la coyuntura en la cual se desenvuelve el sujeto contemporáneo que encuentra en su desubicación cognoscitiva los ambages mismos de su subjetividad sin tener que pasar por los constructos tradicionales de la nación o los más recientes vinculados a la globalización y la transnacionalidad ahistórica, ya que los cuadros representados, específicamente en la literatura desviacionista, acuden a cuadros sociales e 104 ideosincráticos circunscritos que posibilitan una relectura histórica concreta y limitada de un determinado cuadro social, de ahí la relevancia cultural de este tipo de producto literario. A pesar de no perseguir ningún universalismo, la problemática que presenta ciertamente puede encontrar parangón en otras latitudes latinoamericanas donde se cultiva una producción cultural similar: Pedro Lemebel, Jorge Franco, Guillermo J. Fadanelli, Luis Zapata, Víctor Gaviria, Alonso Salazar, Darío Jaramillo y Albalucía M. Ángel, entre otros. La experiencia se instituye en la justificación en la obra de Vallejo para persuadir al lector sobre sus interpretaciones sobre la realidad. A través de los ojos del narrador el lector tiene acceso únicamente a un limitado espacio social y de representación que se vincula con las principales topografías narrativas del discurso vallejiano: el afecto y la violencia, como temas, y el humor, como modo narrativo. El autor insiste en realizar cuadros sociales e interpretativos circunscritos a su subjetividad frente cualquier tipo de esencialismo o universalismo. Sus cuadros inciden, además, en la desviación de la norma a través de cuestionamientos sobre los pilares sociales circunscritos a la familia, la patria y la religión a través de sagaces críticas a la heteronormatividad, la reproducción, los símbolos nacionales y las figuras religiosas. El narrador dirige su odio repetidamente hacia estas tres instituciones, que se presentan como los ejes principales tanto del discurso que emparenta con el constructo inclusivo de la nación como con la desubicación subjetiva del narrador. El choque entre ambos se explica desde la consideración del narrador de que propios sus juicios no son de valor sino de verdad y, además, que estas instituciones son las responsables del desastre circundante. El discurso vallejiano se inserta, en este sentido, en las discusiones sobre los modelos políticos de la 105 posmodernidad –globales, transnacionales, civiles, mercadotécticos, etc.– al explicitar la crisis ideológica y axiológica del sujeto posnacional que lo limita y circunscribe a un espacio social únicamente practicado desde la disidencia cultural: individualista, autorreflexivo, desviado según la ficción dominante, carente de agencia transformativa aunque posea agencia discursiva, etc. que, en último término, se describe como un muerto parodiado por otro narrador en La rambla paralela que se mantiene al margen del devenir social, en esta ocasión, de forma actancial e ideológica apenas comenzadas las primeras páginas del libro: “Vivo de verdad no está nadie, ésas son ilusiones de los tontos. Día con día nos estamos muriendo de a poquito. Vivir es morirse. Y morirse, en mi modesta opinión, no es más que acabarse de morir” (R 13). La familia como constructo necesario para la sociedad queda cuestionado en los textos de Vallejo. Cabe señalar que la experiencia en la esfera homosocial es determinante en la constitución ideosincrática del narrador, desde una adolescencia promiscua hasta la rememoración del viejo narrador que interviene en la escritura fenomenológica de la experiencia. Se sugiere, indirectamente, que las relaciones homosexuales son más apropiadas ya que evitan la reproducción de la especie, a la par que el matrimonio, las mujeres embarazadas y los niños son actitudes irresponsables en un planeta que está sobrehabitado; De ahí que se justifiquen acciones violentas que tienen su base ideológica en la idiosincrasia antirreproductiva del narrador: Íbamos en uno de esos buses atestados en el calor infernal del medio día y oyendo vallenatos a todo taco. Y como si fueran poco el calor y el radio, una señora con dos niños en pleno libertinaje: uno, de teta, en su más enfurecido berrinche, cagado sensu stricto de la ira. Y el hermanito 106 brincando, manotiando, jodiendo. ¿Y la mamá? Ella en la luna, como si nada, poniendo cara de Mona Lisa la delincuente, la desgraciada, convencida de que la maternidad es sagrada, en vez de aterrizar a meter en cintura a sus dos engendros. ¿No se les hace demasiada desconsideración para con el resto de los pasajeros, una verdadera falta de caridad cristiana? ... He aquí que Wílmar encarna el Rey Herodes. Y que saca el Santo Rey el tote y truena tres veces. ¡Tas! ¡Tas! ¡Tas! Una para la mamá, y dos para sus dos redrojos. Una pepita para la mamá en su corazón de madre, y dos para sus angelitos en sus corazoncitos tiernos. (V 144-145) La nación, como organización discursiva o contexto político, es un tema principal en la obra de Fernando Vallejo ya que, a pesar de la ubicación de la trama en otras latitudes el narrador, siempre termina volviendo a reflexionar sobre Colombia y su coyuntura. Sin embargo, no se ofrece ninguna problematización ensayística sobre la nación o la legitimidad de ésta aunque, indirectamente, se deconstruya su significado mediante una representación discursiva que supera la constricción nacional como ente delimitador de subjetividades; Es decir, el narrador protagonista pasa a lo posnacional mediante la superación de lo nacional, que no niega la existencia política de la nación aunque sí su construcción discursiva, al mostrar su inadaptabilidad con los referentes contemporáneos. Su explicación depende de fobias y filias explicadas de forma anecdótica y, frecuentemente, humorística. Sin embargo, por las páginas de la obra del antioqueño desfilan iconos nacionales significativos: Simón Bolívar, Pablo Escobar, el Procurador General de la República, el clero regional, el cardenal López Trujillo, y varios presidentes como Alfonso López Michelsen, Virgilio Barco y César Gaviria. La 107 disidencia es el constituyente primordial de la subjetividad del narrador protagonista, a la par que la excusa propiciatoria para narrar aventuras en las que se conjugan abyección, desencanto y un ferviente posracionalismo, y se subvierten los términos de demarcación social: Vestido y con libreta de reservista de tercera salí del cuartel abyecto. Creo que eso de reservista de tercera significa que cuando hayan muerto en el frente los jóvenes, los hombres, los niños, los viejos, las mujeres, entro yo. ¡Magno error! Yo por el tal país no muevo un dedo. ¡Ni el pulgar estúpido! Si soy yo el último yo entrego la bandera. O me hago con ella un disfraz. (F 275) El posnacionalismo que se lee en las obras del antioqueño no debe confundirse con una carencia de afecto a Colombia y, más específicamente, a su terruño, Medellín y Antioquia. Sus críticas, menos evidentes, se dirigen al constructo nación/estado y sus acciones, desde el marco de la reflexión, en la adultez del narrador protagonista. El retrato de Colombia es, a pesar de sus sinsabores, tremendamente afectivo, ya que la experiencia de la que surge la situación identitaria primaria del narrador parte del encuentro de infancia, juventud y primera madurez marcada por la amabilidad de la experiencia, aún de sesgo nacional. Resulta significativo señalar que esta configuración subjetiva tiene lugar en un ámbito preferentemente rural, entre Sabaneta y Envigado, a las afueras de Medellín, ya que sitúa la configuración funcional de la nación en el ámbito rural y en un contexto temporal concreto; Es decir, la nación, en tanto que contexto urbanizado, desaparece en el discurso del antioqueño, subvirtiendo el aspecto fundamental de la novela regionalista en la cual la ciudad tenía que civilizar al pueblo. La 108 nación es operativa en su contexto rural y su eje temporal. Sin embargo, en cuanto la narración deviene citadina, a partir de El fuego secreto y, sobre todo, Los caminos a Roma, la conceptualización de la nación pierde su operatividad. En todo caso, la nación no es objeto primordial de reflexión en los primeros años del protagonista –probando la aprehensión del sujeto nacional en los constructos de su ficción dominante–. El único aspecto que se ofrece como negativo en la experiencia del narrador como niño y adolescente es su paso por colegios religiosos, de salesianos, que es la excusa propiciatoria para retomar insistentemente las críticas contra la iglesia en Los días azules y El fuego secreto. Posteriormente cualquier divagación puede llevar la narración hacia críticas feroces hacia las religiones, especialmente el catolicismo y el Papa, en su sentido institucional: “La Iglesia, güevón, no es una colectividad religiosa sino un “ente” económico-político, con bancos, barcos, aviones y todo tipo de intereses terrenales. Lo único que le falta hoy al Vaticano es montar una cadena de burdeles con monaguillos” (R 99). Sin embargo, la presencia de la religiosidad es abundante en toda la producción de Vallejo, inserto en la tradición judeo-cristiana, que determina cuestiones que discute someramente sobre culpa y pecado. La presencia de iglesias pasa a ser espacial y cultural, como se evidencia en La virgen de los sicarios, alejándose, en este sentido, de cualquier juicio despectivo respecto a éstas. Así pues, la doble dimensión de la religión, en tanto institución y en tanto práctica cultural, es bien diferenciada en la narrativa de Vallejo; A la primera se la censura mientras que no sucede lo mismo con la segunda a pesar de devenir determinante en la constitución cognoscitiva del relato: 109 Ni en Sodoma ni en Gomorra ni en Medellín ni en Colombia hay inocentes; aquí todo el que existe es culpable, y si se reproduce más. Los pobres producen más pobres y la miseria más miseria, y mientras más miseria más asesinos, y mientras más asesinos más muertos. Ésta es la ley de Medellín, que regirá en adelante para el planeta tierra. Tomen nota. (V 118) La experiencia es determinante en la constitución disidente de la subjetividad del narrador protagonista, al articular los aspectos fundamentales de su idiosincrasia contestataria con respecto a la ficción dominante en sus ejes tradicionales: familia, iglesia y patria. Las cuestiones de género, pese a no ser centrales en la organización del texto vallejiano, devienen soslayadamente relevantes en el recuento de la experiencia así como en otros ejes de los procesos de constitución subjetiva como la identidad, la memoria y la agencia, en términos discursivos. Paralelamente, es necesario advertir que el tipo de encuentro que describe el narrador se enfrenta constantemente en dos vectores temporales, presente y pasado, que describen, analizan y reinterpretan los elementos constitutivos de la experiencia que, a su vez, determinan, junto a las formas específicas de la memoria, la identidad subjetiva y la disidencia de los textos del antioqueño. 2.2.4 Corporización A pesar de que la crítica cultural contemporánea insista en situar la subjetividad fuera del individuo, más allá de un cuerpo específico, la significación del cuerpo y las distintas corporizaciones son vitales en la narrativa autorrepresentacional. No sólo el lenguaje, el discurso y la narrativa son los lugares donde la subjetividad se desarrolla. El cuerpo es el constituyente físico de la subjetividad autorreferencial y se establece en el 110 único garante tangible de la narrativa vital a pesar de encontrarse mediado por el discurso. Su imbricación con el resto de los componentes de la subjetividad autobiográfica es fundamental ya que son elementos físicos y materiales, tales como los muchachos, la familia, los animales y el “caudex mortuorum,” entre otros, los que trazan la memoria. La corporización, pues, es una de las características básicas de la memoria, a la que asigna una especificidad limitada culturalmente: Embodiment is larger than the neurochemistry of the brain and its systems. Embodied subjects are located in their bodies and through their bodies in culturally specific ways –that is, the narrating body is situated at a nexus of language, gender, class, sexuality, ethnicity, and other specificities, and autobiographical narratives mine this embodied locatedness. (Smith & Watson 38) La relevancia del cuerpo como constituyente, en concreto, de la identidad se circunscribe a los significados culturales que afectan a los tipos de historias que el narrador puede incluir en su historia o, incluso, determinan la presencia de ciertos personajes. La nostalgia con la que se cuenta el relato vital de Fernando Vallejo lleva a idealizar, constantemente, lugares, objetos y personajes, corporizaciones en definitiva, que nutren el relato de elementos simbólicos con gran carga semántica. Los globos sobrevolando Medellín se constituyen en un motivo repetido y de un importante valor interpretativo en su obra. A pesar de que su presencia es más significativa en Los días azules y La virgen de los sicarios, se puede rastrear su persistencia en el resto de las novelas. Se trata del motivo por excelencia de la felicidad del niño Vallejo en la finca de 111 Santa Anita. Cincunscrito temporalmente a un año concreto, que el lector desconoce, el narrador hace saber que se trata de Nochebuena: Uno, dos, tres, cuatro, cinco, diez, veinte, treinta, ¡cien globos! ¡Qué maravilla! Se me bota el corazón. Ahora bien, agarrar un globo, en Antioquia, por más que haya y por más que todos caigan, es una hazaña, y le voy a decir por qué: porque detrás de cada globo hay veinte niños, con piedras y navajas, esperándolo en la tierra … Este libro no tiene más objeto que el de narrar la historia del único globo que entre los millares que palpitaban en el cielo agarré en mi vida, mi momento estelar, mi gran hazaña. (A 99-100) El estado de felicidad y engaño deleitoso se representa en la obra de Vallejo con el reiterado recuerdo de este momento. El motivo se repite con insistencia en La virgen de los sicarios. El comienzo de la novela narra la persecución de un globo que habían soltado en Medellín y se dirigía a Sabaneta. El recuerdo del globo ascendiendo en el aire por Santa Anita recorre la novela como metáfora de la infancia que el narrador dejó atrás y de la Colombia de entonces, ya irrecuperable, según Vallejo. Como señala Ana Serra: “Este recuerdo recurrente es el único espacio en la novela donde el narrador se muestra feliz, en contraposición con el tono de amargura y desesperanza que domina el resto del libro” (Serra 70). La amargura que se aprecia en el viejo narrador tiene paralelismo con el presente de Colombia, según se aprecia en el texto, al que él ve sumida en la decadencia y la desesperanza. El narrador es incapaz de reconciliar el pasado, que reescribe desde el tamiz de la felicidad, con el presente posterior a la Violencia, pero aún inmerso en ella. Este mismo tono cabizbajo se repite hasta la muerte del narrador. 112 La muerte es la principal protagonista de El desbarrancadero y La rambla paralela. A las muertes de Darío y el padre del narrador hay sumar la muerte simbólica de éste. Paralelamente, la muerte en Colombia, dimanada de la violencia, aparece como cuadro sobre el que se desarrollan los hechos en El desbarrancadero; Mientras que el simbolismo de los muertos en vida en Las Ramblas y El Paralelo, en Barcelona, son el marco actancial para la muerte de Fernando Vallejo en La rambla paralela. La importancia de la “libretica de los muertos” en el último libro de la saga se aprecia al considerarlo un artefacto material memorialista que resignifica la fugacidad vital a través del recuento de muertos y la llegada, simbólica, al mar, después de haber fluido por la vida y por las páginas de El río del tiempo, La virgen de los sicarios y haber pasado por El desbarrancadero. Su componente sarcástico se aprecia al servir de herramienta de contabilización de la caída inexorable en la muerte tanto de personajes favorecidos por el narrador como de los denostados. En última instancia, al jugar con su propia autoficción, hasta Fernando Vallejo acaba en ese “caudex mortuorum” que, en su caso, no es otro que La rambla paralela: Los iba anotando en su “libretica de los muertos”, su “caudex mortuorum” en que apuntaba abuelos, padres, madres, hermanos, primos, amigos y enemigos. Figuraban en ella más de setenta muertos de sida, cien muertos de cáncer, otros tantos de infarto y ciento veinte asesinados, que Colombia asesinó. En fin, de todo había en la libreta como en la viña del Señor. Quien se le hubiera cruzado en su camino así fuera un instante y hubiera muerto, ahí estaba. (R 138) 113 Los elementos narrativos se hacen materia reiterativamente en la obra de Fernando Vallejo como muestra la presencia memorialística a través del cuerpo en su narrativa. La corporización es parte fundamental de la constitución homosocial y desviada de la narración que acoge a través de nombres la actualización constante de la memoria. Son los cuerpos y la memoria que emana de éstos los que tejen la narración. La importancia de la materialización concreta de la memoria en los cuerpos es una constante en los libros del antioqueño y queda explícita, por ejemplo, en la ristra de nombres que, finalmente, constituyen su autoficción. Desde Los días azules, la narración, ensartada en la memoria, se nutre de nombres propios, de personajes de la esfera pública o privada, lugares, como el cafetín de la calle Junín, u objetos como el mencionado “caudex mortuorum”, los globos o los escapularios, que tienen, todos ellos una carga significativa importante en la constitución narrativa del relato vallejiano. La figura de Hernando Aguilar, la Marquesa, es de vital importancia en El fuego secreto pero su sombra se alarga por otros libros. Se trata de una figura muy significativa en la entrada de Fernando Vallejo en la esfera homosocial, que es, además, con quien comienza la narración del libro: “¡Mierda!”, dijo la Marquesa, poniendo las tetas sobre la mesa. “Con quién peleo, si sólo maricas veo...” Echó una mirada en torno, por el cafetín abyecto, y sus ojos se detuvieron en mí. Yo solté la gran carcajada: era el personaje más extraordinario que había visto en mi vida. Hernando Aguilar, la Marquesa, tedría cincuenta y cinco o sesenta años entonces, una edad antediluviana, y era de Yolombó, en las montañas de Antioquia ... De día contador público, de noche la Marquesa estaba 114 enamorado de un muchacho, Lucas, a quien yo conocí: de una insolente belleza que realzaba la más absoluta estupidez. (F 173) La distensión que Vallejo muestra con respecto a lo políticamente correcto se muestra en la forma que elige de la corporización de sus historias como se aprecia la resignificación de los escapularios que llevan los sicarios en La virgen de los sicarios. Se trata de un símbolo importante al hacer confluir varios elementos, la religiosidad, el asesinato, el mercantilismo y el erotismo: Le quité la camisa, se quitó los zapatos, le quité los pantalones, se quitó las medias y la trusa y quedó desnudo con tres escapularios, que son los que llevan los sicarios: uno en el cuello, otro en el antebrazo, otro en el tobillo y son: para que les den el negocio, para que no les falle la puntería y para que les paguen. (V 21) La materia narrativa de la que se nutre La virgen de los sicarios constigue insertarse en el mismo relato mítico de la infancia y juventud vallejiana relatada en Los días azules y El fuego secreto, contraponiendo un orden idealizado caduco con la violencia del presente a través de elementos físicos concretos, como las parroquias, bares, calles, personajes y el propio narrador. La mirada anhelante del narrador en La virgen de los sicarios cosifica a sus amantes, sicarios y prostitutos, hasta el punto que éstos carecen de voz propia en el relato y son, constantemente, traducidos e interpretados por el narrador con respecto a su jerga y sus acciones. Sus cuerpos son el lugar de la creación de las fantasías de Fernando Vallejo. Vek Lewis señala que el narrador protagonista crea a sus amantes a través de sus fantasías y conceptos de ellos. Según su análisis, no existen más allá de su contrato comercial/sexual y el ángulo de visión del narrador. La versión 115 que el narrador aporta es la sola lectura del cuerpo prostituto, generada por sus elisiones, exageraciones textuales y las proyecciones idealizantes sobre el cuerpo que refuerzan la posición de alteridad. Según su análisis: “Es una lectura que repite la mirada tanto clasificadora como fetichista/voyerista de los discursos que presentan nociones de la delincuencia” (Vek Lewis 81). El sicario, como compañero sexual y delincuente, resulta sumamente atractivo para el narrador. Primeramente, a través de su intercambio económico y, posteriormente, mediante sus cuidados y su discurso interesado consigue domar y cosificar al otro. La idealización desempeña un papel importante en el retrato que Vallejo hace del sicario. Además de sus encantos, primordialmente sexuales, el autor parece fascinado por la espiral de asesinatos en la que sus amantes están inmersos. El tipo de relación que establece con Alexis y, en segundo lugar, con Wílmar parece encontrar la felicidad en el asesinato indiscriminado. Al contrario que el contrato social heteronormativo, en esta novela, eminentemente violenta, el contrato social no gira en torno a la procreación. La presencia de la muerte y su relación con la violencia de raigambre sicaresca, posterior a la caída de Pablo Escobar, solapa el discurso identitario; De tal modo que, la masculinidad se mide por el grado de violencia y muertes que ésta pueda acarrear. El hecho de que maten a varias mujeres embarazadas tiene el resultado de inversión de la oposición binaria procreación-muerte, acentuando los rasgos identitarios de masculinidad. La corporización que se establece de Fernando Vallejo, como narrador y protagonista, en ocasiones se solapa. Cuando la distancia temporal es mayor, respecto a la narración y el momento vital del protagonista, la materialización es más debil, con menos detalles, pasando la significación del relato a los elementos circundantes al joven 116 Fernando. El lector sólo recibe pinceladas de la corporización del protagonista y su representación física pasa por elementos de los que se tiene noticia porque se deshace de ellos, como sucede con los zapatos que le regaló su padre y tira al Tíber, al poco de haber llegado a Roma, en Los caminos a Roma. Este libro supone el primero en que la narración primaria marcha de Colombia, a pesar de que en todo momento aparezcan constantes referencias a aquel espacio. Apenas comenzado el libro surgen las primeras pinceladas de nostalgia que asumen una corporización para poder designarlas. Aún ni había llegado Fernando a Roma, aún en el avión, el narrador comenta: “Se hundió el avión en una nube negra y yo en mis pensamientos. Ay abuelo, abuela, calle de Junín, Medellín mío, ¿Cuándo os volveré a ver? Ni bien los acababa de dejar y ya los estaba añorando” (C 329). Según la narración se acerca al momento de la enunciación los detalles sobre el narrador aumentan y el lector puede llegar a advertir detalles, tal vez nimios, sobre la corporización del narrador como resultan ser sus dientes desportillados, que, en realidad, guardan una relación directa con su constitución del plano de los afectos y su corporización: Los dientes desportillados se los debo a un vaso en que me estaba tomando un jugo y a la patada que Darío le dio: la patada quebró el vaso y el vaso mis pobres dientes. ¡Qué carajos! Dondequiera que estés, hermano, en el círculo de los irascibles o en el que te hayan asignado en los infiernos, desde aquí te perdono. Todos los días, tres veces al día, me acuerdo de ti: cuando como, sin que mis dificultades para masticar disminuyan un ápice el amor que te tengo. (D 73) 117 La concreción material es un elemento de la subjetividad autorreferencial que tiene una carga narrativa significativa al ser el punto dimanante del conocimiento y la producción de éste, y llega a ser determinante en la configuración de otros procesos de la subjetividad del narrador, como la memoria, la experiencia o la identidad, al articular discursivamente la cosificación, en unos casos, y la corporización agente, en otros casos, evidenciando una carga ideológica consustancial al marco cultural en el cual actúa. Además, a través de la explotación del cuerpo como punto de partida de la narración vital, Vallejo negocia las normas culturales que determinan los usos aceptados del cuerpo. Justifica la legitimidad de su actitud, comportamiento y juicio al contraponerlo al de la parte de la heteronormatividad que reprocha especialmente: la reproducción. De este modo, a partir de la localización cultural del cuerpo y la justificación de sus actividades, el antioqueño puede establecer un lugar concreto, la heteronormatividad homosexual, para la constitución de su narrador así como para una relectura a partir de un elemento determinado socialmente. Así pues, tanto el cuerpo como la corporización se ofrecen como constituyentes rearticulados semánticamente en el texto del antioqueño, los cuales reinciden en la constitución disidente de la subjetividad del narrador protagonista y coadyuvan en la creación una configuración coherente de todos los procesos de subjetividad del narrador girando en torno al desafío de la ficción dominante dimanada históricamente del discurso de la modernidad. 2.2.5 Agencia La agencia se asocia con el poder transformativo del comportamiento humano, en el cual tanto la diligencia como el libre albedrío forman las partes constituyentes fundamentales. La autobiografía se ha leído con frecuencia como una narrativa en la que 118 la agencia desempeñaba una función determinante; Era prueba de que los sujetos pueden vivir libremente y que tienen poder de transformación con respecto a la realidad. La práctica ausencia de este elemento, constituyente tradicional de la subjetividad narrativa, ofrece sin cortapisas la presencia el agotamiento del discurso de la modernidad en la obra del antioqueño. La agencia se halla limitada por las contingencias del momento histórico; De tal modo que no se niega la agencia como elemento constitutivo del sujeto, susceptible de convertirse en transformativo, pero la raigambre agencial del sujeto queda supeditada discursivamente a delimitar las aporías de la modernidad como proyecto. Se critica el constructo moderno mediante una agencia discursiva que vislumbra el carácter pandémico del sistema; A pesar de ello, esta lectura social no implica una transformación del sujeto ni un proyecto alternativo: se trata, simplemente, de una relectura posmoderna. El texto de Vallejo carece de cualquier carga idealista. Así pues, la agencia en su obra es radicalmente distinta a las expectativas del discurso de la modernidad; No se legitima ningún proyecto social ni se vislumbra ningún progreso, sino que únicamente se muestra una contemporaneidad distópica propia de la posmodernidad, en general, y latinoamericana, en particular: With no prospects of revolution, present life loses its epic potential … In the first place, there’s the necessity of remaking and resignifying personal experience … In the second place, we pass from the utopian thinking to the ad hoc. The lack of a final condition of total reconciliation has led us to constant readjustment, using strategies not as the means to achieve a glorious end, but as the end in itself … In the third place, we’ve renounced the wish to break away … The verb “to break” has lost its once 119 irresistible charm, its once implicit violence as a verb that could be sheathed in beauty: Fanon, Guevara and Ho Chi Minh were the very examples of this aestheticization of violence … In the fourth place, socialism no longer appears as the possibility of social synthesis or full integration between State and society … consecrating a status quo where the (internationally) integrated are starkly juxtaposed with the (nationally) excluded. (Hopenhayn 4) En este contexto, la agencia del sujeto queda limitada por las contigencias históricas y sociales a una episteme opuesta a los presupuestos de la modernidad hasta el punto que el relato de Vallejo muestra un trayecto no sólo contrario sino también anulador del bildungsroman, como relato autobiográfico típico de la Ilustración y su proyecto (Smith & Watson 135), junto con los romances nacionales decimonónicos, ya que describe las aporías del constructo moderno en sus constituyentes básicos en Latinoamérica: fe en el desarrollo capitalista, la productividad, el mercantilismo y la creación de lo nacional. Primariamente, la narrativa de Vallejo se permite atacar estos principios para, según avanza el relato, diseccionar otros elementos típicos de la modernidad latinoamericana como son sus creyencerías, la mera constitución racial, así como sus relaciones de dependencia, fundamentalmente con España, en primer término, y Europa. La entrada en crisis de los valores modernos se ofrece en el discurso vallejiano mediante su inclusión textual en una esfera cuestionadora y nihilista propia de la posmodernidad; Es decir, la persistencia de estos temas encrucijados en un nuevo discurso muestra un cambio ontológico que se distancia analíticamente a pesar de estar aún inmerso, de alguna manera, en esos antiguos valores. Esta episteme sería 120 prácticamente prototípica de los discursos de la posmodernidad no sólo en Latinoamérica sino en otros puntos geográficos donde persiste la polivalencia entre una modernidad desigual y una entrada conflictiva en los debates de la posmodernidad. La desubicación subjetiva, según los parámetros modernos, y la carencia de cualquier proyecto hacia el mejoramiento social son evidentes en la episteme del relato vallejiano como se ofrece en la consideración retrospectiva al final de Entre fantasmas a la que se hacía referencia con anterioridad: “Lo empecé a la aventura [Los días azules], como he vivido, sin saber cómo ni hacia dónde ni por qué carajos” (E 711). A lo largo de las ocho obras objeto de estudio se aprecia un desencuentro radical con respecto al bildungsroman, pero se aprecia significativamente en La virgen de los sicarios, donde Fernando Vallejo muestra en primer plano las relaciones sociales educativas entre el adulto y el joven. Para María Mercedes Jaramillo, el texto fundacional de La virgen de los sicarios es la inversión del bildungsroman ya que en este género “la relación entre el niño y el adulto es por lo general la educación del niño y de la influencia positiva del adulto, quien muere o desaparece dejando al joven ubicado en la vida” (Mª M. Jaramillo 432). Según Jaramillo, el narrador adulto es el que es educado por el personaje más joven y, en lugar de crecer se degrada, siendo éste un proceso paralelo a la adopción de la jerga de los sicarios por parte del narrador. Sin embargo, como señala Ana Serra en su artículo “La escritura de la violencia. La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo:” En mi opinión, la idea de un bildungsroman, aún en proceso invertido, sería contraria al mundo estático e inamovible que representa Vallejo, así como a sus presupuestos nietzscheanos sobre la fragmentación y desintegración del sujeto. En este artículo muestro que el narrador 121 experimenta un tipo de transformación, pero ésta no es completa ni definitiva. Es por esto que la parodia del testimonio, que parte del género y al mismo tiempo lo deforma, es un modelo más certero para interpretar Sicarios (Serra 67). En el caso de La virgen de los sicarios, como esboza Serra, el modelo narrativo apunta hacia una deformación del testimonio contemporáneo. De este modo, la novela de Vallejo emparentaría con los textos testimoniales de la sicaresca sobre el fenómeno de la violencia de los ochenta y los noventa en Colombia, tales como No nacimos pa’ semilla, de Alonso Salazar, El pelaíto que no duró nada (1992) de Víctor Gaviria, y Rosario Tijeras, de Jorge Franco. Esta novela se constituye, en realidad, en la única del ciclo autorrepresentacional que posee un marco narrativo distinto al resto. Es decir, a pesar de continuar con la narración vital de Fernando Vallejo, al enmendar y ampliar escenas anteriores y participar de los mismos personajes que aparecían anteriormente, se ofrece como una historia cerrada en cuanto al desarrollo argumental. Es la única novela de Fernando Vallejo de la cual no se nutre la narrativa posterior ni en personajes ni en escenas ni en comentarios más o menos significativos. Tanto la historia del sicariato como Alexis y Wílmar quedan limitados a los confines de La virgen de los sicarios. Es más, preguntado el autor sobre cuándo tendrían lugar los hechos narrados, Vallejo responde “La Virgen no tendría fecha o sería por 1993: tal vez sea un libro inventado” (Vallejo 16/11/2004), evidenciando dos cuestiones: por un lado, la articulación individual de esta obra en la narrativa vallejiana y, por otro lado, la dificultad de delimitar las fronteras entre lo verosímil y lo real dentro de la narrativa vital. En esta obra, además, aparece un atisbo de agencia al elegir el narrador coadyuvar pasivamente en los 122 asesinatos de sus amante y, paralelamente, no acudir a la violencia para asesinar a Wílmar al final del libro, aunque, de forma sesgada, se vea inmerso en el torrente violento de la coyuntura espacial y preformativa sin poder real de transformar su entorno. Por lo que respecta al resto de la saga autorrepresentativa, la articulación narrativa gira en torno a la inversión y designificación del bildungsroman sin unos patrones tan cerrados y reveladores como en La virgen de los sicarios. Según Sidonie Smith y Julia Watson: “The Bildungsroman, for instance, unfolds as a narrative of education through encounter with mentors, apprenticeship, renunciation of youthful folly, and eventual integration into society” (Smith & Watson 70). El encuentro con otras subjetividades por parte del narrador se basa en la disidencia social. En este sentido, su aprendizaje pasa, precisamente, por la aprehensión de conocimientos durante la juventud en la esfera homosocial que acentúan el placer de lo instantáneo y la no integración social dada la inviabilidad del proyecto colectivo-nacional como integrador y depurador de subjetividades. Esta actitud parte de la desarticulación del sujeto nacional que se aprecia en la obra de Fernando Vallejo. La mención de Colombia le sirve al narrador para dar cuenta de un comportamiento extendido en el inconsciente colectivo: la mezcolanza de la ley individualista como valor primordial en un entorno de violencia, corrupción y mezquindad donde no hay valores sociales o morales que guíen y validen el proyecto nacional. Colombia deviene, de este modo, más que en un espacio, una entidad que abarca lo negativo del conjunto de individualidades carentes de proyecto común. No se niega la existencia de Colombia como ente político, pero se muestra su inoperancia al ofrecerse en el discurso como ingobernable e incoherente. La voz del narrador está llena de amargura y resentimiento, de deseos de destruir lo que ya no tiene sentido “ordenar,” 123 en el sentido que lo empleaba Ángel Rama en La ciudad letrada, la función ordenadora de la letra en los dos sentidos de la palabra: la letra que ordena el mundo circundante y la letra que da órdenes, que gobierna. El ensayo de Rama trata de señalar que a partir de la posesión de la letra se legitima el poder y, de esta forma, muestra cómo los letrados se constituyen en un grupo anexo al poder. El letrado de la posmodernidad muestra, según se aprecia en Vallejo, la imposibilidad de ordenar el mundo heredado de la modernidad –que, a su vez, es otra forma de ordenamiento– a la vez que se observa la deslegitimación de la letra para gobernar, ya que el entorno social descrito es ingobernable por su raigambre individualista y por la designificación de cualquier proyecto social coherente y común más allá de la destrucción. El mundo recreado por el antioqueño es obstruso e inamovible en sus estructuras más relevantes. Sin embargo, sí aparece el libre albedrío en las prácticas sociales más inmediatas al sujeto autoficcional en su proceso de constitución. Mediante la perspectiva totalizante del narrador, no se aprecia la existencia del aprendizaje ni de ninguna evolución en el personaje protagonista en niveles comparables al bildungsroman. Existe su admiración por figuras familiares como los abuelos que le heredan comportamientos que, lejos de mejoramiento personal, contribuyen a la cerrazón idiosincrática del autor. Cabe señalar escenas enteras y manías que Vallejo copia del abuelo, como las relacionadas con el ahorro y los juicios maniqueos sobre personajes secundarios. Del aprendizaje que podría hacer el narrador de otros personajes poco queda más que las relacionadas con las artes amatorias. Se trata de la puesta en práctica de las enseñanzas de Hernando Aguilar, la Marquesa, en el plano performativo de las lides homosociales de seducción y conquista, evidenciando el cariz transgresor del narrador que no ve más 124 movilidad social que la apuesta por una homosexualidad heteronormativa que se toma como bandera para deconstruir cualquier elemento paralelo de la narración como la heterosexualidad reproductiva y, frecuentemente, el comportamiento de los próceres de la patria: Antes de Junín fue Boyacá, después de Junín fue Ayacucho. Hoy Junín, Boyacá y Ayacucho son calles. Y Bomboná y Palacé y Carabobo y Juanambú y Pichincha y Bolívar y Sucre y Córdoba y Girardot. Héroes y batallas convertidos en calles. Son las calles del centro de Medellín y el destino de la Gloria. El héroe acaba siempre así, en pavimento. En cuanto a mí, soldado de lo común, también me espera mi calle: en las inmediaciones del Teatro Roma, en una falda, por donde deambulan cuchillos de camajanes: la santa calle de los Huesos. (F 182) La distancia entre las distintas esferas sociales reaparece constantemente en la obra de Vallejo para evidenciar las limitaciones a la agencia subjetiva. Tal vez pueda resultar significativo que Vallejo muestre una sexualidad no problemática, pero que, a su vez, invita a mayor reflexión ya que para deambular sin demasiados problemas ha de asumir los patrones de comportamiento de la heteronormatividad. La agencia, en este sentido, se ve limitada a identificarse con los tropos heurísticos que emanan de la concepción patriarcal tradicional. La inversión del bildungsroman aparece explícita a través de la oposición que la obra de Vallejo establece con respecto a los romances nacionales decimonónicos: textos de ficción específicamente creados para configurar el imaginario nacional. Son éstos típicos discursos de la formación subjetiva y grupal en pos de la construción nacional. 125 Pueden leerse como un buen ejemplo de la constante redefinición de la nación. Si, por ejemplo, Soledad (1847), de Mitre, se centraba únicamente en describir a la clase hegemónica, su ideología y sus batallas –con la aparición anecdótica de una sirvienta indígena–, Aves sin nido (1889), de Matto de Turner, otorga especial importancia a la descripción de distintos grupos étnicos que han de conformar el imaginario nacional. Con escasas excepciones –cabe señalar Sab (1841), de Gómez de Avellaneda–, los primeros romances nacionales latinoamericanos no dan cuenta de la diversidad de las naciones que pretendían construir discursivamente; O bien resuelven el trama incidiendo en cuestiones raciales que a veces se resuelven, como en La hija del judío (1848), de Sierra O’Reilly, y en ocasiones ofrecen un final ambiguo, que plantea una mayor problemática social, como en María (1867), de Mármol. La “Republica de las letras” que estudia Julio Ramos –tomando el término de Bello y Blest Gana– ha de ordenar el caos, la oralidad, la naturaleza, la barbarie en un proyecto de formación nacional. Los escritores de los textos fundacionales, con frecuencia romances nacionales, se enfrentaron a este proyecto mediante la acumulación de motivos que habrían de constituir las patrias hispanoamericanas. Estos textos ofrecen un mapeo social que instituye una descripción anticolonial y, subsiguientemente, una muestra de cómo funcionan los mecanismos de la imaginación nacional. A partir de la negación del modelo colonial en los discursos se vislumbra la aparición del modelo nacional. La secularización de la letra que tiene lugar en el siglo XIX no altera la importancia de ésta como artefacto cultural organizador. Los letrados, tras las independencias y a lo largo de todo el siglo, plantean proyectos civilizatorios en sus textos que atienden a la necesidad de crear imaginarios nacionales. Se trata, en definitiva, 126 de producciones culturales liminales que se suelen definir como ficciones fundacionales (Sommer) o guías de ficción (Shumway). Los romances nacionales son rearticulaciones de la imaginación histórica y propuestas de proyectos nacionales. Parece, pues, más acertado referirse a ellos como guías de ficción (Shumway) que plantean una propuesta política y un proyecto social; Como tales, las prefiguraciones ideales del proyecto nacional que plantean los textos del siglo XIX no se corresponden con la realidad. La ideología de los imaginarios formulados en los romances nacionales emana del grupo hegemónico y plantean una solución simbólica a su problemática histórica. El romance en Latinoamérica expresa los ideales del liberalismo, de las élites dirigentes de la época y de los intelectuales que formularon el programa liberal para las naciones americanas (Unzueta 77). Los textos de Fernando Vallejo muestran el derrumbe de estas prefiguraciones nacionales en tiempos posmodernos. Aparece frecuentemente la referencia a Colombia como patria, en su sentido afectivo, sin embargo, la constitución política como ente autónomo y soberano resulta criticado con obstinación antioqueña: “A él está consagrada Colombia, mi patria. Él es Jesús y se está señalando el pecho con el dedo, y en el pecho abierto el corazón sangrando: goticas de sangre rojo vivo, encendido, como la candileja del globo: es la sangre que derramará Colombia, ahora y siempre por los siglos de los siglos amén” (V 8). En la obra del antioqueño se duda del poder de la letra y de cualquier tipo de desarrollo mediante la expresión cínica de los desastres de la patria. El poder de la letra, como vasalla del poder, aparece anulado desde el momento en que Vallejo dice descreer de cualquier narración que no sea en primera persona: “Yo sólo creo en quien dice humildemente yo y lo demás son cuentos” (Los días azules, 3ª edición 127 contraportada). Mediante la deslegitimación de cualquier proyecto que no esté enraizado en la destrucción, Vallejo apuesta por un nihilismo contrario a la formación de cualquier autoridad sea regional o nacional, en el plano político, o global, en el plano económico o religioso. A los que utilizan el discurso en tercera persona sea en el plano literario o en el político, Vallejo los califica de “horda de confundidores y tartufos mentirosos” (Vallejo 22/9/2004). Para el antioqueño todos los discursos por el mejoramiento social se han agotado en el siglo XX al mostrar su inoperancia y sólo se aprecia en su obra y sus entrevistas cierto ecologismo y su amor por los animales: Todo se va al carajo. Sólo me importan los animales que todos los discursos en la historia de las civilizaciones y las religiones no han querido ver como nuestro prójimo. Pero ya el planeta no da más de sí: de aquí a treinta o cincuenta años nos quedamos sin agua, sin petróleo, sin recursos. (Vallejo 22/9/2004) En su ciclo narrativo de 1985 al 2002 esta cerrazón idiosincrática, muestra de la verdad autorreferencial, aparece sistemáticamente. El nihilismo que se aprecia en sus obras de este período es el resultado de una evolución personal que se aprecia en sus mismas producciones artísticas. El idealismo y la confianza por el mejoramiento social que se aprecia en las primeras obras cinematográficas del antioqueño, los documentales Un hombre y un pueblo (1968) y Una vía hacia el desarrollo (1969) van dando paso, a lo largo de la década de los setenta, a una evolución ideológica que aparece en sus tres películas Crónica roja (1977), En la tormenta (1980) y Barrio de campeones (1983). Desde la confianza, o esperanza, en un futuro mejor a través del desarrollismo de recursos del entorno físico y social se pasa en las últimas producciones cinematográficas 128 a un discurso centrado en la violencia colombiana, en las dos primeras películas, hasta la imposibilidad de movimiento social o el vislumbramiento de la realización de cualquier anhelo en la selva humana de las ciudades, en la última. Tanto la imaginación histórica como la república de las letras, como constituyentes de la circunscripción del sujeto en los ejes de la autoridad nacional y de la formación del sujeto, quedan delimitadas a la noción de desastre de sus mismos proyectos desde la voz todopoderosa del narrador y su visión nihilista. En época de crisis ontológica, donde el discurso de la modernidad es inoperante para explicar la realidad actual, Vallejo se devuelve al “yo” como autoridad primera del discurso humano. Se trata de un “yo” disperso que muestra una continua autorreflexión individualista y autárquica como prueba de su propia existencia. El único proyecto que se atreve a defender es el de su propia persona frente a constructos sociales que a lo largo del siglo XX han mostrado, según la voz narrativa, su inoperancia: Yo no soy hijo de nadie. No reconozco la paternidad ni la maternidad de ninguno ni de ninguna. Yo soy hijo de mí mismo, de mi espíritu, pero como el espíritu es una elucubración de filósofos confundidores, entonces haga de cuenta usted un ventarrón, un ventarrón del campo que va por el terregal sin ton ni son ni rumbo levantando tierra y polvo y ahuyentando pollos. (D 44) Finalmente, lo que queda tras tantas críticas y odios es la textualización de un abanico de autorrepresentaciones, dimanantes de posiciones subjetivas disidentes, que emparentan con el uso y abuso de los registros autobiográficos. Es ahí donde se puede apreciar la localización de la agencia: ésta se explicita a través de la construcción discursiva y no mediante la posibilidad de cambio en la organización del mundo que 129 propone. La advertencia de este extremo emparenta, en realidad, con discursos muy anteriores a los de la posmodernidad y habría que encontrarlos en las primeras consideraciones que prefiguran la modernidad: Descartes y Hume, desde persepectivas distintas. Las estructuras y proyectos sociales que describe Vallejo son tan inamovibles e inoperantes que remiten en su constitución textual a la desazón agencial de los inicios de la modernidad, a través de un discurso que expone el camino de ida y vuelta de la modernidad hacia un territorio que se ha dado en llamar posmodernidad: el territorio de la involución y la distopía en la historicidad reciente. Memoria, experiencia, identidad, corporización y agencia fluyen para configurar una perspectiva subjetiva que asume las contingencias de su tiempo. El “ventarrón del campo que va por el terregal sin ton ni son ni rumbo levantando tierra y polvo y ahuyentando pollos,” como se representa Vallejo, ofrece una apuesta discursiva que se instituye en la agencia del sujeto para prefigurar un mundo en el que aparecen tres constantes como organizadoras del texto: afecto, violencia y humor. El afecto, como redimidor de tanta desolación y único garante vital; La violencia, como elemento característico de Colombia y Antioquia; El humor, como cortesía de la desesperación. Estos rasgos que organizan, desde una perspectiva temática y una modalidad discursiva, la narrativa del antioqueño son objeto de estudio en el segundo capítulo de la presente investigación. 130 CAPÍTULO 3 TOPOGRAFÍAS NARRATIVAS DEL SUJETO POSNACIONAL: AFECTO/VIOLENCIA/HUMOR A través de la revisión del concepto de autoficción en los distintos procesos de constitución subjetiva se aprecia la crisis de los discursos nacionales y la emergencia de formaciones posnacionales propias de la posmodernidad. La crisis de hegemonía del binomio nación/estado en Colombia provoca el establecimiento de subjetividades disidentes al igual que fronteras culturales que delinean no sólo un espacio abyecto sino también un discurso de verdad autorreferencial en la obra de Fernando Vallejo. El corpus de ocho libros ofrece topografías narrativas que describen detalladamente la crisis ideológica y axiológica del sujeto posnacional: el afecto y la violencia, en su cariz temático, y el humor, como modalidad discursiva. El afecto deviene, tal vez, la más significativa de las topografías narrativas de la obra de Fernando Vallejo ya que se halla en la base de las otras dos articulaciones específicas de sus libros. La narración vadea hacia la violencia como instrumento imprescindible para la representación y desarticulación ideológica de la nación y, paralelamente, hace uso del humor, como sedimento narrativo, para desasir las ontologías tradicionales y sus sistemas cognoscitivos. A pesar de sus concreciones, ambos constituyentes dimanan del afecto al ser formas singulares de redención y compasión. Los espacios y representaciones del afecto se entrecruzan con estas topografías para articular una función ambivalente en las obras de Fernando Vallejo. Por un lado, en las 131 recreaciones del pasado hasta La Violencia6, el afecto aún es un referente idealizado/idealizante que asume la vigencia del pacto nacional y su poder coercitivo en la constitución de subjetividades. Por otro lado, en los cuadros y reflexiones presentistas, es un elemento determinante para apreciar la crisis que azota al sujeto posnacional, ya que la coyuntura histórica de la desintegración ideológica y axiológica se expresa, primeramente, a través de los afectos para dar lugar, con posterioridad, a algunas especulaciones metadiscursivas. Mediante la articulación afectiva/racional se aprecia la importancia de la introyección y la autorreflexión subjetiva que da pie a un individualismo abigarrado donde los conceptos colectivos pierden todo rigor como referentes de poder y delineación de subjetividades. La sobreabundancia de la violencia aparece como correlato a la historicidad de Colombia, la cual forma parte intrínseca del relato vallejiano en la formación de subjetividades posnacionales. En este sentido, la narrativa del antioqueño se sitúa en el gozne entre modernidad y posmodernidad, como formaciones culturales residuales y emergentes, donde aparece una crisis subjetual y discursiva que evidencia el cambio de patrón ontológico y cognoscitivo en un momento histórico concreto que discurre desde 6 “La Violencia” es un período de la historia colombiana del siglo XX que, según señala Marco Palacios en su agudo ensayo Entre la legitimidad y la violencia: Colombia 1975-1994, es necesario ubicar entre 1948 (asesinato de Jorge Eliécer Gaitán) hasta 1964 (la caída de Rojas), que está marcada por la violencia generalizada en todos los estratos sociales que dejó como saldo cerca de 250.000 muertos. Los acontecimientos que dieron pie a La Violencia sucedieron bajo el mandato del conservador Mariano Ospina Pérez, elegido presidente en las hurnas en el año 1946. En esos momentos, la inestabilidad política alcanzó un nivel alarmante y se sucedieron los enfrentamientos armados, las manifestaciones y las huelgas. Tanto el jefe del gobierno como los dirigentes liberales incitaron la violencia. Únicamente Jorge Eliecer Gaitán buscó una vía diferente y el 17 de febrero de 1948 convocó una manifestación contra la violencia. Decenas de miles de personas desfilaron por las calles de Bogotá en silencio. Dos meses después, el 9 de abril, Gaitán cayó víctima de un atentado en pleno centro de la ciudad. La muchedumbre enfurecida linchó a los asesinos, pero los organizadores permanecieron ocultos. La ira popular se extiendió por todo el país: fueron días de movilización colectiva que articularon La Violencia hasta mediados de los 60, cuando hubo una rearticulación de la violencia en un nuevo contexto marcadamente posnacional, como se analiza más adelante. 132 mediados hasta finales del siglo XX donde, además, se evidencia una aprehensión desigual de la modernidad en Latinoamérica. Es decir, Vallejo participa de la crisis del discurso moderno en un contexto que se ha dado en llamar posmodernidad. Su obra se ofrece como contrapunto al simulacro y la simulación a través de su constante referencialidad histórica, la coordinación de correlatos objetivos/subjetivos, y sus diatribas locales/globales que enriquecen el debate sobre la tan discutida posmodernidad latinoamericana. El humor, articulado mediante la comicidad y el humorismo, es una modalidad narrativa que exhibe la desestructuración de las grandes metanarrativas de la contemporaneidad: local/global, nacional/posnacional, modernidad/posmodernidad. Resulta, pues, una herramienta imprescindible en los libros de Fernando Vallejo. Se trata del contrapunto narrativo a la crisis ideológica que se representa en su obra. La estructuración discursiva por medio de la comicidad y el humorismo, tomando forma cínica de forma reiterada. El cinismo se convierte en la estructuración discursiva orgánica más significativa de la narrativa de Vallejo al presentar una defensa en su práctica de acciones o doctrinas vituperables como eje raigal de su discurso. La creación de su propio mito, en este sentido, es axial: una dramatis persona(e) que utiliza una modalidad discursiva hilarante, de apariencia cándida, para deconstruir sistemas de conocimiento de las ontologías tradicionales provenientes de la falsa conciencia ilustrada. El humor, pues, esconde en la obra de Vallejo una serie de mecanismos semánticos que reafirman, desde una perspectiva más amable para el lector, la propuesta narrativa, pretendidamente idiosincrásica y transgresora, del autor. 133 Afecto, violencia y humor se muestran como los elementos más recurrentes en las topografías narrativas de Fernando Vallejo, de ahí que su productividad en el estudio de la encrucijada que supone la crisis subjetiva y sistemática a la que dan pie sus obras sea sobresaliente. 3.1 Espacios y representaciones del afecto ¿Odio luego existo? No. El odio a mí me lo borra el amor. Amo a los animales: a los perros, a los caballos, a las vacas, a las ratas, y el brillo helado de las serpientes cuando las toco me calienta el alma. En cuanto a los que se llaman a sí mismos “racionales” –blancos, negros, verdes o amarillos– ah, eso ya sí es otro cantar, mejor dejemos así la cosa. (D 184) El afecto deviene, tal vez, la más significativa de las topografías narrativas de la obra de Fernando Vallejo ya que se halla en la base de las otras dos articulaciones específicas de sus libros. El narrador acude a la violencia como instrumento imprescindible para la desarticulación ideológica de la nación y, paralelamente, hace uso del humor, como cortesía de la desesperación, ante la distopía de la contemporaneidad. A pesar de sus concreciones, ambos constituyentes dimanan claramente del afecto al ser formas singulares de redención y compasión. Dentro del sistema de significaciones vallejianas, la destrucción de Colombia es la mayor prueba del afecto que el narrador siente por su terruño y, análogamente, la necesidad del humor para describir la realidad autoficcional colombiana forma parte, por igual, de una estructuración afectivohumorística típicamente antioqueña. Los espacios y representaciones en la obra del autor tienden a organizarse a través de pares significativos que evidencian un procesamiento afectivo como primera forma de aprehensión psicológica. De hecho, esta circunstancia no resulta extraña y puede ser parangonable con facilidad, ya que como señalan varios estudios de cognición social, el 134 afecto se instituye en el antecedente evolutivo de otras formas más complejas de procesamiento de información, siendo, además, la guía que modela los demás procesos de cognición (Damasio 20, Adolphs 45, Forgas 28). Sus estudios muestran que el afecto influye en todos los aspectos de la vida mental: tanto los pensamientos, como los juicios, las memorias y las decisiones se encuentran modeladas por el sistema afectivo. De este modo, es columbrable la interdependencia de procesos que se organizan, en realidad, a través del sentimiento y del pensamiento, constituyentes del afecto y la cognición. El aspecto aparentemente nocivo del afecto en la razón se puso en duda con las aportaciones en este campo a lo largo de los años ochenta y noventa del pasado siglo –Fiedler, Martin, Forgas y Sedikides, entre otros–: “Affect is neither a universally beneficial nor a universally disruptive influence on social cognitive processes. Rather, the effects of affective states on social thinking appear to be highly context specific” (Forgas 3). Debido a las interrelaciones entre el aparato cognitivo y el afectivo, Eve Kosofsky Sedgwick comenta, desde otra perspectiva: “the drive system cannot be properly understood as a primary structure in which the affects function as subordinate details or supports” (Kosofsky Sedgwick 21). Así pues, el afecto, a través de sus articulaciones raigales –amor, melancolía, indiferencia y odio– se constituye, posiblemente, en la topografía narrativa más importante de la obra del antioqueño. La subjetividad que el autor construye en su narrador evidencia unas características personales en las que el afecto, frecuentemente articulado de forma melancólica, no sólo describe al narrador sino que evidencia las razones de sus configuraciones afectivas. En este sentido, la bipolaridad temporal que se establece en la obra de Vallejo muestra dos estructuraciones elementales del afecto; Por 135 un lado, se evidencia la vigencia del pacto nacional y su poder coercitivo en la constitución de subjetividades en los cuadros pasados y, por otro lado, en los cuadros presentistas, es un elemento determinante para apreciar la crisis que azota al sujeto posnacional, ya que la coyuntura histórica de la desintegración ideológica y axiológica se expresa, primeramente, a través de los afectos. La autorreflexión subjetiva que da pie, en este contexto, a un individualismo abigarrado donde los conceptos colectivos pierden todo rigor como referentes de poder y delineación de subjetividades. Desde otra perspectiva, el afecto también modela la organización espacial en dualidades positivas y negativas, que son objeto de metástasis según avanza la narración: Santa Anita/Medellín, Medellín/Bogotá, Antioquia/Colombia, Colombia/Europa, Colombia/Estados Unidos, Colombia/México. Según el narrador descubre su relato, el primer componente se retrata con afectos positivos mientras que el segundo componente se muestra como negativo; No obstante, según avanza la narración el segundo componente se positiviza al rescatar los elementos ponderativos del espacio concreto al que se refiere el narrador. De este modo, la configuración afectiva del narrador se evidencia, de forma sobresaliente, mediante sus espacios y representaciones. A pesar de la recurrencia de la violencia, el narrador no expresa el afecto en forma de odio, como se podría pensar, sino a través del amor con mucha mayor frecuencia. José Ortega y Gasset en sus Estudios sobre el amor establece diversos aforismos sobre lo que él califica como “psicología del amor.” Uno de los más significativos es el referido a la descripción sujeto que ama: “Siendo el amor el acto más delicado y total de un alma, en él se reflejarán la condición e índole de ésta. Es preciso no atribuir al amor los caracteres que a él llegan de la persona que lo siente. Por esta razón, podemos hallar en el amor el 136 síntoma más decisivo de lo que una persona es” (Ortega y Gasset 52). El amor en el caso del narrador aparece como vínculo identitario imprescindible con respecto a los cuadros que describe. Es decir, el narrador, incluso cuando aboga por la destrucción de Colombia y colabora directamente en la muerte de algunos personajes, está ejerciendo su oficio de amante, en el sentido más amplio del término y muestra sobresaliente del amor más desprendido y desinteresado. Su amor por Colombia se concreta en el mismo momento que reivindica su destrucción. En este sentido, la relación de Vallejo con Colombia sería radicalmente distinta a la de Thomas Bernhard con Austria, autor con el que en algún momento se le ha comparado: Pregunta.- Thomas Bernhard se sirvió de su odio por Austria como de un combustible creativo. Desde hace muchos años vive en México, la capital de la mentira, como la llama, y va con arriesgada frecuencia a Colombia. ¿Se imagina escribiendo desde un entorno plácido o necesita, como Bernhard, el roce con lo que detesta? Respuesta.- Él insultaba a Austria, su patria, porque la odiaba; yo en cambio insulto a Colombia, la mía, porque la quiero. Y porque la quiero, quiero que se acabe: para que no sufra más. (Babelia Digital) Vallejo, desde su constitución identitaria, sin duda, coadyuva indefectiblemente en la estructuración de su narrador como sujeto narrativo. De ahí que sus explicaciones puedan aportar luz sobre el sistema ontológico mediante el cual representa y es representado. El narrador ofrece un sistema en el que el amor no se entiende como un efecto entre mágico y mecánico, ilógico y antirracional. Muy al contrario, Vallejo, el narrador, evidencia la significación de la fuente psíquica en la constitución ya no sólo del 137 amor, sino de los afectos en general. Comenta Ortega y Gasset con respecto a esta configuración: El amor, aunque nada tenga de operación intelectual, se parece al razonamiento en que no nace en seco y, por decirlo a sí, ad nihilo, sino que tiene su fuente psíquica en las cualidades del objeto amado ... Amar es creer que lo amado es, en efecto, amable por sí mismo, como pensar es creer que las cosas son, en realidad, según las estamos pensando. (Ortega y Gasset 61) El amor se constituye, pues, como cualquier otra prefiguración psicológica, en una ficción constitutiva que crea un sometimiento de la felicidad y estabilidad del sujeto amante al objeto o sujeto al que ama. Este aspecto es muy recurrente en la obra del antioqueño por el conjunto de motivos que selecciona para describir sus afectos. En el plano amoroso destacan, sobremanera, Colombia, como constructo ideológico-identitario, así como la abuela Raquel, el padre y Darío, hermano del narrador, como figuras fundamentales del ámbito familiar. Su concreción más explícita aparece a través de su propia destrucción, a través de una relación eros-thanatos, en la que la muerte del objeto/sujeto amado sublima el mero deseo amoroso. El hecho culminante en el amor es para Vallejo su conclusión. Las emociones amorosas construidas en la narrativa del antioqueño no se ven reguladas por el objeto/sujeto hacia los cuales están dirigidas sino más bien al contrario: el objeto/sujeto es elaborado por la apasionada fantasía del narrador. El amor no muere con la destrucción de lo amado, sino que es más bien una 138 evidencia de las pasiones del alma que los engendraron discursivamente a lo largo del ciclo autorrepresentacional de Vallejo. Tanto en el caso de la nación como en el de los personajes más significativos de la narrativa vallejiana, es apreciable que su constitución identitaria no es más que una sencilla proyección del sujeto narrador. Esta construcción resulta concomitante con la teoría de la cristalización de amor de Stendhal, la cual es idealista porque hace del objeto/sujeto externo un elemento subsidiario de la subjetividad del amante. En 1822 Henri Beyle, más conocido como Stendhal, publicó De l’amour, ensayo basado en buena parte en sus propias experiencias. Destaca su teoría de la cristalización, proceso por el que el espíritu, adaptando la realidad a sus deseos, cubre de perfecciones el objeto/sujeto del deseo. Se trata de una operación del espíritu en la cual éste utiliza todo lo que concierna al objeto/sujeto amado para descubrir en éste nuevas perfecciones. El nombre viene de una metáfora de Stendhal con respecto las minas de Salzbourgo, ya que si en éstas, comenta el autor, se arroja una rama de arbusto y se recoge al día siguiente, aparece transfigurada, de tal manera que se habrá cubierto de irisados cristales que adornan su aspecto. El escritor francés señala que la imagen real del objeto/sujeto amado cae dentro del alma del sujeto amante y, poco a poco, se va recamando de superposiciones imaginarias que acumulan sobre la imagen real toda posible perfección. Este proceso es perceptible en la narrativa de Fernando Vallejo, ya que se produce un perfeccionamiento descriptivo en los elementos afectivos que llenan su ficción a pesar de que el narrador es explícitamente consciente de este hecho como evidencia un párrafo dedicado a su hermano Manuel: 139 Las constelaciones son ilusorias y efímeras, espejismos pasajeros. Cree el observador ingenuo ver en ellas un toro, una balanza, un pez y acomoda los trazos. Como en el amor ¿no? Uno ve lo que quiere. Y al cabo las constelaciones se deshacen y toman rumbo aparte sus estrellas, a veces rumbos opuestos como los tomaremos sin duda tú y yo. No hay constelaciones, Manuelito. Lo que hay en realidad es estrellas viajando solitarias. (F 231) A pesar de esta advertencia, la narrativa vallejiana participa del idealismo afectivo, principalmente en los primeros relatos, tanto en la construcción y funcionamiento discursivo de la nación como en la descripción de las felices anécdotas familiares, para, paulatinamente, advertir su fracaso y la ausencia de viabilidad de los respectivos proyectos sociales o familiares. El narrador parte de la fehaciente cristalización de su amor por los objetos/sujetos significativos desde su subjetividad para reivindicar su misma destrucción al no corresponderse con sus deseos y aspiraciones: de ahí la necesidad de destruir Colombia, el asesinato de su padre, la muerte de su abuela y la muerte de Darío, así como el deseo de inventariar la destrucción progresiva de todo un estado de cosas a través de su “libretica de los muertos.” La actividad creativa que realiza el autor es muestra, además, de un compromiso autoficcional que reside en la urgencia de terminar con una contemporaneidad distópica con respecto a los intereses subjetuales. El sujeto posnacional construido por el autor es, en esencia, disidente en lo que se refiere al proyecto nacional y, paralelamente, muestra su inconformidad con las estructuras familiares y heteronormativas tradicionales. Ante estos elementos se decide por la destrucción en lugar de la rehabilitación ya que, dentro 140 de su propia concepción ontológica, la vida humana es un error y nunca debió brotar, idea que explota mediante la paz de la no-existencia (Vallejo 22/9/2004). A pesar de lo anquilosado del razonamiento, la concepción vallejiana esconde el grado más grande de amor que se pueda expresar: el amor per se, sin posesión ni expectativas, que puede aceptar la pérdida del objeto/sujeto amado. En el caso de su representación, frente a la distopía de la cotidianidad, el narrador acude a la exterminación como recurso ético, sin paliativos, aspecto del que el narrador de La rambla paralela remeda: “Nunca he sido yo partidario de la opiniones drásticas. Él sí. Para él todo era blanco o negro, cielo o infierno. Y pues no, también existen puntos intermedios, como por ejemplo el gris y el purgatorio” (R 50). Así pues, ante la imposibilidad de la perfección y la viabilidad para Colombia y las demás estructuras sociales, Vallejo, el narrador, percibe la posibilidad de felicidad en la destrucción de todo lo construido como ejercicio de responsabilidad del amor. Este último aspecto, se instituye en uno de los pilares principales del amor, según comenta Erich Fromm en The Art of Loving: Care and concern imply another aspect of love; that of responsibility. Today responsibility is often meant to denote duty, something imposed upon one from the outside. But responsibility, in its true sense, is an entirely voluntary act; it is my response to the needs, expressed or unexpressed, of another human being. To be “responsible” means to be able and ready to “respond.” (Fromm 23) La concepción de amor que expresa el narrador en el conjunto de ocho libros ofrece su responsabilidad frente a seres humanos, animales, objetos y constructos ideológicos mediante su imbricación afectiva entre la acomodación y la asimilación. La 141 fundamental dicotomía que establecen estos dos conceptos en la dimensión del procesamiento de información evidencia la raigambre iconoclasta de la concepción cognoscitiva del narrador y la visión limitada que ofrece. Según diversos estudios de cognición social (Bruner, Bless, Fiedler), la acomodación es un proceso adaptativo por el cual el sistema afectivo se centra en las demandas del mundo externo; La asimilación, en contraste, es un proceso complementario en el cual el sistema afectivo se adapta al mundo exterior, apoyándose en estructuras y representaciones internas bien organizadas. A pesar de que la acomodación requiere una exhaustiva percepción, la asimilación, por su lado, implica una reelaboración cognitiva, transformando los estímulos en estructuras de conocimiento. La lectura afectiva de Vallejo con respecto a su entorno parte de la acomodación para llegar a la asimilación. Ambos conceptos implican un sistema afectivo previo. En primer lugar, el narrador acomoda su sistema afectivo al mundo externo mediante la aprehensión de juicios que el lectorado pudiera hacer sobre su mismo personaje o su percepción [“Medellín, ciudad de cantinas, de burdeles y de iglesias. Matadero, puteadero, rezadero. En ti nací y en ti me muero hora a hora, día a día, año a año.” (F 277-278)]. En segundo lugar, asimila su reelaboración ontológica del mundo en el marco de la superación de las expectativas del lectorado –donde el cinismo es parte importante– [“Cuando crezcas, Manuelito, te llevaré al Jihad, la guerra santa, a despatarrar cristianos, y en camello de la Ceca a la Meca. Sólo Alá es grande y Mahoma su profeta, y en mi casa y en mi fiesta y en mi libro mando yo” (F 277)]. En las obras de Vallejo se aprecia una lectura crítica con respecto a estructuras sociales y símbolos nacionales que hubiera de partir necesariamente de una respuesta responsable a la asimilación afectiva. Los afectos del narrador se hallan en el gozne entre la acomodación 142 y la asimilación; De este modo, evidencia que, desde su concepción, el universo debería ser un quid pro quo; Cuando esta ficción constitutiva deja de ser productiva, se empiezan a columbrar las aporías tanto de esta ficción como de las estructuras sociales de las que emana. La narrativa vallejiana muestra, igualmente, cierta predisposición simbólica –entendida como disposición aprendida– hacia la disidencia como principio organizador de subjetividades. Desde el punto de vista afectivo, se pueden apreciar dos polarizaciones: una primera, que se organiza en torno al conjunto amor/odio que evidencia predisposiciones con respecto a la ideología política y al prejuicio racial, y una segunda, que se construye a partir de melancolía/indiferencia en el entorno de los cuadros pasados y los cuadros presentistas o los que atienden a proyecciones de futuro. Los juicios del narrador ponen en el marbete numerosas respuestas afectivas aprendidas que han sido condicionadas por símbolos específicos del conservadurismo, el cual se puede ver transferido a distintos órdenes ontológicos, como señala David O. Sears: When these symbols become salient later on, they should evoke consistent evaluations through a process of “transfer of affect” or cognitive consistency. This assumes that people simply transfer affects from one symbol to another when they are linked to one another. As a result, the symbolic politics process in characterized by rather unthinking, reflexive, affective responses to remote attitude objects, rather than by calculations of probable costs and benefits. (Sears 17) La localización cultural y política del narrador se encuentra en la encrucijada de la constante transferencia de afecto a partir de cuadros de actuación aprendidos. La 143 subjetividad de éste posibilita, además, conjeturar su propuesta identitaria como hipótesis cultural, a caballo entre las promesas modernas y la realidad posmoderna, donde se muestra, afectivamente, una transición hacia el sujeto posnacional. La transferencia de afectos facilita, en términos simbólicos, una menor discusión en profundidad sobre la validez de los parámetros operativos en una coyuntura histórica. Este extremo resulta apreciable en la narrativa de Fernando Vallejo, ya que su narrador opera en el campo de afectos como tropos organizador del texto y no llega a profundizar en sus discusiones, tal vez al verse permeado por un profundo cinismo –signo, como señalara Sloterdijk, de los tiempos posmodernos–. Siguiendo las conceptualizaciones de Fredric Jameson y Raymond Williams, se puede apreciar que la obra del antioqueño deviene una expresión cultural de un momento de crisis y transición histórica y cultural entre dos epistemologías que se solapan y se contradicen. Jameson, en su estudio Postmodernism, or the Cultural Logic of Late Capitalism, señala que, entre otros elementos, la transición entre la alta modernidad y la posmodernidad reside en un decreciente afecto, lo cual no implica, necesariamente, que en las formas culturales actuales no se puedan apreciar concreciones afectivas; Sin embargo, las expresiones culturales modernas poseían, según Jameson, expresiones de emociones humanas, sentimientos y experiencias internas, siendo éstos elementos que se han disipado en la posmodernidad. La conceptualización de “waning of affect” también marca la muerte del sujeto o el fin del individualismo que fue tan celebrado durante la modernidad. La hipótesis cultural que puede apreciarse en los textos de Vallejo, con respecto al sujeto posnacional, aparece modelada por el afecto y es susceptible de considerarse una cultura pre-emergente, según los términos de Williams: “[A structure of 144 feeling] is the hypothesis of a mode of social formation, explicit and recognizable in specific kinds of art, which is distinguishable from other social and semantic formations by its articulation of presence” (Williams 135). Los textos vallejianos evidencian la importancia del afecto en la coyuntura transitoria del cambio de patrones cognoscitivos al mostrar una educación sentimental en la que la percepción exterior está tamizada, en primer lugar, por los afectos y, en segundo lugar, por las estructuras mentales, construidas a partir de éstos. Precisamente por la exacerbación de los afectos y la reivindicación del individualismo en un momento crítico de transición cultural, la narrativa vallejiana tiende a desafiar la tan repetida muerte del sujeto. La subjetividad que Vallejo ha construido en sus libros se pregunta constantemente sobre la coyuntura, la analiza desde el campo de los afectos, y muestra ricos aristas en la construcción identitaria de ese narrador; De modo que, así como la historia no termina con la posmodernidad, lógicamente, el sujeto tampoco muere con ésta: en ambos casos se aprecia un cambio cualitativo de su epistemología, pero, en ningún caso, una desaparición ontológica a la par de un cambio cognoscitivo. Sí se evidencia, por el contrario, una rearticulación del ethos social: se niega la estructura nacional, así como otras estructuras e instituciones, como la familia y la iglesia, pilares de la modernidad tanto en Latinoamérica como en otras latitudes. La desintegración ideológica y axiológica que ofrece el narrador supone, en primer lugar, una estructura apriorística, coherente y productiva en la modernidad, que destruye con posterioridad, –lo cual supone una primera idealización subjetiva– y, en segundo lugar, una construcción afectivo/racional donde se aprecia la importancia de la introyección y la autorreflexión –una segunda idealización subjetiva– que da pie a un individualismo que, además de 145 poner en duda la muerte del sujeto de la que hablaba Jameson, desafía la vigencia de los conceptos colectivos como referentes de poder y delineación de subjetividades. Los constituyentes analíticos que emanan de este doble encuentro, en el gozne entre modernidad y posmodernidad, son de vital importancia para la constitución discursiva del sujeto posnacional en sus espacios y representaciones del afecto, esencialmente, a través de una contraposición bitemporal que desarma los mapas cognoscitivos. 3.1.1 Espacios Desde el recuerdo de Sabaneta y Envigado en el remoto pasado vallejiano hasta el discurso de “Metrallo” o “Medallo” en la contemporaneidad, cargado de sicarios, drogas y balas rezadas, resulta posible trazar un recorrido sentimental que toma cuerpo en espacios cargados semánticamente, lugares transitados desde el conocimiento y la práctica cotidiana, sea de antaño o del día a día actual, sea desde una esfera pública o una privada. El relato vallejiano se ve determinado afectivamente por la forma en que se presenta. Durante este proceso, se vinculan los lugares a ciertos puntos de percepción. Estos lugares, contemplados en relación con su percepción reciben el nombre de espacio, como señala Mieke Bal en su Teoría de la narrativa. La relevancia espacial en el discurso así como su vinculación en las estructuras del conocimiento fue estudiada de forma brillante por Michel de Certeau, el cual en “Récits d’espace” profundiza en la noción de las disposiciones narrativas como reguladoras del conocimiento y del espacio físico: Dans l’Athènes d’aujourd’hui, les transports en commun s’appellent metaphorai. Pour aller au travail ou rentrer à la maison, on prend une “métaphore” –un bus ou un train. Les récits pourraient 146 également porter ce beau nom: chaque jour, ils trasversent et ils organisent des lieux … Tout récit est un récit de voyage –une practique de l’espace. (Certeau 170-171) El poder distributivo de la narrativa del antioqueño recrea lugares pasados y actuales, enunciando historias en las que el afecto deviene un elemento sólido frente a la violencia del entorno y las inseguridades del momento. El afecto, en sus múltiples representaciones, se convierte en el hilo conductor de los acontecimientos descritos y se organiza, en lo primordial, por razón de espacios físicos y temporales. Físicamente, se aprecia una disociación afectiva entre Medellín/Antioquia/Colombia y el resto del mundo, identificados como núcleos, respectivamente, internos y externos de la constitución subjetual. Al mostrar Vallejo un recorrido cronológico por su autoficción, la recursividad espacial se ve enriquecida y modificada por el vector temporal, de modo que en su representación espacial se puede apreciar, además, una gradación afectiva entre el Medellín pasado y actual, el Medellín de las colinas y el del centro, la Colombia del recuerdo y el México de sus paseos con Bruja. Ambas perspectivas subsumen, ulteriormente, una división entre espacios públicos y privados que enriquecen la constitución de espacios transitados por la narración en detrimento de lugares estáticos. Señala de Certeau: Est un lieu l’ordre selon lequel des éléments sont distribués dans des rapports de coexistence ... Il y a espace dès qu’on prend en considération des vecteurs de direction, des quantités de vitesse et la variable de temps. L’espace est un croisement de mobiles. Il est en 147 quelque sorte animé par l’ensemble des mouvements qui s’y déploient ... En somme, l’espace est un lieu practiqué (Certeau 173). Fernando Vallejo “practica” los lugares de su recuerdo en el sentido francés de la palabra, es decir, transita los lugares para convertirlos en espacios. De este modo, la carga semántica espacial aumenta en cuanto se transitan los mismos lugares con nuevos recuerdos, personajes, actitudes o detalles. Medellín, Santa Anita, Sabaneta y Envigado, el Hudson o el Studebacker, la Calle Junín y el Café Roma son, entre otros, elementos reveladores de la espacialización sentimental vallejiana. Todos ellos están cargados semánticamente por sus rasgos espaciales, temporales y su imbricación en el sistema afectivo del narrador. Los elementos mencionados pertenecen al pasado vallejiano y, por lo tanto, corresponden cronológicamente a la constitución previa al sujeto posnacional, aunque la subjetividad del narrador incluya sucintamente comentarios en los que compare ambos órdenes cronológicos. Los espacios mencionados aparecen como actantes espaciales durante los relatos de Los días azules y El fuego secreto, y son motivo de retorno melancólico en el resto de los libros. El espacio principal de la narrativa de Fernando Vallejo es Medellín que, tanto en el pasado como en el presente, resulta un marco referencial, espacio físico e ideológico, que delinea subjetividades, en primer lugar, la del narrador y, subsidiariamente, de los personajes que se ven representados. Existe un elemento común a lo largo de la narrativa vallejiana, que es el carácter de flâneur de su narrador protagonista; Quien camina por la ciudad aportando movilidad al espacio urbano mediante su práctica cotidiana. Mediante la topografía de la ciudad y la forma en que la viven los que la habitan –lo que de Certeau denomina la vida cotidiana–, se muestran las marcas que la historia y los cambio socio148 culturales inscriben en el cuerpo urbano. El narrador participa activamente en la práctica de las calles mientras la narración principal sucede en Medellín –Los días azules, El fuego secreto, La virgen de los sicarios y El desbarrancadero– y traza el mismo espacio desde el recuerdo cuando el relato acontece en otras latitudes –Los caminos a Roma, principalmente en Roma; Años de indulgencia, en Nueva York; Entre fantasmas, en Ciudad de México; y La rambla paralela, en Barcelona–. En ambos casos, su percepción de la ciudad recrea la hibridez –en el sentido que le concede García Canclini– de la misma desde la contemporaneidad y la sublimada ontología en el pasado, en la que aún no ha sucedido la transformación de Medellín en una gran urbe, con la llegada masiva de campesinos y el asentamiento de La Violencia. En el Medellín contemporáneo conviven una cultura de la muerte que descree de todos los valores y una hipocresía estructural que define a Colombia como nación. En su superficie, Medellín se ha modernizado mediante su tren elevado, sus centros comerciales, sus coches de importación y ha creado una nueva cultura dependiente del narcotráfico; Además, sus habitantes visten ropas deportivas y llevan nombres extranjeros: todo aquello que el capitalismo del primer mundo impone al consumidor y que a la vez coexiste con la pobreza, el crimen y la extrema miseria en todos los órdenes (Corbatta 692). El Medellín que se retrata en La virgen de los sicarios y El desbarrancadero se contrapone con las zonas rurales del recuerdo del narrador, que en la actualidad forman parte del área metropolitana de la ciudad –Sabaneta y Envigado, a catorce y diez kilómetros, respectivamente, del centro de Medellín–. Si las zonas rurales que forman parte del relato mítico vallejiano se caracterizan por su sosiego [“Había en las afueras de Medellín un pueblo silencioso y apacible que se llamaba Sabaneta” (V 7)], las zonas 149 urbanas de este mismo registro vallejiano se definen por su vitalidad y armonía, que llega al punto de ser musicada mediante cumbias y tangos principalmente. En la contemporaneidad no resulta practicable el recorrido por las zonas rurales al haber sido absorbidas por la ciudad y devienen un motivo constante para explotar las representaciones del afecto melancólico. Por el contrario, el espacio urbano aparece tenazmente en los cuadros de la contemporaneidad, que se caracterizan por el ruido, la polución y la violencia, representados mediante atracos, peleas entre bandas rivales de los narcos, la radio de los taxis y autobuses que entre bambucos anuncia muertos, corrillos alrededor de los muertos, una jerga incomprensible para el extranjero, la música disco, el rock duro y el punk que terminan por configurar un imaginario –prácticamente inconexo con la historicidad inmediata que describía el narrador– que se nutre de los iconos de los medios de comunicación masivos provenientes de las grandes capitales del mundo. Frente a estos espacios de la distopía contemporánea, sólo el cuarto de las mariposas y el apartamento del narrador protagonista, en La virgen de los sicarios, son espacios que no se han visto contaminados por el presente –excepto los momentos puntuales en los que el rock entra en el ese espacio–. En El desbarrancadero inclusive la misma casa familiar se ha visto contagiada por el trasiego de la vida exterior, constituyéndose como parangón de la enfermedad familiar y nacional, el Sida en el primer caso, la violencia, que acaba por desestabilizar todos los órdenes, en el segundo. La contemporaneidad ha destruido el imaginario vallejiano anterior mediante situar contenidos semánticos radicalmente distintos en los mismos espacios. En primer lugar, es reseñable la amplitud de Medellín, que ha llegado a subsumir los dos pueblos rurales míticos en los confines de su área metropolitana. Además, la geografía humana ha 150 sufrido otro cambio aún más significativo que la llegada de los campesinos –reseñada en Los días azules y El fuego secreto–, que es la implantación social del narcotráfico y sus solapamientos con la violencia partidista. Principalmente, mediante su establecimiento en las comunas del norte de la ciudad –comuna noroccidental y comuna de Santo Domingo Savio–, los cárteles de la droga coadyuvaron para constituir una cultura de la violencia que llega hasta la actualidad y desestabiliza en orden cognitivo que el narrador protagonista había construido. A pesar de que la violencia ya existía en los relatos anteriores, los cuadros presentistas se ven desbordados por la muerte indiscriminada, la cual aporta un ethos singular en el relato, hiperbólico con respecto al anterior, que muestra la aprehensión de la violencia como signo identitario fundamental de su cultura. Se trata, en realidad, de una violencia que tiene su origen en las fuertes injusticias y desigualdades sociales heredadas desde tiempos de La Violencia. Pablo Escobar dijo tratar de solventarlas mediante su campaña “Medellín sin tugurios” que, en realidad, alimentó aún más la cultura de la violencia mediante la figura del sicario, policías, jueces y políticos comprados, mayor corrupción en el sistema nacional (la compra-venta de cédulas “oficiales” devino común) y un gran movimiento de divisas que constituyó nuevos núcleos de riqueza que acentuaron las diferencias sociales en lugar de limarlas. El gobierno, en este contexto, participó en el conflicto mediante la intervención militar, lo cual, lejos de solucionar los problemas, acabó intensificando la cultura de la violencia mediante el control de militares y paramilitares de la comuna noroccidental. Posteriormente, avanzaron hacia Zamora –donde mataron a Escobar– y, por último, Popular, con el fin de asfixiar a la Guerrilla que manejaba su parte del negocio de la cocaína, hasta principios del siglo XXI, desde la comuna de Santo Domingo Savio. 151 Ilustración 3: Mapa de Medellín. El Medellín de la contemporaneidad es, según el narrador, en realidad dos ciudades: la del centro, en el valle, y la de arriba, en las montañas, que la rodea y la invade espacialmente en un movimiento unidireccional en el que, puntualiza, “la ciudad de abajo nunca va a la ciudad de arriba pero lo contrario sí: los de arriba bajan, a vagar, a robar, a atracar, a matar” (V 99). El narrador observa este movimiento desde su prontuario: el apartamento, que según una comunicación personal del autor se ubica en el barrio de Laureles (Vallejo 7/4/2005). Se trata de un movimiento que surge en las comunas, ya que allí la violencia es la norma, y se difunde hacia todos los lugares de la ciudad: “La guerra total, la de todos contra todos” (V 99). En esta coyuntura, hasta Sabaneta se ha convertido en un enclave de violencia, ya que los sicarios acuden a su parroquia, la de María Auxiliadora, por ayuda, quien se ha convertido de facto en la 152 virgen de los sicarios. Así pues, el reducto de paz imaginaria que podría haberse instituido con la espacialización mítica de Sabaneta queda destruido frente a los empellones de la cultura de la violencia en la contemporaneidad. La posibilidad misma de afecto cae subsumida frente a la violencia: Se estaban dando plomo a lo loco estos dos combos “por cuestiones territoriales”, como decían antes los biólogos y dicen ahora los sociólogos. ¿Territoriales? ¿Dos bandas de la comuna nororiental, que como su nombre lo indica está en el Norte, agarradas de la greña en Sabaneta, que está en el Sur, en el otro extremo? (V 71) Las bandas, además de limitar el espacio en la ciudad y su área metropolitana, luchan por dominar el espacio en las comunas al estar, frecuentemente, al servicio de distintos patrones, aspecto que acaba de limitar su espacio. En la contemporaneidad, el espacio resulta constringente y no parece plausible la realización de ningún proyecto al margen de la cultura de la violencia, de ahí que tanto los afectos como los proyectos políticos, delineantes de subjetividades, caigan en el vacío frente a la fuerza de una cultura alienante y nihilista en la que, según retrata Vallejo, lo más insignificante es el muerto del día anterior como se lee en La virgen de los sicarios y El desbarrancadero. Las comunas se constituyen en el foco irradiador de violencia y expresión espacial de esta cultura distópica: “Cada comuna está dividida en varios barrios, y cada barrio repartido en varias bandas … Rodaderos, basureros, barrancas, cañadas, quebradas, eso son las comunas” (V 80-84). En este contexto, incluso la calle Junín, antiguo símbolo de libertad y apertura ideológica, queda destruida semánticamente: “¡Qué iba a pasar en 153 Junín aparte de los consabidos muertos! Bellezas y más bellezas eran las que pasaban por esa bendita calle de esos benditos tiempos de mi atrabancada juventud” (D 106). En el Medellín contemporáneo, la lógica espacial de los apartamentos, de las iglesias y de las calles no obedece al movimiento público/privado que implicaría el hecho de que sean, en realidad, lugares privados, semipúblicos, o públicos. En la narrativa del antioqueño, la normalidad espacial se ha desplazado hacia un terreno ontológico que hace problemáticas las fronteras cuando no imposibles (Caro 286). Las calles, que podrían ser epítome de los espacios abiertos, se ven alteradas en su concepción a partir de Años de indulgencia. Si en el grupo de tres libros anteriores, Los días azules, El fuego secreto y Los caminos a Roma, las calles son espacios abiertos en los que el concepto de libertad aparece asociado directamente–“el río humano” de la Calle Junín–, a partir de Años de indulgencia, con sus descripciones desapacibles del entorno urbanístico y humano, las calles devienen tan opresivas como cualquier recinto cerrado y tan denostadas al ser receptáculo transeúnte de una alta densidad de seres humanos. Esta concepción es compartida en los libros posteriores, viéndose agudizada en los últimos tres, La virgen de los sicarios, El desbarrancadero y La rambla paralela. En concreto, la descripción del entorno apriorísticamente público y abierto de Medellín atiende a términos de degradación que retratan tanto el espacio transitado como la visión autoficcional del momento histórico –utópico en el pasado, distópico en el presente–: ¿Las aceras? Invadidas de puestos de baratijas que impedían transitar. ¿Los teléfonos públicos? Destrozados. ¿El centro? Devastado. ¿La universidad? Arrasada. ¿Sus paredes? … Era la turbamenta invadiéndolo todo, destruyéndolo todo, empuercándolo todo con su 154 miseria crapulosa. A un lado, chusma puerca. Íbamos mi niño y yo abriéndonos paso a empellones por entre esa gentuza agresiva, fea, abyecta, esa raza depravada y subhumana, la monstruoteca … Jirones de frases hablando de robos, de atracos, de muertos, de asaltos … Me llegaban a los oídos pautadas por las infaltables delicadezas de malparido e hijueputa sin las cuales esta raza fina y sutil no puede abrir la boca. (V 6465) La carga semántica del espacio público transitable se ve, evidentemente, enfrentada a las nociones que se habían expresado en libros anteriores, donde la “monstruoteca” no aparecía en favor de una visión más lisonjera del entorno social, tal vez relacionada con el despertar sexual del narrador protagonista y la época en la que transitaba las calles a través de la práctica ilusionada en lugar del recuerdo; Esta percepción dibuja su tránsito, muy particularmente, por Medellín, Bogotá y Roma: No hay más calle que Junín, la más ancha, la más bella. Junín la única, la que me basta con cerrar los ojos para poblar de presencias. Cierro los ojos y veo … al mismo muchachito risueño, pero con distinta camisa: cinco, diez, veinte, cien distintas camisas: una para cada día de la vida. ¿Cómo se llamará? ¿Quién se las regalará? Ambas cosas las sé, pero no las digo. Junín me ha contagiado el estúpido amor. (F 182) Otro espacio discursivo que se vincula con la esfera de lo público es el religioso, que tan gran importancia tiene como componente en la cultura hispánica y en la configuración autoficcional del autor. A pesar de que todos los recintos religiosos pudieran considerarse espacios similares, poseen un componente semántico distinto. Se 155 pueden distinguir, someramente, cuatro localizaciones diferentes que se convierten en espacios una vez transitadas por el discurso: La Catedral de Medellín, las iglesias en general, la parroquia de Sabaneta y el colegio de los salesianos. La Catedral no se representa como un entorno de paz y recogimiento sino como un microuniverso en el que se reproducen los conflictos de la ciudad. En este entorno desaparece cualquier connotación moral o espiritual para la comunidad. Es precisamente en ese espacio donde, de manera anónima, se lleva a cabo el tráfico ilegal y comercial que pudiera encontrarse en cualquier calle de la ciudad (Caro 288): Ha de saber Dios que todo lo ve, que todo lo oye y lo entiende, que en su Basílica Mayor, nuestra Catedral Metropolitana, en las bancas de atrás se venden los muchachos y los travestis, se comercia en armas y en drogas y se fuma marihuana. (V 53) Por el contrario, la parroquia de Sabaneta aún mantiene, según el relato, elevación moral desde la infancia del narrador hasta la contemporaneidad, como un espacio atemporal donde encontrar el tan necesario perdón que alivie la culpa que la autoficción vallejiana ha recreado a través de la seguridad espacial y la paz interior. En esta parroquia se puede apreciar el fervor que los vecinos tienen por su virgen –María Auxiliadora, en la actualidad; La Virgen del Carmen, en la infancia del narrador–. Es únicamente en este espacio donde la distopía cotidiana no se puede encontrar a pesar de que en sus proximidades las bandas de sicarios luchen por conflictos de territorialidad. Resulta estimable apreciar que incluso el narrador protagonista deviene parte de la comunidad creyente en la parroquia de María Auxiliadora, junto a los sicarios, a las beatas y a los devotos en general, buscando el rito de elevación: “Entre el susurro de las voces dispares 156 mi alma se fue yendo hacia lo alto como un globo encendido, sin amarras, subiendo, subiendo hacia el infinito de Dios, lejos de esta mísera tierra” (V 18). Las construcciones discursivo-espaciales de otras iglesias que aparecen en la narrativa vallejiana se ubican, principalmente, en Medellín. Según comenta el narrador en La virgen de los sicarios, son unas ciento cincuenta en total; Se caracterizan por no ser alternativas morales o espirituales reales para el individuo o para la comunidad debido a la inseguridad generalizada de la ciudad que provoca que muchas de ellas permanezcan cerradas la mayor parte del tiempo. El recuento de espacios religiosos se realiza en el período de narración sedentaria del relato vallejiano que coincide con los últimos libros en los que se evidencia el derrumbe de todo sistema –sea nacional o social a cualquier nivel–. Por último, cabe señalar la relevancia del colegio de salesianos en el que el narrador estudió en su infancia. Mediante su espacialización discursiva se constituye en un entorno constringente de la conducta individual y social. Es el espacio primordial de la socialización religiosa para el narrador. Después de su súbito paso por un colegio de monjas, Vallejo entra en el Colegio del Sufragio, dirigido por padres salesianos, a los que el narrador califica de “esbirros tonsurados de Satanás” (A 61). Este espacio religioso es altamente negativo y preconfigura una estructura de odio hacia el clero, cuya influencia se aprecia en el resto de su obra, a través de citas directas e indirectas tanto para los salesianos como para sus doctrinas: ¡Más me valiera no haber nacido! Cambio cien años de vibriones coléricos por uno de ellos. Cambio cien años de purgatorio o infierno por los seis que pasé allí. Qué fieritas los padrecitos salesianos … Cierro los 157 ojos para imaginar el infierno, y veo un amplio patio en la vecindad de una iglesia de ladrillo, y en el patio diez fieras de sotana negra rondando a dos o trescientas ovejas que no pueden escapar: los cristianos del Coliseo en pleno foso de los leones. (A 61) En los cuadros del recuerdo, los espacios privados están construidos discursivamente para acentuar las dimensiones afectivas positivas del narrador. En este sentido, las representaciones de Santa Anita resultan las más reveladoras del contexto utópico/utopístico del pasado vallejiano. Por el contrario, según el orden de la distopía se inserta en la cotidianidad, los espacios privados devienen tan negativos como el exterior, como se aprecia a partir de Entre fantasmas y, de forma sobresaliente, en El desbarrancadero. El componente idealista de las representaciones pasadas se rescata incluso cuando el relato se atiene al presente, como se muestra en las primeras líneas de La virgen de los sicarios: Había en las afueras de Medellín un pueblo silencioso y apacible que se llamaba Sabaneta. Bien lo conocí porque allí cerca, a un lado de la carretera que venía de Envigado, otro pueblo, a mitad de camino entre los dos pueblos, en la finca Santa Anita de mis abuelos, a mano izquierda viniendo, transcurrió mi infancia. Claro que lo conocí. Estaba al final de esa carretera, en el fin del mundo. Más allá no había nada, ahí el mundo empezaba a bajar, a redondearse, a dar la vuelta. (V 7) En este cuadro temporal, todavía Sabaneta y Envigado son pueblos en las rodalías de Medellín y no parte del extrarradio. El narrador se adorna en las descripciones de ese pasado idílico mediante la aportación de prolijos detalles que reinciden en la idealización 158 del retrato. En el pasado, la crisis subjetual en la que se profundiza, sobre todo a partir de La virgen de los sicarios, no es objeto del relato y no hay tan siquiera una problematización profunda de las estructuras políticas: el estado aún no había entrado en crisis desde la perspectiva del niño o adolescente que vive sus andanzas o del viejo que las describe: Una curva, otra, otra, y al fin surgía en todo su esplendor Santa Anita, levantada en un alto. Una casona inmensa, inmensa, inmensa. En la portada una placa de mármol decía: “Santa Anita, 1935” … Después de la portada venía el camino de entrada, una subida de cascajo blanco. A la derecha una palma. A la izquierda un naranjal. Y un árbol que se llamaba carbonero, florecido de unos gusanos amarillos, engañosos, redondos como borlas de oro. Al término del camino estaba la casa. Con sus amplios corredores de baldosas rojas, frescas, con sus piezas espaciosas, con sus techos altos, con sus anchos patios. (A 40) En contraposición con esta perspectiva, se puede apreciar que los espacios de la contemporaneidad pierden detalle con el fin de favorecer la reflexión obsesiva y monomaníaca del narrador, reincidiendo en afectos negativos. En este contexto, se insiste la descripción prejuiciada de acciones como las que realizan los sicarios con sus balas rezadas, o el tránsito del muerto en vida por las Ramblas de Barcelona o la Avenida Ámsterdam de México, en las que no se implica una interacción con su medio físico sino una lectura decadente que gira, con frecuencia, en torno a consideraciones filosóficas esencialistas sobre la naturaleza humana. Inclusive, la descripción de los espacios transitados en los primeros años de vida de Vallejo deviene súbitamente telegráfica, 159 mostrando una traslación discursiva que va de la espacialización zalamera a la racionalización crítica: Un tumulto llegaba los martes a Sabaneta de todos los barrios y rumbos de Medellín adonde la Virgen a rogar, a pedir, a pedir que es lo que mejor saben hacer los pobres amén de parir hijos. Y entre esa romería tumultuosa los muchachos de la barriada, los sicarios. Ya para entonces Sabaneta había dejado de ser un pueblo y se había convertido en un barrio más de Medellín, la ciudad la había alcanzado, se la había tragado; y Colombia, entre tanto, se nos había ido de las manos. Éramos, y de lejos, el país más criminal de la tierra, y Medellín la capital del odio. Pero estas cosas no se dicen, se saben. Con perdón. (V 12) En los cuadros espaciales añejos ciertamente se puede apreciar una problemática política que no permea, en realidad, el relato, el cual se centra, con mayor recurrencia, en autoficciones personales y familiares donde la historia nacional se apunta como irrefutable correlato objetivo, pero ésta no deviene raigal en el transcurso del relato. Cabe señalar que sí se narra la inestabilidad social a la que dio pie La Violencia, pero en el contexto cronológico en el que sucede dentro del relato –Los días azules y El fuego secreto– se trata de un elemento adyacente al interés central de la narración; Sin embargo, la inestabilidad de este período resurge críticamente en las relecturas políticas que aparecen, en mayor suma, en La virgen de los sicarios y El desbarrancadero. Quien pasara frente a la finca de Los Locos tenía que taparse la nariz para protegerla de un insidioso olor a porquerizas … En plena zona conservadora eran liberales. Lo cual quiere decir que no podían vivir en 160 paz, que estaban jodidos, que vivían en el error. “Pero, ¡quién los manda a ser liberales! –comentaba mami, la ingenua–. ¡Por qué no cambian!” Como si en Colombia alguien cambiara de partido: menos grave era cambiar de sexo. Se nace conservador o liberal como se nace hombre o mujer, y así se muere. Es cuestión de cromosomas … De los pueblos y zonas conservadoras se destierra a los liberales, y viceversa: por estética. Pero no, ellos no, no se iban, se obstinaban en quedarse. “¿Por qué hemos de irnos, si vivimos en un país democrático?” (A 39-40) Otro espacio significativo en la narrativa de Fernando Vallejo es “la cama ambulante” que aparece como tropología cardinal en El fuego secreto al ser a la vez una espacialización del artejo afectivo así como un prontuario de la libertad sexual. La cama ambulante es el Studebacker que utilizan Darío y Fernando para moverse por las calles de Medellín, invitar a muchachos de los cafés y agasajarlos a las afueras de la ciudad. Se trata, de un espacio eminentemente público en el que prosperan los vínculos afectivos entre los dos hermanos mientras se configura cierta animadversión contra la población homofóbica. Los muchachos que son compañeros circunstanciales de Fernando o Darío no aparecen desarrollados como personajes y su representación no va más allá del eros. Frente al espacio estático que constituyen los cafés de la Calle Junín –que como señala el narrador no son cafés sino cantinas–, la cama ambulante se caracteriza por el nomadismo carnal y la afrenta social que provoca. Los cafés se definen por la semiclandestinidad y el secretismo de la clientela y la doble moral social, que dice aceptar pero no tolera la existencia de estos espacios abyectos; La cama ambulante se caracteriza por la exhibición 161 descarada de una sexualidad, divergente en su actuación de la heteronormatividad, que es óbice para enfrentarse activamente con el entorno: Escándalo y oprobio de Medellín, rueda el Studebaker cargado de bellezas y cervezas, con alegre complicidad. Un ventarrón de libertad se levanta a su paso. “La cama ambulante” lo ha apodado esta ciudad mendicante de alma ruin, para la que no hay mayor insulto que la ajena felicidad ... “¡Maricas!” nos grita Medellín desde una esquina cuando nos ve pasar ... Sobre la calle, cerca a la acera donde se encuentran ellos, se extiende el charco de una alcantarilla rota. Darío da la vuelta a la manzana volvemos a aparecer de improviso: hacia el charco, sobre el charco: “¡Ahí les va el lodo de nuestra felicidad, hijueputas!” Bañándolos se levantó en abanico un surtidor de inmundicia. (F 206) Según retrata el narrador, la cama ambulante puede mostrar la revolución sexual que se estaba viviendo en Medellín a lo largo de finales de los años cincuenta y principios de los sesenta hasta el punto que el mismo Vallejo comenta: “A mi vuelta de Roma, tras estudiar en el Centro Experimental [Cinecittà], creía que me iba a encontrar Medellín lleno de homosexuales” (Vallejo 18/9/2004). La libertad sexual se ve asociada rápidamente, según se lee en las páginas de El fuego secreto, con el enfrentamiento social y la promiscuidad. El narrador se refiere a los muchachos utilizando el término “sardinas” para explicar puntualmente que se trata de “bellezas pescadas en Junín” (F 207). Santa Anita, en este nuevo contexto temporal, se establece en espacio de serrallo una vez Fernando descubre una entrada alternativa al palomar; Allí de forma semifurtiva desfilan los muchachos. El narrador utiliza esta coyuntura argumental para desarrollar la doble 162 articulación de su sexualidad en este momento histórico: “Entonces, en ese instante, decidí convertir esa entrada en una verdadera entrada secreta: a una vida secreta como dirían bajo el reinado de su graciosa Majestad Victoria los puritanos: secreta pero que me importaba un comino que se hiciera pública. “Esta noche nos vamos de parranda, dije, y ya verás” (F 207). En este contexto, el narrador construye una identidad contestataria a partir de la utilización de los espacios públicos, como la cama ambulante, y otros necesariamente privados o semiprivados, como el palomar de Santa Anita, frente a la hostilidad del medio que se ve, igualmente, reflejada en las páginas de este libro: “José murió asesinado, no sé si en la gracia, pero con la venia de Dios. Trece puñaladas le dieron … Para matarlo tenían una poderosa razón: por marica y se acabó (F 209). La configuración idiosincrásica del narrador se articula paulatinamente según los acontecimientos que descubre al lector en El fuego secreto hasta el punto que hace converger dos de sus obsesiones temáticas: su odio al clero con su sexualidad no problematizada. Tras ser descubierto por un cura, mientras tenía relaciones sexuales con otro muchacho dentro de la iglesia, le obligan a confesarse; Fernando golpea al cura, pero finalmente le persuaden para realizar la confesión. El diálogo no articula explícitamente un razonamiento, en esencia, subversivo o irreverente, pero apunta los juicios que se realizan en la narrativa posterior: “Padre, he pecado”. “¿Cuándo?”. “Siempre”. “¿Cómo?”. “Por los cuatro costados”. “¿Con quién?”. “Solo y con todos”. “¿Dónde?”. “Por doquier”. “¿Te arrepientes, hijo?”. “No”. Separó de la mía su cara sudorosa y me miró derecho a los ojos. Vio en ellos un brillo ausente, 163 cansado. Sintió una gran compasión por mí, y yo una gran compasión por él. (F 247) Otro espacio relevante en la narrativa del antioqueño es el cuarto de las mariposas, en el apartamento de José Antonio Vásquez, amigo del narrador protagonista. Se trata del único espacio en la contemporaneidad que se plasma con entusiasmo y positividad, tal vez al encontrarse alejado del resto en su constitución semántica espacial. Según el mismo narrador, el apartamento pertenece a otro orden de cosas, a un “Medellín antediluviano” (V 11). El apartamento se halla repleto de muebles y relojes viejos que se encuentran detenidos: Recargado como Balzac nunca soñó, de muebles y relojes viejos y requeteviejos … detenidos todos a distintas horas burlándose de la eternidad, negando el tiempo. Estaban más en desarmonía esos relojes que los habitantes de Medellín (V 13) Según el narrador no se trata de un burdel, un negocio, sino una muestra del carácter generoso del propietario del lugar al ofrecer el espacio de encuentro entre el pasado inexistente que añora el narrador y el presente distópico (Caro 285). El apartamento es, ambivalentemente, un espacio público y privado: público en tanto que entran y salen muchachos y hombres, sea para charlar, ver telenovelas o noticieros, o para otros menesteres; Privado, en lo concerniente al espacio donde tienen las relaciones sexuales entre ellos. Se trata de un espacio que posee el carácter sagrado que adolece la Catedral: “en ese apartamento nunca se tomaba ni se fumaba: ni marihuana, ni basuco, ni nada de nada” (V 12). En el fondo del apartamento existe una habitación denominada “el cuarto de las mariposas” que posee tan sólo una cama y un baño, provocando una alusión 164 directa a la fugacidad del instante y la voluptuosidad del presentismo. Este cuarto no tiene ventanas ni comunicación directa con ninguna parte del apartamento, proporcionando una intimidad anónima que instrumentaliza el objeto del deseo. Sin embargo, paradójicamente, es allí donde nace el vínculo entre el narrador y Alexis (Caro 287). La presencia de espacios opresivos aumenta según se avanza en la narración y, gradualmente, los espacios utópicos/utopísticos devienen quiméricos al carecer de correlato objetivo en la cotidianidad. A partir de ciertos juicios en El fuego secreto, pero, sobre todo, tras Los caminos a Roma el recuerdo remite con insistencia a Colombia y a un pasado idealista/idealizante, a pesar de que la acción principal suceda en otras latitudes, sea en Italia, en Francia, en España, en Holanda, en Estados Unidos o en México. Es en el segundo libro de la saga autorrepresentativa donde se advierten, de forma axiomática, las diferencias entre la representación del recuerdo y la realidad vigente, precisamente mediante la contraposición de ambos en el mismo cedazo del afecto: Unos pobres confites pueblerinos con sabor a anís y a menta, a tierno amor campesino bajo los cámbulos florecidos, o tras los juncales gráciles en el remanso del río, agua fría que hierve en el gran charco de sardinas escurridizas, escamas de brillos plateados rozándonos con su caricia fugaz la piel desnuda mientras arriba, a ras del tiempo, cruza con su vuelo torvo el gavilán. Ésa es Antioquia la mía. Era. (F 235) La lejanía con respecto a Colombia, física e ideológica, provoca juicios cada vez más severos en relación al día a día colombiano –usos y costumbres o acontecimientos–, 165 hasta el punto en el que el narrador retorna a Medellín en dos ocasiones para certificar la defunción de la Colombia del recuerdo; En primer lugar, mediante La virgen de los sicarios y, en segundo lugar, a través de El desbarrancadero. La primera vuelta del narrador a Medellín se retrata con un gran desgarro que ofrece sin sutilezas el enfrentamiento entre una espacialización del recuerdo y su imposibilidad correlacional. Ante la dificultad de reconciliar ambas visiones, la utopía del relato vallejiano da lugar a la actuación del narrador protagonista en los mismos espacios que idealizó, en esta ocasión para derrumbar el espacio que construyó desde una perspectiva que evidencia la crisis ideológica y axiológica del sujeto posnacional. En este contexto, no se legitima ningún proyecto, sino que se muestra su conspicua ausencia, revelando las falacias del estado nacional y su democracia: ¡Derechitos humanos a mí! Juicio sumario y al fusiladero y del fusiladero al pudridero. El Estado está para reprimir y dar bala. Lo demás son demagogias, democracias. No más libertad de hablar, de pensar, de obrar, de ir de un lado a otro atestando buses, ¡carajo! (V 144) El retrato que se hace de Medellín en El desbarrancadero, en su segundo y último retorno, no tiene parangón ni ambages con respecto a cualquier descripción anterior y certifica la defunción del espacio afectivo representado total o parcialmente en los libros anteriores. En algunos pasajes se vuelven a retomar espacios halagüeños del pasado, sin embargo no se trata, en ningún momento, de buscar paralelo en su correlato contemporáneo dada la advertencia explícita de hallarse tanto el narrador como la narración ante dos espacios discursivos disímiles y anuladores que dan lugar a representaciones en las que los afectos se enfrentan: 166 Se nos habían ido pasando los días, los años, la vida, tan atropelladamente como ese río de Medellín que convirtieron en alcantarilla para que arrastrara, entre remolinos de rabia, en sus aguas sucias, en vez de las sabaletas resplandecientes de antaño, mierda, mierda y más mierda hacia el mar. (D 7) La espacialización que realiza el narrador protagonista se evidencia a través de su tránsito narrativo por los lugares del recuerdo y brinda una contraposición radical entre dos órdenes temporales que se constituyen en la base espacial para organizar las representaciones del afecto: los significantes se encuentran establecidos, con una dependencia temporal inmediata, del amor al odio y desde la melancolía hasta la indiferencia como el autor ha explicado: “Yo he vivido siempre enfermo de nostalgia, pero una nostalgia incurable, porque la Colombia que yo dejé no es la ahora. La Colombia que yo añoro es la de mi niñez y de mi juventud. Ésa ya no existe y la gran mayoría de los que me acompañaron en la vida ya se han muerto. Ésa desapareció” (Delgado). Los espacios afectivos del recuerdo vadean el amor en una contraposición con presente que no encuentra asideros ni referentes que lo puedan reafirmar, de ahí que las mismas especializaciones puedan acoger representaciones radicalmente distintas. Esta ruptura discursiva, que se expresa en su dimensión diacrónica, subsume conceptualmente un cambio cognoscitivo que resignifica la aprehensión ideológica de los referentes de la constitución identitaria nacional los cuales son cruciales en la constitución del sujeto posnacional. 167 3.1.2 Representaciones La constitución afectiva se ofrece a través de representaciones que guardan una estrecha relación con los engranajes indentitarios y memorialísticos. Los principios de honestidad autoficcional y adeudo afectivo se muestran en la narrativa del antioqueño mediante un corpus trabado y dependiente de la subjetividad central que organiza el relato. Se puede apreciar una fuerte responsabilidad afectiva con respecto a las representaciones que se acometen, de ahí que, por ejemplo, la nación resida, indistintamente, en el gozne entre el amor y el odio; Así como, se puedan observar polarizaciones significativas que repercuten en la subjetividad del narrador protagonista como el amor ciego hacia la figura paterna y un odio iracundo frente a la materna. Paralelamente, la iterativa aparición de representaciones melancólicas apunta hacia la conspicua ausencia de un proyecto social y al solipsismo vallejiano. Por último, la representación del afecto como indiferencia se articula mediante la mayoría de personajes secundarios que, a pesar de aparecer, se ven silenciados, como sucede con algunos de los familiares del narrador, así como el doctor psicoanalista y una serie de escritores que se mencionan como cendal crítico transitorio. La representación que el narrador protagonista ofrece del amor bordea sus tres concreciones clásicas: eros, philia y ágape. El primero de ellos –eros, como atracción sexual–, se incluye tácitamente dentro de la narración, ya que el narrador protagonista no acomete en ninguno de los ocho libros una descripción sensual, sexual o mínimamente pornográfica: “Vuelvo y repito: no hay que contar plata delante del pobre. Por eso no les pienso contar lo que esa noche antes de dormirnos pasó” (V 135). Los compañeros sexuales –circunstanciales parejas– del narrador son actantes secundarios a su voz; De 168 modo que, a pesar de representar el eros, aparecen instrumentalizados en el discurso autoficcional. Este extremo resulta evidente, con mayor prolijidad, en La virgen de los sicarios, donde tanto Alexis como Wílmar satisfacen los deseos del narrador sin tener protagonismo actante en la obra. La philia –como amistad–se muestra en su interacción con numerosos personajes que coadyuvan, en mayor medida, con las inquietudes y deseos del narrador protagonista. En este sentido, es necesario señalar a Hernando Aguilar –la Marquesa–, Alcides Gómez y Peñaranda, así como la abuela Raquel y sus hermanos Darío, Aníbal, Carlos, Manuel, Gloria y Silvio. El ágape –como amor desinteresado– guarda estrechas concomitancias con la articulación afectiva que tanto Erich Fromm como José Ortega y Gasset señalan como la más genuina: un amor desinteresado, no dependiente, y responsable con respecto al objeto/sujeto amado. Esta representación aparece con mayor recurrencia y claridad en torno al padre del narrador, a la nación, y dos escritores objeto de la pleitesía vallejiana: José Asunción Silva y Porfirio Barba Jacob, con los que comparte un sensualismo maldito como posición crítica que se plantea como una ética hedonista y una estética de la destrucción (Domínguez Rubalcava 11). El cariño paterno-filial se puede apreciar en numerosos pasajes y evidencian una cristalización sin parangón con ningún otro personaje. Desde los apelativos, donde “papi” desplaza con frecuencia a “papá” y “padre,” hasta las recreaciones del mito paterno, se evidencia una admiración que impide cualquier retrato mínimamente negativo del personaje. Entre las repetidas críticas a Colombia, a su gobierno, o al clero, se intercalan ocasionalmente frases inconexas con el relato principal que aluden, precisamente, la representación afectiva del padre del narrador: “Aquí los únicos que se renuevan son 169 estos hijos de puta en la presidencia. Pobre papi, a quien quise tanto. Ochenta y dos años, bien rezados. Lo cual es mucho si se mira desde un lado, pero si se mira desde el otro muy poquito” (D 14). El sentido de responsabilidad en el amor es, además, el desencadenante del asesinato del padre por parte del narrador protagonista que llega a asociar el sentido de su vida en torno al servicio desinteresado prestado a su padre en sus últimos momentos: Entonces hundí la aguja en el tubo de plástico, presioné el émbolo, y con la última gotica de suero que caía empezó a entrar el Eutanal … En ese instante comprendí para qué, sin él saberlo, me había impuesto la vida, para qué había nacido y vivido yo: para ayudarlo a morir. Mi vida entera se agotaba en eso. (D 133-134) En cambio, la representación materna no guarda ninguna relación con la realizada del padre. En primer lugar, se puede apreciar que su apelativo raramente se concretiza en “mamá” o “mami,” sino que, mayormente, se refiere a ella mediante un sobrenombre en mayúsculas, “La Loca,” o mediante su nombre propio, Lía. Su aportación a la familia ha sido traer una gran cantidad de hijos que, inmediatamente, la descalifica según la idiosincrasia vallejiana. El lector no acaba de saber el número de hijos exacto que tuvo, ya que a lo largo de las páginas de la autoficción de los ocho libros oscila en número. Además, todo lo relacionado a su persona y su aportación a la familia es descalificado; Su apellido, Rendón, deviene adjetivo para calificar los aspectos negativos de la familia. Al padre, no se le instrumentaliza en este sentido, y jamás se le llama por su nombre, Aníbal, o sus apellidos, Vallejo Álvarez. Por lo demás, se la retrata como ente parasitario, tanto de sus hijos –que los utiliza, según el narrador, de sirvientas –, como de su marido: “La 170 Loca había perdido con su muerte más que un marido a su sirvienta, la única que le duró” (D 7). Esta representación es afín a la configuración misógina propia de la subjetividad del narrador protagonista y, tal vez, desencadenante de otras preconcepciones sobre la feminidad y su función social. La representación de la nación se halla encrucijada entre el amor y el odio. Se puede apreciar una articulación afectiva positiva en cuanto al constructo patrio al que se contrapone su concreción estatal y gubernamental, afectivamente negativa. Esta representación es clave en la constitución del sujeto posnacional, ya que en la narrativa de Vallejo no se niega la existencia de la colombianidad o ningún esencialismo patriótico –aunque se les cuestione–, pero sí aparece un fervoroso antinacionalismo que muestra la idiosincrasia del sujeto posnacional. Se recuerdan y se admiran los trazos nacionales en tanto que constituyentes identitarios, pero, en todo momento, alejados de su conexión con la construcción estatal, la cual es repetidamente atacada, sea mediante sus figuras históricas o sus políticos de turno: Insultando a los muertos volvió al pabellón de Colombia. Ahí estaban, instalados en varias mesas tomando café mientras la clientela entraba y salía, los escritores colombianos, sus colegas, venidos unos de Colombia y otros de la diáspora. Una ráfaga fresca sopló desde el mar, volvió a oír hablar colombiano y el alma se le inundó de dicha. Acababa de recobrar, por un instante aunque fuera, la felicidad perdida. (R 40) En lo que respecta a la constitución de Colombia como patria o a la representación de sus héroes nacionales, el narrador no posee la candidez que le traen los recuerdos identitarios –espacios, personajes, dialecto, etc.–, sino que devienen fetiches de 171 los que se burla insistentemente. Así pues, Simón Bolívar se convierte la figura más criticada del imaginario nacional. Se caricaturizan los mismos hechos que la historiografía nacional ha convertido en las hazañas hasta conseguir disociar el mito del hombre, caricaturizarlo, y culparlo de reproducir los mismos problemas de la colonia en la nación. Finalmente, se convierte en un símbolo recurrente que expresa la desgracia de la nación [“Lo último que vi fue el parque, y en el parte, en llamas, el Libertador, la estatua. Ardía el mármol, ardía el bronce, ardía el caballo, ardía el héroe. ¡Adiós gran hijueputa!” (F 324)] y el destino ad nihilo de la gloria [“La gloria es una estatua que cagan las palomas” (E 582)]. La constitución del sujeto posnacional se fundamenta en la advertencia de la inviabilidad del proyecto nacional y su imposibilidad de justificación aunque se aluda a un pasado engrandecido, ya que, como comenta el narrador, “nada funciona aquí” (V 104). Esta constatación deviene imprescindible para la negación y desafío del concepto de nación al verse envuelto en una crisis axiológica e ideológica que desvirtúa su mera esencia. El narrador retrata el concepto nacional de forma desvaída, lo cual muestra su intrínseco cuestionamiento y su inviabilidad; Principalmente porque no se limita sólo a Colombia, sino a la esencia misma del concepto nacional: Españoles, italianos, franceses, holandeses, voy por estas tierras de Europa de patria en patria rezando mi rosario ecuménico. Colecciono nacionalidades. Para el futuro, para el recuerdo. Después pasaré las viejas cintas desvaídas, borradas, tratando de ver. (C 438) Esta doble articulación, entre el amor y el odio, del concepto patrio/nacional la comparten tanto el narrador como el autor; En este sentido, parece pertinente señalar que Fernando Vallejo ha manifestado reiteradamente su preocupación y devoción por 172 Colombia hasta el punto que su sentido de responsabilidad, como articulación afectiva, le impulsan a anhelar su destrucción (Babelia digital); Amor y odio devienen, en suma, una misma representación en cuanto aluden a la nación: “Colombia es un sueño de felicidad del que desperté hace mucho. Y lo que me encontré al despertar es el infierno” (Diario de las Américas). Las representaciones afectivas son, frecuentemente, llevadas por el narrador protagonista hacia el campo literario, para evidenciar su vínculo afectivo filial en las evaluaciones de José Asunción Silva y Porfirio Barba Jacob; Así como su animadversión con respecto a otras figuras como Octavio Paz y Vargas Vila. Otra serie de escritores, como Dostoievsky, Cervantes, Borges, Balzac, Tirso de Molina, Günter Grass y Antonio Machado, entre otros, sirven de comentario crítico transitorio de los juicios del narrador, formando parte de las representaciones de la indiferencia vallejiana. Fernando Vallejo les ha dedicado tanto a Silva como a Jacob sendas biografías, Almas en pena, chapolas negras: Una biografía de José Asunción Silva (1995) y dos versiones de la de Barba Jacob, Barba Jacob: El mensajero (1984) y El mensajero: Una biografía de Pofirio Barba Jacob (1991), tal vez al ser escritores con los que siente una cercanía crítica y personal que ha propiciado que estuviera diez años investigando en archivos y entrevistando en los más distintos lugares para realizar ambas biografías. Existe, además, otro escritor sustancialmente significativo en la formación literaria del antioqueño, que es el argentino Manuel Múgica Láinez (Vallejo 22/9/2004), que, sin embargo, no aparece mencionado en su narrativa. Entre mis devociones, que son amores, hay un singular personaje cuyo nombre aprendí en la historia de esta tierra colombiana sobre la que 173 precedió, dejándome, para que lo encontrara, un rastro insistente de luz al partir. “Aserrín, aserrán, los maderos de San Juan...” Son unos versos suyos que hoy como siempre me duelen y me deslumbran, imbuidos de ternura, imbuidos de dolor: la abuela arrulla al niño: mi abuela me arrulla a mí. Cuando empezó a perder su juventud y su belleza, mi poeta le puso término al disparate por mano propia. Motivo insuficiente, dirá usted, acaso con razón, pues tras las supremas decisiones nunca hay un solo motivo, que en el caso de que hablo podría enumerar. (A 136) En el caso del odio que el narrador protagonista siente por Paz y Vargas Vila es necesario señalar que, en ambos casos, viene relacionada por su falta de honestidad –ideológica y personal, respectivamente– y, siendo éste un principio tan importante en la autoficción vallejiana, es un rasgo que los descalifica inmediatamente. Sobre Vargas Vila señala: “Era un marica vergonzante, pese a lo cual sólo trato en sus libros de sexo con mujer. Un maromero. Un maromero invertido” (D 40). Por otro lado, señala: “Octavio Paz el non plus ultra, el superputas, el gallo que profetiza (Q.E.P.D.). Vieja vinagre atrevida que llevas años durmiendo sola” (I 536). La melancolía aparece en la obra de Vallejo vinculada a los cuadros pasados, sea mediante motivos o reflexiones, que dan lugar a una lectura elegíaca del devenir histórico. La melancolía se extiende como tema de reflexión o motivo de preocupación. Ello no es un accidente azaroso de la narración vallejiana sino que aparece directamente ligado a la historia intelectual. Los cambios culturales, sociales y políticos, recurrentemente ligados, alejan al sujeto de los territorios conocidos, en el caso vallejiano de la modernidad a la posmodernidad, y crean una crisis ante el abismo cognoscitivo que 174 encierran. La época de ansiedad que sobrevino después de la Segunda Guerra Mundial ha sido seguida por una Edad de la Melancolía, precipitada por el miedo o interés en catástrofes finales, guerras fratricidas, colapsos ecológicos, explosiones demográficas o desórdenes propios de la sociedad posindustrial (Bartra 9), elementos de los que participa el sujeto posnacional vallejiano, trabado en una crisis axiológica e ideológica. La melancolía es un fenómeno ligado a una amplia y compleja constelación cultural, que rebasa las consideraciones psiquiátricas y neurológicas que han tratado de confinarla en lo que se denomina “depresión,” enfermedad mental definida técnicamente como un desorden afectivo y asociada a déficits en las aminas neurotransmisoras en el cerebro, deviniendo en una monomanía en que dominan las afecciones tristes (Bartra 11). La melancolía se caracteriza, más bien, por ser una tristeza vaga, profunda y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que no encuentre el que la padece gusto ni diversión en ninguna cosa del orden presente. La escritura del antioqueño es típicamente melancólica, comparable al sentido melancólico del Siglo de Oro español, el “spleen” inglés, o la “tristesse” francesa. Por ejemplo, la construcción narrativa mítica de Sabaneta y Envigado es axiomáticamente melancólica al ser contrastada, con pertinaz recursividad, con el Medellín actual del que actualmente son parte periférica. Esta espacialización es la base para recrear melancólicamente un sinnúmero de representaciones del afecto que muestran particularidades de la vida antioqueña que han dejado de existir: desde calles que ya no existen, cafés, cantinas, marcas de cigarrillos, a locutores de radio, incidencias de las primeras ediciones de la Vuelta a Colombia, hasta periódicos y políticos de mediados del siglo XX que se retratan desde la perspectiva de la melancolía para dar lugar, con posterioridad, al juicio del sujeto posnacional que califica la contemporaneidad 175 negativamente al contraponerla a la representación melancólica de un constructo que espacializa míticamente. De entre los motivos que encierran, en su misma esencia, la melancolía vallejiana cabe destacar la significación de la música –canción popular, por lo general– y los globos de la infancia del narrador. La música que aparece en la narración transporta, por momentos, las descripciones y juicios hacia los márgenes de la melancolía. Diversos géneros, como la cumbia, el pasodoble, el tango y los corridos, son aludidos con mayor frecuencia, “Boquita salá,” “Francisco Alegre,” “María Cristina” y “Senderito de amor,” las composiciones más significativas, y José Alfredo Jiménez y Carlos Gardel los intérpretes insignes de la melancolía del narrador protagonista: “En los carteles han puesto un nombre que no lo quiero mirar. Francisco Alegre y olé, Francisco Alegre y olá. La gente dice vivan los hombres cuando lo ven torear, y estoy rezando por él, con la boquita cerrá”. ¿Vivan los hombres? ¿Quién dice? ¿Lo dice usted o lo dice España o lo digo yo? … “Francisco Alegre, corazón mío…” Yo tengo la vida mía apuntalada en canciones: me quitan una y se inclina hacia un lado, me quitan otra y se inclina hacia el otro, me quitan otra y se desploma en el aire. (F 205) La canción popular se constituye en un elemento, junto a los globos, que remite a un pasado idealizado que es óbice crítico para justificar la posición contestataria del sujeto posnacional al verse ante una realidad que no se puede conectar con su imaginario autoficcional del pasado. Los globos, por otro lado, como se ha señalado anteriormente, constituyen el símbolo privilegiado de la felicidad en la infancia del narrador 176 protagonista, de ahí que su referencia en otros marcos temporales profundice en la crisis que en la que el sujeto se ve envuelta. Desde Los días azules la recurrencia de este símbolo es significativa y se contrapone críticamente con los nuevos cuadros que el narrador presenta, con especial relevancia en La virgen de los sicarios: ¡Pero qué saben ustedes de globos! ¿Saben qué son? Son rombos o cruces o esferas de papel de china deleznable, y por dentro llevan una candileja encendida que los llena de humo para que suban. El humo es como quien dice su alma, y la candileja su corazón. Cuando se llenan de humo y empiezan a jalar, los que los están elevando sueltan, soltamos, y el globo se va yendo, yendo al cielo con el corazón encendido, palpitando, como el Corazón de Jesús … A él está consagrada Colombia, mi patria … En el pecho abierto el corazón sangrando: goticas de sangre rojo vivo, encendido, como la candileja del globo: es la sangre que derramará Colombia, ahora y siempre por los siglos de los siglos amén. (V 7-8) La melancolía da lugar a aseveraciones críticas y reconocimientos de la propia subjetividad autoficcional, como el hecho de referirse a Colombia, explícitamente, como su patria. Sin embargo, se representa como una patria distópica cuya única consumación como entidad es su destrucción al ser fuente de injusticia y violencia, como ejes raigales de su ontología. Como evidencia del amor del narrador protagonista por Colombia, pide su propia destrucción, como concreción del ágape responsable y desinteresado. Frente a Colombia, no hay en ningún momento indiferencia, la cual aparece únicamente con personajes secundarios y algunos escritores, como se ha señalado. Los personajes secundarios, frente a los que el narrador es indiferente, se utilizan en la narración para 177 explotar sus rasgos cómicos, como es el caso del primo del protagonista, Gonzalo “Mayiya,” así como de algunos hermanos –exceptuando a Darío, Silvio, Aníbal, Manuel y Gloria– de los que incluso se omite el nombre, y el doctor psicoanalista, Flores Tapias, que aparece diseminadamente en los libros de Vallejo: Terco y empecinado, quería que el mundo sólo hiciera su voluntad. Le negaban algo, y emprendía una veloz carrera al patio, a darse de topes con la frente contra la baldosa del piso. ¡Habráse visto mayor necedad! Le pusimos un apodo infamante de mujer: La Mayiya. “¡Mayiya brava!” le gritábamos; él oía, oía el apodo que le hacía subir la sangre a la cabeza, y cegado por la ira la emprendía otra vez a topes contra el piso. Nos reventábamos de risa. (A 78) Esta alusión resulta doblemente cómica ya que describe el mismo comportamiento de Vallejo en su niñez, caprichoso y pertinaz, –que se golpeaba porque no le concedían sus antojos– que es, precisamente, la escena con la que se abre Los días azules y se cierra Entre fantasmas. El afecto, a través de sus espacios y representaciones, se ofrece como una de las topografías narrativas constantes en la obra de Fernando Vallejo. El afecto da lugar, como prueba de la mera honestidad autoficcional del narrador, a concreciones como la violencia y el humor: la primera, como espejo de una realidad social y solución a un conflicto afectivo; La segunda, como cortesía de la desesperación frente a la distopía del presente y la utopía afectiva del pasado. El afecto resulta, tal vez, el componente más significativo de la narrativa vallejiana, que se halla escondido bajo una primera capa cuya apariencia es objetivamente violenta, destructiva y, quizás, ofensiva. Los libros de 178 Vallejo parecen ser eminentemente afectivos, extremo que el autor confirma (Vallejo 22/9/2004), aunque señalando, por igual, que “tanto afecto, sea amor o lo que sea, empalaga” (Vallejo 22/9/2004). De ahí que el afecto, aunque primario en la autoficción del antioqueño, ocupe sólo un espacio en su topografía narrativa para engendrar otras concreciones como la violencia y el humor, que tienen una dependencia directa con la expresión afectiva vallejiana, a pesar de ser, de por sí, las otras topografías narrativas significativas que caracterizan la escritura del autor. 3.2 La escritura de la violencia Las balas rezadas se preparan así: Pónganse seis balas en una cacerola previamente calentada hasta el rojo vivo en parrilla eléctrica. Espolvoréense luego en agua bendita obtenida de la pila de una iglesia, o suministrada, garantizada, por la parroquia de San Judas Tadeo, barrio de Castilla, comuna noroccidental. El agua, bendita o no, se vaporiza por el calor violento, y mientras tanto va rezando el que las reza con la fe del carbonero: “Por la gracia de San Judas Tadeo (o el Señor Caído de Girardota o el padre Arcila o el santo de tu devoción) que estas balas de esta suerte consagradas den en el blanco sin fallar, y no que sufra el difunto. Amén”. ¿Que por qué digo que con la fe del carbonero? Ah yo no sé, de estas cosas no entiendo, nunca he rezado una bala. Ni nadie, nadie, nadie me ha visto hasta ahora disparar. (V 90) A pesar de sus dimensiones, de sus riquezas naturales, de su situación geográfica privilegiada y de su potencial económico, Colombia sigue siendo un país con grandes lastres y desigualdades económicas y sociales. Las pugnas por controlar el país provocaron, desde su independencia, alternancias políticas y vacíos de poder que contribuyeron a que su territorio se convirtiera en un nido para la violencia gratuita y políticamente descabellada. Tanto para las oligarquías bogotanas que salvaguardan sus caudales, como para el campesino del Magdalena que está enrolado en las Fuerzas Armadas Revolucionarias, o el comunero de Medellín que recibe su paga de los cárteles de la droga, usar las armas puede ser un hábito, una forma de vida, o un trabajo. 179 La solución de los conflictos políticos y económicos pasa también, muy frecuentemente, por el ejercicio de la fuerza bruta, en una situación de prepotencia en la que se enfrentan las oligarquías tradicionales, los grupos armados insurrectos y los colectivos que asumen el control del mercado de la coca. Se trata de una violencia peculiar, típicamente latinoamericana. No es una violencia amenazadora pero lejana, sino que su presencia se muestra gratuita y difusa, pero siempre muy próxima, que puede ejercer cualquiera, en cualquier lugar y con todo tipo de armas. Como señala Francesco Varanini: “Es una violencia que devalúa la vida, que convierte la muerte en una presencia cotidiana. Se puede perder la vida durante un enfrentamiento a tiros con las fuerzas del orden, o en un atentado, o por un ajuste de cuentas, o también, fútilmente, por un pequeño hurto” (Varanini 362). Esta violencia, además, se convierte en una coyuntura caracterizada por la expresión y delimitación histórica de la configuración de una subjetividad posnacional ya que evidencia la caducidad de los discursos civilizatorios de la modernidad. Textos decimonónicos como Facundo (1845), de Domingo Faustino Sarmiento, Ismael (1888), de Eduardo Acevedo Díaz, El matadero (1840), de Esteban Echeverría, y Aves sin nido (1889), de Clorinda Matto de Turner, por mencionar unos cuantos, representan articulaciones bipolares específicas de civilización versus barbarie, siendo la “civilización” la configuración social e histórica realizada por las élites modernas de la época: núcleos mercantilistas, generalmente urbanos, en los que las instituciones de la modernidad servían como ejes hacia el progreso. Frente a esta concepción, los autores ubican la “barbarie” generalmente en un entorno rural que es metonimia del atraso y la carencia de proyecto civilizador/emancipatorio. Son éstos textos que se han dado a 180 conocer como novelas “de la selva” o “de la tierra.” Posteriormente, estas mismas consideraciones se repiten en obras que emparentan con el costumbrismo, el regionalismo e, incluso, la vanguardia. Doña Bárbara (1929) y Canaima (1935), de Rómulo Gallegos, son prototípicas con respecto a esta visión al centrarse en el enfrentamiento de las fuerzas de la civilización y de la barbarie en favor del proyecto nacional. Paralelamente, Roberto Arlt, mediante El juguete rabioso (1926), ahonda en esta problemática desde la perspectiva de la novela urbana al denunciar la penuria de la vida citadina a pesar de formar parte del proyecto civilizatorio cuyo sistema de conocimiento acoge en su narración. La civilización pasa, en este contexto, por la definición del concepto nacional por parte de las élites así como por la presencia de la violencia y la demarcación de las diferencias culturales: “The decision-making autonomy or negotiating position that nation-states hoped to secure by alleging their cultural specificity is being performed by culturally or linguistically identified groups inside unwieldy and porous nations” (Sommer 1999, 2). De esta consideración, se deduce la doble articulación del sincretismo, la hibridez o el mestizaje que se produce en Latinoamérica y es óbice para la aparición de una violencia de cariz cultural y étnico: la prédica del mestizaje como elemento intrínseco de las nuevas naciones junto con la preservación de grupos oligarcas distinguidos lingüística y culturalmente, y, con bastante frecuencia, con base en aspectos étnicos. Tras la narrativa decimonónica, en el siglo XX se siguen reafirmando los procesos nacionales en este mismo sentido y las manifestaciones culturales se adscriben, en mayor o menor medida, al imaginario nacional. Las formas narrativas que asumen significados 181 en torno al nacionalismo sincrético, del que puede ser un ejemplo sobresaliente La raza cósmica (1925), de José Vasconcelos, desproblematizan cuestiones étnicas mediante la amalgama. La violencia, sin embargo, forma parte de la textualización y la configuración del contexto nacional desde sus comienzos. El perspectivismo que sugiere el Boom, en este sentido, resulta significativo al mostrar su inextricabilidad en torno al concepto nacional, a pesar de que su formalización narrativa acoja como tal el orden nacional preestablecido, el contexto de dependencia neocolonial y retransmita su misma ideología (Franco 1999, 285). La violencia, en el caso latinoamericano, está directamente relacionada con el proceso de modernización capitalista y su programa nacional. La estabilización de la nación se produjo, mayormente, sin la participación popular ni ninguna forma de debate democrático, sino más bien se articuló a través de unas oligarquías autocráticas y, con frecuencia y hasta la actualidad, mediante regímenes populístas y/o autoritarios (Franco 1989, 205). Así pues, el binomio modernidad y represión en nombre de la autonomía nacional ha resultado raigal en la constitución territorial y discursiva en Latinoamérica hasta el punto que su carácter violento es parte constituyente de su proyecto. Esta concepción aparece explíticamente en muchos de los textos con filiación en el Boom, como La muerte de Artemio Cruz (1962) de Carlos Fuentes, La casa verde (1966) de Mario Vargas Llosa, más lejanas en el tiempo, La hojarasca (1955) y El otoño del patriarca (1975) de Gabriel García Márquez; Paralelamente, también se puede apreciar una concepción concomitante textos cercanos cronológicamente como Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo y Los pasos perdidos (1953) de Alejo Carpentier. En estos textos se aprecia la desgracia de la nación a través de su imposibilidad para proveer 182 sistemas de significado y conocimiento que legitimen el entorno nacional (Franco 1989, 210). Sin embargo, el problema de atribución de responsabilidades, en el plano ideológico, no apunta a la disolución del proyecto nacional, sino más bien a su relectura y restructuración, ya que sigue siendo un sedimento persistente en la delimitación de la subjetividad individual y colectiva. El contenido ideológico de Boom, pues, a pesar de la desmitificación del contexto nacional repite las ontologías y metanarrativas que pretende discriminar, como Gerald Martin sugiere en su análisis de Cien años de soledad: The novel is an evocation not only of Latin America’s mythical innocence after Independence but of the magical childhood world which García Márquez inhabited in Aracataca … One Hundred Years of Solitude is clearly a demystification, though apparently one so scrupulously labyrinthine in itself that most readers have managed to get themselves as lost in its winding corridors and spiraling stairways as most Latin Americans, including the Buendías, in the phantasmagorical history which it reconstructs. (G. Martin 234) La narrativa de Fernando Vallejo muestra un claro parangón con respecto a este conjunto de textos, prototípicos de la delimitación modernizadora, estructurante de sistemas de conocimiento y ontologías, que de alguna manera se mueven en el gozne entre civilización y barbarie, al convertirse en su reverso. El conjunto de libros objeto de estudio ofrece, desde el contexto urbano, el anquilosamiento de tal proyecto: la ciudad, anterior epítome civilizador, se ha convertido en una realidad distópica en la posmodernidad. El centro urbano, sea preferiblemente Medellín, Ciudad de México o Nueva York, se muestra en la obra del antioqueño como una selva urbana en la que opera 183 la ley del más fuerte, donde las instituciones modernas no son operativas, donde su proyecto ha caducado, donde no hay más legitimidad que el ejercicio de la violencia como redención de la justicia, donde la posibilidad de progreso ni civilización obsesivamente planteadas por el desarrollismo modernizador se truncan de manera irreversible. Vallejo sólo exhibe la ruina o la conspicua ausencia de un proyecto social real que permea, también, las subjetividades y sus preconcepciones cognoscitivas. En este sentido, procede reseñar la conceptualización que Fredric Jameson realiza sobre el individuo y el sujeto en el contexto de la posmodernidad. En su libro Postmodernism, or the Cultural Logic of Late Capitalism, Jameson señala que el aislamiento que sufre el individuo en la posmodernidad implica una nueva crisis que resulta ser la fragmentación y muerte del sujeto tal y como se conocía según los patrones de la modernidad. Fernando Vallejo, a través de su narrativa, muestra una exacerbación de la individualidad en un momento de crisis y transición cultural y social en cuanto a sus paradigmas ontológicos. Sus textos evidencian la resituación del sujeto una vez rotas las certezas del pasado en cuanto a su proyecto social y sus estructuras de conocimiento. No hay nada que se salve de la crítica feroz del autor. La realidad social se retrata mediante la barbarie urbana terrorista, La Violencia, el narcotráfico y la corrupción del gobierno: partes inherentes de la posmodernidad distópica vallejiana. En este contexto, aparece un implícito tono melancólico o nostálgico que habla del orden anterior, en el que, desde la utopía de la memoria, parecía que las estructuras sociales civilizatorias aún funcionaban, como se retrata en Los días azules, para dar lugar, paulatinamente, a la aparición de las aporías de la modernidad y su posterior inviabilidad, como muestran muy particularmente La virgen de los sicarios y El desbarrancadero. 184 El sujeto posnacional, que sirve de vehículo transitorio en este proceso, se articula a través de expresiones de la violencia: la misma violencia que aprehende del contexto social. En la selva urbana que describe el autor no existe ningún componente que pueda ejercer el uso legítimo de la violencia de modo que todos los estratos sociales acuden a ella como recurso ético. Se trata de una ética particular cuyo valor utópico/distópico reside en la inversión del principio de justicia. Las injusticias a las que dio pie el régimen moderno se saldan mediante el uso de la violencia en la posmodernidad, de ahí que su valor devenga raigal en la constitución de subjetividades. El sujeto posmoderno de la narrativa del antioqueño se enfrenta al proyecto civilizador que creó la nación emancipada: es un sujeto que descree de la nación y sus instituciones; De ahí que incida en la ruina de su proyecto desde perspectivas aporísticas dimanadas de la violencia a la que da pie su proyecto: social, sexual, étnica e, incluso, discursiva. A pesar de que el fenómeno de la violencia no es nada nuevo en la historia de Colombia –baste recordar el intento de asesinato que se perpetró contra Simón Bolívar en 1828, la revolución conservadora (1851), las cuatro guerras civiles (1860, 1876, 1885 y 1895), y la llamada Guerra de los Mil Días (1889) que precedieron a la violenta alternancia en el poder de conservadores, que fue semilla, a su vez para La Violencia en el siglo XX–, la consideración de este fenómeno desde una perspectiva cínica, típicamente vallejiana, traza la desintegración de los valores sociales y culturales en un momento histórico concreto: el de la constricción del proyecto moderno en pos de la construcción de un contexto posnacional. El narrador vallejiano aprehende estas consideraciones como parte central de una narrativa que escrutina el sistema de creencias y los medios discursivos que lo canalizan con el fin primordial de explicar y justificar la 185 destrucción del proyecto nacional. Es decir, se muestra la nación como formación político-social no sólo en decadencia sino, potencialmente, residual. La diferencia abismal que se advierte en la narrativa de Fernando Vallejo entre el proyecto nacional y su realidad hace vislumbrar una serie de aporías políticas y sociales que apuestan por una reevaluación del presente que, ulteriormente, muestra las imbricaciones entre la violencia y sus mediaciones, y cuyo objetivo es desestabilizar el sistema y provocar su destrucción –por lo menos a nivel ético y discursivo–. A pesar de tratarse de una obra autoficcional, sin naturaleza netamente ensayística o documental, la narrativa del antioqueño muestra en su obra tres cuestiones principales con respecto a la violencia y el marco nacional: legitimidad, obediencia y fascismo. En el estado de cosas representado por Vallejo, el estado se muestra en su correlación necesaria con el poder. Sin embargo, debido a su propia fragilidad ha construido un entorno en el que el uso de la violencia es reiterado y arbitrario. Frente a esta circunstancia, la aparición de la violencia por parte del campesinado, las regiones periféricas y los nuevos núcleos de poder –frecuentemente relacionados con la criminalidad– ahonda en la problemática de la legitimidad en el uso de la violencia. El cuerpo social descree tanto como el narrador de la legitimidad del estado con respecto al uso de la violencia y, correlativamente, implica el cuestionamiento de su legitimidad. En este sentido, es pertinente señalar que el hecho de considerar a la masa popular parte central del proceso histórico en Colombia ha devenido recurrente en los estudios de las ciencias políticas recientes. Desde la academia estadounidense, Paul Oquist asume el contraste entre tradición y modernidad como parte central de su análisis y afirma: “la violencia de los años cincuenta supuso un derrumbe parcial del estado colombiano, tal vez 186 sobreestimando la solidez y coherencia previas a éste” (Oquist 21). Los acontecimientos de mediados del siglo XX suponen la primera articulación del período histórico conocido como “La Violencia.” Es un momento en el que los principios fundamentales de la nación como ente privilegiado entran en conflicto ya que el componente social posee la justificación coyuntural para desarticular su legitimidad: Power springs up whenever people get together and act in concert, but it derives its legitimacy from the initial getting together rather than from any action that then may follow. Legitimacy, when challenged, bases itself on an appeal to the past, while justification relates to an end that lies in the future. Violence can be justifiable, but it never will be legitimate. Its justification loses in plausibility the farther its intended end recedes into the future. (Arendt 52) Según los textos del antioqueño, la justificación popular es directamente proporcional a la deslegitimación del estado, ya que éste no puede legitimarse ni con sus referencias al pasado ni con sus esperanzas en el futuro ante la distopía del presente. La deslegitimación de la nación se produce, según retrata Vallejo, mediante el uso de la violencia, ya no como instrumento sino como realidad fehaciente de múltiples concreciones. Es necesario señalar, además, que el componente político no es el único que entra en juego ya que el estado maneja, igualmente, los intereses económicos de las oligarquías tradicionales y las pujantes burguesías. El vínculo entre modernización y los procesos de lucha política se establece a través de un sistema lógico que incluye unas aporías fundamentales: La supremacía de las élites depende de la productividad económica, y para mantener y acrecentar esta productividad se necesitan alianzas entre 187 clases, con frecuencia, antagónicas (Sommer 1999, 2). Frente a esta coyuntura, inestable por su propia naturaleza, el gobierno de Colombia reincide en la violencia para legitimarse provocando un fascismo latente que se ha de relacionar, necesariamente, con sus correlaciones políticas y económicas: por un lado, provoca una configuración de la realidad en la que la violencia estatal corresponde a la violencia popular y, por otro lado, muestra la dictadura de la supuesta no-ideología del capitalismo tardío. La creación de la Comisión de Estudios sobre la Violencia, en marzo de 1987, supuso un nuevo giro en los estudios sobre la violencia en Colombia al señalar el carácter multidimensional de la violencia y la necesidad de una interpretación más plural del fenómeno. Los miembros de la comisión determinaron que, en un primer momento, la violencia era de raigambre meramente política, pero a partir de La Violencia y la circunscripción de la nación dentro las relaciones implicadas por el contexto de la posmodernidad, se hacía urgente una revisión de las diferencias entre violencia política, socioeconómica, sociocultural y territorial, reforzadas todas ellas por una cultura de la violencia. La Comisión reorganizó, además, la violencia en dos bloques temporales: uno que va desde el siglo XIX hasta los años 50 del siglo XX y, otro, a partir de los 50, que están tamizados a partir de La Violencia. Si los primeros enfrentamientos violentos reflejaban, básicamente, disputas entre las élites, la violencia a partir de los años 50 estaba liderada, en principio, por líderes populares, al producirse un desfase entre la dirección ideológica y la conducción militar, para, en la década de los 60 y primeros 70, producir expresiones anárquicas, marcadas por la fragmentación social, con el objetivo primordial de desestabilizar al poder. La violencia de los 70 y 80 se caracteriza, según la Comisión, por no intentar insertarse en el poder ya constituido sino destruir y sustituir al 188 existente, sea en forma de guerrilla o mediante los medios violentos subsidiarios del narcotráfico (González, Bolívar y Vázquez 22-23). En este contexto, el fracaso de las ideologías de la modernidad, que interpelaban la construcción del sujeto nacional, se muestra como un entramado natural de la contingencia histórica. La fragmentación social dimanada de la violencia provoca la aparición de discursos de corte individualista que buscan el enfrentamiento directo con las estructuras del estado, como prueban tanto la “novela de la violencia”7 como, más recientemente, los “textos de la sicaresca,”8 así como otras muchas manifestaciones9 que no participan directamente en estas clasificaciones. Los valores sociológicos y literarios de estos textos apuntan a la desarticulación del discurso tradicional en favor revolución moral que termine con ese estado de cosas. En el caso de Vallejo, dicha rearticulación social pasa, primeramente, por la advertencia de la ausencia real de proyecto y, ulteriormente, por una oda a la destrucción de Colombia como nación, que se establece en el contrapunto de las ficciones fundacionales y romances nacionales decimonónicos. Los principios que se hallan en la base de estas consideraciones son los de justicia y verdad que son tan importantes para la autoficción vallejiana. Dado que, en realidad, el proyecto nacional es incapaz de dar respuestas satisfactorias a la sociedad la respuesta del autor pasa por la destrucción del bastimento ideológico de la modernidad. De ahí que 7 Cabe señalar, de entre un catálogo bastante extenso, Sangre, de Domingo Almova, Monjas y bandoleros, de Hipólito Jerez, y Los cuervos tienen hambre, de Carlos Esguerra. Para mayor información al respecto, véase Colombia: Novela y Violencia, de Pablo González Rodas. 8 Los textos más importantes de la sicaresca aparecidos durante los años 90 son No nacimos pa’ semilla, de Alonso Salazar, Rosario Tijeras, de Jorge Franco, El pelaíto que no duró nada, de César Gaviria, y La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo. 9 La violencia forma, necesariamente, parte fundamental de las expresiones culturales colombianas. En el plano de la literatura, autores como Gabriel García Márquez, Manuel Mejía Vallejo, Gustavo Álvarez Gardeazábal, Eduardo Caballero Calderón, Arturo Echeverri Mejía y, más recientemente, Darío Restrepo y Albalucía M. Ángel, son claros representantes de la aprehensión de la violencia en las letras colombianas. 189 para su legitimación haya de descalificar todo el sistema desde perspectivas morales y filosóficas. Vallejo, en primer lugar, a pesar de ser interpelado por las tecnologías del estado, se niega a ser intervenido por su imaginario estatal/nacional mediante la exaltación de su individualidad, aspecto que entra en directo conflicto con la obediencia debida al estado en su configuración nacional: The state is envisioned as a kind of political power which ignores individuals, looking only at the interests of the totality or, I should say, of a class or group among the citizens … We should consider the “modern state” as a very sophisticated structure, in which individuals can be integrated, under one condition: that this individuality would be shaped in a new form and submitted to a set of very specific patters. (Foucault 1982, 782-783) Vallejo, desde su posición posnacional, niega la vigencia del estado como ente organizador y, a partir de la autorreferencialidad de sus consideraciones, propone un orden discursivo que afianza su posición como “subjectum” y destruye la posibilidad de ser “subjectus” del estado, según conceptualiza Étienne Balibar (Balibar 34-42). El caso acusativo de la declinación latina muestra al sujeto como sustento y protección de sí mismo. En cambio, el nominativo ofrece una visión muy distinta: al sujeto como súbdito. El estado y, subsiguientemente, los imaginarios nacionales, fomentan la creación del “subjectus” a través de dos conceptos principales que Vallejo vacía semánticamente al mostrar su falta de legitimidad: disciplina y hegemonía. La disciplina, según Foucault, es una tecnología del poder que comprende un conjunto de instrumentos, técnicas, procedimientos, niveles de aplicación y objetivos. El nacionalismo es una forma de disciplina utilizada para integrar al sujeto en el estado y 190 lograr su docilidad y utilidad en beneficio del sistema. El estado, además, se constituye como una estructura panóptica que vigila la naturalización de los principios nacionalistas. Los procedimientos básicos de esta vigilancia se articulan a través del aleccionamiento social en forma de cánticos, himnos, banderas, héroes, insignias, y, muy especialmente, a través de la perpetuación de una historiografía que ensalce la propia tradición creada. Vallejo, a lo largo de su narrativa, se encarga de desarticular la legitimidad y significación de los procedimientos de vigilancia para configurar la emergencia del sujeto posnacional como reorganización subjetual. La idea de que la función panóptica del estado, que Vallejo representa y cuestiona, constituye una técnica coercitiva (Foucault 1984, 211; Gramsci 277) que hace converger la obra de Michel Foucault y Antonio Gramsci. Los intereses que yacen en la técnica coercitiva de la disciplina responden al poder de la clase hegemónica. La hegemonía es para Gramsci el tercer momento evolutivo en la conciencia política y la define como el efecto de una unión política donde hay una fusión total de objetivos económicos, políticos, intelectuales y morales, realizada por un grupo fundamental, la clase hegemónica, con la alianza de otros grupos subalternos. La clase hegemónica ha de incorporar algunos intereses de los otros grupos sociales a través de la lucha ideológica. Sin embargo, esto es posible únicamente si la clase hegemónica renuncia a una concepción estrictamente corporativa pues, para ejercer el liderazgo, tiene que tomar en cuenta los intereses de los grupos sociales respecto a los cuales aspira ejercer la hegemonía (Mouffe 74). Esta concepción de hegemonía tiene serias consecuencias en cuanto se refiere al enfoque de Gramsci sobre la naturaleza y el papel del estado: El estado se concibe, por lo tanto, como el instrumento (órgano) de un grupo particular, destinado a crear condiciones favorables para una expansión máxima del grupo; pero a esta expansión y a este desarrollo se 191 les ve como la fuerza motriz de una expansión universal de un desarrollo de todas las energías nacionales. En otros términos, concretamente el grupo dominante coordina sus intereses con los intereses generales de los grupos subordinados y la vida del estado se ve como un proceso de formación y desarrollo continuo de un equilibrio inestable –en el plano jurídico– entre los intereses del grupo fundamental y los de los grupos subordinados. Los intereses del grupo dominante prevalecen en este equilibrio, pero hasta cierto punto porque nunca pueden reducirse a los intereses estrictamente corporativos (Gramsci 74) Estas articulaciones resultan evidentes en los romances nacionales decimonónicos que enfrentaban binariamente civilización y barbarie. Vallejo, por su parte, vuelve a la base misma de la creación de mitos nacionales para evidenciar las barreras existentes entre nación, patria y estado. Vallejo no niega su patriotismo, entendido como afecto hacia su terruño, y es precisamente este elemento el que justifica la necesidad de superar las construcciones nacionales ante la distopía de la realidad. Es decir, la vinculación de este sujeto posnacional es meramente afectiva. Los textos fundacionales de los nacionalismos tienden a borrar las barreras entre patriotismo –como afecto hacia el terruño–, nacionalismo –como entramado ideológico emanado de la hegemonía– y estado –como estructura jurídica y burocrática– en un intento por disimular las técnicas coercitivas que las constituyen. Se puede apreciar este aspecto de forma sobresaliente en los romances nacionales y textos “de la tierra” o “de la selva” ya que interpelan a los sujetos a través de los sentimientos, no de la razón. Las técnicas coercitivas, según Foucault y Gramsci, encauzan la aprehensión del sujeto en la nación y, se puede añadir, elaborando hasta el último extremo sus propuestas, que lo fuerzan a odiar, morir y matar en su nombre. El discurso vallejiano va en contra de todas estas construcciones con el fin 192 de legitimar su propio proyecto posnacional en el cual la violencia es la consecuencia lógica de una configuración social aporística y, además, el instrumento para terminar con el proyecto moderno que se expresa mediante una construcción narrativa e ideológica esencialmente violenta. 3.2.1 Historicidad discursiva de la violencia La violencia forma parte ingénita de la constitución de Colombia como nación. A pesar de que hasta bien entrado el siglo XX su raigambre era principalmente política, a partir de los acontecimientos que dieron pie a La Violencia su sedimentación en distintos estratos sociales, como instrumento e implemento cotidiano, ha propiciado una cotidianidad de la violencia apreciable tanto en la vida diaria como en sus discursos culturales. La sobreabundancia de la violencia en los textos de Fernando Vallejo muestra su recursividad en la formación de subjetividades en una delimitada época histórica que se muestra como la más violenta de la contemporaneidad. La violencia distópica se presenta como resultado del estado moderno colombiano y como constituyente del sujeto posnacional que ha de superar, necesariamente, la nación desde presupuestos destructivos que van del nihilismo al cinismo. Una síntesis histórica de la violencia en Colombia, como estado soberano, habría de partir de su misma emancipación, en 1819, con el intento de asesinato que en 1828 se perpetró contra Simón Bolívar. Tras ello, el inventario de acontecimientos violentos en este país resulta escalofriante. El marco histórico que incide directamente en la narración de Vallejo parte del 1930, año en que los conservadores se presentaron divididos a las elecciones y las perdieron. Se inició entonces la llamada “República Liberal” que buscó el revanchismo contra los conservadores y fomentó una guerra sucia. En 1946 fueron los 193 liberales los que se presentaron divididos y perdieron las elecciones presidenciales. Bajo el mandato del conservador Mariano Ospina Pérez, la inestabilidad política alcanzó un nivel alarmante y se sucedieron los enfrentamientos armados, las manifestaciones y las huelgas. Tanto el jefe del gobierno como los dirigentes liberales incitaron la violencia. Únicamente Jorge Eliécer Gaitán buscó una vía diferente y el 17 de febrero de 1948 convocó una manifestación contra la violencia para morir el 9 de abril, víctima de un altercado en pleno centro de la ciudad. Este acontecimiento resulta fundamental en la aparición y desarrollo de la época que se conoce como “La Violencia,” y que se prolonga hasta mediados de los años 60. Si bien es cierto que existieron intentos de frenar este estado de cosas, también es reseñable que sus resultados fueron infructuosos. En 1957 se firmó un acuerdo en Madrid de importancia decisiva en la historia reciente de Colombia que dio vida al Frente Nacional. Alberto Lleras, liberal, y Laureano Gómez, conservador, firmantes de este pacto, acuerdan que durante dieciséis años se alternen en el gobierno representantes de los dos partidos. Sin embargo, paralelamente, las luchas en el interior del país se recrudecieron fruto de los enfrentamientos entre campesinos y latifundistas, entre liberales y conservadores, y se apresta el intervencionismo estadounidense en injerir en la soberanía nacional. Diversos grupos de ideología izquierdista constituyeron las Repúblicas Independientes Campesinas. El éxito de la revolución cubana y las subsiguientes presiones estadounidenses llevan al gobierno conservador a adoptar una serie de medidas. A principios de los años sesenta, las Repúblicas Independientes son el objetivo de grandes operaciones militares. Los sistemas campesinos de autodefensa son aniquilados y la lucha, en consecuencia, se radicaliza: la autodefensa se convierte en guerrilla. Nacen así, entre 1964 y 1965, las Fuerzas Armadas Revolucionarias 194 Comunistas y el Ejército de Liberación Nacional, para dar lugar a la reimplantación de un sistema en el que la violencia forma parte de la cotidianidad más feroz. Las marcadas diferencias sociales, la desatención de las regiones rurales y agrícolas, y la mala distribución de los bienes capitales coadyuvan en la desintegración, deterioro y estancamiento de la nación (Zamora Bello 109). No obstante, es a finales de los setenta cuando Colombia se ve abocada a una violencia peculiar: la dimanada del narcotráfico. Al verse amenazados mediante el tratado de extradición aprobado en 1979, los jefes de los cárteles buscaron desestabilizar la viabilidad de este proyecto. Su lucha se prolongó durante los años 80. A principios de 1990, el Cártel de Medellín estaba llevando a cabo una campaña de terror y sobornos con el fin de presionar al gobierno colombiano para conseguir que no se pudiera extraditar a ciudadanos colombianos. Pablo Escobar y otros capos de Medellín, conocidos como “los extraditables,” tomaron medidas violentas para forzar al gobierno a cambiar la legislación y protegerlos de este modo de la extradición. Uno de los mecanismos utilizados fue contratar adolescentes de áreas marginales, que se conocerían a partir de entonces como “sicarios,” para matar a sus adversarios –gobernantes, políticos, militares, empresarios y ciudadanos–. El Cártel fue responsable del asesinato de cientos de personas y del soborno de muchos más. En el verano de 1991 sucedieron dos acontecimientos clave: en junio se entregó Pablo Escobar y en julio se aprobó una nueva constitución. Pese a lo que pudiera parecer, ambos hechos fueron un logro del Cártel de Medellín: La nueva constitución prohibía la extradición de colombianos y Escobar disfrutó de su época dorada en la cárcel de Envigado –desde donde pudo dirigir su imperio sin miedo de ser secuestrado o asesinado por el gobierno colombiano o sus rivales–. Tras ser protegido en la cárcel por 195 sus propios hombres y los funcionarios del recinto, tras asesinar y enterrar en esa misma prisión a algunos disidentes, en julio de 1992 ordenó el asesinato de 22 de sus colaboradores y escapó de la prisión para evitar que lo transfirieran a una cárcel más segura, la de Bogotá. Su huida duró 17 meses. En diciembre de 1993, el C.N.P. mató a Escobar en el centro de Medellín. Tanto como su muerte como la rendición y el arresto de otros miembros de su grupo narcotraficante resultó en el deterioro y práctica desaparición del Cártel de Medellín. Tras la muerte de Escobar los sicarios devienen desorganizados e indisciplinados. Provocan estragos en la ciudad al matar indiscriminadamente. Este breve resumen de la historia de la violencia en Colombia resulta importante para analizar la obra de Vallejo, ya que su presencia se trasunta reiteradamente en las páginas de su obra; Sea a través de reflexiones sobre la naturaleza histórica de su terruño o sea para realizar descripciones coyunturales. La violencia y su contexto histórico son elementos fundamentales para analizar la constitución del sujeto posnacional así como el desafío al simulacro posmoderno que suponen sus obras. La autorreflexión a partir de la situación política y social dimanada de la violencia se hace más presente en la obra del antioqueño a partir del acuerdo firmado entre Alberto Lleras y Laureano Gómez en 1957. Aparecen reflexiones sobre este hecho desde Los días azules, a pesar de suceder históricamente durante el tiempo narrativo de El fuego secreto. Desde Los caminos a Roma las reflexiones en torno a Colombia devienen mucho más frecuentes tal vez porque la acción física de las novelas se fije en otros puntos geográficos como Europa, Estados Unidos o México. Este libro, pues, supone el punto de 196 inflexión con respecto a consideraciones ontológicas sobre Colombia al profundizar en la historia, idiosincrasia y componentes sociales antioqueños y bogotanos, principalmente. Se trate de forma más sucinta o con mayor profundidad, la violencia histórica colombiana forma parte imprescindible del relato vallejiano, poniendo en duda la ausencia de referencialidad que caracteriza, según establece Jean Baudrillard en Simulacra and Simulation, a las expresiones de la posmodernidad. Los conceptos de simulación y simulacro que utiliza el pensador francés se refieren a la creación de lo real a través de modelos mitológicos o conceptuales que no tienen conexión con la realidad. El modelo deviene el determinante de la percepción de lo real. Las fronteras caen entre la imagen y la realidad. La simulación y el simulacro crean un mundo de hiperrealidad donde las distinciones entre lo real y lo irreal se difuminan. La industria cultural borra las líneas entre los hechos y la información, entre la información y el entretenimiento, entre el entretenimiento y la política. Se bombardea a las masas mediante imágenes (simulaciones) y signos (simulacros). El tejido social se reelabora irrealmente, ya que las simulaciones y los simulacros no tienen, en definitiva, referentes. Los simulacros tendrían una noción más amplia y global al poderse leer semióticamente. Según Baudrillard, se puede establecer una gradación en la simulación de la realidad a través de cuatro etapas. En primer lugar, la imagen es un reflejo de una realidad profunda. En segundo lugar, la imagen enmascara y desnaturaliza una realidad profunda. En tercer lugar, la imagen enmascara la ausencia de una realidad profunda. En cuarto lugar, la imagen no tiene relación con ninguna realidad al ser puro simulacro. Tanto en las obras de Fernando Vallejo como en la de muchos otros autores latinoamericanos, se puede apreciar una llegada a la segunda etapa de la imagen: donde 197 se desnaturaliza una realidad profunda a través de correlatos objetivos/subjetivos que difuminan una realidad social mediante la autoficcionalización –que es, en definitiva, una verdad individual que nunca puede sumar una verdad de conjunto–. La presencia de una realidad profunda se puede leer de forma más explícita, como es el caso de Fernando Vallejo o Jorge Franco, o más soslayada, como en las novelas de Edmundo Paz Soldán o Luis Zapata. La duda, con respecto al entorno latinoamericano, es hasta qué punto se puede aplicar la noción de hiperrealidad porque, por un lado, es evidente su presencia en el continente mediante las relaciones establecidas por el pastiche posmoderno en el arte figurativo, la arquitectura, los medios de comunicación y el ciberespacio, por mencionar algunos. Sin embargo, por otro lado, los discursos culturales latinoamericanos parecen estar claramente anclados en su problemática histórica. Desde los testimonios hasta los discursos neorrealistas, desde la novela del terror colombiana hasta los cuentos de Senel Paz, todos ellos muestran su referencialidad con respecto a lo que se llama comúnmente “realidad.” El vampiro de la colonia Roma, de Luis Zapata, La vendedora de rosas, de Víctor Gaviria, Rosario Tijeras, de Jorge Franco, Sueños digitales, de Edmundo Paz Soldán, El desbarrancadero, de Fernando Vallejo, y Loco afán, de Pedro Lemebel, entre otros, no presuponen su origen en modelos mitológicos sin conexión con la realidad ya que la latencia social e histórica de estos discursos es sobresaliente. Sería necesario hacer un inciso con respecto a La virgen de los sicarios ya que, a pesar de que está bien anclada en su referente histórico, la exageración de la violencia a la que da lugar el estado de caos posterior a la desmembración del Cártel de Medellín llega a la cuarta etapa descrita por Baudrillard. Vallejo describe un entorno en el que la 198 muerte y la violencia aparecen por los hechos más insignificantes, realizando un pastiche de la realidad: la muerte por silbar, la muerte por tocar la batería, la muerte por tener hijos, la muerte por existir, son, ciertamente, imágenes que van más allá de la representación realista de la realidad. Se trata de la proyección de la aporía de la violencia: su cotidianidad llevada al último extremo con el fin de provocar algún tipo de reflexión (Vallejo 22/9/2004). La virgen de los sicarios es una obra cerrada con una estructura diferente al resto que problematiza muy específicamente la violencia sicaresca. A pesar de las implicaciones relacionadas con el simulacro de La virgen de los sicarios, las obras de Fernando Vallejo pueden leerse como pequeños tratados en los cuales la historicidad orea la narración. Los acontecimientos y las figuras históricas que se mencionan no aparecen retratados más allá de su correlato objetivo a pesar de que las opiniones que se enlazan sean autoficcionales y, evidentemente, subjetivas. Vallejo, casi en ningún momento, desfigura su raigambre real por lo que su relación con el entorno histórico o social no llega a superar la segunda fase de la imagen. Es decir, refleja constantemente una ontología de la verdad privada en la que aún es vinculante la noción de ideología y, paralelamente, por esta característica, no llega a situarse en el entorno de la simulación y el simulacro. En sus obras se puede leer en una breve historia de la violencia en Colombia. La metaficción histórica latinoamericana ofrece claros paralelismos con su contexto inmediato incluso cuando las hiperrealidades forman parte inherente del relato como es caso de Sueños digitales de Edmundo Paz Soldán. En Los días azules se aprecia la Colombia de las procesiones, la de las radionovelas, la de los fanatismos bipartidistas; Y, en este contexto, aparece 199 Lleras Restrepo, antiguo presidente colombiano, descrito como un sectario y arrogante pigmeo, mientras Barco se presenta como un viejo desmemoriado que olvida su última decisión bajo el mote de “Funes el memorioso” aludiendo al cuento de Borges. Sin embargo, éste es sin duda el relato de la nostalgia por antonomasia en la narrativa de Vallejo. Se aprecia la idealización de un orden que sorprende e ilusiona al niño protagonista. Medellín, Sabaneta, Envigado y el barrio de Boston son lugares utópicos/utopísticos que organizan un entorno melodramático, de ahí la aparición de las radionovelas o los recuerdos de las crónicas de la Vuelta a Colombia. Este libro representa un espacio afectivo del orden moderno yuxtapuesto a algunas consideraciones que el narrador adulto realiza desde la lejanía de la memoria. Sin embargo, es a partir de El fuego secreto donde se puede reconocer la gran transformación que había tenido lugar en la década de los cincuenta y primeros sesenta en Medellín: la violencia, el descreimiento, la rebelión sindical, la liberación sexual, el comunismo, el auge del crimen y la pobreza, que inserta los primeros recrudecimientos ideológicos en la obra de Vallejo, los inicios de la distopía a la que da pie la modernidad. Los caminos a Roma supone el inicio del deambular por el mundo propio de los libros posteriores. Los esencialismos reduccionistas abundan en este libro al volver reiteradamente sobre Bolívar y características generales de la colombianidad. La aparición de Cinecittà –cuna del cine neorrealista italiano–, del Fiat Lux [“cajitas rodantes de mentolín” (C 332)] y el Talgo [“¡que corre como una bala!” (C 367)] vuelven a reincidir en la historicidad y los correlatos objetivos del relato vallejiano. Años de indulgencia y Entre fantasmas repiten la doble articulación espacial de Los caminos a Roma, ya que, pese a estar ubicados en Nueva York y México, su acción reflexiva pasa por la contemporaneidad de Medellín y 200 Colombia. El primero se centra en el racismo y el desprecio a las minorías de la cultura estadounidense. El segundo narra las andanzas de Fernando y Bruja en la ciudad de México. En un recuento centrífugo de la historia de Colombia, son figuras como Luis Navarro Ospina, Laureano Gómez, Santander, Bolívar y Barco los protagonistas de la referencialidad histórica. La Virgen de los sicarios inicia el retrato del Medellín distópico de Gaviria, el Cártel de Medellín, el sicariato; Deviniendo éstos los objetivos específicos y los correlatos objetivos de su escritura hasta el punto que son éstos los referentes cronológicos que utiliza el narrador al referirse a sus acontecimientos personales. En las postrimerías de la narrativa de Vallejo, es la figura clave de Pablo Escobar la que cobra gran significación histórica por las consecuencias que conllevó con respecto a la violencia. La escena de su asesinato resulta de capital importancia en La virgen de los sicarios ya que es el punto inicial que provoca la desorganización de los sicarios, la implantación de un orden de la violencia aún más salvaje y, paralelamente, coincide con el momento en que Alexis se queda sin contratador y conoce a Fernando: Y se les perdió año y medio durante el cual el lorito gárrulo ofreció para el que lo encontrara, por televisión, una recompensa en dólares ... y puso veinticinco mil soldados a buscarlo por cuanto hueco había, menos en los del Palacio de Nariño donde él vive. Yo decía que estaba allí, encaletado, en cualquier resquicio del presupuesto. Pero no: estaba a la vuelta de mi casa. Desde las terrazas de mi apartamento oí los tiros: ta-tata-ta-tá. Dos minutos de ráfagas de metralleta y ya, listo, don Pablo se desplomó con su mito ... Muerto el gran contratador de sicarios, mi pobre Alexis se quedó sin trabajo. Fue entonces cuando lo conocí. Por eso los 201 acontecimientos nacionales están ligados a los personales, y las pobres, ramplonas vidas de los humildes tramadas con las de los grandes. (V 8788) El estado en descomposición que se retrata en esta obra reaparece en El desbarrancadero en una metáfora patriarcal que iguala familia y nación en su crisis ideológica. Los correlatos históricos que se utilizan en esta ocasión reinciden en la contemporaneidad, siendo Castro, la guerrilla colombiana, Gaviria, Samper y Pastrana los responsables del caos y la violencia. Las imágenes escatológicas devienen las más frecuentes para definir la realidad colombiana que rodea a la muerte de Darío y del padre del narrador: “Que Gavirita declaró, que Samperita decretó, que Pastranita conminó. A papi lo despedían con mierda. Qué le vamos a hacer, entre la mierda nacemos, vivimos y nos vamos” (D 139). Por último, La rambla paralela recorre espacios y motivos claramente anclados históricamente, sean barceloneses, mexicanos o antioqueños, desde Colón, a la Funeraria Gayosso, hasta el sueño de Bolívar. Todas sus obras, pues, recorren una historicidad, esencialmente violenta, como contrapunto al simulacro posmoderno al formar parte inherente del relato tanto referencial como significativamente. El descreimiento como principio interaccional, al que obliga la lectura histórica que realiza Vallejo, fomenta la creación de subjetividades disidentes con el proyecto moderno. La formación de subjetividades posmodernas es intrínseca al discurso vallejiano al expresar su crisis ideológica y axiológica desde diferentes perspectivas dimanadas de la violencia de la contemporaneidad. Las imágenes y enunciados de la violencia, así como la ética que ésta emana en sus vértices utópicos y distópicos, se expresan desde una perspectiva cínica en la obra de Vallejo. De este modo, se aprecia una 202 articulación particular, aunque no privativa, de la posmodernidad latinoamericana. Se trata de una posmodernidad que participa de algunos elementos de la posmodernidad según los parámetros “occidentales.” La modernización desigual en Latinoamérica da lugar, en la actualidad, a expresiones posmodernas en un contexto donde la modernización no llegó a cumplir todas sus promesas. Es decir, se aprecia la presencia de un discurso posmoderno en un entorno donde modernidad y posmodernidad entran en constante fricción. El carácter de los textos de Fernando Vallejo, eminentemente cínico, emparenta con una de las características que Peter Sloterdijk describió como sintomáticas de la posmodernidad en The Critique of Cynical Reason. El filósofo alemán observa que el cinismo es la práctica dominante de la cultura contemporánea a nivel personal e institucional. Se trata de una respuesta al nihilismo. Sugiere revivir la tradición cínica, como contraestrategia, para superar las promesas de la modernidad, su falso idealismo de valores estables y absolutos. Sloterdijk estudia este estado de conciencia a partir de la desilusión que tuvo lugar a partir de los años sesenta en Alemania. La situación empeoró, según su ensayo, con la siguiente generación, calificada como carente de futuro. A pesar de que sus consideraciones se refieren a la sociedad alemana, parece claro que el caso alemán de desilusión política, cinismo y una atrofiada confianza en el futuro tiene sus paralelos con muchos otros países que participan, de una u otra forma, en la llamada posmodernidad. Hasta cierto punto, el crecimiento del cinismo en los años setenta proporcionó la base para el resurgimiento del conservadurismo ideológico de los ochenta. Psicológicamente, Sloterdijk define el cinismo como la línea divisoria entre la melancolía y la funcionalidad social. De ahí que el cínico pueda ser productivo para la sociedad a 203 pesar estar añorando, en todo momento, otros tiempos: casi una definición clínica de Fernando, el narrador de los libros de Vallejo, de una sensibilidad profundamente infeliz. Este estado espiritual lo enmarca Sloterdijk históricamente: Cynism is enlightened false consciousness. It is that modernized, unhappy consciousness, on which enlightenment has labored both successfully and unsuccessfully. It has learned its lessons in enlightenment, but it has not, and probably was not able to, put them into practice. Well-off and miserable at the same time, this consciousness no longer feels affected by any critique of ideology; its falseness is already reflexively buffered. (Sloterdijk 5) Este estado de conciencia se puede apreciar claramente en las obras de Vallejo. Su carácter cínico no defiende ningún idealismo más que el de la destrucción aunque, precisamente por este cariz, se pueda llegar a leer una profunda preocupación por Colombia y su coyuntura histórica. La desestabilización subjetiva de la posmodernidad sumada a la autorreflexión que implica la crisis ideológica y axiológica de las estructuras sociales actuales se expresa en Vallejo cínicamente: la violencia es simultáneamente causa y resultado, utopía y distopía, justicia e injusticia, de un entorno social degradado por las promesas de la modernidad. 3.2.2 Imágenes y enunciados de la violencia Como señalaba Mario Vargas Llosa en una reseña de La virgen de los sicarios hay en Sabaneta una parroquia que no tendría nada de especial si no fuera por su virgen, María Auxiliadora, a la que los vecinos llaman la “Virgen de los sicarios,” ya que los muchachos de las comunas acuden a ella por auxilio y para rezar sus balas (Fernández 204 L’Hoeste 757). Resulta significativo que sea uno de los dos pueblos de la infancia del narrador ya que inserta el orden de la violencia contemporánea en el mismo espacio del relato mítico vallejiano. El pasado utópico moderno y el presente distópico posmoderno se unen en una misma imagen, la virgen de los sicarios, elemento hiperreal de la subjetividad posnacional. La violencia, como uno de los elementos estables de la narrativa de Fernando Vallejo, aparece en todas sus novelas. Su presencia va in crescendo, de modo que si en Los días azules prácticamente no aparecían elementos violentos, en La virgen de los sicarios, El desbarrancadero y La rambla paralela la violencia forma parte intrínseca del contenido. La narrativa de Fernando Vallejo llega a ser parangonable a las balas rezadas de los sicarios. La violencia se organiza, en forma de sátira, a través de cuatro niveles básicos –social, sexual, étnica y textual– para delimitar su presencia en el ámbito de la formación de subjetividades posnacionales. El escritor antioqueño, es un representante mordaz de la sátira latinoamericana en su tendencia más hiriente. Su lenguaje y sus descripciones son característicamente obscenas y maledicientes hasta el punto que el mismo autor se califica como “chocarrero, burletero, puñetero, altanero, arrogante, cuentavidas, deslenguado e hijueputa” (E 572). Se le ha llamado “el maestro de la injuria” (Hernández) debido a sus retratos de entornos sociales y espaciales de la posmodernidad que da lugar a subjetividades disidentes con el proyecto nacional. El conjunto de sus novelas muestran las articulaciones prototípicas de lo satírico/grotesco, según Bakhtin: lo macabro, lo monstruoso y las (mal)funciones corporales. Sus novelas incluyen, además, una perspectiva elitista e implícitamente moralizante que delimita las aporías de la modernidad. En su obra, la violencia de la 205 sátira arremete contra símbolos nacionales e instituciones sociales: Simón Bolívar, la familia, la política, la religión, la heterosexualidad reproductiva, los pobres, la medicina, etc. como articulaciones específicas que configuran la desgracia del proyecto nacional. Sus descripciones se violentan en cuanto se circunscriben al discurso del sujeto posmoderno: se muestra un proceso de perversión social cuya única redención es la destrucción del país –y, paralelamente, de la humanidad–. Vallejo no insinúa esperanza en su proyecto narrativo y moralizador; Es decir, el elemento de la sátira como agente de cambio típico de la sátira barroca no aparece como tal en sus novelas ya que no sugiere un proyecto alternativo viable para el mejoramiento real de la sociedad, sino que su narrativa implica agencia de cambio en cuanto signifique destrucción. En este sentido, ciertos rasgos de lo grotesco cobran especial importancia para describir la degeneración del entorno nacional: la exageración y la hipérbole configuran un texto excesivo. La selección de acontecimientos y la idiosincrasia del narrador se dirige a lo grotesco mediante imágenes repetidas a lo largo de su narrativa: las embarazadas como gestadoras aberrantes; Simón Bolívar como desgracia de lo nacional; El Papa como pervertido moral; Los colombianos como pueblo pobre y violento, obsesionado con la reproducción; Los pobres, multiplicadores de miseria; Las organizaciones humanitarias como antiéticas por enseñar a los pobres a protestar. Sus descripciones acentúan la cotidianidad como monstruosa y macabra. De este modo, en una presentación eminentemente cínica, donde los juicios se expresan de forma cómica a pesar de sus serias implicaciones, el narrador va rehaciendo el retrato de todos los estratos sociales para culparlos del desastre nacional y llevar a Colombia hacia el desbarrancadero. El narrador descree de cualquier 206 preconcepción nacionalista ante la ausencia práctica de cualquier proyecto social. El infierno de la existencia que sirve como purgatorio de la muerte: Salí pues, como quien dice, del infierno de adentro al infierno de afuera: a Medellín, chiquero de Extremadura trasplantado al planeta Marte. A ver, a ver, a ver, ¿Qué es lo que vemos? Estragos y más estragos y entre los estragos las cabras, la monstruoteca que se apoderó de mi ciudad. Nada dejaron, todo lo tumbaron, las calles, las plazas, las casas y en su lugar construyeron un Metro, un tren elevado que iba y venía de un extremo al otro del valle, en un ir y venir tan vacío, tan sin objeto, como el destino de los que lo hicieron. ¡Colombian people, I love you! Si no os reprodujerais como animales, oh pueblo, viviríais todos en el centro. ¡Raza tarada que tiene alma de periferia! (D 53-54) Junto a lo monstruoso y macabro, la presencia de lo escatológico es evidente en el entorno social que describe. La descripción de las (mal)funciones corporales, con mayor atención a los genitales y las deposiciones, se funden metonímicamente con las descripciones blasfemas: “Días y noches llevaba agonizando entre la mierda, la mierda humana que es la mierda de las mierdas. No bien le inyectamos en la vena el Eutanal y sin que transcurriera ni siquiera un segundo el perro murió. Entonces empecé a maldecir de Cristo el loco y de su santa madre y de su puta Iglesia y de la hijueputez de Dios” (D 104). La civilización moderna se instaura como la peor barbarie al no conjeturarse, ni tan siquiera, ninguna contrapropuesta por parte del narrador; He ahí el cinismo y el nihilismo que prefigura el sujeto posnacional. 207 Algunas preocupaciones de Vallejo que inciden en el desencanto del proyecto nacional incluyen la obsesión por los médicos y el (des)orden. La desconfianza en los médicos, típicos acreedores del conocimiento de la modernidad, entre otros, aparece refutada por los conocimientos de biología del narrador, aunque se les retrata con cierta condescendencia. El (des)orden que aparece en las obras del antioqueño obedece a un encuentro diacrónico. El presente se muestra como desorden social, arquitectónico y lingüístico, básicamente, que el narrador trata de exponer en contraposición con el orden que la memoria y la nostalgia reconstruyen con respecto al pasado: Sicario es el que mata por cuenta ajena, por encargo. ¿Es que no me puede matar algún cristiano motu propio, de su libre y soberana voluntad? ¡Pero claro! Lo que pasa es que en la inmensa confusión de las cosas que se había apoderado de ese país adorable habíamos acabado por llamar sicario a cualquier asesino. Cuestión de semántica. Ya no distinguíamos al que fue contratado del que no. ¡Como todos se nos iban impunes! El caos produce más caos. Y me ponen, señores físicos, esta ley como ley suprema, por encima de las de la creación del mundo y la termodinámica, porque todas, humildemente, provienen de ella. El orden es un espejismo del caos. Y no hay forma de no nacer, de impedir la vida, que puesto que se dio es tan irremediable como la muerte. Punto y basta. Dixit. (D 135) Vallejo, desde su perspectiva posnacional, parece lamentarse satíricamente por la pérdida de un orden anterior. La narrativa de Vallejo se fundamenta en la construcción del discurso solipsista en torno a la muerte ya que ésta es la única redentora ante el 208 desastre. La modernidad no tiene más porvenir que su destrucción, dentro del discurso posnacional al que da pie la obra de Vallejo. De ahí que la propia violencia de la modernidad sea utilizada como instrumento para su propia desaparición. La relación de la muerte con la paz de la no-existencia, según escribe el autor, presenta un ciclo descrito por Bakhtin: “The theme of death as renewal, the combination of death and birth, and the pictures of gay death play an important part in the system of the grotesque imagery” (Bakhtin 51). Esta circunstancia se puede apreciar en lo que el autor calificó como su “ciclo biográfico” –desde Los días azules hasta Entre fantasmas–, ya que la narración comienza con el primer recuerdo de la infancia del biografiado y termina, precisamente, con una alegoría de su muerte mediante la vuelta a ese mismo momento, escribiendo el mismo párrafo del principio de la primera novela. De lance en lance, esta muerte simbólica se repite en La virgen de los sicarios y, sobre todo, en La rambla paralela. La violencia se organiza a partir de una estructura satírica en cuatro niveles –social, sexual, étnico y discursivo– que muestran las aporías del proyecto nacional y justifican la emergencia del discurso del sujeto posnacional. La violencia social aparece a partir de un mapeo que, sin ambages, muestra el odio como articulación principal. Tanto los estratos sociales como las instituciones políticas o religiosas se representan en su correlación con la violencia. En este sentido, la podredumbre, los pedigüeños, los mandatarios políticos y religiosos son responsables, causa y consecuencia, de la degeneración del entorno social. La distopía contemporánea se muestra violentamente en los juicios que Vallejo incluye sobre este cuerpo social. Sin embargo, a través de sus nociones judeo-cristianas de culpa, responsabiliza, sin distinción, a todos los miembros de la sociedad por su implicación en el desastre cotidiano que no tiene más redención que 209 su propio aniquilamiento. Según Vallejo, “Este complejo de culpa lo mantengo desde que aterricé en este mundo. Porque no hay inocentes, Darío, porque todos somos culpables” (D 34). Ahondando en la violencia antioqueña, mediante La virgen de los sicarios, el narrador reflexiona sobre este mismo concepto de culpa, el cual se constituye en la base moral de la ética de la violencia así como la osamenta de las distintas articulaciones de la violencia, como se puede apreciar en la siguiente cita que articula la doble dimensión de la religión explicada anteriormente: Ni en Sodoma ni en Gomorra ni en Medellín ni en Colombia hay inocentes; aquí todo el que existe es culpable, y si se reproduce más. Los pobres reproducen más pobres y la miseria más miseria, y mientras más miseria más asesinos, y mientras más asesinos más muertos. Ésta es la ley de Medellín, que regirá en adelante para el planeta tierra. Tomen nota. (V 118) Los pobres y pedigüeños son especialmente atacados al ser los que más se reproducen, según Vallejo, y al reproducirse multiplican la miseria y la violencia. La carestía, junto con otros elementos como la carencia de medios para la educación así como la migración masiva de las áreas rurales a Medellín desde mediados del siglo XX, son los rasgos principales de la podredumbre antioqueña que Vallejo describe. La violencia que se presenta en sus novelas debe analizarse en el contexto de la historia colombiana, ya que su aparición se debe a causas concretas, particularmente, a la configuración del estado y sus relaciones espaciales: tanto la ocupación de territorios como las formas de cohesión social que generan deben estudiarse mediante el tamiz de la historia. El desarrollo de Medellín desde los años 50 del pasado siglo se debió, 210 principalmente, a la migración interna desde zonas rurales; Se trataba de personas que según la idiosincrasia vallejiana sólo trajeron violencia debido a su falta de educación. Con su llegada el índice de criminalidad subió, como señala Germán Silva García, y evidenció que ésta carece de raigambre natural y de reglas concretas sino que, más bien, ha de caracterizarse como “resultado de un proceso social de criminalización” (Silva García 23). De este modo, el razonamiento, a priori simplista que realiza Vallejo, guarda estrechas concomitancias con los estudios posteriores que se realizaron con respecto a la violencia en Medellín y Colombia. La pobreza, en suma, se caricaturiza en la obra del antioqueño como parte del cuerpo enfermo de la sociedad que es necesario erradicar. Para lograr tal fin, Vallejo acude, con su habitual espíritu cínico, al ideario fascista apuntando específicamente a Hitler en algunos pasajes: Vi la otra noche, en calle céntrica, durmiendo sobre periódicos, una mujer del pueblo con sus tres hijitos que parió. Todos tirados en plena acera a la entrada de un banco, ¿me lo pueden creer? Tendió hacia mí sus sucias manos pedigüeñas, y su boca desvergonzada prodigó el nombre de Dios. “No lo devalúes, infame, inicua, bochorno público, cállate ya. Que si Él existe no existes tú”. Saqué de mi cerebro un machete y ¡zuás! De un solo tajo eliminados cuatro focos de infección. No sé por qué las sociedades ricas que se respeten dejan persistir la pobreza, si es tan fácil de eliminar: con quien la padezca. (F 252) Su violento ataque a la pobreza se une frecuentemente con reflexiones en torno a Dios y la institucionalización de la fe. Éstos se representan como culpables morales del desastre social, en una constante fricción orden/caos, que se inserta en el mismo eje 211 diacrónico de un pasado idealizado (ordenado) y un presente abyecto (caótico). Aunque su ataque se dirige tanto a Dios como a cualquier institución religiosa, la iglesia católica y el Papa son los objetivos más frecuentes de sus libros. Ellos son, a la par, culpables. La forma de reestablecer el orden en la contemporaneidad pasa por el uso de la violencia. De modo que la violencia tiene valor de instrumentalidad e implementariedad. Según Vallejo, frente a la violenta realidad sólo es necesario aplicar más violencia al entorno con el fin de restaurar, hipotéticamente, un orden más justo. La violencia se representa como el medio para el cambio social por antonomasia, garante de autoridad y castigo. De ahí que, con respecto a sus consideraciones religiosas, el narrador comente en El desbarrancadero: “Y así, con la conciencia tranquila, bien dormido, bien comido, bien cogido, entre una nube de angelitos con dos alas se nos va a ir esta bestia impune al cielo del Todopoderoso. Alí Agcka,10 hijueputa, ¿por qué no le apuntaste bien?” (D 103). Dentro de esta ideología fascistoide, en la que la profilaxis social viene a partir del empleo indiscriminado de la violencia, los comunistas son considerados “burócratas y carceleros” mientras el resto del abanico político, sean conservadores o liberales se califica como “cagatintas” (F 288). Sólo Hitler es ensalzado con insistencia: “¡Ay san Adolfo Hitler mártir, santo, levántate de las cenizas de tu búnker!” (E 562). El empleo de una figura como Hitler implica, paralelamente, la implantación de un sistema de violencia metatextual y la cúspide de sus imágenes y referencias violentas, al ser el austriaco adalid del reparto de la justicia vallejiana en su noción social/violenta/utópica. 10 Mehmet Alí Agcka fue el autor del intento de homicidio contra Karol Wojtyla el 13 de mayo de 1981. Fue declarado culpable y cumplió casi veinte años de prisión en Italia. En el año 2000 fue extraditado a Turquía, su país natal, y se prevé que termine de cumplir condena en diciembre de 2005 por el asesinato de Abdi Ipekci, periodista turco, en 1979. 212 El asimiento moral de culpa llega a todo el tejido social, por lo que el empleo de la violencia, como medio y fin en sí mismo, es legítimo y expresión máxima de la democracia. El empleo igualador de la violencia es desempeñado en la obra de Vallejo por todos, siendo causa y resultado del presente distópico. La violencia, según Vallejo, acompaña a la justicia con independencia de quién la ejerza debido a la noción de culpabilidad tan arraigada en la religiosidad cultural hispánica. Justicia y violencia son, pues, indisociables: ¿Cómo puede matar uno o hacerse matar por unos tenis? Preguntará usted que es extranjero. Mon cher ami, no es por los tenis: es por un principio de Justicia en el que todos creemos. Aquel a quien se los van a robar cree que es injusto que se los quiten puesto que él los pagó; y aquel que se los va a robar cree que es más injusto no tenerlos. Y van los ladridos de los perros de terraza en terraza gritándonos a voz en cuello que son mejores que nosotros. (V 83) A partir de la noción de la carencia de inocentes en el entramado social y su correlato de culpabilidad, la aparición de la violencia en el relato vallejiano queda justificada sin mayores reflexiones. El mismo narrador es administrador de justicia y violencia, como término único, como si fueran pleonasmos, mediante el asesinato de la conserje en París (C 366-367), del “gringuito” que despeña en Granada (C 377), de su propio padre (D 134), y, finalmente, aparece su propia muerte (R 190). Bajo el principio de culpabilidad que subsume a todos, Vallejo no permanece como espectador pasivo ante la realidad que describe sino que, como prueban los ejemplos anteriores, también participa de la violencia. Resulta significativo que incluso intermedie en la 213 administración de balas a Alexis, evidenciando la ruptura con un orden supuestamente justo y legítimo que administre justicia y violencia. La divergencia ideológica y axiológica con los presupuestos de la modernidad y sus instituciones queda patente de forma repetida en el discurso del antioqueño. La compra de munición se instituye en otra forma de administrar justicia y violencia, al margen de las instituciones, que legitima a través de su discurso: Las balas para recargar el revólver se las compró este su servidor ... Fui directamente a la policía y les dije: “Véndamelas a mí, que soy decente. Aparte de unos cuantos libros que he escrito no tengo prontuario”. “¿Libros de qué?” “De gramática, mi cabo”. ¡Era un sargento! Este desconocimiento mío de las charreteras era vívida prueba de mi verdad, de mi inocencia, y me las vendió: un paquetote pesado. (V 51). La violencia sexual aparece a partir de la asunción de una heteronormatividad homosexual que, con frecuencia, también asume los roles de género y la misoginia como articulaciones específicas. La violencia sexual toma como objetivo frecuente a la mujer, desde unos preceptos que asumen, por igual, una relectura cínica del machismo hispánico. La heterosexualidad se critica en tanto en cuanto implique la reproducción de la especie. En este sentido, el contenido misógino se hace palpable cuando se culpa a la mujer en exclusiva de la existencia de la progenie y, además, cuando delimita su papel social a la reproducción: “Las mujeres, hermano, son gallinas ponedoras” (D 181). El hombre, desde la perspectiva homosocial que tamiza Vallejo, no es más que administrador y usufructuario del deseo y, paralelamente, agente de la violencia –con la excepción de Gloria, hermana del narrador, que asesina a su esposo (D 171)–. Así pues, 214 las imágenes de regalar naranjas envenenadas a los pobres en los barrios de Medellín (D 63) o el asesinato de embarazadas y su descendencia (V 146) son actuaciones de justicia y violencia administradas por varones. La noción de justicia, en este sentido, está amparada en el sentido ético vallejiano de que el planeta está sobrepoblado, que la procreación es el crimen máximo y que hay carencia de recursos. La defensa de este tipo de acciones violentas está aderezada, además, de recurrentes trazos humorísticos que enmascaran una verdad autoficcional más profunda: Cuentan que poco antes de mi regreso a Medellín pasó por esta ciudad destornillada un loco que iba inyectando en los buses cianuro a cuanta perra humana embarazada encontraba y a sus retoños. ¿Un loco? ¿Llamáis “loco” a un santo? ¡Desventurados! Dejádmelo conocer para darle más de lo dicho y un diploma al mérito que lo acredite como miembro activo de la Orden del Santo Rey. Ah, y una buena provisión de jeringas desechables, no se le vayan a infectar sus pacientes. (V 146) La violencia étnica se explicita a través del mapeo social que el narrador realiza de su entorno. Descalifica a Estados Unidos por la presencia de negros y a México por su población indígena. Sin embargo, el mestizaje étnico también es descalificado de forma muy violenta en el caso de Colombia. Resulta imperativo recordar que, desde una perspectiva estrictamente étnica, el mestizaje resultó ser un proyecto encubierto de la modernidad en la región, deviniendo parte inherente del proyecto nacional. Vallejo desvencija este construcción y, análogamente, asume de forma esencialista el componente español colombiano para descalificar el cuerpo social de su terruño: “No hay mezcla más mala que la del español con el indio y el negro: producen saltapatrases o sea 215 changos, simios, monos, micos con cola para que con ella se vuelvan a subir al árbol ... Sale una gentuza tramposa, ventajosa, perezosa, envidiosa, mentirosa, asquerosa, traicionera y ladrona, asesina y pirómana” (V 129). De forma concomitante con el biologismo hereditario decimonónico, Vallejo asume una serie de características evidentemente negativas como prototípicas del mestizaje que se dio en Colombia. Es decir, encuentra en el mestizaje la razón liminal de comportamientos que rechaza del ser colombiano y del proyecto que lo forjó. El retrato étnico que el narrador realiza se centra insistentemente en los indígenas americanos y la población afroamericana. En ambos casos, para descalificarlos a través de retratos esencialmente violentos: “Los negros, Su Santidad, no tienen alma, no los meta en el rebaño. Perezosos por naturaleza como son, para lo único que sirven (y no siempre) es para el sexo. El óxido nitroso los infla por delante y respiran por detrás” (D 152). Además, en el caso de la población negra, se suele incidir en sus amplias limitaciones de expresión y su imposibilidad de interacción social al margen del contrato sexual. En la clasificación xenófoba de Vallejo, la raza negra resulta la aberración más grande del espectro social, seguida por los “indios,” constituyentes básicos de Colombia. En Entre fantasmas se recuerda que México “con tanto indio” vale infinitamente más que los Estados Unidos “con tanto negro” pero que Colombia carece de futuro al contar con ambos. Con respecto a los mestizos colombianos, Vallejo señala: “Contadas veces sirven estas cosas para algo; como carbón de leña de cocina si acaso.” (E 562). Así pues, la constitución subjetual defendida subyacentemente, en términos étnicos, en la obra de Vallejo apunta a la clase “blanca,” descendiente de españoles, típica poseedora del poder tanto en Antioquia como en otras latitudes latinoamericanas. 216 Evidencia, de este modo, el cariz típico del racismo latinoamericano, donde, explícitamente, en rara ocasión se hacen referencias problematizadoras a este respecto, pero donde existe un racismo feroz. La expresión de estas circunstancias en un discurso esencialmente cínico y violento muestra, de primer plano, las aporías y fricciones que el discurso posmoderno del antioqueño plantea con respecto a la constitución étnica del continente americano –donde el inconsciente cultural no asume la transculturación y el mestizaje como elementos propios, y los centros de poder aún asumen vestigios racistas de raigambre colonial–. El sistema simbólico que establece Vallejo en sus textos parte de la noción de honestidad autorreferencial para establecerse en expresión de la conciencia más profunda de la racionalidad latinoamericana. Sus enunciados que pueden leerse como violentos expresan, en última instancia, una realidad silenciada que reside en el campo de la abyección. Un valor fundamental de la narrativa del antioqueño reside en el atrevimiento, o tal vez descaro, de querer exponer estos intersticios de la concepción ideológica nacional como aporías del proyecto: la exclusión y la denigración que se heredan de la colonia y se perpetúan en el espacio nacional. La violencia intrínseca de la cultura colombiana, comparable a la latinoamericana, aparece expuesta sin cortapisas en la obra del autor. Las expresiones vallejianas circunscriben las fricciones del sujeto posnacional en el contexto interpretativo de la conciencia individual y los sistemas culturales de representación. En este sentido, la advertencia de un contexto abyecto resulta determinante para entender el proceso de violencia vallejiano. Julia Kristeva establece la relación entre el fenómeno de la abyección en la psique humana individual y los procedimientos de exclusión y denigración. Para Kristeva lo 217 abyecto marca las fronteras del sujeto y, por lo tanto, constituye su propio límite. La abyección, en este sentido, puede leerse como una crisis del sujeto. En términos psicoanalíticos, la idea de la abyección ofrece una analogía entre la estructura simbólica de la conciencia individual y los sistemas culturales de representación. Vallejo se representa como desviado y abyecto del entorno cultural al explicitar concepciones enfrentadas al acuerdo civilizatorio. Sin embargo, el hecho de que sus ideas formen parte de la conciencia profunda del sentir latinoamericano exhibe las aporías de su constructo a la vez que sitúa al narrador y al autor mismo en los márgenes de la abyección. Los escritos de Vallejo se encuentran, precisamente, en este espacio. Sus obras muestran una constante amenaza a un orden social que intensifica el rechazo del “otro” y de lo “otro.” El mismo narrador se sitúa en este espacio que amenaza el entorno nacional. Resulta reseñable que el ensamblaje del sistema simbólico establece sus términos de abyección en oposición a su propio deseo profundo –que reside, precisamente, en el espacio de la abyección–. Las obras de Vallejo amenazan lo socialmente aceptable, principalmente, en unos términos que amenazan con dinamitar la circunscripción política coyuntural. De ahí que sus obras resulten tan controvertidas para ciertos sectores inmovilistas de las oligarquías tradicionales como prueba la constante denigración que desde los medios de comunicación masivos, principalmente periodísticos, se realiza de su obra en Colombia. Una prueba sobresaliente del rechazo a la producción cultural vallejiana en su país de nacimiento es la resolución 0496 del 21 de septiembre de 1979 del Ministerio de Comunicaciones colombiano, según la cual, se prohibió su primer largometraje, Crónica roja (1977), en este país al ser considerada una apología de la violencia. Sin embargo, esta película, junto a En la tormenta (1980), tienen un fuerte corte realista heredado de 218 las producciones culturales de La Violencia. Los principios sobre los que residen estas películas se ubican en la violencia como lenguaje y en la denuncia como contenido. La abyección se evidencia cuando el antioqueño muestra un entorno verosímil y esencialmente violento, donde la realidad social se puede ver reflejada, aunque su intención sea disidente con la osamenta nacional al mostrar las aporías de su proyecto. El séptimo apartado de esta resolución dice: En las escenas finales se coloca a las víctimas en un estado de indefensión total configurándose el asesinato, también se hace incitación y apología del homicidio agrabado (sic) en el Artículo 363 del Código Penal. Se exhalta (sic) la conducta de los militares que se toman la justicia por su propia mano para reprimir la conducta delictiva cometida por los jóvenes delincuentes. El espectador, al ver las escenas no repudiaría estas conductas sino simplemente podrían ser determinante (sic) para cometer un delito de ésta (sic) naturaleza tan reprochable en la sociedad y tan exaltado en la película.11 Los textos de Vallejo ofrecen un parangón discursivo con respecto a sus películas. En éstos la violencia aparece ornamentada a través de un lenguaje y una disposición discursiva que reincide en la violencia como herramienta estética e ideológica. La organización textual vallejiana, explícitamente ácrata –según atestiguan los comentarios que realizan Peñaranda, como amanuense, Margarito Ledesma, como crítico literario, y el mismo narrador– incide en la ruptura genérica y discursiva. A través del sujeto autorreflexivo que enhebra el narrador se instituye el desorden como principio 11 Esta resolución fue firmada por Lina María Hoyos de Taboada, Amparo B. de Silva y Rubén Fernando Morales en Bogotá (MªM. Jaramillo, 1998 9). 219 organizador. A fin de cuentas, como señala Vallejo “el orden es un espejismo del caos” (D 135). En ningún libro existe unidad de espacio, tiempo y acción, extremo expresado a través de la referencia a diversos espacios físicos, la contraposición bitemporal (presente/pasado), y la acción constantemente truncada para narrar varios acontecimientos en el mismo relato. Es reseñable, además, la aparición de referencias metaficcionales a otros libros del propio Vallejo, así como reflexiones esencialistas que inciden en la crisis ideológica que azota la contraposición de dos órdenes históricos y culturales: un presente distópico y un pasado utópico, una posmodernidad nihilista que ofrece posicionamientos reinterpretativos a través del discurso ante una modernidad que ha entrado en crisis. El material narrativo en los textos de Vallejo aparece ordenado explícitamente por el narrador. El hecho de que señale “en mi libro mando yo” (F 277) constata el vuelco hacia una narrativa en la que las historias locales entran en conflicto con los diseños globales de las dependencias culturales y políticas que implica la contemporaneidad (Mignolo 9). El giro autorreferencial que se produce en la literatura de Vallejo es una consecuencia palpable de la fricción subjetual que dimana de la crisis ideológica y axiológica en la que se ve envuelta. En este contexto, en el que se han perdido las seguridades de antaño, la crisis subjetiva se expresa por necesidad de forma esencialmente violenta: desde la textualización hasta los cuadros representados. La violencia textual en los libros de Vallejo se organiza en torno a la violencia verbal y la violencia no-verbal. Tanto su escritura como las escenas incluidas en su obra son actos de violencia con un interés explícitamente provocador. El propio proyecto narrativo reside, según Vallejo, en la provocación como ha señalado repetidamente en sus 220 entrevistas: “Yo escribo por molestar a los tartufos” (J. Fernández). Su tono cínico y mordaz se inserta en la tradición de otros autores colombianos como Juan Rodríguez Freyle, Tomás Barranquilla y, sobre todo, Porfirio Barba Jacob, profundamente admirado por Fernando Vallejo, que participan de un mismo espíritu díscolo con articulaciones semejantes. En el caso de Jacob, su homosexualidad habilita un perspectivismo concomitante adicional que ha sido objeto de paradoja caricaturesca en el relato de R. Arévalo Martínez “El hombre que parecía un caballo.” El lenguaje verbal es mucho más que una forma de transmitir información. Como instrumento operativo, el lenguaje es un elemento esencial en la transmisión de la experiencia. Por un lado, permite asignar nombres concretos y abstractos a diferentes entidades; Por otro lado, facilita la imposición de una visión de mundo o la caída de éste a nivel personal y social (Albuquerque 30). La violencia verbal en las obras del antioqueño es sobreabundante. La presencia de palabras, expresiones y descripciones malsonantes y provocadoras es reiterada y supone un desafío al lector. La narrativa de Vallejo es, en este sentido, un acto de violencia en dos sentidos. Mediante sus líneas ataca no solamente al constructo nacional sino también al lector mediante una textualización sin reglas aparentes que reclama nuevas técnicas comunicativas en el lectorado: ¿Y llaman a esto catástrofe por veinte mil muertos? ¡Porque se sacudió la tierra y mató a veinte mil nacos, totonacos, hijos malnacidos de sus sucias indias madres en camadas? ... Maruca, dondequiera que estés ahora (¿los profundos infiernos?) una cosa sí te digo: eres, como dicen en este país, una solemne chingona. Engañaste hasta la madre de Dios. En tu honor, en tu recuerdo, no sólo me quito el sombrero como dicen los 221 italianos, sino hasta los calzones, y te muestro, a la argentina, el culo. (E 669) La violencia no-verbal que aparece en la descripción de numerosas escenas dantescas es, por igual, un constituyente básico de la narrativa de Fernando Vallejo. La violencia visual de sus textos es parangonable a su discurso. En este sentido, el acto de escritura más violento en la obra del antioqueño es el hecho de que los acontecimientos que podrían considerarse violentos no se presenten como tales, sino como naturales de un contexto determinado: Medellín, el de la Violencia, el del narcotráfico, el de los sicarios, el de “matadero,” en definitiva, como Vallejo lo califica en repetidas ocasiones. Julian Wolfreys, en su lectura de Slavoj Zizek, señala esta característica como típica del texto de la violencia: The remark that decides on that which is or is not violent is meant by violence within the discursive and conceptual framework of its own articulation. To suggest, for example, and as we have already implied, that “violence is X” or “violence is not X” is to miss the extent to which the figure or the very idea of violence in discourse or language, before any physical act, is normalized, naturalized, and has passed into an unthought framework within which our subjectivity is constructed. (Wolfreys 138) La interiorización y normalización de la violencia en el relato vallejiano emparenta con la representación del desastre nacional propia de la subjetividad posnacional. La violencia que ha declamado el bastimento nacional aparece como elemento cotidiano en la obra del antioqueño, de modo que su expresión entra en el marco de la representación realista de la novela autorreferencial vallejiana. Sin embargo, 222 Vallejo recurre a la ética de la violencia como horizonte utópico para modular la destrucción del sistema a través de imágenes y enunciaciones concretas que muestran las aporías de su construcción. La feroz sátira que tamiza la narración encuentra su concreción en una propuesta utópica que utiliza la violencia como instrumento e implemento: la revolución moral que presenta Vallejo se construye a partir de la aprehensión de la ética de la violencia inherente de su relato. La narrativa de Vallejo trasunta una visión utópica que conlleva el mismo juicio crítico. Sátira y utopía se vuelven, en este sentido, indisociables: “Satire and utopia are not really separable, the one a critique of the real world in the name of something better; the other a hopeful construct of a world that might be. The hope feeds the criticism, the criticism the hope” (Elliott 137) La sátira se constituye, pues, en un agente de cambio (Johnson 156) muy particular ante la distopía de la realidad. Vallejo, desde sus libros, propone reordenar el entorno por medio de la violencia, exhumando balas rezadas, mediante una filosofía que legitima la instrumentalidad de la violencia al mostrar su lado ético. Mediante la violencia, el autor pretende terminar con un orden donde la barbarie ha devorado la civilización, describiendo la aprehensión de un código ontológico distinto al descrito por Georges Sorel, uno de los grandes teóricos de la violencia: “There are so many legal precautions against violence and our education is directed towards so weakening out tendencies towards violence that we are instinctively inclined to think that any act of violence is a manifestation of a return to barbarism” (Sorel 175). El contrapunto axiológico al que remite Vallejo reside en la advertencia de que no existe ningún poder legítimo que sea el acreedor y administrador único de actos de autoridad, ya que las aporías de la nación se manifiestan, precisamente, en su 223 desmembramiento como núcleo de obediencia privilegiado. El autor recompone la implementariedad e instrumentalidad de la violencia para, desde el seno de su discurso, reconstruir una realidad que ha degenerado el entorno nacional en la contemporaneidad. La instrumentalidad de la violencia evidencia el hecho de que, al contrario que el poder, la violencia no puede ser, en sus últimas consecuencias, un fin en sí mismo: “Violence is by nature instrumental; like all means, it always stands in need of guidance and justification through the end it pursues. And what needs justification by something else cannot be the essence of anything” (Arendt 51). En la mayoría de los casos, los implementos de la violencia son artefactos físicos aunque, como en el caso de Vallejo, también pueden ser ideológicos al mostrar una estética de la violencia que sirve de correlato a una realidad que “está enfrente llamando a gritos.” (E 666). La desacralización de la muerte en las obras del antioqueño guarda un estrecho paralelismo con respecto a las topografías narrativas del sujeto posnacional al devenir sinécdoque de su proyecto civilizatorio. La ruptura que ofrece Vallejo frente a la tradicional sacralización ante la muerte marca la principal actitud retratada en su obra. Esta desacralización aparece tanto en el narrador como en el cuadro descrito, donde elementos como “la libretica de los muertos,” los asesinatos indiscriminados, las enfermedades, las drogas, la podredumbre, etc. exhiben la violencia como parte consustancial de una civilización que ha de desaparecer. Hoy en día no me interesan ni políticos, ni filósofos, ni escritores en tercera persona. Son todos unos mentirosos, unos confundidores. Sus proyectos son todos mentiras. Ni el progreso -¿qué progreso? aquí todo el progreso es que todos vamos a la muerte, a desbarrancarnos- ni el discurso 224 para redimir a los pobres ya me interesan. Además, la tierra se acaba, se queda sin recursos por la sinrazón de esta raza estúpida y tarada obsesionada con la destrucción y la cópula... ¡si ya no cabemos! Aunque eso ya no lo voy a ver yo. (Vallejo 18/9/2004) La muerte, humana y civilizatoria, se ofrece en la obra del autor como alivio de una vida dolorosa que nunca debió brotar (Rodríguez 163). Se podrá columbrar el fin de la violencia en su narrativa cuando el actual proyecto civilizatorio, enmarcado aún en el entorno nacional, llegue a su fin. Estas consideraciones, no obstante, no vienen de un odio por su tierra, sino más bien de lo contrario. Su justificación reside, precisamente, en la deferencia que el narrador expresa por Antioquia y Colombia. A pesar de las fuertes críticas a la nación, se puede encontrar la parte moralizante de sus relatos en las distintas articulaciones a las que dan pie sus afectos: “¿Odio luego existo? No. El odio a mí me lo borra el amor” (D 184), para mostrar, en definitiva, una profunda preocupación por su tierra expresada cínicamente ante el desastre que contempla: El profesor de geografía, el más humilde, a nombre de la Universidad pronunció el discurso. Yo siempre he dicho, dijo, en esas clases mías que Colombia es un gran país y que nos cupo en suerte toda la suerte y las riquezas: bosques inmensos, ríos inmensos, montes inmensos de donde se desprenden cascadas portentosas capaces de mover turbinas, capaces de arrastrar la tierra. Afortunados nosotros, la patria y la esperanza. ¡Que jamás lo fuéramos a olvidar! Pasa el tiempo y el tiempo y comparo y comparo, cotejo sus palabras con la adusta realidad ¿y qué veo? Que los bosques ya los talaron, los ríos ya se secaron, las montañas 225 no eran arables y la capa vegetal de los inmensos llanos era tan mísera, tan ínfima, tan mínima que daba, si acaso, nuo, ilusión de pobre, Colombia nada tiene: sólo el partido conservador y el liberal, o sea: tampoco tiene futuro ... ¿No es un consuelo? (F 311) Las críticas vallejianas contribuyen a construir un discurso de la violencia que deja entrever una idiosincrasia, que se puede tildar de abyecta o desviada, que evidencia las aporías del discurso de la modernidad. La crisis de éste se realiza en pos de un discurso posmoderno, que muestra las realidades del momento en el que se inserta la subjetividad vallejiana. Sus obras son evidencia de un discurso que se halla en el gozne de las culturas residuales y emergentes; Sus reflexiones evidencian la crisis subjetual que implica el cambio epistémico que deja atrás la modernidad y sus construcciones culturales para dar paso a una posmodernidad que descree de las efímeras arquitecturas nacionales. La forma narrativa de las obras de Fernando Vallejo así como los cuadros descritos son esencialmente violentos y, como balas rezadas, buscan su objetivo: dar en el blanco de las metanarrativas contemporáneas, superando constantemente el horizonte de expectativas de la audiencia a través de la omnipresencia de la muerte, opiniones destructivas, escenas escatológicas, enfermedades, desviación, abyección, etc. que muestran un nihilismo sobrecogedor enmascarado de forma cínica. Vallejo retrata de un mundo sórdido, dominado por la violencia, el odio y la muerte. Se trata, igualmente, de un discurso presidido por una peculiar sinceridad, expresada a través de un lenguaje violento, que entra en el ámbito de la casa Vallejo-Rendón para encontrar en los intersticios de ésta las claves de una serie de taras sentimentales, sociales y culturales. Su 226 objetivo primordial es la destrucción, sin ambages, de modo implacable, sin dobleces. Finalmente, sus libros presentan, a través de su discurso, de sus imágenes y de sus enunciaciones, una violencia ontológica que teje subjetividades descreídas de las metanarrativas contemporáneas, principalmente el proyecto nacional, el cual es urgente extirpar y destruir al ser el causante del desastre de la contemporaneidad. 3.3 Mecanismos semánticos del humor Volaba el avión de Air France, la peor línea aérea del planeta, sobre el mar océano y la vasta noche del insomnio. Y cuando aterrizaba, por fin, en su cuarto de hotel, el viejo sin poder dormir se ponía a contar, a contar, a contar, lo que fuera: ovejas en un rebaño, soldados en un cuartel y cardenales en el cónclave: -Un hijueputa, dos hijueputas, tres hijueputas… (R 17) El humor y sus distintas manifestaciones ocupan un espacio privilegiado en la literatura de Fernando Vallejo puesto que aparece como un elemento estructurante de su propuesta estética. Se trata de una topografía narrativa que se halla encauzada como modalidad discursiva en lugar de manifestarse como recurrencia temática, como es el caso del afecto y la violencia. La modalidad del humor aparece en la narrativa del antioqueño articulada en formas de disidencia discursiva que emparentan con la sátira, como forma textual, con la ironía, como figura retórica, y con el cinismo, como impudencia ideológica. Siendo, en realidad, características narrativas disímiles, guardan una estrecha relación en la textualización del principio de honestidad narrativa autoficcional a la que se hacía referencia con anterioridad. La sátira aparece estructurada como un discurso cuyo objeto es censurar acremente, exponiendo al ridículo a personas o instituciones. La ironía es una figura retórica consistente en presentar el sentido verdadero desvaído tras el enunciado, dando a entender, mediante una burla fina y disimulada, lo contrario de lo que se dice. El cinismo, sin embargo, parece la estructuración discursiva orgánica más significativa de la 227 narrativa de Vallejo al presentar una defensa en su práctica de acciones o doctrinas vituperables como eje raigal de su discurso. El cinismo, siguiendo a Sloterdijk, supone el estado mental de la posmodernidad, la falsa conciencia de la Ilustración. Se trata del modo operativo dominante que se sitúa en la cultura contemporánea en la explicitación de la pérdida de inocencia con respecto a los sistemas de conocimiento y organización social de la Ilustración mediante la subversión de la conciencia racionalista que ésta instituyó. Sloterdijk, aunando presupuestos filosóficos y del marxismo teórico, comenta que el cinismo es la secuencia subsiguiente de la falsa conciencia ilustrada. En el campo de la lógica filosófica se entiende la falsa conciencia como el atributo de cualquier sistema de ortogramas12 que ha perdido la capacidad correctora de sus errores, puesto que cualquier material resulta asimilable al sistema. Desde el campo de las ciencias sociales, el marxismo teórico explica la falsa conciencia en paralelo con la esquizofrenia y los sistemas ideológicos. Según Joseph Gabel en su ensayo Formas de alienación, la falsa conciencia se concretiza en la desinserción entre la praxis y el sistema de conocimiento. Se trata de una organización sistemática que somete la vida cotidiana a los confines la materialización de la ideología donde se reemplaza la posibilidad de encuentro por una coyuntura social alucinatoria. El discurso disidente de este constructo pasa por el cinismo para evidenciar una capacidad correctora de errores y la desinserción entre la praxis y el sistema de conocimiento tras haber pasado la etapa cognoscitiva racionalista. 12 Procesos de conocimiento capaces de moldear los materiales de su entorno. Son procesos recurrentes, acumulativos o sucesivos, en los cuales los materiales conformados son capaces de actuar como moldes activos. 228 El narrador protagonista es axiológicamente cínico al articular mediante esta concreción discursiva y conciencial los ortogramas que la posmodernidad ha heredado de falsa conciencia ilustrada. Se trata de un personaje complejo y apasionado que, en lugar adscribir su disidencia ideológica a la otredad y la abyección que la ficción dominante lo relegaría, utiliza las herramientas narrativas del discurso para invertir los sistemas ideológicos a fin de justificar su subjetividad y su visión social mediante la creación de su propio mito: una dramatis persona(e) que utiliza una modalidad discursiva hilarante, de apariencia cándida, para deconstruir sistemas de conocimiento de las ontologías tradicionales provenientes de la falsa conciencia ilustrada. Es decir, el humor se instituye en la osamenta discursiva que está al servicio de la máscara autoficcional: el estilo y la técnica de la obra se superponen en una visión del arte y del mundo en la que el narrador protagonista ocupa un lugar central. En una acepción estricta, sería necesario referirse a esta topografía como los mecanismos semánticos de la comicidad, pero, en la actualidad, “humor,” históricamente una de las formas de la comicidad, ha ampliado su significado hasta convertirse en el término usual para designar, en general, a la categoría. No obstante, cabe diferenciar las articulaciones recurrentes del humor, comicidad y humorismo, que implican procesos intelectuales, que sin negarse, devienen bifurcados. Henri Bergson, en su clásico ensayo La risa, no terminó por clarificar los límites entre ambos; Sin embargo, Luigi Pirandello, en su ensayo titulado L’Umorismo, matiza de modo estricto la diferencia fundamental necesaria entre lo cómico y lo humorístico: la reflexión. El momento reflexivo permite el paso de lo cómico a lo humorístico, por lo que la reflexión se convierte en el elemento clave de la reconstrucción de la realidad aparente. De hecho, la reflexión transforma el 229 proceso humorístico en una meditación provocada por la perplejidad como proceso íntimo y se modifica así el humorismo, en un segundo estadio que tiene su origen en lo cómico, pero que no permanece en la superficialidad de la sensación que genera la risa (Pozo Sánchez 165). Cabe señalar que la reflexión es parte inherente del proceso de la escritura por lo que la diferencia entre la comicidad y el humorismo ha de estudiarse desde el campo de la recepción activa por parte del lectorado13. Las concreciones discursivas en la obra del antioqueño reinciden en lo cómico como elemento estructurante de su propuesta. A través del retrato que el narrador protagonista realiza de sí mismo y de su entorno se puede apreciar la articulación de lo cómico en tres vectores: relajación, hostilidad e incongruencia, que, a pesar de formar el armazón en el que se desarrolla el discurso autoficcional del afecto y la violencia, logra vadear la acritud de éstos mediante los ejercicios de descontextualización realizados por los vectores mencionados. Por otro lado, el humorismo, al ser una comicidad reflexiva, requiere un proceso psicológico en el que se solapan el conocimiento de las coordenadas históricas y sociales a las que hace referencia el autor, así como una actitud distante por parte del lectorado que le permita advertir la reconstrucción semántica que el texto propone con respecto a puntos axiales que remiten a instituciones, proyectos y expresiones que incluyen conceptualizaciones como religión, política, nación, familia, literatura y, en un sentido más abstracto y general, elementos filosóficos existencialistas. 13 Jauss establece un giro eminentemente social en la recepción de la literatura, al centrar su análisis en la ruptura de las expectativas en el lector marcada en la forma y en el contenido: “El análisis de la experiencia literaria del lector se escapa entonces del psicologismo amenazante cuando describe la recepción y el efecto de una obra en el sistema referencial, objetivable, de las expectativas, que surge para cada obra en el momento histórico de su aparición, del conocimiento previo del género, de la forma y de la temática de obras conocidas con anterioridad y del contraste entre lenguaje poético y lenguaje práctico” (Jauss 57). 230 El humor se presenta, pues, como una modalidad discursiva proveniente de la subjetividad del narrador autoficcional, que acoge articulaciones cómicas y humorísticas, más bien que como categorías genéricas cerradas aplicadas al discurso. Este extremo es palpable en los comentarios del autor sobre su obra que, tal vez modestamente, señala: “Muchos me dicen que se ríen con mis libros, pero nunca me he propuesto escribir con humor” (Vallejo 24/1/2005). A pesar de esta aseveración, resulta procedente la advertencia de la propensión al humor en la obra del antioqueño que, sin partir de una construcción subjetual y discursiva predeterminadamente humorística, articula el humor como forma expresiva, osamenta narrativa y actitud intelectual que permite la verbalización de contenidos eminentemente serios que muestran la crisis subjetual del narrador protagonista así como, desde su perspectiva, los desastres de la existencia. Así pues, parece columbrable la bipolaridad discursiva que establece el autor, en el gozne entre la distancia y la contención, ya que articula su texto desde la intrascendencia de la forma (el humor) y trascendencia del contenido (crisis ideológica y axiológica). El humor, como actitud intelectual frente a la obra artística, acerca la propuesta estética al lectorado al ser una articulación localizada cultural e históricamente; Es decir, el humor es, paralelamente, una forma expresiva y una herramienta de empatía y persuasión: Potser no hi ha literatura sense humor, sense una determinada actitud intel·lectual de distància i contenció; sense passar les emocions pel sedàs de la cultura, sense l’esguard que tritura la grandiloqüència per a oferir-nos una visió més acostada als límits de l’individu … L’humor és, en primer lloc, un mode de pensar, una modalitat d’enunciació, que s’encarna cultural i històricament en propostes ben diverses, donant lloc a 231 una tipologia d’enunciats que no sempre resulta fàcil de discriminar netament els uns dels altres. (Gregori, Jiménez y Martínez vii) Los mecanismos semánticos del humor se hallan imbricados en un discurso que ofrece una visión disidente con respecto a los constructos sociales. A través de una apariencia intrascendente, los mecanismos del humor operan en el discurso en un nivel semántico inmediato que se puede dividir en dos vertientes; Por un lado, se ofrece una situación paradójica, incongruente o fragmentaria y, por otro lado, se trata de persuadir al lector para que acepte los valores y perspectiva desde la cual se reconstruye discursivamente una situación. Lo primero se logra cuando el lector reconoce las convenciones en juego. Lo segundo se consigue si el lector comparte la visión del mundo que el texto propone (Zavala 50). La incidencia en el retrato limitado y coherentemente disidente que se realiza en los textos vallejianos coadyuva en la aprehensión de un código cognoscitivo alternativo; Es decir, el lector ha de asumir el perspectivismo de la subjetividad del narrador protagonista a fin de poder entender sus juicios, desde la distancia afectiva e intelectual, sin caer en la ofensa que los juicios expresados puedan provocar, ya que lo que se está formulando es la caída de un orden de conocimiento que sitúa al sujeto enunciador en una crisis interna, expresión de la externa, que no logra conciliar los predicamentos actuales con los que el sistema cultural le predispuso a creer como prescriptores de subjetividades. Se trata, precisamente, de los metadiscursos de la contemporaneidad que se articulan antagónicamente en los textos del antioqueño: nacional/posnacional, modernidad/posmodernidad, local/global. La visión del narrador protagonista refuerza la significación de lo posnacional frente a lo nacional: se deconstruye lo nacional como elemento estructurador de 232 subjetividades mediante su negación cómica, desde los juicios del narrador protagonista: “¡Al diablo con el regionalismo español y con todos los regionalismos y nacionalismos, con la República Catalana, la Unión Europea y toda la humanidad!” (R 108). El texto reafirma lo local frente a lo global mediante su selección léxica, su entorno homosocial en Medellín, en primer término, y antioqueño y colombiano, en segundo término, a pesar de su advertencia explícita de un lectorado global desde una perspectiva notablemente cómica: “Gallinazos (para usted que es de un país civilizado y no sabe) son los buitres, el viejo vultur latino” (R 23). Muestra, igualmente, su estadio entre los ejes cognitivos modernidad y posmodernidad a través de la mezcla de elementos de ambos: una modernidad desigual que acepta la dinámica posmoderna, principalmente en su sentido económico y cultural, que se expresa mediante la presencia de bienes de consumo y la referencialidad cultural que enajena al narrador protagonista al no poder conciliar la Colombia contemporánea con la de su recuerdo. Tanto la dinámica espacial como la referencial se ven alteradas en el paso modernidad/posmodernidad que se expresan a través de nuevas prácticas urbanas en Medellín –las comunas, el recorrido centrífugo de los sicarios, la reorganización social a partir del narcotráfico, etc.– que relegan la circunscripción rural al vacuo espacio moderno del recuerdo. Además del discurso fragmentario –intencionalmente cómico–, la episteme del sujeto, su circunscripción social y su referencialidad cognoscitiva, la dinámica de la adquisición de bienes de consumo acentúa la presencia posmoderna, en estrecha relación con la aldea global de la que Medellín participa en la contemporaneidad, como se muestra desde la asignación de nombres de los muchachos de las comunas hasta las inquietudes que, en concreto Wílmar, posee en torno a su socialización: 233 Con su letra y mi bolígrafo escribió: Que quería unos tenis marca Reebock y unos jeans Paco Ravanne. Camisas Ocean Pacific y ropa interior Kelvin Klein. Una moto Honda, un jeep Mazda, un equipo de sonido de láser y una nevera para la mamá: uno de esos refrigeradores enormes marca Whirpool que soltaban chorros de cubitos de hielo abriéndoles simplemente una llave… (V 131) La expresión de la crisis subjetual y cultural en las tres vertientes señaladas se ofrece discursivamente desde la psicogénesis de la comicidad y el humorismo como desplazamiento. Se trata de una articulación autoficcional en la cual la distancia y la contención discursiva devienen herramientas clave en la deconstrucción de los sistemas que operan, a nivel ontológico, en los discursos sociales: la destrucción de lo nacional, así como las fricciones entre modernidad y posmodernidad, y la dinámica, principalmente proveniente de los núcleos económicos, entre local y global. Ante la caída de las certezas cognoscitivas que tradicionalmente habían sobrellevado los constructos colectivos –en los textos vallejianos se acentúa especialmente la nación–, el narrador protagonista se repliega únicamente sobre su subjetividad para redefinir su entorno, cumpliendo discursivamente la función reservada al humor: reducir lo mecanizado a lo inorgánico y mostrar que cualquier mecanismo es una imperfección desde el punto de vista natural y racional. En su forma de enunciación, la génesis del placer cómico y humorístico deriva de la diferencia del gasto psíquico de la representación: de ahí que el texto del antioqueño devenga raigalmente resignificativo –como se aprecia en la cita introductoria de este subcapítulo–, y anuncie la significación metatextual y referencial de su construcción discursiva tanto en su articulación cómica como en la humorística. 234 3.3.1 La comicidad Henri Bergson afirma que cierta insensibilidad es indispensable para que algo produzca hilaridad. El punto central de la teoría de Bergson está en considerar la risa como un castigo que la sociedad impone al que no se adapta a ella. Tal falta de adaptación se produce por endurecimiento, por rigidez mecánica del individuo que no se amolda a las características del grupo. Esa rigidez se produce tanto en el individuo como en el lenguaje, cuando es éste el que no se amolda a los requerimientos del pensamiento que debe transmitir. En el caso del narrador protagonista de los libros de Vallejo, se puede apreciar la desviación que su perspectiva implica, ya que utiliza sus juicios como forma de repliegue individual frente a la crisis que atraviesa y representa. Paralelamente, usa su discurso para demostrar que sólo él es acreedor de su visión social y su cuadro de representación incide en la inadaptación del resto. Esta circunscripción textual implica una perspectiva que emparenta con la ironía como figura del lenguaje: es el producto de la presencia simultánea de perspectivas diferentes. Esta coexistencia se manifiesta al yuxtaponer una perspectiva manifiesta, que aparenta describir una situación, y una perspectiva tácita, que muestra el verdadero sentido paradójico, incongruente o fragmentario de la situación observada. La distinción entre una situación percibida como irónica y la expresión verbal que manifiesta, en su propia estructura, la percepción de tal situación, corresponde, respectivamente, según Lauro Zavala “a la distinción entre una ironía accidental y una ironía intencional” (Zavala 39). La textualización en la narrativa de Vallejo apunta hacia la segunda, que guarda una estrecha relación con el valor persuasivo de la disidencia ideológica del narrador protagonista. De forma paralela al contenido disyuntivo de los textos del antioqueño, a través instrumentos cómicos como la 235 repetición, la inversión y la interferencia de series, se incide en la visión disconforme con respecto a la estructura ficcional dominante. El narrador hace fluir su construcción discursiva como persuasión al lectorado a fin de que reconozca las aporías de edificio ideológico que descalifica, por su valor de verdad autorreferencial, como coherente y disidente con respecto a las construcciones que son objeto de su hilaridad. De ahí que lo cómico en las situaciones y lo cómico en las expresiones devengan una herramienta discursiva fundamental para deconstruir los sistemas de significación social y socialización individual. Las tres concreciones de la comicidad –relajación, hostilidad e incongruencia– se complementan entre sí al ser aspectos disímiles del mismo acto cómico. Mientras que la relajación se centra en las sensaciones y psicología del receptor; La hostilidad caracteriza las relaciones entre sujeto enunciador y receptor; Por último, la incongruencia apela a aspectos relativos al texto cómico, tanto sintácticos como contextuales. La inmediatez de lo cómico necesita un alejamiento de la reflexión, aspecto que unifica las tres concreciones, y, además, las separa del humorismo. Bergson señala con respecto a la comicidad: “Por obstinación material, por rigidez, persistiría en ese hábito contraído. Intentad ver sólo con los ojos. No reflexionéis, y sobre todo no razonéis. Borrad lo adquirido; id en busca de la impresión ingenua, inmediata, original” (Bergson 30). La comicidad se caracteriza, pues, por ser meramente denotativa, explícita e inductiva. Esta visión guarda una predisposición hilarante en el discurso que permite una aprehensión de los enunciados de la máscara autoficcional en lo que respecta a los patrones culturales y las zonas de frontería. Mediante la apariencia cómica el narrador ofrece la (in)visibilidad de las prácticas culturales de su subjetividad y su esfera actancial en una reconstrucción 236 que apunta al análisis social y los sistemas de conocimiento en los ejes temporales y espaciales. El vector de la comicidad más utilizado por Fernando Vallejo es el de la relajación. Mediante este recurso se consigue rebajar el nivel conceptual del discurso a la hilaridad de la forma en la que se expresa. Los objetivos frecuentes tanto de la comicidad como del humorismo comprenden en su obra los mismos elementos de los que diverge la subjetividad del narrador protagonista con respecto a la ficción dominante. Un aspecto relevante, en este sentido, es la reproducción que toma forma mediante distintas expresiones, pero, con mayor frecuencia, mediante Lía, la madre del narrador protagonista. Con el fin de evidenciar su sinrazón reproductora, el narrador no acierta a concretar el número de hijos que tuvo, ya que a lo largo de las páginas de los ocho libros la cantidad oscila entre los nueve y los veinte, y apunta una obsesión que su madre tuvo en algún momento: “Tras de cinco hijos varones seguidos, se le metió en el testaferro a La Loca que iba a ajustar los doce apóstoles” (D 71). Para mostrar su patología psíquica, relacionada según los juicios del narrador con la reproducción, el discurso incluye sus desmanes una vez superada la etapa reproductora. Con el fin de textualizar su monomanía, el narrador utiliza la interferencia de series como un efecto cómico cuya fórmula es, en realidad, difícil de deducir a causa de la extraordinaria variedad de formas bajo las cuales se puede presentar en la narrativa vallejiana: Inactivada por la edad la máquina reproductora, para llamar la atención y que se ocuparan de ella la Loca se entregó a las enfermedades y a los médicos. ¡Y a hacerse operar! De un tobillo, de una rodilla, del otro, de la otra, del apéndice, las amígdalas, el útero, la cervix, la próstata, 237 tuviera o no tuviera, de lo que fuera … Veinticinco operaciones le conté antes de perder la cuenta. Batió en operaciones su marca en hijos. Al dentista le hizo ver su suerte, al psiquiatra lo dejó de psiquiatra, y al cardiólogo le contagió las palpitaciones. (D 59-60) La figura materna es objeto de escarnio mediante el discurso autoficcional al mostrarla prototípicamente en su función social dentro de las expectativas de la cultura hispana tradicional: en su ámbito doméstico y religioso, supeditada al constructo patriarcal, en la forma y en el modo de expresión. Además, como recursos que se explotan cómicamente, se aprecia la asociación todo cuanto sea negativo en la familia del narrador protagonista con la parte materna –los “Rendones”– y, por otra parte, se puede comprobar obcecación y debilidad mental de este personaje mediante sus actuaciones y comentarios que coadyuvan a eliminarla como actante de una propuesta social rancia y caduca, según los presupuestos de la narración. Junto con la familia, la nación y la religión también son objetos de la comicidad del narrador protagonista. Estas tres instituciones devienen, por igual, los ejes del humorismo que, además de romper las expectativas del lector –que sería el objetivo primordial de la comicidad– implica una doble articulación psíquica en el lector que ha de sumar a la ruptura de expectativas un punto reflexivo a fin de reconstruir el significado denotativo del discurso. Por lo que respecta a la comicidad en torno a nación y religión, cabe señalar la hipérbole en la deconstrucción de mitos y símbolos, siendo Bolívar y la bandera colombiana ejemplos claros de este elemento: “Yo por el tal país no muevo un dedo. ¡Ni el pulgar estúpido! Si soy yo el último yo entrego la bandera. O me hago con ella un disfraz” (F 275). La religión y sus creyencerías resultan objeto de hilaridad a lo 238 largo de los textos de Fernando Vallejo. Tanto el cristianismo, el judaísmo y el mahometanismo son objetos de una burla cómica por parte del narrador el cual, frecuentemente, utiliza comparaciones en las que, debido a las representaciones que implican, el vector relajante de la comicidad raye en la hostilidad con respecto al elemento descrito si se obvia la relevancia semántica del segundo elemento de la comparación: “¿Y el cura-papa? Aferrado al báculo como una ladilla a la chimba de una puta” (R 41). Otro recurso frecuentemente utilizado por el narrador es la inversión como procedimiento cómico que apunta a la mudanza de expectativas. De ahí que entre las constantes diatribas contra los pobres y la pobreza –y a los taxistas en el caso de La virgen de los sicarios–, se puedan encontrar escenas que tal vez no sean cómicas de derecho, pero que producen relajación de hecho al estar conectadas con escenas anteriores: Salí esa tarde con Wílmar de mi apartamento como el rey Felipe, todo de negro hasta los pies vestido. Wílmar no daba crédito a sus ojos. Nunca estuvo más orgulloso de este su servidor con que andaba. ¿Los mendigos? Ni se atrevían a pedir. Se abrían en abanico para darnos paso. ¡Qué tipazo! Con decirles que el taxista cuando nos subimos apagó instintivamente el radio. (V 154) La inversión discursiva es óbice, por igual, para legitimar la visión que el narrador protagonista ofrece, ya que se muestra explícitamente como un individuo honesto con respecto a él mismo y su entorno; De ahí que el lectorado haya de asumir la veracidad de los hechos y las opiniones que el narrador expone. Este extremo es parte fundamental de 239 la parodia que lleva a cabo el narrador mexicano en La rambla paralela del viejo. Es parodia metatextual, en primer lugar, al jugar con la convención más importante de los relatos vitales –sean memorias, diarios o autobiografías– que es la voz narradora y, en segundo lugar, porque habla de la cerrazón idiosincrática del narrador que, a pesar de ello, según se explica a lo largo del libro, poseía una coherencia y honestidad sin par: La gente miente en principio cuando abre la boca y habla: a veces miente mucho, a veces menos. Y cuando se hablan a sí mismos ni se diga, mienten más. Él nunca. Vivía en guerra declarada contra el mundo desde que se acordaba. Su más lejano recuerdo era de niño dándose de topes con la cabeza contra el duro piso de baldosa porque no le daban su chocolate de las tres de la tarde y el reloj de muro ya había dado las tres. (R 52) La relajación también se utiliza en la narrativa vallejiana para comenzar a describir los cuadros actanciales en los que se va a desarrollar la narración. Es un caso recurrente en todos los libros: las primeras líneas reinciden en la relajación como instrumento narrativo que disimula la carga profunda de su contenido. Los principios de los libros vallejianos son ejemplos claros del uso de la relajación que utiliza su descontextualización para lograr mayores efectos cómicos: sea a través de pareados consonantes [““¡Mierda!”, dijo la Marquesa, poniendo las tetas sobre la mesa. “Con quién peleo, si sólo maricas veo…”” (F 173)], pareados asonantes con interferencia de series [“Levanten sus culos al aire, viejas del aquelarre: yo soy el Diablo” (I 449)], o sea a través de onomatopeyas [“¡Bum!¡Bum!¡Bum! La cabeza del niño, mi cabeza, rebotaba contra el embaldosado duro y frío del patio, contra la vasta tierra, el mundo, inmensa caja de resonancia de mi furia” (A 25)]. Las comparaciones, como en el caso de esta última 240 cita, se constituyen como elementos narrativos que se utilizan como instrumentos de relajación con respecto a los referentes aludidos denotativamente; Incluso en las comparaciones más disconformes con respecto al consenso social, el contenido semántico incide en el rasgo cómico, como relajación, como modalidad discursiva. Al referirse a la estatua del parque Bolívar en Medellín el narrador señala: “La gloria es una estatua que cagan las palomas” (E 582), que deviene un tropos que se repite en a lo largo de los textos como epítome de la irrelevancia de las gestas heroicas y, correlacionalmente, metástasis de la desgracia nacional. La repetición se convierte en un punto de referencia fundamental en la narrativa de Vallejo, no únicamente por su cariz cómico, sino por la propia naturaleza memorialística de la autoficción. El discurso del narrador protagonista es proclive a la repetición hasta tal punto que es concomitante con la exageración como recurso narrativo. La repetición como tal alude no sólo a una palabra, una frase o un personaje que se repite, sino de una situación o combinación de circunstancias que redundan varias veces contrastando así con el curso cambiante del discurso autoficcional. Ciertos motivos que de por sí carecen de comicidad la adquieren metatextualmente en cuanto su repetición incide en los rasgos cómicos del elemento descrito, como puede ser el caso obsesivo de la presencia de los globos y, mayormente, de la cama ambulante fuera de su marco actancial, al ser descritos desde el recuerdo del narrador protagonista como anciano que recuerda desde México. La repetición del mismo comportamiento en circunstancias distintas coadyuva, por igual, en la articulación del vector de la relajación cómica en acontecimientos que, en su apariencia, distan de ser risibles. Destacan, en este sentido, dos momentos de la narración de La virgen de los sicarios y La rambla paralela 241 que los unifica y describe en los que aparece un rasgo fundamental de la comicidad: el sentimiento de superioridad del sujeto enunciador en paralelo con la humillación del sujeto descrito. En La virgen de los sicarios, cuando Alexis se queda sin balas, Fernando compra las balas a un sargento al que llama cabo. El procedimiento interaccional se repite en La rambla paralela con la adición de que el narrador mexicano explica el comportamiento del viejo y, a partir de ahí, surge el efecto cómico: -Señorita –le dijo el viejo entrando a una doctora–, vengo a que me tome la presión porque la tengo muy baja o muy alta … No le dijo “doctora” a sabiendas de que lo era, porque en su larga vida había aprendido que lo mejor era rebajar de entrada a los soberbios. Si se dirigía, por ejemplo, a un capitán, le decía: “Mi sargento”, y lo trataba como a un cabo. La fórmula le funcionaba. (R 58) A pesar de la relevancia de la relajación como concreción cómica en los textos vallejianos, dada la divergencia en perspectivas entre el narrador protagonista y las construcciones sociales de los objetos de su representación, gran parte de sus enunciaciones puedan tomarse como muestras de hostilidad y fricción entre ambos imaginarios. Sin embargo, la representación cómica de la hostilidad posee un cariz que, sin ambages, apunta al desafío frontal de la construcción que es objeto de hilaridad en el texto. Se trata de una comicidad inmediata que busca el enfrentamiento entre la subjetividad autoficcional y el constructo social con el fin primordial de reivindicar la veracidad del mero discurso individual en contraposición con la estructuración cognoscitiva dominante. 242 La concreción cómica de la hostilidad se realiza mediante la explicitación sin sutilezas del segundo término de la comparación lo cual incide en la violentación del primer término del enunciado. La raigambre provocadora de esta concreción formal se evidencia en cuanto se aplica a los términos raigales del contenido ideológico del discurso del narrador protagonista. En este sentido, los eventos que se rescatan en el texto se convierten en óbice para ciertas consideraciones que, por el cariz cómico del discurso, devienen hostiles con respecto a las convenciones sociales y el imaginario cultural en que se insertan. Resulta significativo, en este aspecto, la apertura de Entre fantasmas, en la coyuntura inmediatamente posterior a un terremoto14 donde las únicas consideraciones relevantes para el narrador sean la pérdida de su piano negro de cola y la utilización del adjetivo “colapsados” por parte de los medios de comunicación para referirse a los edificios que se desplomaron (E 555) para, posteriormente, comentar, de forma exagerada e instigadora, la menudencia de semejante evento desde una perspectiva que arguye principios raciales como soslayo a la pérdida de vidas humanas: “¿Y llaman a esto catástrofe por veinte mil muertos? ¿Por qué se sacudió la tierra y mató a veinte mil nacos, totonacos, hijos malnacidos de sus sucias indias madres en camadas? ¡Catástrofe la vida mía!” (E 669). El contenido racista se muestra desde la concreción hostil de la comicidad en conjunción con las críticas al mestizaje del proyecto moderno que aparece a lo largo de la narrativa vallejiana y asume una relectura ácrata que emparenta con el discurso antirreproductivo de la filosofía de la subjetividad del narrador protagonista que se repite, 14 El terremoto al que se hace referencia es el que asoló México el 19 de septiembre de 1985, de intensidad 8.1 grados en la escala de Richter. Provocó una gran destrucción en el centro de la Ciudad de México, especialmente en las colonias Doctores, Guerrero, Tepito, Morelos, Juárez, Merced, Tlatelolco y Roma, desde la que escribe el narrador protagonista. La cifra oficial de muertos, sin contar a los desaparecidos, fue de 5.800 (Yamamoto). Destruyó casi 2.000 edificios, levantó el pavimento y rompió las redes de tuberías en varias partes de la ciudad. 243 con singular insistencia, en los libros finales de la autoficción. La comicidad hostil solapa los discursos ideológicos del narrador en una alquimia que instituye la narración como un continuo persuasivo que se construye a partir de lo inmediato y de una aparente irreflexividad proveniente de la intrascendencia de los eventos. Por ejemplo, al advertir una bandada de palomas en La rambla paralela, el viejo decide bendecirlas, deviniendo este extremo la excusa propiciatoria para iniciar una diatriba cómica contra la liturgia católica y la reproducción: [En el nombre] del Padre, la Madre, el Hijo, la Hija, el Primo, la Prima y toda la puta parentela que en incestuosa relación fornican cruzándose los unos con los otros y produciendo más de lo mismo: más de esta especie australopitecina y lujuriosa, con un pene colgando o un hueco en la mitad como centro de gravedad de todos sus afanes, un ombligo arrugado y cinco dedos inarmónicos en cada una de las dos patas. (R 19) La importancia semántica de los personajes secundarios se resuelve en acotar sus espacios cómicos: son óbice para hacer explícitos los juicios hostiles del narrador con respecto a sus comportamientos y acciones. En este sentido, la textualización de los eventos pasa por la superioridad intelectual del narrador protagonista, que ha de humillar al sujeto u objeto de su representación y, paralelamente, ha de superar las expectativas del lector a lo largo de la narración, economizando el gasto psíquico de la representación, a la par que muestra su insistencia en la desviación, lo corrupto o lo antinormativo como elementos constituyentes tanto de su subjetividad como de su representación social. La génesis de la comicidad reside en el desplazamiento del argumento lógico inicial que explicaría el evento o el comportamiento para incluir una explicación concomitante con 244 la subjetividad y visión de mundo del narrador protagonista. Valga señalar, en este sentido, la relevancia de Isabel, una vecina del narrador protagonista, que según sus juicios ha perdido la razón debido a sus creyencerías y, de este modo, se aprovecha la narración para descalificarla tanto a ella como al constructo social religioso que representa: “Descubrí que venía del manicomio y cómo perdió la razón: en unos ejercicios espirituales, de jovencita. Empezó a obsesionarse con haber hecho una confesión sacrílega y enloqueció” (A 67). La hostilidad, como elemento del humor, es un subterfugio que aparece en la comicidad del texto vallejiano. Sin embargo, se utiliza, en mayor medida, en la configuración del humorismo, ya que aparece constituido como una concreción inherente de esta modalidad discursiva al implicar reflexión a fin de desestructurar ideológicamente las instituciones que se mencionan. Así pues, este segundo movimiento psicológico ubica la textualización de la hostilidad, con mayor frecuencia, en el humorismo en lugar de en la comicidad a pesar de que, como se ha ejemplificado, la hostilidad pueda ser óbice para expresar enunciados desde la comicidad. La incongruencia es la concreción cómica que aparece con menor frecuencia en la narrativa del antioqueño. Su presencia es, principalmente, metatextual y se utiliza para justificar el flujo narrativo y la idiosincrasia del protagonista en el caso de La rambla paralela. La incongruencia apela a aspectos relativos al texto cómico, tanto sintácticos como contextuales, que coadyuvan en forjar, irónicamente, la homogenización y coherencia de la narración. La virgen de los sicarios es el texto que acoge un mayor número de incongruencias, dada la fragmentación del material narrativo. La principal incongruencia se refiere al conocimiento de Fernando sobre las comunas. En este 245 contexto, se utiliza la repetición de sus consideraciones sobre éstas para contrastar así con el curso cambiante del discurso autoficcional. Éste es un motivo que de por sí carece de comicidad, pero la adquiere metatextualmente en cuanto su repetición incide en los rasgos cómicos del hecho descrito. Hay tres momentos clave con respecto al conocimiento del narrador protagonista sobre las comunas, en los que la disparidad de los enunciados provoca una comicidad incongruente al yuxtaponerlos. El primero de ellos, señala “Yo hablo de las comunas con la propiedad del que las conoce, pero no, sólo las he visto de lejos” (V 42). En la segunda referencia se alude a la jerga de las comunas, ajena al narrador a pesar de conocerla, lo cual supone una segunda incongruencia (V 55). En la tercera referencia, se contradice el primer enunciado para justificar el segundo: “¿Qué cómo sé tanto de las comunas sin haber subido? … Sí subí, una tarde, en un taxi” (V 123). La incongruencia metatextual reafirma, finalmente, la coherencia de la narración y explica, desde la comicidad, el conocimiento lingüístico, espacial y sociológico que el narrador protagonista posee desde la comicidad de la incongruencia. La incongruencia, como vector cómico, se utiliza, por igual, en este libro para explicitar la sinrazón de la violencia y la desvergüenza en Medellín como elementos antagónicos a la idealización del pasado antioqueño del protagonista. Resulta especialmente sugestiva la imagen de un antiguo mirador de Medellín al que el narrador sube para apreciar la ciudad “con la objetividad que da la distancia, sin predisposiciones ni amores” (V 64) para encontrar, en lo alto, un anuncio que señala “SE PROHÍBE ARROJAR CADÁVERES”15 (V 64). Este primer elemento de incongruencia contrapone los dos imaginarios en los que opera la subjetividad del narrador, entre la idealización del 15 Según señaló David Antón, el origen de esta imagen viene de un cartel que encontraron en un viaje que Fernando y él realizaron por el estado mexicano de Sinaloa (Antón 22/9/2004). 246 pasado y la distopía contemporánea, a la par que prepara la narración para la última incongruencia que concretiza en una imagen explícita la violencia e irreverencia del medio contemporáneo: “¿Se prohíbe? ¿Y esos gallinazos qué? … ¿Patrasiándose para sacarle mejor las tripas al muerto?” (V 64-65). Esta imagen inserta singularmente el orden de la violencia contemporánea en un espacio que esperaba conciliarse con el relato mítico de la infancia y la adolescencia. Sin embargo, el pasado utópico moderno y el presente distópico posmoderno se unen en esta imagen para desubicar, por medio de la incongruencia, tanto a la narración y sus lectores como a la subjetividad del narrador protagonista que es incapaz de conciliar las visiones de antaño con las contemporáneas. Resulta una incongruencia cómica, observada desde la irreflexión, pero, precisamente por sus implicaciones, se convierte en una comicidad hiriente, que, tal vez, emparenta con el cinismo y el humor negro que impregna las concreciones del humor en la obra del antioqueño. La incongruencia se utiliza en la narrativa vallejiana como exageración y justificación autoficcional y narrativa. La parodia que se realiza en La rambla paralela tanto de la subjetividad de Fernando como del género autorreferencial está basada, en gran medida, en la incongruencia, la cual se explota como elemento cómico. La incongruencia aparece, en ocasiones, asociada con el absurdo y sus implicaciones con la irracionalidad. Se utiliza como liberación espiritual de cualquier dogmática –social, ideológica o literaria– y posee una resonancia afectiva positiva en cuanto el narrador despliega una sutileza en el arte de engañar: crea en la conciencia del lector la expectativa de un dato fuerte y se prorrumpe en un absurdo como elemento de la comicidad (M. Fernández 243): 247 -¡Vaya con la Argentina –se dijo–. ¡Tan desarrapados los pobres y tan políglotas! Estos argentinos sí están hasta en la sopa. ¿Y los colombianos qué? ¿Él dónde estaba, él qué era? -Mirás la paja ajena y no la viga que tenés en el ojo… Es que la viga, según él, no le dejaba ver la paja. Y en efecto, veía mal, borroso. (R 73) A través los vectores cómicos de la relajación, la hostilidad y la incongruencia, y paralelamente al contenido disidente de los textos del antioqueño, se incide en una visión disconforme con respecto a la ficción dominante. Mediante las concreciones discursivas de la comicidad, desde una supuesta irreflexividad, el narrador muestra las aporías de los constructos ideológicos que son objeto de su hilaridad. De ahí que la modalidad discursiva se instituya en una herramienta discursiva fundamental para resemantizar los sistemas de sociales y expresar la crisis individual que observa en el medio ideológico, a través de la rearticulación cómica de las estructuras cognoscitivas, la justificación de su propia ontología. 3.3.2 El humorismo La reflexión, como se señalaba anteriormente, es el elemento fundamental que distingue la comicidad del humorismo. Luigi Pirandello, en su ensayo titulado L’Umorismo, parte del estudio del aspecto emocional del proceso humorístico. Según él, el humor es el resultado de la contraposición de dos sentimientos que suscitan la reflexión activa durante la lectura de una obra o situación. 248 La reflexión, tanto durante la concepción como durante la escritura de la obra de arte, no permanece inactiva, ya que es parte consustancial de la organización de ésta. En la concepción de la obra de cariz humorístico, según Pirandello, la reflexión no se esconde, no permanece invisible. Además, el lector ha de asumir de forma activa los mecanismos semánticos que resignifican connotativamente los contenidos de la obra. Así pues, frente a la comicidad, que es denotativa, explícita e inductiva, el humorismo se identifica por su cariz connotativo, implícito y deductivo. Precisamente por ello, cabe señalar que lo humorístico se establece como la advertencia de lo contrario en un proceso en el que interviene la reflexión, en el caso de los textos de Vallejo de forma cínica; Se ha de superar una primera observación para alcanzar el significado profundo del enunciado. La experiencia autorreferencial es el basamento reflexivo para las representaciones del humorismo, reorganizando ideas e imágenes mediante patrones que reinciden en su constitución subjetiva; Es decir, los elementos que constituyen los procesos de subjetividad autobiográfica son los que organizan el proceso reflexivo que da pie al humorismo, de ahí que se incida, frecuentemente, en las estructuras e instituciones que provocan un sentimiento de subalternidad en el narrador: política, nación, religión y familia, principalmente, y, a la par, aparecen elementos filosóficos y literarios que son excusa para insertar un humorismo, intrínsecamente reflexivo y cínico, en el seno del discurso que justifica y redondea la subjetividad del narrador y su perspectivismo. El humorismo opera en el nivel donde se vinculan la praxis social y su sistema de conocimiento, por lo que el discurso del narrador se inserta en la política de la reconstrucción del análisis social desde una perspectiva autoficcional y eminentemente literaria. Sin pretender ningún esencialismo, se puede afirmar que la historia etnográfica, 249 la translación de cultural y la crítica social se entrelazan en la modalidad narrativa que presenta Vallejo al mostrar el estado mental de la posmodernidad y la falsa conciencia de la Ilustración. Su discurso exhibe los sistemas de conocimiento y organización social en constante fricción con la conciencia racionalista a través de un discurso cínico. Mediante el humorismo, el narrador muestra la falsa conciencia ilustrada bajo la deconstrucción entre la praxis y el sistema de conocimiento. El narrador explicita los ortogramas que la contemporaneidad ha heredado, quedando asumidos como fallos de sistema. La inserción de sus juicios mediante el discurso autoficcional muestra la interacción de la resistencia y dominación subjetual en el medio social en términos concomitantes en los que se expresa Renato Rosaldo en Culture and Truth: How people make their own histories and the interplay of domination and resistance seemed more compelling than textbook discussions of system maintenance and equilibrium theory. Doing committed anthropology made more sense than trying to maintain the fiction of the analyst as a detached, impartial observer. (Rosaldo 36) Mediante una forma cínica, el narrador protagonista presenta una defensa en su práctica de acciones o doctrinas vituperables como eje raigal de su discurso que se enfrenta con la racionalidad aséptica de la modernidad, una falsa conciencia ilustrada, en aspectos fundamentales heredados de la concepción de ésta: la política y sus oligarquías demagógicas, la nación en su falacia colectivizante, la familia como núcleo social, la religión y sus creyencerías como parte consustancial de la cultura hispánica a pesar del cariz racional ilustrado, la literatura y su carácter didáctico, así como el sistema filosófico positivista. 250 La relectura que el narrador hace de la vida política insiste en el carácter demagógico de los políticos, sus oligarquías y la inoperatividad de la burocracia. Simón Bolívar deviene el personaje central de sus ataques tanto a la política como al concepto de nación que a partir de él se crea como comunidad imaginada. El narrador realiza a lo largo de los ocho libros relecturas que descreen de la ficción dominante, proveniente de los constructos ilustrados que crearon el concepto de nación y sus mitologías. En su análisis, el narrador pasa por invertir cínicamente los significantes identitarios que constituyen, en gran medida, la colombianidad, desde su ficción constitutiva como nación, hasta la praxis contidiana en la que se repite la misma dinámica colonial en el contexto nacional contemporáneo: Lo llaman el Libertador, si bien con el pasar de los años yo sigo sin entender de qué tanto nos libertó. ¿De España? … ¿No seguimos igual? ¿Acolitando curas? ¿Dictando leyes entre asesinos? ¿Ambicionando puestos? Los puestos de esos cagatintas que le quitamos al español. Somos un país de puesteros legalistas y de lambecuras irredentos. El Libertador de nada nos libertó. (A 152) La superación discursiva del concepto de nación pasa por mostrar el discurso como articulación que no participa de la comunidad imaginada de la nación así como por evidenciar la incapacidad del concepto nacional de articular las prácticas culturales residuales y emergentes con el fin de concretar su propio imaginario. El narrador insiste en mostrar las aporías del sistema, desde el prisma del humorismo, sea desde la perspectiva burocrática [“A Colombia lo que le falta es una ley que prohíba la proliferación de leyes –diagnosticó el viejo–. Y otra que prohíba la proliferación de 251 gente” (R 43)] o de la logística del sistema [“Nadie que exista, en Colombia, anda sin cédula. En Colombia hasta los muertos tienen cédula, y votan” (D 17)]. El carácter connotativo, implícito y deductivo de este tipo de humorismo exhibe una coyuntura en la que el cinismo se solapa con las circunstancias; De forma que lo humorístico de los eventos y la forma de enunciación devienen una misma herramienta del humor cínico al exponer la distopía del proyecto moderno en el contexto de la posmodernidad. La concreción de los desastres de la política también se representa mediante la incapacidad de diversos presidentes, conservadores y liberales, que han coadyuvado en la secuenciación de gabinetes ineficaces y la perpetuación de oligarquías gobernantes desde la independencia. En la contemporaneidad son, según el narrador protagonista, Samper, Pastrana y Gaviria los principales responsables del hundimiento del proyecto nacional [“La mariquita de Gaviria borró de un plumazo la palabra “honorabilidad” del diccionario de Colombia. Le siguieron el bellaco Samperito y Pastranita, otros dos” (R 71)]; Sin embargo, a lo largo del discurso vallejiano, se aprecia cierta obsesión en torno a la figura de Lleras Restrepo y, sobre todo, Barco el cual se representa como un viejo desmemoriado que olvida su última decisión bajo el mote de “Funes el memorioso.” Sin embargo, en esta textualización, se aprecia de forma sobresaliente la presencia tanto de una sátira feroz y una fina ironía al censurar su figura mordazmente a la vez que se presenta el sentido verdadero disimulado tras el enunciado, dando a entender, mediante una chanza celada, lo contrario de lo que se dice: Si de las comunas la que más me gusta es la nororiental, de los presidentes de Colombia el que prefiero es Barco. Por sobre el terror unánime, cuando plumas y lenguas callaban y culos temblaban le declaró 252 la guerra al narcotráfico (él la declaró aunque la perdimos nosotros, pero bueno). Por su lucidez, por su memoria, por su inteligencia y valor, vaya aquí este recuerdo. (V 85) La persuasión implícita y necesariamente deductiva que se plantea en el discurso cínico del narrador protagonista incide en las desgracias de la vida política guardando un estrecho parangón con el concepto nacional. No sólo se descree de la nación como estructura operativa, sino también, más allá de particularizaciones, de la clase política en general, que repite el mismo comportamiento que el imaginario nacional creó con respecto a la gobernación colonial; Así pues desde el cinismo, el narrador protagonista apunta a la advertencia de los ortogramas que dividen la praxis y sistema de conocimiento en una falsa conciencia nacional. La clase política, de este modo, se limita en buscar “la Presidencia de la República, el solio vacío que él dejó, donde sentarse a joder, a mentir, a estorbar, a robar” (F 316). La familia como constructo formal e ideológico heredado de las estructuras modernas queda cuestionado en los textos de Vallejo. El narrador exhibe la disfuncionalidad de su familia y el carácter despótico que la actuación de género, en los parámetros patriarcales hispanos, implica en esta institución social. La fenomenología de la experiencia, en este caso, influye en la creación de una filosofía que reniega tanto de la reproducción como de la familia como elementos constituyentes de la colectividad social. Cabe señalar que la experiencia en la esfera homosocial es determinante en la constitución ideosincrática del narrador quien, indirectamente, señala que las relaciones homosexuales son más apropiadas al evitar la reproducción de la especie. En este sentido, la heterosexualidad reproductiva, las mujeres embarazadas, a la par contratos sociales 253 como el matrimonio e instituciones como la familia sean tachadas de actitudes irresponsables; De ahí que sea plausible justificar acciones violentas que tienen su base ideológica en la idiosincrasia antirreproductiva del narrador. El narrador llega a deducir la existencia de estas ontologías en torno a la familia a partir de un hecho biológico, cercano a los instintos, que exhibe, sin fingimientos, los ortogramas inconexos entre la praxis orgánica y la construcción social: “El hombre no es más que una máquina programada para eyacular, y lo demás son cuentos. Que eyacularan, pues, si querían, y si querían en el interior de una vagina” (R 91). La mujer embarazada, dentro del sistema de conocimiento del narrador protagonista, deviene el motivo principal sobre el que se deducen los rasgos de su contrapropuesta cínica. Se trata de una concepción antirreproductiva que centra su objetivo en la figura de la embarazada, la cual ha de ser eliminada con el fin de no perpetuar la especie en una coyuntura en la que no existen estructuras sociales operativas ni recursos naturales que puedan asegurar la existencia digna del conjunto humano. Así pues, la violencia, desde presupuestos cínicos, basados en el pragmatismo, queda justificada como herramienta de justicia social. La comparación, como recurso del humor, resulta frecuente en cuanto al tema de las embarazadas se refiere: Una mujer preñada es un foco de alerta pública, un bochorno familiar. La gente la ve y piensa: “Se la metieron”. Y sí. Si no, ¿de dónde resultó ese globo inflado con dos patas poniendo cara de Gioconda? No se me vayan a ir de este mundo sin antes torcerle el pescuezo a alguna. (D 163) 254 La función social de la mujer y de la familia queda apuntalada mediante la concepción patriarcal que el narrador protagonista critica implícitamente. El carácter cínico del humorismo necesita de una doble lectura para intuir sagazmente el sesgo connotativo del discurso. La religión, sin ser un elemento de la Ilustración, es parte fundamental de la modernidad latinoamericana y de sus prácticas culturales heredadas desde la colonia, de ahí que su análisis plantee analogías con el menoscabo que el narrador protagonista realiza de otras instituciones intrínsecamente modernas e ilustradas. El doble nivel de lectura que aparece en torno a los motivos anteriores emerge por igual en torno a las referencias religiosas; Tal vez con mayor intensidad, ya que el componente institucional no menoscaba cierta pleitesía a la práctica cultural, como rasgo de identidad: a la primera se la censura, pero no a la segunda. A la institución se la critica por su carácter corporativo mediante la explicitación de su ontología real en contraposición con los intereses espirituales que dice sobreguardar. El contenido profundo, tras la hilaridad, asume el ejercicio reflexivo en el lector tras la recepción de una textualidad expresada cínicamente: La Iglesia, güevón, no es una colectividad religiosa sino un “ente” económico-político, con bancos, barcos, aviones y todo tipo de intereses terrenales. Lo único que le falta hoy al Vaticano es montar una cadena de burdeles con monaguillos. (R 99) En algunos pasajes se muestra la participación activa de Fernando en el ritual católico –principalmente en Los días azules y La virgen de los sicarios–. En este contexto, la religiosidad, como expresión de prácticas culturales y de inquietudes religiosas no resulta censurada a pesar de que sea óbice para ironizar sobre la imbricación 255 de la liturgia y los feligreses. Resulta significativo, además, que cuando el narrador retorna a Medellín en La virgen de los sicarios sea su peregrinación tanto a Sabaneta como a múltiples parroquias, iglesias y catedrales parte de las prácticas espaciales y culturales que resignifican la actuación de los sicarios y del mismo narrador. En Los días azules se incide en la representación litúrgica mediante elementos cómicos que se ven superados por los comentarios colaterales a la escenificación cultural: De rebaños hablaba ahora el sacerdote en el púlpito, y de ovejas descarriadas, y me miraba a mí. ¿Por qué? Yo empezaba a toser. Y la iglesia entera empezaba a toser. Éramos un solo rebaño bajo un solo pastor. (A 108) La trascendencia de la letra resulta, igualmente, una práctica cultural significativa de la modernidad latinoamericana y su ideología ilustrada. El carácter didáctico que la mayoría de sus textos acoge y el historicismo como modalidad discursiva se convierten en aspectos sustanciales que la literatura moderna posee. La saga autorrepresentativa de Vallejo acude, como contrapunto a estas concreciones, a la deslegitimación de la literatura como artefacto cultural trascendental así como a la explicitación del historicismo como práctica discursiva impugnable. La literatura para el narrador protagonista es, simplemente, una herramienta con la que recordar historias. Para él, lejos de cualquier idealización teórica, la literatura y la ficción se hacen y se nutren de la vida. Su autoficción resulta ser, explícitamente, un inventario de experiencias que, lejos de poseer cualquier carácter didáctico, muestra la sinrazón de su propia existencia, como explica al final de Entre fantasmas al narrar cómo inició la escritura de Los días azules: “Lo empecé a la aventura, como he vivido, sin saber cómo ni hacia dónde ni por qué 256 carajos” (E 711). El flujo de la vida y la literatura hacia la muerte está presente, de forma cínica, desde Los días azules hasta La rambla paralela constituyéndose en la osamenta autoficcional básica que se desarrolla a través de las relaciones intertextuales y los procesos de subjetividad autobiográfica. A lo largo de los libros, el oficio de escritor, la linealidad de la escritura y las convenciones literarias resultan objeto del humorismo en un juego con el lector: “¡Dios libre y guarde! ¡Jamás! No me repito. Si alguna vez vuelvo atrás es p’afinar” (I 482). Sin embargo, mediante la representación de su cuadro actancial y sus juicios, el narrador protagonista persuade indirectamente en la aprehensión del sistema social y cultural en el que se ha producido una rearticulación de la praxis social y de su sistema de conocimiento. Es decir, a pesar de la negación explícita de la trascendencia de la literatura, sí se utiliza como herramienta, hasta cierto punto didáctica, aunque desde presupuestos metatextualmente cínicos. La ficción literaria, según el narrador, “se estrella en añicos contra la realidad de Colombia” (V 170) por lo que la intensidad del dramatismo que aparece en las páginas de los libros de la saga autorrepresentativa incida en la exageración, como recurso estético, y el descreimiento, como táctica ideológica. En definitiva, el discurso cínico asume una perspectiva descreída, también con la literatura, a pesar de formar parte, paradójicamente, de una misma tradición varada en los límites de la didáctica de la letra aunque con expresiones discursivas opuestas: La novela le fue un género negado a Antioquia. Éramos demasiado nosotros mismos para mentirnos en ficciones. De paso nuestra realidad tenía una luminosidad meridiana, que excluía toda atmósfera. El rojo era rojo rojo, y el blanco era blanco blanco y basta. (A 118) 257 El sistema filosófico que subyace en la narrativa vallejiana guarda relación con su concepción de la literatura. El narrador protagonista incide en la melancolía y en la tristeza como sentimientos vitales acumulativos que, a su vez, se encuentran imbricadas con la paz de la no existencia. El discurso del narrador se fundamenta en la construcción del discurso solipsista en torno a la muerte ya que ésta es la única redentora ante la crisis ontológica y cognoscitiva, así como en su praxis social, que incluye vertientes que enfrentan la individualidad con su ensamblaje social: “El futuro todo está en el pasado, y la absoluta tristeza en la absoluta felicidad” (A 95). La desubicación subjetiva del narrador reside en su disidencia con respecto a la ficción dominante en numerosos términos que incluyen los elementos analizados anteriormente. La violencia descriptiva y narrativa, en este sentido, aboga por la destrucción de cualquier vestigio civilizatorio apostando por la propia desaparición tanto individual como de la especie. La muerte simbólica que persigue el narrador aparece en La virgen de los sicarios, soslayadamente en El desbarrancadero, pero acontece de forma explícita en La rambla paralela, donde Fernando, muere y es enterrado como se observa mediante una descripción que corre a cargo del narrador mexicano: “Fui a su entierro, que fue un otoño cualquiera con árboles en pelota. Cuatro pelagatos fúnebres componían el cortejo, más un perro y viento” (R 62). La relevancia del sentimiento espiritual es central en la narrativa del antioqueño, ya que su malestar existencial surge, en numerosas ocasiones de sus diatribas en torno a la vida y la muerte tratando de dilucidar la existencia de Dios ante los desmanes de la realidad. Reincidentemente, a lo largo del texto se niega su existencia en cuanto entidad espiritual a pesar de ser una continua referencia cultural como se aprecia en el diálogo entre Fernando y su padre en El desbarrancadero: “-¿Y Dios? -No existe. Y si no, mira en 258 torno, por todas partes el dolor, el horror, el hombre y los animales matándose unos a otros. ¡Qué va a existir ese asqueroso!” (D 83). La discusión en torno a la subjetividad del narrador protagonista es el argumento central de La rambla paralela al hacer el narrador mexicano una parodia de sus juicios y comportamientos. El narrador principal en esta obra personifica los juicios del sujeto que vive en la falsa conciencia que Fernando critica; De ahí que, a los ojos del mexicano, el antioqueño constituya la representación de la locura debido a su idiosincrasia, a pesar de que se haya justificado, cínicamente, a través de la desestructuración social tanto en sus entidades, como en sus formas de conocimiento, así como en su praxis: El viejo detestaba a los pobres, a los defensores de los derechos humanos, a los médicos, los abogados, los blancos, los negros, los curas, las putas, y las parturientas le sacaban rayos y centellas. Según él el único derecho que tenía el hombre era el de no existir … El viejo era un insensato, un irresponsable, un inconsciente, un loco. (R 44) La paz de la no existencia es el motivo repetido en la narrativa vallejiana como antídoto ante un mundo que le resulta ajeno (R 66). Ésta es la única contrapropuesta social que el narrador propone frente al derrumbe de los constructos civilizatorios, delineante de subjetividades, que ha conocido –que pasan fundamentalmente por lo nacional, lo moderno y lo religioso–. Ante la imposibilidad de que estos proyectos e instituciones puedan ser productivos, el narrador incide en la muerte como alquimia a pesar de las contradicciones que esto pueda suponer: el cinismo de formular que la única viabilidad en el campo de lo individual y colectivo es la destrucción. Mediante el humorismo, el narrador vadea el nivel de la praxis social y su sistema de conocimiento, 259 para insertarse en la política de la reconstrucción del análisis social. Se trata de un discurso cínico que descree explícitamente de la relevancia de la palabra literaria a pesar de que, en sus últimas consecuencias, participe en la tradición de la palabra como ejercicio creativo y aporte su representación con respecto a la oscilación social en términos perceptivos. El discurso vallejiano aporta una idiosincrasia que se erige con la facultad de corregir errores de sistema y de advertir la desinserción entre la praxis y el sistema de conocimiento. El narrador protagonista utiliza los referentes narrativos y la modalidad discursiva del humor para invertir los sistemas ideológicos a fin de justificar su subjetividad y su visión social. De este modo, a partir de un análisis activo de los constructos sociales, puede adscribir su disidencia ideológica a una expresión de su verdad autorreferencial en el contexto de una superación de la falsa conciencia y la ficción dominante. 260 CAPÍTULO 4 CONCLUSIÓN Mediante la textualización de una otredad que se resiste a ser encasillada, la literatura de Fernando Vallejo muestra la circunscripción de una subjetividad y un marco social alterno a la ficción dominante. La irrupción en el sistema de dominancia parte de marcar los límites de la subalternidad desde dentro y ofrecer una relectura de las ontologías tradicionales, que muestra aporías internas al sistema en dos niveles de articulación: el del sistema de conocimiento –superación de lo nacional, resignificación de lo local, imbricación con la posmodernidad– y el de las prácticas culturales –especialmente en cuanto al sistema patriarcal y la función y actuación de género–. La escritura de este cuadro social y actancial inquiere en los sistemas de representación y conocimiento de forma persuasiva para forjar subjetividades disidentes y demarcaciones culturales que delinean una relectura de las metanarrativas contemporáneas. La expresión narrativa del antioqueño se articula, en la crisis ideológica y axiológica a la que da pie la improductividad de la razón moderna, en una relectura de lo local/global, lo nacional/posnacional, la modernidad/posmodernidad abrazando lo local, en constante fricción con lo global, lo posnacional como superación discursiva e ideológica de lo nacional, y la posmodernidad como reactualización distópica de la modernidad. La primera parte de la investigación muestra las discursividades de la autoficción como textualización, sin ambages, de una crisis de la razón moderna y sus cosmologías 261 cognoscitivas. En una crisis del sistema de conocimiento y la caída de las ontologías tradicionales, la voz narradora ha de asirse en la única referencialidad tangible al momento histórico: una verdad solipsista expresada en un eje autorreferencial que se ve articulado en los goznes de los procesos de la subjetividad autobiográfica y la (re)creación autoficcional. La autoficción deviene el vehículo creativo del antioqueño mediante el cual se encauza la crisis subjetual en la que se ve inmerso su narrador. Tanto los libros de los Caínes como, más específicamente, los de Vallejo evidencian el vuelco hacia el individualismo y la autorreflexión en una contingencia histórica y cultural confusa, donde las metanarrativas no resultan explicativas con respecto a la realidad ante su agotamiento epistémico. El análisis narratológico que se ofrece en esta parte muestra la reconstrucción cultural que el narrador muestra, a caballo entre la representación del pacto autobiográfico y el novelesco, como capacidad de fabulación liberadora y establecedora de una realidad textual, alterna y análoga a la social, persuasiva mediante el valor transformativo de la palabra, o sea, la agencia del discurso. Los procesos constitutivos de la subjetividad autobiográfica muestran el carácter solipsista de una subjetividad otra que utiliza la identidad, la memoria, la experiencia, la corporización y la agencia como elementos implicados entre sí que delinean una alteridad legitimada por las aporías del sistema y demandan un sistema de conocimiento igualmente alterno que pueda dar cuenta de la pluriformidad de las concreciones culturales así como de las individuales. La aprehensión individual dentro del medio social se expresa, preponderantemente, a partir de una constitución identitaria disidente con respecto a los principales pilares de la sociedad que describe como ficción dominante. 262 Precisamente por ello y por el cariz memorialista de la narrativa del antioqueño, su textualización es un argumento excepcional, tanto de la subjetividad autorreflexiva alterna como de las zonas de contacto, temporales y espaciales, con respecto a su entorno social. La experiencia se basa, igualmente, en la disidencia que, en términos sociológicos de desviación, marca los límites de la subjetividad autoficcional al redefinir su experiencia en términos de acritud individualista; Con frecuencia, esta distensión parte de la relectura de la experiencia homosexual frente a la heterosexual, como crítica implícita de los constructos masculinistas o patriarcales de la nación que revocan el tipo de articulación ideológica que ensambla el discurso del antioqueño. La significación del cuerpo y las distintas corporizaciones, como instrumentos de escisión e imbricantes de los demás procesos de la subjetividad autobiográfica, son vitales en la narrativa autorrepresentacional y coadyuvan en la relectura alterna de la subjetividad de la disidencia. La agencia se encuentra limitada por las contingencias del momento histórico; De tal modo que no se niega la agencia como elemento constitutivo del sujeto, susceptible de convertirse en transformativo, pero la raigambre agencial del sujeto queda supeditada a delimitar las aporías de la modernidad como proyecto mostrando que el único carácter, hipotéticamente transformativo, es el del discurso. La inamovilidad y la inoperatividad de estructuras y proyectos sociales en los que se ve inmerso el narrador protagonista remiten, en su constitución textual, a la demarcación comprehensiva de una(s) subjetividad(es) otra(s), en un nivel alterno al sistema de conocimiento hegemónico –subalterno dentro de la lógica de este último– en la coyuntura distópica de la contemporaneidad. 263 La segunda parte incide en la crisis ideológica y axiológica que las topografías de la obra de Vallejo esbozan mediante una relectura de las metanarrativas contemporáneas. El afecto, al hallarse en la base articulatoria de la violencia y el humor, deviene la topografía más significativa. La narración columbra la violencia como instrumento imprescindible para la representación y desarticulación ideológica de la nación. Análogamente, se hace uso del humor, como sedimento narrativo, para desprender intelectualmente las ontologías tradicionales y sus sistemas cognoscitivos. A pesar de sus concreciones particulares, ambos constituyentes dimanan del afecto, como se ha comentado, al ser formas singulares de redención y compasión. La narrativa vallejiana muestra desde el plano de los afectos y, posteriormente, desde el eje racional cierta predisposición simbólica –entendida como disposición aprendida– hacia la disidencia como principio organizador de subjetividades. Desde el punto de vista afectivo, se pueden apreciar dos polarizaciones: una primera, que se organiza en torno al conjunto amor/odio que evidencia predisposiciones con respecto a la ideología política y al prejuicio racial, y una segunda, que se construye a partir de melancolía/indiferencia en el entorno de los cuadros pasados, los presentistas y los que atienden a proyecciones de futuro. La muerte, simbólica o real, deviene, el significante último que se ve imbricado con la propuesta social alterna al sistema dominante. Desde el contexto urbano, en sus espacios y representaciones, el narrador muestra el anquilosamiento del proyecto moderno: la ciudad, anterior epítome civilizador, se ha convertido en una realidad distópica en la posmodernidad. El gozne afectivo/racional se muestra como eje solipsista que encauza la significación de la introyección y la autorreflexión en la subjetividad del 264 narrador protagonista, donde los conceptos colectivos pierden legitimidad ideológica como referentes de poder y delineación de nuevas subjetividades. La violencia se ofrece como herramienta discursiva que, mediante imágenes y enunciados, desarticula el ente nación-estado. Esta concreción es parte fundamental en la formación de subjetividades posnacionales. La imbricación entre modernidad y posmodernidad, como formaciones culturales residuales y emergentes, muestra una crisis subjetual y discursiva que se interpreta como evidencia del cambio de patrón ontológico y cognoscitivo. El sujeto posnacional, que sirve de vehículo transitorio en este proceso, se articula a través de expresiones de la violencia: la misma violencia que aprehende del contexto social. En la fronda urbana que describe el autor no existe ningún componente que pueda ejercer el uso legítimo de la violencia de modo que todos los estratos sociales acuden a ella como recurso ético. Se trata de una ética particular cuyo valor utópico/distópico reside en la inversión del principio de justicia. Las injusticias a las que dio pie el régimen moderno se saldan mediante el uso de la violencia en la posmodernidad, por lo que su valor devenga central en la constitución de subjetividades. El sujeto posmoderno de la narrativa del antioqueño se enfrenta al proyecto civilizador que creó la nación emancipada: es un sujeto que descree de la nación y sus instituciones; De ahí que incida en la ruina de su proyecto desde perspectivas aporísticas dimanadas de la violencia que de éste hereda: sociales, sexuales, étnicas e, incluso, discursivas. El texto analizado se ofrece como contrapunto al simulacro y la simulación mediante su constante referencialidad histórica, la coordinación de correlatos objetivos/subjetivos, y sus diatribas locales/globales. 265 El humor es el vehículo persuasivo de la alteridad disidente del narrador protagonista. Se articula, como modalidad narrativa, mediante la comicidad y el humorismo a fin de exhibir, desde la hilaridad frecuentemente reflexiva del texto, la desestructuración de las metanarrativas contemporáneas. La modalidad del humor aparece articulada usualmente a través del cinismo al ser la forma de estructurar una defensa fehaciente de la práctica de acciones o doctrinas vituperables como eje raigal del discurso. La modalidad discursiva hilarante unifica una apariencia risible junto a una reconstrucción de los sistemas de conocimiento de las ontologías tradicionales provenientes de la razón moderna. El humor, pues, esconde una serie de mecanismos semánticos que reafirman la propuesta narrativa al explicitar la falsa conciencia moderna concretada en la desinserción entre la praxis y el sistema de conocimiento en la contemporaneidad. El texto es axiológicamente cínico al articular mediante esta concreción discursiva y conciencial los ortogramas que la posmodernidad ha heredado de falsa conciencia ilustrada. El clímax ideológico del discurso de Fernando Vallejo sucede en el momento en que el narrador se niega en adscribir su disidencia ideológica a la otredad y la abyección, que la ficción dominante lo relegaría, sino a un discurso en aras de la verdad –autorreferencial, autoficcional, disidente, pero, según la narración, honesto con respecto a la realidad aparente–. Para ello utiliza la herramienta del discurso a fin de invertir los sistemas ideológicos que justifican su subjetividad y su visión social: persuadiendo y coadyuvando en forjar subjetividades disidentes y demarcaciones culturales alternas probadas, mediante la narración, como realidades sociales de las que el discurso dominante no puede apropiarse completamente. Estas realidades sociales son aporías, 266 taras del sistema, que evidencian la desinserción entre la praxis y el sistema de conocimiento, y la improductividad de aplicar patrones tradicionales en un contexto cultural que desoye las prédicas de la nación, la modernidad, y la preponderancia de lo global, como ejes raigales de la demarcación subjetual, individual y colectiva. Las aportaciones al campo de la presente investigación pasan, en primer lugar, por haber efectuado un estudio comprehensivo de la narrativa de Fernando Vallejo, tanto en su forma, mediante la investigación de su disposición textual, como en su contenido, a través del estudio de las topografías narrativas de su obra. Paralelamente, contribuye a la discusión sobre la posmodernidad en Latinoamérica al mostrar la significación particular de los ejes contextuales –históricos y sociales– en los que surge el discurso vallejiano. Los presupuestos recreados en la autoficción invitan a columbrar un cronograma que, a pesar de participar en la posmodernidad europea o norteamericana, refleja un proceso de modernización lastrado por un desarrollismo ineficaz el cual se halla imbricado constantemente con la violencia. Las formaciones posnacionales surgen en este contexto. La superación de las interpelaciones del estado nace de la constatación fehaciente de su inhabilidad mediadora en el espacio social. La expresión de esta crisis se ve tamizada por la deconstrucción de espacios de encuentro y se encauza a través de discursos donde la primera ontología representativa es el individuo, la segunda la constituyen las construcciones sociales disidentes con respecto al discurso dominante, y la tercera las ideas que emanan de éstas y la recomposición que proponen. En este contexto, la nación queda superada como concepto válido en el campo de las ideas. Se trata, en efecto, de la superación de una forma de ver lo nacional, ya que, aunque la interpelación de su imaginario se haya 267 deconstruido, la significación afectiva aún se mantiene –por lo menos desde la subjetividad del narrador protagonista al haber cimentado su identidad a caballo entre la modernidad y la posmodernidad–. El triángulo semántico (nación/afecto/violencia) que ofrece la coyuntura expresada por el antioqueño abre posibilidades para las agendas de investigación en el campo de los estudios literarios, ya que invitan a problematizar las realidades discursivas y su dependencia con los constructos políticos. Esta investigación se podría bifurcar hacia el campo fílmico y también hacia la concreción de un nuevo paradigma literario: la del grupo de los Caínes, cuyo poder explicativo con respecto al Boom parece sobresaliente. La compilación de datos de la obra de Fernando Vallejo llevada a cabo en esta disertación abre el campo, igualmente, para un estudio comparativo con su obra cinematográfica, al ser ambas producciones concomitantes: se trata de discursos parejos expresados con lenguajes disímiles. En un sentido colectivo, sin pretender crear generaciones artificialmente, se podría estudiar la producción en grupo de la literatura de los Caínes monográficamente a fin de dilucidar sus puntos de conexión y divergencia internos en relación a su contexto local/regional/nacional y, además, especificar detalladamente su oposición estética e ideológica con el Boom. Otra línea de investigación que puede abrir esta tesis es el estudio de la sicaresca. El corpus de obras que se proponen como núcleo básico del género acomete una descripción social similar y su articulación en torno al triángulo nación/afecto/violencia aporta una especificidad discursiva que emparenta con la picaresca y el bildungsroman al ser relatos de aprendizaje con paradigmas específicos. 268 Cabe señalar, además, las aportaciones específicas de esta investigación en dos temas candentes en la academia norteamericana: el afecto y la violencia, cuyo estudio en las expresiones culturales del escritor antioqueño muestran ricos aristas con los que alimentar el diálogo desde la perspectiva de uno de los escritores más relevantes de la contemporaneidad. Por último, es de rigor divisar la importancia del humor como postura intelectual frente a la obra artísica; De ahí que el subcapítulo final se dedicara en exclusiva a ello e invite a realizar estudios semejantes en otros autores al ser una modalidad discursiva tan recurrente como poco estudiada desde el campo de los estudios literarios. En suma, una investigación monográfica sobre la obra del antioqueño puede resultar útil por el poder explicativo con respecto a su narrativa así como en relación con otras producciones culturales parejas a su sentido estético e ideológico. Fernando Vallejo ofrece en sus libros una posición disidente que apunta a la semantización cultural de la literatura latinoamericana contemporánea; Aporta mapas críticos que descubren relaciones con el entorno posnacional desde una alteridad rabiosa; Y, en conclusión, se destaca como una de las grandes voces de la literatura cainesca en las postrimerías del siglo XX y principios del XXI. 269 BIBLIOGRAFÍA Fuentes primarias Vallejo, Fernando. El río del tiempo: Los días azules, El fuego secreto, Los caminos a Roma, Años de indulgencia, Entre fantasmas. Bogotá: Alfaguara, 2002. ______________. La virgen de los sicarios. Madrid: Alfaguara, 2001. ______________. El desbarrancadero. Madrid: Alfaguara, 2002. ______________. La rambla paralela. Madrid: Alfaguara, 2002. ______________. Los días azules. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1995. ______________. Años de indulgencia. Bogotá: Planeta, 1989. ______________. Entre fantasmas. Bogotá: Planeta, 1993. 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