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Coordinadora editorial Graciela Di Marco Coordinadora técnica Eleonor Faur Autoras Graciela Di Marco Eleonor Faur Susana Méndez
Diseño de tapa Juan Pablo Fernández Bussi Diseño de interior Guadalupe de Zavalía
ISBN: 950-511-940-2 Coordinación editorial Área de Comunicación. UNICEF. Oficina de Argentina Junín 1940, PB (C1113AAX), Ciudad de Buenos Aires Mayo de 2005
Índice
Prólogo ......................................................................................... Acerca de este libro...................................................................... Introducción..................................................................................
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1. Las familias Graciela Di Marco ....................................................................
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2. Relaciones de género y de autoridad Graciela Di Marco ....................................................................
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3. Niñez y adolescencia Susana Méndez .......................................................................
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4. Masculinidades y familias Eleonor Faur.............................................................................
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5. Conflicto y transformación Graciela Di Marco ....................................................................
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6. Políticas sociales y democratización Graciela Di Marco ....................................................................
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Prólogo
Durante la última década, las ciencias sociales argentinas han ofrecido importantes estudios sobre las familias y fueron evidenciando algunos cambios significativos operados en ese ámbito. Entre otros hallazgos, se evidenció la diversidad de estructuras familiares contemporáneas, se construyó una historia de la familia en la Argentina del siglo XX, y se visibilizaron las nuevas intersecciones entre el mundo de la familia y el mundo del trabajo, y su impacto en la transformación de las relaciones entre los géneros. Los estudios fueron mostrando de distintas formas cómo las familias cambian y también cómo las familias se reacomodan y sobreviven a los cambios, denotando en su interior nuevos perfiles y dinámicas. Hoy por hoy, incluso con todas las alteraciones que esta institución está atravesado, la mayor parte de la población argentina vive en familias. Uno de los cambios más importantes que están atravesando las familias se relaciona con la creciente incorporación de las mujeres al empleo remunerado. La importante afluencia femenina en el espacio público redefine el marco de las relaciones en el espacio privado. Y esta redefinición no necesariamente implica un déficit en las familias sino que, por el contrario, puede contribuir a la construcción de relaciones más democráticas entre hombres y mujeres y entre adultos y niños. Las familias son los primeros espacios donde los niños y las niñas se vinculan con otros. Son también los ámbitos donde se incorporan normas de relaciones interpersonales y representaciones sobre la equidad en esas relaciones. Por estas razones, la familia es un territorio privilegiado para el aprendizaje de niños, niñas y mujeres sobre los derechos humanos. Sin embargo, las familias no siempre disponen de las condiciones que determinan el ansiado “calor de hogar”. En ocasiones, las dificultades son de índole económica, pero otras veces, aun teniendo o no cubiertas las necesidades materiales para una vida digna, las familias atraviesan problemáticas que se arraigan más en cómo se desarrollan las relaciones de poder y autoridad dentro del espacio familiar. Las familias constituyen campos donde se producen los más diversos intercambios entre generaciones y géneros. Afectos, bienes económicos, decisiones que afectan la vida de los integrantes, responsa-
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bilidades por el cuidado de otros, resquemores y alegrías son algunas de las dimensiones que dan vida a las relaciones familiares. Y, en este constante intercambio, se ponen en juego las posiciones relativas de los distintos integrantes: hombres, mujeres, niños y niñas. En este contexto, muchas familias se encuentran impregnadas por situaciones de violencia física y psicológica, que afectan en una proporción significativa a las mujeres y a los niños y niñas. Conscientes de la complejidad que atraviesan las relaciones familiares, los tratados de derechos humanos ofrecen una serie de orientaciones que permiten regular las relaciones entre géneros y generaciones, a la vez que legitiman el papel de los Estados en esta regulación. De este modo, la Convención sobre los Derechos del Niño, la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer, y la Convención para Prevenir, Sancionar y Eliminar la Violencia contra las Mujeres redefinen la relación históricamente existente en el sistema jurídico entre “lo público” y “lo privado”, según la cual las mujeres y los niños eran considerados como poblaciones cuyo reconoci miento se realizaba a través del “padre de familia”. Este concepto, que veía a la infancia y a las mujeres adultas como dependientes del hombre adulto, se plasmó durante siglos en la legislación mediante las leyes de “potestad marital” y de “patria potestad”. Sin embargo, a partir de las convenciones, y de la adecuación de las legislaciones nacionales, tanto las mujeres como los niños, niñas y adolescentes son reconocidos como sujetos con derecho propio. Y, en consecuencia, la violencia en el espacio familiar pasó a constituirse en un problema de política pública. En efecto, las convenciones sobre derechos de niños, niñas y mujeres nos indican, por un lado, que los niños tienen el derecho de vivir en familias, y que éstas “deben recibir la protección y la asistencia necesarias para poder asumir plenamente sus responsabilidades dentro de la comunidad”.1 Pero, también, sostienen que las mujeres y los niños tienen el derecho de vivir sin violencia, y que “la educación de los niños exige la responsabilidad compartida entre hombres y mujeres y la sociedad en su conjunto”.2 De distintos modos, los marcos jurídicos internacionales han generado respuestas para las situaciones de violencia que se producen en estos ámbitos, y que durante siglos fueron invisibilizadas en función de
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Convención sobre los Derechos del Niño, Preámbulo. Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación con tra la Mujer, Preámbulo. 2
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apelar a la “privacidad” de las relaciones familiares. De distintos modos también, los tratados de derechos humanos han sentado las bases para la democratización de las relaciones familiares. En otras palabras, los tratados internacionales de derechos humanos llaman a prestar atención a las familias no sólo en su papel de beneficiarias de políticas sociales, sino también en su configuración como espacios donde comienzan a construirse los valores de justicia y democracia. UNICEF se complace en ofrecer, a través de La democratización de las familias, un material para reflexionar sobre las dinámicas familiares y para promocionar ideas y herramientas destinadas a la consolidación de este proceso. El libro constituye un aporte para decisores de políticas y programas sociales, para académicos/as e investigadores/as sociales, pero también para lectores y lectoras interesados en repensar sus propias prácticas familiares. Este libro se complementa con una guía de recursos para organizar talleres destinados a familias, líderes comunitarios y efectores de políticas públicas. Ambos materiales se dirigen, sobre todo, a las personas que deseen comprometerse con la consolidación de una cultura de relaciones familiares basada en el respeto de los derechos de todos sus miembros, para así contribuir, aunque sea modestamente, a la democratización de la sociedad en la que vivimos.
Jorge Rivera Pizarro Representante UNICEF - Oficina de Argentina
Acerca de este libro
La elaboración de este libro contó con los valiosos aportes de Alejandra Brener, Susana Méndez, Marcela Altschul, Javier Moro, Gabriela Ini y Stella Maris Muiños de Britos, quienes enriquecieron las ideas presentadas. Muchos de los conceptos surgieron de los estudios que realizamos con Beatriz Schmuckler a lo largo de una década de trabajo conjunto. Actualmente, ambas estamos comprometidas en implementar Programas de Democratización de las Relaciones Familiares en la Argentina y México. Beatriz Schmuckler colaboró en la fase inicial del proyecto de este libro aportando sus elaboraciones en los temas de familia, relaciones de género y autoridad y conflicto. Mónica Tarducci leyó y comentó los borradores del libro, contribuyendo con su visión crítica, lo que permitió repensar algunos conceptos. Es muy grato que en este libro presentemos el capítulo sobre “Familia y masculinidades” que elaboró Eleonor Faur, producto de sus investigaciones sobre el tema. Profesionales de las áreas sociales nacionales, de la Ciudad de Buenos Aires, de las provincias de Chaco, Buenos Aires, Tucumán, Jujuy y Misiones, docentes, operadores sociales, miembros de los movimientos sociales y de la comunidad han participado en nuestro programa durante los últimos años. Sus reflexiones, que agradecemos profundamente, permitieron enriquecer y contextualizar nuestra mirada. Los conceptos, análisis e ideas aquí presentados son de la exclusiva responsabilidad de sus autoras y pueden no coincidir total o parcialmente con los de UNICEF. Graciela Di Marco
Introducción
“¿Cómo se convierten, pues, la libertad y la democracia no sólo en forma de gobierno, sino también en forma de vida?” Ultrich Beck, Hijos de la libertad, 1999.
Este libro está escrito con el propósito de reflexionar sobre algunos temas vinculados con la democratización de las relaciones familiares, considerada ésta como una perspectiva compleja que se encuentra en construcción. Los contenidos son producto de las sistematizaciones que hemos realizado, enriquecidas por aportes de los participantes de los talleres-laboratorio de reflexión que realizamos en el marco del Programa de Democratización de las Relaciones Familiares.1 El propósito de este programa es la construcción de aportes para el desarrollo de nuevas políticas públicas que contribuyan a la democratización de las relaciones familiares, mediante la redefinición de las relaciones de autoridad y poder entre mujeres y varones, y mediante el reconocimiento y puesta en práctica de los derechos de la infancia, trabajando desde dos ejes fundamentales de intervención y análisis simultáneos: la equidad de género y los derechos de la niñez y adolescencia, en un marco que promueve la articulación entre una ética del cuidado y una ética de los derechos. Partimos de la necesidad de buscar estrategias para evitar o mitigar la incidencia y reproducción del autoritarismo y la violencia, tanto dentro de la familia como en las relaciones sociales en general, promoviendo una convivencia basada en el respeto de los derechos y en el cumplimiento de responsabilidades, en un marco de cuidado y de interdependencia mutuos. ....................... 1
Hemos trabajado en la Ciudad de Buenos Aires (2000-2001) y en la Provincia de Chaco (2002-2003) en áreas de los respectivos gobiernos. También hemos desarrollado acciones con diferentes grupos de actores: docentes, trabajadores sociales, miembros de movimientos sociales.
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Para ello, ponemos el acento en la dimensión política de las relaciones de género y en la necesidad de establecer una reflexión crítica sobre los valores y las costumbres culturalmente arraigados y sostenidos durante siglos desde el sistema patriarcal.2 Se trata de reconocer la importancia de un sistema de autoridad democrático, revisando las relaciones de autoridad entre hombres y mujeres y entre adultos y niños, con el fin de estimular el respeto por los derechos de las mujeres y de los niños, niñas y adolescentes. Esto supone, a la vez, favorecer un marco de protección y cuidado en el ámbito de las familias y promover la autonomía progresiva de niños y niñas, mediante su socialización. Con este propósito buscamos que el ejercicio de la autoridad de adultos y adultas se desarrolle en un contexto de seguridad y confianza para todos los miembros de las familias. La familia ha sido la institución patriarcal clave a la hora de generar relaciones autoritarias y desiguales. Por este motivo, las políticas públicas que se replantean a cada uno de sus miembros, como sujetos de derechos, se proponen promover las posibilidades de igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres y el fortalecimiento de los vínculos de los integrantes de cada familia basados en la autonomía de cada uno de ellos. Por estas razones, el programa que desarrollamos puede contribuir a las transformaciones en varios niveles: • en las relaciones familiares, para el desarrollo de relaciones más democráticas, que favorezcan la igualdad de oportunidades para mujeres y para varones y la elaboración pacífica de los conflictos, que contribuyan al descenso de la violencia ejercida hacia las mujeres, niños y niñas; • en el Estado, para la construcción e implementación de políticas integrales desde una perspectiva de democratización, basadas en la ética de los derechos y la ética del cuidado;3 • en las diversas acciones que realizan los profesionales en las áreas sociales del Estado, para la profundización de las prácticas que permiten la convergencia de los derechos, en especial, de las mujeres, los niños y las niñas.
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Sistema que permite la reproducción del poder paterno-masculino y la subordinación de las niñas-mujeres-esposas-madres. 3 Estos dos temas se desarrollarán en el capítulo “Políticas sociales y democratización” de Graciela Di Marco.
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La base teórica del programa está constituida por el conjunto de las investigaciones que estamos realizando en la Argentina desde 1989.4 Como resultado de éstas, hemos hallado dos prácticas que tienen un potencial transformador del autoritarismo en las familias: la acción colectiva de las mujeres, en el caso de que se trate de un espacio genuino de desarrollo de capacidades sociales y personales –y no cualquier tipo de participación– y las prácticas de negociaciones democratizadoras en el interior del grupo familiar, las que permiten instalar, mediante un discurso de derechos, nuevas formas de ejercer la autoridad familiar entre varones y mujeres, teniendo en cuenta el desarrollo hacia la autonomía de los niños, niñas y jóvenes. Las negociaciones de las mujeres sustentadas en el discurso de derechos producen modificaciones en los sistemas de autoridad familiar, redefiniendo nuevas modalidades para ejercer esta autoridad y ampliando el espacio para la interacción de los derechos de los diferentes miembros. A través de estas negociaciones, las mujeres intentan elaborar los conflictos, más que negarlos, y desde ese enfoque alteran las relaciones de poder tradicionales. Estas prácticas pueden ser impulsadas –tanto desde el nivel de los decisores políticos y de los agentes de las áreas sociales, como desde la misma población– a través de propuestas elaboradas desde un enfoque que considere las relaciones entre hombres y mujeres como relaciones de poder asimétricas. Este programa se basa en la perspectiva de ampliación de la ciudadanía y propone promover activa y simultáneamente los derechos de las mujeres y de los niños, niñas y jóvenes en los grupos familiares. Nos referimos al concepto de ciudadanía como “el derecho a tener derechos”, asumiendo una conceptualización que no considera a la ciudadanía como una propiedad de las personas, sino como una construcción histórica y social, que depende de una sinergia entre la participación y la conciencia social. Cuando aludimos a la ciudadanía hacemos referencia a relaciones de poder, que facilitan o dificultan la participación en los asuntos públicos, más allá de la participación en elecciones. Si aquellas relaciones no se modifican, la ciudadanía se convierte en un discurso retórico. Para que el derecho a tener a derechos se pueda concretar, es necesario eliminar tanto las condiciones ideológicas y materiales que promueven varias formas de subordinación y marginalidad (de género y de edad, de clase, de raza, de preferencias sexuales, etc.), como potenciar los sa....................... 4
Di Marco, 1992; Schmukler y Di Marco, 1997; Di Marco y Colombo, 2001 y Di Marco, 2002.
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beres sociales para actuar en los espacios privados y públicos, para reconocer las necesidades de grupos sociales diversos y para negociar las relaciones en diversos ámbitos. En la base del desarrollo de la concepción de ciudadanía subyace el enfoque universal que implica que todas las personas son iguales por naturaleza. Pero la realidad muestra que la postulación de los derechos universales implica una concepción de ciudadanía que no tiene en cuenta las diferencias o desigualdades de género5 ni las diferencias étnicas o religiosas, entre otras. Cuanto más se predica la igualdad, se corre el riesgo de no reconocer las diferentes identidades. El no reconocimiento de las diferencias genera desigualdad y asimetrías de poder, por lo tanto, facilita el camino hacia la negación de los derechos de las personas y de los grupos que no se adecuan al “ideal” del ciudadano universal, pues viven y expresan sus necesidades materiales y simbólicas en circunstancias culturales y sociales específicas. El enfoque de la ciudadanía universal considera al ciudadano como un individuo libre, sujeto de derechos y obligaciones. La idea subyacente es la de un ciudadano varón, favorecido por las normas sociales y la posibilidad de acceder a recursos, y cuyas obligaciones domésticas no son barrera para su participación en elecciones, en los partidos políticos y en otras organizaciones. Esta conceptualización pretende ser neutral en términos de género, pero en realidad es implícitamente masculina, ya que la ciudadanía femenina es ignorada e invisible en la esfera pública. El aporte del “enfoque de ciudadanías diferenciadas”, en cambio, permite captar las diferencias socioculturales de muchos grupos, enfatizando los derechos de las comunidades a ser reconocidos por su propia identidad, al mismo tiempo que por su pertenencia al conjunto social. Así aparecen en escena los derechos de las mujeres y los de varios colectivos sociales, los niños y las niñas, los ancianos, y otros colectivos específicos de la población que tradicionalmente han sido postergados y marginados. Esta perspectiva incluye entonces la concepción integral de los derechos de niños, niñas y adolescentes y de otros miembros de la familia, como ancianos, ancianas, discapacitados y discapacitadas,6 además de las nuevas concepciones que se van construyendo acerca de las ....................... 5
La mitad de la población –es decir, las mujeres– debe aún en muchas sociedades luchar por sus derechos, aunque se extiende cada vez más el discurso de su reconocimiento. 6 Desde este enfoque de derechos se contemplan todas las diferencias que generan desigualdades, aunque desde el programa que desarrollamos nos centremos estratégicamente en los derechos de las mujeres y de la infancia y adolescencia.
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masculinidades, dimensiones necesarias para promover una transformación democrática de las relaciones de autoridad en las familias. La incorporación de las reflexiones acerca de las construcciones de la masculinidad que proponemos se sustenta en la necesidad de promover vínculos entre hombres y mujeres, en los que se respeten las diferencias de cada uno o cada una, para que estas diferencias no se conviertan en motivos que justifiquen la desigualdad y la subordinación y, por lo tanto, no interfieran en la construcción de la ciudadanía plena para hombres y mujeres. El papel de las familias en la socialización de las generaciones jóvenes puede ser considerado como el de simple reproductor de los patrones de jerarquía por sexo y edad, de la desigualdad y el autoritarismo, o como el lugar donde se configuran y recrean sistemas de creencias y prácticas acerca de varias dimensiones centrales de la vida cotidiana, entre ellos, los relacionados con los modelos (convencionales o no) de género y autoridad. En las interacciones familiares, es posible que se expresen acuerdos, desacuerdos o prácticas contradictorias en relación con esos patrones culturales. Las familias, entonces, pueden ser comprendidas como los sitios de la reproducción de valores y normas culturalmente tan arraigados que se los considera “naturales” o bien como aquellos sitios donde se cuestionan y se cambian las reglas, es decir, donde se producen procesos de transformación. La posibilidad de repensar los modos autoritarios de relación familiar, que someten a niños, niñas y mujeres a situaciones de violencia (verbal, emocional, física) y facilitan el desarrollo de más violencia en una escalada en la que todos y todas se involucran, es una forma de comenzar a plantear el desarrollo de otras relaciones autoritarias. La democratización de las relaciones de familia puede retroalimentar la democratización de las instituciones próximas a la vida cotidiana. Por estas razones, se formula una estrategia de trabajo que apunta a las causas profundas del autoritarismo y la violencia, y no meramente a sus efectos más visibles e inmediatos. Las hipótesis desde las que se parte consideran que la democratización social comienza por su práctica en los ámbitos donde transcurre la vida de la gente: la familia, la vecindad, la escuela, el hospital, el centro de salud, la asociación comunitaria. Para que las formas de convivencia más democráticas se transformen en estilos de vida se requiere un cambio cultural en los modelos de género, de autoridad, y en la concepción de los derechos de la infancia, junto con una concepción del cuidado mutuo entre todos los miembros del grupo familiar. Las elaboraciones teóricas y las discusiones conceptuales que planteamos en este libro pretenden dar cuenta de una situación histórica y culturalmente creada de desigualdad entre hombres y mujeres (desi-
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gualdad que asume diferentes formas: descalificación, desvalorización, sometimiento afectivo y/o sexual, disciplinamiento, violencia física), que se produce y luego reproduce en todas las instituciones sociales. Consideramos que la familia es un núcleo indispensable de socialización donde se tejen las relaciones básicas para el desarrollo de la vida social y al mismo tiempo el lugar donde se gestan y se desarrollan con más claridad las relaciones de desigualdad. Nuestro objetivo es repensar la organización desigual de las relaciones familiares de manera tal que hombres y mujeres puedan tomar conciencia de sus posibilidades de transformarlas, cada vez que sea necesario, para favorecer el ejercicio de una autoridad democrática Somos conscientes de la multiplicidad y de la diversidad de comportamientos y conductas que asumen las personas en sus relaciones cotidianas, pero es cierto que esta multiplicidad permanece enmarcada en un sistema de relaciones de género que privilegia a un género (el masculino) sobre otro (el femenino). Por esta razón, consideramos indispensable trabajar desde el “colectivo” mujeres, ya que su impulso ha permitido transformar muchos aspectos de la realidad en los últimos años. La incorporación en los últimos treinta años de las mujeres en el mercado laboral, acompañada por una creciente conciencia de su situación desigual, sumada a su papel activo y protagónico en las luchas sociales, permite corroborar una mayor afirmación de sus derechos, lo que se confirma en cambios visibles y en los diferentes instrumentos de regulación jurídica que se han generado en el nivel internacional, regional y nacional.7 Sin embargo, la desigualdad, la discriminación, el maltrato y la violencia no han desaparecido.
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En el nivel internacional: Conferencias Mundiales sobre la Mujer, impulsadas por las Naciones Unidas, la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer (Naciones Unidas, 1979), la Convención Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer (Belem do Pará, OEA, 1994). En el nivel nacional: La reforma de la Constitución de la Nación de 1994, en el capítulo cuarto, artículo 75, inciso 22, establece que los tratados de derechos humanos tienen jerarquía constitucional: la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer (aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Ratificada por Ley Nº 23.179 del año 1985); la Convención sobre los Derechos del Niño (Naciones Unidas, 1990); el Pacto de San José de Costa Rica. Las leyes sancionadas en estos veinte años de democracia son las siguientes: ley que otorga el derecho a pensión del/de la concubino/a; divorcio vincular (1987);
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Manuel Castells (1999: 160) afirma: “En los países industrializados, una gran mayoría de mujeres se considera igual a los hombres, con sus mismos derechos y, además, el control sobre sus cuerpos y sus vidas. Esta conciencia se está extendiendo rápidamente por todo el planeta. Es la revolución más importante porque llega a la raíz de la sociedad y al núcleo de lo que somos y es irreversible. Decir esto no significa que los problemas de discriminación, opresión y maltrato de las mujeres y sus hijos hayan desaparecido o ni siquiera disminuido en intensidad de forma sustancial. De hecho, aunque se ha reducido algo la discriminación legal, y el mercado de trabajo muestra tendencias igualadoras a medida que aumenta la educación de las mujeres, la violencia interpersonal y el maltrato psicológico se generalizan, debido precisamente a la ira de los hombres, individual y colectiva, por su pérdida de poder (...). No obstante, para la mayoría de los hombres, la solución a largo plazo más aceptable y estable es renegociar el contrato de la familia heterosexual. Ello incluye compartir las tareas domésticas, la participación económica, la participación sexual y, sobre todo, compartir plenamente la paternidad”.
Como señala Ana María Fernández (1993:17): “Esta nueva realidad social produce una “crisis” (ruptura de un equilibrio anterior y búsqueda de uno nuevo) de los pactos y contratos que regían las relaciones familiares y extrafamiliares entre hombres y mujeres. Crisis de los contratos explícitos e implícitos, de lo dicho y lo no dicho, que habían delimitado lo legítimo en las relaciones entre los géneros en los últimos tiempos”.
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reforma el Régimen de Patria Potestad y Filiación del Código Civil; Cuota mínima de participación de mujeres; aprobación de la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer; decreto sobre acoso sexual en la Administración Pública Nacional; Protección contra la violencia familiar; aprobación de la Convención Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la Mujer, Convención de Belem do Pará; institución del Día Nacional de los Derechos Políticos de las Mujeres; Decreto Igualdad de Trato entre Agentes de la Administración Pública Nacional; Decreto Plan para la Igualdad de Oportunidades entre Varones y Mujeres en el Mundo Laboral; Reforma laboral: introducción de la figura de despido discriminatorio por razón de raza, sexo o religión; delitos contra la integridad sexual, modificación del Código Penal; Régimen Especial de Seguridad Social para Empleados/as del Servicio Doméstico; Reforma laboral: Estímulo al Empleo Estable: incorporación de dos incentivos para el empleo de mujeres; creación de un Sistema de Inasistencias Justificadas por razones de Gravidez; Participación Femenina en las Unidades de Negociación Colectiva de las Condiciones Laborales (Cupo Sindical Femenino).
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Las tendencias actuales muestran las profundas modificaciones que se están produciendo en las familias: retraso en la formación de parejas y vida en común sin matrimonio; divorcios, separaciones, nuevas uniones, familias ensambladas, familias con un solo progenitor, varios grupos familiares emparentados que deciden compartir una vivienda por deterioro de las condiciones económicas. Las formas familiares emergentes muestran diferentes relaciones de afecto, de sostén y de reproducción. Estas nuevas formas, lejos de sugerir la destrucción de la familia, muestran cómo los lazos familiares se crean y recrean continuamente. Para aproximarnos a la democratización de las relaciones en los grupos familiares, la transformación de las relaciones sociales entre los géneros requiere de un enfoque complejo que trabaje, según metodologías apropiadas, tanto la construcción de las subjetividades femeninas como la de las masculinas. Por eso, para abordar la problemática de la democratización de las relaciones familiares y para desarrollar herramientas adecuadas que la lleven adelante, consideramos que es conveniente reflexionar sobre algunos conceptos teóricos clave, una tarea que desarrollaremos a lo largo de los capítulos de esta obra. En el capítulo 1 se presenta un análisis de la familia como institución social, la conformación de los modelos hegemónicos de relaciones familiares y las modificaciones del sistema patriarcal en la sociedad occidental. Esta presentación no está indicando que los grupos familiares de los diversos países occidentales se ajustaron al modelo patriarcal en forma homogénea, sino que estos modelos son aquellos sobre los cuales se realiza la interpretación y valoración de la normalidad o no de las familias concretas. Asimismo, se analizan la familia y la maternidad en la Argentina, considerando las relaciones existentes entre feminidad y maternidad, destacando la centralidad de la experiencia de la maternidad en las vidas de muchas mujeres, así como las implicaciones que ésta tiene en la construcción de ciudadanía, en la medida que la maternidad es resignificada por las mujeres. Para concluir, se presenta un perfil actualizado de los indicadores más relevantes que describen a los grupos familiares en la Argentina. En el capítulo 2 se examinan los debates sobre el concepto de relaciones de género. Se explica la construcción de las identidades de género como parte de un aprendizaje familiar y social de pautas y valores asociados a cada género, en el cual los sujetos no son entes pasivos que absorben estas normas sin contradicciones. En este capítulo también se analizan los sistemas de poder y autoridad dentro de la familia y las jerarquías implícitas en las relaciones de poder entre sus miembros. En el capítulo 3, Susana Méndez analiza la construcción social de la niñez y de la adolescencia. A partir de una revisión histórica y crítica de las concepciones sobre estas categorías, llega hasta la aprobación de la Convención sobre los Derechos del Niño, donde se pone en evidencia
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la aparición de un nuevo paradigma, desde el cual se considera a niños y adolescentes como sujetos únicos de derechos y se deja de considerarlos como objetos pasivos de intervención por parte de las familias, la escuela y el Estado para reconocerlos como portadores de derechos especiales según las etapas de desarrollo que estén transitando. Desde el análisis de este instrumento legal y su aplicación, se examina la situación de la infancia y la adolescencia en los ámbitos en que se desenvuelven los niños, niñas y adolescentes argentinos, teniendo en cuenta las diferencias y similitudes según el género y de acuerdo con su ubicación en la estructura social. Teniendo en cuenta la influencia de los modelos que la sociedad ofrece a la infancia y la adolescencia, en el pasaje por ciertas instituciones, rituales, tradiciones y espacios de socialización que perpetúan desigualdades y comportamientos autoritarios. En el capítulo 4, Eleonor Faur aborda la relación entre la construcción de masculinidades y las relaciones que los hombres establecen dentro de sus familias. Desde la definición y desde las características centrales de las masculinidades, se analiza la ubicación de privilegio de los hombres dentro de las relaciones de género y la manera en que ésta se inserta en la familia, identificando rupturas y continuidades del modelo patriarcal. Allí se reconocen las identidades masculinas –y las femeninas– como construcciones culturales que se reproducen socialmente, a través de distintas instituciones: familia, escuela, Estado, iglesias, etc., que vehiculizan modos de pensar y actuar, a la vez que establecen lugares de jerarquía de la masculinidad dentro de las relaciones de género mediante mandatos que subyacen en los comportamientos, actitudes, afectos y relaciones vinculares. En el capítulo 5 se analizan las situaciones conflictivas que suceden en el ámbito familiar: las vinculadas con las relaciones de pareja y aquéllas relacionadas con hijos e hijas. Además se señalan las formas violentas de resolver conflictos y se considera la relación entre conflicto, poder y autoridad. Se plantea la democratización de las relaciones familiares, se proponen procesos de negociación que cuestionen las relaciones de poder y autoridad y se diferencian las negociaciones tradicionales de las democratizadoras, haciendo especial referencia al concepto de “discurso de derechos”. En el capítulo 6 se retoman algunos de los temas planteados en esta introducción, con el fin de reflexionar acerca de las políticas sociales y de las bases teóricas e ideológicas de aquellos discursos sobre los que se asientan los programas y las prácticas de intervención. Se analizan los discursos de tres perspectivas relevantes en el análisis de género, exactamente aquellas que tienen efectos a la hora de ser utilizadas para la fundamentación de políticas y programas. Por último, en este capítulo se analiza el concepto de empoderamiento, muy usado en estos discursos, y se propone el concepto de democratización para presentar
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una concepción de la política social que concibe a los sujetos en su integridad, vinculando en forma interdependiente la redistribución, el reconocimiento, el cuidado y el respeto por la integridad corporal. Finalmente, consideramos indispensable para contribuir a la democratización de las relaciones familiares, en particular, y de las relaciones sociales en general, reconocer que ambas se construyen sobre relaciones desiguales de género y que éstas son relaciones políticas que se producen y se expresan tanto en la vida social como en la estructuración de la subjetividad. La democratización de las relaciones familiares requiere respuestas colectivas que consideren la “politicidad” de la vida cotidiana, en las cuales ciertos “cambios de roles” que se mencionan frecuentemente todavía no constituyen indicadores de una profundización de las prácticas democráticas.
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1. Las familias Graciela Di Marco
Introducción La institución “familia” ha adoptado formas muy diversas a lo largo de la historia y a través de las diferentes culturas, así como disímiles significados y valoraciones. Sin embargo, la sociedad occidental construyó un modelo de familia que pronto se impuso como “ideal” aun cuando la realidad histórica y las prácticas de los sujetos no fueran uniformes. Por este motivo no puede hablarse de “familia” sin tener en cuenta que se trata de un concepto normatizador cargado de ideología: la idea de “familia” se instala como universal y establece modelos, legítima roles y regula comportamientos. En este capítulo intentaremos recorrer el itinerario de los discursos sociales acerca de las familias, más que centrarnos en reseñas históricas. Para analizar las familias en la Argentina hemos recortado tres temas entre los muchos posibles: la información que proviene de investigaciones realizadas sobre expedientes judiciales de los siglos XVIII y XIX en la Ciudad de Buenos Aires, porque contribuye a comprender la diversidad de prácticas concretas de las personas, bajo una superficial homogeneidad; las prácticas de la maternidad, puesto que éstas permiten observar el potencial transformador que pueden desarrollar las mismas y, finalmente, la información cuantitativa comparada de los últimos diez años, desagregada por regiones y por quintiles de ingresos, que nos permite contar con un perfil de los cambios en las familias.
Las relaciones familiares en la sociedad preindustrial A partir de un proceso comenzado a fines del siglo XVIII y que se consolida a mediados del siglo XIX, se construye la noción de familia nuclear, organizada alrededor de una pareja conyugal matrimonial y sus hijos. A esta familia, que se extiende como modelo familiar en algunos países occidentales, se la ha denominado familia moderna. En los siglos precedentes predominaban las familias en las que las actividades de producción para la supervivencia del grupo ocupaban a
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todos los miembros, bajo la autoridad del padre. Varias generaciones trabajaban dentro de esas familias y las tareas de reproducción biológica (tener hijos), vida cotidiana (las tareas domésticas para la subsistencia) y social (socialización y educación) se realizaban a la par de las productivas, basadas en la agricultura y el artesanado. El trabajo de las mujeres se confundía con el trabajo familiar. A la vez, su dependencia de las familias extensas y de sus normas le aseguraba a la mujer protección económica y seguridad social (su sustento material era el resultado del trabajo organizado por el “pater familia” y al mismo tiempo era protegida por éste). Esta dependencia de la mujer comenzaba en su familia de origen, donde la autoridad era el padre, y continuaba en su matrimonio, donde la autoridad era el marido. Desde el punto de vista de la organización y los valores, las familias eran unidades económicas, sociales y políticas, que subordinaban los intereses individuales a los colectivos, y los de los hijos y mujeres a los del padre. A su vez, cada familia servía a los intereses de grupos de parentesco más amplios, controlados por el patriarca. Las uniones de hombres y mujeres dependían de la decisión de éste, quien fomentaba uniones vinculadas con la continuidad del linaje o de la producción y no con la atracción o el afecto. Los niños y niñas tenían muy poco espacio como sujetos, pues formaban parte de la propiedad patriarcal. Las altas tasas de mortalidad infantil y la corta esperanza de vida adulta generaban lazos débiles entre madres e hijos. La infancia, según las investigaciones históricas, no aparecía delimitada como un estadio específico.1 Estas familias, que podemos denominar premodernas, en las que la vida laboral y la vida familiar estaban integradas, presentaban el tipo de relación patriarcal clásica: los hombres mandaban, con un poder indiscutido, y las mujeres aceptaban la subordinación a cambio de protección y estatus social seguro. Este vínculo incluía el control sobre sus cuerpos, sus emociones, sus hijos y su trabajo. ....................... 1
Siguiendo a La Play, Cicchelli-Pugeauth y Cicchelli (1999: 51) señalan que en algunas sociedades la garantía de la continuidad familiar, de la tradición y conservación del patrimonio se obtenía en algunas sociedades de occidente por la designación de un heredero primogénito. La estabilización de la familia y la eliminación de los conflictos se lograban mediante el sometimiento de los integrantes del grupo a la figura paterna y luego, cuando el padre fallecía, al hermano mayor, quien se convertía en jefe de la familia. Los hermanos menores, mientras eran solteros y sin descendencia, podían permanecer en la casa familiar, respetando la autoridad del jefe de la familia. En cambio, a los hermanos varones que preferían emigrar o a las hijas que se casaban, se los dotaba de acuerdo con los ingresos del grupo.
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En síntesis, se trataba de familias bastante estables en sus vínculos por una suma de factores: • el trabajo de los hombres y de las mujeres era económicamente interdependiente, bajo el mando del varón; • el hogar servía como unidad de producción, reproducción y control; • los individuos no tenían alternativas de vida económica, sexual y social fuera de las familias y estaban inmersos en un conjunto amplio de lazos de parentesco, comunidad y religión (Stacey, 1996:49).
La familia moderna La familia moderna acompaña el desarrollo de la sociedad industrial, en la cual se disocian de la vida doméstica tanto los medios de producción como la fuerza laboral. La producción y la reproducción se van a desarrollar en ámbitos separados: los hombres comienzan a trabajar en mayor medida en las actividades fabriles, dejando de lado la producción rural familiar, mientras que las mujeres se van a ocupar mayoritariamente de la vida doméstica. 2 Las categorías producción y reproducción tienen mucha importancia en la constitución de las familias de mediados del siglo XIX: a partir de sus actividades productivas, los hombres pasan a ubicarse en el mundo público y las mujeres, ocupándose de la reproducción biológica, cotidiana y social, en el mundo privado. Sin embargo, estas tareas, al no ser consideradas con un valor monetario en el mercado y al permanecer fuera del mundo público, quedarán “invisibilizadas”. La autoridad masculina se institucionaliza en la familia nuclear. La producción de los medios económicos para la obtención de comida y abrigo corre por cuenta del varón, mientras que la elaboración de estos productos para ser consumidos en la familia forma parte de la labor so....................... 2
Por ejemplo, antes de la mecanización, la economía del tejido se apoyaba en una división del trabajo interna al grupo doméstico, se adaptaba a las capacidades individuales a la vez que estaba al servicio de la fuerza de trabajo del hogar. El padre tejía y, una vez realizadas las tareas domésticas, lo secundaba su esposa y ambos recibían progresivamente la ayuda de sus hijos e hijas, de modo que ninguno de los miembros de la familia estaba desempleado. El trabajo se organizaba en función de una vida familiar comunitaria. El surgimiento de las fábricas de tejido mecánico sacude desde la década de 1830 esta economía familiar, al hacer que el trabajo manual pierda competitividad (Cicchelli-Pugeauth y Cicchelli, 1999: 18).
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cialmente invisible de la mujer, quien, además, asume la responsabilidad ante la crianza y la socialización de las jóvenes generaciones. El rol de la mujer se consolida bajo el título de “ama de casa”, nominación cargada de ambigüedad, que le otorga el poder de decisión en todo lo relativo a la actividad doméstica siempre y cuando la mujer reconozca su subordinación al varón proveedor. Ivonne Knibiehler (2000: 62) afirma: “Cuando el progreso del capitalismo volvió raras las empresas familiares, el padre tuvo que abandonar el hogar para ir a la oficina o a la fábrica. Disoció su vida profesional de su vida familiar, se habituó a supervisar a sus hijos sólo de lejos. La madre, teóricamente sin la carga del trabajo productivo, se dedicó de lleno a la vida doméstica y asumió una responsabilidad educativa cada vez más amplia, incluso con respecto a sus hijos varones. El centro de gravedad de la vida familiar se desplazó hacia su lado”.
Surge además una nueva manera de ver la infancia, ya que los niños, especialmente los varones, se transforman en una inversión que es necesario cuidar, pues se constituirán en la mano de obra industrial del futuro. Jacques Donzelot (1998) analiza el desarrollo del “complejo tutelar”, por el cual el Estado comienza a intervenir en las vidas de las familias, para asegurar las mejores condiciones de crianza de la niñez. El Estado delega esta tarea explícita pero no formalmente a las madres, quienes quedan así investidas con la responsabilidad de velar por la salud y el bienestar del grupo familiar, siguiendo las instrucciones de los “expertos”, agentes de las áreas sociales del Estado (médicos, enfermeras, asistentes sociales, maestras, psicólogos). Sin embargo, al considerar estas actividades como parte del destino natural de las mujeres, ellas no serán reconocidas socialmente por realizarlas.
Parentesco y familia La industrialización requirió de núcleos familiares móviles y capaces de adaptarse a las nuevas necesidades de la expansión capitalista. En los centros industriales, el grupo de parentesco ampliado fue perdiendo su carácter de proveedor de identidad. Por el contrario, la pareja unida en matrimonio, comenzó a desprenderse de diversas maneras del grupo de parentesco y se instaló en una unidad doméstica separada de sus parientes y comenzó a vender su fuerza de trabajo en el mercado. Simultáneamente con la desaparición de la unidad de producción común, o el oficio familiar como única fuente de subsistencia, las parejas dejaron de vivir en las tierras comunes con sus parientes (Schmukler, 2000). En las familias premodernas las relaciones entre varias generaciones brindaban identidad a cada miembro del grupo familiar. La coope-
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ración y el apoyo que brindaban las relaciones entre varias generaciones fueron reemplazados en las familias modernas por las relaciones de la pareja conyugal y de padres e hijos. El grupo de parentesco perdió el carácter de proceso continuo y lineal que existía, precedía y continuaba la vida individual. Se fortalecieron las relaciones entre cónyuges, entre hermanos y cuñados y con parientes cercanos del padre y de la madre. La nueva estructura de parentesco que se creó fue una unidad atomizada cuyos lazos de descendencia se resquebrajaron y donde la estabilidad de cada núcleo familiar pasó a depender de los lazos afectivos, nuevos cohesionantes y estabilizadores de las familias. La dependencia afectiva pasó a constituirse en la principal articulación del núcleo familiar al mismo tiempo que crecieron las posibilidades de desarrollo individual fuera de la vida familiar. La familia moderna quedó entonces conformada por hombres ganadores del sustento, mujeres amas de casa e hijos dependientes. A mediados del siglo XX el grupo familiar se estableció en el imaginario de la sociedad como núcleo de reproducción biológica, lugar de estabilidad afectiva para individuos que buscan y desarrollan su crecimiento personal con diferencias de destinos posibles para varones y mujeres, y como centro de seguridad económica y de protección para la infancia y la tercera edad, con las madres a cargo de las tareas necesarias, más allá de las posibilidades concretas de los sujetos para realizar este ideal (Schmukler, 2000). Junto con la nueva organización familiar quedan divididos los ámbitos sociales: el mundo público pertenecerá a los hombres y el privadodoméstico a las mujeres-madres encargadas del cuidado afectivo de todos los miembros de la familia. Cuidado directamente vinculado con la postergación de los propios deseos en función de la atención familiar. Dentro de este nuevo orden familiar, se preferirá que las mujeres no tengan un trabajo y un salario, sino que se queden en la casa, para que los hombres proveedores tengan resueltas las cuestiones relacionadas con el cuidado, la comida y la crianza de los hijos. Para ello, los Estados más avanzados tratarán de dar al hombre proveedor un salario familiar, que contemple la carga extra de mujeres e hijos y que proteja la organización patriarcal para que continúe siendo funcional a las necesidades de las industrias. En síntesis, el discurso sobre la familia moderna se establecerá sobre las siguientes características: • el trabajo familiar y el trabajo reproductivo se separan, haciéndose invisible el trabajo femenino. Las mujeres se convierten en dependientes de los hombres; • el amor y el compañerismo pasan a ser el ideal del matrimonio; • la vida familiar queda alejada de la observación pública. Se enfatiza la experiencia de la privacidad;
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• las mujeres comienzan a tener menos hijos y la maternidad comienza a ser exaltada como una vocación natural y demandante. La valoración de la condición de madre de la mujer, que la llevó a situarse, al lado del jefe del hogar, como la reina de la casa, por su dominio altruista sobre los aspectos de la vida cotidiana de sus seres queridos, es parte constitutiva de este nuevo modelo de familia. Las esferas de acción separadas (el mundo público para los varones, el hogar para las mujeres), el amor como base de formación de las parejas y el casamiento voluntario, ya no por orden del patriarca (aspectos constitutivos de lo que se denomina “el amor romántico”) van a marcar en adelante las relaciones, en las cuales seguirá existiendo la subordinación femenina, ahora disfrazada por este lugar de poder desde los afectos, en un proceso que significó darle el lugar de “reinas” afectivas a las madres, a cambio de sacrificio y amor incondicional hacia sus esposos, sus hijos e hijas y, también, hacia las personas mayores y los enfermos. “El culto de la maternidad encontró su apoteosis con la segunda revolución industrial, que tendió a aumentar los salarios de los hombres con el salario familiar y a excluir a las mujeres y niños del lugar de trabajo, y conducir a una división del trabajo más radical entre el hombre, el ganador del sustento, y la mujer, la cuidadora. El maternaje, criar más que engendrar los niños y niñas, fue visto como una vocación a tiempo completo, sin duda, la vocación superior, con los padres marginados de la escena doméstica a través de su ausencia por estar en el trabajo. Por supuesto, muchas mujeres continuaron en el trabajo pago pero su contribución de vino en menos visible debido al énfasis en la crianza” (Mitchell y Goody, en Oakley y Mitchell, 1997: 219).
Al poder y autoridad masculinos, basados en la condición de ser el hombre el único proveedor y jefe del hogar, se contrapone ahora el engañoso “poder femenino” sobre los afectos, centrado en la maternidad. Las mujeres se convierten en las cohesionantes del grupo familiar, pero… a cambio de subordinarse al “jefe del hogar”, no contar con dinero propio, no desarrollar su autonomía, ni ser reconocidas como autoridad. El poder de la esposa y madre en el hogar se convierte en un poder “entre bambalinas”, poder sin autoridad y sin legitimidad dentro del grupo familiar. Durante este proceso, las mujeres y los niños se hacen cada vez más dependientes de los hombres, ya que su sustento y la representación de los asuntos familiares quedó a cargo de ellos. La normativa hacia la maternidad es una construcción cultural –naturalizada– que opera por violencia simbólica, ya que a través de su mecanismo de totalización se apropia, invisibilizando y negando, de las diversidades de sentido que diferentes mujeres han dado al concepto y
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a la práctica de la maternidad (Fernández, 1993). Si se pretende cues tionar el orden patriarcal y las desigualdades de género y democratizar el orden familiar, será necesario deconstruir el concepto de maternidad y pluralizarlo. Si bien la maternidad pudo ser resignificada en algunos contextos históricos particulares (la aparición de las Madres de Plaza de Mayo en la Argentina puede servir de ejemplo) y la maternalidad y la ética del cuidado pudieron ser formas de revalorizar la conducta maternal asignada culturalmente a las mujeres (y naturalizada por las instituciones, los medios de comunicación y las mismas mujeres), la reproducción de la familia está íntimamente relacionada con la normativa cultural acerca de lo que una “verdadera” mujer debe ser y hacer. En nombre de la institución maternal, las mujeres han quedado durante siglos relegadas al ámbito doméstico y a actividades que van más allá del cuidado de los hijos, extendiéndose sus tareas hasta responsabilizarlas del cuidado de todos los miembros de la familia en desmedro de su propio cuidado.3 Hacia la mitad del siglo XX, el complejo de pautas que describe a las familias modernas de occidente (desde el nacimiento, el noviazgo, el matrimonio, el trabajo, la crianza, la separación de los hijos y la muerte) se convirtió en un imperativo tan fuerte, que aun cuando muchas familias vivían de una manera diferente, este conjunto de características se impuso como “la familia”, que pasó a ser pensada como única forma natural y universal, mientras toda modalidad familiar diferente pasó a ser considerada una desviación. El amor romántico y la sobrevaloración de la maternidad se transformaron en ideologías reproductoras de las desigualdades, a la vez constitutivas y producidas por el patriarcado. El sociólogo Talcott Parsons (1953) contribuyó desde la teoría social a darle legitimidad a la familia moderna, a través de sus análisis de la familia estadounidense de los sectores medios, de los años cincuenta. De allí se deriva una concepción de la familia nuclear armoniosa, y ésta se considerará como la institución universal. La diferenciación y especialización de tareas que ya se habían establecido en buena parte de ....................... 3
Las transformaciones contemporáneas en el ámbito de la sexualidad y la anticoncepción han sido evidentes avances en relación con la situación de las mujeres y con la posibilidad de elegir cuándo ser madres. Sin embargo, la anticoncepción sigue siendo una ventaja determinada por la cuestión de clase y el acceso a la educación (la educación sexual, por ejemplo, sigue siendo una asignatura pendiente y los embarazos adolescentes o no deseados continúan creciendo), además de una problemática compleja en términos culturales, ya que estos avances sociales no han encontrado eco en las normas y valores que las instituciones y los medios reproducen.
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las familias de los EE.UU., blancas, de los sectores medios, pasaron a ser las características de la familia. El apogeo de las familias modernas acompaña al de la sociedad capitalista, con su reorganización social, espacial y temporal del trabajo y de la vida doméstica. Pocas familias trabajadoras se apropian de este ideal hasta bien entrado el siglo XIX, ya que existían grandes núcleos de empleo subordinado de hijos e hijas solteros y también trabajo infantil. Sólo después de la Segunda Guerra Mundial, en los países capitalistas avanzados, un número importante de hogares vive de acuerdo con el modelo de la familia moderna.
Estructura de la familia nuclear, según el sociólogo estadounidense T. Parsons
Líder
Seguidora
Hombre adulto (padre)
Mujer adulta (madre)
instrumental
expresiva
(ideas, disciplina, control) Niño (hijo)
(afecto, cuidados, calidez, emoción) Niña (hija)
El análisis de Parsons confiere gran importancia a las funciones en la estructura social, desde allí aborda los roles de hombres y mujeres: a los primeros les corresponde el rol “instrumental” –el sostenimiento económico de la familia, la representación de la familia en el mundo público y la supervisión y control de los hijos e hijas–, a las segundas, el rol denominado “expresivo”, vinculado con la maternidad y, por lo tanto, con la crianza, el afecto y el cuidado, no sólo de los hijos e hijas sino de las personas necesitadas del grupo familiar, como enfermos y ancianos. La ciencia social legitimiza y universaliza de este modo la noción de la complementariedad de los roles en la pareja adulta.
Prácticas familiares contemporáneas La debilidad de las familias modernas estaba presente en su propia constitución, basada en un compromiso que se concebía como inamovible y eterno y en la complementariedad de la pareja. Por eso, algunos
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académicos sostienen que el momento de esplendor de la familia moderna tenía cerca su inminente declinación. Durante los años sesenta y setenta, la brecha entre la ideología cultural dominante y los comportamientos discordantes generó desafíos a las familias de la modernidad y provocó crisis que condujeron a nuevos acuerdos o rupturas, las que –crecientemente– culminaron en separaciones y divorcios. Algunos factores que incidieron en los cambios en las familias fueron: • al extenderse la esperanza de vida, las personas adultas comenzaron a disponer de un tiempo en el que ya no estaban criando a sus hijos, lo que en muchos casos las enfrentó con la imposibilidad de continuar manteniendo un vínculo que se apoyaba en la convivencia con ellos; • las mujeres progresivamente ingresaron en el mundo del trabajo; • los empleos se desplazaron desde los industriales tradicionales a nuevos sectores industriales y de servicios; • los empleadores recurrieron a la mano de obra de mujeres, más barata y no sindicalizada; • aparecieron las píldoras anticonceptivas, lo que permitió a las mujeres decidir cuándo, cómo y cuántos hijos tener; • el amor romántico, que era la base de la familia moderna, no pudo asegurar el amor para toda la vida. Aparecieron así cada vez más divorcios y nuevas uniones; • el movimiento de mujeres impactó fuertemente en los modos de relación entre mujeres y hombres, en la sexualidad y la reproducción, en el avance de la legislación (leyes de divorcio, de patria potestad compartida, etc.). Sobre el estereotipo de las familias modernas se están construyendo nuevos arreglos, que incluyen nuevas estrategias en las relaciones de género y de crianza que rehacen las familias desde otros enfoques y prácticas. Algunos autores comienzan a denominar a las nuevas familias como familias posmodernas, para caracterizar la fluidez de los vínculos y las diversas estrategias familiares que combinan viejas y nuevas formas de relaciones. Algunas características de las familias posmodernas son: • se separan los ámbitos de la sexualidad, la gestación, el matrimonio, la crianza y las relaciones familiares; • los adultos divorciados y vueltos a casar, así como la convivencia de hijos de diferentes matrimonios, se han transformado en un fenómeno cotidiano; • muchos hijos viven con sus madres más que con ambos padres; • los conflictos familiares reciben nuevas y diversas respuestas;
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• los hijos e hijas comienzan a ser considerados como ciudadanos, se revisan las concepciones acerca de la infancia y del poder de los adultos sobre ella. En estas familias, las mujeres: • tienen más acceso a la educación y al empleo; • son menos dependientes de lo que ganan los maridos; • tienen más cargas, ya que desarrollan una doble jornada laboral, sumando el trabajo doméstico y el extradoméstico. Además, a veces tienen algún grado de participación comunitaria, lo que las enfrenta a una triple jornada de trabajo; • pueden alejarse de relaciones abusivas o violentas. En amplios sectores de las sociedades occidentales, la familia moderna no existe más, sin embargo, en el imaginario social y cultural aún persiste la idea de ésta como la familia.
Las familias ¿reproducen o recrean las pautas sociales? Para los enfoques más tradicionales, las familias se encargan de reproducir los procesos de la sociedad o de socialización. En este sentido, los grupos familiares son considerados como los ámbitos en los cuales las nuevas generaciones se socializan en las normas y los valores de la comunidad en la que están viviendo. La familia es vista como una institución reguladora y transmisora de las prácticas valoradas por cada cultura, como agente social que contribuye a que una comunidad determinada normatice las conductas de sus miembros. Estos enfoques no tienen en cuenta la posibilidad de protagonismo, de agencia, de las familias y sus integrantes, como creadores de cultura. Si bien es cierto que las familias son las encargadas de reproducir los patrones culturales vigentes, como la jerarquía por sexo y edad, la desigualdad y el autoritarismo, también es cierto que el grupo familiar puede ser el lugar desde donde se cuestionan y se cambian reglas, desde donde se gestan procesos de transformación. Es en el grupo familiar donde a menudo se inician procesos que cuestionan el orden jerárquico, que plantean disconformidad con el autoritarismo y que buscan nuevos modos de relación. Las formas familiares emergentes presentan diferentes dinámicas de relaciones familiares, algunas producidas por elecciones; otras, por el imperio de las circunstancias (familiares de desaparecidos, por ejemplo); otras como respuestas innovadoras a situaciones conflictivas.
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Las familias en la Argentina Relaciones familiares durante los siglos XVIII y XIX en Buenos Aires La familia en la Argentina se desarrolló (excluyendo para este abordaje los patrones de conducta de los pueblos precolombinos) según las normas que el patriarcado impuso en occidente, es decir, reproduciéndose sobre las desigualdades de género. La familia nuclear se estableció bajo la autoridad del padre, encargado del bienestar económico a partir de su participación en el mundo público. La figura de la mujer se conservó en segundo plano como “reina del hogar”; como dijimos anteriormente, se trató de un reinado ideológicamente peligroso ya que bajo esa denominación se ocultaba su falta de autoridad en el ámbito doméstico, su dependencia económica del marido, su obligado lugar de madre sacrificada y servicial, su renuncia sexual y pasional y, por si fuera poco, se invisibilizaba su actividad productiva. En este apartado seguiremos las observaciones de Ricardo Cicerchia (1998), basadas en sus investigaciones sobre las dinámicas familiares de los sectores populares urbanos en la Ciudad de Buenos Aires (estos sectores constituían el 85% de su población). En la historia argentina, la familia fue una preocupación del Estado (léase de la monarquía española y luego de los gobiernos independientes) desde la colonización de nuestro territorio. Desde el punto de vista legal es importante señalar la preexistencia del control de la Iglesia Católica sobre el matrimonio y la vida familiar, un control que el Estado intentó limitar ya desde la época de la colonia –impulsado por las ideas del iluminismo– pretendiendo, entre otras cosas, restar poder al discurso eclesiástico, primero en Europa y luego en América. Al mismo tiempo, esta secularización de las relaciones familiares se apoyó en la figura del “pater” como autoridad absoluta dentro del ámbito doméstico. Un poco más tarde, con la revolución de Mayo, las únicas transformaciones fueron la prohibición de matrimonios entre españoles-europeos y americanas en 1817 y un proyecto de ley no sancionado de 1824 sobre divorcio y separaciones voluntarias. El mismo autor considera que si bien los valores oficiales y las representaciones culturales en torno a lo familiar penetraron todo el cuerpo social, existían conductas familiares como el amancebamiento, la entrega de hijos y la presencia de mujeres como cabeza de familia, que representaban hábitos consagrados por la costumbre y que formaban parte de un”sentido común” popular. Una vez alejado el control exclusivo de la Iglesia, los desórdenes familiares comenzaron a convertirse en “cuestiones de Estado”. Cuando esto ocurrió, las mujeres empezaron a aparecer como protagonistas de
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reclamos judiciales, lo que las ubicó como sujetos de derechos. Así se consolidaron sistemas institucionales de protección del orden social que redefinieron no sólo el espacio público sino también las relaciones intrafamiliares. Sobre las mujeres descansaba el edificio del sistema familiar, pilar indispensable para el mantenimiento del orden social, por lo tanto, sus reclamos podían ser escuchados si éstos se apoyaban en la idea de cierta cohesión familiar, con o sin esposo de por medio. Los conflictos del ámbito familiar que hoy nos preocupamos por analizar ya existían en la época colonial y en el siglo XIX. Un riguroso análisis de las causas judiciales y de las denuncias policiales de las mujeres y de otros grupos subalternos permite señalar, en primer lugar, la marca difusa que existía en esa época entre lo público y lo privado y, en segundo lugar, resaltar la importancia del análisis de las crisis familiares como el mejor vehículo de comprensión de la “normalidad familiar” (Cicerchia, 1998: 67). Ya en el siglo XIX, las mujeres se presentaban como demandantes en causas vinculadas con la tenencia de los hijos, el reclamo de alimentos y buenos modales por parte de los maridos. Las separaciones (divorcios eclesiásticos) incluían disputas sobre las propiedades o cuotas de alimentos. Asimismo, las demandas por maltratos implicaban una eventual sanción penal para el acusado hallado culpable. Los juicios de divorcio reconocían en los maltratos una de las figuras que habilitaba a las mujeres a solicitar la separación. Y aunque muchas preferían callar, otras “hacían público” su malestar.4 El autor expresa esta reflexión: “… a pesar de que el sistema judicial se constituía sobre los prejuicios y las desigualdades de las asimétricas relaciones de género, las mujeres sintieron que encontraban allí una posibilidad para resolver situaciones de injusticia doméstica, presentando discursos pragmáticos sobre la familia, negando la indiferencia afectiva, confesando actos forzados por su situación y modelando así la rígida lógica del honor familiar” (Cicerchia, 1994: 72).
Resulta interesante reflexionar acerca del rol del Estado y la justicia en la instauración y defensa de los derechos de las mujeres –esposas y ....................... 4
“En los juicios por desórdenes familiares registrados entre 1776 y 1850, la primera constatación es que las mujeres de diferente condición y estado constituyeron sujetos de derecho. Sobre 365 demandantes individuales, el 60% fueron mujeres. De éstas, el 70% eran porteñas, 44% pertenecían a los grupos “no blancos” y cerca del 30% carecían de estado legítimo” (Cicerchia, 1994: 55).
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madres– ya que, a pesar de los beneficios que las mujeres pudieron obtener cuando se presentaron ante las instituciones sociales, frecuentemente lograron la clemencia de la justicia o el reconocimiento de sus reclamos sólo si se comportaban dentro de los modelos que la sociedad y las relaciones desiguales de género establecían para ellas.
Maternidad en la Argentina El pensamiento hegemónico que superpone “mujer” a familia, mediante el nexo representado por la maternidad, también está presente en las concepciones de la maternidad en la Argentina. Si bien esta noción de feminidad ligada casi exclusivamente a la capacidad femenina de engendrar y cuidar la vida humana es una construcción cultural que ha contribuido a la subordinación histórica de las mujeres, consideramos que la experiencia de la maternidad es central en la vida de muchas mujeres, como punto de anclaje de identidad y de reconocimiento y como ejercicio que tiene profundas implicaciones en las relaciones familiares y en la construcción de ciudadanía. Carole Pateman denomina a la maternidad la diferencia par excellence: “La maternidad y la crianza han simbolizado las capacidades naturales que apartan a las mujeres de la política y de la ciudadanía; maternidad y ciudadanía, en esta perspectiva, al igual que diferencia e igualdad, son mutuamente excluyentes. Pero si la maternidad representa todo aquello que excluye a las mujeres de la ciudadanía, la maternidad ha sido construida también como un estatus político. La maternidad, como las feministas la han entendido por mucho tiempo, existe como un mecanismo central a través del cual las mujeres han sido incorporadas al orden político moderno” (Pateman, 1992: 19,28).
La maternidad puede ser una experiencia “privada” , aislada en el hogar, subordinada al varón en la esfera doméstica, a la que se le reconoce únicamente su poder afectivo sobre los hijos. O, por el contrario, puede ser considerada una experiencia social y política (maternidad social) cuyas prácticas vinculan las preocupaciones por los propios hijos también con cuestiones colectivas, como ha sucedido, por ejemplo, con las madres de desaparecidos, en la defensa de los derechos de sus seres queridos y de otros en situaciones semejantes. Esta redefinición de la maternidad presenta aspectos contradictorios con la imagen tradicional de la madre, ocupada solamente por el bienestar de su marido y de sus hijos, y genera las condiciones para la construcción de una ciudadanía femenina, en la medida en que se reconoce a las mujeres –y ellas a sí mismas– como un colectivo que desde la maternidad define intereses y necesidades y se convierte en su-
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jeto político (Di Marco, 1997). La maternidad así considerada es una práctica que interpela al poder de diversas maneras, ya sea por el reclamo frente a la violación de los derechos y los ejercicios abusivos del poder, ya sea por la ampliación y calidad de los servicios, ya sea por sus derechos a una vida sexual y procreativa plena, o por el derecho al trabajo (Schmukler,1997). Es conveniente entonces detenerse en el carácter dual de la maternidad como proceso creativo y como parte de una relación de dominación y subordinación, y pensar en un concepto de ciudadanía que pueda dar cuenta de las diferentes experiencias de las mujeres y de las madres. En la historia argentina podemos encontrar ejemplos de las ambigüedades que encierra lo maternal y de las diferentes formas que puede asumir al incorporarse a la discusión y a las prácticas políticas. Como explica Marcela Nari (2000), a principios del siglo XX, y en el marco de la lucha por el derecho al voto femenino, el feminismo defendía la “cuestión maternal” y sostenía que el ámbito “natural” de las mujeres y, por lo tanto, el espacio para ejercer su poder, era el doméstico. Pero también, desde el Estado, la Iglesia y los medios de comunicación (revistas y periódicos) se ensalzaba la maternidad como práctica sagrada y se destacaba su importancia para el desarrollo del país. “La ‘cuestión maternal’ en la época fue tan rica y compleja precisamente por esta superposición de intenciones contradictorias, por sus límites difusos. La maternidad, convertida en cuestión pública, se politizó. Y las feministas participaron de ese debate. Aceptaron la maternidad como clave de la feminidad. Todas las mujeres, más allá de las diferencias sociales, compartían la capacidad y la experiencia de la maternidad. Era lo que las acercaba y las volvía idénticas” (Nari, 2000: 204).
Los conceptos de maternidad que se enfrentaban en los discursos y en las prácticas sociales eran diferentes; para algunas instituciones la maternidad era la garantía del orden social, mientras que para otras, en ella radicaba la posibilidad del cambio social. Continuando con las reflexiones de Nari (2000: 205,209): “Las feministas intentaron reformular la maternidad. No cuestionaron que constituyera una misión natural para las mujeres, pero fundamentalmente la consideraron una función social y, para algunas, incluso una posición política: el ejercicio de la maternidad era una forma de hacer política. Al implicar una función social y política tan importante para la especie, la sociedad y la nación, la maternidad debía ser recompensada por el Estado y la comunidad. Dios, o la Naturaleza, había asignado a las mujeres determinados deberes con respecto a la reproducción y ellas los asumían honrosamente en diversas situaciones sociales. Pero de estas cargas debían ema-
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nar derechos. Derechos que el Estado y la sociedad les habían, hasta entonces, negado: derechos civiles, económicos y también políticos”.
El doble carácter de la maternidad continuó vigente y no permitió grandes transformaciones en la vida política de las mujeres. Las feministas no lograron imponer sus posturas y el voto femenino llegó en 1947 de la mano de Eva Perón y desde una ideología tradicional en torno a la cuestión maternal. Recién a fines del siglo XX, la organización de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y las organizaciones de madres en las comunidades para generar servicios sociales (por la crisis económica de los años ochenta en la Argentina) pudieron reapropiarse y resignificar los contenidos de la maternidad extendiendo en principio su preocupación por los propios hijos a “los hijos de todas” y participando en la vida pública y política desde la maternidad social. Lo “maternal” atraviesa la experiencia de lo femenino y la organización de la vida familiar desde la consolidación de las relaciones de género. Como parte de ellas, parece tener una forma y un contenido inmutables y eternos, que resulta dificultoso revisar y reconstruir. Sin embargo, las prácticas que hemos presentado muestran otras construcciones posibles de la maternidad. Los procesos de redefinición de la maternidad involucran tener en cuenta las ambigüedades de la práctica maternal y los peligros de convertir a las mujeres en entidades ahistóricas, universalizadas y superiores “moralmente” a los hombres (Schmukler, 1997). Asimismo, debe estar atenta a la compleja “ideología del afecto” que, en situación de desigualdad, puede convertirse en el eje de la dominación y la subordinación.
Cambios recientes en las familias y los hogares5 Los cambios en la formación de las familias y en los procesos de reproducción social, económica, biológica y cultural se asocian con cambios en la condición social de la mujer. Todas estas mutaciones –que empezaron en Europa occidental desde mitad de los años cincuenta– dieron lugar al surgimiento del concepto de segunda transición demográfica.6 ....................... 5
Esta sección del capítulo fue elaborada por Andrea Federico. Este concepto, introducido por Van de Kaa y Lesthaegue en 1986, busca explicar las tendencias demográficas obser vadas en Europa central desde mediados de los años cincuenta en relación con la fecundidad, mortalidad, movilidad y dinámica familiar (Solsona, 1996). 6
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Las razones que se encuentran en la base de esas transformaciones están en la revolución sexual, la revolución contraceptiva, la posición de los hijos y la motivación de los padres respecto de la calidad de vida de los hijos (Lesthaeghe, 1996). Como ya se ha señalado, uno de los factores centrales en los cambios en la dinámica familiar es la condición de las mujeres vinculada con el mundo del trabajo. Si bien la inserción de las mujeres en el mercado de trabajo no es un hecho novedoso, se ha producido un importante crecimiento de la participación económica femenina a edades centrales. Evidentemente, las transformaciones en el ámbito de la familia, en la situación social de la mujer y en el trabajo femenino se ligan de manera tal, que uno no es posible al margen del otro. Y, por otra parte cada vez más, la estabilidad de las familias y sus funciones sociales dependen de la ampliación de oportunidades de participación de las mujeres en diversos ámbitos de la vida pública (Salles y Tuirán, 1999). Para dar cuenta de las transformaciones acontecidas en nuestro país, se analizan los cambios que en la última década se produjeron en la composición de los hogares, la jefatura del hogar y la conyugalidad. La información que a continuación se presenta proviene de la Encuesta Permanente de Hogares (INDEC) de octubre de 1991, 1995, 1998, 2000 y 2002.
Composición del hogar El modelo nuclear, representado por la pareja y sus hijos solteros, es el tipo más frecuente de organización familiar. Sin embargo, este modelo convive con otras formas de organización familiar cada vez más habituales (véase cuadro 1 en la próxima página), como los hogares monoparentales (integrados por el jefe del hogar, generalmente una mujer, con sus hijos) y monoparentales extendidos (monoparentales a los que se suman otros familiares o no familiares). Este tipo de hogares (monoparentales y monoparentales extendidos) han mostrado un importante crecimiento desde 1991. En efecto, entre ambos concentraban el 12% del total de hogares en 1991 y en la actualidad son más del 17%, lo que da cuenta de un crecimiento relativo del 42%. Por otra parte, los hogares unipersonales representan aproximadamente el 15% del total de hogares y, si bien no han tenido un crecimiento tan destacable como en el caso de los monoparentales, no puede dejar de resaltarse su importancia. En estrecha relación con el crecimiento de los hogares monoparentales, se produce el aumento del porcentaje de personas menores de 18 años que no viven con ambos padres. Tal como se muestra en el cuadro 2 que se presenta a continuación, en la última década ha crecido
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el porcentaje de los niños o jóvenes que viven con un solo progenitor, especialmente con la madre, ellos son aproximadamente el 15% del total en 2002. 7
Cuadro 1. Hogares particulares. Distribución porcentual por composición de parentesco Total país, octubre 1991, 1995, 1998, 2000 y 2002
Año
2002 2000 1998 1995 1991
Composición de parentesco Pareja sin hijos
Pareja con hijos
Pareja sin hijos + otros
Pareja con hijos + otros
Monoparental
Monoparental extendido
Unipersonal
No familiar multipersonal
Total
12,5 12,9 13,0 13,6 14,1
41,0 42,1 42,5 44,1 46,0
1,4 1,4 1,3 1,6 1,6
7,9 7,8 7,8 8,5 8,7
11,7 10,8 10,4 9,1 8,2
5,5 4,8 4,7 4,3 3,9
14,8 14,7 14,9 13,9 12,5
5,1 5,4 5,3 4,9 5,0
100,0 100,0 100,0 100,0 100,0
Fuente: elaboración propia sobre la base de EPH-INDEC.
Cuadro 2. Hogares con hijos menores de 18 años con un solo progenitor. Porcentaje de hogares con presencia de un solo progenitor: madre o padre Total país, octubre 1991, 1995, 1998, 2000 y 2002
Año
Sólo madre
Sólo padre
2002 2000 1998 1995 1991
14,7 14,0 13,2 11,3 8,9
2,6 1,8 2,1 1,8 1,6
Fuente: elaboración propia sobre la base de EPH-INDEC.
....................... 7
En relación a este punto es preciso destacar que la fuente de información con que se ha trabajado no permite identificar claramente las situaciones de personas menores que viven con ambos progenitores. A partir de los datos de la EPH, es posible determinar si los niños viven con una pareja (integrada por jefe y cónyuge), pero no es posible determinar si esa pareja está compuesta por ambos padres o es una pareja integrada por uno de los padres y su nuevo cónyuge, en lo que se denomina un hogar ensamblado.
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Hasta aquí, las referencias presentadas han sido para el total del país. Sin embargo, es posible detectar diferencias regionales que son producto de los distintos patrones sociales y culturales y de estructuras demográficas distintas. En tal sentido, se encuentra que los hogares unipersonales son más frecuentes en el GBA y en la región pampeana (esto se debe a la estructura por edad más envejecida, particularmente en el caso de las mujeres). Las parejas sin hijos prevalecen en mayor medida en la región del GBA, en tanto que en el noroeste y el nordeste este tipo de arreglo es mucho menos habitual. Paralelamente, los hogares monoparentales y monoparentales extendidos considerados en conjunto son más frecuentes en las regiones mencionadas, donde concentran a más de la quinta parte de los hogares.
Cuadro 3. Hogares particulares. Distribución porcentual por composición de parentesco Total país, octubre 2002
Región
GBA Noroeste Nordeste Cuyo Pampeana Patagonia Total urbano
Composición de parentesco Pareja sin hijos
Pareja con hijos
Pareja sin hijos + otros
Pareja con hijos + otros
Monoparental
Monoparental extendido
Unipersonal
No familiar multipersonal
Total
14,1 6,0 7,9 10,4 12,9 10,6 12,5
41,7 39,0 41,8 42,5 39,2 44,7 41,0
1,8 1,2 1,9 1,2 ,9 1,0 1,4
7,2 14,1 9,9 9,8 6,7 6,7 7,9
11,0 13,4 13,5 12,3 12,1 14,0 11,7
5,0 8,5 7,2 6,6 5,1 4,7 5,5
15,3 11,4 11,9 11,7 16,0 14,7 14,8
3,9 6,4 5,9 5,6 7,2 3,6 5,1
100,0 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0
Fuente: elaboración propia sobre la base de EPH-INDEC.
Jefatura del hogar El jefe del hogar es, en las encuestas de hogares, la persona a la que el resto de los integrantes define como tal. De manera que los criterios que subyacen a la definición del jefe o la jefa pueden ser múltiples y están anclados en determinantes sociales, culturales, generacionales y económicas, entre otras. En los últimos años, ha crecido la jefatura femenina del hogar. Tal como lo muestra el siguiente gráfico, el porcentaje de hogares que tiene a una mujer como jefa registra un crecimiento del 6% entre 1991 y
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2002, lo que implica un crecimiento relativo de más del 25%. Evidentemente, las razones que están detrás de este crecimiento son diversas y dan cuenta del cambio de la posición social de las mujeres en el ámbito de las familias residenciales.
Gráfico 1. Incidencia de la jefatura femenina En porcentajes sobre el total de hogares
Octubre 1991, 1995, 1998, 2000 y 2002
Fuente: elaboración propia sobre la base de EPH (INDEC).
La jefatura femenina es más frecuente en los hogares monoparentales, unipersonales y no familiares. En los primeros se trata de mujeres que viven solas con sus hijos o con otras personas (familiares o no familiares) y que no tienen cónyuge. En el caso de los hogares unipersonales, casi dos tercios están integrados por mujeres solas, en su mayoría viudas o separadas y de más de 60 años. Si bien la prevalencia de jefas mujeres es poco frecuente en arreglos familiares en los que está presente el cónyuge, tal el caso de las parejas (con o sin hijos, con o sin otras personas), sí es destacable el crecimiento relativo que registra. En efecto, y tal como muestra el cuadro 4 que a continuación se presenta, el porcentajes de hogares integrados por parejas en los que la jefa es la mujer se ha duplicado y en algunos casos casi triplicado. Es evidente que no se trata de una tendencia importante desde el punto de vista cuantitativo (los porcentajes son bajos), sin embargo, merece ser destacada en cuanto a que sugiere un cambio en los patrones de conformación de las relaciones familiares.
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Cuadro 4. Incidencia de la jefatura femenina por composición de parentesco del hogar En porcentajes sobre el total de hogares, octubre 1991, 1995, 1998, 2000 y 2002
Pareja sin hijos Pareja con hijos Pareja sin hijos + otros componentes Pareja con hijos + otros componentes Monoparental Monoparental extendido Unipersonal No familiar multipersonal
2002
2000
1998
1995
1991
4,3 3,2 6,4 3,8 81,3 81,0 64,9 54,5
5,9 3,1 7,7 4,8 85,9 80,9 61,3 55,1
4,5 2,2 4,6 3,6 83,6 84,0 61,3 57,2
2,6 1,6 5,1 3,4 84,6 78,1 65,5 54,4
2,0 1,2 3,4 1,8 84,7 82,8 66,6 60,9
Fuente: elaboración propia sobre la base de EPH (INDEC).
Cambios en la conyugalidad En el plazo considerado (1991-2002) se destaca un aumento en la proporción de población unida consensualmente –que se duplicó en porcentaje– y de la población separada y/o divorciada. El crecimiento de las personas unidas de hecho se produjo paralelamente a la menor presencia de casados, lo que muestra que se trata de un cambio en la forma de las uniones y no de la disminución de éstas. Como muchos otros trabajos ponen de manifiesto: la población se une, aunque prefiere –más que en otras épocas– la unión consensual al matrimonio civil. El aumento en la proporción de población unida se produjo de manera importante y con igual intensidad en mujeres y varones, tomando valores extremos de 6% en 1991 y de 12% en 2002. Los mayores niveles de “unión” se producen en la población de 25 a 34 años, para alcanzar valores más bajos en los mayores de 35 años. Si se compara la estructura conyugal de mujeres y varones, se advierte la mayor presencia de personas unidas después de los 30 años en el caso de los varones. Las uniones consensuales tuvieron un crecimiento mayor en la población más joven. Entre las mujeres, creció el porcentaje de unidas a menor edad, mientras que en los varones cobra importancia mayor a partir de los 30 años. La proporción de separados/ divorciados es mayor en las mujeres y su incidencia es más importante en el tramo de 40 a 59 años. La proporción de casados es mayor entre los varones y en el grupo de 35 años y más. Esto sugiere un cambio en las opciones entre cohabitación y matrimonio, ya que se produce paralelamente al aumento de
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las personas unidas, en estos grupos de edad. La disminución relativa de los casados se registra en el caso de varones y mujeres, aunque en éstas se produce en paralelo con el crecimiento de las divorciadas y separadas. Estos datos sugieren que las mujeres muestran una menor propensión a volver a casarse luego de un divorcio. Por el contrario, los varones tienen un comportamiento más tradicional, que se manifiesta en una mayor tendencia a casarse en segundas nupcias. La viudez es un fenómeno mayoritariamente femenino, asociada a la mayor mortalidad masculina en todas las edades y a la mayor esperanza de vida de las mujeres. Algunos de los cambios más importantes observados en el estado conyugal han sido: • crecimiento de las uniones entre los jóvenes; • aumento de los divorcios o separaciones, más entre las mujeres que presentan una menor propensión a volver a casarse o a unirse luego de un divorcio; • crecimiento de la población soltera más joven, puesto que los jóvenes tienden a retrasar su ingreso a la unión; • disminución de la población casada, simultánea al crecimiento de uniones en los jóvenes y de divorcios a mayores edades; • estabilidad de la viudez en general.
Cuadro 5. Distribución de la población masculina y femenina de 14 años y más por estado conyugal según edad En porcentajes. Total país, octubre 2002
Varones
14-19
20-24
25-29
30-34
35-39
40-44
45-49
50-54
55-59
60-64
65-69
70 y +
Total
Solteros Unidos Casados Sep./div. Viudos
98,7 1,2 ,0 ,0
80,0 13,3 6,5 ,1 ,0
51,1 24,6 23,2 1,1 ,0
28,2 24,6 44,8 2,4 ,0
13,9 19,0 64,4 2,7 ,1
10,2 14,9 69,3 4,5 1,1
6,7 14,1 71,6 7,1 ,5
9,6 10,0 69,3 8,0 3,0
6,0 10,2 73,1 7,1 3,5
6,2 9,4 75,1 4,9 4,4
2,6 8,9 74,0 5,7 8,7
2,8 4,8 70,1 1,9 20,5
37,5 12,8 44,0 3,0 2,6
Total
100,0
100,0
100,0
100,0
100,0
100,0
100,0
100,0
100,0
100,0
100,0
100,0
100,0
Mujeres
14-19
20-24
25-29
30-34
35-39
40-44
45-49
50-54
55-59
60-64
65-69
70 y +
Total
Solteras Unidas Casadas Sep./div. Viudas
94,6 4,7 0,7 0,0 0,0
71,4 16,1 11,0 1,4 0,0
40,3 26,3 29,3 3,8 0,4
21,7 20,8 50,5 6,7 0,3
15,3 14,6 61,6 7,6 0,8
12,6 7,3 61,6 15,7 2,8
8,7 10,1 64,4 12,9 3,9
7,9 11,1 63,2 12,7 5,0
6,5 6,4 58,1 16,1 12,9
6,4 5,6 55,3 10,9 21,8
8,0 2,8 47,1 6,9 35,2
9,0 2,4 27,0 3,7 57,9
33,1 11,2 38,3 6,9 10,4
Total
100,0
100,0
100,0
100,0
100,0
100,0
100,0
100,0
100,0
100,0
100,0
100,0
100,0
Fuente: elaboración propia sobre la base de EPH (INDEC).
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Se observan algunas diferencias en el estado conyugal asociadas a la región de residencia. La proporción de solteros es menor en GBA y más alta en las regiones noroeste y nordeste. Esto se debe a las diferentes estructuras por edad y sexo presentes en cada región; mientras que en la primera se trata de una población más envejecida, con menos presencia de personas menores, en las otras dos regiones hay más participación de personas menores que aumentan el peso de la categoría solteros. Respecto de las uniones, se registran más altos niveles (a través del porcentaje de población unida) en la región nordeste y en la patagonia. Paralelamente, el porcentaje de casados es más bajo, lo que da cuenta de pautas culturales diferentes en el tipo de unión. La viudez es un fenómeno esencialmente femenino (por la mayor esperanza de vida de las mujeres), que alcanza valores más bajos en poblaciones más jóvenes y donde la presencia de personas de más edad es menor.
Cuadro 6. Población de 14 años y más. Estado conyugal por sexo y región En porcentajes. Total país, octubre 2002
Estado conyugal
Región GBA
Noroeste
Nordeste
Cuyo
Pampeana
Patagonia
Total urbano
Varón Mujer Varón Mujer Varón Mujer Varón Mujer Varón Mujer Varón Mujer Varón Mujer Solteros Unidos Casados Sep./div. Viudos
35,5 13,1 45,6 2,8 3,0
30,4 11,5 40,0 7,3 10,8
42,9 13,4 38,2 3,1 2,3
40,4 11,6 33,3 6,0 8,7
43,1 15,3 36,1 3,2 2,3
39,6 13,8 32,5 6,8 7,3
38,2 9,4 47,3 3,2 2,0
Total
100,0 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0
35,1 8,1 40,1 6,2 10,5
38,3 12,1 44,0 3,3 2,3
34,5 10,3 37,3 6,6 11,3
38,4 15,2 40,6 4,0 1,8
34,0 14,4 37,8 6,5 7,3
37,5 12,8 44,0 3,0 2,6
33,1 11,2 38,3 6,9 10,4
100,0 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0
Fuente: elaboración propia sobre la base de EPH (INDEC).
El estado conyugal también está asociado con la educación alcanzada. En tal sentido, se observa que el porcentaje de solteros es más elevado entre mujeres y varones que tienen nivel secundario y superior/universitario incompleto. Evidentemente, se trata de la población que se encuentra asistiendo a la educación formal. En el caso de los de nivel secundario, se trata de población más joven; en el caso de los que se
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encuentran en el nivel superior/universitario, es sabido que la permanencia en el sistema educativo retrasa el ingreso a las uniones. El porcentaje de población unida es más alto entre los que tienen primario incompleto o completo. Esto sugiere que “la consensualidad” continúa siendo una forma de ingreso a la unión más habitual en los sectores de menores recursos. La proporción de casados –menor entre las mujeres que entre los varones– es más baja entre quienes se encuentran en los niveles secundario y superior/universitario incompleto. Este dato es coherente con el que se expresó en relación a la población soltera y sugiere el retraso en la unión por parte de quienes se encuentran insertos en la educación formal. La situación de los separados/divorciados sigue tendencias diferentes para mujeres y varones. Entre los varones, hay más divorciados en los niveles primario incompleto y completo y, en el otro extremo, superior/universitario completo. En tanto que en el caso de las mujeres divorciadas, la presencia de estas últimas es mayor cuando se trata de niveles secundario y superior/universitario completo. Otra variable que da cuenta de comportamientos diferenciales es el nivel de ingreso per cápita familiar.8 En este sentido se observa: • mayor proporción de solteros en el primer quintil de ingresos, proporción que desciende a partir del segundo quintil (una vez más, se trata del efecto de la estructura por edad más joven en los sectores de menores ingresos); • mayor porcentaje de unidos en el primer quintil de ingresos, que decrece a partir del segundo quintil. Como ya se ha visto a través de la educación, también a partir del ingreso es posible detectar que las uniones consensuales siguen siendo más frecuentes en los sectores de menores recursos, pese al crecimiento experimentado entre los sectores medios durante los últimos años. Respecto de las personas separadas/divorciadas, su distribución es diferencial por nivel de ingresos familiares y sexo. Así, se observa que, entre los varones, los divorciados son relativamente más en el quinto quintil (el quintil de mayores ingresos). En cambio, en el caso de las ....................... 8
El ingreso per cápita familiar es la suma total de ingresos de un hogar dividido entre todos sus integrantes. Cuando se incluye esta variable como indicador de condiciones de vida es frecuente que se la agrupe en “quintiles de ingresos”, los que dividen al conjunto de los hogares en cinco partes iguales. De manera que en el primer quintil se encuentran los de menores ingresos y en el quinto los de mayores ingresos.
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mujeres la proporción de divorciadas es mayor en los quintiles de menores ingresos (primero y segundo). La viudez, como ya se ha dicho, es un hecho mayoritariamente femenino. Sin embargo, su incidencia es menor en el primer quintil, debido a la estructura por edad más joven. Como síntesis, se advierte que en la Argentina la formación de familias y los procesos de reproducción que la acompañan han experimentado importantes cambios. Entre los cambios recientes que se observan en la dinámica familiar cabe destacar: • reducción en el tamaño medio de los hogares, debido al descenso de la fecundidad; • mayor número de hogares encabezados por mujeres, entre los cuales predominan los unipersonales y los monoparentales; • mayor número de parejas que conviven sin vínculos legales; • aumento de la población divorciada; • menor proporción de hogares integrados exclusivamente por la pareja con sus hijos solteros, hogares nucleares.
Comentarios finales En la primera parte de este capítulo, hemos desarrollado el proceso de configuración ideológica de “la familia”, que moldea, aún hoy, los valores, percepciones y prácticas acerca de las relaciones familiares en muchos sectores sociales. No hemos pretendido presentar una descripción histórica, sino más bien recorrer hitos en la construcción del modelo de familia que se impuso socialmente, más allá de las prácticas concretas en cada región y país. La dificultad para abordar en forma unívoca el tema de las familias ya ha sido tema de debate entre los historiadores sociales. Por ejemplo, dos de los más importantes historiadores de la familia, como Michael Anderson (1980) y Peter Laslett (1972), 9 difieren en sus consideraciones acerca de las organizaciones familiares. Mientras que para el primero no ha habido nunca un solo sistema familiar; para el segundo, la organización familiar fue siempre e invariablemente nuclear. Posiblemente la ambigüedad del concepto de familia sea una de las razones de las discrepancias, ya que, según sea el que se considere (lo cual no es neutro), difieren los análisis de los hogares, el parentesco, la sexualidad, los lazos de afecto y los procesos de socialización, interpretados en los discursos según los contextos históricos y culturales. Otra de las ....................... 9
Citados por Barret y McIntosh (1982).
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posibles razones está vinculada con los sectores sociales que se analizan. Así, por ejemplo, Ricardo Cicerchia (1994) describe en las familias latinoamericanas de los siglos XVIII y XIX uniones consensuales e interétnicas, familias encabezadas por mujeres, grupos familiares pequeños y redes de parentesco, es decir, un conjunto de prácticas que poco tienen que ver con el modelo universalizado de familia, especialmente cuando se investigan los modos de vivir y convivir de los sectores populares. El análisis de las dinámicas de las relaciones familiares en estos mismos siglos en la Ciudad de Buenos Aires, abordado por este autor, especifica algunos de los argumentos citados en este capítulo. En el discurso hegemónico, tal como hemos desarrollado hasta aquí, familia y maternidad aparecen mutuamente implicadas. Además, la maternidad es una experiencia singular en la vida concreta de muchas mujeres. Por lo tanto, nos hemos referido a ella en su doble aspecto: el de reproductora de los valores dominantes (aun a costa de las mismas mujeres-madres) y el de deconstructora de estos mismos valores, como nos presentan las prácticas de la maternidad social, que tan bien nos enseñaran las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Finalmente, el análisis de la información para los últimos diez años de la Argentina, década de profundas transformaciones en lo económico, social y cultural, nos sugiere que las familias están progresivamente transformándose: reducción en el tamaño medio de los hogares, mayor número de parejas que conviven sin vínculos legales; aumento de la población divorciada, crecimiento relativo de más del 25% de los hogares que tienen a una mujer como jefa. También se observan distintos patrones sociales y culturales y estructuras demográficas, según las regiones del país y los niveles de ingresos: mayores niveles de uniones en la región nordeste y en la patagonia y un porcentaje de casados menor; más frecuencia de hogares unipersonales en el GBA y en la región pampeana (por la estructura por edad más envejecida, particularmente en el caso de las mujeres); prevalencia de las parejas sin hijos en la región del GBA, mientras que esta forma familiar es menos frecuente en el noroeste y el nordeste; mayor proporción de solteros y de personas unidas de hecho en los sectores de menores ingresos. Esta descripción permite dar cuenta de procesos comunes, y de otros diferentes, que nos aproximan a la realidad de los arreglos familiares en la Argentina contemporánea.
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2. Relaciones de género y de autoridad Graciela Di Marco
Introducción En este capítulo presentamos algunas reflexiones sobre las relaciones de género dentro de las familias, las construcciones de identidades femeninas y masculinas, y los sistemas de autoridad familiares. Más adelante, en el capítulo 4 “Masculinidades y familias”, nos referiremos es pecíficamente a la construcción de las identidades masculinas, pues existe un corpus de resultados de investigación y desarrollos teóricos para repensarlas, a la luz de los desafíos que presenta el proyecto de construir relaciones sociales más igualitarias. En los últimos treinta años el concepto de “género” se ha difundido en varios espacios, especialmente en el mundo académico y en el movimiento social de mujeres. Empujado por las movilizaciones que procuran el reconocimiento de los derechos de las mujeres, el tema ha ingresado en las arenas políticas, tanto nacionales como de los organismos internacionales. La creciente aceptación de este término también ha generado su banalización, la que se expresa en su utilización como sinónimo de sexo, apelando a diferencias binarias basadas en la heterosexualidad y en la dupla naturaleza-cultura, o como una “variable” o “conjunto de roles”. Por otra parte, la asimilación del concepto de género a la categoría “mujer”, paralelamente a la extensión de su uso, si bien ha contribuido a “visibilizar” a las mujeres como colectivo social subordinado, también ha conllevado, en algunas ocasiones, a desconocer la construcción de las relaciones de género, naturalizando las desigualdades entre hombres y mujeres –así como entre otras identidades genéricas– sin tomar en cuenta el conjunto de prácticas, valores y normas socioculturales que constituyen el sustrato de tal relación. Las teorías de género presentan una gran riqueza conceptual, desde las diversas vertientes del pensamiento feminista. Sin embargo, nuestro propósito en este capítulo no es pasar exhaustiva revista sobre cada una de ellas, sino tomar algunos puntos centrales, invitando a su profundización desde los aportes de diversas autoras, algunas de las cuales presentamos en la bibliografía de este capítulo. En el Segundo sexo, Simone de Beauvoir (1949) afirma que “una mujer no nace sino que se hace”, refiriéndose al sexo no como hecho
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biológico sino como una experiencia cultural, de este modo cuestiona los supuestos de que la biología es destino, y su reflexión teórica se convierte en hito fundamental de la teoría feminista. La socióloga británica Ann Oakley (1972: 158) en el libro Sexo, géne ro y sociedad, publicado en 1972, introduce el término género en el discurso de la ciencia social, distinguiendo “el sexo” como un término biológico y “el género” como un término psicológico y cultural; allí señala que ser masculino o femenino es algo bastante independiente del sexo biológico.1 En escritos recientes, Oakley (1997: 32) considera que el sexo tiene un referente biológico en los términos “hembra” o “macho”, basado en la diferenciación cromosómica, mientras que el concepto de género se refiere a las múltiples diferenciaciones de los cuerpos que ocurren en el espacio sociocultural.
Desarrollos teóricos del concepto de género La noción de género como categoría social se refiere a las relaciones sociales desde el punto de vista de las relaciones de poder y subordinación que se establecen entre hombres y mujeres a partir de las elaboraciones culturales sobre lo que se supone que es ser hombre o ser mujer. Elaboraciones estructuradas a partir de las diferencias biológicas entre los sexos, que se conciben como naturales, ahistóricas, inmutables y determinantes de los comportamientos y que, precisamente, sirven para reproducir y sostener las desigualdades. Joan Scott (en Amelang y Nash, 1990: 45) establece una definición de género en dos partes interrelacionadas: a) el género es un elemento constitutivo de las relaciones sociales basadas en las diferencias que distinguen los sexos y b) el género es una forma primaria de relaciones significantes de poder.2 La primera parte de la definición está constituida por cuatro elementos interrelacionados:
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Ann Oakley toma este concepto de Robert Stoller, profesor de psiquiatría en la Escuela de Medicina de la UCLA, quien había publicado un libro llamado Sexo y género, en 1968. Según Stoller, el género se refiere a “grandes áreas de comportamientos, sentimientos, pensamientos y fantasías que están relacionados con los sexos y, sin embargo, no tienen connotaciones biológicas primarias”. 2 Scoott, Joan (1986), “Gender: A Useful Category of Historical Análisis”, en American Historical Review, Nº 91, en Amelang, James y Nash, Mary (eds.), (1990), Historia y género: las mujeres en la Europa moderna y contemporánea, Alfons El Magnanin, Valencia.
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• los sistemas simbólicos, es decir, cómo las sociedades representan el género; • los conceptos normativos que manifiestan las interpretaciones de los significados de los símbolos. Estos conceptos se expresan en doctrinas religiosas, educativas, científicas, legales y políticas, que se instalan como las únicas posibles; • las instituciones y organizaciones de género: el sistema de parentesco, la familia, el mercado de trabajo segregado por sexos, las instituciones educativas, la política; • los procesos de construcción de la identidad de género en organizaciones sociales y representaciones culturales históricamente específicas. La segunda parte alude al género como campo primario, dentro del cual o por medio del cual se articula el poder. Sin ser el único campo, es una forma persistente y recurrente de facilitar la significación del poder en las tradiciones occidental, judeo-cristiana e islámica (Scott, en Amelang y Nash, 1990: 47). Judith Butler, desde una perspectiva crítica de la distinción entre sexo y género como dos categorías dicotómicas, argumenta que “en un principio esta distinción pretendía disputar la fórmula biología es destino, esta distinción entre sexo y género sirve al argumento de que no importa cuál sea la insolubilidad biológica que el sexo parezca tener, el género es un constructo cultural: por tanto no es ni el resultado causal del sexo ni tan manifiestamente fijo como el sexo. La unidad del sujeto es de esta manera respondida potencialmente por la distinción que da lugar al género como una interpretación múltiple del sexo (Butler, 1999: 38). La autora citada considera que si el género es el significado cultural que el cuerpo sexuado asume, entonces un género no puede decirse que sea el resultado de un sexo de manera única (Butler, 1999: 39). A propósito del concepto de “cuerpo sexuado”, afirma que la distinción entre sexo y género sugiere un corte radical entre los cuerpos sexuados y los géneros construidos sexualmente ya que no necesariamente el constructo “los hombres” corresponde exclusivamente a los cuerpos de varones y el constructo “las mujeres” se interpreta sólo como “cuerpos femeninos”. Por lo tanto, no hay razón para asumir que los géneros deberían ser dos. De modo que, según Butler, en algunas versiones la noción de que el género se construye sugiere un cierto determinismo de significados genéricos inscriptos en cuerpos diferenciados anatómicamente, donde aquellos cuerpos son entendidos como recipientes pasivos de una ley cultural inexorable. Entendido de esta manera, parecería que el género está tan determinado y fijado como lo estaba según la fórmula biología es destino.
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Considerando la identidad de género como una relación entre sexo, género, práctica sexual y deseo, la autora problematiza la noción de género preguntándose hasta qué punto aquella es el efecto de una práctica reguladora que puede ser identificada como una heterosexualidad obligatoria, en un esfuerzo por restringir la producción de identidades de acuerdo con los ejes del deseo hetorosexual. Por su parte, Marta Lamas (2000: 83) señala que el género se construye a través de los deseos, discursos y prácticas alrededor de la diferencia sexual. La adquisición del género es un proceso complejo que realizan los sujetos, “cuerpos sexuados en una cultura”. “Mujeres y hombres son ‘producidos‘ por el lenguaje y las prácticas y representaciones simbólicas dentro de las formaciones sociales dadas, pero también por procesos inconscientes vinculados a la vivencia y simbolización de la diferencia sexual” (Lamas, 2000: 67). Las relaciones de género se refieren a relaciones de poder y de autoridad, y no de género como sinónimo de “mujeres”. Retomando la conceptualización de Scott con respecto al género como campo primario de articulación del poder, un tema central en las relaciones entre hombres y mujeres es la posibilidad desigual de ser considerado/a como autoridad. Generalmente este lugar le es otorgado al hombre, mientras que las mujeres suelen ejercer poder, sin ser reconocidas como autoridad. Estas diferencias en la asignación de la autoridad remiten a que el sistema de género es una relación jerárquica entre hombres y mujeres cuyo ordenamiento está apoyado en discursos que lo legitiman y naturalizan. En la construcción social de las relaciones de género, el eje central está situado en la dominación masculina y la subordinación femenina. En términos de Michael Kaufman (1997): “… la clave del concepto de género radica en que éste describe las verdaderas relaciones de poder entre hombres y mujeres y la interiorización de tales relaciones”. El concepto de patriarcado –forma de autoridad basada en el hombre/padre como cabeza de familia, con la mujer y los hijos subordinados a su autoridad– resume las relaciones de género como asimétricas y jerárquicas, entre varones y mujeres. Como señala Joseph-Vicent Marqués (1997): “... lo que define una sociedad patriarcal no es tanto una distribución arbitraria e injusta de los roles, como una posición general femenina de subordinación”. El sistema patriarcal se encargará de tratar a las personas del mismo sexo como si fueran idénticas y como muy diferentes del sexo opuesto (Marqués, 1997). De este modo, se opacan las diferencias que los sujetos, tanto varones como mujeres, pueden tener entre sí, enfatizando y homogenizando las diferencias individuales sobre la base de un modelo de sujeto femenino y masculino. Esta simplificación lleva a no tomar en consideración que, dentro del contexto general de domi-
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nación masculina y subordinación femenina, se inscriben otras formas de dominación entre mujeres y entre hombres de diferentes sectores sociales, grupos étnicos, nacionalidades. Aun cuando existen diferencias en la distribución del poder dentro del sexo masculino, aun cuando quizá unos pocos se ajusten al modelo normativo de masculinidad hegemónica, todos se benefician con lo que se denomina “el dividendo patriarcal”: ventajas y privilegios que obtienen de la construcción social de la dominación masculina. Un hecho asumido, naturalizado y convertido en “sentido común” por parte de hombres y mujeres. El dividendo patriarcal es tanto simbólico como material y consiste en el honor, prestigio y derecho a mandar que se considera corresponde a los hombres, así como en ocupar las posiciones de mayor influencia en los gobiernos, en las corporaciones, en las asociaciones, tal como lo revelan las investigaciones que se han realizado acerca de la posición en el mundo del trabajo de hombres y mujeres, y los salarios correspondientes (Connell, 1997).
Identidades de género La identidad es construida por el deseo y el inconsciente, la historia personal, las relaciones en la familia, la escuela y otros contextos sociales (y depende de las maneras en que las sociedades representan al género y la articulación de las reglas que normativizan las relaciones sociales). Gloria Bonder (2003) señala que: “… habría que pensar el proceso de subjetivación en términos de una trama de posiciones de sujeto, inscritas en relaciones de fuerza en permanente juego de complicidades y resistencias. Esto es diferente de suponer que existe una identidad de género definida, unitaria, que en forma sucesiva o simultánea se articula con una identidad de clase o de raza, con las mismas características […] los sujetos se en-generan en y a través de una red compleja de discursos, prácticas e institucionalidades, históricamente situadas, que le otorgan sentido y valor a la definición de sí mismos y de su realidad”.
En otro párrafo, considera “… que la subjetividad se construye en y a través de un conjunto de relaciones con las condiciones materiales y simbólicas mediadas por el lenguaje, lo cual requiere aceptar, entre otros aspectos, que toda relación social, incluida la de género, clase o raza, conlleva un componente imaginario”. La identidad de género es un proceso de interpretación y de negociación de significados –heterogéneos y contradictorios– que los sujetos
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hacen de los discursos disponibles. Las prácticas discursivas se asientan en el cuerpo, en el deseo, en las emociones, en las actividades de la vida diaria. En la teoría de la socialización,3 la noción de aprendizaje de las pautas y valores asociados a cada género es analizada como resultado de los procesos de imitación, identificación e internalización de las estructuras sociales, a través de un canal privilegiado: los padres y en especial la madre. Desde esta teoría, las personas son consideradas como determinadas por la sociedad, pasivas y maleables. Otros autores, consideran que los seres humanos “son agentes inteligentes que registran reflexivamente el fluir de la interacción recíproca”. Así, los actores recrean permanentemente las prácticas sociales (Giddens, 1995: 40). De allí se deriva que las feminidades y masculinidades son múltiples; algunas son hegemónicas dentro de un determinado contexto cultural y otras no lo son (Connell, 1997). Desde esta perspectiva, los niños y niñas son considerados agentes activos en la construcción de la subjetividad. Las pautas y valores sociales pueden ser contradictorios, y cada sujeto, en su colectivo de pertenencia, continuamente negocia con esa multiplicidad. El género sólo es uno de los discursos que moldea la subjetividad humana, junto con la clase social, el grupo étnico, los valores y creencias del grupo familiar y el significado que adquiere para cada uno o cada una el momento histórico y el contexto social en el que nació. Sin embargo, la diferencia de género constituye el aspecto fundante de la subjetividad: todos los seres humanos son “genéricos” y no existe un sujeto neutral desde esta perspectiva. Pertenecer a un género es un aspecto básico de la experiencia humana, aunque esto suponga variaciones en las elecciones e identidades sexuales. La identidad de género comienza a construirse tempranamente, pero puede ir transformándose a lo largo de todo el ciclo vital. Este proceso de construcción se realiza al principio en las relaciones primarias y luego es reforzado o transformado durante las experiencias que se desarrollan en los grupos de pares, amigos, novios, en la escuela, el lugar de trabajo y otros espacios de pertenencia. Tanto entre los hombres como entre las mujeres, la construcción de la identidad de género se desarrolla tempranamente en interacción con el cuidador o cuidadora. Parte de las imágenes internas del sí mismo se construyen sintiendo las emociones del otro y actuando sobre ellas, en ....................... 3
Nos referimos a la teoría funcionalista de la socialización, en la cual se representa a las personas como pasivas, maleables y determinadas por la sociedad (Parsons, y Bales, R. eds.,1956).
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la medida que ellas interjuegan con nuestras propias emociones, ya que la formación de la identidad es un proceso interaccional. La formación del niño y de la niña como personas supone, durante los primeros años de vida, un proceso de gestación cultural dentro de un contexto familiar caracterizado por un determinado tipo de vínculo con los modelos dominantes de género.
Las relaciones de género en la familia La familia ocupa un lugar importante en la generación de discursos que reinterpretan los valores y las normas culturales. Estos discursos interactúan con otros presentes en el contexto social continuamente modificados por los actores. Desde esta perspectiva, es importante reconocer cuáles son los caminos posibles, imposibles, vedados y permitidos, legítimos o ilegítimos de desarrollo personal para cada sexo. La interacción entre los miembros del grupo familiar puede manifestar conflictos, ambigüedades o conformidad con los modelos convencionales de género. En el proceso de crecimiento, los niños y niñas realizan su síntesis personal: no son entes pasivos que imitan a su padre o a su madre, sino que crecen aceptando, rechazando, resistiendo, adecuando comportamientos propios, o intentando transformar el modelo de sus padres. El sistema de comunicación del grupo familiar, cuando no es represivo, permite la expresión de los conflictos, tensiones y pluralidades. Esta diversidad que se extiende desde las situaciones problemáticas, las rupturas vinculares, hasta las negociaciones y los consensos, habilita a pensar que no hay modelos rígidos de ser mujer o de ser hombre y que los parámetros legitimados de masculinidad y feminidad son susceptibles de ser modificados. Tal reconocimiento depende de los discursos paternos y maternos en relación con el amor, la sexualidad, el trabajo, el trato entre los géneros, las condiciones de desarrollo de cada uno o una, etc. (Schmukler, 2000). En el discurso familiar típico de cada grupo está contenido un repertorio de significados de género, que abarca tanto los que se hablan como los que se callan. Este repertorio refleja las contradicciones y conflictos que afloran en la convivencia cotidiana entre los miembros del grupo sobre los significados que le atribuyen a las relaciones de género. La identidad de género, cómo ya hemos dicho, supone construir una imagen del sí mismo/a a partir de la diferencia sexual, moldeada por normas culturales de género a los que uno y una adhiere o resiste, en forma consciente o no. Esa imagen y esas normas implican un determinado enlace entre los siguientes aspectos, que son interdependientes (Schmukler, 2000):
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• reconocimiento de un sistema de poder y autoridad, de las jerarquías implícitas en las relaciones de poder; • establecimiento de una moralidad de género sobre las responsabilidades, obligaciones y derechos del género al que se pertenece; • incorporación subjetiva del propio valor, que se construye de acuerdo con los valores atribuidos en cada cultura, en la interacción con los otros y particularmente con las personas de otro género; • capacidad de desarrollo de una voz propia que significa el reconocimiento de los deseos de ese sujeto y la potencialidad legitimada de expresarlos y realizarlos, lo que se evidencia en el discurso de derechos de algunas mujeres que pueden discursivamente afirmar sus necesidades y las razones de sus prácticas. Las identidades de género de todos los miembros del grupo familiar, su grado de ajuste o desajuste respecto de los valores hegemónicos (según los cuales, entre otras cosas, el ejercicio del poder se encuentra más legitimado en los hombres que en las mujeres) y sus procesos de transformación resultan claves para analizar y resolver los conflictos que se producen en el interior de la familia. La identidad de género de los miembros de las parejas pesa en los contratos implícitos que éstos crean para la convivencia cotidiana y tiene gran impacto sobre el tipo de relación amorosa que crean y recrean cotidianamente. Otro de los aspectos sustantivos está dado por las diferencias en el ejercicio de la autoridad, que se relacionan con las creencias, valores y expectativas en cuanto a las relaciones de género de la pareja conyugal y/o parental, los discursos y prácticas de género, la provisión de los recursos, la distribución de tareas, responsabilidades, culpas y méritos entre los miembros de la familia. Consecuentemente, las diferencias de género es probable que generen desigualdades y, por consiguiente, se conviertan en obstáculos para el ejercicio de la autoridad de parte de las mujeres, si las tareas vinculadas con la crianza y educación de los hijos e hijas, la generación de recursos, las decisiones y las áreas de control y utilización de los mismos están delimitadas por criterios rígidos de atribución según se trate de actividades “apropiadas” para los hombres o para las mujeres.
Poder y autoridad Anteriormente habíamos considerado que en el sistema de género existe un eje central dado por la posibilidad desigual de ser considerado/a como autoridad, es decir, una relación de poder de los hombres sobre las mujeres, legitimada socialmente y convertida en autoridad masculina.
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En este punto es necesario establecer desde qué concepciones se menciona el poder y la autoridad, para abrir senderos de reflexión que permitan adentrarnos un poco más en las complejidades de las relaciones de género. Lo entendemos, coincidiendo con Michel Foucault, como: “… la multiplicidad de las relaciones de fuerza inmanentes y propias del dominio en que se ejercen y que son constitutivas de su organización; el juego que por medio de luchas y enfrentamientos incesantes las transforma, las refuerza, las invierte; los apoyos que dichas relaciones de fuerza encuentran las unas en las otras, de modo que formen cadena o sistema o, al contrario, las contradicciones que aíslan a unas de otras; las estrategias, por último, que las tornan efectivas y cuyo dibujo general o cristalización institucional toma forma en los aparatos estatales, en la formulación de la ley, en las hegemonías sociales” (Foucault, 1986: 113).
El poder es un mecanismo que construye discursos,4 relaciones, y que produce nuevas realidades sociales. “El poder consiste, en realidad, en unas relaciones, un haz más o menos organizado, más o menos piramidalizado, más o menos coordinado de relaciones“ (Foucault, 1983: 188). Cuando las relaciones de poder son piramidales, ocupar el vértice produce privilegios y discursos que son considerados como verdades (Foucault, 1983: 207). Para ejercer poder en esta posición, es necesario hacerse reconocer. Los sistemas de dominación aspiran a ser considerados legítimos, para que tengan lugar la voluntad y el interés de obediencia al poder y no la imposición de obediencia. La legitimidad es el reconocimiento por parte del grupo hacia quien o quienes tienen poder (Weber, 1964); si se identifica autoridad con legitimidad: la gente reconoce y obedece voluntariamente a quienes la conducen. Se explica la legitimidad por la obediencia voluntaria, porque se reconoce el derecho de pedir obediencia. O, en palabras de Sennett (1980), la autoridad significa un proceso de interpretación y de reconocimiento del poder. En los sistemas de autoridad tradicionales la relación entre el que manda y el que obedece no se apoya en una razón común ni en el poder del primero. Lo que tienen en común es el reconocimiento de la pertinencia y legitimidad de la jerarquía, en la que ambos ocupan un
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“El discurso es un conjunto de estrategias que forman parte de las prácticas sociales, las cuales pueden ser instrumento y efecto del poder, pero también punto de resistencia y de partida para una estrategia opuesta. El discurso transporta y produce poder, lo refuerza, pero también lo mina, lo expone, lo torna frágil y permite detenerlo” (Foucault, 1983: 123).
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puesto definido y estable (Arendt, 1954,1996: 103). De este modo, la fuente de autoridad trasciende al poder y a los que están en el poder. Los discursos acerca del poder de hombres y mujeres se construyen sobre la desigualdad de la relaciones entre los géneros, de tal modo que la legitimidad del poder de las mujeres queda oscurecida, no reconocida o confinada a ser un poder en el mundo de los afectos, ese ámbito considerado como el lugar de la feminidad.
Construcción y reconstrucción de la autoridad Cuando se enuncia la palabra autoridad pueden surgir ideas como la de proteger, juzgar, dar seguridades, dar garantías de que se puede confiar porque es el punto de referencia del conjunto. La autoridad es necesaria, tanto para los niños y jóvenes, que necesitan autoridades que los guíen y apoyen, como para la realización de una parte del desarrollo personal de los adultos, por la posibilidad de desplegar su atención hacia otros, a través de ser guías, por la posibilidad de conferir confianza y seguridad (Sennett, 1980). La autoridad es relacional, alguien tiene legitimidad porque es reconocido dentro de las normas y valores aceptados por el conjunto, lo que indica que, si se modifican las normas y los valores aceptados, los modelos de autoridad pueden cambiar según las redefiniciones que hagan los actores. En nuestra cultura, la autoridad se presenta como una posición y, por lo tanto, se la desvincula del dinamismo de las relaciones de poder, de las cuales debería ser una expresión. A menudo, no se la considera como una relación transformable, sino como una relación rígida, naturalizada, bajo el supuesto de que las “cosas siempre fueron así”, porque la autoridad se impone por la fuerza o porque se ejerce de una manera alejada de la experiencia cotidiana y concreta de las personas. En estas situaciones, la autoridad produce temor o miedo. En cambio, el acercamiento, la conversación, las preguntas acerca de las razones de las reglas, permiten la desmitificación de la autoridad. Revisar la legitimidad de las autoridades naturalizadas o tradicionales es lo que permite construir otras autoridades. En otras palabras, se trata de tomar por dentro la autoridad. Para la transformación de la autoridad, es necesaria la experiencia colectiva a través del interjuego entre las esferas privadas y públicas y el debate sobre las relaciones de poder y su transformación, para que cada vez sea más visible y legible la autoridad (Sennett 1980: 151 y ss.). Las reglas de juego que hacen a los actores sociales mutuamente responsables y que generan las coordinaciones necesarias para la vida social a cargo de la mayor cantidad de actores posibles constituyen otra manera, más democrática, de ejercer la autoridad. La búsqueda activa
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acerca de la validez de las normas y las consecuencias de éstas en la vida de cada persona, replantean el significado del poder y la autoridad, pero no los eliminan. La autoridad puede convertirse en un proceso que implique construcción, destrucción y reconstrucción de significados (Sennett, 1980: 179). Puede ser legible y visible. La autoridad se hace visible mediante discursos que develen los procesos decisorios: que permitan la discusión sobre las decisiones, la posibilidad de revisarlas y la reflexión sobre los criterios para ejercer poder y autoridad. El autor mencionado señala dos tipos de lenguajes vinculados con la autoridad: a) un lenguaje del rechazo, considerado como el de la desobediencia dependiente, pues implica rebelarse y desobedecer, pero dentro del mismo sistema de autoridad y b) un lenguaje de los derechos o la autonomía, por el cual se desmitifica la autoridad, se la hace “accesible y legible”, y se reinterpreta el poder mediante un proceso de reconocimiento del propio valor (Sennet, 1980: 51). En el segundo tipo de lenguaje, la autoridad, al quedar privada de la alteridad, puede ser redefinida (Sennett, 1980: 39). El acercamiento y la desmitificación contribuyen a construir una nueva relación de autoridad, donde se puede respetar y confiar sin temer, ya que la autoridad se hace accesible y legible al quedar privada de la alteridad. Según Anthony Giddens (1992: 185), la autoridad es justificable cuando reconoce el principio de autonomía, de acuerdo con la definición que toma de Held: “Los individuos deben ser libres e iguales en la determinación de las condiciones de sus propias vidas, esto es: ellos deben disfrutar iguales derechos (e iguales obligaciones), en la especificación del marco que genera y limita las oportunidades disponibles para ellos, siempre y cuando no se nieguen los derechos de otros” (Held,1986). 5
Giddens (1992: 191) considera que el principio de autonomía suministra una guía para el proceso de democratización en la vida personal, ya que significa la condición de relacionarse con otros de una forma igualitaria. Así como en la esfera política la democracia involucra la creación de una constitución y un foro de debate, en la vida privada, implica examinar los discursos tradicionales, naturalizados, para rever el poder diferencial en las relaciones e ir más allá del juego de poder inconscientemente organizado. El dar explicaciones sobre las acciones y sus fundamentos y el proveer de confianza en el accionar son aspectos ....................... 5
Held, David (1986), “Models of Democracy”, Cambrige, en Polity, p. 270, citado en Anthony Giddens (1992: 185).
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constitutivos de la autoridad. La autoridad entre adultos existe como especialización, donde cada persona ha desarrollado especialmente las capacidades que no tiene el otro. La autoridad como especialización (según gustos y habilidades de cada uno o de cada una) o situacional (según momentos precisos) está todavía en el camino hacia su redefinición, ya que para que esto exista, es necesario que todas las personas, hombres y mujeres, tengan la misma posibilidad de desarrollo de sus potencialidades en las mismas áreas.
Relaciones de género y relaciones de autoridad en las familias Los significados que cada grupo familiar confiere a la relación mutua mantienen los lazos entre sus miembros. Éstos son de gran complejidad, puesto que las interacciones se sostienen en dinámicas conscientes e inconscientes. Las reglas en las que se basan las relaciones familiares comportan una definición de la relación como simétrica o complementaria, jerárquica o igualitaria, en el contexto de la vivencia de profundos sentimientos, como el amor, el respeto, el odio, entre muchos otros. El modelo patriarcal de familia se funda en el supuesto de complementariedad entre varones y mujeres, con una posición jerárquica diferente. La organización del poder está basada en la jerarquía masculina y, por lo tanto, legitima el poder de los varones. Un modelo familiar diferente, más democrático, se caracteriza por la simetría de las posiciones de los adultos en el grupo familiar. Este modelo sostiene un criterio igualitario del poder y de la autoridad entre varón y mujer, y un enfoque democrático y consensual de la crianza de los hijos. En las relaciones complementarias no se cuestiona la justicia o la injusticia del acceso desigual de cada individuo al ejercicio del poder y la autoridad, ni se considera que generalmente quien adopta la jerarquía “superior” es el varón, complementado por su mujer, y no a la inversa. La relación complementaria parte de una situación de desigualdad que puede manifestarse como relación jerárquica de dominio y hasta de explotación. En este tipo de vínculo se inscriben ciertas formas de intercambio y reciprocidad, como el mantenimiento del hogar a cargo del varón a cambio del cuidado de los hijos por parte de la mujer y la obediencia de éstos y la mujer a las decisiones del primero. En las relaciones simétricas, tanto hombres como mujeres poseen las mismas obligaciones, ninguno tiene específicamente prerrogativas y se puede establecer la interdependencia en la relación asociada a la autonomía de los sujetos, considerándolos en su integralidad. En las relaciones jerárquicas se aplica una regla de asimetría y de complemen-
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tariedad, y las prerrogativas se marcan, tanto por el sexo, como por la edad, el estatus social, el prestigio. Las familias modernas se organizaron en torno al poder y la autoridad del cabeza de familia, el varón, el cual no era sólo el proveedor sino la autoridad respetada por los miembros de la familia. Esto no significa que las mujeres no logren poder en sus familias, pero frecuentemente lo hacen sin obtener el reconocimiento acerca de su legitimidad para ejercerlo.
Consideraciones finales Para concluir esta reflexión, veamos cómo se vinculan las relaciones de género y las relaciones de poder y de autoridad familiar –que permiten–, con el propósito de considerar situaciones concretas en los grupos familiares. El concepto de autoridad es compartido por el grupo familiar y comprende una serie de atribuciones para quienes ejercen la autoridad. Como se afirmaba anteriormente, las creencias patriarcales fueron conformando la identidad masculina para el ejercicio de la autoridad, en un sistema jerárquico piramidal. En la mayoría de los casos, el grupo familiar reconoce una autoridad principal y ésta es, en general, masculina y paterna. Esta autoridad casi siempre coincide con la autoridad masculina en las familias formadas por parejas heterosexuales o en aquellas donde hay otro hombre adulto presente, el hermano de la madre, el padre, etc. Se trata de una autoridad moral, social y económica, por la capacidad que tiene esa persona de proveer económicamente al grupo, de proteger a sus miembros moral y físicamente de los posibles peligros del mundo externo. Esta autoridad cumple una función importante de mediación entre el mundo familiar y el mundo externo: también por su papel de protección económica, por el conocimiento que tiene de ese mundo extrafamiliar y por la posibilidad de manejarlo frente a crisis económicas, desocupación de algún miembro, reducción de ingresos, problemas de vivienda, etc. Por otra parte, se reconocen diversos grados de poder a la madre o a alguna mujer adulta; generalmente se trata de aquella persona que vela por la unión del grupo, quien brinda afecto y cuidados, un rol considerado de importancia para el conjunto. El poder que asume la madre está de tal modo naturalizado que no es considerado un tipo de poder reconocido por sus integrantes y no llega a constituirse como autoridad. Cuando la madre es jefa de hogar puede ejercer esta autoridad o sentirse presionada para aceptar que algún hombre de la familia se encargue de ejercerla. Si convive con un nuevo compañero, es muy frecuente que, si ha ejercido autoridad sobre hijos e hijas propios, conti-
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núe haciéndolo y, dado este caso, es probable que se produzcan procesos de negociación con su compañero en relación a la autoridad sobre los hijos de ambos. El sistema de autoridad familiar que hasta aquí describimos es desafiado de múltiples maneras por algunas mujeres, sin embargo, todavía predomina en nuestras sociedades. Las reflexiones que hemos desarrollado en este capítulo nos indican tanto la fuerza simbólica de los modelos hegemónicos de relaciones entre los géneros, como las posibilidades de transformación, las cuales se derivan de las prácticas concretas de muchas mujeres que en sus relaciones resisten, cuestionan e intentan resignificar el estado actual de los vínculos entre los géneros.
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3. Niñez y adolescencia Susana Méndez1
Introducción Las relaciones de intimidad y amor familiares son indispensables para la construcción de la identidad y para el bienestar de cada uno como sujeto. Por lo tanto, es conveniente repensar la interdependencia y reciprocidad de las relaciones familiares, junto con la primacía de los niños por ser protegidos. La responsabilidad de la crianza y de la protección de la infancia; la búsqueda de la igualdad entre los géneros; el reconocimiento de la responsabilidad social y personal para generar y sostener familias que provean de seguridad y protección, intimidad y confianza, en las cuales tanto las mujeres como los hombres tengan igual acceso a oportunidades y recursos; el desarrollo de la autonomía de cada uno se sus miembros; el respeto por la diversidad de formas familiares son principios que deberían orientar tanto las relaciones familiares como las políticas públicas y las leyes. La igualdad de género practicada desde la infancia permitirá tanto a mujeres como a varones establecer relaciones más simétricas en los sistemas de autoridad familiares, así como también el desarrollo de la responsabilidad y el placer del cuidado y de la asistencia, los que han sido considerados, tradicionalmente, como tareas femeninas. Una crianza que libere las energías creativas de chicas y muchachos, sin los condicionamientos estereotipados por las normas sociales para cada género, contribuye a la autonomía de los sujetos y al desarrollo de procesos democratizadores en la sociedad. Para generar estas condiciones, se necesita de relaciones familiares más igualitarias, en las que se toman seriamente en cuenta las necesidades e intereses de todos, en las que las voces de las mujeres, niños, adolescentes y también las de los hombres puedan ser pronunciadas, oídas y respetadas. Necesitamos recorrer los discursos que se han construido acerca de esta época de la vida humana, para repensar creativamente las prácti....................... 1
Este capítulo presenta aportes de documentos de trabajo elaborados por Marcela Alschul, María Laura Durandeu y Javier Moro.
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cas de los adultos, en razón de que son ellos los garantes de la vida familiar y la pública, así como de las prácticas que conviertan en realidad los principios que hemos descrito someramente. Por estas razones, en este capítulo abordaremos, en primer lugar, las concepciones de la infancia y, en segundo término, analizaremos sintéticamente algunos datos de la situación heterogénea de la infancia y de la adolescencia en la Argentina, con el objetivo de reflexionar sobre la complejidad de esta situación, la que revela aquello que García Méndez (1998) llama “el paradigma de la ambigüedad”, es decir, la discrepancia entre los nuevos marcos normativos y la prácticas que reproducen viejas concepciones.
Concepciones sobre la infancia Históricamente, la niñez y la adolescencia no fueron consideradas tal como lo hacemos en la actualidad. Phillippe Ariès, historiador francés, sitúa el nacimiento de la concepción de la infancia en el siglo XVII (Ariès,1962: 25), momento en que se produce su presentación, como categoría diferente de la de los adultos. Previamente, señala este autor, la infancia no era diferenciada como tal, “el niño no salía de una especie de anonimato”, mientras que la adolescencia aparece confundida con la niñez hasta el siglo XVIII. Sólo será considerada como una categoría separada de ésta y de la adultez, en el siglo XIX. Si se recorren pinturas de las distintas épocas históricas, se puede apreciar la representación que las distintas culturas daban a la infancia. Así, en los cuadros de la Edad media, los niños y las niñas iban vestidos de acuerdo con las corporaciones o los gremios a los que pertenecían los adultos, según las jerarquías de las familias (Ariès: 1962: 50). De esto se deduce que no existía una identificación de la infancia como perteneciente a una categoría diferente, sino que los niños eran representados como adultos en miniatura. Se esperaba que los niños y las niñas compartieran trabajos con los adultos y comenzaran actividades laborales tan pronto como sus habilidades se lo permitieran, es así que aun los de muy corta edad, tres o cuatro años, ya tenían responsabilidades. La mayoría permanecía en sus hogares hasta los ocho años, luego iban a convivir con otras familias como aprendices de oficios o sirvientes. Este sistema de aprendizaje era la manera de formarse en un oficio, dado que la educación no era otorgada por las escuelas sino que lo que se aprendía se hacía a través del trabajo con los adultos. La disciplina era estricta. Se la imponía hasta con castigos corporales; en muchos casos, sangrientos, los aprendices eran golpeados fuertemente (McConville, 1992).
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Poco a poco, la sociedad occidental, en un largo proceso histórico, fue otorgando a la infancia un lugar, inscribiéndola en un espacio propio, con características singulares y necesitada de cuidados exclusivos; esto definió nuevos vínculos y nuevos roles en el interior de las familias. Hacia el siglo XVII, la crianza de los niños y de las niñas va quedando en manos de la familia dentro del ámbito privado como un proyecto de larga duración y de gran responsabilidad para los adultos. Se define a la niñez como dependiente y necesitada de protección y cuidado por parte de los adultos, esta concepción resulta de la idea de que la infancia es un producto inacabado y que requiere de tiempo de dedicación para un pleno pasaje a la vida adulta. Los cuidados son transferidos, por la construcción de las relaciones de género, a las mujeres –madres o nurses–, mientras que los hombres –padres o tutores– serán los encargados de las acciones de control y disciplinamiento. La relación adultos-infancia coloca a esta última en una posición de dependencia, a partir de la paradoja de que debe ser “protegida” pero a la vez, “controlada”. Surge así, una clara diferenciación entre un mundo de “adultos” y otro de “niños y niñas”, que fue consolidada en las relaciones entre padres e hijos e hijas, a través de las relaciones entre la infancia y las instituciones y por las regulaciones jurídicas que afirmaban estas diferencias entre mayores y menores de edad (Moro, 2003: 4). Así, surge la necesidad de institucionalizar el espacio propio de la infancia, a través de la creación de una nueva organización, que colabore con la familia en la formación de las nuevas generaciones. Esto da lugar a la creación de la institución escolar, la que poco a poco fue organizando más sistemáticamente el aprendizaje de roles sociales y laborales, lo que antes se realizaba en forma doméstica. De esta manera, se constituyó en la institución cuyo objetivo consistía en producir la inserción de los niños en la vida productiva adulta y, a la vez, en establecer para los niños y niñas un espacio separado de los adultos. La escuela, como organización institucional que coadyuvaba a la formación de los futuros adultos, fue transmisora de los valores morales y sociales imperantes, entre ellos, de la desigualdad entre los géneros El sistema escolar, a pesar de definirse como universalista, trajo consigo la paradoja de la desigualdad, en primer lugar entre géneros, a partir de su intervención en el proceso de socialización, de acuerdo con los ideales de ser hombre o ser mujer. De esa manera, se preparaba a los varones para tareas de producción y a las mujeres para las tareas domésticas y de cuidado de los otros. En segundo lugar, discriminó a aquellos que eran diferentes (especialmente por condiciones socioeconómicas), expulsando del sistema a los que se encontraban en condiciones de vulnerabilidad o con dificultades de adaptación a las normas sociales.
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Lo expuesto significó una nueva lectura de la infancia a partir de la cual los niños comenzaron a ser considerados en relación con su sexo y con la situación socioeconómica familiar. Esta primera segregación se acentuó con la creación de un sistema tutelar para aquellos que no habían podido socializarse a través de sus familias por cuestiones de pobreza, por ser abandonados o por haber sido excluidos del sistema es colar. Así, el sistema produjo una fragmentación de la infancia. El sistema tutelar surge en Inglaterra, en época de la revolución industrial, cuando “la sociedad protectora de animales” llama la atención sobre el maltrato de niños en las minas inglesas y menciona la necesidad de “tutelarlos”. Posteriormente, a fines del siglo XIX se crea en Illinois, EE.UU., el primer tribunal tutelar de niños, que bajo un discurso discriminatorio, pero aparentemente humanitario, los considera “inferiores, vulnerables y necesitados de tutela” (Zaffaroni, 2003: 88). El sistema tutelar, entonces, intervino en aquella porción de la infancia considerada como “peligrosa”, por ser pobre o abandonada. Este sistema controlaría y socializaría a los que denominó “menores” a través de mecanismos implementados por los aparatos administrativos y judiciales. De esa manera, el Estado se hacía cargo ya no sólo de la educación, sino también de la vida misma de un sector de la infancia, convirtiendo a los niños en “sujetos tutelados” puestos a disposición de un juez hasta que llegaran a la edad en que la ley marcaba su entrada en la adultez. Asimismo, desde ese lugar la ley estableció una autoridad masculina para hacerse cargo del “control de los hijos”, siempre con el objetivo de “protegerlos”. En la Argentina, el Congreso Nacional sancionó en 1919 la Ley de Patronato de Menores Nº 10.903, primera ley en América latina y modelo para las posteriores legislaciones de menores que culminaron con la sanción de la ley venezolana en 1939. La Ley de Patronato derivó en cambios en el Código Civil, específicamente en la institución de la patria potestad. Esta ley, también llamada “Ley Agote”, en alusión al diputado nacional que la propuso, estableció un poder compartido de los jueces y de un órgano administrativo específico –el Consejo Nacional del Menor,2 posteriormente creado– para todos las personas menores de 18 años que se encontraren en “situación irregular”. Mediante esta ley se otorgaban a los jueces amplios poderes para disponer sobre la vida y la libertad de ese sector de la infancia, y estos ....................... 2
El Consejo Nacional del Menor fue creado en 1957, por el decreto 5285/57, y cambió de denominación en 2001, cuando pasó a llamarse Consejo Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia, por el decreto 295/2001.
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poderes se implementaban a través de la identificación de los niños, la separación de sus respectivas familias y del ámbito social, y la realización de un tratamiento para controlar su presunta peligrosidad. Estamos así frente a dos ideas que se complementaban y que orientaron la aplicación selectiva de las normativas: la defensa de la sociedad, basada en el derecho penal que lleva a aislar la parte negativa o enferma de la comunidad, y la prevención, que conlleva la idea de intervenir antes de que esos “menores” se convirtieran en delincuentes. Con este propósito se establecieron los tribunales de menores, como los encargados de aquella parte de la infancia que se debía salvaguardar. Los niños y adolescentes eran separados de sus familias, educados en una estricta disciplina y se volvían carentes de toda autonomía; para cumplir estas condiciones, se crearon institutos especiales llamados de minoridad. Los institutos de minoridad se asumían como instituciones totales, cerradas en sí mismas, con configuraciones relacionales que replicaban discriminaciones y estigmatizaciones y cuyo proyecto a futuro, a pesar de proveer programas de educación y formación en oficios, sólo facilitaba que los niños continuaran institucionalizados. De este modo, solo podían construir subjetividades tuteladas e institucionalizadas sin contactos con el mundo externo. Estas prácticas de apropiación, basadas en el modelo cultural patriarcal y autoritario, realizaban verdaderos “secuestros filantrópicos”, como los califica Hugh Cunningham (1997: 183), que consistían en arrebatar a los niños de sus familias “inadecuadas” alojándolos en los institutos de minoridad, para otorgarles “una mejor condición de vida”. Una extensión de estas metodologías es la que utilizó la dictadura militar sucedida en la Argentina entre 1976 y 1983, a partir de un plan sistemático de apropiarse de los bebés de las detenidas –desaparecidas embarazadas– para suplantarles su identidad y su historia entregándolos a familias que pudieran darles “una educación y una ideología” diferente de la de sus padres, bajo la concepción de que la infancia era una tabula rasa que se podía moldear según los intereses de una clase dominante. Esos niños y niñas, a los que se les cambiaba hasta la fecha de nacimiento, atravesaron su infancia y su adolescencia construyendo su identidad sobre la base de una historia inventada por sus apropiadores. La mayoría de ellos, hoy jóvenes, continúan en el desconocimiento de su origen y siguen siendo buscados intensamente por sus familias biológicas y por las Abuelas de Plaza de Mayo.3 ....................... 3
Las consecuencias del autoritarismo reinante en el período dictatorial recayeron sobre todos los niños, las niñas y los adolescentes, quienes debieron completar su
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La Convención sobre los Derechos del Niño La Convención sobre los Derechos del Niño fue aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 20 de noviembre de 1989. El Estado argentino ratificó este pacto de derechos humanos específicos de la infancia en 1990 y, en el año 1994, le otorgó, junto a otros instrumentos internacionales, la máxima jerarquía legal incorporándola en la Constitución de la Nación, en el artículo 75, inciso 22. A partir de este otorgamiento, la Argentina debía adecuar la legislación y las políticas públicas de infancia y adolescencia, a fin de lograr el cumplimiento de los derechos civiles, económicos, sociales y culturales hasta el máximo de recursos de que dispusiera. A través de la ratificación realizada por casi todos los países del mundo,4 la Convención sobre los Derechos del Niño significó un cambio de paradigma respecto del concepto de infancia, por el cual aquellos países –principalmente los de América latina– que necesitaban de nuevos instrumentos para redefinir las instituciones democráticas comprendieron que el cambio implicaba tanto la reformulación de las políticas públicas, como la inter vención de la comunidad y el sistema de justicia. La Convención reconoce a niñas, niños y adolescentes como sujetos de derecho y esto marca un giro fundamental respecto de las tradiciones tutelaristas y paternalistas que primaron en el sistema de minoridad. Cuestiona los supuestos de la pedagogía moderna y, en general, reorienta las intervenciones de todas las instituciones sociales y estatales que se relacionan con la infancia, redefiniendo desde esa posición la concepción misma de ésta (Moro, 2003). Esto es: • una sola infancia y una sola adolescencia. Contra la fragmentación que operó de hecho, a lo largo del siglo XX, con políticas se.......................
desarrollo evolutivo en un medio que obturaba premisas esenciales para el proceso de socialización. Su maduración y su desarrollo infantil transcurrieron en una época de crisis social, en la que los ataques que provenían del Estado se presentaban en los planos políticos, sociales y económicos. De esta manera, el abuso represivo puso en tela de juicio el valor de las figuras de autoridad, desvirtuando los valores éticos de toda la población, con la consecuente influencia sobre la infancia y la adolescencia. Las políticas que devenían de estos ataques se vieron reflejadas en proyectos autoritarios de educación, empobrecimiento de clases y criminalización de la participación, lo que marginalizó a gran parte de la población infantil y adolescente (Méndez, 1987). 4 Los únicos dos países que no han ratificado hasta la fecha la Convención sobre los Derechos del Niño son los Estados Unidos y Somalia.
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lectivas que generaron exclusión. Se interpela a los/as infantes y a los/as adolescentes como sujetos únicos; • de objeto a sujeto. Los/as infantes y los/as adolescentes dejan de ser considerados/as seres inacabados, tabula rasa y, por tanto, objetos de disciplinamiento, de protección, de beneficencia, de control, etc.; • sujetos de derechos. Ya no se define a niños, niñas y adolescentes a partir de lo que les falta, de su déficit en relación con los adultos, sino como personas con iguales derechos, más una consideración especial de acuerdo con el momento de desarrollo en que se encuentran. De este modo, la Convención reconoce a la infancia y a la adolescencia a partir de su condición de sujetos de derecho. Esta equiparación funciona en los mismos términos que el principio de igualdad ante la ley lo hace para los adultos mayores en las democracias liberales y, a su vez, se hace explícito que no hay distinción relacionada con la posición económica, etnia, religión, entre otras (art. 2). Vemos así que se contrarían varios de los aspectos centrales que caracterizaron las políticas públicas dirigidas a la infancia durante el siglo XX. En el contenido de la Convención se pueden obser var dos ejes: • la consideración del niño, la niña y el adolescente como sujetos plenos de derecho, merecedores de respeto, dignidad y libertad. Con este enfoque se abandona el concepto del niño como objeto pasivo de intervención por parte de la familia, el Estado y la sociedad; • la consideración de los niños, las niñas y los adolescentes como personas con necesidad de cuidados especiales. Cuestión que supone que, por su situación particular de desarrollo, además de todos los derechos de que disfrutan los adultos, ellos tienen derechos especiales. La Convención marca entonces un nuevo lugar para las intervenciones de los adultos, sean éstos padres, madres, maestras, jueces, asistentes sociales, médicos, psicólogos, psicopedagogas, etc. Se trata de un nuevo posicionamiento que no anula las diferencias entre los adultos y la infancia, de hecho se reconocen para esta última algunos derechos especiales y para los adultos que se asuman responsabilidades respecto de la infancia. Pero esas responsabilidades ya no se ejercen de manera indiscriminada, tutelar y paternalista, o dirigida a una infancia ubicada en un papel pasivo, sino que se inscriben desde un lugar de intervención y de vinculación distinto: ya no es el adul to quien tiene todo el saber y todo el poder. Las niñas y niños, de
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acuerdo con su desarrollo evolutivo, también piensan, entienden, opinan y eligen. La infancia como sujeto de derecho adquiere entidad normativa en términos de reconocimiento y valoración, y promueve entonces que cada niña, niño y adolescente sea considerado en su propia singularidad. A partir de este nuevo posicionamiento, la Convención otorga un papel primordial a la familia en cuanto a la crianza, siendo reconocida como el lugar propio de convivencia y pertenencia de los niños, las niñas y los adolescentes, en contraposición a las antiguas concepciones de minoridad. Además, establece responsabilidades por parte de los padres, para fortalecer en los hijos los derechos que les otorga la categoría de ciudadanos. En lo que se refiere al Estado, la Convención le adjudica dos responsabilidades. Por un lado, la de garantizar que las familias puedan desempeñar sus funciones brindándoles su apoyo, sin criminalizar ni judicializar las situaciones de pobreza. Por el otro, la de actuar en aquellos casos excepcionales en los que exista la necesidad de separar al niño o al adolescente de su familia (sólo entendiendo que se trate de una causa justa); éste es el único caso en que el Estado puede intervenir en la vida familiar, y sólo lo hará en función del “interés superior de la infancia”, evaluando los derechos vulnerados y buscando la manera de restablecerlos. En el caso específico de los niños, niñas y adolescentes que son sospechosos de la comisión de un delito, la Convención prevé lo que se denomina un sistema de responsabilidad penal juvenil, cuyos pun tos más importantes son los siguientes: • los niños menores de 18 años de edad no pueden ser introducidos en el sistema penal de adultos, definiendo cada Estado una edad, que no debe ser muy temprana, por debajo de la cual los niños no pueden ser perseguidos penalmente por el sistema; • entre la edad fijada y los 18 años, los estados deben delinear un sistema específico de responsabilidad para los adolescentes, en el cual se deben respetar todas las garantías reconocidas para los adultos frente al proceso: seguimiento del mismo, defensa específica, revisión de las decisiones judiciales frente a un tribunal superior, aconsejándose la no persecución penal de ciertos actos y fomentando la conciliación del adolescente con la víctima u otras formas de finalización anticipada del proceso; • las sanciones, como respuesta del Estado a la conducta infractora del adolescente, deben ser acordes al hecho cometido y juzgado, priorizando en forma absoluta las sanciones no privativas de libertad, como la amonestación, la imposición de reglas de conducta, la realización de trabajos comunitarios, entre otros;
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• la privación de libertad debe ser una sanción excepcional, en casos específicos y graves, delimitada temporalmente y aplicada por el menor tiempo posible. Como síntesis, podemos distinguir que la nueva concepción de la infancia que la Convención sobre los Derechos del Niño introduce a partir del nuevo paradigma de protección integral, presenta diferencias con la concepción tradicional de la situación irregular, algunas de las cuales pueden apreciarse en el siguiente cuadro elaborado por UNICEF.
Doctrina de Situación irregular
Doctrina de Protección integral
Sólo contempla a los niños, niñas y adolescentes más vulnerables, a quienes denomina “menores”, intentando dar solución a las situaciones críticas que atraviesan, mediante una respuesta estrictamente judicial.
La infancia es una sola y su protección se expresa en la exigencia de formulación de políticas básicas universales para todos los niños.
El niño o “menor” al que van dirigidas estas leyes no es titular de derechos, sino objeto de abordaje por parte de la justicia.
El niño, más allá de su realidad económica y social, es sujeto de derechos y el respeto de éstos debe estar garantizado por el Estado.
El juez interviene cuando considera que hay “peligro material o moral”, concepto que no se define, y permite “disponer del niño, tomando la medida que crea conveniente y de duración indeterminada”.
El juez sólo interviene cuando se trata de problemas jurídicos o conflictos con la ley penal; no puede tomar cualquier medida y si lo hace debe tener duración determinada.
El Estado interviene frente a los problemas económico-sociales que atraviesa el niño a través del “Patronato” ejercido por el sistema judicial, como un “patrón que dispone de su vida”.
El Estado no es “patrón” sino promotor del bienestar de los niños. Interviene a través de políticas sociales planificadas con participación de los niños y la comunidad.
El sistema judicial trata los problemas asistenciales o jurídicos, sean civiles o penales, a través de la figura del Juez de menores.
El sistema judicial trata los problemas jurídicos con jueces diferentes para lo civil (adopción, guarda, etc.) y lo penal. Los temas asistenciales son tratados por órganos descentralizados en el nivel local, compuestos multisectorialmente.
Considera abandono no sólo la falta de padres, sino también aquellas situaciones gene-
La situación económico-social nunca puede dar lugar a la separación del niño de su fami-
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Doctrina de Situación irregular
Doctrina de Protección integral
radas por la pobreza del grupo familiar, lo que le permite separar al niño de sus familiares.
lia. Sin embargo, constituye un alerta que induce a apoyar a la familia en programas de salud, vivienda y educación.
El juez puede resolver el destino del niño en dificultades sin oír su opinión y sin tener en cuenta la voluntad de sus padres.
El niño en dificultades no es competencia de la justicia. Los organismos encargados de la protección especial están obligados a oír al niño y a sus padres para incluir al grupo familiar en programas de apoyo.
Se puede privar al niño de la libertad por tiempo indeterminado o restringir sus derechos, sólo por la situación socioeconómica en la que se encuentra, aduciendo “peligro material o moral”.
Se puede privar de la libertad o restringir los derechos del niño, sólo si ha cometido infracción grave y reiterada a la ley penal.
El niño que cometió un delito no es oído y no tiene derecho a la defensa e incluso cuando sea declarado inocente puede ser privado de su libertad.
El juez tiene la obligación de oír al niño autor de delito, quien a su vez tiene derecho a tener un defensor y un debido proceso con todas las garantías y no puede ser privado de la libertad si no es culpable.
El niño que ha sido autor de un delito y el que ha sido víctima de un delito reciben el mismo tratamiento.
El niño que ha sido víctima de un delito no puede ser objeto de tratamiento judicial. La justicia no puede victimizar ulteriormente a la víctima, sino actuar sobre el victimario.
La situación de los niños, niñas y adolescentes en la Argentina, a partir de la Convención sobre los Derechos del Niño Los gobiernos que adhirieron a la Convención sobre los Derechos del Niño, entre ellos la Argentina, asumieron un conjunto de compromisos relacionados con la reformulación de la legislación y las políticas públicas, que pretendía eliminar la brecha entre los objetivos formulados y las prácticas reales. Si bien el gobierno argentino, al ratificarla, enfatizó la necesidad de priorizar la atención de los grupos más desfavorecidos, tendiendo con ello a reducir las desigualdades sociales y geográficas, aún no se han
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producido cambios significativos en ese sentido. La fragmentación social y los elevados índices de pobreza en la población, continúan marcando discriminaciones y exclusiones sobre la niñez y adolescencia del país. Datos oficiales de fines del año 2001 indican que la pobreza afecta al 52,7% de los niños, niñas y adolescentes, quienes no alcanzan a cubrir sus necesidades básicas y viven en condiciones de hacinamiento crítico en los principales aglomerados urbanos. La presencia considerable de indigentes entre ellos da cuenta del deterioro de la calidad de vida en un sector importante de la población. Esta fragmentación a la vez marca diferencias sustanciales en todos los ámbitos en los que se desenvuelve la infancia y la adolescencia argentina. En general, en los sectores más pobres, los niños y las niñas no tienen una percepción de sí mismos como protagonistas de sus propios derechos, ni consideran que lo adultos tengan derechos y obligaciones hacia ellos. En cambio, en las clases medias y altas, toda la actividad familiar aparece centrada sobre los chicos. Así, mientras que un grupo de niños y niñas de sectores medios y altos señala diversas obligaciones de los adultos destinadas a ellos/as: cocinar y darles de comer; darles abrigo, como también jugar con ellos y ocuparse de su ritmo escolar; el otro grupo habla de cocinar, limpiar la casa, encargarse de hermanos menores, sin incluirse como destinatarios de tales acciones (Altschul, 2002). La socialización de género de niñas y niños también es diferente si se analiza desde cada contexto social. En los sectores de menores recursos sociales y económicos, se prioriza el desarrollo del varón en el mundo público y el de la mujer en el mundo privado. En tanto que, en los sectores medios, estas divisiones no están tan rígidamente establecidas, por lo cual, si bien existen patrones de comportamientos sexistas, que influyen en el proceso de socialización, éstos están más invisibilizados (Altschul, 2002). En lo que se refiere a la educación, a pesar de que las políticas educativas fueron expandiendo una concepción de derechos en el plano de los sistemas normativos, el empobrecimiento de los recursos sociales y los procesos de descentralización implementados en la década del noventa plantearon contradicciones en cuanto a su aplicación. Investigaciones realizadas en este sentido coinciden en señalar que existen dos factores que permiten comprender el problema de la desigualdad en todos los niveles de la educación de los niños, niñas y adolescentes. Por un lado, la segmentación social y, por el otro, el debilitamiento institucional de la oferta educativa. Así, la desigualdad en la adquisición del capital cultural se ve incrementada por el hecho de que aquellas familias con mejor poder adquisitivo pueden invertir en mejores posibilidades y calidades educativas, mientras que las familias con mayores dificultades económicas ni siquiera pueden satisfacer las condiciones
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básicas para proveer condiciones de educabilidad (Feijoo, 2002; Kessler, 2002). Existen escuelas diferentes según los contextos de las poblaciones que asisten a ellas, se pueden determinar “escuelas ricas” donde se ofrece mejor calidad de educación y “escuelas pobres” donde tanto la institución como sus docentes se sienten incapaces de compensar la pobreza social y cultural, y esta situación se agudiza a medida que los establecimientos educativos se alejan de las grandes ciudades o están insertos en medios rurales. El estado de exclusión en que viven las poblaciones bajo condiciones de pobreza se ve complejizado por altos porcentajes de niños, niñas y adolescentes que directamente no asisten a establecimientos educativos –situación agravada entre los 13 y 17 años–, lo que determina la futura inserción en el mercado de trabajo de estos niños, niñas y adolescentes, reafirmando situaciones que reproducirán el círculo de la pobreza. Esta población fue abandonando la escuela en distintos momentos; parte de ella no completó el nivel primario, otra parte completó el nivel primario pero no ingresó al secundario y, por último, existe una parte importante que abandonó el secundario. Más de la mitad de los niños de menos de 14 años del Gran Buenos Aires era pobre en 2001. En la medición de mayo del 2002 surge que, sobre 2.324.910 niños y niñas de menos de 14 años en el conurbano, el 76,7% es pobre y el 39,8% es indigente.5 La deserción escolar de estos niños, niñas y adolescentes está asociada con la pobreza y, en muchos casos, con su inserción en alguna actividad que les permita obtener ingresos y contribuir a satisfacer las necesidades familiares: vender objetos, limpiar los parabrisas o abrir las puertas de los autos en la vía pública, juntar cartones entre los residuos, pedir limosna. En el caso de las niñas, ellas tienden a dejar la escolaridad porque deben quedarse en sus casas a cuidar a sus hermanos menores mientras sus padres (especialmente las madres) salen a trabajar, porque se emplean como servicio doméstico o porque quedan embarazadas. Las condiciones laborales de alta vulnerabilidad que presentan niños, niñas y adolescentes se agrava en las zonas rurales, donde el trabajo de los chicos no es medido, porque ellos colaboran con sus padres en grupos de trabajo familiar, aunque estas tareas les insumen, desde muy pequeños, considerables esfuerzos (Feldman, 1997). En condiciones de pobreza, las presiones familiares para dar inicio a las actividades laborales están teñidas por las construcciones que derivan del modelo patriarcal de las relaciones de género. Por este motivo, ....................... 5
INDEC. Pobreza e indigencia, septiembre de 2002, sobre la EPH, mayo de 2002.
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son los varones quienes realizan actividades antes que las mujeres. Estas inserciones poseen un alto grado de vulnerabilidad e inestabilidad, generalmente son fluctuantes y de baja calificación y, por lo tanto, no favorecen experiencias de aprendizaje significativas para el futuro laboral (Gallart, Jacinto y Suárez, 1996). En la actualidad, la situación laboral de estos adolescentes es problemática, pues la desocupación es crítica para los sectores pobres de la población. Y a esto se añade que se requieren altos niveles educativos para ocupar empleos precarios y mal remunerados. Por el contrario, los adolescentes y jóvenes de los sectores medios y altos, que poseen un mayor capital social y cultural (que les permitiría acceder a posiciones más calificadas) retrasan el inicio de sus actividades laborales debido a que, por un lado, no sufren presiones familiares y, por el otro, porque se prioriza la formación mediante el acceso a estudios superiores, los que en el futuro los habilitarían para obtener una mejor calificación profesional. En lo que atañe a las condiciones de salud de los adolescentes, existen cuatro nudos problemáticos: la salud sexual y reproductiva, que incluye los embarazos adolescentes; el sida y las enfermedades de transmisión sexual; el consumo de drogas y alcohol; y la exposición a episodios de violencia, como violaciones, abusos sexuales, accidentes, homicidios y suicidios. En lo que respecta a la sexualidad, tiene implicancia la temprana iniciación de la actividad sexual, unida a una total desinformación sobre el tema, lo que deja a las adolescentes en riesgo de embarazarse, por un lado, o de contraer VIH-sida y otras enfermedades de transmisión sexual, por el otro. El desconocimiento de los métodos preventivos, los prejuicios sociales y las restricciones financieras hacen que las y los jóvenes no se protejan de embarazos o no consulten sobre la prevención o el tratamiento de infecciones de transmisión sexual. En líneas generales, los embarazos adolescentes de 15 a 18 años se presentan a partir de relaciones entre pares. En cambio, los que corresponden a niñas de 10 a 14 años están asociados, la mayoría de las veces, con situaciones de abuso sexual cometidos por hombres mayores de 30 años quienes, muchas veces, pertenecen al entorno familiar. El riesgo de infección de VIH-sida por transmisión sanguínea o sexual es mayor en los niños que viven en grandes ciudades, donde los índices de infección en general son más altos que en las zonas rurales. Además, son especialmente vulnerables los niños en situación de calle, debido a que las condiciones riesgosas de vida (que entrañan el uso de drogas y la promiscuidad) son factores que predisponen a contraer la infección. Gran cantidad de niños y niñas se iniciaron en la prostitución antes de los 15 años, empujados por organizaciones con estructuras interna-
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cionales, proxenetas pequeños o explotadores familiares, y fueron compelidos hacia múltiples modalidades, como la prostitución femenina, masculina, travesti y homosexual. Estos niños y niñas no sólo pertenecen a los sectores más pobres, sino que poseen como denominador común el sentimiento de desamparo ocasionado por haber sido expulsados de sus hogares. En general, pertenecen a familias violentas, desintegradas, autoritarias o explotadoras. La mayoría de ellos se inicia en el comercio sexual entre los 13 y 15 años, aunque se encontraron inicios aun más tempranos, entre los 8 y 11 años. La explotación se lleva a cabo en los más diversos espacios, de todas las categorías y estatus, a través de avisos publicitarios o en las calles. El tema del consumo de drogas es sumamente complejo, desde la incursión de los poderosos intereses movidos por el narcotráfico hasta la estigmatización del tema, que confunde el uso ocasional con las adicciones. La situación de insatisfacción de necesidades básicas y la falta de oportunidades laborales hace que muchos adolescentes de los estratos empobrecidos, utilicen drogas y en algunos casos comercien con ellas. Sin embargo, se ha obser vado que no son sólo los adolescentes de los sectores pobres los que ingresan al mundo de las drogas, también se ha podido apreciar que ingresan los de los sectores medios y altos. Diversos fenómenos sociales, como la pérdida de confianza en el futuro, el quiebre de los valores éticos de convivencia, las contradicciones entre el reconocimiento social y los castigos, y el incremento del individualismo, entre otros, condicionan la propagación de esta situación (Paura, 1998: 120). Una de las situaciones más sobrecogedoras de la infancia vulnerable que se observa en las grandes ciudades del país es el fenómeno de niños, niñas y adolescentes en situación de calle, deambulando y sobreviviendo, soportando frío, calor, lluvias, noches al desamparo, enfermedades. Viven el presente, y la tensión que les crea la búsqueda de la supervivencia los lleva a no tener proyecciones futuras, sino más bien a buscar soluciones inmediatas para su alimentación y el cuidado ante situaciones de peligro. La mayoría tiene familia y la frecuentan habitualmente, y muchos de ellos vuelven a sus hogares a dormir. Esto significa que realmente son muy pocos los que hacen de la calle su hábitat sin ningún contacto con sus grupos familiares. Estos últimos, en ocasiones migran de una ciudad a otra, escondidos en trenes, acompañados por compañeros de la misma condición. En su mayoría, provienen de familias muy pobres, con lazos afectivos muy frágiles, que presentan altos niveles de violencia y baja o nula contención afectiva. En líneas generales, han interrumpido la escolaridad. Estos niños, niñas y adolescentes comparten características de vulnerabilización dada la situación de marginación en la que viven. Lo que
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los caracteriza es la exposición al maltrato, a abusos, a la explotación por parte de los adultos y a la posibilidad de muerte temprana, ya sea por enfermedades o por la violencia a la que se enfrentan cotidianamente. La situación de las chicas que deambulan en la calle se encuentra atravesada además por las construcciones de género presentes en la sociedad. Esto significa que ellas son vistas en la calle desde su sexualidad, lo que facilita su exposición a la posibilidad de una violación, del abuso sexual o de prostituirse6 como un medio de subsistencia. Esta condición las humilla frente a los demás y, como consecuencia, algunas de ellas se muestran y actúan como varones, enfrentando situaciones de peleas y desafíos, de la misma manera o más violentamente que los niños. Niñez y adolescencia se encuentran hoy –más que nunca en nuestro país– atravesadas por la violencia, como producto de la complejidad de las relaciones dentro de las instituciones sociales (familia, escuela, grupos de pertenencia, policía) que la permiten, la generan o la recrean. El Informe sobre la Salud en las Américas de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), del año 1998, pone especial énfasis en este tema, señalando elevadas tasas de mortalidad en varones de 10 a 18 años debido a homicidios y actos de violencia, mientras es seis veces menor la incidencia en el caso de las mujeres dentro de la misma fran ja etaria. Si bien en ocasiones se recurre al simplismo de relacionar violencia con pobreza, las investigaciones de la CEPAL7 indican que “las mayores expresiones de violencia no se concentran en las zonas más pobres, sino en aquellos contextos donde se combinan perversamente diversas condiciones económicas, políticas y sociales” (CEPAL, 2000: 182). De hecho, el incremento de violencia que se observa en las escuelas sólo es explicable desde el análisis de fenómenos complejos, que devienen al menos de tres dimensiones: a) la realidad social que traspasó las paredes de la escuela estallando dentro de sus aulas, a partir de los diversos tipos y niveles de conflictos sociales: económicos, políticos, familiares, laborales y de convivencia cotidiana; b) la vida dentro de la institución educativa, atravesada por la violencia sistémica que aporta el sistema educativo y que emerge de prácticas y procedimientos que em....................... 6
Al respecto, Eva Giberti (2001) señala que “si bien los varones en situaciones de mendicidad pueden ser víctimas de contagios de VIH y otras enfermedades de transmisión sexual, son las niñas y las adolescentes en estas situaciones las que corren mayores riesgos, a una edad más joven”. 7 La CEPAL es la Comisión Económica para América latina y el Caribe, organismo dependiente de las Naciones Unidas.
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pobrecen el aprendizaje de los alumnos, dañando a niños, niñas, adolescentes y docentes y c) la imposición de una cultura “oficial” que contradice y violenta la cultura de los estudiantes (Méndez, 2001). La relación entre los jóvenes y las instituciones sociales es ambigua y contradictoria, ya que pueden observarse discrepancias entre la necesidad de los adolescentes de afirmar su identidad y los modelos que la sociedad les ofrece. Las instituciones sociales muchas veces los “invisibilizan” o los registran como peligrosos y ejercen violencia sobre ellos, la que abarca desde la carencia de políticas que les brinden igualdad de oportunidades, hasta discriminaciones, violaciones y, en casos más graves, la pérdida de la vida. Este conjunto de factores vulnerabiliza a la población adolescente, pues la pertenencia a un grupo social se ve dificultada. Esto puede conducir al desarrollo de situaciones objetivas y subjetivas de exclusión y desamparo, que llevan al adolescente a movilizar un caudal de agresión hacia sí mismo o a traducir su inconformismo en violencia hacia los otros (Méndez, 1993). Las barras o patotas violentas, comunes en los sectores marginados, son espacios en los cuales niños y adolescentes encuentran una pertenencia bajo la replicación de los modelos culturales de dominación y sometimiento que prevalecen en la sociedad. En estos grupos, los adolescentes reproducen las prácticas autoritarias sobre otros adolescentes o sobre la población en general. A través de conductas violentas, sólo subsisten aquellos que pueden ser agresivos (o por lo menos aparentarlo), cuyos procesos de socialización fueron realizados marcadamente dentro del modelo hegemónico de la masculinidad. Durante estos procesos, la cultura les impone a los varones patrones de competencia y de negación de sentimientos. Vivir a diario situaciones violentas es fuente de tensiones verdaderamente intolerables; así aparecen formas de evasión mediante el alcohol y la droga. Los jóvenes comienzan con cerveza y pegamento, continúan con marihuana y llegan, en algunos casos, a drogas “más pesadas”. Los niveles de agresión se acrecientan y conducen a niveles delictivos en los que es común el uso de armas. Estos modelos de dominación y sometimiento, que la cultura patriarcal asigna a las relaciones de género, originan en las relaciones amorosas de los y las adolescentes episodios de violencia de variadas modalidades psicológicas, físicas y sexuales, en los que aparecen comportamientos autoritarios de parte de los varones sobre las mujeres y que constituyen el germen de futuros modelos de convivencia violenta para la adultez. A menudo, los adolescentes maltratadores y las adolescentes maltratadas provienen de familias en las que primaron estas conductas violentas (donde ellos mismos fueron víctimas o testigos durante la infancia).
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Los niños y adolescentes en conflicto con la ley en su mayor parte poseen bajos niveles de integración social y educativa, ya sea porque han abandonado la escuela o porque han pasado por ella con bajo rendimiento. En general pertenecen a familias con alto grado de vulnerabilización y presentan escasa integración con la comunidad en la que residen. De esto se deduce que las familias, la escuela y la comunidad no les han podido brindar marcos protectores, acarreando el consecuente desdibujamiento de los límites entre lo legal y lo ilegal. Un tema central de esta problemática es la relación que este grupo establece con la policía, la cual no es vista por ellos como parte del Estado sino como una amenaza constante, especialmente en los sectores pobres, debido al fenómeno de “criminalización de la pobreza” que impera en la sociedad. En este contexto, la policía es el contrincante principal frente a quien temen perder, entre otras cosas, la propia vida, ya sea por los enfrentamientos violentos, ya sea porque, al ser detenidos, pueden sufrir apremios ilegales en comisarías, tal como lo demuestran las numerosas denuncias en los juzgados. En nuestro país, algunos sectores insisten en la penalización de niños y adolescentes, en perfeccionar los sistemas represivos y en bajar la edad de la imputabilidad. En la Argentina, las leyes que están vigen tes para el tratamiento de niños, niñas y adolescentes en comisión de delito son: a) la Ley Nº 10.903, sancionada en 1919, que siempre constituyó una herramienta para la internación de personas menores y para criminalizar la pobreza y b) las leyes de regulación de penas: Ley Nº 22.278 y Ley Nº 22.803, dictadas durante la dictadura militar (19761983), las que otorgan al juez la facultad de resolver la internación de personas menores de 16 años sin llevar a cabo juicio alguno e, indistintamente, de que los niños o jóvenes hayan sido víctimas de un delito o presuntamente lo hayan cometido. De esta manera, queda en manos de los jueces la facultad de decidir, según su entender, cuáles niños, niñas o adolescentes son entregados a sus familias y cuáles son institucionalizados. Esta situación deja a las personas menores, en primer lugar, con menores garantías que a los adultos en cuanto a un juicio justo, en segundo lugar, marca una división entre infancias y adolescencias pobres y no pobres, dado que a aquellos que pertenecen a los sectores medios y altos y que presumiblemente cometieron un delito se los considera, en su mayoría, en condiciones de regresar a sus familias para su reeducación (Zaffaroni, 2003: 90-91).
Consideraciones finales En este capítulo hemos recorrido la consideraciones de la infancia y de la adolescencia a través de los siglos, señalando que dichas categorías
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fueron atravesadas por brechas de género y generación que la cultura impuso en distintos momentos, provocando desigualdades significativas en el seno de la familia y de la sociedad. La Convención sobre los Derechos del Niño fue aprobada un siglo después por la Asamblea General de las Naciones Unidas y, a pesar de ello, países como el nuestro mantienen contradicciones significativas respecto de su aplicación. El cambio de paradigma en la concepción de la infancia y la adolescencia que produjo la Convención sobre los Derechos del Niño todavía no se ha concretado completamente, mientras que, en muchos casos, sólo ha tenido un impacto más declamatorio que de aplicación sustantiva, tanto en los ámbitos privados como públicos. Se puede señalar, entonces, que en el país aún existen brechas importantes en el logro de un tratamiento igualitario de niños, niñas y adolescentes, tanto en los ámbitos privados como en los públicos. Esta situación coloca a la infancia y a la adolescencia en un espacio atravesado por contradicciones. Así, un número importante de niños, niñas y adolescentes carecen de la contención necesaria para su crecimiento y desarrollo en la adquisición de una ciudadanía plena. Esta situación conduce a niños, niñas y adolescentes a estar expuestos a las condiciones referidas en este capítulo. Finalmente, es importante mencionar que la concepción de las relaciones familiares que sustentamos tiene como base el cuidado de las nuevas generaciones, desde la a igualdad de oportunidades, tanto de género como de generaciones, por parte de la familia y de las organizaciones de la sociedad encargadas de su bienestar. Para que esto pueda materializarse, el Estado deberá propender a la instauración de políticas públicas, con el debido cumplimiento de las Convenciones internacionales, que respalden acciones propicias para acompañar la tarea socializadora de la infancia y de la adolescencia. Esto implica, sustancialmente, considerar tanto a los grupos familiares como a las organizaciones sociales como sistemas abiertos en constante interacción, con redes más amplias que permitan construir identidades más complejas, a través de las cuales se puedan asumir compromisos de solidaridad y afectividad más amplios hacia el conjunto social. La acción colectiva para el replanteo de los temas que hemos tratado permite no sólo romper la fragmentación social que conduce al aislamiento, sino también forjar identidades de mujeres y varones más potentes y generadoras de acciones éticas, creativas y solidarias, que se amalgamen en la identidad de los niños, niñas y adolescentes para que, desde allí, se puedan producir procesos democratizadores que transformen las relaciones familiares y sociales.
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4. Masculinidades y familias Eleonor Faur
Una introducción El chofer del taxi hizo mínimos gestos que indicaron que registró la dirección solicitada y continuó manteniendo una conversación disimulada por un imperceptible aparato de telefonía celular ajustado en su oreja. A los pocos minutos, se despidió de su interlocutora con palabras amorosas y, con cierta gentileza me saludó, disculpándose, y comenzó a desahogar su angustiado relato. Comentó que estaba hablando con su esposa, la madre de su hija de cinco años. La niña acababa de tener un accidente y se encontraba hospitalizada, esperando una próxima intervención quirúrgica de su cadera y su columna vertebral. Decía el hombre que el accidente se produjo por la caída de la niña desde la terraza. En medio del relato, abundante en invocaciones religiosas, el taxista intercaló una serie de informaciones desordenadas. Contó cómo consiguió que un comerciante mayorista del Once, de nombre Simón, le regalara una muñeca que la niña quería (“esa muñeca nueva, que vale más de cien pesos y habla... hace de todo”) con sólo contarle la historia de la niña y su desesperación por no llegar a disponer del dinero que la operación requería. Seguí atentamente su relato, apuntalándolo cada tanto con exclamaciones del tipo “pobrecita”, “todo saldrá bien” y otras similares que salen casi sin el filtro del pensamiento al escuchar la angustia de un padre luchando por su hija. A su vez, el buen hombre contó que llevaba 30 horas encima del coche, prácticamente sin descansar (lo que generó pánico en la pasajera, que imaginó el estado de los reflejos de un hombre angustiado y sin dormir). Esta maratón productiva se debía a su necesidad de juntar el dinero para la operación y para solventar el costo de la prótesis que la niña necesitaba en su cadera. Ya había juntado bastante, no sólo trabajando, sino también vendiendo su radio y mediante préstamos que los amigos le facilitaron, pero aún le faltaban casi doscientos pesos. Entre el cúmulo de anécdotas, el taxista incluyó meticulosamente el listado completo, y con registro horario, de los cafés y los mates con aspirinas que ingirió para despertarse, así como los gestos solidarios que encontró en sus amigos. Entre estos últimos, contó una escena
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única en la que él se presentó en la casa de un amigo a las seis y media de la mañana para higienizarse. Este retrato incluía que el amigo le ofreció un baño “de bañera” y le cebó unos mates sentado en el inodoro mientras conversaban –ambos desnudos– y la esposa del amigo le planchaba su remera en el cuarto contiguo. Al hombre se lo veía auténticamente conmovido a través de su experiencia límite de paternidad y mi (¿femenina?) alma continente se dejaba estremecer por los cuentos y comenzaba a imaginar una estrategia de donaciones en favor de la niña. Todo ello mientras un costado de mi mente divagaba sobre el enorme esfuerzo que traía aparejada la responsabilidad del hombre proveedor, sobre la increíble conmoción que estarían atravesando familiarmente y sobre la suerte que tenía esa niñita de contar con un papá que tanto la quería y que tanto “se sacrificaba por ella”. Antes de que alcanzara a proponerle la “vaquita solidaria”, me mos tró una férula en su mano izquierda y anotó: “mire lo mal que estaré que ayer salí del hospital y le pegué tres piñas a un poste hasta que me lastimé el brazo… de la bronca”. Quedé paralizada ante el arrebato irracional, pero el señor, incólume, continuó su confesión: “… y no sabe cómo está la madre… Pobre, ellas sí que sufren estas cosas. Nosotros podemos preocuparnos pero una verdadera madre se desespera… imagínese que ayer estaba tan histérica que tuve que darle dos sopapos para que reaccionara”. Ahora sí, se me cortó la respiración. Procuré abstenerme de hacer comentarios, pero no lo logré. Con suavidad, ahora orienté el “pobrecita” a su esposa, en plan de mostrar la situación de una madre angustiada que –para colmo de males– se ve sometida a un episodio de violencia conyugal. Luego de hacerle una mínima observación de principios, arribé al destino. Mis antiguos planes de solidaridad se vieron reducidos al hecho de ahorrarle una discusión adicional y pagarle el doble de lo que marcaba el reloj. Continué mi ruta según mis apurados planes, ahora con una nueva certeza en mente: los estilos de masculinidad distan de ser puros o unilaterales. Conviven en los hombres zonas de amor y zonas de violencia, expresiones de autoridad y rasgos de cuidado en variadas dosis. Pensar a los varones en esquemas polares o dicotómicos no puede llevarnos muy lejos en la reflexión sobre las masculinidades tradicionalmente hegemónicas o sus contestaciones contemporáneas (extendidamente conocidas como “nuevas masculinidades”). En las páginas que siguen, nos proponemos presentar, muy sintéticamente, una aproximación conceptual para abordar el estudio de las masculinidades. Con ello, procuramos ofrecer algunas dimensiones de análisis para observar a los hombres dentro de sus familias y conjeturar acerca de la validez que tiene en la actualidad la referencia a la llamada “nueva masculinidad”.
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Masculinidades: elementos para su conceptualización ¿Es la masculinidad una condición biológica, un modo de ser, un conjunto de atributos, un mandato o una posición? David Gilmore considera que es una construcción que parte de un ideal representado en la cultura colectiva (Gilmore, 1994). Diversos autores coinciden en señalar que esta representación varía de una cultura a otra e, incluso, dentro de una misma cultura, en diferentes tiempos históricos, pertenencia étnica, clase social, religión y edad (entre ellos: Connell, 1995; Kimmel, 1997; Viveros, 2001; Olavarría, 2001). No sólo varía la masculinidad, sino también la forma de pensar en ella. Clatterbaugh (1997) ha distinguido ocho perspectivas de análisis sobre las identidades masculinas. Todas ellas pretenden no sólo entender la masculinidad y las relaciones sociales entre hombres y mujeres, sino también contribuir a la transformación –o a la conservación– de las mismas. Entre las que reconocen la existencia de jerarquías entre los géneros y/o hacia el interior del género masculino, se encuentran las perspectivas socialistas (Tolson, 1977; Connell, 1987 y 1995; Seidler, 1991) que consideran que la llamada “dominación patriarcal” forma parte de la lógica de jerarquización entre los seres humanos, que también tiene expresión en el sistema de clases sociales, así como aquellos autores profeministas liberales (Kaufman, 1989; Kimmel, 1992), que señalan que la masculinidad ha sido una fuente de privilegios para los varones y apuestan por su transformación. Asimismo, se pueden señalar perspectivas provenientes de la investigación sobre grupos específicos, las que reflejan la discriminación que atraviesan algunos varones, particularmente gays (Altman, 1972; Ellis, 1982, Thompson, 1987, citados en Clatterbaugh, 1997) y afroamericanos (Gibbs, 1988; Majors y Billson, 1992, citados en Clatterbaugh, 1990). Entre los enfoques que no incorporan una mirada crítica sobre las relaciones sociales de género, se incluyen desde la desarrollada por el “movimiento mitopoético”, que busca un resurgimiento de la “masculinidad profunda” y se encuentra fuertemente inmersa en una lógica esencialista (Bly, 1990; Keen, 1991; Kreimer, 1991), hasta las perspectivas claramente antifeministas, que se sostienen por defender los “Derechos del Hombre”, negando la existencia de privilegios en favor de los hombres y criticando la ampliación de derechos de las mujeres (Kimbrell, 1995; Haddad, 1993; Hayward, 1993). También en este campo, se ubican las perspectivas “conservadoras”, para las cuales sería no sólo natural sino también saludable mantener la dominación de los hombres en la esfera pública, ejerciendo su función de provisión y protección, y la de las mujeres en la esfera privada, actuando como cuidadoras de los otros miembros de la familia.
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De estos varios autores, nos interesa recuperar la definición de Robert Connell quien va más allá de la definición inicial de Gilmore, al observar la construcción social de identidades masculinas en un marco de relaciones sociales de género. Según este autor, las masculinidades responderían a configuraciones de una práctica de género, lo que implica, al mismo tiempo: a) la adscripción a una posición dentro de las relaciones sociales de género, b) las prácticas por las cuales hombres y mujeres asumen esa posición y c) los efectos de estas prácticas en la personalidad, en la experiencia corporal y en la cultura. Todo ello se produce a través de relaciones de poder, relaciones de producción y vínculos emocionales y sexuales, tres pilares presentes en distintas esferas de la vida social (familiar, laboral, política, educativa, etc.) y que resultan de gran fertilidad para el análisis de la construcción social de las identidades de género (Connell,1995). Partimos, entonces, de pensar la identidad masculina como una construcción cultural que se reproduce socialmente y, por ello, que no puede definirse fuera del contexto en el cual se inscribe. Esa construcción se desarrolla a lo largo de toda la vida, con la intervención de distintas instituciones (la familia, la escuela, el Estado, la Iglesia, etc.) que moldean modos de habitar el cuerpo, de sentir, de pensar y de actuar el género. Pero, a la vez, establecen posiciones institucionales signadas por la pertenencia de género. Esto equivale a decir que existe un lugar privilegiado, una posición valorada positivamente –jerarquizada– para estas identidades dentro del sistema de relaciones sociales de género. Diversas investigaciones sobre la construcción social de la masculinidad plantean la existencia de un modelo hegemónico1 que hace parte de las representaciones subjetivas tanto de hombres como de mujeres, y que se convierte en un elemento fuertemente orientador de las identidades individuales y colectivas. Este modelo hegemónico opera al mismo tiempo en dos niveles: en el nivel subjetivo, plasmándose en proyectos identitarios, a manera de actitudes, comportamientos y relaciones interpersonales, y a nivel social, afectando la manera en que se distribuirán –en función del género– los trabajos y los recursos de los que dispone una sociedad.
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La noción gramsciana de “hegemonía” aplicada al estudio sobre masculinidades fue desarrollada en 1985 por Connell y otros (citado en Connell, 1987). Con ello se señala un esquema que, aun tomando un lugar privilegiado en la sociedad, se encuentra en permanente estado de cuestionamiento. En la propia definición radica el dinamismo de esta categoría.
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Entre los atributos de la masculinidad hegemónica contemporánea, estudios realizados en distintos países latinoamericanos coinciden en resaltar componentes de productividad, iniciativa, heterosexualidad, asunción de riesgos, capacidad para tomar decisiones, autonomía, racionalidad, disposición de mando y solapamiento de emociones –al menos, frente a otros hombres y en el mundo de lo público– (Viveros, 2001; Valdés y Olavarría, 1998; Ramírez, 1993, y otros). A partir de esta noción, los estudios sobre masculinidades surgidos en las últimas décadas abundan en referencias a los “mandatos” que los hombres reciben de su entorno, y esto está también presente en nuestros trabajos empíricos. A través de talleres y entrevistas realizadas en Colombia, los hombres, independientemente de su edad o inserción social, mostraban haber recibido durante su infancia la prescripción de actuar conforme con ciertas reglas explícitas o implícitas respecto a prácticas típicamente masculinas, entrenar su fuerza física y ponerla a prueba a través de peleas en las escuelas, no ser vagos (en sus versiones de ser buenos estudiantes o de dedicarse al trabajo), no llorar, no jugar con muñecas, no vestirse con ropa “femenina”, etc. (Faur, 2003). Partiendo de esta constatación, muchos de los discursos sobre masculinidades oscilan entre miradas acerca de los guiones de género como monolíticos, o con escasos puntos de fuga, y las propuestas de transformación de identidades como proyectos para los que bastaría con la voluntad individual y la resistencia al modelo “impuesto”. Y así, tanto dentro de los análisis que sientan su mirada en la construcción de subjetividades como en aquellos que analizan las posiciones de hombres y mujeres en el nivel macro-social, la referencia a las identidades como “construcciones” zigzaguea entre nociones de libertad e ideas de coerción social. Pero hay aquí una mayor complejidad, puesto que las identidades no responden meramente a elecciones personales ni exclusivamente a formatos construidos en el orden social. Por otra parte, no todos los hombres viven ni valoran del mismo modo los esquemas de masculinidad hegemónica. Pero todos los conocen. Todos han sido, de uno u otro modo, socializados dentro de este paradigma. Y las mujeres también los conocen. Y muchas esperan que los hombres realmente se comporten siguiendo este modelo, crían a sus hijos varones de acuerdo con este esquema y critican a sus compañeros si no alcanzan a cumplir con lo que se espera de ellos. En una palabra: hombres y mujeres participan en la construcción de la masculinidad como una posición privilegiada. Ellos y ellas colaboran en la creación de esta sensación generalizada que JosepVicent Marqués sintetiza del siguiente modo: “ser varón es ser importante” (1997: 21).
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Características de la masculinidad La definición de masculinidad a la que adscribimos permite enfatizar sobre algunas características, que hacen a la construcción de identidades de género y que pueden ser útiles para pensar los vaivenes que se observan en los vínculos familiares. En primer lugar, se debe subrayar que la masculinidad no está dada, como un traje ya confeccionado que los sujetos machos de la especie humana vestirán, sino que se construye, se aprende y se practica en el devenir cultural, histórico y social. Desde este punto de vista, se encuentra vinculada al terreno de la acción y del movimiento, y no al escenario de lo estático y lo predeterminado.2 Esta postura nos aleja de las corrientes esencialistas para ubicarnos entre aquellas teorías que consideran a la masculinidad como parte de relaciones social e históricamente construidas y admiten su capacidad de transformación. En segundo lugar, es importante enfatizar que la masculinidad se produce, afirma y transforma dentro de un marco de relaciones socia les. La identidad masculina no se construye a sí misma sino como parte de una relación “masculino-femenino”. Los hombres construyen su identidad masculina en dependencia de estos esquemas de oposición y en referencia respecto de lo que es la no-feminidad. De tal modo, ser un “verdadero hombre” es no ser mujer ni femenino (Badinter, 1993; Kimmel, 1997). Ahora bien, en esta relación “masculino-femenino”, se encuentra una serie de falacias o preconceptos. Por un lado, esta dicotomía suele asociarse a dos polos de características opuestas. Así, por ejemplo, puede observarse que mientras las representaciones acerca de lo masculino se relacionan con lo racional, fuerte, activo, productivo, valiente, responsable y conquistador (de territorios y de parejas ocasionales), lo femenino suele corresponderse con lo emotivo, débil, pasivo, asustadi zo y dependiente. Por otro lado, este sistema de oposiciones binarias presenta una doble particularidad: no sólo se considera que las características más valoradas en el mundo occidental moderno coinciden con lo socialmente atribuido a lo masculino, sino que además se suelen crear estereotipos al considerar que hombres y mujeres efectivamente son así y no admiten rasgos del otro polo dentro de sí. La tercera característica que queremos destacar es la importante heterogeneidad que existe dentro de las prácticas y posiciones en las ....................... 2
Al igual que la máxima acuñada por Simone de Beauvoir en 1946 y recuperada en buena parte de los estudios feministas, donde se sostenía que: “no se nace mujer, se llega a serlo”.
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que los hombres participan. En efecto, la masculinidad no es una sola, sino que se crean y recrean distintos tipos de masculinidades en función de características personales y también de los espacios que los hombres ocupan en su entorno social, económico y político. Hay masculinidades más y menos duras, más y menos competitivas, hay formas identitarias más tiernas y suaves o más violentas, hay hombres productivos o estudiosos y otros más perezosos, existen los que hacen de la seducción una estrategia continua y los que optan por la fidelidad de por vida. Obviamente, los hombres singulares también difieren en rasgos de personalidad y gustos, ya sea que consideremos que los mismos vienen conferidos por los genes, los patrones de crianza o por el signo del zodíaco bajo el cual nacieron. Así, el “tipo puro” de masculinidad hegemónica prácticamente no se presenta en los sujetos de carne y hueso, sino que existe una multiplicidad de rasgos que caben dentro de definiciones empíricas de masculinidad. Vale decir que no hay una única manera de ser hombre, pero esta certeza va más allá de la constatación de que los hombres difieren por sus características singulares. Ellos participan de un abanico de alternativas identitarias superpuestas que, además del género, incluyen la clase social, la edad, la etnia, la inserción socio-ocupacional y la opción sexual. Todas estas alternativas, de algún modo, afectan sus modos de “ser hombres” en un mundo estructurado en torno a más de una vía de dotación de privilegios. Sin embargo, consideramos que participar en un modelo de masculinidad (y no en otro) no siempre constituye una elección que cada quien puede hacer y sostener por el solo hecho de desearlo. Así, aunque no desarrollaremos este punto en profundidad, pensamos que las prácticas y posiciones de la masculinidad se conforman a su vez mediante un conjunto de instituciones, entre las que participan tanto la educación, las familias y las iglesias como el mercado y las políticas públicas. Desde este punto de vista, si bien se puede identificar un tipo de masculinidad hegemónico, éste no necesariamente corresponde con el mayor número de hombres que viven en una sociedad. En el contexto de América latina, más allá de diferencias entre distintos colectivos, esta hegemonía se asociaría con un hombre blanco, de edad mediana, heterosexual, padre de familia y con altos niveles de ingreso. Pero también existen –de acuerdo con la categorización de Connell (1995)– masculinidades subordinadas o marginales al modelo hegemónico y otras que, aunque no alcancen los privilegios de la masculinidad hegemónica son, de algún modo, “cómplices” de ésta. ¿Por qué cómplices? Porque su condición de género les otorga lo que este autor denomina un “dividendo patriarcal”. Es decir que más allá de que sean pocos los hombres que participan en las posiciones más jerarquizadas del mundo público, el hecho de ser hombre suele facilitar el acceso a algunos
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beneficios (personales e institucionales) frente a las mujeres de sus mismos entornos.3 No obstante el heterogéneo universo de masculinidades existentes, puede establecerse como cuarta característica que las representaciones de la masculinidad, pero más aún su institucionalización en la vida social, hacen que la masculinidad se ubique en un lugar de privilegio respecto de la feminidad. Así, las identidades de género participan de relaciones signadas jerárquicamente y, es a partir de ello, que Connell señala que la masculinidad no es sólo una práctica sino también una posición dentro del sistema de relaciones de género (Connell, 1995). Esto significa que la masculinidad se produce dentro de un territorio de relaciones sociales de género, pero que también representa un lugar altamente valorado dentro de estas relaciones. Y todo ello no sólo configura definiciones acerca de los territorios y fronteras permitidas para hombres y mujeres sino que, al mismo tiempo, filtra nuestra experiencia subjetiva, corporal y social y “naturaliza” las jerarquías culturalmente producidas. Por ello, P. Bourdieu (1998) sostiene que los hilos de lo que él denomina “la dominación masculina” se inscriben en disposiciones inconscientes de hombres y mujeres, que en su accionar cotidiano recrean –casi siempre sin saberlo– las estructuras (institucionales y económicas) y las representaciones (simbólicas) de la dominación. Así, opera en el sistema de género una estructura de poder que no siempre se impone mediante el uso de la fuerza física, sino que en la mayor parte de los casos es sutil y se transmite mediante diversos dispositivos ideológicos. Su mayor éxito consiste en estar tan naturalizada que, frecuentemente, resulta absurda o exagerada en el orden del discurso, no sólo para buena parte de los hombres sino también para muchas mujeres.
Dolores y delicias en las identidades masculinas El surgimiento de los estudios sobre masculinidades –que aparece como un eco a partir de la proliferación del movimiento feminista– trae a la agenda académica un conjunto de temas que impiden conformarse ....................... 3
Al sostener que en los mismos contextos hombres y mujeres suelen tener distintos grados de acceso a los recursos, no se está señalando que no haya varones excluidos de múltiples recursos y beneficios de la sociedad, sino simplemente que en estos casos se están articulando las dimensiones de clase y género. Vale decir que aquellos hombres excluidos no lo son por ser hombres, sino por su pertenencia étnica o de clase.
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con la visión simplista sobre el modo de vivir los privilegios por parte de los hombres. Trabajos como los de Michael Kaufman en Canadá o Benno De Keijzer en México llegan a cuestionar el mundo de poder y privilegio de los hombres como un mundo intrínsecamente relacionado con el dolor. Kaufman (1997: 64) señala que “la combinación de poder y dolor es la historia secreta de la vida de los hombres”. Desde un enfoque declaradamente profeminista, el autor señala que el precio que pagan los hombres para asumir una posición de poder social es la supresión de toda una gama de reconocimiento y expresión de emociones. Por otra parte, el modelo del varón y de su construcción de la masculinidad en torno a la consigna del “tener que ser importante” trae sentimientos de angustia y continuo riesgo de impugnación de su autoestima (Marqués, 1997). De tal modo, comienza a circular la interesante idea de que los privilegios masculinos revisten una paradoja intrínseca, pues los hombres, exigidos a crecer y a mostrarse frente a otros como seres protectores, proveedores y poderosos (como seres prácticamente invulnerables), se sumergen en una suerte de blindaje emocional, de repliegue de un universo de sensaciones y se exponen continuamente a situaciones de riesgo que con frecuencia los ubican frente a escenas de violencia y de dolor (Kaufman, 1987). Lo señalado hasta aquí nos lleva a preguntarnos: ¿cuáles son los efectos de las masculinidades dominantes en las vidas de hombres y mujeres? Pensar que los privilegios masculinos se condicen a todas luces con padecimientos femeninos sería sin duda inverosímil no sólo para muchos hombres sino también para unas cuantas mujeres. Pero, por otra parte, pensar que la disponibilidad de recursos de poder y autonomía relativamente superiores a los de las mujeres conduce a los hombres a una lastimosa situación de responsabilidades extremas y consiguiente dolor, que enajena la capacidad de gozar de los beneficios de esta situación, no sería una hipótesis de mayor credibilidad. Podemos decir entonces que los hombres transitan un universo poblado de “dolores y delicias”.4 Y estos “dolores y delicias” varían en función de sus características de personalidad y de la posición que les toca desempeñar en las relaciones sociales del mundo público y del mundo privado. Así, los privilegios masculinos pueden operar en diversos sentidos tanto para las mujeres como para los mismos hombres. Ello dependerá, entre otras cosas, del tipo de privilegios que se consideren, de las relaciones que se observen, de las características perso....................... 4
Tomado de Caetano Veloso: “Nao me venha falar da malicia de toda mulher, cada um sabe a dor e a delicia de ser o que é”, Dom de iludir.
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nales y sociales de los sujetos analizados y, por supuesto, del contexto en el cual se inscriban las relaciones observadas. Es decir que difícilmente pueda afirmarse que las zonas de privilegios –aquello que llamamos delicias– de uno de los géneros sean siempre compartidas por el otro, o siempre contrapuestas a las del otro. A modo de ejemplo, se puede pensar que la afirmación de la masculinidad a través de situaciones de uso de la violencia o de la conquista sexual indiscriminada, no suele ser una delicia que pueda compartirse alegre y complementariamente entre ambos géneros. Pero a la vez, el costado masculino que alimenta el modelo de protección de las mujeres y los niños y niñas puede resultar una fuente de tranquilidad para muchas mujeres. A la inversa, la existencia de límites en el crecimiento profesional de las mujeres por razones que articulan distintas presiones del mundo privado y la institucionalización de ciertos estilos de liderazgo en el mundo público pueden resultar una incomodidad para las mujeres pero una ventaja para los hombres cuya posición en la estructura de relaciones sociales les habilita para acceder a los puestos de mayor remuneración económica y valoración social. Vale decir que, aun cuando asumamos que las definiciones sobre lo que se espera de un hombre “masculino” puedan tener altos costos para los hombres de carne y hueso, consideramos que en nuestra cultura, la organización social de las relaciones de género perpetúa ciertos privilegios que favorecen a los hombres, jerarquizando los espacios y actividades relativas a “lo masculino” y vulnerando derechos de las mujeres en función de una lógica de inequidad entre los géneros. De tal modo, y recuperando la pregunta señalada en párrafos anteriores, esta construcción inconsciente, silenciosa, y a veces sutil de privilegios masculinos, tiene costos diferenciales para hombres y para mujeres. Si para los varones implica, en algunos casos, la exposición a situaciones de dolor y padecimiento físico o emocional (Kaufman, 1987, 1997; De Keijzer, 1998b); en lo que respecta a las mujeres, se debe añadir, en el terreno personal, un grado de autonomía relativamente menor y un riesgo de sometimiento que en ocasiones las lleva a sostener parejas con compañeros golpeadores durante toda la vida y, en el terreno social, una persistente discriminación en sus relaciones sociales, políticas y laborales. Con este marco conceptual, señalaremos algunos aspectos que consideramos contribuyen a pensar las prácticas y posiciones de los varones contemporáneos en el contexto de sus familias.
Los hombres en sus familias Hasta hace poco menos de tres décadas, la mayor parte de los hombres iniciaba su vida familiar con una certeza y también con una exigen-
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cia. La certeza era la de constituirse en la autoridad “natural” por el hecho de ser “el hombre de la casa”. La exigencia era la de mantener dignamente a su esposa, hijos e hijas con los ingresos percibidos exclusivamente por él. Por otra parte, casi todos los hombres podían confiar en que sus esposas proveerían el cuidado de los miembros de su familia y de sus casas, motivadas por valores como el amor, la reciprocidad y la obligación (Folbre, 2001). Recuperando las tres dimensiones analíticas planteadas de modo diverso en distintos estudios feministas y resumidas por Connell (1987, 1995), podemos sostener que el papel y la posición de los varones en sus familias pueden ser pensados a partir de por lo menos tres tipos de relaciones que conforman el escenario en el cual se configuran socialmente las identidades masculinas. Nos referimos a: 1. las relaciones de poder: que se practican en los modos de ejercer autoridad y de definir reglas dentro de un ámbito determinado. Históricamente se correspondían con modelos de dominación masculina y subordinación femenina legitimados, incluso, a través de figuras jurídicas como la “patria potestad” y la “potestad marital”; 2. las relaciones de producción, que hacen a la división del trabajo y la distribución de los recursos entre los géneros. Se relacionan tanto con el mundo público como con el privado. En el hogar, incluyen –en tanto trabajo– las actividades domésticas y de organización cotidiana, así como la crianza de hijos e hijas; 3. las relaciones de afecto y la sexualidad: constituyen el entramado de deseos, amores y resquemores en los que participan hombres y mujeres, así como su forma de expresarlos. También atraviesan el ordenamiento del deseo sexual en las relaciones entre los géneros. A través de situaciones en las que cotidianamente se articulan estas dimensiones, se van configurando las identidades masculinas (y femeninas), que se ponen en práctica tanto en el espacio familiar como en otras esferas de la vida social. A la vez, los afectos, el poder y el trabajo se imbrican entre sí de múltiples maneras. Las dinámicas de autoridad son filtradas por emociones y por afectos. Interjuegan en el mundo laboral y en la división del trabajo doméstico. También, hay ejercicio de poder en los vínculos emocionales y en la sexualidad. Y, particularmente en el terreno familiar, los afectos resultan ser motivadores de la ejecución de una serie de trabajos vinculados con el cuidado de los otros. Vale decir que la distinción presentada responde a una necesidad analítica pero, en la interacción cotidiana, las relaciones de poder, de trabajo y afectivas se conectan entre sí, admitiendo variadas articulaciones unas con otras. En el cruce de estas dimensiones analíticas se inscriben las tipologías sobre familias que aparecen en la literatura contemporánea. Cata-
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lina Wainerman (2003), por ejemplo, ha definido tres modelos familiares basados en la distribución del poder entre los miembros de la pareja. Los modelos serían: a) el patriarcal, con un varón proveedor y una mujer ama de casa, donde se espera que él sea quien disponga de mayor nivel de recursos, tales como la educación, nivel socioeconómico, ocupación o ingresos, b) el democrático o igualitario, con una pareja construida a partir del amor y no de la conveniencia, donde potencialmente puede existir similitud en los recursos de ambos cónyuges, pero “diferencias en las habilidades para desempeñar los roles domésticos debido al distinto entrenamiento que reciben ellas y ellos desde la cuna” (Wainerman, 2003: 86). Finalmente, c) el modelo posmoderno sería aquel con fuerte valoración de la atracción sexual en la pareja, “con mujeres que salen a trabajar tengan o no hijos”, que se educan tanto o más que los varones y que participan en el mundo público. Así, aparecen en la caracterización de Wainerman, elementos vinculados con el afecto, la sexualidad y la división sexual del trabajo.5 Por su parte, Benno De Keijzer, centrado en el tema de las “paternidades”, realiza una tipología respecto de las distintas formas en que ésta “se ejerce, se impone, se huye o disfruta” (De Keijzer, 1998ª: 306). El autor remarca la importancia de entender que existen muchos modos de ejercer la paternidad y que éstos no son estáticos, iguales frente a todos los hijos, ni puros a lo largo de la vida de cada hombre, en tanto se trata de un campo “especialmente ambivalente y contradictorio”. Su tipología también presenta vínculos entre las relaciones mencionadas más arriba e incluye categorías como la de: a) padre patriarca tra dicional, quien se ve a sí mismo como proveedor exclusivo de recursos económicos, no participa de la crianza de sus hijos y evita mostrar sus afectos por temor a que ello le reste autoridad, b) padre ausente o fu gitivo, que establece lazos muy ocasionales con sus hijos, c) padre neo machista, que se diferencia del patriarca tradicional porque admite que su esposa trabaje fuera de la casa, pero mantiene un encuadre tradicional acerca de su propia posición de jerarquía dentro de la familia.6 Por último, De Keijzer encuentra un estilo de paternidad en construcción, que sería la d) el padre doblante amoroso, que incluye a quienes tienen acercamientos más afectivos y empáticos con sus hijos e hijas.
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Asimismo, es interesante la referencia de Wainerman al tema de la educación como parte de esta distribución de poder entre mujeres y hombres de una pareja. 6 Según De Keijzer, la versión más progresista de este tipo de padre se corresponde con lo que se ha dado en llamar “machista-leninista”, que combina un discurso de género avanzado con una práctica muy rezagada.
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Ninguna de estas tipologías cristaliza en modelos rígidos o impermeables. Tal vez, lo más frecuente sea encontrar oscilaciones entre unos modelos y otros, en un tiempo en el cual las transformaciones en las relaciones de género parecen altamente dinámicas. Así, si bien el modelo patriarcal se encuentra parcialmente deslegitimado, no parece aún totalmente erradicado. Presenta ciertas fisuras y convive con la emergencia de pautas y negociaciones novedosas que nos permiten a la vez: a) reconocer a ésta como una época de transformación en las relaciones de género y en las definiciones de masculinidad y feminidad, y b) subrayar que el ritmo de cambio no es parejo ni se extiende en el conjunto de la sociedad del mismo modo. En esencia, lo que se observa hoy en día es la conciencia de una mayor complejidad en las relaciones sociales de género y en la construcción de identidades masculinas: discursos y prácticas que no siempre coinciden, deseos y realidades que se bifurcan, modelos difusos o híbridos. Entonces, podría una preguntarse: ¿cómo se ubican los hombres en medio de este proceso de transformaciones? Volviendo al caso presentado en la introducción, podemos deducir que el chofer del taxi parecía cumplir viejas pautas de relaciones familiares con algunos ingredientes algo más novedosos. Aparecía como un padre presente y afectuoso, pero todo eso se montaba sobre un esquema altamente tradicional de relaciones familiares. Su esposa no trabajaba y él asumía la responsabilidad de juntar el dinero que se requería para la operación de la hija. El hecho de ser el proveedor de recursos para su familia estaba completamente naturalizado en su discurso: no había en su relato ninguna referencia al peso que sobre él recaía. El sacrificio (trabajar durante 30 horas seguidas, la falta de sueño, etc.) formaba parte de la situación límite de su vivencia como padre, y acompañaba dignamente su papel como “hombre” en la familia y en la sociedad. Y esto no se cuestionaba. También se naturalizaba el hecho de que fuera la madre quien permaneciera día y noche en el hospital cuidando a la niña e, incluso, que fuera ella quien estuviera emocionalmente más afectada por el accidente de su hija. Desde la perspectiva del taxista, aun el modo de amar a los hijos tenía un sesgo de género y esto se percibía como un rasgo “obvio”, que legitimaba tanto la diferencia en el tipo de cuidado de él y de su esposa (él: trabajando; ella: acompañando a la niña), como la diferencia en la reacción emocional (él: “preocupado”; ella: “desesperada”). Al mismo tiempo, el conductor daba por hecho su posición de autoridad, su función de “poner orden” cuando se requería. De este modo, cuando percibió que su esposa estaba demasiado tensa, la golpeó. Otra vez, esto fue expresado por el señor sin ningún tipo de cuestionamiento sobre el acto. En su relato, el haber golpeado a su esposa era narrado como un deber, casi como parte de la autoridad que se espera de los hombres. El hombre decía “tuve que darle dos sopapos”. Y en la
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elección de ese verbo, al mismo tiempo asumía el compromiso de la autoridad y se desligaba de la responsabilidad de discernir sobre su acto. El golpe tenía, en su discurso, una finalidad específica (calmar a su esposa) y, como tantas veces sucede, esa finalidad se argumentaba en nombre del deber, pero también de la compasión (“mire como estaría la pobre...”).7 En ese entramado de justificaciones y argumentos que tienden a naturalizar y esencializar lo históricamente construido, se perpetúa lo que Pierre Bourdieu caracteriza como “dominación masculina” (Bourdieu, 1998). Pero nuestro personaje del taxi no es el típico botón de una muestra homogénea de comportamientos masculinos. Es evidente que los hombres distan de ser todos iguales y, por ende, la “dominación masculina” no siempre adquiere la forma del áspero golpe ni se plasma en cada una de las relaciones interpersonales. La autoridad masculina dentro de las familias puede tener diversas modalidades de presentación, llegando a sutilezas que se perpetúan de un modo inconsciente e invisible, tanto para los hombres como para las mujeres. Además, hay muchos varones que buscan formas más igualitarias de relaciones familiares y que se ubicarían entre los modelos de “familias posmodernas” (según la tipología de Wainerman) o de “padres doblantes amorosos” (de acuerdo con la de De Keijzer). Por otra parte, las mujeres también ejercen cuotas y zonas de poder dentro de sus familias y de sus parejas. Hay entonces, para los hombres, muchos modos de ubicarse en el contexto de las transformaciones familiares y sociales. En definitiva, hay una variedad de respuestas distintas por parte de hombres diferentes. Si algunos afirman que “todo cambió”, al tiempo que otros muestran continuidades asombrosas, si algunos dejan ver rasgos tradicionales conviviendo con esquemas novedosos de negociación con sus parejas y de cercanía con los hijos e hijas, pareciera que nos encontramos frente a un grado de complejidad mayor a la que –décadas atrás– hegemonizaba la representación de las relaciones entre géneros. Esta complejidad no permite todavía elaborar definiciones unívocas y se condice con la velocidad de los cambios atravesados. Hay contradicciones, asombros, dudas y, también, hay resistencias, y todo ello coexiste con formas novedosas en las relaciones familiares. De este modo, si bien no podemos hablar de un cambio radical en términos de la autoridad masculina en las familias –en tanto ruptura del “deber ser masculino”–, podemos sí encontrar distintas manifestacio....................... 7
Quien desarrolla la idea de las atrocidades cometidas en nombre de la compasión –aunque en otro contexto y observando otro tipo de relaciones– es Emilio García Méndez (2003).
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nes o masculinidades que entran en tensión con la pasada. Y mientras tanto, aquellos que buscan un nuevo modelo, explicitan una suerte de desorientación, que en ocasiones abre el camino para que se hable de una “crisis de la masculinidad”. En definitiva, pareciera sobrevolar entre los hombres una gran pregunta acerca de cómo será su lugar en esta cambiante configuración.
Consideraciones finales En el heterogéneo universo de hombres cuyas masculinidades se encuentran filtradas por experiencias sociales, económicas, históricas y también personales, se pueden identificar sujetos que procuran “acomodarse” literalmente a una noción tradicional de masculinidad –tal vez, como nuestro taxista– y otros que buscan redefinir su identidad como varón en función de ideas más modernas. En el medio, en un territorio abundante en matices, se encuentran, seguramente, la mayoría de los hombres que actúan cotidianamente en los espacios familiares. De tal modo, el modelo tradicional convive con otros que pugnan por imponerse, muchas veces, de la mano de las mujeres. En efecto, no puede obviarse que las transformaciones que están operándose en las masculinidades tienen un anclaje y una correspondencia con los producidos en el nivel de las relaciones genéricas, particularmente a partir de la transformación de la posición de las mujeres en la vida social. Pero además, estas transformaciones se encuentran fuertemente atravesadas por los cambios acontecidos en el mercado laboral y en los “regímenes de bienestar” (Esping-Andersen, 1990). Por ello, es importante subrayar que el señalar que la construcción de identidades y relaciones de género consiste en un proceso dinámico no equivale a decir que su modificación sea sencilla o que dependa exclusivamente de voluntades individuales. Por el contrario, las razones de las transformaciones de las relaciones de género pueden tener múltiples puertas de entrada. La caída de los ingresos masculinos, el aumento de los niveles educativos de las mujeres, la extensión del uso de métodos anticonceptivos, e incluso períodos de recesión y crisis económica, en los que se incrementa el desempleo masculino y se incorporan cada vez más mujeres al trabajo remunerado (aunque con altos grados de precariedad), constituyen algunos de los motivos presentes durante las últimas décadas, que han ido transformando las relaciones sociales de género en algunos sectores de América latina y que hacen que la masculinidad se encuentre en un punto de interpelación. El tiempo actual parece ser un punto de inflexión, de no retorno. Afecta la vida de los hombres y de las mujeres. Ellos comparten espacios que solían ser de su exclusivo dominio, aun cuando mantienen sus
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jerarquías en varios de ellos. Ellas incorporan responsabilidades en el mundo del trabajo que se suman a las que históricamente tenían en el mundo doméstico. Para los niños y niñas, para los y las adolescentes, esta alteración en las relaciones e identidades genéricas supone, en cierta medida, modelos de socialización diferentes de los que primaron durante siglos. Sin embargo, reconociendo a ésta como una época de grandes cambios en las relaciones de género y en las definiciones de masculinidad y feminidad, es importante subrayar que el ritmo de cambio no es parejo ni se extiende por el conjunto de cada sociedad del mismo modo. Pueden producirse cambios en algunas dimensiones o en algunos grupos más tempranamente que en otros, abriéndose, por ejemplo, renovados espacios para la expresión emocional de los varones en la esfera privada, a la vez que persiste su posición jerarquizada en el mundo laboral e incluso en el ámbito comunitario. Y pueden convivir diversas definiciones y prácticas de la masculinidad en grupos y sociedades aparentemente homogéneos. En este contexto, hablar de “nueva masculinidad” pareciera ser a la vez una tautología, pues la masculinidad en tanto categoría cultural ha estado siempre reinventándose, y una falacia, pues sus transformaciones no alcanzan necesariamente a todas las dimensiones ni a todos los hombres al mismo tiempo, a modo de un “renacer unidireccional y colectivo”, entre otras cosas, porque tampoco surgen de un piso común.8 Tal vez, esta idea surja ligada a imágenes auspiciosas en las cuales los varones se involucran más en la crianza y el juego con los hijos e hijas, pero todavía hay camino por recorrer en la flexibilización de las masculinidades. Así, frente a escenas y escenarios aún desfasados entre el horizonte de igualdad entre los géneros y el día a día de las mujeres y los hombres en sus prácticas de interacción, el cambio de siglo permite construir hipótesis en diversos sentidos respecto de las condiciones para nuevas definiciones de masculinidad y feminidad, y también respecto de la modificación de las relaciones de género. En este vaivén es difícil predecir cuál será la configuración de nuevos modelos de masculinidad y, menos aún, cuál será su extensión real o cuánto tiempo demorará en filtrar no sólo los deseos de la mayoría de los hombres y las mujeres sino la estructura de organización de las sociedades en las que vivimos. En países en los que los medios de comunicación se rego....................... 8
A pesar de esta crítica al concepto de “nueva masculinidad”, entendemos que éste puede tener un objetivo político, al encerrar una utopía y una crítica a los patrones de masculinidad tradicionales y hegemónicos.
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dean con datos sobre el incremento cuantitativo y cualitativo de las formas de violencia pública, la violencia de género –aquella que se presenta en vínculos que suelen construirse sobre la base del afecto o la atracción sexual– no ha dejado de existir. Y mientras tanto, nuestro chofer de taxi tal vez seguirá recorriendo calles y hospitales de la ciudad sin preguntarse por qué golpeó a su esposa, por qué se lastimó a sí mismo, ni por qué cayó su niña desde la terraza.
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5. Conflicto y transformación Graciela Di Marco
Introducción Como ya señalamos, vivimos en la actualidad en un mundo de paradojas respecto de las relaciones de género: los enormes avances en las legislaciones, que permiten la afirmación de los derechos de las mujeres, su incorporación creciente en el mercado de trabajo,1 su protagonismo en los niveles social y político. En general, los cambios que han ido generando los movimientos de mujeres pueden ser utilizados para reforzar una concepción que minimiza la desigualdad, la violencia y el maltrato que aún persisten y que, en algunos casos, se acrecientan. Ulrich Beck (1998: 32) afirma que el plus de igualdad ganado por las mujeres nos muestra más claramente los nudos críticos de las desigualdades que aún persisten: “Queda la pregunta de si esta desigualdad entre hombres y mujeres, a todos los niveles, ha cambiado realmente durante las últimas décadas. Los números hablan un doble lenguaje. Por un lado, se han producido cambios memorables, sobre todo en los ámbitos de la sexualidad, el derecho y la educación. De hecho, sin embargo, son más bien cambios en la conciencia y sobre el papel (con la excepción de la sexualidad). Frente a estos cambios se observa, por el otro lado, una constancia en el comportamiento y las situaciones de hombres y mujeres (sobre todo en el mercado laboral, pero también en cuanto a la protección social). Eso tie-
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Sin embargo, esto no va acompañado por paridad en los ingresos. En un estudio realizado en la Argentina, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay, María Elena Valenzuela (2000: 64) señala: “En todas las categorías ocupacionales las mujeres tienen ingresos inferiores a los hombres, especialmente en los grupos de ingresos más altos: empleadores, profesionales y técnicos que se desempeñan por cuenta propia. Las menores diferencias se registran entre los trabajadores por cuenta propia no profesionales y en el servicio doméstico, cuyos ingresos son los más bajos en la escala ocupacional y donde la presencia masculina es irrelevante”.
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ne el efecto aparentemente paradójico de que el plus de igualdad nos conciencia todavía más sobre las desigualdades que persisten e incluso se están agudizando. [...] “Los hombres, a la vez, han adquirido una retórica de igualdad, sin que sus palabras se traduzcan en actos. La capa de hielo de las ilusiones es cada vez más frágil: al tiempo que se equiparan las condiciones previas (de formación y de derecho), las situaciones de los hombres y las mujeres se tornan más desiguales, más conscientes y pierden más legitimidad”.
Los conflictos familiares Las familias enfrentan nuevos (y viejos) conflictos, que muy a menudo no pueden resolverse; esto profundiza la intolerancia en la pareja y el maltrato o abandono afectivo hacia los niños y las niñas. Algunos de ellos se refieren a la relación de pareja, la sexualidad, la crianza de lo hijos, la realización de las tareas domésticas, los desacuerdos acerca de la distribución del dinero y la toma de decisiones referidas a su uso, la dificultad de conciliar la vida laboral y la familiar, especialmente en el caso de las mujeres. Además, existen procesos complejos de separacio nes y divorcios, maltrato y abuso hacia niños, niñas y adolescentes, la dificultad de algunos adultos para establecerse como figuras de autoridad durante la crianza, el abandono y soledad de los y las adolescentes o las personas mayores. En definitiva, un sinnúmero de reclamos de apoyo emocional, que coexisten con la necesidad de individuación y respeto por la privacidad. Los conflictos se definen como aquellas situaciones en las cuales los intereses de las personas o los grupos se encuentran en oposición, ya sea en forma explícita o implícita. En la base de los conflictos se encuentran relaciones de dominación configuradas en el desigual ejercicio del poder, pero en las familias, además, estas relaciones están comprometidas por los vínculos entre las personas, es decir, por la inmersión en un río de emociones y sentimientos. Estas situaciones pueden asumir diferentes modalidades, según las características personales y la historia de cada individuo y de la relación en la que se presenta: algunas personas se sumergen en el conflicto como en una “llamada de guerra”, otros prefieren reprimirlo o eludirlo y otros negociar. Las identidades de género de todos los miembros del grupo, su grado de ajuste a las expectativas y valores dominantes, sus procesos de transformación participan fuertemente en los conflictos que se generan. Los conflictos constituyen una faceta habitual en las relaciones entre personas y grupos. Si se los considera como anormalidades en los
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vínculos o se los acepta con resignación o se los reprime se pierde de vista su potencial transformador de las relaciones sociales. En el ámbito familiar los conflictos se deben a una multiplicidad de causas, pero una dimensión relevante está conformada por las prácticas de muchas mujeres que, aun de forma ambigua y contradictoria, exigen el respeto de sus derechos y un lugar propio en el sistema de autoridad familiar, lo que ocasiona frecuentes conflictos con sus compañeros varones, que sienten amenazadas sus concepciones y prácticas tradicionales, hasta tal punto “naturalizadas”, que cualquier propuesta de modificación resulta inconcebible y es contestada hasta con violencia. Si precisamos aún más, obtendremos que los conflictos familiares más comunes son los vinculados con las relaciones de pareja y con los hijos e hijas. Algunas de las situaciones conflictivas están vinculadas con el trabajo remunerado de las mujeres, las prácticas de crianza, la sexualidad y el erotismo, la participación social, categorías que no son exhaustivas y que se encuentran imbricadas en las relaciones entre hombres y mujeres dentro de los grupos familiares. El contexto de deterioro salarial y crisis económica por el que atraviesan muchos países, en especial la Argentina, genera en las familias diversas estrategias, que involucran frecuentemente una progresiva incorporación de las mujeres al mercado de trabajo, lo cual puede producir resistencias de parte de los cónyuges o agudizar sentimientos de celos y posesividad, que finalmente recaen en acusaciones y culpabilización hacia sus compañeras, o presentar conflictos entre los cónyuges por el control del dinero. Algunas mujeres no sólo buscan un trabajo por necesidad, sino que lo hacen para desarrollar un oficio o una profesión; otras, desean encarar estudios de diversa índole, desde los vinculados con entrenamientos diversos, para mejorar su posicionamiento en el mercado laboral, o “solamente” para aumentar sus conocimientos. En algunos casos, estos intentos son frustrados por la imposibilidad de revertir formas tradicionales de organización doméstica basadas en estereotipos de género. Frecuentemente todos los integrantes del grupo familiar, incluidas las mujeres, consideran que ellas deben ser las cuidadoras de todos y las organizadoras de la vida doméstica, incluso si trabajan fuera todo el día. El ideal de la mujer-madre dificulta a las mujeres reflexionar acerca de sus deseos como personas, más allá de los mandatos sociales. Este cuadro se agudiza cuando el hombre experimenta que se deteriora o se pierde su capacidad de proteger económicamente a la familia y, por lo tanto, ve disminuido su poder. Las mujeres también promueven este cuadro de descalificación masculina pues colaboran en reproducir las exigencias patriarcales por las cuales se espera que los hombres sean los principales proveedores, un contrato implícito en las relaciones matrimoniales.
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Los conflictos –frecuentemente expresados en el plano de lo afectivo (“nos dejás solos”, “con quién se van a quedar los chicos”)–2 abarcan oposiciones de intereses donde subyacen relaciones de poder entre sus integrantes: el hecho de que las mujeres ganen dinero, en ocasiones, produce “crisis” en los contratos de pareja precisamente porque ellas podrían avanzar sobre ámbitos de decisión atribuidos al varón. Si sumamos a esto que muchas veces el sueldo de las mujeres puede ser el único recurso económico familiar o incluso, cuando ambos tienen trabajo, que ellas tengan la posibilidad de obtener un ingreso más elevado que el del varón, se puede interpretar que detrás de los conflictos por la organización doméstica y el cuidado de los hijos también se esconde un auténtico temor a los cambios en las relaciones de poder y autoridad. Pues esta modificación podría generar el quebrantamiento de una pauta fuertemente arraigada: la del hombre proveedor, cuyo rol lo habilita para ser la autoridad familiar. Los conflictos en el ámbito de la sexualidad y el erotismo frecuentemente están ocultos. Existen situaciones por las cuales muchas mujeres no reciben la consideración y el respeto de sus compañeros hacia sus necesidades y deseos. De hecho, muchas de ellas suelen acomodarse a los requerimientos eróticos del varón, por ejemplo, frente a la demanda de sexo sin protección, como prueba de confianza o como testimonio de fidelidad y recato. Prueba de ello es la epidemia de VIHsida y el incremento en la proporción de mujeres infectadas.3 Ana María Fernández señala que el matrimonio monogámico –es decir, el derecho exclusivo del marido sobre la sexualidad de la esposa– ....................... 2
Estos mecanismos ejercen violencia sobre los deseos personales (salir a trabajar por el deseo de comunicación social más allá de las fronteras de la casa o para capacitarse en una tarea de su agrado) mediante recriminaciones o reproches sustentados en patrones tradicionales, por ejemplo, en la acción de impedirle a la mujer la posibilidad de trabajar en función de que cumpla con su deber de madre a tiempo completo (Fernández, 1993). 3 Si se toma como indicador la relación hombre-mujer de los enfermos/as notificados de VIH-sida en la Argentina, puede observarse que el grupo de personas que padecen la enfermedad ha ido variando. Lo que al principio parecía una epidemia sufrida casi exclusivamente por los varones se está expandiendo hacia las mujeres en forma creciente: en 1988 la relación hombre/mujer fue de 12.6; en 1993 descendió a 4.0 y en 20 01 la razón hombre/mujer es de 3.2,1. Esta expansión se explica debido a las relaciones sexuales sin protección y además podría relacionarse con la dificultad para establecer relaciones de respeto hacia la integridad física y emocional de las mujeres en las relaciones sexuales. Ministerio de Salud. Estadísticas de salud (1998-94). Programa LUSIDA (2001).
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sólo puede sostenerse a través de un proceso histórico social de producción de una particular forma de subjetividad: la pasividad femenina. Dice la autora: “La violencia simbólica inscribe a las mujeres en enlaces contractuales y subjetivos donde se violenta su posibilidad de nominarse y se las exilia de su cuerpo erótico, apretándolas en un paradigma de goce místico que –en verdad– nunca ha dejado de aburrirlas” (1993: 189). Esta realidad violenta en las mujeres la posibilidad de elegir el momento, el sujeto y la forma que adquiera el encuentro con los compañeros sexuales elegidos. La posibilidad de relaciones más democráticas entre los sexos implica la paridad en la satisfacción del deseo propio y la búsqueda de una confianza mutua que permita el disfrute erótico en igualdad de condiciones. La participación social de las mujeres está ligada en varios sectores a la supervivencia del grupo familiar –debido a las situaciones críticas de pobreza que atraviesa más de la mitad de los hogares en nuestro país–, ya sea sosteniendo comedores populares, emprendimientos solidarios, luchando en las organizaciones barriales o de trabajadores desocupados. Si bien algunos hombres pueden aceptar que las mujeres se incorporen a estas actividades, lo hacen desde la misma lógica con la que aceptan que busquen un trabajo remunerado, es decir que la actividad representa la obtención de recursos materiales para la subsistencia familiar. En cambio, algunas mujeres se involucran en la acción colectiva, ya no sólo por la obtención de mejoras en la calidad de vida del grupo familiar, sino por la posibilidad de opinar y decidir desde sus propias convicciones, con el fin de ampliar el horizonte de su ciudadanía. La participación de las mujeres en el ámbito público favorece la toma de conciencia y el desarrollo de grados muy importantes de autonomía, lo que provoca la visibilización de los conflictos interpareja que frecuentemente permanecían ocultos. Los adultos, educados en sistemas de autoridad donde se desplegaban relaciones asimétricas con respecto al saber –se puede pensar, por ejemplo, en el supuesto de que los adultos, padres y maestros, enseñan a los más jóvenes–, actualmente se enfrentan con que en una parte de la niñez y de la adolescencia se han instalado nuevos lenguajes, vinculados con los juegos de video, las redes informáticas, los videoclips. Y, por consiguiente, los adultos descubren nuevas fuentes de conocimientos y prácticas en las que no tienen un papel preponderante. De este modo, la relación asimétrica planteada por la modernidad entre adulto que sabe y niña o niño que no sabe hoy aparece invertida. La expresión “pequeños monstruos”, según Narodowski (1999: 47), desnuda el hecho de que la infancia actual desborda las tradicionales representaciones a las que el mundo adulto estaba habituado.
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Para otros chicos, al contrario, este mundo de la posmodernidad está considerablemente apartado de su experiencia cotidiana debido a impedimentos económicos. Sin embargo, no por que esté alejado ellos ignoran que existe. Los medios de comunicación, en especial la televisión, muestran esta realidad descarnadamente, interpelándolos con la incitación a un consumo del que están excluidos. Esta contradicción muchas veces origina sentimientos de humillación, los que se agravan por la escasa presencia de políticas públicas redistributivas que gestionen las desigualdades. La situación de unos y otros presenta nuevos conflictos y, por lo tanto, desafíos a la crianza. El desconcierto de los padres y las madres se refleja en un ejercicio de la autoridad debilitado, ausente o represivo. La dificultad del ejercicio de la autoridad se observa tanto en las prácticas de aquellos progenitores de niveles socioeconómicos medios o altos, que creen que deben responder a las demandas de sus hijos orientadas al consumo, como en las de los padres de sectores empobrecidos, que se sienten frustrados en su tarea parental porque las circunstancias socioeconómicas que los afectan les impiden gratificar a sus hijos materialmente. En ambos casos, no se analiza críticamente la realidad y la necesidad, sino que se actúa impulsado por el reclamo, ya sea que pueda satisfacerse o no, renunciando a reflexionar junto con los hijos o a establecer los límites que sean necesarios. Deconstruir en la vida cotidiana la noción de órdenes-obediencia o la noción de abandono para pasar a vínculos de autoridad paterna y materna que permitan guiar a los niños y niñas en su proceso de crecimiento hacia niveles de mayor autonomía –con los límites necesarios para cada quien según la situación, y no fijados previamente por su sexo o por su edad– permitiría a los niños y niñas disfrutar de la seguridad que confiere la autoridad, siempre que ésta se base en el amor, el apoyo y la orientación. Este vínculo de autoridad se sustenta en el ejercicio del derecho de los más chicos a escuchar y a ser escuchados y en que sus opiniones, sentimientos y deseos sean tenidos en cuenta.4 La falta de estrategias para enfrentar los cambios y la demanda por mayor autonomía de niños, niñas y adolescentes generan conflictos en las relaciones familiares, al poner en crisis las prácticas de autoridad de los adultos, las que oscilan, como señalamos, dentro de un abanico de ....................... 4
El artículo 12 de la Convención sobre los Derechos del Niño establece que cada niña, niño y adolescente tiene derecho a escuchar y ser escuchado en el ámbito de la familia, en distintos ámbitos sociales y explícitamente durante los procedimientos administrativos y judiciales que los afecten (también están vinculados los artículos 13 al 17).
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alternativas: que van desde el dejar hacer hasta el controlar excesivamente. Esta conflictividad puede agudizarse en los casos en los que la crianza de los niños y niñas se produce en hogares con mujeres al frente, sobrecargadas por la suma de responsabilidades vinculadas con la manutención y la crianza. Relacionado al complejo de pautas que rodean al ejercicio de la maternidad, hemos observado cómo muchas mujeres se debaten entre el ejercicio de sus derechos en la relación de pareja y la sensación de culpabilidad frente a sus divorcios o separaciones, pues estos hechos frecuentemente son evaluados como el resultado de los intentos de cambio por parte de la mujer y, a la vez, como la causa de los problemas psicológicos y sociales de los hijos e hijas. Por el contrario, otras mujeres evalúan de manera positiva su situación, y consideran que están intentando organizar un contexto de crianza más seguro en términos emocionales y físicos, pues el no permanecer con un compañero ha sido el resultado de decisiones vinculadas con el desamor o el maltrato.
Procesos comunicacionales y conflicto Las situaciones comunicacionales en los grupos familiares pueden ser caracterizadas como constructoras de situaciones discursivas, generadoras o no de situaciones conflictivas. En general, las situaciones conflictivas en el ámbito de la familia tradicional se presentan en el marco de procesos comunicacionales unidireccionales, en los que el emisor produce un mensaje y el receptor lo recibe en condiciones de asimetría y en un contexto de imposibilidad de constituirse él mismo en nuevo emisor. Esto significa que el emisor no requiere respuesta ni le presta atención a su interlocutor en caso de que la hubiera. En síntesis, el emisor construye su mensaje en una situación comunicacional habilitada por situaciones discursivas asimétricas acordadas explícita o implícitamente. El discurso es un mensaje situado (Verón, 1995: 236), una situación discursiva que se da en el marco de una relación –el que produce discurso y su destinatario– en la que se articulan diversos componentes, y se despliegan valores según las especificidades de las distintas operaciones. La construcción discursiva no es neutra, en ella se ponen en juego poder y autoridad desde una dinámica particular; esta movilidad hace que la comunicación esté en permanente transformación. Por otra parte, el discurso es una “forma textual” construida con distintos códigos o lenguajes (el verbal, el no verbal: corporal, gestual, visual, entre otros) que portan significados y definen sentidos en el marco de la relación. Se crean discursos a partir de la elección del código elegido y desde una determinada práctica de poder y autoridad.
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Asimismo, las operaciones productoras de sentido en el seno del discurso son al mismo tiempo prácticas sociales específicas. La noción de proceso de producción supone la noción de un sujeto productor y éste sólo puede ser definido en términos de su lugar social.5 En la construcción discursiva, los actores tejen una “trama significante” a partir de un sistema de ida y vuelta permanente, de reenvíos múltiples e inestables, un sistema complejo de producción de sentido. En el marco de las relaciones familiares, los discursos que circulan son operaciones productoras de sentido y al mismo tiempo prácticas sociales específicas que ponen en juego, en el contexto de lo que podría denominarse “el discurso familiar”, ciertas creencias y dogmas, na turalizados, favorecedores y promotores de situaciones conflictivas, especialmente vinculados con las relaciones de género. En algunas familias, el discurso tradicional de género promueve una serie de creencias que apoyan formas violentas de resolver conflictos y situaciones de abuso emocional en la comunicación, que se pueden sintetizar en las siguientes: • el padre y la madre son desiguales dentro de una jerarquía fija y natural: “Alguien tiene que mandar, alguien tiene que tener la última palabra, el hombre sabe tomar decisiones mejor...”; • las mujeres son incapaces de ocuparse de otras cosas que no sean las vinculadas directa o indirectamente con el hogar; • las buenas madres se ocupan exclusivamente de los hijos; • la familia debe ser unida, monolítica y tratar de esconder los conflictos hacia fuera y hacia adentro; • los hijos no pueden participar en la toma de decisiones, a veces ni siquiera son tomados en cuenta como sujetos aun cuando se trata de sus problemas (basado en Ravazzola, 1997). En las familias autoritarias, el grupo debe delegar en la autoridad –generalmente masculina– la resolución de los problemas que les atañen a todos. Esta autoridad debe decidir sobre permisos y prohibiciones y determinar qué está bien o qué está mal. Si algún miembro desafía o cuestiona esta autoridad es considerado como un peligro para los miembros. Las creencias autoritarias pueden derivar con facilidad en situaciones de abuso y violencia hacia los más débiles, en general, mujeres y niños. El abuso, es decir, el uso indebido y excesivo del poder, tiene un ....................... 5
“El conjunto de determinaciones que define el lugar social de los productores es lo que podemos designar como las condiciones de producción de los discursos” (Verón, 1995: 241).
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núcleo central: el desdibujamiento del otro como sujeto, por lo tanto, la persona abusadora encubre sus acciones en mensajes que tienen que ver con el bien de la persona afectada por su conducta abusiva. Los discursos de algunos hombres tienen características como las que aquí se detallan: • sólo ellos tiene la capacidad para determinar lo que está bien y lo que está mal; • la mujer y los hijos carecen de aptitudes para disentir y tomar decisiones autónomas; • no reconocen los riesgos de la violencia ni para sí mismos ni para sus familias, y minimizan las consecuencias de sus acciones; • justifican sus acciones basándose en la necesidad de corregir o educar; • siempre se perciben a sí mismos como perjudicados; • atribuyen las causas de su conducta a factores externos o a emociones extremas (basado en Ravazzola, 1997). Algunas mujeres que sufren maltrato y violencia en la familia participan de algunas de estas creencias y sentimientos: • no dan importancia a diversas formas de maltrato, se autoculpabilizan; • no reconocen el abuso hacia ellas; • aunque se sientan incómodas frente al abuso no reconocen su malestar, creen que tienen que aguantar por la unión de la familia; • parten de la “mística” de la condición materna: altruismo y olvido de sí mismas; • el amor hacia el o los abusadores las confunden, no reconocen sus derechos porque el miedo a la pérdida y la soledad les hace creer que no hay otros caminos de interacción (basado en Ravazzola, 1997). En los discursos de género de algunas familias autoritarias, la comunicación incluye: • frases descalificadoras de quienes se creen autoridad hacia los que no se suponen autoridad. Del esposo a la esposa, de la madre hacia los hijos e hijas, algunas veces de éstos a su madre o padre, del hermano mayor a los menores; • gestos de desprecio de unos hacia otros que reemplazan la comprensión y la identificación con el otro; • frases disciplinadoras: Es bueno que..., es malo que..., las muje res..., los hombres... Son generalizaciones que no tienen en
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cuenta las particularidades de cada miembro y que ignoran las diferencias en el ejercicio de las prácticas de género. Refuerzan la necesidad de adoptar los mandatos morales de los padres acerca de cómo debe ser un hombre o una mujer; • preguntas tipo mesa examinadora. Son preguntas que esconden una desvalorización de quien responde, donde una respuesta que se aparte de aquella esperada por la autoridad será concebida como incorrecta (basado en Ravazzolla, 1997). En ocasiones, en las relaciones familiares se construyen situaciones discursivas violentas, es decir que la violencia se configura como la forma de interacción. En las relaciones violentas entre hombres y mujeres hay un sistema de creencias compartido por ambos miembros de la pareja que apoya modos de control ejercidos por los maridos o compañeros. El hombre cree que la mujer tiene la obligación de aceptarlos y la mujer los acepta para continuar en esa pareja y se autoculpabiliza si no los acepta. Las mujeres toleran muchas veces los maltratos y la violencia, tanto psicológica como físicamente, por varias razones que se retroalimentan: la autoculpabilización por su comportamiento femenino, el miedo al agresor, su dependencia económica y emocional y la esperanza de que el agresor cambie. El miedo y la sensación de amar al agresor determinan el lamentablemente conocido ciclo de la violencia, en el que la agredida perdona, cada vez que el hombre pide perdón, se arrepiente y le jura amor. La dependencia económica también ayuda a la reproducción de la violencia. La baja autoestima de las mujeres, construida por la mirada del otro, a quien se teme y se admira, con quien se convive y quien constantemente pone en duda la capacidad, la inteligencia, la creatividad y la capacidad de gestión de su compañera son rasgos que contribuyen a generar desconfianza en la capacidad para generar los propios ingresos, lo que se agrava cuando se carece de un oficio o formación, mientras se ahondan las dificultades para salir de la casa debido a los controles del marido y a que la mujer se culpa a sí misma porque abandona a sus hijos. Todo esto se suma a las dificultades reales que viven muchísimas mujeres y que están vinculadas con la imposibilidad de acceder a recursos económicos legítimos (Schmukler, 2000). El individuo que ejerce algún grado de autoritarismo o maltrato –sea verbal, emocional o físico– mayormente es una persona adulta, marido o padre. Connell (1995: 44) señala dos patrones de violencia masculina: a) el de la violencia ejercida por muchos hombres para sostener la dominación hacia las mujeres y b) el de la violencia como eje de la política de género entre los hombres, en sus modos de vinculación y apropiación del poder entre ellos. Quienes reciben el impacto de esas prácticas generalmente son mujeres, niños y niñas, ancianas y ancia-
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nos. María Cristina Ravazzolla (1997) considera que en las relaciones violentas la persona violenta desarrolla sentimientos de apropiación, impunidad, centralidad de sus necesidades y deseos, control y abuso del poder, mientras la persona maltratada manifiesta sentimientos de incondicionalidad, culpa, disminución del propio valor, del registro de su propio malestar y sumisión. Frecuentemente, los sujetos que no son ni víctimas ni victimarios pueden ser considerados como espectadores o cómplices de los hechos violentos. El concepto de espectador pone el énfasis en los que no son ni víctimas ni perpetradores. La víctima y el victimario forman una figura relacionada entre sí, mientras que los espectadores forman el contexto en el cual el hecho de violencia puede llevarse a cabo o prevenirse. El comportamiento de los espectadores es lo que determina cómo seguirá el hecho violento: si no hacen nada, se convierten en cómplices de la situación de violencia. Los individuos del contexto son los testigos: los que están allí. Abrir la escena del maltrato y de la violencia a los otros que “están allí”: parientes, vecinos, amigos permite reconstruir la trama de relaciones donde la violencia tiene lugar. En algún momento se conoce en la familia, en el grupo de amigos o en el barrio que una mujer está siendo golpeada o que están maltratando a un niño. La orientación para hacer la denuncia o para recibir tratamiento es una posibilidad de romper ese silencio, y de comprometerse con la situación, para apoyar a los sujetos en la búsqueda de otro camino que les permita salir adelante sin tener que soportar más maltratos. Estas iniciativas permiten crear alternativas comunitarias de protección, muchas veces muy útiles, si se las compara con las situaciones que sufren las mujeres golpeadas. Es bastante común que las mujeres golpeadas deban abandonar sus hogares para vivir en un refugio,6 lo que conlleva un gran sentimiento de pérdida, por no vivir más en su ambiente doméstico, por no poder ver a sus conocidos o conocidas, agravado algunas veces por el cambio de escuela de los hijos e hijas. Por este motivo, actualmente se piensa en estrategias comunitarias de contención, cuidado y apoyo a las víctimas de la violencia, ya sea que se trate de mujeres adultas, niños, niñas y adolescentes, ancianos y ancianas o personas discapacitadas.
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Los refugios para mujeres golpeadas son alternativas de alojamiento y protección para estas mujeres y sus hijos/as, cuando la situación que viven en sus hogares es evaluada por los profesionales intervinientes como de alto riesgo para sus vidas o las de sus hijos.
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Consecuencias de la resolución violenta de los conflictos La resolución violenta de los conflictos genera situaciones desfavorables para el desarrollo humano de sus miembros, particularmente para los grupos familiares de menores recursos: • genera en las mujeres, niños y niñas traumas físicos y psicológicos; • en ocasiones, deja a niños, niñas y jóvenes fuera de la escuela debido a la falta de atención y protección saludable de sus progenitores; • empuja a los niños y jóvenes a la calle, a trabajos en condiciones de explotación y a integrarse en bandas que reemplazan la perdida imagen de familia; • ataca la autoestima de las mujeres, niños y niñas maltratados e impide el desarrollo personal, debido al sufrimiento y la carencia afectiva que experimentan (basado en Schmukler, 2000). Los pedidos de ayuda de las mujeres, que cada vez se atreven más a denunciar situaciones de violencia familiar, muestran, aunque en forma incompleta,7 la gravedad de esta realidad. Según Horacio Chitarroni (2001: 65 y ss.) en los últimos tres años el promedio de llamados al servicio de atención telefónica de la Dirección General de la Mujer del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires ha sido de alrededor de 25.000 casos por año, una cifra que casi duplica las denuncias de los años 1995 y 1996, posiblemente debido a la combinación de la mayor difusión establecida para este servicio con un clima social que comienza a desnaturalizar y condenar la violencia contra las mujeres, con mayor intensidad que en los años anteriores. De un conjunto de 325 fichas seleccionadas, casi la totalidad de las denunciantes residen en el Gran Buenos Aires (Capital Federal y Conurbano). En el 96% de los casos es la misma víctima quien hace la denuncia. Los casos se agrupan en dos segmentos: las mujeres que denuncian antes de los 5 años (51%) y las que lo hacen recién cuando la situación ha superado los 10 años (40%). En el 93% de los casos el agresor es el cónyuge (esposo o concubino) y en el 3% el ex cónyuge. Un 85% de las denunciantes conviven con el agresor. ....................... 7
No existen registros confiables en el nivel nacional, debido a la dificultad para obtener información sobre el problema. Por esta razón nos referiremos a los resultados de una in vestigación realizada en la Ciudad de Buenos Aires, donde se registraron y analizaron las situaciones de violencia detectadas a través de los servicios de prevención de violencia “doméstica” de la ciudad.
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En el 88% de los casos se trata de mujeres con hijos y éstos conviven con la pareja en el 77% de los casos. En un 43% de los casos denunciados, los niños y niñas también son víctimas de violencia. Las mujeres agredidas que tienen entre 26 y 45 años suman casi un 70%, mientras que en la población de referencia son menos del 50%. En cambio, están subrepresentadas las mayores de 45 años: el 20% frente a más del 40% en el total. La tasa de empleo de las mujeres denunciantes es alta y alcanza el 54%, cifra considerablemente mayor que en la población de referencia: 38%. 8 En cuanto a la ocupación de las denunciantes, hay un 37% de profesionales (asalariadas e independientes). En la población de referencia esta proporción es considerablemente menor: el 10%. Sólo el 12% de las denunciantes trabajan en servicio doméstico, ocupación que asciende al 21% en el total de la población de referencia. La sobrerrepresentación de las mujeres que tienen entre 26 y 45 años y las profesionales puede estar indicando que ellas son quienes “deciden” hacer los llamados al servicio de ayuda. Entre los golpeadores a quienes aluden las llamadas telefónicas no parece haber más desempleados que en el conjunto de la población tomada como referencia. Su tasa de empleo es del 83%, mientras que llega al 74% en la población de referencia. Los profesionales suman un 14%, mientras que en la población de referencia son menos de un 10%. El 17% es personal de fuerzas armadas o de seguridad y el 13% es transportista: estas dos actividades suman aproximadamente el 30% en la población de referencia, de manera tal que no se hallan sobrerrepresentados entre los cónyuges golpeadores, como lo indicarían los prejuicios acerca de situaciones de violencia asociadas con este tipo de empleos y/o con la baja calificación ocupacional. Finalmente, en el 43% de los casos denunciados también se reportan agresiones hacia los hijos e hijas menores de 18 años.
Poder, autoritarismo y violencia Como hemos señalado al principio de este capítulo, los conflictos siempre son acerca del poder y la autoridad, explícita o implícitamente. A. Arendt (1954, 1996: 101) distingue entre poder, autoridad y violencia. Concluye que la violencia es invocada cuando el poder está amenazado y señala que la autoridad siempre demanda obediencia, la que es ....................... 8
Población de referencia: en comparación con el total de mujeres residentes de la ciudad.
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aceptada en el grupo gracias a la legitimidad y la confianza que se le otorga a esa autoridad. No es adecuado, entonces, confundir obediencia con violencia. Robert Connell (1995: 44) destaca que la violencia forma parte de un sistema de dominación, pero es al mismo tiempo, coincidiendo con Arendt (1954,1996: 101), una medida de su imperfección, ya que una jerarquía legítima no tendría que usarla. La violencia surge de la negación del otro u otra. No es cualquier relación de poder, es una relación para anular al otro, para excluirlo, para ignorarlo. La autoridad otorga seguridades, protege, confirma a los otros. Se construye con actos mutuos de delegación, de protección, lo cual implica el debate sobre los vínculos y la remodelación de los principios en los que se basan. La posibilidad de generar en algunos ámbitos una práctica de autoridad más flexible, donde el lugar de quien decide sea asumido a veces por un sujeto y a veces por otro, de acuerdo con las circunstancias, significa que no siempre la autoridad deba delegarse en una sola persona. La promoción de un discurso abierto por el cual se pueda enunciar la propia voz permite revisar las decisiones que llegan desde arriba de la pirámide y dar poder a los de abajo. Así como se exige que en el ámbito público, las autoridades públicas sean legibles y visibles, para construir valores como la confianza, la solidaridad y la democracia, también esto debe exigirse en la vida cotidiana. El conflicto puede ayudar a transformar la autoridad: en la medida que se cuestionan las normas, la autoridad es desmitificada por el mismo grupo social, que de este modo la hace visible en sus falencias, tomándola por dentro, deconstruyéndola y construyendo nuevas autoridades.
Democratización de las relaciones familiares Cambios en las familias Actualmente algunos grupos familiares están abriendo procesos de negociaciones que cuestionan las relaciones de poder y autoridad, lo cual puede indicar que estarían en crisis los “acuerdos” que legitiman la desigualdad entre hombres y mujeres y se estarían problematizando los discursos legitimados de las viejas prácticas patriarcales. Si bien estos procesos, frecuentemente iniciados por las mujeres, están en marcha, en algunos grupos familiares aún predominan las formas tradicionales de acuerdos y la manera de dirimir los disensos, tácitamente bajo el poder del padre u otro varón de la familia. Dada esta situación, nos parece central para la democratización de las relaciones familiares dar a conocer elementos que faciliten la toma de conciencia
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sobre la posibilidad de enfrentar los conflictos a través de negociaciones –cuando sea posible hacerlas– tal como se propondrá más adelante. En este capítulo nos pareció necesario trasladarnos a un nivel de análisis de prácticas concretas que puedan servir como motivadoras para la acción, como resultado de lo aprendido en la implementación del Programa de Democratización de las Relaciones Familiares en los últimos años. No pretendemos dar menús de opciones ya elaborados, sino desplegar algunos temas que puedan ser utilizados incorporándolos a estrategias de cambio más integrales.9 Están indicando procesos democratizadores: los procesos de cambio de las pautas de convivencia a través de la revisión de los patrones de desigualdad existentes y de la inclusión de todos los miembros de la familia en una nueva dinámica más flexible; el reconocimiento de las mujeres y de los hijos e hijas como sujetos de derechos en la dinámica familiar y la facilitación del reconocimiento de las necesidades y deseos de cada integrante de la familia sin realizar discriminaciones en contra de las mujeres y de los niños y niñas. Estos cambios en las relaciones familiares involucran formas de convivencia donde se replantea la subordinación de género, donde tanto las madres como los hijos y las hijas –de acuerdo con la edad, el ciclo vital y los niveles de maduración– tienen el derecho a ser respetados, oídos, tenidos en cuenta, sin ningún tipo de descalificación o maltrato, en virtud de su género o su edad.
Negociaciones tradicionales y democratizadoras Muchos de los procesos democratizadores son el resultado de negociaciones en la vida familiar. Las negociaciones son procesos de mutua comunicación encaminados a lograr acuerdos con otros cuando hay algunos intereses compartidos y otros opuestos. Se refieren a discutir normas, acordar con otros nuevas formas de interacción en algún aspecto de la vida de relación y/o asignaciones de recursos simbólicos o materiales; mediante las negociaciones se intenta resolver un conflicto a través de un acuerdo mutuo. Son procedimientos de discusión que tienen como objetivo conciliar puntos de vista opuestos. Las negociaciones se realizan cuando el acuerdo no es evidente, y cuando los protagonistas en desacuerdo intentan encontrarlo (Touzard, 1987). Es importante comprender dentro de qué marcos culturales se produce el proceso de negociación en el ámbito familiar. Cuando tiene lugar en condiciones tradicionales de complementariedad y asimetría de ....................... 9
Con este propósito hemos editado una Guía de Recursos para Talleres de Democratización Familiar.
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poder, a menudo lleva a una lucha en la que, por un lado, las mujeres tratan de ejercer poder en alguna esfera de la vida cotidiana, a través de múltiples formas (coerción, disimulación, persuasión, acomodación, etc.), mientras que los varones, al estar seguros de que ejercen el poder no negocian, simplemente imponen (Di Marco, 1997). En casos de relaciones simétricas, donde cada uno es reconocido por el otro como portador de legitimidad para iniciar el proceso para acordar posiciones e intereses, se trata de construir acuerdos donde los negociadores tienen, desde ambos lados, la posibilidad de redefinir la situación para establecer otra nueva situación que los beneficie a ambos. En las negociaciones tradicionales no se cuestionan las condiciones de asimetría de poder y autoridad, que son las habituales dentro del sistema patriarcal. Las negociaciones se manifiestan como una confrontación abierta sobre los espacios de poder o como una transacción indirecta, en la cual se cede algo para conseguir la meta deseada, pero sin cuestionar la legitimidad del poder del otro ni aclarar necesidades y derechos de la parte que no tiene culturalmente legitimidad para detentar el poder. La desigualdad de género dificulta la negociación por varias razones: • las expectativas de género inciden negativamente en muchas mujeres para sostener sus deseos y objetivos y transformarlos en intereses; • a muchos hombres les cuesta escuchar los deseos y los intereses de las mujeres; • las diferencias de recursos entre hombres y mujeres pueden plantear una gran dependencia económica de algún miembro, generalmente de las mujeres. Muchas mujeres sienten que su condición “femenina” las aleja de la posibilidad de negociar y prefieren “ceder espacios y aspiraciones legítimas”, “ceder antes que negociar para mantener la armonía del hogar” (Coria, 1998: 31). Entonces, se autoimponen silencio, disimulan, reprimen los enojos por miedo a provocar disgusto, malestar o incomodidad, se autopostergan en nombre del amor, por el bienestar de los otros, como un acto de abnegación que reproduce la falta de reciprocidad. Toleran las dependencias, ceden espacios por miedo a no ser consideradas buenas mujeres, buenas madres. Por todas estas razones, históricamente las mujeres han desarrollado múltiples formas para conseguir sus objetivos a través del “no decir”, del silencio, como disfraz de prácticas no autorizadas para el género femenino; “las tretas del débil”, que se han constituido en tácticas de resistencia –como señala Josefina Ludmer (1985)–, dejan a las mujeres menos expuestas a la crítica en la lucha por sus necesidades, aunque
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simultáneamente les impiden lograr un reconocimiento explícito de sus derechos. Consecuentemente, es posible que obtengan algunos logros para ser más tenidas en cuenta, pero los demás no los evalúan como consecuencia de la negociación. O, por otra parte, pueden fracasar, lo que implica volver a la situación inicial sin ninguna posibilidad de modificar la situación. En cambio, las negociaciones democratizadoras permiten la transformación del discurso familiar. Estas negociaciones son producto de las prácticas de las mujeres por adquirir reconocimiento y control en ciertos aspectos de la vida familiar, y son acompañadas por argumentaciones que sustentan sus deseos y sus derechos a iniciar algunos cambios. Estos argumentos constituyen el denominado discurso de derechos.
Los cambios en los modelos de género: impacto del discurso materno En trabajos anteriores hemos definido el discurso de derechos como las explicitaciones de las prácticas transformadoras que realizan las mujeres en el proceso de constituirse como sujetos: las luchas para adquirir mayor estima de parte del marido y de los hijos, para que el trabajo doméstico que ellas realizan sea valorado, para que sus deseos de salir a trabajar o a participar en alguna actividad sean reconocidos, para que sus decisiones sean respetadas (Di Marco, 1997). Muchas mujeres constantemente realizan intentos de negociaciones en diversas áreas (algunas en aspectos de la crianza de los hijos; otras, en el manejo del dinero; otras, para salir a trabajar). Pero es necesario que expresen las razones de estas negociaciones, o los beneficios que esperan obtener para ellas o los que han obtenido, para que se produzca una ruptura con las concepciones de género tradicionales. Las mujeres que explicitan por qué decidieron realizar determinados reclamos a sus compañeros o por qué han elegido alternativas diferentes de las tradicionales de subordinación han pasado de la ambigüedad discursiva a una reflexión consciente y racional sobre las motivaciones de sus conductas de desafío de la autoridad masculina en el grupo familiar, proclamando su derecho a trabajar o a participar o a manejar el dinero de una manera más igualitaria. Para que se produzcan cambios en el discurso familiar, además de lo que hacen las mujeres, es necesario el argumento, la palabra de las mujeres. Es decir que expliquen por qué hacen lo que hacen, que se presenten como sujetos de derechos, aun cuando este discurso verbal presente contradicciones. La contradicción o ambigüedad materna, cuando es explicitada, abre un debate en el discurso familiar acerca de las conductas apropiadas para cada género.
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Cuando las mujeres ejercen poder como resultado de negociaciones donde utilizan argumentos tradicionales, no cambian el discurso familiar. Por ejemplo, las mujeres que controlan los recursos económicos de todos los miembros de la unidad doméstica que tienen trabajo remunerado, asignando las prioridades y los gastos, ejercen poder en el área del presupuesto familiar, pero en sus discursos y en los de sus maridos e hijos se considera al padre como la autoridad en ése ámbito de la vida familiar. A medida que las mujeres rompen las argumentaciones tradicionales en algunas de las áreas en las que negocian, habilitan a sus hijos, hijas y compañeros a la posibilidad de reconceptualizar sus representaciones de género. En general, la contradicción más frecuente surge sobre la posibilidad de sostener un argumento sobre el derecho al uso del dinero o a la realización compartida del trabajo doméstico o a la salida para ir a trabajar, pero no ocurre lo mismo sobre la obligación femenina de criar a los hijos e hijas, más atada a la moral tradicional (Di Marco, 1997). La voz de la mujer, que enuncia su verdad, diferente de la de los modelos tradicionales, con la que explica sus deseos y sus prácticas, produce impacto en el discurso familiar, el que está compuesto de un repertorio de significados implícitos y explícitos acerca de las relaciones de género, de las expectativas mutuas, de lo que se espera de hijos e hijas, de la forma de comunicación entre los miembros del grupo familiar, de la expresión de los afectos, de quién tiene autoridad y en qué aspectos de la vida familiar. Este discurso familiar ha sido modelado por la historia de cada uno de los integrantes, de sus logros y dificultades afectivas, económicas y laborales.
Autoridad y lenguaje de derechos La autoridad se basa en el reconocimiento de que alguien está realmente habilitado para ejercer el poder, ya sea desde la moral de la sociedad o desde un grupo familiar en particular. Al quedar el discurso tradicional intacto, los hijos saben que su madre tiene poder en algún área, sin embargo, no le dan el reconocimiento que ella debiera tener si hubiera proclamado sus derechos. El discurso tradicional no es alterado aunque las prácticas, al menos en parte, lo contradigan. La exposición de un discurso de derechos tiene el efecto de proclamar la legitimidad de una conducta diferente del modelo sexista. Esta explicitación posibilita la construcción de una ideología de género en transición hacia formas de convivencia más simétricas entre los géneros (Di Marco, 1997). ¿Cuáles son las mujeres que tienden a enunciar un discurso de derechos? Según nuestras investigaciones, son aquellas en cuya vida co-
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tidiana se encuentra presente la combinación de trabajo remunerado extradoméstico y de participación comunitaria. La afirmación de las madres de su derecho a trabajar y participar parece estar positivamente conectada con las ideologías de género en transición de los hijos. El trabajo remunerado fuera de la casa y la participación pueden ser simultáneos o sucederse en el tiempo, pero como veremos en la siguiente sección, la participación comunitaria refuerza el proceso de cambio de las mujeres, al permitirles una experiencia en el mundo público donde ellas prueban sus fuerzas y los conocimientos adquiridos en el ámbito doméstico. El discurso de derechos es más frecuentemente elaborado por las mujeres que realizan negociaciones acompañadas con argumentaciones presentadas desde sus intereses, que explicitan los motivos y propósitos de sus acciones. Ejercen abiertamente el poder en algún área de la vida familiar y son capaces de presentarse como sujetos, no sólo en su condición de madres. Esto puede suceder tanto entre aquellas mujeres que mantienen sus parejas y realizan cambios dentro de las mismas como entre quienes se han separado. En este último caso, las mujeres son capaces de poner en palabras su evaluación de la antigua situación y de la presente, pueden transmitir una representación de la madre como actora de un proceso de cambio. El discurso, como acción comunicativa, produce realidades; en este sentido el discurso de derechos puede conducir al logro de una mayor autonomía a través de un cambio en el grado de conciencia, que se traduce en una búsqueda de más control sobre la propia vida y en el reconocimiento del derecho a tomar decisiones y a hacer elecciones. El resultado es el protagonismo que transforma a los sujetos en agentes (en el sentido de que se convierten en personas que configuran su propio desarrollo). Agente es la persona que actúa y provoca cambios y cuyos logros pueden juzgarse en función de sus propios valores y objetivos, independientemente de que éstos sean evaluados o no en función de algunos criterios externos (Sen, 2000: 233).
La equidad en la negociación En el espacio de negociación cada persona es portadora de necesidades, intereses y metas que están ligadas al problema en cuestión, tanto como a situaciones previas, de su propia historia personal y familiar. Esta suma de elementos que las personas llevan consigo no sólo responde a elecciones personales sino que muchas veces está modelada por expectativas que van más allá de lo personal, que están vinculadas a posiciones que ese sujeto ocupa socialmente, ya sea en la esfera privada como en la pública.
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Las negociaciones son complejas, más cuando se dan en un marco de desigualdad y subordinación. Si algunos parten de verdades naturalizadas acerca del sistema de género y de autoridad, la negociación tendrá lugar en situación de inequidad. Esas verdades naturalizadas que se manifiestan a partir de la desigualdad en las relaciones de poder, hacen que las mujeres y los niños se subordinen a las decisiones de los varones. Las verdades en las que se ha sido socializado “se llevan adentro” y muchas veces se convierten en patrones muy asentados, de modo que no permiten abrir procesos de negociación por evitación o se resuelven en detrimento de los intereses de quien está peor posicionado socialmente. Los mecanismos de negociación entre varones y mujeres, para contribuir a superar la desigualdad, deben cuestionar la “naturalidad” de la desigualdad de autoridad y de recursos. La dominación masculina se legitima a partir de prácticas y discursos que hombres y mujeres toman como naturales y reproducen en la vida social. El poder simbólico construye a dominadores y dominadas, que se inclinan a respetar, admirar y amar a los que tienen el poder. La ruptura de esta relación de autoridad naturalizada, requiere “una acción política para el logro de la transformación de las relaciones entre los sexos y el ocaso del orden masculino” (Bourdieu, 20 00). Esta acción política significa no reconocer y resistir la legitimidad del poder de dominación de género. “La violencia simbólica se instituye a través de la adhesión que el dominado se siente obligado a conceder al dominador (por consiguiente, a la dominación), cuando no dispone, para imaginarla o para imaginarse a sí mismo o, mejor dicho, para imaginar la relación que tienen con él, de otro instrumento de conocimiento que aquel que comparte con el dominador y que, al no ser más que la asimilada de la relación de dominación, hacen que ésta parezca natural o, en otras palabras, cuando los esquemas que pone en práctica para percibirse o apreciarse, o para percibir o apreciar a los dominadores (alto/bajo, masculino/femenino, blanco/negro) son el producto de las clasificaciones, de ese modo naturalizadas, de las que su ser social es el producto” (Bourdieu, 2000: 49-50).
Para construir formas de relación que no se sustenten sobre la base del silencio, la aceptación de la imposición del otro u otra, o la falta de consideración por el punto de vista de una persona es necesario reconocer la desigualdad. Sin embargo, esto no es tarea fácil. Es preciso un proceso de desenmascaramiento de situaciones donde uno se encuentra en ventaja o desventaja para poder actuar en función de ellas. Beck Kritek (1998) señala prácticas que podrían contrabalancear situaciones de desigualdad, entre otras: • reconocer y definir los propios intereses, sabiendo que están conectados con los de los demás;
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• decir la propia verdad y reconocer las diferentes verdades de las otras personas involucradas; • poner sobre la mesa la desigualdad, desnaturalizarla, de acuerdo con el flujo de la comunicación; • no aceptar las situaciones definidas por costumbre o tradición, ya que al enmascarar las injusticias, contribuyen a perpetuarlas; • expandir la posibilidades de resolución del conflicto, cuando sea posible; • cuestionar las respuestas que se reciben. Así se hacen más claros el conflicto y el contexto en el que éste se desenvuelve; • mantener el diálogo, pero darse respiros, esto es, dar tiempo para que se procesen los intereses y necesidades de las partes; • saber cuándo y cómo dejar la negociación, cuando es imposible llegar a acuerdos. Las cuestiones a tener en cuenta en las negociaciones: • los intereses, tratando de entender en qué está auténticamente interesada cada parte; • las opciones, para ver si se pueden satisfacer cabalmente los intereses de ambas partes; • las diferentes normas de equidad para conciliar las diferencias. Intercambiar propuestas en un esfuerzo por lograr un acuerdo satisfactorio para ambas partes que, en todo caso, sea mejor que el retirarse de la negociación o de la relación; • las alternativas creativas para el individuo y para la relación. Es útil saber qué alternativas se tienen, en caso de no poder seguir adelante con la negociación. Básicamente, negociar es una manera de conseguir lo que se quiere y lo que quieren los otros, buscando la aceptación de ideas, propósitos y/o estrategias entre dos o más partes que pueden poseer algunos intereses comunes y otros opuestos. Intenta producir, siempre que sea posible, un acuerdo desde la búsqueda de resultados orientados a mejorar constructivamente, sin herir, ni dañar las relaciones entre las personas. La negociación sucede cuando ambas partes necesitan llegar a un acuerdo y existen objetivos enfrentados parcial o totalmente. En toda negociación hay una franja de relaciones y límites, el reto es poder detectar hasta dónde uno está dispuesto a negociar teniendo en cuenta sus propios intereses y los del otro. Los intereses son aquellas cuestiones que motivan a actuar y que se relacionan con las necesidades de logro, de reconocimiento, de estatus social y de autorrealización. Son los resortes silenciosos detrás de todo el “ruido” de las posiciones y varían de una persona a otra.
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Descifrar los propios intereses, objetivos u estados deseados e intentar defenderlos es un primer paso para poder negociar. Ponerse en el lugar del otro y tratar de entender los intereses subyacentes que lo pueden estar motivando es el segundo. Y el tercero, crear opciones para intentar, sin violentarnos, satisfacer a ambos. Una de las dificultades más comunes que se presentan al negociar es sentir que contamos con una sola alternativa, lo que inhibe la creatividad para encontrar soluciones.
Formas de resolución de los conflictos Eric Schuler (1998) presenta una tipología de comportamientos: la manipulación, la huida, la agresividad y la asertividad, en un cuadro con dos ejes: el vertical, que pone el énfasis en la conexión con los demás y el horizontal que representa la manifestación de lo que verdaderamente se piensa y quiere.
Apertura Escucha MANIPULACIÓN
ASERTIVIDAD
disimulo
franqueza
SUMISIÓN/HUIDA
AGRESIVIDAD Repliegue sobre uno mismo
El uso de la agresión para resolver un conflicto implica no prestar atención al deseo del otro. Uno responde a los propios intereses. No existe escucha, ni empatía en relación con el otro. Las actitudes de agresión más frecuentes pueden ser: egoísmo, indiferencia, violencia física o simbólica, resentimiento, frustración, temor. La sumisión, la huida son conductas de repliegue sobre el sí mismo. La persona se paraliza y no puede decir lo que piensa y siente. Se niega a enfrentar la situación, ya sea porque no tiene valor para afrontarla o por considerar, en algunos casos, que no vale la pena. Los comportamientos más frecuentes que genera la sumisión son: temor, negación, bloqueo, encierro, aislamiento, evitación. A través de la manipulación se intenta controlar o influir sobre los otros por medios desleales e injustos para obtener los propios propósi-
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tos. Se escucha demasiado bien al otro y a partir de esa escucha se intenta manipular sus dichos o sus acciones. El conflicto puede perpetuarse o agravarse, no por el contenido del problema, sino por la persistencia de la manipulación, que genera sentimientos de rechazo y contramanipulación. Las actitudes más frecuentes de quien manipula: adular, aparecer como víctima, mentir, seducir, ser cómplice, complaciente, engañar y realizar acuerdos secretos, exagerar la generosidad para obtener beneficios del otro, alimentar el amor propio del otro. Se entiende por conducta asertiva a la capacidad que cada persona tiene para afirmarse a sí mismo, para hacer oír la propia voz, manteniendo una actitud de escucha atenta a los otros, defendiendo los propios derechos sin agredir, violentar o manipular los derechos de los demás. Esta práctica contribuye a realizar negociaciones a partir de las propias necesidades e intereses. El objetivo de la conducta asertiva “no es ganarle al otro”, sino respetar el derecho que cada uno tiene a ser quien es, respetándose así mismo. Es manifestar el derecho a pensar lo que se piensa, a querer lo que se quiere y a disfrutar de lo que se disfruta. Cuando se tiene una actitud asertiva, uno es uno mismo y acepta que los otros puedan elegir gustar de nosotros, o no. La conducta asertiva es una alternativa más adecuada que la conducta agresiva, sumisa o manipuladora, salvo en algunas situaciones muy particulares; por ejemplo, se recurre a la huida, porque se evalúa que con la conducta asertiva se corre algún riesgo que en esa situación no se desea asumir. O cuando la persona que generalmente se relaciona en forma asertiva se muestra agresiva, su cambio deberá entenderse como su derecho a manifestar las intensas emociones que la envuelven, sobre todo, si tiene como causa el miedo por la propia seguridad o por la de los seres queridos. Estas categorías intentan mostrar algunos de los comportamientos más típicos, sabiendo que la realidad es mucho más compleja. El comportamiento sumiso refuerza la subordinación y muchas veces es necesario tomar distancia, si la persona que está enfrente es agresiva y violenta y no está dispuesta a dialogar. Abandonar ese tipo de relación es en este caso una conducta asertiva. La conducta manipuladora es la que más se valora en las mujeres desde una perspectiva tradicional, pues las aleja de la agresividad, atribuida a los varones. La cultura patriarcal premia a la mujer, que, con ”el poder entre bambalinas”, consigue lo que quiere, sin hablar desde sus derechos, intereses y necesidades con franqueza. Los modelos de relaciones asertivas pueden promover nuevas formas de relacionarse, basadas en el respeto propio y en el de los otros, lo que podría generar, a largo plazo, modificaciones en las conductas aprendidas de respuestas agresivas y violentas. Las actitudes más frecuentes son: empatía, poder de escucha, equilibrio, afecto, conciencia de los propios derechos y de los del otro.
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Desarrollar actitudes y comportamientos asertivos significa para la mujer ser responsable ante sí misma y ante los otros. Para esto, es necesario desnaturalizar las situaciones de subordinación, poder hablar desde los derechos y no desde el ruego, teniendo en cuenta los intereses de los participantes involucrados en el vínculo. Una de las áreas donde es más difícil sostener conductas asertivas en el caso de las mujeres es la relacionada con la sexualidad y el placer. Comunicar al compañero lo que se desea, disfrutar plenamente del sexo, cuidando la in tegridad física y emocional, decidir si se va a tener hijos, cuántos hijos tener y con qué intervalos, son cuestiones que parecen difíciles de comunicar en un plano de igualdad.
Consideraciones finales En los capítulos anteriores de este libro, hemos seguido, guiados por la idea de la ampliación de la ciudadanía y la democratización, un hilo conductor que se refiere a procurar desentrañar los discursos hegemónicos de familias y de infancia, de relaciones de género y autoridad, de concepciones sobre la feminidad y la masculinidad, que generan desigualdades. Como hemos afirmado al principio de este capítulo en particular, la diversidad de discursos que existen en la actualidad –teniendo en cuenta la fractura pero no la desaparición del discurso hegemónico– genera el desarrollo de procesos conflictivos, que posibilitan el cuestionamiento del autoritarismo en las relaciones familiares. Los conflictos son muy buenos analizadores de las relaciones de género y autoridad, pues, aunque no sean explícitos, están develando, a través de alguna estrategia discursiva, las oposiciones que, en casi todos los casos, están vinculadas con relaciones de dominación. Estableciendo un continuo entre poder y autoridad, conflicto y cambio, es en este proceso donde pensamos que se pueden jugar alternativas de negociaciones u otros mecanismos que favorezcan el diálogo y el debate, y que conduzcan a desmantelar el autoritarismo y a ejercer la autoridad. Como ya explicamos, decidimos incorporar en este capítulo contenidos más orientadores de prácticas, para hacer más operacionales nuestras propuestas. Como en su momento habíamos adelantado, estos contenidos se organizan teniendo en cuenta los aprendizajes realizados por nuestro equipo a partir de los encuentros de formación que genera el Programa de Democratización de las Relaciones Familiares. En este proceso nos dimos cuenta de que el tema del conflicto permitía a las personas reapropiarse y resignificar los demás contenidos y nos encontramos con que, si bien aquellas no solicitaban “hojas de ruta”, sí expresaban la necesidad de orientaciones concretas, toda vez que repensa-
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ban las negociaciones –u otros mecanismos– no como procesos neutros, sino ideológicos. La promesa de las negociaciones democratizadoras, si se quiere, es la de transitar el camino aprendido por las experiencias de muchas mujeres, para que estas experiencias permitan en algún futuro construir vínculos amorosos en igualdad, con relaciones de autoridad que den confianza y brinden un contexto seguro a los hijos e hijas, con progenitores –vivan juntos o no, sean o no los progenitores biológicos, sean o no del mismo sexo– que críen a sus hijos e hijas de un modo que supere la desigualdad en la que casi todos nosotros fuimos socializados. De acuerdo con el hilo conductor que mencionamos más arriba –poder/autoridad, conflictos, cambios– consideramos que la democratización de las familias a través del proceso de reconocimiento de las diferencias y de la construcción de la autoridad no finaliza con la familia democratizada sino que, por el contrario, posibilita develar otras forma de desigualdad y abrir nuevos conflictos, en una concepción dialéctica de equivalencias entre las diferentes luchas democráticas, para articular nuevas demandas en pos de la igualdad (Laclau y Mouffe, 1985).
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6. Políticas sociales y democratización Graciela Di Marco
Introducción En este capítulo presentaremos algunas reflexiones acerca de la formación de las políticas sociales, reconociendo que este campo es atravesado por múltiples intereses y lógicas diferentes, a veces incluso contradictorios. Los temas que nos interesan se vinculan con la construcción de los problemas de los que se ocupa la política social, y con el análisis de la justicia social como supuesto básico de las políticas sociales. Finalmente, desde la perspectiva que desplegamos, deseamos proponer algunas reflexiones acerca del concepto de empoderamiento, ya que es habitualmente utilizado en los programas referidos a las mujeres y, además, porque este concepto junto con el de democratización están emparentados en la consideración de las relaciones de género como relaciones de poder. La perspectiva de democratización pretende ir todavía un poco más allá de la categoría de empoderamiento, poniendo en el centro de la atención las cuestiones referidas a la construcción de autoridad de las mujeres en las relaciones de género, tanto en sus grupos familiares como en el marco de las actividades colectivas. El reconocimiento de la subordinación de las mujeres y la necesidad de lograr más poder y autoridad se sustenta en la afirmación de que mientras el poder no es reconocido, mientras no es legitimado por el grupo social en el que se lo ejerce, no se convierte en autoridad.
La justicia social como supuesto básico de las políticas sociales Si se consideran las políticas sociales en su doble aspecto: como configuradoras de las relaciones sociales y, a su vez, como estructuradas a partir de dichas relaciones (Adelantado y Noguera, 1998: 126), se tiene que considerar que éstas deberían combatir la desigualdad (de
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clase, de género, de etnia) y orientarse hacia la búsqueda de la justicia social. Las políticas sociales pueden influir tanto en la estructura e intensidad de las desigualdades como en el surgimiento de actores colectivos (Adelantado y Noguera, 1998: 141). Consideradas como dispositivos gubernamentales que gestionan la desigualdad, las políticas sociales determinan qué recursos se distribuyen, en qué proporción, de qué modo y entre quiénes.1 Teniendo en cuenta estas aproximaciones a la competencia de la política social, deseamos reflexionar acerca de la perspectiva de la justicia social, ya que según sea el enfoque de justicia que se sostenga serán diferentes las concepciones de las políticas que se adopten. En los discursos actuales es muy frecuente la consideración de las políticas sociales en términos redistributivos, pero en su mínima expresión, como subsidios o transferencias de dinero hacia los más pobres, sin que ello necesariamente suponga la aplicación de políticas integrales basadas en los derechos sociales. Las consecuencias de la aplicación de las políticas neoliberales en la Argentina conforman una situación caracterizada por la agudización y extensión de la pobreza, disparada en proporciones alarmantes a partir del año 2001. Algunas de la dimensiones centrales son: la masividad, es decir que una proporción inusualmente alta de la población está incluida en esta categoría; la concentración territorial;la intensidad y perduración a través de la vida de las personas o las generaciones; la con centración extrema de la riqueza, combinada con una expectativa de irreversibilidad y, por tanto, de impunidad (concentración de la propiedad y el poder, reducción de las capas medias urbanas y creciente distancia entre los extremos: del 10% con mayor ingreso y el 50% de menor ingreso), entre otras (Coraggio; 1998).2
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Adelantado y Noguera (1998: 129) sostienen una concepción compleja de la estructura social, siguiendo a Habermas (1986 ); Cohen y Arato (1992) y autoras feministas. Consideran que las desigualdades sociales operan en cuatro esferas: mercantil, estatal, doméstico-familiar y relacional, y que cualquiera de estas esferas puede proveer bienestar social a la población. 2 En la actualidad, el 10% más rico de los habitantes participa del 37,4% del ingreso total. Su ingreso promedio es 27,3 veces mayor que el de aquellos que integran el 10% más pobre. Comparados estos valores con 1994, la brecha es 17,8 veces superior. En 1998, el 23,9% de los hogares (32,6% de la población) caían bajo la línea de pobreza, de ellos, el 6,4% (9,4% de la población) eran considerados indigentes. En la medición de octubre de 2002, 48,1% de los hogares era pobre y el 21,2%, indigente.
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Esta descripción de la situación coloca el énfasis en los indicadores socioeconómicos, sin embargo, consideramos que el acento debería estar colocado en las condiciones para que las personas desarrollen capacidades para elegir la vida que quieren vivir, reconociendo la diversidad y heterogeneidad de las necesidades, vinculadas con las diferencias personales –sexo, edad, incapacidad, enfermedad–, con el medio ambiente, con las relaciones sociales en un contexto determinado, con la distribución del poder dentro de las familias.3 Además de la capacidad de participar en las decisiones que se tomen en el conjunto de la sociedad, se constituye en una medida de la calidad de vida de ese conjunto social (Sen, 20 00: 94). El derecho a un nivel de vida adecuado se vincula con la ciudadanía social, más allá de la posición económica del individuo, así como de su desempeño en el trabajo o en cualquier otro ámbito de mercado. Se trata de una concepción de la solidaridad social amplia, colectiva y universalista, que alcanza a la población entera, por contraposición al enfoque focalizador de la asistencia social, estigmatizador para los receptores. Nos referimos con esto a las políticas que focalizan en virtud de la asignación de recursos y no a aquellas que propician acciones afirmativas (discriminación positiva) para ciertos colectivos en desventaja, con el fin de lograr una posterior igualación. Otro enfoque, siguiendo a Fraser (1997), es repensar conjuntamente dos aspectos de la justicia: la redistribución y el reconocimiento. La autora citada aboga por un paradigma que pueda contener los reclamos legítimos de ambos. Los reclamos redistributivos (producto de la injusticia socioeconómica) se vinculan con un reparto más justo de bienes y recursos; los reclamos de reconocimiento de las diferencias (producto de la injusticia cultural) se vinculan con una aplicación más amplia de los derechos de las personas, que no esté ligada exclusivamente a las normas y valores culturales considerados “normales” o naturalizados. Fraser puntualiza como núcleo normativo de su concepción la idea de “paridad en la participación”: la justicia requiere que todos los miem....................... 3
“... El bienestar o la libertad de los miembros de una familia depende de cómo se utilice la renta familiar para satisfacer los intereses y los objetivos de cada uno de ellos. Así, la distribución de las rentas dentro de las familias es una variable fundamental en la relación entre los logros y las oportunidades individuales y el nivel total de la renta familiar. De las reglas de distribución que se utilicen dentro de la familia (relacionadas, por ejemplo, con el sexo, la edad o las necesidades que se crea que tiene cada miembro) pueden depender los logros y las dificultades económicas de sus integrantes” (Amart ya Sen, 2000: 99).
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bros de la sociedad sean considerados como pares; para esto es necesaria una distribución de bienes materiales que asegure la independencia y la “voz” de los participantes y que las pautas culturales de interpretación y valor aseguren la igualdad de oportunidades y el respeto por todos y todas. Se enlazan, entonces, la justicia social y económica, la identidad y el reconocimiento, la redistribución y la participación (García y Lukes, 1999). Este enfoque permite tender puentes entre las concepciones que sólo consideran políticas sociales a las de redistribución y aquellas que consideran sólo las políticas de reconocimiento. La imbricación de ambas permite trascender los enfoques que sólo ven diferencias hacia adentro de las políticas sociales redistributivas.4 Tomando la categorización que realiza Dagmar Raczynski (1998),5 es posible situar las políticas de reconocimiento en el conjunto de las políticas sociales. Esta autora presenta la siguiente tipología de políticas sociales: inversión en servicios básicos de educación y salud, políticas y subsidios para vivienda, equipamiento comunitario e infraestructura sanitaria; políticas de apoyo a la organización social y de capacitación para proveer de información, para tener “voz” y participar en la toma de decisiones; políticas laborales y de remuneraciones y, por último, políticas asistenciales, de empleo, de emergencia o de transferencias directas de dinero y/o bienes. Los programas que apuntan al reconocimiento se concretan en el segundo tipo de políticas mencionadas, aquellas que contribuyen a la igualdad de oportunidades, favoreciendo las organizaciones colectivas, y que intentan contribuir a la democratización de las relaciones sociales a través de promover la participación y la capacidad para tener “voz” en los asuntos que competen a las personas.
La construcción de la agenda de las políticas sociales Las políticas sociales construyen discursos y realidades en la definición de los problemas y en las modalidades para abordarlos. La definición de ....................... 4
El Programa de Democratización de las Relaciones Familiares puede ser comprendido dentro de las políticas de reconocimiento, pues pone el acento en las relaciones de poder y subordinación entre los géneros y las generaciones dentro de los grupos familiares. La transformación de los contratos autoritarios, que naturalizan la subordinación femenina y que no contemplan en toda su magnitud los derechos de la infancia, es el punto central del programa. 5 Si bien la autora se refiere a las políticas focalizadas, es interesante que aun en éstas se puedan considerar políticas de reconocimiento.
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los problemas es una decisión política, en la que intervienen actores políticos y sociales estratégicos; a la vez, tiene consecuencias políticas, estructurando áreas de la sociedad. Para que las políticas sociales tengan éxito deben estar en correspondencia con algunas concepciones ideológicas comunes, con representaciones sociales aceptadas como válidas (Moro, 2000: 127-128). De la agenda sistémica (conjunto de problemas que preocupan a una sociedad), los decisores estratégicos confeccionan la agenda política, con aquellos problemas que se consideren prioritarios. Las áreas de políticas sociales configuran los problemas y la forma de expresarlos y abordarlos, la que permanece en el imaginario social por mucho tiempo, incluso si el programa social ya no se está implementando. Las concepciones actuales sobre planificación estratégica consideran que es conveniente entender la planificación como construcción de políticas más que como formulación de las mismas. Esto significa que las políticas no deberían surgir de un solo sector (que generalmente es el Estado), sino desde la articulación de diferentes intereses y puntos de vista de la sociedad civil, lo que permitiría desarrollar cursos de acción viables y sustentables. Para esto, se hace necesaria la participación ciudadana. El problema es que, a menudo, la participación queda reducida a alguna instancia formal y la actividad de los actores frecuentemente consiste en el aporte de algún tipo de trabajo (para campañas de salud, autoconstrucción de viviendas, festivales de recaudación de fondos, manejo de comedores y roperos comunitarios, responder a encuestas). La participación ciudadana se confunde así con la participación comunitaria y, por lo tanto, pocas veces se favorece desde el Estado la posibilidad de la cogestión. Además, el llamado a este tipo de participación no promueve un análisis de cuáles son los problemas y qué soluciones requieren formulado desde la misma ciudadanía. La participación ciudadana relaciona a las organizaciones de la sociedad civil y al Estado, en tanto los individuos intervienen en actividades públicas como portadores de intereses sociales. Esto es central en la idea de la construcción de la ciudadanía, no ya como una instancia formal sino como un proceso que adquiere la posibilidad de ampliar sus alcances, para incluir en forma concreta los diferentes intereses que deben coexistir dentro de un pacto social que simultáneamente reconozca los derechos universales junto con las particularidades de colectivos y grupos. La democracia pluralista se basa en este proceso conflictivo. Sin embargo, la participación en la esfera pública no supone que las desigualdades sociales están resueltas de antemano. Por el contrario, resulta frecuente constatar que el espacio discursivo no permite la igualdad de acceso al debate, ya que muchos colectivos quedan fuera,
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atravesados como están por su lugar de subordinación.6 De allí que debería concebirse la esfera pública no como un espacio único sino como una red múltiple de colectivos constituidos por grupos subordinados (desocupados, mujeres, trabajadores, personas de diferentes orientaciones sexuales, etnias), que establezcan un intercambio cultural e ideológico en la diversidad. Se trata de espacios discursivos paralelos donde los miembros de los grupos sociales subordinados inventan y hacen circular contradiscursos, lo que a su vez les permite formular interpretaciones opuestas a las hegemónicas acerca de sus identidades, intereses y necesidades. La proliferación de contrapúblicos subalternos implica la ampliación de la confrontación discursiva (Fraser, 1997: 116). En los últimos años en la Argentina hemos observado cómo los movimientos sociales contribuyeron a modificar el discurso social y político legitimado, colocando en la agenda pública nuevos temas y problemas, a partir de las reelaboraciones de las necesidades, que se presentaban cristalizadas en explicaciones técnico-políticas cada vez más alejadas de la propia experiencia de los colectivos subordinados, o confinadas a los ámbitos privados. El discurso de los movimientos sociales inició un proceso de desplazamiento de las explicaciones técnicas que prevalecían, casi como sentido común, para la justificación de determinados programas en las esferas del Estado. La política de inter pretación de las necesidades (Fraser, 1989) se va instalando así “desde abajo”, criticando la apelación al mercado como regulador, propio del enfoque neoliberal. La modificación del discurso es posible a partir de la voz que se constituye para hablar públicamente de necesidades y demandar al Estado por su satisfacción. El lenguaje de las necesidades que se traduce en derechos, que enarbolan los movimientos, politiza los ámbitos del mercado del mismo modo que el movimiento feminista politizó la vida privada familiar y convirtió en políticas las necesidades de las mujeres de ver equiparada su condición con la de los hombres.7 El replanteo de las relaciones de poder y autoridad que se ha venido gestando en amplios sectores de la sociedad argentina ha posibili....................... 6
Como dice Carol Pateman (1989): “El debate liberal no cuestiona la contradicción entre la igualdad política formal y la desigualdad social en las instituciones públicas y privadas, por ejemplo, la marginación y subordinación de las mujeres, grupos étnicos y religiosos”. 7 Según Fraser, “Cuando se insiste en hablar públicamente de las, hasta entonces, necesidades despolitizadas, cuando se exige reclamar para estas necesidades el estatus de temas políticos legítimos, se cuestionan, modifican y/o desplazan elementos hegemónicos de los medios de interpretación y comunicación: se inventan nuevas formas de discurso para interpretar sus necesidades” (Fraser, 1989: 20-21).
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tado la construcción de una agenda de los actores sociales acerca de los intereses comunes, construidos por una parte de la sociedad civil politizada. En esta construcción se incorporan significados vinculados con la pobreza y la desocupación, que ya estaban presentes en los discursos de los noventa acerca de las políticas sociales. Pero, a diferencia de aquellos, anclados en el asistencialismo, los nuevos discursos se orientan hacia una politización creciente de la esfera de la producción y la reproducción social. Incorporan el reconocimiento de las diferencias, la búsqueda de la dignidad, la desmitificación de las relaciones de poder establecidas, la construcción de interdependencias entre actores y organizaciones, todas articulaciones que son necesarias para un replanteo profundo de la política.
El discurso de género en las políticas sociales Las políticas de desarrollo y los programas de capacitación de género han atravesado por diferentes momentos en los últimos treinta años, con enfoques que los han ido enriqueciendo. Una nota distintiva de este proceso es que las políticas y programas de capacitación de género coexisten, por lo cual es necesario abordar los supuestos básicos subyacentes a ambos, ya que de éstos se derivan formas diversas de encarar las políticas y los programas sociales. La perspectiva de género analiza los impactos diferenciales de las políticas, programas y legislaciones sobre las mujeres y los hombres. Este análisis depende de las concepciones que se desarrollen acerca de las relaciones de género, las relaciones de poder y de autoridad, la trama de poder de las instituciones, los enfoques acerca de la capacitación e impacto de las políticas públicas, de la macro y la microeconomía (Miller, Razavi, 1998). El análisis de género presenta tres enfoques principales: el Sistema de los Roles de Género (desarrollado por investigadoras del Instituto de Desarrollo Internacional en colaboración con la Oficina de Mujeres en desarrollo de USAID); el Modelo de Tres Roles (Universidad de Londres) y el Sistema de las Relaciones Sociales (Instituto para Estudios de Desarrollo, Sussex, Gran Bretaña). Cada uno de ellos se sustenta en estructuras conceptuales usadas para el análisis de cuestiones de género dentro del contexto de desarrollo.
a. El Sistema de los Roles de Género Esta perspectiva se basa en la teoría de los roles sexuales y en la concepción tradicional del hogar que concibe al hombre como proveedor del sustento y a la mujer como responsable del cuidado de los integran-
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tes de la familia, sin analizar las relaciones de género y la dominación masculina. Deriva de las evaluaciones del enfoque de Mujeres en Desarrollo que, hace treinta años, contribuyó a la toma de conciencia acerca de los problemas de las mujeres, tanto en organismos nacionales como internacionales. De estas evaluaciones se obtuvieron varias conclusiones, entre ellas que no se habían tenido en cuenta las diferencias materiales de poder, recursos e intereses entre las propias mujeres, y que se había sostenido una visión acrítica del proceso de desarrollo y modernización, sin cuestionar las estructuras económicas y políticas que subyacían, especialmente en los países del Tercer Mundo. La perspectiva de los roles de género considera el hogar como una unidad que no es indiferenciada en términos de producción y consumo. La equidad de género es definida en términos del acceso y el control individual sobre los recursos, ya que, según este enfoque, la equidad de género y la eficiencia económica se retroalimentan. Este enfoque estudia las diferencias de género en el acceso y control de los recursos y analiza los incentivos y las restricciones que existen para mejorar la productividad. Provee de información acerca de la distribución de roles y recursos dentro del hogar y ha sido muy útil para ir más allá de los estereotipos que invisibilizan el trabajo de las mujeres. Desde este enfoque se consideran las tareas que hacen las mujeres y los hombres, esto es la división de género del trabajo y el acceso y control diferencial de los mismos al ingreso y los recursos, como vinculadas a los diseños de los proyectos, con el propósito de mejorar su productividad y eficiencia. Investiga sistemáticamente las actividades de hombres y mujeres, con el fin de visibilizar el trabajo de las mujeres, pero no da cuenta de que la división de género de las tareas implica diferentes actividades y procesos tanto de cooperación como de conflicto. Por otro lado, pone el acento en el control sobre recursos materiales, tangibles (tierra, crédito, etc.), pero no tiene en cuenta el rol de los recursos simbólicos (conexiones, información, relaciones políticas) que también impactan sobre las relaciones de poder. La equidad de género es considerada en términos de acceso individual a los recursos y, parcialmente, es tenida en cuenta la participación de las mujeres en organizaciones, una actividad que podría aumentar su poder.
b. El Modelo de Tres Roles Fue desarrollado por Caroline Moser (1989; 1995) en la Universidad de Londres. Avanza sobre la concepción centrada en el hogar que tiene el enfoque anteriormente considerado, para reconocer que las actividades y estrategias de supervivencia se relacionan con la comunidad. Se distingue por destacar tres roles principales de las mujeres e incorporar el enfoque de necesidades prácticas y estratégicas de género (Mo-
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ser,1989). Pone la atención en la división del trabajo por sexo en términos del monto de demandas que deben atender las mujeres y la cantidad de tiempo que utilizan para ello y cómo esto impacta en su capacidad para participar en las tareas comunitarias. Examina los roles de las mujeres, en tres ámbitos: en la producción, la reproducción y en la participación en la comunidad, analizando las consecuencias que tienen estas actividades para su acceso al desarrollo socioeconómico. Esto permite que al momento de planificar, los expertos incluyan todo lo que las mujeres hacen, aun si la actividad es invisible porque no es valuada en el mercado o porque no es culturalmente aceptada. Entiende por “rol productivo” la producción para el mercado pero también la de subsistencia en el hogar, a la cual considera que debe atribuirsele un valor de mercado. El rol reproductivo se refiere a las responsabilidades de crianza y domésticas, mientras que el rol comunitario está dado por las actividades comunitarias de las mujeres, vinculadas con su rol reproductivo, para asegurar la provisión y mantenimiento de los recursos colectivos (agua, cuidado de la salud, educación). Según Carol Miller y Shahra Razavi (1998), al centrarse en los roles, esta perspectiva no alcanza a considerar en profundidad las relaciones de género, siendo débil en el reconocimiento de las relaciones de poder y autoridad dentro de los hogares. El énfasis está puesto en lo que las mujeres producen, y sólo cuando se adentran en los roles comunitarios, se les presta atención a los recursos simbólicos, como el poder y la autoridad y las relaciones sociales mediante las cuales se producen esos recursos. Con respecto a la distinción entre necesidades prácticas y estratégicas de género, Caroline Moser la deriva de la realizada por M. Molyneux (1985) entre intereses prácticos y estratégicos de género. Según Moser, las necesidades prácticas surgen y son articuladas por las mujeres mismas en respuesta a las necesidades inmediatas percibidas, basadas en la división de género, para asuntos tales como alimento, techo, cuidado de la salud y agua. Éstos se vinculan a los triples roles de las mujeres (provisión de la comida, cuidado de los niños, gestión comunitaria de los servicios básicos). Las necesidades estratégicas de género, en cambio, se refieren tanto a las necesidades que se derivan de un análisis de la subordinación y la formulación de una alternativa como al proyecto de una organización de la sociedad más igualitaria. Ejemplos de ésta son: la abolición de la división sexual del trabajo, el establecimiento de igualdad política y económica, la libertad de elección acerca de la crianza y el fin de la violencia de los hombres sobre las mujeres. La preocupación está situada en la consideración de las actividades de las mujeres en la casa, en el empleo y en la comunidad, y en las necesidades prácticas y estratégicas, con poco énfasis en las relaciones
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de poder y autoridad, y en las instituciones a través de las cuales se perpetúan las desventajas. La discusión de las necesidades estratégicas dentro de las instituciones del Estado se limita a afirmar que el Estado ha fallado en responder a las necesidades estratégicas de las mujeres, sin embargo, no se realiza un análisis de la naturaleza de género del Estado ni de las instituciones de desarrollo. No critica los métodos de planificación, a los que considera una herramienta racional, basada en información cuantitativa y cualitativa. El análisis de género utiliza la desagregación por sexo de la información (por ejemplo, tasas de ocupación, esperanza de vida, mortalidad infantil, años de escolaridad, etc.) para observar sus consecuencias sobre el desarrollo económico y el desarrollo de los recursos humanos. Como se trabaja con poblaciones pobres, se considera el ingreso para calificarlas como tales. Teniendo en cuenta los roles triples y la distinción entre necesidades prácticas y estratégicas de género, es posible identificar, por ejemplo, las necesidades de las mujeres en varios sectores, como el transporte, el empleo y capacitación y la vivienda.
c. El Sistema de las Relaciones Sociales Se refiere a un enfoque analítico derivado del análisis de las relaciones sociales desarrollado durante un seminario sobre la subordinación de las mujeres realizado a mediados de los años setenta,8 en el cual se puntualizaron críticas al enfoque Mujeres en Desarrollo, predominante hasta ese momento. La crítica estaba basada especialmente en los siguientes puntos: el enfoque mencionado se constituyó a partir de una concepción liberal individual que tendió a aislar a las mujeres como una categoría homogénea y separada, se basó en un enfoque principalmente descriptivo y no analítico, y no prestó suficiente atención a las relaciones de poder y autoridad presentes en la subordinación femenina. A fines de los ochenta comienza a reelaborarse el marco conceptual, observando especialmente que el enfoque “centrado en la mujer” no captaba suficientemente las relaciones de poder presentes en las dinámicas familiares entre hombres y mujeres, entre diferentes grupos etarios, socioeconómicos y étnicos y, por lo tanto, cuando se realizaran intervenciones o prestaciones dirigidas a las mujeres podría suceder que los hombres finalmente controlasen esos recursos mientras las mujeres y los niños continuarían en la misma pobreza que antes. También se indicaba que se generaba una especie de retaliación de las mujeres de....................... 8
En el Instituto de Estudios de Desarrollo de la Universidad de Sussex, Gran Bretaña.
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bido al sometimiento padecido al no disponer de recursos ni de poder de decisión. Bajo esta modalidad, a partir de la generación o el control de algún recurso, las mujeres podrían reproducir el autoritarismo de los varones. El enfoque alternativo se plasmó definitivamente en el marco conceptual denominado Género y Desarrollo (1980). En este enfoque se consideran las relaciones de género que se pueden encontrar en los procesos de producción, reproducción, distribución y consumo y que operan a través de las instituciones: los hogares, la comunidad, el mercado y el Estado (Kabeer, 1994). Las relaciones de género se refieren a las dimensiones de las relaciones sociales que crean y producen diferencias en el poder y autoridad de hombres y mujeres. Toman en cuenta también que las relaciones de género están atravesadas por la clase, etnicidad, edad, religión, etc., lo cual significa que en cada contexto los ejes de la desigualdad pueden ser considerados de manera diferente. Este enfoque ubica las relaciones de género en los contextos de la vida cotidiana, por lo tanto, considera necesario obser var cómo se produce y reproduce la desigualdad en cada uno de ellos: la familia, la escuela, la comunidad, el Estado, el mercado. Comparte con el análisis de los roles el centrarse en los roles diferenciados por género y el acceso y control diferencial de hombres y mujeres respecto de los recursos, especialmente de los materiales. Pero también pone el acento en la interdependencia entre hombres y mujeres, señalando que si bien ésta puede basarse en la colaboración, al existir desigualdades entre hombres y mujeres también se producen conflictos. Se alerta sobre el énfasis de la planificación económica convencional que considera la producción y los recursos materiales, y que descalifica los recursos relacionales, como los derechos, las obligaciones y los reclamos. Desde este enfoque se señala que las relaciones de género de la familia implican para las mujeres frecuentemente una negociación entre la seguridad y la autonomía. Asimismo, esta orientación considera que es necesario determinar cómo las mujeres perciben sus intereses y cómo ellos se vinculan con su posición dentro de la familia y el hogar. Y esto no puede ser leído de la simple desagregación de la división de roles de género, ya que se vuelve necesario observar los valores y normas que sustentan esa división de tareas. Coloca en el centro la dimensión política de las relaciones de género, considerándolas como de dominación masculina y subordinación femenina. Esto significa que los hombres tienen más autoridad y control que las mujeres y más capacidad para movilizar recursos sociales y económicos. Por este motivo, terminar con la subordinación de las mujeres es algo más que un tema de reubicación de recursos, e involucra redistribuir el poder y reconsiderar la autoridad masculina.
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Finalmente, toma una visión dinámica de las relaciones de género, reconociendo que los aspectos conflictivos y de colaboración de las relaciones de género involucran tanto a los hombres como a las mujeres en un constante proceso de negociación (Miller; Razavi, 1998). Para esclarecer las formas mediante las cuales el género y otras desigualdades son creados y reproducidos, analiza las relaciones sociales dentro de la familia, el mercado, el Estado y la comunidad. Las autoras citadas señalan que este enfoque considera los roles de género y las diferencias de género en el acceso y control de los recursos y que presenta la red de relaciones sociales de manera compleja, incluyendo clase, etnicidad, edad, religión, entre otros grupos. En este enfoque se argumenta que las mujeres no son dejadas fuera del proceso de desarrollo sino integradas a ese proceso en términos desiguales. Además, contempla la infraestructura necesaria para que tenga lugar el proceso de empoderamiento 9 de las mujeres. Este enfoque ofrece un marco referencial para interpretar las relaciones sociales de las mujeres en la vida cotidiana, más que para proveer recetas para superar las desigualdades de género. Sus seguidores consideran que es necesario problematizar la concepción del desarrollo y las formas cómo las mujeres son integradas en él, ya que se toma especialmente en cuenta que las mujeres no son dejadas fuera de este proceso, sino integradas en términos desiguales, remarcando que las relaciones de clase y de género son la base de esta situación. La centralidad de las dimensiones de poder de las relaciones de género conduce en este enfoque a la promoción de procesos de empode ramiento y a la necesidad de provisión de espacios, recursos y tiempo para que las mujeres puedan articular sus propios intereses, especialmente mediante la participación en movimientos y asociaciones de base, para superar la concepción que establece la identificación de las necesidades por parte de los planificadores, y por eso estimulan las planificaciones participativas. Como las relaciones de poder entre hombres y mujeres son conceptualizadas como productos de prácticas institucionalizadas, superar las desigualdades de género involucra transformaciones institucionales en todos los niveles. Esta perspectiva considera el planeamiento como un proceso político, no solo técnico, y observa que frecuentemente las políticas y los programas sociales están implicados en la reproducción de la desigualdad de género. Fomenta la reflexión acerca de la relación entre la esfera privada y la pública. Nayla Kabeer (1994: 280) señala: ....................... 9
Sobre este concepto volveremos en este mismo capítulo.
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“… la conciencia de género en la formulación de políticas y en la planificación requiere un análisis preliminar de las relaciones de producción dentro de instituciones relevantes como la familia, el mercado, el Estado y la comunidad para comprender cómo el género y otras desigualdades son creadas y reproducidas a través de sus interacciones separadas y combinadas”.
Repensando los conceptos de poder y empoderamiento en los proyectos sociales Las políticas de desarrollo y los programas de capacitación de género han atravesado diferentes momentos en los últimos treinta años, con enfoques que han enriquecido las perspectivas de género. Uno de los conceptos derivados de la superación del enfoque de mujeres en desarrollo ha sido el de empowerment o empoderamiento.10 Analizaremos este concepto, ya que habitualmente el empoderamiento es citado como el objetivo de numerosos programas dirigidos a las mujeres. El enfoque del empoderamiento, que considera las transformaciones en relación al ejercicio del poder por parte de las mujeres, surge a finales de los sesenta como eje central en la agenda política de los movimientos sociales de base en los EE.UU., especialmente de aquellos vinculados con los derechos de los afroamericanos. Sus bases están en la concepción de Paulo Freire (1986) acerca de la educación liberadora y la concientización (Sen y Grown, 1988). Como muchos conceptos, éste ha ido perdiendo sus connotaciones originales, vinculadas con el análisis feminista del poder. Es frecuente encontrar menciones sobre él tanto en proyectos sociales, sean gubernamentales o no, como en los programas de entrenamiento de las empresas y grupos de autoayuda, para referirse a cambios individuales, relacionados con el logro de mayor autoestima y autonomía, pero ya descontextualizados de las relaciones de poder y autoridad. Según Magdalena León (1997: 20) los procesos de empoderamiento representan un desafío a las relaciones de poder existentes ya que con ellos se busca obtener mayor control sobre las fuentes de poder; ....................... 10
Magdalena León (1997) explica al mundo de habla española las dificultades que suscita este término: “la palabra empoderar denota acción por su prefijo. A este verbo se le ha dado como sinónimo ‘apoderar’, de uso antiguo, que se define como “dar poder y hacerle dueño de una cosa”,“hacer poderoso”, ”hacerse poderoso”. Entre estas posibilidades que brinda la lengua, Vernier se inclina por usar el verbo ‘apoderar’ y el sustantivo ‘apoderamiento’, aconsejando no usar una sola expresión e incluyendo el uso de la perífrasis “dar poder”.
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logro de autonomía individual y estimulación de la resistencia, la organización colectiva y la protesta, mediante la movilización. Por lo tanto, se entiende como un proceso de superación de la desigualdad de género. Las prácticas del empoderamiento representan: “… un desafío para las relaciones familiares patriarcales o un desempoderamiento de los hombres o pérdida de la posición privilegiada en que los ha colocado el patriarcado. Lo que significa que se produce un cambio en la dominación tradicional de los hombres sobre las mujeres, en cuanto al control de sus cuerpos, su sexualidad, su movilidad, el abuso físico y la violación sin castigo, el abandono y las decisiones unilaterales masculinas que afectan a toda la familia” (León, 1997: 21).
Las autoras que estudian estos procesos consideran que éstos rompen los límites entre las esferas pública y privada, que van de lo personal a lo social, que conectan el sentido de lo personal con lo comunitario y permiten orientarse hacia cambios en la distribución del poder, tanto en las relaciones interpersonales como dentro de las instituciones de la sociedad (Stromquist, 1992; en León, 1997: 78 y 79). Un requisito previo para el empoderamiento es participar en alguna “forma de empresa colectiva que pueda ser exitosa y que, de esta manera, permita desarrollar un sentido de independencia y competencia entre las mujeres” (Stromquist, 1992: 83). La organización y la movilización son un camino clave mediante el cual las mujeres se pueden vincular a una lucha más global en busca de un desarrollo responsable y comenzar a impugnar la asignación de recursos a nivel de políticas.
Poder, autoridad, comunidad Existen por lo menos dos problemas en la extensión del uso del concepto de empoderamiento, uno referido a las relaciones de poder y el otro, a la noción de comunidad. Mencionar el empoderamiento es aludir al poder y a la desigualdad. Retomando lo argumentado en los capítulos anteriores acerca del carácter relacional del poder, una perspectiva que pone foco en el ejercicio del poder por parte de los grupos subordinados tiene simultáneamente que dar cuenta del poder y de la resistencia, de formas conflictivas, tanto positivas como negativas, de producción del poder. Las relaciones de poder adquieren diversas estrategias, M. Foucault menciona entre ellas, las construidas por discursos que se privilegian por estar en la pirámide de las jerarquías de valores admitidos por una sociedad. El patriarcado y la autoridad masculina participan de estas relaciones de poder piramidales. Por lo tanto, es necesario construir discursos que hagan reconocer el derecho de otras que no han sido reco-
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nocidas como autoridad. El nudo central es la construcción de nuevos discursos acerca del poder y la autoridad, no dentro de la lógica del patriarcado, donde sólo hay un vértice en la pirámide, sino con otra lógica a construir, donde la autoridad pueda ejercerse situacionalmente y no dependa de jerarquías que otorgan privilegios basados en criterios tradicionales. Muchos trabajos acerca del tema del empoderamiento toman la conceptualización de Steven Lukes (1974), quien distingue diferentes análisis del poder11 confiriendo importancia como categoría al poder socialmente estructurado y configurado por los patrones culturales y por las prácticas institucionales que moldean no sólo los intereses prevalecientes sino también la forma en que los diferentes actores perciben sus intereses. Esta categoría se vincula con el concepto de “la violencia simbólica de los sistemas de dominación” de P. Bourdieu (2000: 49 y 50): “Las relaciones de poder se mantienen porque varios actores: dominantes y subordinados, aceptan versiones de la realidad social que niegan la existencia de la desigualdad o afirman que éstas son el resultado de la desgracia personal y no de la injusticia social”.
Kabeer (1994) señala que el poder se despliega en la capacidad de los hombres para generar reglas de juego que proporcionan una idea de consenso y complementariedad, ocultando la forma en que ese poder funciona, y no sólo en la capacidad de los hombres para movilizar recursos. Por eso, la autora considera que es necesario construir las estrategias para el empoderamiento de las mujeres teniendo en cuenta el poder interior o poder desde dentro, para mejorar las capacidades de controlar recursos y tomar decisiones. Considera que las reglas socia....................... 11
Steven Lukes analiza las siguientes perspectivas: “unidimensional”, que focaliza sobre la toma de decisiones en temas donde hay conflictos de intereses observables; “bidimensional”, que considera que no tomar decisiones es una forma de tomarlas y también que se evita tomar decisiones en asuntos sobre los que puede haber un conflicto potencial. La tercera perspectiva, llamada “tridimensional” (que según él permite realizar un más profundo y satisfactorio análisis de las relaciones de poder) pone el acento en las fuerzas sociales y las prácticas institucionales que operan sobre las decisiones de los individuos. El autor se pregunta: “¿No es una forma de ejercicio del poder más supremo e insidioso evitar que la gente tenga quejas, por la modelación de sus percepciones, conocimientos y preferencias, de tal modo que ellos acepten su lugar en el orden existente, tanto si no pueden imaginar alternativas a éste, o lo ven como natural y no cambiable, o lo valoran como ordenado divinamente y beneficioso?”. Steven (1976: 24).
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les niegan a las mujeres el acceso al privilegio social, la autoridad y la valoración de que gozan los hombres de una clase social equivalente. El análisis feminista llama la atención sobre el hecho de que si bien el control sobre los recursos materiales sirve de palanca o influencia y a su vez sostiene las asimetrías de género, son los valores, reglas, normas y prácticas sociales los que desempeñan un papel crucial en ocultar la realidad y el alcance de la dominación masculina y en reducir la tensión relacionada con los conflictos de género (Kabeer, 1994: 241). Los sistemas de dominación se instalan “sobre el poder que no se ve”, por el cual se ocultan las reglas que le confieren la autoridad al varón detrás de un discurso naturalizado acerca de las relaciones entre hombres y mujeres. En la literatura sobre empoderamiento se observa que cuando se menciona el poder, se utiliza una tipología12 que sustenta una idea de poder que no se da “sobre”, sino “con” y “para”, intentando aludir a aspectos más “benignos” del poder, más altruistas, y alejados de las prácticas de resistencia sobre las que en realidad se construye. Con respecto a la idea de comunidad que subyace en su uso, en algunas situaciones aparece a veces una imagen de un barrio o comunidad con un alto nivel de consenso, pero sustentada en la dificultad de reconocer la diversidad de intereses y de perspectivas presentes. Desde este enfoque se hace difícil reconocer la existencia del conflicto en las relaciones cotidianas, cuando en realidad, tras la idea de unión de la comunidad, lo que muchas veces existe es la disolución de la diversidad, del debate y de las negociaciones. La unión se presenta como un absoluto, que hace patente la imposibilidad de enfrentar la construcción de acuerdos negociados, lo que sería posible en la medida en que ....................... 12
Por ejemplo, Jo Rowlands menciona los siguientes tipos de poder: “el poder sobre”, como la habilidad de una persona para que otras actúen en contra de sus deseos. Es la capacidad de un actor de afectar los resultados aun en contra de los intereses de los demás y suele manifestarse en la toma de decisiones en conflictos abiertos u observables aunque también puede estar presente en los conflictos que se suprimen para evitar el conflicto: aquello que no se toma en cuenta y ni siquiera entra en la decisión. El “poder para”: este poder sirve para incluir cambios por medio de una persona o grupo líder que estimula la actividad en otros e incrementa su ánimo. Es un poder generativo o productivo, aunque puede haber resistencia y manipulación. El “poder con” se aprecia cuando un grupo presenta una solución compartida a sus problemas. El “poder desde dentro” es socialmente estructurado y configurado por los patrones culturales y por las prácticas institucionales que moldean no sólo los intereses prevalecientes sino también la forma en que los diferentes actores perciben sus intereses. Rowlands, “Empoderamiento y mujeres rurales en Honduras: un modelo para el Desarrollo” (1995), en León, 1997.
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se pudieran reconocer las diferencias existentes en el conjunto de los habitantes del barrio o comunidad. En este sentido, Nira Yuval-Davis (1997) argumenta que la ideología del empoderamiento percibe a la comunidad como una totalidad orgánica, como una unidad social ‘normal’, exterior a los individuos y homogénea: “Está ‘allí afuera’ y uno puede pertenecer a ella o no. Cualquier noción de diferencia interna dentro de la ‘comunidad’, por lo tanto, es incluida en esta construcción orgánica” (1997: 80). La idea de una comunidad unida es producto y, a la vez, reproduce la invisibilidad de las múltiples formas de dominación. La presencia del poder en las relaciones sociales es pensada sólo en función de las luchas con representantes de los gobiernos, pero no en relación con los diversos intereses que se juegan en el interior de las comunidades, entre sus mismos habitantes. La negación del conflicto, la falta de debate acerca de las discrepancias, la no confrontación de los intereses generan frecuentemente acciones comunitarias débiles, que por su fragilidad rápidamente se diluyen dejando la situación en el punto de partida y a los actores de la comunidad frustrados e inmovilizados. La orientación totalizadora de las perspectivas que se refieren a la comunidad unida e idealizada no deja margen para la diversidad. La participación comunitaria es un tipo de acción que se organiza en torno a intereses comunes, los miembros son iguales entre sí para los fines comunes que se plantean (Pizzorno, 1976). Esto genera una doble consecuencia: por un lado, los participantes de la comunidad se diferencian de lo ajeno, de los intereses contrapuestos a los suyos y reconocen el conflicto con aquellos y aquellas que sostienen intereses diferentes. Por el otro, frecuentemente se hace difícil visualizar las diferencias hacia adentro del grupo de base, formado éste por personas que sustentan diferentes enfoques para la resolución de los problemas y diferentes capacidades para la acción comunitaria; así como también es difícil reconocer las múltiples redes de poder que recorren los espacios sociales (Foucault, 1983) y las diferencias y alianzas que se generan (Di Marco y Colombo, 20 00: 17). Una concepción simplista del poder y del empoderamiento puede basarse en la homogeneización de las diferentes categorías sociales, las diferencias internas de poder y los conflictos de intereses, lo que marca un desconocimiento de la problemática del paso del poder individual al colectivo, ya que se asume la solidaridad entre los oprimidos sin tener en cuenta que esto no siempre sucede.13 ....................... 13
Frente a las políticas de identidad homogeneizadoras, Nira Yuval-Davis (1997: 98) propone políticas de transversalidad, en las que esta unidad y homogeneidad
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Acción colectiva y democratización social Consideramos que los procesos de democratización tienen lugar primordialmente en los espacios colectivos. Son más difíciles en ausencia de espacios democráticos para el disenso, la lucha y el cambio (Batliwala, en León, 1997: 209). La acción colectiva se encarna en la vida cotidiana, en las necesidades de subsistencia y en las vinculadas con la dignidad de mujeres y varones como sujetos de derechos. Si consideramos la imbricación del poder en todas las relaciones sociales, la participación en diversos sectores crea una acumulación de efectos positivos en el avance hacia una sociedad más democrática. En este sentido, los procesos participativos y la democratización son mutuamente interdependientes. En las investigaciones que hemos realizado, observamos que no es la participación en sí la que está relacionada con los cambios, sino “el tipo de participación” en el que las mujeres están involucradas. Los discursos y las prácticas de las mujeres que participan en organizaciones de base no son homogéneos; el origen de la organización y el tipo de inserción que tienen en ellas no sólo varía entre las diferentes asociaciones, sino que también varía “el timing” de las prácticas de las mujeres y los discursos sobre los cuales las fundamentan (Di Marco y Colombo, 2000). La mayor participación en un barrio o en un grupo no produce por sí misma cambios en la distribución del poder, es necesario observar qué tipo de participación es la que tiene lugar. Simplemente, puede crearse la ilusión de poder pero sin afectar su distribución (Rigel, 1993: 59). Si bien en las asociaciones comunitarias de mujeres está presente la afectividad, “la ética del cuidado y la atención” (Gilligan, 1969), también existe una acción racional de cálculo de costos y beneficios, entrelazada en el accionar cotidiano. Cómo se articulan estos aspectos, cuál predomina y cuándo, la definición de las necesidades e intereses de las mujeres, de los porqué de las luchas y el lugar desde donde se lucha son preguntas que pueden tener diferentes respuestas según los contextos de participación.14 El proceso de construcción de la identidad
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sean reemplazadas por diálogos que reconozcan las diferencias y los conocimientos en construcción, lo que denomina el “reconocimiento del saber no terminado de cada colectivo”. Estas políticas transversales deben tener presente que hay conflictos de intereses irreconciliables. 14 Un enfoque homogeneizante de la participación y de las organizaciones de mujeres conduce muchas veces a visiones en cierto modo polarizadas; algunos las presentan –especialmente a las de sectores populares– como heroínas de batallas
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como colectivo subordinado no se observa sólo desde los discursos explícitos, sino más bien desde el lenguaje de las emociones y de las prácticas concretas de acción.
La construcción de la perspectiva de democratización de las relaciones familiares En este último apartado mencionaremos algunas notas distintivas de los procesos de democratización social. Este concepto especifica los procesos de cambio del autoritarismo y la desigualdad de poder, de los recursos existentes en las instituciones públicas y privadas, y los mecanismos participativos que facilitan la incorporación a la ciudadanía de actores desplazados tanto en virtud de su género, como de su edad, religión y etnia. Nos referimos a un progresivo aunque contradictorio desarrollo de una cultura democrática en el nivel macro y microsocial, con valores tales como la participación, el pluralismo, la desnaturalización de la dominación, la redefinición de la autoridad y el poder, y la concepción de la vida cotidiana como lugar no sólo de las pequeñas cosas sino como fermento de la historia (Hopenhayn, 1993; Heller, 1977). Los procesos democratizadores se vinculan con la revisión de los supuestos que sustentan las bases de la autoridad, con la explicitación de la desigualdad para los actores marginados o subordinados, y con la distribución de los saberes y recursos de un colectivo social. La toma de conciencia de los actores institucionales acerca de los mecanismos que permiten la desigualdad social es parte incuestionable de la democratización, ya que fomenta la ampliación de la ciudadanía. Cuando los movimientos sociales se inscriben en una profundización de las prácticas democráticas, multiplicando los espacios en los que “las relaciones de poder están abiertas a la contestación democrática”, contribuyen a estos procesos (Mouffe, 1999). La politización de la sociedad, al instalar nuevos intereses en la agenda pública, permite la ampliación de la ciudadanía. El discurso de derechos hace visible y legible al poder, lo desmitifica y permite revisar y deconstruir los viejos contratos y acuerdos autoritarios de la sociedad, en los niveles macro y micropolíticos. Estos discursos incorporan el reconocimiento de las .......................
casi legendarias. Y otros destacan sus logros en cuanto al aumento de la autoestima y la capacidad de gestión, pero se duda seriamente acerca de las transformaciones que pueden estar atravesando respecto de los modelos de género o de la democratización de las instituciones, la familia y las organizaciones barriales (Di Marco, 1997).
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diferencias, la búsqueda de la dignidad, la desmitificación de las relaciones de poder establecidas, la construcción de interdependencias entre actores y organizaciones, permitiendo la democratización de la demo cracia (Giddens, 1992). En este sentido, las cualidades democráticas de los movimientos son las de abrir espacios para el diálogo público en relación con los problemas de la ciudadanía. La democratización no se refiere únicamente a la dimensión política, sino que avanza hacia las diferentes esferas en las que se construye –o no– el discurso democrático; entre ellas, las relaciones familiares. Las familias pueden ser los ámbitos del amor, la intimidad, la seguridad y, simultáneamente, los de la opresión y la desigualdad, tanto en las relaciones de género como en las relaciones de las generaciones, estabilizando conflictos surgidos de la naturalización de las relaciones de subordinación (como la violencia y el abuso hacia mujeres, niños y niñas o personas mayores). Desde el enfoque de democratización se pone el acento en que las mujeres puedan posicionarse desde un lugar de autoridad y poder en sus relaciones, y que este proceso forme parte de una ampliación del reconocimiento de sus derechos. En consecuencia, más que referirnos a procesos de empoderamiento, preferimos considerar los procesos de reconocimiento del poder de las mujeres en diversos ámbitos, es decir, el reconocimiento de la legitimidad de ese poder (autoridad), siendo un eje central el proceso de reconocimiento de su autoridad en la familia. Al respecto, Magdalena León (1997) sostiene un enfoque que puede considerarse similar al planteado: la democratización de las relaciones entre varones y mujeres y entre generaciones, basadas en nuevas concepciones del poder y la autoridad, que puedan ser compartidas y negociadas, con mecanismos democráticos que tengan en cuenta el respeto de los derechos, la responsabilidad y el cuidado de las personas: “La idea de empoderamiento también se ha relacionado con una nueva noción del poder, basado en relaciones sociales más democráticas y en el impulso del poder compartido [...] esta nueva noción de poder incluye una ética generacional que implica que el uso del poder mejore las relaciones sociales de las generaciones presentes y las haga posibles y gratificantes para las generaciones futuras” (León, 1997: 14).
Giddens (1992: 184 y ss.) considera que la ampliación de la democracia en la esfera pública ha sido mayormente un proyecto masculino, mientras que en la democratización de la vida personal las mujeres han jugado el papel más importante. Según este autor, éste es un proceso menos visible, en parte porque no ocurre en la arena pública, sin embargo, sus implicaciones son muy profundas. Señala que las características de la democratización de la vida privada se vinculan con el establecimiento de relaciones libres e igualitarias entre los individuos y no
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con sistemas de autoridad ligados a contratos rígidos o basados en la complementariedad de roles, sino con sistemas de autoridad basados en la especialización de cada persona de acuerdo con sus capacidades, teniendo en cuenta las posibilidades que cada persona tiene para desarrollarlas más allá de ser hombre o mujer, y promoviendo las negociaciones en la relaciones afectivas. La democratización de las relaciones tiene en su centro la creación de circunstancias en las cuales la gente pueda desarrollar sus potencialidades y expresar sus cualidades. Un objetivo clave es que cada individuo debe respetar las capacidades de los otros, tanto como su habilidad para aprender y aumentar sus aptitudes.
Consideraciones finales La perspectiva de democratización de las relaciones familiares es un proceso abierto, que se nutre de diversos aportes teóricos, articulándolos en un marco conceptual que permita fundamentar políticas y acciones vinculadas con las familias, tal como lo hemos expresado durante el desarrollo de este libro. Para finalizar, proponemos la posibilidad de repensar la autoridad (y el poder) ya no dentro de la lógica del patriarcado, donde la pirámide presenta un solo vértice, sino con otra lógica por construir, donde la autoridad pueda ejercerse situacionalmente y no dependa de una jerarquía que otorga privilegios basándose en criterios tradicionales. Además, es necesario incorporar en las políticas sociales nuevas dimensiones: las de la mutualidad o interdependencia, la asistencia, el cuidado y las emociones (Tronto, 1994; Shakespeare, 2000; Shanley, 2001). Los procesos de individualización (Beck, 1999), entendidos como entramados discursivos nuevos, basados en la libertad y la decisión, en un hacer reflexivo, en el despliegue de la pluralidad de posibilidades de elección también se enlazan con esas dimensiones. Se trata de la elaboración de discursos que articulen la justicia y el cuidado –de uno mismo y de otros y otras– y los derechos de los que reciben asistencia a ser parte activa en la definición de sus necesidades (especialmente en el caso de ancianos y discapacitados), sin que aquellos que los cuidan los subordinen. El aspecto del cuidado vinculado con la interdependencia existe como encuentro de sujetos autónomos: todos y todas necesitamos cuidar y ser cuidados, para que la vida social tenga sentido. Esta tarea, que ha estado centralmente a cargo de las mujeres, es así reconsiderada para convertirse en responsabilidad tanto de las mujeres como de los hombres. Vincular la ética de los derechos con la ética del cuidado permite avanzar en una concepción de la política social que tiene presentes a los sujetos en su integralidad.
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La articulación interdependiente de la redistribución, el reconocimiento, el cuidado, el respeto a la integridad corporal están íntimamente ligados a la democratización de las relaciones sociales y, especialmente, a las de los grupos familiares. Por estas razones, el enfoque de democratización familiar: a) pone el acento en las relaciones de poder y autoridad; b) considera que los desafíos actuales se centran en la ampliación de las ciudadanías, con una concepción de simultaneidad de derechos, los que no pueden ser abordados por etapas. Los ejes centrales son la igualdad de género y los derechos de la infancia. Los derechos de los niños y niñas son específicamente tomados en cuenta, especialmente en las relaciones dentro de los hogares, pero también en las escuelas y en otras instituciones; c) se ubica en la interacción entre políticas de distribución y reconocimiento para acercarse al ideal emancipatorio de la justicia social; d) introduce la concepción critica de los enfoques de las masculinidades para repensar la equidad de género;15 e) intenta dar mayor visibilidad teórica y práctica a otras dimensiones de la convivencia y de las políticas sociales, como las emociones, el cuidado, la interdependencia y la mutualidad; y f) recupera la posibilidad del ejercicio de maternidades no subordinadas a lo privado doméstico, es decir, el ejercicio de maternidades sociales, que convierten las necesidades vinculadas a los hijos e hijas en acciones políticas. Para las políticas sociales, esto significa el desafío de repensar a las mujeres como actoras de transformaciones sustentadas en el intercambio entre los discursos que se reconstruyen en la experiencia colectiva. Cuando las mujeres se reúnen en asociaciones comienzan a vivenciar las posibilidades de cambio y pueden reclamar su derecho a ocupar un espacio público. Muchas de ellas pueden ocuparse de los problemas de la comunidad como sujetos políticos, reflexionando sobre los determinantes sociopolíticos que inciden sobre las vidas privadas, en una ruptura de lo público y lo privado como ámbitos diferenciados del accionar de los géneros. En la acción colectiva de las mujeres16 se puede generar el desarrollo de una conciencia social crítica que per-
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Al elaborar políticas de equidad de género es conveniente tener en cuenta la constitución de las identidades masculinas, y las relaciones de poder entre hombres y mujeres, así como las diferencias de poder tanto entre hombres como entre mujeres, no sólo por la clase, sino también por la pertenencia a grupos que cuestionan el modelo heterosexual dominante. 16 Como ya lo hemos mencionado, no podemos afirmar que se den estos procesos en acciones colectivas ligadas a asociaciones tradicionales o lideradas por hombres.
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mita la revisión de sus derechos, como así también concretar logros para el mejoramiento de las condiciones de vida. Éste es un proceso que hemos denominado político-transformador y se relaciona con el cambio desde una “conciencia en sí” (reproducción del ser individual según la terminología que utilizara Heller, 1977, que se vincula con la satisfacción de necesidades personales) hacia una “conciencia para sí” (se actúa en un sentido no individual sino social), por ejemplo, asumiendo activamente la respuesta a los problemas derivados de una posición desigual. En este proceso de asumir una conciencia “nueva”, actuando efectivamente sobre la realidad y sintiendo que su práctica las incluye, las mujeres pueden transformar su situación, constituirse en autoridad y reposicionarse en el campo de la ciudadanía. Para completar una reflexión sobre la ciudadanía, es de central importancia examinar las diferencias de acceso al Estado que tienen las diferentes categorías de ciudadanos, cómo es la práctica de sus derechos y la implicancia que esto tiene sobre las relaciones de dominación. La violencia contra las mujeres (física o psicológica) es una práctica que desanima y aleja a las mujeres de la posibilidad de ejercer sus derechos libremente. Otro de los condicionamientos está dado por los recursos económicos y su utilización. Finalmente, para ejercer la ciudadanía se requiere hablar desde la propia voz y elaborar un discurso de derechos. Históricamente la vida social y política no significó para las mujeres un ámbito en el cual expresarse con autoridad, pues ese ámbito estaba reservado a los varones de la familia. Con frecuencia, las mujeres tomaban sus decisiones políticas aconsejadas por maridos e hijos varones, quienes eran considerados los “expertos“ en asuntos del afuera: afuera de la casa, de los hijos, de las preocupaciones cotidianas. Constituir una voz propia que recupere el mundo de la vida cotidiana en un movimiento que permita incluirlo como ámbito de lo político es un proceso dificultoso que, sin embargo, va teniendo lugar. Las mujeres que se han unido a otras en diversas formas de colectivos han comenzado a escuchar sus propias voces y las de las demás y han aprendido a procurarse los medios para ser escuchadas en la sociedad.
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