Biografia Del Señor Gabriel Echeverri

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BIOGRAFIA DEL SEÑOR GABRIEL ECHEVERRI TEODOMIRO LLANO Nota: Este libro se transcribió exactamente igual al original, respetando la ortografía y la redacción utilizadas en la época. DEDICATORIA ¿A quién mejor que á tí, esposa mía, podría yo consagrar estas modestas páginas, escritas al calor del hogar y bajo tu santa inspiración? Acógelas con favor: porque, bien ó mal escritas, ellas se encaminan á perpetuar la memoria del que fue tu padre aquí en la tierra, y es hoy tu compañero en la mansión serena de la eterna bienandanza. T. LLANO PROLOGO Si hubo realmente rasgos de grandeza en el carácter del señor Echeverri, si su nombre debe asociarse al progreso de medio siglo en Antioquia, si logró levantarse algunos codos sobre el nivel común de sus conciudadanos, son puntos que dejamos á la consideración del lector que tenga la paciencia de seguirnos hasta el fin de este Boceto. Antioquia ha sido fecundo en hombres eminentes en las letras, las armas y la industria; pero muy contados aquellos á quienes se ha hacho honor póstumo de un relato biográfico, justiciero y completo. Esta censurable indiferencia en punto que toca á la honra y gloria de la patria, contrasta con el esmero con que otros pueblos cultos recogen, cual reliquias preciosas, los hechos memorables de sus hijos esclarecidos. Y así debe ser, no sólo por gratitud y por satisfacer un noble orgullo, sino también por conveniencia; ya que la vida de los hombres superiores sirve de norma y estímulo y aliento á las generaciones subsiguientes. Con las obras del arte y la riqueza creada, dejan los muertos á los vivos dechados de conducta y un copioso caudal de ciencia y experiencia. Así, enlazándose el pasado y el futuro con el presente, se conserva la solidaridad de nuestra especie, se desarrolla la vida colectiva, y se facilita la difusión creciente del gusto artístico, de la ciencia y de la moralidad. Considerada desde este punto de vista, la muerte de los individuos no es más que un accidente obligado que pone en la circulación universal lo que de ellos merece conservarse. A Franklin, por ejemplo, sobrevive lo que era verdadero en sus ideas y lo que fue bueno en sus acciones: lo uno y lo otro ha entrado en el patrimonio común de la familia humana; merced, en parte, á ello mismo, va siendo cada día mayor el número de hombres capaces de comprender lo primero y de imitar lo segundo. Y al decir esto, no nos referimos solamente á los pocos hombres que han abierto nuevas sendas á la actividad humanas, ó llevado la virtud hasta la santidad ó el heroísmo: en más humilde esfera, puede decirse también que ninguna lección se pierde, y que lo realmente meritorio jamás es fecundo. La vida menos brillante de los hombres que sin llegar hasta la exelsitud, han hecho el bien en la medida de sus facultades, en más reducido teatro, es quizá un ejemplo más provechoso, en cuanto está, digámoslo así, más al alcance de todo el mundo: “no todos podemos ser grandes, pero todos podemos ser buenos.” ¡Felices los que pueden escribir magistralmente –más felices aún los que pueden imitar- una de esas vidas, que son como antorchas que la Providencia de cuando en cuando en nuestro camino! Busquemos en ellas, despojados de envidia y egoísmo, cordiales para los que desfallecen, valor y esperanza para los que luchan con una suerte contraria, y, para todos, confianza en el poder del trabajo honrado y en la fecundidad del bien. Mas no siempre permiten las circunstancias que sean conocidos, cual fuera de desearse, hombres que han desplegado grandes cualidades, y aun ejecutando acciones heroicas, en posiciones subalternas, o en empresas de escasa nombradía. La alabanza y gratitud de los pueblos se reserva, de ordinario, para los que han desempeñado los primeros papeles en la Historia. Raro es un monumento como el que el Gobierno francés acaba de levantar, a las orillas del Loira, a la memoria de dos ciudadanos cuyos nombres se ignoran, que solos disputaron, hasta la muerte, el paso de ese río a un ejército alemán. Aun aún la ficción, es rara una de primer orden, como La guerra y la paz del Conde Tolstoi, en que es un hombre de humilde condición, un simple soldado, quien enseña cómo se debe vivir y morir. ¡Cuántos de esos héroes oscuros yacerán hoy en olvidadas sepulturas que no adornan ni una modesta corona de siemprevivas! Pero en cambio, ¡cuántas afortunadas nulidades a quienes la suerte veleidosa ha levantado hasta las nubes, aunque en rigor sólo podría decirse de ellas con un poeta francés: “Colas est mort de maladie Tu veux que j´ en pleure le sort Que diable veux-tu que j´en die? Colas vivait est mort!” *** Séanos permitido, antes de empezar nuestra narración, echar una mirada retrospectiva a lo que era Antioquia, y principalmente Medellín, a fínes del siglo XVIII y a principios del presente. Introducción obligada en cierto modo. No es posible apreciar bien los hechos y dibujar la fisionomía de un personaje cualquiera, sin trasladarse con el pensamiento al medio social en que vivió y á la época y lugar en que se verificaron los sucesos relacionados con él. Las circunstancias de tiempo y lugar imprimen cierto carácter casi fatal á los hombres y á los acontecimientos. Pocos son, á la verdad, aun entre los verdaderos genios, los que, levantándose por sobre la atmósfera de su época, se han adelantado á ésta y vislumbrado el porvenir. Los ha habido, los hay y los habrá; pero son seres excepcionales que, lejos de infirmar, confirman la regla general. Por otra parte, ignorando quiénes fueron y qué hicieron nuestros progenitores, ¿cómo saber si hemos ganado ó perdido con el andar del tiempo, y cómo saber del pasado saludables ejemplos y útiles enseñanzas? Es de sentirse que se haya descuidado tanto entre nosotros ese rico filón de las cosas de antaño, donde habrían podido hacerse valiosos hallazgos. Nosotros lo tocaremos apenas, en lo que se relaciona con nuestra historia; ya que los estrechos límites de ella no nos permiten ahondarlo. *** Si en el cuadro que vamos á trazar se encuentra uno que otro rasgo ridículo ó grotesco, la culpa no es nuéstra sino de la naturaleza de las cosas. A fuerza de narradores fieles, tenemos que pintar los hombres y las cosas como fueron. No está en nuestro poder, ni nos permite nuestro deber, hacer bello lo feo, grande lo pequeño y noble lo ruin y plebeyo. En el curso del relato propiamente biográfico, interpolaremos tal cual anécdota relacionada con las aventuras del señor Echeverri. Son cuentecillos de su propia cosecha con que solía sazonar su charla animada y sabrosa, en los ratos de vagar, en el seno de la amistad ó en las veladas de familia. En el día y en el tráfago constante de los negocios era otra cosa: las palabras salían de la boca como contadas, pesadas y medidas, y habría sido capaz de dejar plantado al lucero del alba si hubiera ido á importunarlo. CAPITULO I IN ILLO TEMPORE EXCEPCIÓN hecha de la Gran Bretaña y acaso de la Holanda, ningún país antiguo ni moderno ha sabido plantear el régimen colonial con recíproco provecho de la población indígena y la adventicia, sobre todo cuando esta última no ha sido guiada más que por un interés sórdido y cruel, con el único designio de enriquecerse en el suelo conquistado. Pruébalo España, que, digan lo que quieran sus admiradores, en más de tres siglos de señorío absoluto en sus vastos dominios de la India occidental, no quiso, no supo ó no pudo echar siquiera los fundamentos de futuras nacionalidades, grandes, prósperas y fuertes. Llegarán á serlo acaso, y acaso empiezan á serlo algunas; pero merced á su propia iniciativa, á sus propios esfuerzos, dirigidos convenientemente, y al contacto más ó menos activo, más ó menos frecuente con los pueblos civilizados, á quienes ha abierto de par en par sus puertas y ofrecídoles con buena voluntad dividir con ellos su adversa ó su próspera fortuna. A no ser, pues, por la gloriosa obra de su emancipación política, todavía se hallarían marcando el paso estos fragmentos de la vieja monarquía española, siempre bajo el imperio de un régimen á la vez restrictivo y absorbente, y siempre sometidos al yugo de preocupaciones absurdas implantadas por la espada y sostenidas por la costumbre, con la doble sanción de la Iglesia y del Estado. Pero quédense aparte las consideraciones generales, que á la verdad nos podrían llevar muy lejos, y concretémonos á Antioquia, en la época á que hemos aludido. ó sea cuando asomaban ya los primeros destellos de la nueva éra. ¿Qué era entonces este rincón del antiguo Virreinato? Bien poca cosa, por cierto, así en el orden material como en el moral é intelectual. Esta provincia, como todas sus hermanas, apenas daba señales de existencia, á causa del estrecho vasallaje y del completo aislamiento en que vivía, bajo la inexorable consigna de obedecer y callar. Nada, ó casi nada, de ciencias, artes y oficios: nada, ó casi nada, de vías de comunicación, de industria y de comercio: nada, ó casi nada, de libertad y garantías individuales. El cuerpo avasallado, la mente embrutecida; pero en compensación, costumbres más sencillas y más puras, respeto á la propiedad y á la persona, seguridad en el hogar, paz en el alma y un poco de alegría en el corazón para conllevar las contrariedades de la vida, que tanto se han ensanchado y agravado por el febril devaneo y la loca ambición que hoy nos devoran. La población de esta provincia, según el historiador Restrepo, no pasaba, en 1808, de 111,000 habitantes, desparramados en un territorio extraordinariamente quebrado y relativamente extenso, cubierto de selva virgen en sus cuatro quintas partes. Componíase la población de españoles europeos, en su vigésima parte cuando mucho; el resto, es decir, la masa general, era formada de criollos, indios, negros, zambos, mulatos y cuarterones. Los peninsulares constituían la nobleza; los criollos, la clase media, y los demás la canalla. Bien es verdad que en la nobleza no faltaban algunos majagranzas gellegos, extremeños, asturianos, ó de cualquiera otro punto de aquellos reinos lejanos, que á duras penas sabían escribir su nombre, que tomaban el camino de América por el Ceuta, donde debieron ir á purgar sus fechorías. Pero al fin eran ó se titulaban españoles, y éste era título bastante para ostentar aquel aire insultante de superioridad y de arrogancia linajuda que á muchos caracterizaba, que los hizo tan aborrecibles, y que, á no dudarlo, fue la causa generadora del alzamiento general de las colonias contra la Metrópoli. Fortuna fue, y no poca, que estas comarcas hubiesen sido invadidas solamente por esa nobleza de dudosa alcurnia, y no por duques, condes y marqueses, ó por caballeros de tantas órdenes civiles, religiosas y militares como pululaban en España. Aquí, en el Nuevo Reino de Granada, sólo tenemos noticia de un magnate titulado, que lo fue don Jorge Tadeo Lozano, marqués de San Jorge, que tenía su casa solariega en Santafé y era señor de inmensas y opulentas tierras de pan llevar. Creemos que en Popayán hubo también un conde de Casa Valencia. Pero si, como hubo algunos solamente, hubiera habido centenares ó millares, el carro de la revolución habría pasado por encima de todos, y los habría reducido al quilate que les diese su valor intrínseco, haciendo á un lado pergaminos, cruces y cordones. A CADA CUAL SEGÚN SUS OBRAS: tál es la divisa de la República. En materia de creencias reinaba la fe del carbonero, y en cuanto á lealtad, la palabra empeñada suplía al instrumento más solemne. Raro, muy raro, era el uso del papel sellado, y por ende la polilla de las rábulas era casi desconocida. Verdad es que la justicia era difícil, y sobre difícil, cara en demasía; pues todo litigio de mediana importancia tenía que ir en alzada á la Real Audiencia, que tenía su asiento en Santafé. Allí dormían los negocios años enteros, bien fueran por la pereza ingénita de aquellos eminentísimos letrados (los oidores), ó bien porque el derecho común de aquel entonces era un maremagnum espantoso, que obligaba á consultar desde los Pandectas y las Doce Tablas, hasta la Novísima Recopilación Castellana, amén del Derecho Canónico y multitud de pragmáticas y reales órdenes sueltas y resueltas, que acaso no entendía ni el mismo soberano que las había firmado. Fuera, pues, por sincero acatamiento al derecho ajeno, ó por miedo á la Justicia, es la verdad que los pleitos eran raros, y, en consecuencia, la propiedad era efectiva, respetada la honra y muy rara vez turbada la paz de las familias. Los odios, persecuciones y venganzas, cortejo obligado de las revoluciones, no habían venido todavía á envenenar los ánimos, ni á debilitar, y á soltar á veces, los vínculos sociales, ni los más santos aún de la familia. Pueblos, hogares é individuos fraternizaban cordialmente, y si por razón de rango, de fortuna ó de costumbres solía haber algunas discrepancias, no eran éstas tan profundas y enconadas que pasasen de un mero retraimiento, ó de un poco de arrogancia desdeñosa, que nunca ó rara vez encontraba eco bastante para formar bandos contrapuestos, sino al extinguirse la Colonia. En las fiestas populares no era raro ver codeándose al hidalgo flamante con el triste ganapán, ni rozarse la fregona con la dama de veinticinco alfileres. Era ésta una democracia intermitente, que solía tener lugar á cielo descubierto; pero pasado el jolgorio, la fregona y el ganapán volvían á ser gente de bronce, y la dama y el hidalgo siempre se quedaban sus mercedes. *** En achaques de matrimonio, era común todavía la práctica de celebrar enlaces de acomodo y conveniencia entre adolescentes, sin que ellos se atreviesen á oponer la más pequeña resistencia á la soberana voluntad de los padres. La primera virtud que éstos sembraban en el corazón de sus hijos era la obediencia sin réplica: ¡ay del que trataba de poner límites á tan absoluta sumisión, sin haber salido, por ministerio de la ley, de la patria potestad! Los castigos más crueles é inhumanos no se hacían esperar. Rebelarse contra la voluntad paternal, era rebelarse contra el cielo. Antes de casarte abre bien los ojos, después de casado, ciérralos bien, decía el buen hombre Ricardo. Pues aquí solía practicarse lo contrario, es decir, que se abrían los ojos cuando debían cerrarse, ó sea cuando ya no había remedio. Pasabánse algunos años hasta que acababan de emplumar aquellos pollos, tomados por asalto en la mañana de la vida para incorporarlos en el augusto gremio de que tantas lindezas nos ha contado Balzac con sobra de malignidad. Llegados á la edad propiamente núbil, ella á quince y él á veinte, entonces ya el asunto asumía la gravedad de caso de conciencia, y era preciso ponerles nido aparte. Allí plantaban sus penates, allí con hambre ó con hartura, con amor ó sin amor, allí, vellis nollis, tenían que vivir y morir juntos, porque, como dice don Ramón Salas, las puertas de la casa quedan entonces tapiadas. ¿Qué solía ser de tales matrimonios? Presúmalo el lector. *** La vida era barata, y tan cómoda cuanto lo permitían los recursos de cada cual y las producciones de la tierra. Ni la extremada parsimonia de un anacoreta, ni el sibaritismo refinado de un Lúculo. Pero si las golosinas que hoy se usan eran casi desconocidas, si los manjares regalados no abundan, y el vino generoso era tan raro que se vendía en las boticas como cordial inestimable, en cambio se tenía buen apetito al trabajo material y á costumbres austeras. Un pedazo de tierra, esmeradamente cultivado y plantado de maíz, fríjol, yucas y arracachas, con unas cuantas vacas lecheras, bastaban para subvenir á la subsistencia de una ó más familias. Si algunas economías podían hacerse, después de pagar el diezmo y la primicia, se empleaban en aumentar el predio, hasta formar una heredad considerable, donde la prole pudiese vivir con más holgura. Se almorzaba entre ocho y nueve de la mañana, se comía á las doce en punto, se merendaba á puestas de sol, y se cenaba al golpe de las ocho. Se ayunaba la cuaresma entera, sin escapar en muchas partes ni la más tierna infancia, ni aun la ancianidad flaca, triste y achacosa, sin duda no tanto por exigir así la iglesia, cuando por un religioso fervor exagerado. Fuera del ayuno, se guardaba la vigilia de una manera rigurosa, y sólo se podía comer carne, que no fuera pescado, proveyéndose de bulas que se vendían al principiar la cuaresma, y se compraban con empeño, como si en ellas únicamente estribase la eterna salvación. Su eficacia era de un año no más. Pero, eso sí, al amanecer el día de Pascua, el cerdo gordo estaba listo, y no siempre se satisfacía el apetito dentro de los límites racionales, pues se comía á lo Vitelio, y la carne se proponía vengar con carne su martirio. A tal punto solía llegar la intemperancia, que muchos de aquellos tragamallas penitentes se quedaban ahítos de por vida, y otros se iban al otro mundo con el buche provisto para una larga temporada. Hablámos antes de boticas, y debemos apresurarnos á recoger la palabra; pues ¿cuáles podía haber, donde el arte del farmaceuta era completamente ignorado, no menos que el de curar? Raíces, yerbas y resinas no faltaban en los campos, ni agua en los arroyos para confeccionar los bebistrajos que aplicaban los galenos de aquel tiempo. Ya se ve, ¿dónde, cómo y con quién podía estudiarse medicina con la extensión y profundidad que requiere el augusto fin de aquella ciencia? ¡Imposible! Si algún joven pudiente era enviado á Santafé para hacer estudios profesionales en debida forma, éste se decidía generalmente por la jurisprudencia ó la teología; pues en la iglesia y en el foro se cifraban entonces el brillo y la fortuna de los hombres de letras. Fuera de esto, ó como complemento, se adquiría algún barníz de humanidades y un poco de filosofía aristotélica. Pero lo que era medicina, puf! qué peste! O no se creía en esta ciencia, ó no se comprendía su importancia; es lo cierto que maldito el caso que hacían de ella tomistas y bartolinos; ni el gobierno se empeñaba en enseñarla, ni en allegar los elementos científicos y materiales que se necesitaban para ello. Según las crónicas de aquel tiempo, la misma capital del Virreinato ea bien pobre en notabilidades de la ciencia médica. López Aldana, los dos Quijanos, el padre Isla, el francés Broc, Merizalde y algún otro quizás; pero bien se guardaron de venir á ejercer su profesión en esta breñas solitarias, donde no podían prometerse ni honores ni dinero. A ese respecto, ¡cuánta diferencia de aquel tiempo acá! *** En lo tocante á vestidos, había que distinguir entre la clase ínfima, la media y la de alto coturno. Diferencia que se acentuaba más en los días festivos, pues entre semana casi todos vestían de tela burda y resistente, propia para las faenas rurales ó mineras, en que conjuntamente se ocupaban amos y esclavos, patrones y gente asalariada. Era también común á los dos sexos y á las personas de todo rango y condición, andar descalzos; pues siempre se consideró como un estorbo el calzado, y aun lo es hoy día entre las gentes del campo; lo cual no solamente es económico, sino que da más vigor y soltura al cuerpo y lo hace más expedito para moverse en este suelo montañoso. De aquí la superioridad del soldado antioqueño en las marchas largas y difíciles. Pues bien: la clase baja, ó gentuza, como solían llamarse, no rompía sin fula azul, batán del reino, capiyasos y jerga pastusa (de Pasto). Los criollos gastaban mahón, barragán, cotí, calancán, zaraza ó indiana, y los nobles algo de lo mismo con más, sarga, pana, damasco, paño de San Fernando y un poco de raso y terciopelo. La clase superior era especialmente propensa á las joyas de gran precio: todavía se exhiben como muestras de prístino esplendor, gruesas perlas del golfo pérsico y de Panamá, rubíes, zafiros, esmeraldas y diamantes. Las señoras en su tocado nunca descuidaban las peinetas y peinetones de carey con estrellas y filetes de oro. Su camisa era de finísima estopilla, con muy ricos bordados, basquiña de sarga ó raso, y zapato igualmente de raso de colores varios, con hebillas de plata ú oro, las cuales también eran comunes á los hombres. Estos llevaban media de seda, que iba á encontrarse con el calzón en la rodilla, largo chaleco, y un casacón de enormes faldas que llevaba el nombre de volante, y por fin y remate, un corbatín acartonado y rígido, en forma de gollete, donde el cuello quedaba aprisionado, formando como una sola pieza de la cabeza y de los hombros. Lustroso chambergo de anchas alas y borlas flotantes en la parte posterior, cubría la empolvada peluca, de la cual se desprendía como apéndice obligado la coleta, que era una trenza que caía cobre la espalda. Pero es de advertir que tales prendas, más el bastón y el espadín, no salían á lucir sino en los grandes días, en los de gran parada, en los días de gaudeamus. Estos eran los de renovación en los templos, el del patrón ó patrona del lugar, el del cambio de Ayuntamiento y recepción de nuevos alcaldes ordinarios ó pedáneos, ó aquel en que llegaba una noticia gorda de Ultramar, como la de haberse coronado un nuevo soberano, ó hallarse en estado interesante Su Majestad la Reina. Entonces, y sobre todo en los dos últimos casos, era preciso echar la casa por la ventana con demostraciones de alborozo general. Después de las felicitaciones y besamanos de ordenanza, venían las comilonas opíparas, los fandangos de rompe y rasga y las iluminaciones y fuegos de artificio. Todo ello sazonado con la tradicional corrida de toros, que si no eran tan bravos y fornidos como los de Jarama, tampoco tenían que habérselas con espadas, chulos y picadores, como los peninsulares. Pero á falta de Lagartijos y Frascuelos, solía presentarse en la liza algún jaque linajudo con flamantes atavíos, y cabalgando en soberbio pisador, y si por habilidad, ó por chiripa, hacía un rasguño á la fiera con su espadín ó su tizona, era saludado con una tempestad de aplausos, y aquello se ponía de alquilar balcones: en muchos días á la continua y en muchas leguas á la redonda no se hablaba más que de la gran hazaña de tan gentil caballero. En lo recio de la lid solía exclamar alguno con aire compungido: ¡Pobre bestia! A lo cual no dejaba de replicar el vecino, en tono socarrón: -¿De qué bestia habla usted, caballero, del picador ó del toro? El pueblo, es decir, la gentuza, se desbordaba en tales días por calles, plazas y campos en revuelto garbullo, cantando la guavina, el torito, el currulao, al compás de sonoros cedros ó de estridentes bandurrias, tañidos y rasgueados con primor. Pero si Baco llegaba á zamparse en el jaleo (como es de rigor hoy en día), entonces menudeaba el garrote, y no faltaba alguna que otra mojada, que según las circunstancias y las consecuencias, solía conducir ó á las bóvedas de Cartagena, ó á la Inquisición, ó á la horca. Esta se mantenía levantada para desagravio de la justicia y terror de los malvados: por fortuna, eran raras, muy raras, las ejecuciones capitales, como ya lo ha observado el doctor Ospina, refiriéndose á una época anterior. Las fiestas religiosas de aquel tiempo se celebraban á golpe de tambor y á son de chirimía, y con grande estrépito de pólvora labrada. Costumbre estúpida y salvaje, que se conserva aún con desdoro del culto y detrimento de la riqueza pública y el buen gusto. *** En el comienzo del siglo eran todavía los edificios sencillos y toscos por extremo: de un solo piso, en su mayor parte, y de tapia y teja en los centros principales; pero en los nuevos caseríos eran generalmente de bahareque y paja. El ajuar estaba en armonía con las habitaciones: el arte del ebanista era desconocido, y así, el mobiliario apenas se componía de mesas y camas de cedro á medio pulimentar, sillas y taburetes de lo mismo aforrados en vaqueta, algunos escaparates ó alacenas pintarrajeados á brocha gorda, y un arcón desvencijado para guardar las provisiones de boca. La tarima, estrado de madera ancho y bajo, era el asiento favorito de las señoras; allí se arrellanaban con las piernas recogidas y cruzadas á la turca, y sobre una ligera alfombra ó una zalea medianamente adobada. Algunos santos viejos de retablo en la pared pregonaban la piedad del propietario. Nada de porcelana, y nada de cristalería; aun la loza común era tan rara, que si alguien conseguía una taza, un canjillón ó cualquier otra vasija procedente de la fábrica de Sarganelos en Madrid, ó de la de Cartuja en Sevilla, aquella pieza se consideraba como un dije precioso, y era el adorno principal de los salones; y si tenía algún mamarracho pintado con colores chillones, mejor que mejor. Una araña de hojalata con algunos cintajos descoloridos colgaba de una viga, coronada la ornamentación y daba testimonio de gusto refinado. Pero en cambio, la plata andaba á porrillo: plata en la vajilla, plata en las armas, plata en el vestido, plata en las espuelas y demás arreos de cabalgar, y hasta en las herraduras de los caballos. Por supuesto que todo eso era entre la gente de pro, á la cual tampoco debía faltarle un par de esclavos, cuando menos; pero éstos vivían como en familia con sus amos. Los casos de sevicia con esos infelices eran muy raros en Antioquia, lo cual no sólo era una fortuna para ellos, sino que aminoraba en mucho el aprobio de aquella institución proterva é inhumana. Tres veces al día se rezaba el Angelus, y poco después de la oración, reunidas familia y servidumbre, se rezaba el Rosario, el Trisagio ó la Corona a la Virgen, algunas veces todo junto. Al golpe de la queda se servía la cena, y al acabar, la esclava no levantaba el mantel sin juntar las palmas de las manos, alabar a Dios y dar las buenas noches á Sus Mercedes. Pero mientras llegaba la hora de dormir, los mayores se iban á echar una partida de tute, ó de ropilla, y la gente menuda se iba á la cocina. Allí, en íntima promiscuidad con la servidumbre, y al resplandor de la vacilante llama de los últimos tizones del hogar, se entregaban á la más dulce expansión, en medio de estrepitosa algarabía. De vez en cuando hacían silencio y el más cuco y decidor echaba un cuento picaresco, bien fuera de la rica colección de los de Pedro Urdemales, ó bien del tío Conejo ó del marrullero cuanto afortunado Patojito. Esos cuentos y otros varios, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, si no eran tan ingeniosos como los de las Mil y una Noches, ó como los de la Alhambra de Washington Irving, ó como los Cuentos Azules del espiritual y tierno Laboulaye, eran los cuentos populares de esta tierra, que á todo antioqueño de aquel tiempo, y aun ahora, le recordaban y recuerdan los días felices de la infancia, de esa edad de abandono candoso, que se desliza entre lágrimas y risas, y que se trae siempre á la memoria con inefable placer. La voz estentórea del jefe de familia, que llamaba á recogerse, solía dejar el cuento truncado; pero á la siguiente noche se concluía, ó se empezaba de nuevo. A los primeros albores del siguiente día, ya toda la familia estaba en pie, ó mejor dicho, de rodillas, dando gracias al Sér Supremo por los beneficios recibidos, é implorando su asistencia para el nuevo día. En lo general, después de las oraciones matinales, venía un himno cantado en coro, que solía ser el Magníficat. Solemne por demás debía de ser á aquella hora, en que las aves de las vecinas arboledas, con su cantar sabroso no aprendido, saludaban á la aurora confundiendo sus variados trinos con el eco de este arranque sublime del cántico sagrado. “Glorifica mi alma Señor, y mi espíritu se llena de alegría, al contemplar la eternidad de Dios, mi salvador”. Cumplido aquel deber de verdaderos creyentes, se tomaba chocolate en coco negro y con arepa caliente; y cada cual se echaba su herramienta al hombro, y ¡á trabajar! Eso cuando se vivía en el campo; pues si era en poblado, la misa privada sobre todo, tanto más cuanto entonces estaba todo su vigor la vieja máxima española de que “Por oír misa y dar cebada se perdió jornada”. *** Entre los gustos peregrinos de aquel tiempo, cuéntase el de haber dado las damas principales, y especialmente las viejas, en la flor de jugar á los naipes, y no como quien dice por mero pasatiempo, sino á juego bravo, con notable detrimento de la honra de la hacienda. Sería cosa de ver aquellos tahures de faldas en torno de la carpeta verde haciendo triunfos, y dando ó recibiendo codillos entre gente quizá de mala estofa, y diciendo y oyendo dicharachos de taberna. Pero no era esto lo peor; pues solía acontecer que en saliendo el marido y mujer á prima noche, y tomando uno mismo ó diferentes caminos, los criados no querían quedarse atrás y se escabullían por la puerta excusada, ó por algún agujero ó sus camaradas solamente conocían. Caso hubo (perfectamente histórico) en que uno de aquellos matrimonios de la vida airada, al regresar á su casa por la mañana –después de misa, se entiende – hallase al niño muerto en la cuna y los cofres rotos y vacíos. Eso, si no era muy edificante, era por lo menos lógico: en pos de la ocasión viene el ladrón; dada la causa, esperad el efecto; de tales premisas tales consecuencias. Mas ya que de gustos vamos tratando, tampoco hemos de dejar en el tintero otro que, si bien más inocente que el anterior, no dejaba de ser estrafalario, por lo menos así nos parece hoy día. Hablamos del caballo andón, que era de cabalgadura predilecta entre la gente de tono. La andadura es el paso más desairado conocido,, y si no estamos errados, se le llama de dos y dos en la moderna equitación. A tal jamelgo, como si dijéramos á tal clavileño, correspondía el uso del sillón entre las damas. Era éste una especie de banqueta cuadrilonga ó torrecilla truncada, que se aseguraba con fuerte correaje al espinazo de la bestia para que conservase su centro de gravedad. Lo que ese chisme perdía en elegancia, solía ganarlo en magnificencia, pues los había con aforros de ricas telas, con chapetas de luciente plata, galones de oro fino y mullido cojín de terciopelo. No sabemos cómo podían acomodarse aquellas amazonas siu generis con ese andar de medio lado, ó paso oblicuo, como diría un militar; pero sí tenía ventaja de que la dama podía zafarse pronto y fácilmente en un lance apurado, aunque no siempre y... según cómo. Mas no sólo entre las nobleza calificada se hacía uso del sillón; también lo gastaban hasta las negras; sólo que en este caso eta de materiales burdos, sin decoración alguna. Los hombres gustaban también del caballo andón, pero en las grandes cabalgatas; de camino preferían la mula ó el macho romo. En este último caso llevaban sombrero con funda de hule verde, granate ó amarilla, zamarros de una piel cualquiera, espuelas de plata y chirrión; éste era un palillo medio bruñido, con un ramal de cuero en la punta. El viajero echaba por delante á un negro, que conducía el condumio y el petate, con otros menesteres de ordenanza. *** Apuntámos antes que la hora de irse á la cama era entre las ocho y nueve de la noche, y ahora agregamos que se dormía toda la noche de un tirón, gracias á una conciencia sosegada y á un cuerpo quebrantado por las faenas cotidianas. Agregamos más, y es que á la hora supradicha no siempre se hallaban todas las ovejas en el aprisco; pues no faltaba algún cuitado barbilindo, ó algún hidalgo de garnacha, que se fuese á picos pardos por esas calles, encrucijadas y andurriales, para lo cual era muy socorrido disfrazarse de espantajo. ¿Quién no conoce hoy día las horripilantes historias de mohán y el sombrerón? Y de tales artes se valían ya por la pueril vanidad de difundir el terror en más de una legua á la redonda, ó yá para no ser conocidos de amigos y de extraños, y burlar la vigilancia de los alguaciles, que se nos antoja habrían de ser como los esbirros de la Santa Hermandad. ¡Cuántos lances verdaderamente criminales ó simplemente ridículos y humorísticos ocurrían entonces, dignos de ocupar la pluma de un curioso cronista, que por desgracia nos faltó, con mengua de la integridad de nuestra historia! Lo que puede revocarse á duda es la supina credulidad y la gran superstición de aquellos tiempos de Maricastaña. Si un sacerdote cometía un pecadillo, era de rigor que por doquiera fuese dejando la huella de una bestia, representada por una garra, un casco, una pezuña. Si á una mujer le daba por saber á dónde iba y qué hacía su marido, no tenía más que ocurrir á ciertas mañas para convertirse en ave nocturna, y hasta en pulga y lagartija, para poderse colar por el intersticio más estrecho, y deslizarse y brincar por todas partes. Las brujas con gorros de cucurucho y vestidos vaporosos cabalgando en escobas, en ramas ó en troncos de col, correteaban por los tejados haciendo monerías y profiriendo indecencias. Los niños llevaban una chaquira, ó un coral á guisa de pulsera, para precavarse de mal de ojo, y aun así no siempre escapaban de los duendes ó trasgos que los perseguían. Si un prójimo se iba al otro barrio debiendo una peseta al vecino, ó una misa á San Fulano, había de venir todas las noches á turbar el reposo de los vivos con voces plañidoras, para que alguien se moviese á compasión y cumpliendo el empeño, sacase al infeliz del purgatorio. Si algunas sustancias pútridas brillaban en la oscuridad, era seguro indicio de la existencia de un tesoro. Si alguna cosa de perdía, no podía recuperarse sin pegar de una zahorí. En fin, y para colmo de paparruchas, el uso del familiar estaba en boga. Este era el mismo enemigo malo en forma de un negrillo en miniatura, de ojos blancos y boca bermellón, el cual se llevaba en la faltriquera. Debía comprarse en Zaragoza, y costaba siete pesos en cuartillos. Tenía tres virtudes, á cual más sustancial ó sustanciosa; pues servía, como quien no dice nada, para pelear, para buscar plata y para enamorar. Lo que no se ha podido averiguar, es por qué teniendo tamañas cualidades el susodicho embeleco, se compraba tan barato y al mismo tiempo era tan raro. *** Por lo expuesto se viene en conocimiento de la sombra tenebrosa que velaba á aquellos espíritus endebles y apocados, perfectamente accesibles á la más estúpida superchería. Pero eso estaba en el orden natural, por lo mismo que en los cálculos políticos de la nación dominadora, entraba el perpetuar su ascendiente, manteniendo las colonias sumidas en la más crasa ignorancia. Nada, pues, tenía de extraño que el pueblo, y mucha parte que no era pueblo, fuesen completamente iliteratos. Muy contados eran los que sabían leer y escribir: 1º., porque no era necesario; y 2º., porque era pecado ú ocasión de pecar, sobre todo en tratándose de niñas casaderas. Para vivir en el santo temor de Dios, y amar y servir al rey, maldita la necesidad que había de letras, ni aun de cambio, cuya existencia ni se sospechaba. En las homilías, ó pláticas dominicales, el cura de la parroquia decía cuanto convenía aprender, si es que Su Merced no adolecía de la general ceguera; pues la mayor parte de los sacerdotes eran de misa y olla. Algunos, como un doctor Saldarriaga ó don Jerónimo, un don Alberto, ó un don José Miguel de la Calle, brillaban más por sus virtudes que por su saber. Aquí conviene anotar que en aquel tiempo no se conferían las sagradas órdenes, ni los cargos políticos civiles y judiciales, sino á la nobleza aquilatada; con lo cual se atestiguaba el respeto y veneración que se tenía por la magistratura en todo el orden y jerarquía. ¿Era una aberración? Indudablemente, porque siempre ha habido plebeyos eminentes por su saber y sus virtudes, y caballeros de la sangre azul imbéciles ó pícaros; porque á falta de otras razones, salían con aquello de que la cabra siempre tira al monte, dicho que en opinión de muchos se ha vendido corroborando durante el reinado de la democracia. Pero cerremos el paréntesis para volver á las letras, y concluyamos que no obstante haber nacido ya el siglo de las luces, éstas no asomaban por acá; tardas y perezosas, ó afeminadas, es lo cierto que tanto se recataban de penetrar en los confines del Asia y en el corazón del Africa, como en estos rincones de la América meridional. ¡Si será que la civilización es una doncella esquiva y delicada, que no gusta de atravesar desiertos y desfiladeros, cabalgando en acémilas de dos ó cuatro pies! Es posible. En el tiempo á que nos referimos se viajaba poco, y eso por setenta razones: la primera, porque no había por dónde, y quédense las demás en el tintero. Motivo tenían, pues, aquellas buenas gentes cuando antes de ponerse en camino, si así puede decirse, fuera para la Costa, ó para la carrera de arriba. (Provincia del Cauca), ó para Santafé, hacían testamento, y se acercaban al tribunal de la penitencia, así llamado, no sólo por ser ése su nombre canónico, cuanto por la que iban á imponerse los viandantes, que por lo mismo venían á ser dios veces penitentes. Aquello era como despedirse para dar la vuelta al mundo; era más, era como pedir órdenes para la eternidad. Y efectivamente, los atajos y veredas por donde se trajinaba entonces no eran fruta de comer, y el recorrelas se tenía por hazaña, y con razón. Por fortuna conservábase aún el brío, la audacia y la pujanza de la raza conquistada, en cuya lengua la palabra miedo era desconocida. Cuando Antioquia (la ciudad) mantenía aún el primer rango, el comercio con el exterior se hacía remontando el Cauca hasta Raudal ó Espíritu Santo. Algo más tarde ya se hacía por Nechí hasta Zaragoza de las Palmas de Oro, ó por San José de Garrapatas, á salir á las Lomas de Cancán, y más tarde aún, cuando Rionegro llegó á la categoría de ciudad principal, se adoptó la vía de Nare á Juntas, y a fin de la de Naré á Remolino, entrando primero por la Ceja de Guatapé, y últimamente por San Carlos. ¿Y qué era el comercio entonces? De los más escaso y pobre, por cierto. Algunas telas, algunos instrumentos y algo de menaje, procedentes de Cádiz de Barcelona, y un poco de vino de Málaga para consagrar. Lo demás lo daba la tierra. Tal era la parsimonia de aquel tiempo en el vestir, en el comer y en el beber, que el comercio y aun la agricultura daban apenas señales de existencia. Los demás ramos de industria y las artes en general, corrían parejas con la agricultura y el comercio. Fabricabánse algunos instrumentos de labranza con fierro de Vizcaya, y eran tan rudos y toscos, que con gran dificultad podían usarse. Los destinados á la minería no eran mejores. Esta industria, que ha tomado después tan rápido incremento, se hallaba entonces en pañales, y circunscrita á un estrecho radio. Por el norte y nordeste se extendía desde San Pedro hasta Zaragoza, pasando por Santa Rosa de Osos, Hojasanchas, Yolombó, Cancán y Remedios. Por el oriente no pasaba de los contornos de Guarne, Rionegro, San Vicente y Concepción. Los riquísimos criaderos de Zea (Tacamocho), Anorí y Amalfi, no se explotaban todavía, y el mismo Titiribí, que ha vendió á ser el Potosí antioqueño, se hallaba entonces inexplorado é ignoto casi por entero. Del sur y sud-oeste no hay que hablar; el desierto en el primero principiaba en Abejorral y Sonsón, y en el segundo en Caldas, es decir, á poco más de dos miriámetros de lo que es hoy la ciudad capital. Las artes mecánicas y liberales brillaban por su ausencia; á menos que pudieran apellidarse artistas algunos carpinteros á boca de hacha, algunos herreros que apenas medio forjaban el hierro, algunos músicos de arrabal, algunos pintores de mamarrachos y algunos poetas al puro natural. Entre los últimos no faltaron algunos que con un poco de lima hubieran sido vates verdaderamente inspirados. Tales fueron Salazar y Mejía, de Rionegro, y Tomás Rodríguez, de Antioquia, cuyos versos fáciles, chispeantes y sonoros se hicieron populares y alcanzaron merecido renombre, por lo menos aquí. *** Hé ahí, á grandes rasgos, la fisonomía moral y material de este apartado rincón de la América española, en el momento de extinguirse la Colonia. A pintarla peor ó mejor, nuestra mal endilgada pluma se habría desviado del camino de la verdad y la justicia, que debe recorrer todo el que aspira á merecer el dictado de historiador imparcial. Ni optimismo candoso, ni pesimismo intransigente. Sentado esto, cabe preguntar ahora: ¿Era entonces Antioquia una Arcadia venturosa, donde Ceres y Pomona derramaban á porfía sus preciados dones en una fiesta sin fin; ó era, al contrario, una mansión caliginosa, donde toda desdicha tenía su asiento, donde era un purgatorio la existencia? En otros términos, ¿eran, pues, nuestros mayores dignos de envidia ó compasión? No queremos aventurar un juicio crítico ajeno de este lugar y laborioso por demás, para ver de dar una solución razonada y razonable á tal cuestión. Pero antójasenos que, si en ella nos engolfáramos, habríamos de llegar á esta conclusión: que desde Adán hasta hoy, aquí y en todas partes, han vendió codeándose el bien y el mal, el placer y el dolor, las grandes virtudes y las grandes bellaquerías. Si el amor á la existencia está en razón de la felicidad que se disfruta, y si ésta, como alguien la ha definido, estriba en tener un alma sana en un cuerpo sano (mens sana in corpore sano), fuerza es reconocer que los colonos españoles fueron relativamente dichosos. Avezados al trabajo, en lucha abierta con una naturaleza tan bravía cuanto lozana, adquirían formas atléticas, y con pocas necesidades fácilmente satisfechas, deslizábase su vida alegre y sosegada, en medio de la paz y la abundancia. Pero al fin cayeron en la cuenta de que tal felicidad tenía un poco de bestial, y les dio por buscar otra mejor, consistente en el libre desarrollo de su sér moral é intelectual, y en avanzar, aunque cayendo y levantando, en solicitud del reinado de la virtud, de la libertad y la justicia. ¿Lo han conseguido, lo conseguirán? La contestación merece un libro. *** No cerraremos este somero y desaliñado bosquejo sin consagrar unos renglones especialmente a Medellín, que si ni fue la ciudad natal del señor Echeverri, vino á ser, sí, el teatro principal en que él desarrolló sus privilegiadas facultades, y á cuyo bienestar y progreso contribuyó eficazmente. En la época á que vamos refiriéndonos, Antioquia y Rionegro eran las dos ciudades principales de la Provincia. En ellas residía lo más granado de la nobleza, y á ellas convergían los pocos elementos de progreso y bienestar que podían dar de sí la tierra y las circunstancias. Medellín era un villorrio de poca ó de ninguna importancia, no obstante remontarse su erección al año de 1675, en que el Gobernador de la Provincia don Miguel de Aguinaga, y Regente de España doña Mariana de Austria. La hija de Robledo, muellemente recostada sobre el ángulo que forman el Cauca y el Tonuzco, gozaba de las regalías y preeminencias que le daban su edad, su rango y su riqueza, y por ello era la residencia de los altos dignatarios en el orden eclesiástico, político y civil. Sus moradores, si no eran opulentos, tenían lo bastante para llevar una vida cómoda y holgada, merced á su comercio y, más que todo, á sus ricas plantaciones de cacao, que á la sazón se hallaban en el apogeo de su producción, y eran sostenidas por numerosas cuadrillas de esclavos africanos. Todavía se pronuncian con respeto los nombres de los Sarrazolas, Barcenillas, Martínes, Arrublas, Pardos, Bonis, Corrales, Zapatas, Garcías, Montoyas, Hoyos y Londoños. Rionegro le seguía en importancia, y era llamada por antonomasia la ciudad, en contraposición á Medellín, que se designaba con el nombre de la villa, usando de la misma figura. Merced al comercio con el exterior, que ya empezaba á hacerse por la vía de Remolinos, á su benigno clima y á su entonces generoso suelo, con el aditamento de ricas minas en contorno, la sucesora de Santiago de Arma se alzaba erguida y lozana, alegre y bulliciosa. Los Mejías y los Campuzanos, los Sáenz, Garcías y Mendozas, los Lorenzanas, Linces y Montoyas, dieron á la ciudad un grado de esplendor que no pudo conservar; bien por el flagelo de las revoluciones; bien por la vecindad de Medellín, que se la ha ido absorbiendo; ó bien, digámoslo con franqueza, por la desidia de sus hijos, que en vez de enfrentarse con la mala fortuna y buscar en el trabajo y la industria una reacción benéfica y reparadora, han preferido emigrar en distintas direcciones. Los que no lo han hecho, inspirándose hoy en sus verdaderos intereses, comienza ya con el éxito feliz la suspirada reacción, mediante el ensanche de sus relaciones comerciales, el esmerado cultivo de sus lindos campos y el trabajo perseverante, acompañado de prudente economía. Si así continúa, Rionegro volverá á ser lo que fue. *** Pero, como antes decíamos, Medellín al comienzo del siglo no era más que un menguado población, no obstante su posición central entre sus dos rivales, y el primor y la opulencia del valle en que se asienta. Sinembargo, abrigaba ya en su seno el núcleo de una burguesía audaz y emprendedora, representada por la viril generación que con el señor Echeverri acaba de extinguirse. Ese núcleo, compuesto en su mayor parte de hombres de ilustre cepa, pero casi todos pobres de solemnidad, que vivían á la pata llana, esperaba el momento propicio para desarrollarse y robustecerse á fuerza de trabajo, de rigurosa economía, de audacia emprendedora. Ese momento llegó cuando la revolución triunfante dio el golpe de gracia al monopolio español y abrió de par en par las puertas de la República al comercio universal. Los medellinenses, y entre ellos Echeverri, fueron de los primeros en aprovechar esa dichosa coyuntura, lo cual hizo de Medellín el emporio del comercio de toda la Provincia y en mucha parte de la Nación entera. Los Barrientos y Gavirias, los Obesos y Carrasquillas, los Vilas y Tirados, los Sañudos y Alvarez del Pino, los Uribes y Restrepos, los Latorres y Lalindes, los Saldarriagas, Vélez, Londoños, Posadas y Santamarías, con cien más que sería largo enumerar, todos ó la mayor parte conterráneos del señor Echeverri, formaron el glorioso núcleo de que hablamos, y por ellos, en poco más de medio siglo, ha logrado ocupar Medellín el primer rango en el Departamento y el segundo en la República. Desdeñado nobiliarios blasones, y vinculando su elevación y su fortuna en su esfuerzo individual únicamente, esos hombres lograron redimir su pequeña patria de la cuasi barbarie de otros tiempos, y dejar á su prole numerosa, no sólo riquezas de consideración, sino magníficos ejemplos de imitar, y ancha por donde avanzar en prosecución de los más altos destinos. ¡Bendigamos su memoria! CAPITULO II INFANCIA DE DON GABRIEL Nació este caballero en el paraje denominado Guacimal, en el promedio de Copacabana y Hatoviejo, el 3 de Abril de 1796, y fue bautizado en la iglesia del Rosario de esta última parroquia, por el Presbítero Mateo Palacio, el 7 del mismo mes. Fueron sus padres don Joaquín Echeverri y doña Josefa Escobar; abuelos paternos, don Cristóbal Echeverri y doña Juana Manuela Gallón, y abuelos maternos, don Lorenzo Escobar y doña Brígida Cano. Tuvo dos hermanos, que fueron, que fueron doña María Josefa y don José María, finados ya, troncos uno y otra de dos familias honorables, que ocupan justamente un rango distinguido en la sociedad antioqueña. Los primeros años de don Gabriel transcurrieron apaciblemente en el hogar paterno, situado en el dicho paraje de Guacimal, donde su padre cultivaba un pequeño cortijo con unos pocos esclavos: ése era su único patrimonio, pues el haber de don Joaquín, que no fue escaso, se había disipado en negocios desgraciados y en el sostenimiento de un gran pleito. El último sacrificio hecho por el venerable anciano con tal objeto, fue la venta de una rica botonadura de oro que llevaba al pecho en los días solemnes. Don Gabriel perdió su padre cuando era muy niño aún; pero su madre supo hacer las veces de aquél, é infundir al niño, con el ejemplo y el consejo, amor á la virtud y decisión por el trabajo. Era doña Josefa respetabilísima matrona, vástago del viejo tipo español, dechado de nobleza, tomada esta palabra en su sentido lato. Ya que era tan exigua su hacienda, y tan difíciles los medios de adquirir entonces una mediana educación, ella no pudo proporcionar ninguna á sus hijos, y hubo de contentarse con habituarlos al rudo trabajo de la tierra. Don Gabriel á duras penas aprendió á leer mal –en bulas viejas, de que su madre conservaba gran número con religiosa veneración –y á escribir peor. Cuando era ya joven espigado, se avergonzaba de tan supina ignorancia. Con la mano puesta sobre el timón del arado, el pie descalzo y la frente al sol, fue como el joven Echeverri adquirió la musculatura recia y vigorosa, las formas varoniles, la talla levantada, la gran figura, que podría haber campado entre lo más gallardo de la raza anglosajona. Solía consagrarse también al trabajo de las minas, yá por cuenta de su madre, y por lo mismo en pequeño, vá como simple obrero de otros empresarios. A este respecto solía referir en las veladas de familia, y como recuerdos de su juventud, tal cual anécdota que no carecía de interés, por ser un reflejo de las costumbres de aquel tiempo. Vaya una muestra. A inmediaciones de Guacimal elaboraba una mima un portugués de apellido Alburquerque, si no nos engaña la memoria. Allí trabaja don Gabriel en compañía de un negro de su casa, alquilados ambos por la señora Escobar al portugués. Este llegó a su labor á una roca de gran dureza, inaccesible al barretón y á la almadana. Un su amigo le indicó que no había más medio que la pólvora para vencer la resistencia; y dócil á tal insinuación, el del Portugal determinó emplear ese expediente. Pero bien se comprende que en tal época, y en tal país y en tales circunstancias, el minero aquél distaba un poquito de un Germán Sommeiller, y que sus máquinas no serían de aire comprimido, ni sus taladros de diamante negro. ¿Qué hizo, entonces, el viejo portugués? Pues, señor, puso á un negro á perforar la roca con un pedazo de fierro mal acerado que él llamó taladro, y mientras se hacía el agujero, él formaba un cartucho fumando churumbela (pipa), y con una totuma de Urabá, llena de pólvora, entre las piernas. El diablo no tardó en meter la cola, y cuando menos de pensó, voló el pobre lusitano antes de volar la roca, la cual quedó ahí con toda su integridad y su dureza. Otro día despachó su madre al señor Echeverri, con el negro consabido, á ayudarle á sacar una barredura á un tal don Juan Sabatier, español, que trabajaba por los lados de Belmira. La mina que éste elaboraba era de aluvión, ó sea de oro corrido. Bien sabido es (en Antioquia por lo menos) que una berredura es la completa explotación de un área determinada, grande ó pequeña, según los recursos del empresario y según el tiempo que se quiera invertir en la campaña. Si la mina no es de saca sino de tonga y á tajo abierto, las operaciones que demanda la barredura son: el desmonte (batido de la capa superficial); la choca (disgregación y batido de la cinta, que es un manto de conglomerado que reposa encima de la peña); el barrido, que es la recolección de la arenas que han quedado de la choca y se han precipitado con el oro en la peña; la cernida, que es la batición de aquellas arenas en un estrecho canalón de piedra ó madera, por el cual se hace correr el cascajo y las arenas, dejando el oro asentado; y últimamente el lavado, que es el acto mismo de recoger el oro perfectamente limpio, el cual se coloca en una cacerola de plata ó cobre para secarlo y pesarlo. Pues bien: mientras el español practicaba esas operaciones con grande afán y no poco entusiasmo, era el objeto predilecto de su más fervorosa adoración una imagen de Santa Rita de Casia, que mantenía á la cabecera de su lecho entre dos luces, y de quien esperaba una lavada suculenta. Y para comprometer más a la celestial mediadora, todas las noches hacía postrar de hinojos ante ella á toda la cuadrilla, á rezar el rosario y cantar salmos y alabados de la rica colección del devoto empresario. Así pasaron noches y vinieron días, hasta que llegó el suspirado de lavar. Pero... ¡oh pícara fortuna! ¡oh desengaño amargo! sólo quince tomines de oro, no cabales, fueron el fruto de tan porfiada campaña. Visto lo cual por el señor de Sabatier, montó en cólera, dio unas cuantas zapatetas acompañadas de una interjección de grueso calibre, y estirando el brazo, con aire de qué se me da á mí, descolgó de un pilar la sagrada efigie, enrrollóla bonitamente y, atándola con lo que pudo, la arrojó aguas abajo! Turulatos se quedaron los negros de la cuadrilla; todos á una hicieron la señal de la cruz, invocaron los tres dulcísimos nombres, y con la jeta colgando y mirada mortecina, quedándose aguardando á que se los tragase la tierra, con amo y todo, por supuesto. Pero viendo que tal no sucedía, empezaron á recobrarse, y luégo se apersonaron á recoger chirimbolos y herramientas para levantar el campo. Y en realidad lo levantaron al teñir la aurora del siguiente día. Don Juan y su cuadrilla siguieron camino de Santa Rosa; el joven Echeverri, con el negro que lo acompañaba, volvió á casa de sus padres, harto de fatigas y falto de dinero. Refiriendo á su madre lo acontecido con Santa Rita, la buena señora, entre asombrada y compunjida, no pudo menos de exclamar: ¡Válganos Dios! lo siento por el alma de don Juan; pues, hijo, las minas... al fin son minas; pero querer que Santa Rita, aunque abogada de imposibles, convirtiese el oro en guijarros, era mucho querer. En este terció el negro en la conversación y dijo: -Ya yo sé, por qué le fue tan mal al amo Juan; pues debió de ser porque tenía mal pecho (ambición); y por eso el oro se escondió, y la santa no hizo caso de tanto rezar y canturrear. Bien hecho, mi señora, aunque su merced haya perdido mis jornales y los del niño Gabriel. *** Con tal candor y tal aire de jovialidad refería don Gabriel esos episodios relacionados con su vida juvenil, que siempre se le oía con agrado. Dotado de felicísima memoria, reproducía el dedillo, en sus ratos de íntima expansión, los sucesos y ocurrencias de su vida, sin omitir fechas ni nombres propios. ¡Raro privilegio concedido por la naturaleza á ciertos hombres, el de poder leer en el pasado, y en edad muy avanzada, como quien ve lo de la víspera, y como quien se halla en el apogeo de la vida y en plena posesión de su intelecto! Por lo demás, su infancia y parte de su juventud nada ofrecen digno de especial mención. Arrostrando las privaciones y el rudo batallar que le imponía la precaria y estrecha situación de su excelente madre, pero ajeno á los ardientes deseos y locas ambiciones que se despiertan y avivan con el roce de la alta sociedad y en el tumulto del mundo, el joven Echeverri se acercaba á la edad de 21 años. Ningún oficio había esquivado, por plebeyo que pudiese parecer á los ojos vulgares. Para su madre y para él, ninguno envilecía. A su recto criterio no se ocultaba que toda tarea encaminada á dar independencia, lejos de macillar, enaltece y dignifica. No pudiendo ser otra cosa, el noble joven fue alternativamente gañán, minero, vivandero y hasta caporal de mulas. Entrado ya en la edad viril, dióle por venir con frecuencia á Medellín, probablemente á comprar chucherías para expender en San Pedro y Santa Rosa. En uno de estos viajes, y probablemente con motivo de sus reducidos negocios, tuvo ocasión de conocer á don Juan Santamaría, con quien no tardó en trabar relaciones de amistad, sostenidas por pequeñas transacciones y fortalecidas por el sentimiento de mutua simpatía que supieron inspirarse desde el punto en que se conocieron y trataron. Era entonces el señor Santamaría joven también, y estaba recién casado con la señora María Josefa Bermúdez. El encuentro de los dos jóvenes, fortuito ó motivado (pues de esto nada sabemos), fue el principio de una carrera brillante para ambos, y ocasión de intimar sus relaciones á tal punto, que las dos almas se completaban la una por la otra, ó más bien, eran dos almas en una: tanto así se identificaron en carácter, en aspiraciones y en modo de sentir, pensar y obrar. Oriundo de nobilísima estirpe, de apostura gallarda, de trato ameno y campechano, el joven Santamaría iba limando y puliendo á Echeverri, quien si no le iba en zaga en figura y corazón, era natural que conservase aún el aire tímido y apocado que lleva impreso generalmente el hombre pobre que ha nacido y crecido entre rústicos labriegos, y cumplido al pie de la letra con el divino precepto de ganar el pan con el sudor de su rostro. A vuelta de poco tiempo, y gracias al nuevo teatro en que iba entrando, y á las nuevas relaciones que iba adquiriendo, ya el joven Echeverri había logrado ser recibido y tratado cordialmente por toda la familia de Santamaría, de la cual formaba parte la señorita Francisca Romana Bermúdez, cuñada de don Juan. Luego requirióla de amores Echeverri, y viéndose correspondido, no tardó en pedirla á sus padres, que lo eran doña Micaela Tirado y don Domingo Bermúdez de Castro. Inútil es agregar que el matrimonio tuvo lugar en seguida, con plácemes muy efusivos de una y otra familia. Con ello, y con la fama que tenía sentada de buen mozo, despabilado y diligente en los negocios, y hombre de bien á carta cabal, pudo nuestro joven entrar en una feliz faz de su existencia, con horizontes más limpios y risueños por delante, con más brío de cuerpo y más aliento en el alma. Y en ello no iba errado. Don Juan, que ya contaba con mediano capital, lo tomó decididamente bajo su protección. Dispensábale una confianza ilimitada y un afecto verdaderamente fraternal. Enlazados ambos en una misma familia (aunque sin parentesco alguno, juridícamente hablando), continuaron viviendo como hermanos que se amaban con alma y corazón. Perfectamente identificados, como queda dicho, en ideas, sentimientos y aspiraciones, hicieron en cierto modo solidaria su existencia y siguieron de la mano la senda escabrosa de la vida. ¡Oh, si siempre se encontrara una mano benévola y generosa que levantase del polvo, y muchas veces del fango, á tántos jóvenes que nacen dignos de una buena suerte! ¡Cuántos de ellos se salvarían entonces del vicio, y aun del crimen, y llegarían á ser, como Echeverri, miembros honorables, y hasta eminentes, de la sociedad que los alberga y alimenta! Por desgracia son raros los ejemplos, quizá porque también son raros los hombres á quienes el cielo se complace en dotar de tan singulares prendas como el señor Echeverri; y raros son también los que, como él, saben corresponder tan dignamente á los favores que reciben. CAPITULO III DON GABRIEL COMERCIANTE Era la época en que, á virtud de los triunfos de los libertadores, iban cayendo las barreras que circunscribían el comercio de la Colonia, únicamente al de la Madrepatria. Dada la gloriosa batalla de Boyacá, esas barreras cayeron por completo, y á la emancipación política siguió de cerca la industrial y mercantil. Jamaica era el puesto avanzado que la previsora Gran Bretaña tenía en el mar de las Antillas para enseñorearse un día de todo comercio de la India occidental. Y si no es aventurado nuestro juicio, debióse á ese sentimiento, harto mezclado de egoísmo, el interés con que aquello gran Nación abrazó la causa sudamericana, y la señalada simpatía que ésta le mereció en todo el Continente. Si antes no lo había hecho, pudo ser por no dar mal ejemplo á sus colonias del Norte. Perdón ¡oh vieja Inglaterra!, pero así nos lo hacen creer vuestra índole, vuestro carácter, vuestra historia. ¿Ha habido, por ventura, alguna cuestión trascendental para cuya solución no hayáis invocado el poder del oro, y no os haya servido de guía el interés? En todos vuestros asuntos políticos, económicos y sociales, siempre se os descubre, á poco que se ahonde, el auri fames. No pueden negar su patria Hobbes y Béntham. Pero cualquiera que fuese la mente del gobierno inglés á ese respecto, ello es que un deber de gratitud nos obligará siempre á descubrirnos cuandoquiera que se traiga á la memoria el recuerdo de aquella LEGIÓN BRITÁNICA, que, en lo más recio y angustiado de nuestra lucha de emancipación, vino á ofrendar su sangre generosa en aras de la patria colombiana. Y quédese ahí el paréntesis para proseguir nuestro relato. *** Fue don Gabriel de los primeros, al menos en Antioquia, que se lanzaron al mar con dirección á Jamaica, para aprovechar aquel punto de escala en la compra de mercaderías inglesas, que desde luégo vinieron á reemplazar las españolas, únicas que hasta entonces se habían consumido en la Provincia. Otros se dirigían á San Thomas con el mismo fin: eso en aquel tiempo se llamaba emplear. El primer empleo de don Gabriel fue apenas un ensayo con algunas libras de oro que él y su socio y protector Santamaría habían allegado en poco tiempo. Pero el ensayo, aunque penoso, fue feliz; y halagados por la ganancia, hubieron de repetirlo en escala mayor. Fueron, pues, varios los viajes que hizo don Gabriel á Jamaica desde el año 21 hasta el 37, en que, si no estamos equivocados, comenzaron sus relaciones comerciales directamente con Europa. En tales viajes principió don Gabriel á desplegar sus grandes dotes de hombre de negocios, y su valor para arrostrar peligros de todo linaje y su paciente perseverancia para vencer las más tenaces resistencias. Por fortuna viajaba siempre provisto de cartas de introducción y crédito, que espontáneamente le ofrecían los comerciantes más acaudalados y conspícuos de Medellín. A esa circunstancia, al estricto cumplimiento de sus compromisos y á su carácter comunicativo y jovial, debió la buena acogida que obtenía por dondequiera y las valiosas relaciones que contrajo en la Costa y en Jamaica. Jamás olvidaba á sus buenos amigos Mier, Ujueta, Díaz Granados, Roviras, Maciá y José María Pino. Este último era una verdadera providencia, no sólo para don Gabriel, sino para todo comerciante y no comerciante que tuviese que remontar el Magdalena. Natural de Rionegro y establecido en Mompox de tiempo atrás, había logrado hacerse el agente obligado del comercio del interior; y á tal punto llevaba su celo en el cumplimiento de su encargo, que con razón y justicia se granjeaba las más fervorosas simpatías de cuantos lo ocupaban y trataban. Puede verse la biografía de este antioqueño eminente en el Papel periódico de don Alberto Urdaneta: es ella una pieza magistral. Bien sabido es que en aquel entonces no existía la navegación por vapor, ni marítima ni fluvial. Aunque la travesía á las Antillas era corta por la distancia, solía no serlo por el tiempo. Vientos contrarios, ó ausencia de ellos hasta la calma chicha, hacían entonces de la navegación, no sólo un gran martirio, sino un gran peligro, amén del que ofrecían los corsarios y piratas; por lo cual todo buque mercante de mediana importancia iba acompañado de cerca por uno de guerra en calidad de guardián. Pero así y todo, era entonces el mar un paraíso comparado con el río Magdalena, nuestra obligada arteria de comunicación con el interior de la República. Llegado á Mompox en vía para el interior, el infeliz negociante se hallaba como si llegase á los confines de las regiones hiperbóreas y topase por doquiera con esta fatídica sentencia: Hic usque venies, hasta aquí llegarás, ó sea, de aquí no pasarás. Y era verdad; pues en ocasiones, como aconteció á don Gabriel más de una vez, llegaba allí el mísero viandante, y encontraba ya tomadas las pocas y menguadas embarcaciones que se conocían entonces, y vellis nollis tenía que esperar á que se construyesen otras, o el regreso de las que ya habían partido, lo que implicaba uno, dos y hasta tres meses de fatal estadía en aquel clima abrasador y pestilente. ¡Oh , señor! ¡y qué embarcaciones aquellas, y que gente tripulaba! Champanes y bongos de capacidad de 2, 3 ó 400 bultos, donde éstos iban amontonados y revueltos con los pasajeros, víveres, cocina, trebejos y hasta con bestias, inclusive los bogas. Esta canalla marrullera, sucia y brutal en grado sumo, era el tormento principal de los viajeros. Era de rigor pagarles anticipadamente el viaje, sin excluír el patrón; pero hé aquí que no asomaban á la embarcación sino después de consumir su paga en la más infame crápula, y eso cuando no se iban con otro, ó se ocultaban, ó enfermaban á fuerza de intemperancia. Tras largo batallar, el fin se soltaban las amarras, y daba el patrón la voz de marcha. Sí, se marchaba, pero ¿cómo, cuándo y á dónde se llegaba? hé ahí el problema pavoroso. Después de tres, cuatro y hasta seis meses llegaba, si llegaba, el menguado vehículo á su destino, con la cubierta desportillada y llena de bichos y malezas; pero casos había, y no eran raros, en que el cargamento llegaba con grandes averías, y su dueño, si no quedaba sepultado en una playa solitaria, rendía su jornada hecho un espectro, una sombra, un cuasi cadáver. Don Gabriel fue de los pocos que resistieron á tales pruebas en sus repetidos viajes, y llegó á ser tan conocido por su indomable energía y su fogosa actividad, que su sola presencia en medio del más rudo conflicto, era augurio bien seguro de salir con buen éxito. En uno de esos viajes se hizo acompañar de su hermano don José María, y de un fiel esclavo llamado Marcos. A poco de haber llegado á Jamaica enfermó gravemente don José María. Su médico era un doctor Bancroft, que lo había sido de los ejércitos de Napoleón. Vencido el mal, y ya el enfermo en convalecencia, preguntó un día don Gabriel al facultativo si su hermano podría tomar mazamorra; pero aquél, que ignoraba lo que era eso, ordenó antes de dictaminar que se le tuviese una muestra para el día siguiente. Se la tuvo en efecto, pues Marcos era práctico en hacerla, y maíz y ceniza se encuentran por doquiera. El doctor llevó la taza á la boca y escupió el trago. –Esto no parece comida, dijo al enfermo; pero tampoco ha de ser veneno, supuesto que lo gastan en su tierra. Tome usted la mazamoga; tome cuanta le pida el cuerpo. –Dicho y hecho, y el hombre alentado. Entonces don Gabriel no pudo menos que espetarle al Esculapio nuestro refrán favorito: -Doctor: “el cerdo con lo que se cría”, decimos por allá; -pero es seguro que el doctor se quedaría á oscuras, como se había quedado cuando le hablaron del consabido alimento. *** El oro, que solía comprarse castigado, era el único artículo de cambio con que contaba Antioquia para saldar sus cuentas en el exterior. Pero estaba gravado con el derecho de quintos (3 por 100 desde el gobierno español, revalidado expresamente por la ley II, P. 4ª., T.V de la Recopilación Granadina). A virtud de tal ley, prohibíase la exportación del oro en polvo, granos, tejos ó palacras sin haber enterado en las arcas nacionales el impuesto supradicho, y sería largo de decir de qué argucias y artificios se valía el comercio para eludir ese impuesto exorbitante. Don Gabriel no lo intentó siquiera, y nada le habría sido más fácil, como que era de ingenio rico y fecundo, y poseía el arte de inspirar confianza y simpatía dondequiera que llegaba. No siempre expendía sus negocios en Antioquia, yá por tener que afrontar aquí una fuerte competencia, yá seducido por las mejores condiciones de otras plazas, yá en fin, por satisfacer el deseo vehemente de moverse, que jamás lo abandonó y fue la causa, no sólo de ganancias pingües, sino también de sus extensas relaciones y grande acopio de experiencia. A Bogotá y á Popayán eran sus excursiones favoritas. Y sea ésta la ocasión de hacer mérito de algunos episodios de su vida trashumante, que no dejan de rozarse con la historia del país en la época solemne de su transformación política. *** Corría el mes de Enero del año de 1821. Casi definitivamente derrocado en Colombia el poder español, á virtud de las jornadas memorables de Boyacá y Carabobo, el ejército libertador se concentraba en Cali para abrir operaciones sobre el Sur. El día en que el General Bolívar llegó á dicha ciudad, se reveló su guardia por un grupo de jóvenes patriotas de lo más granado que había en el lugar; y como figurase entre ellos Echeverri, estacionado allí accidentalmente con motivo de negocios mercantiles, tocóle presenciar un incidente y trascendental en los anales de nuestra grande epopeya. Entrada ya la noche, la guardia dio paso franco hacia la estancia del Libertador á un joven militar que llevaba las insignias de Teniente Coronel. Era éste un mozo bien plantado, alto de cuerpo, blanco de color y con indicio apenas de rubia y abundante barba. Vestía á la rigurosa, y era de continente marcial, aunque de formas casi femeniles, de puro delicadas y esbeltas. Su conferencia con el héroe colombiano debió de ser larga y de rodar sobre gravísimos asuntos, porque no se le vio salir sino á horas muy avanzadas de la noche. ¿Quién era ese hombre? Pues nada menos que el Jefe de los puestos avanzados del ejército realista, que aun dominaba el Sur hasta los suburbios de Popayán, cuya guarnición mandaba el bravo Coronel Pedro León Torres. Era, en fin, José M. Obando, que tánta celebridad había de alcanzar después en nuestras luchas intestinas. El Coronel Torres había ajustado con él un armisticio que debía durar un mes, y en ese intervalo tuvo lugar la referida conferencia. En ella Obando quedó casi rendido á la palabra incisiva y vehemente del Libertador, y ya esperaba sólo un momento propicio para entrar de firme en las filas republicanas. Ese momento se hizo esperar poco: habiendo llegado su entrevista con Bolívar á conocimiento de Mourgeon, Capitán general de Quito y Generalísimo de las tropas reales. éste improbó la conducta de Obando, y en ello es de presumir que empleó estilo duro y descompuesto; pues de allí tomó pie Obando para consumar su defección. Con este hecho, por un lado magnífico y por otro infame, quedaron acéfalas y desconcertadas las guerrillas del Rey que merodeaban de Patía a Popayán. Estas fueron quedando barridas definitivamente por el ejército patriota en su marcha hacia el Perú, la cual no se detuvo desde que Pasto recibió el golpe de gracia en Bomboná. ¡Cuánto crecen los acontecimientos y los hombres á medida que se alejaban, y cuán felices nos parecen hoy los que tuvieron siquiera un ligero contacto con los acontecimientos y los hombres que nos legaron Patria y elementos para llegar un día hasta el orden en la libertad! Haber formado en la Guardia del Libertador apenas una noche, y haberlo visto de cerca y cara á cara, y haber sido casi testigo actuario de la sumisión de Obando, todo eso fue para don Gabriel como un título de honor que recordaba siempre con legítimo orgullo. De regreso á Medellín continuó don Gabriel en sus tareas habituales. Dotado de genio audaz y emprendedor, asociado á un hombre que sabía comprenderlo y darle aliento, y aprovechando los buenos tiempos, era natural que sus negocios marchasen viento en popa y se redoblase su ardimiento juvenil para continuar sus viajes á Jamaica, desafiando las penalidades sin cuento que dejamos apuntadas. Por aquel tiempo ya tenía definitivamente establecido su hogar en Medellín, á donde trajo consigo á su anciana madre, y así abandonó para siempre el reducido campo de Guacimal, donde abrió los ojos á la luz, donde recibió de su madre el primer ósculo de amor, y donde comenzó entre suspiros y lágrimas la gran batalla de la vida, en la cual iba triunfando á fuerza de abnegación, de energía y de pundonor caballeresco. Cuando consideraba estrecho ó poco ventajoso el mercado antioqueño para el expendio de sus mercaderías, hacíalas seguir para el Cauca ó para el Reino (Bogotá), y allá iba á venderlas. Ya lo seguimos á Cali en el año de 1821; acompañémoslo ahora a Bogotá en el año 28, cabalmente á tiempo de representase en aquella capital el sangriento y malhadado drama del 25 de Septiembre. Hallábase entonces don Gabriel acompañado del joven Alejo Santamaría, hijo mayor de don Juan, que iba á hacer su estreno en los negocios y su entrada en el teatro social al lado de Echeverri, que ya podía considerarse veterano en los unos y en el otro. Instalados los dos con un par de buenos criados en casa particular, comían, sinembargo, en la de la señora Petronia Leiva. Allí conocieron á varios de los conspiradores, que hablaban de su proyecto sin empacho; y acaso con imprudente ligereza. Nuestro jóvenes, ni tomaban parte en él por creerlo criminal, ni se atrevían á denunciarlo por no ejecutar un acto indigno. Hubieron pues de aceptar su papel de confidentes meramente pasivos, y testigos obligados de los preliminares de aquella desatentada conspiración. Para los gastos de la empresa se habían hecho una colecta voluntaria entre los más exaltados de la oposición al Libertador, y los fondos se iban depositando en cierta tienda de la Calle Real en una gran totuma, y allí mismo estaba la lista de los contribuyentes. ¡Cuánto ciega la pasión política! ¿Cómo no advertir que á la menor sospecha podía caer la autoridad sobre aquella tienda y apoderarse de tan precioso documento? Así sucedió en realidad, pasado que hubo el atentado; pero el dueño de la tienda (don Bernardino Alvarez) tuvo la feliz inspiración de echarse al bolsillo, con suma cautela, esa lista fatal en el momento crítico. Horment y Zuláibar frecuentaban la casa de Echeverri y Santamaría y con ellos cultivaban relaciones de íntima confianza y cordial amistad. Con frecuencia paseaban juntos á la hacienda de Capellanía, situada á inmediaciones de Fontibón, y perteneciente á don Antonio María Santamaría. Allí tuvieron ocasión, don Gabriel don Alejo, de conocer la habilidad y maestría de los presuntos conspiradores en tirar al blanco con el puñal y la pistola. A veinte pasos de distancia cortaban ó tronchaban el pedúnculo de una flor ó atravesaban una manzana. Y fue en esa misma hacienda donde, marrado el golpe contra el Dictador, se refugiaron Horment y Zuláibar en aquella noche aciaga. Corta fue allí su permanencia; porque quiso su mala estrella que un rapaz de raza indígena, que les llevaba de comer a un matorral que les servía de escondite, fuese visto por un vecino que ya tenía sospecha. Este se apoderó del muchachejo, púsolo en confesión , y lo amenazó con azotes si no decía la verdad. El niño resistió, pero al ver que si aprehensor empezaba á poner en práctica la amenaza, cedió á la fuerza del dolor y lo dijo todo. Poco después entraban á Bogotá los desgraciados, cruelmente martirizados y ultrajados por un grupo de orejones que los conducía y que en su alegría salvaje pretendía anticiparse al verdugo. El final del drama es bien sabido; pero no pondremos punto á este ligero episodio sin traer á colación un breve incidente que atañe al señor Santamaría, compañero de don Gabriel. Tenía aquél un rico gabán de los que entonces se usaban, y Horment se lo echó encima en el momento de dirigirse á Palacio, después de tocar en casa de Vargas Tejada. Echólo de menos don Alejo cuando ya no había remedio, y como recordara que en los bolsillos tenía varios papeles y prendas de familia, que al caer en manos de la justicia podrían aparejarle gravísima responsabilidad, apoderándose de él y aun de Echeverri un miedo cerval. Ambos pasaron una noche toledana; pero habiendo sabido al día siguiente que Horment había escapado, se consolaron con la idea de que éste de habría cuidado de esconder ó destruír la susodicha pieza, como sin duda sucedió; porque á don Alejo no le sobrevino el funesto percance que temía. Con Zuláibar, Horment, Silva, Galindo y López se abrió la serie de ejecuciones el 30 de Septiembre; siguiéronlos de cerca Guerra y Padilla; pero faltaban aún Azuero é Hinestrosa, un sargento y cuatro soldados, para dar fin á la sangrienta hecatombe, el 14 de Octubre siguiente. Los conjurados que sobrevivieron á tan infeliz calaverada, y entre ellos algunos hombres ilustres, fueron después amnistiados, tras duro padecer yá en la fuga, yá en las prisiones, yá en el destierro. Los jóvenes doctores Mariano Ospina R. y Sinforiano Hernández escaparon de la justicia militar refugiándose en Antioquia; el primero como criado del Coronel Anselmo Pineda, el segundo como arriero al servicio de Echeverri y Santamaría, en su regreso á Medellín. *** Tratemos ahora de la campaña de las cajas de oro, extraídas del fondo del Magdalena por don Gabriel; que es uno de los hechos más gloriosos de su vida, y que ponen más de relieve su fortaleza física y moral. El caso fue que él y su socio, don Juan Santamaría, en unión de varios otros comerciantes de Medellín, habían despachado para Bogotá, al cuidado del Coronel José Manuel Montoya, algunas cajas que contenían una gruesa suma de oro en polvo, con destino á la Casa de moneda. Pero aconteció que á poco de haber salido de Nare se volcó la barqueta en el brazuelo del Tigre, y los caudales quedaron sepultados á una profundidad considerable, aunque no lejos de la orilla. El conductor, Coronel Montoya, al avisar á Medellín el siniestro, dio señales claras del punto en que había sucedido, y transmitió igualmente los nombres de piloto y bogas; luégo siguió camino de Bogotá. Bien se comprende la honda impresión que debió causar con el ánimo de los interesados la noticia del desastre. No se tenía entonces aquí ni idea siquiera del aseguro, que cubre los riesgos del comercio y de la industria en general. Algunos de los remitentes, que no conocían á fondo los hidalgos procederes y alma noble y levantada del Coronel Montoya, llegaron hasta concebir malignas sospechas acerca de la probidad del malogrado caballero (bien conocido es el fin trágico que tuvo en Bogotá, víctima de infame alevosía). Pero el agente providencial para salvar aquellos caudales, á la vez que la honra de su conductor, fue don Gabriel, en virtud de elección unánime de los interesados. Ardua y peligrosa era la empresa; pero don Gabriel no vaciló en acometerla, y partió sin dilación, acompañado de peones esforzados, provisto de vituallas y herramientas, y sostenido y alentado por la fe inquebrantable en una buena estrella, que jamás lo abandonó. Esto acaecía en el mes de Abril de 1832. Las lluvias torrenciales y el incremento consiguiente del caudal del Magdalena, oponían á la obra serias dificultades, de que no hizo caso el intrépido empresario. Improvisó un rancho, especie de chiribitil, donde albergarse con su gente, y allí plantó sus reales, allí el dormitorio, allí la despensa, allí la cocina y allí el gabinete. Dormía sobre la hoja de una puerta vieja, que Salustiano Torres, de Nare, le franqueó; y sobre ella armó su toldillo. Pero al decir que dormía, no estamos en lo cierto: pues ¿qué iba á dormir? Hacía noche solamente. Enmedio de la espesura de la selva solitaria y virgen, bajo el influjo de los efluvios pestilentes de aquella playa inclemente, rodeado de chacales y serpientes, sofocados por el intenso calor de un clima tropical, debilitando el cuerpo y trabajada el alma con la idea de salir con su empeño, ¿qué había de dormir? Agotadas la provisiones llevadas del interior, pronto estuvo la alimentación en consonancia con el albergue. Tasajo bajado de neiva, y no siempre libre de corrupción, plátanos, un poco de pescado y de tortuga, y alguna res salvaje que se ponía á tiro de escopeta, eso era todo, y no siempre, porque en ocasiones todo faltaba. Consolábase entonces don Gabriel con el recuerdo de lo que en alguna parte había leído, á saber, que Nuñez de Balboa, en su expedición al mar del Sur, tuvo días de no dar á sus soldados más ración que un pedazo de cuero y una mazorca de maíz. *** Tres meses de rudo batallar no fueron suficientes para lograr buen suceso; y con razón, por lo crudo del tiempo, y porque obedeciendo las cajas á su peso específico, que era considerable en reducido volúmen, se habían abierto paso a través del fango y las arenas hasta llegar á gran profundidad, bajo una capa impenetrable que burlaba todo esfuerzo humano. Agréguese á esto la falta de buzos y lo tosco y primitivo de los instrumentos conocidos entonces. Por lo demás imagínese el lector que haya conocido a don Gabriel, cuántos serían los arbitrios y recursos que puso en juego aquel hombre de inventiva fecunda y poderosa. Pero todas sus fatigas y expedientes resultaron vanos, y el nuevo argonauta fue vencido. Vencido sí, pero no rendido, como vamos á verlo. Sin desistir de su empeño, regresó á Medellín con el doble objeto de dar un vistazo á su familia, y allegar nuevos recursos y elementos para volver á la carga con brío redoblado. Mustio y cariacontecido cruzaba una tarde la plazuela de Canoas, en un mula, cuando topó con un negro viejo, zalamero y decidor, que le detuvo el paso diciéndole: -¿De dónde viene el amo tan mal trajao, y en esa mula tan despaciosa y tan fea? ¿Es usted el amo Grabiel Chaverra que ha estao bregando por sacar un dinero que, allá en el río Magalena, dejó caer al agua un señor comendante? -El mismo, ¡y vengo del infierno! pero tú ¿quién eres y qué quieres? Lo mejor sería que me dejases libre el paso, porque traigo poca gana de charlar. ¡Con que largo de aquí, y abur! -Deténgase un tantico, señor amo, y no se sofoque, que Nuestro Señor da tiempo pa todo, y el día del juicio no ha de ser mañana. Sepa su mercé que yo soy el negro Juan Manuel, que fuí esclavo de los amos Ceballos de Cancán, y barequeando gané mi libertá’. Y aquí donde me ve tan viejo y aporriado de la fortuna, yo puedo ser capaz de sacarle ese dinero al sol. Lidiando con la agua y escarbando la tierra he pasao la vida por allá en los montes (Amalfi, Remedios, Zaragoza, Tacamocho y Anorí) y no hay playa ni cerrazón que yo no conozca en el Porce, el Nechí, el Mata, el Trinitá y el Rianchón. Conque su mercé hace confianza de yo, creo que le saco el oro con la ayuda de Dios y de María Santísima, ó dejo de llamarme el zambo Juan Manuel. -Con semejante ayuda no dudo que lo sacarás, aunque así no es gracia, repuso don Gabriel, deponiendo su aire enfurruñado y displicente. Está bien, acepto tus servicios; pero dime ¿cuándo he de volver para poner manos á la obra? -En el verano, mi amo, que es cuando de hacen estas cosas; pero si salimos con felicidá, me da cien castellanos, y de no, nada me debe, y ¡adelante fortuna! Ajustado el convenio, prosiguió su marcha don Gabriel un tanto recobrado del mohín que lo abrumada, y abrigando un rayo de esperanza. Cuando ya iba lejos, oyó que el negro le gritaba: -¡Oiga, mi amo! apunte el nombre de su negro: ¡Juan Manuel! ¡Juan Manuel! *** Pasados algunos meses, y cuando principiaba ya el verano del siguiente año, pusóse en marcha don Gabriel para el Magdalena á continuar la campaña, con la seguridad de que nadie en su ausencia había osado intentar siquiera lo que él no había logrado, y resuelto á triunfar ó morir en al demanda. No habiendo echado en saco roto el espontáneo ofrecimiento del consabido negro, tuvo buen cuidado de tomarlo de paso y llevarlo consigo. “¡Vamos! se dijo, por sí ó por nó, me llevo a Juan Manuel: en las grandes empresas, y á fe que ésta lo es, no hay instrumento despreciable; de ello tenemos ejemplos desde que el mundo es mundo”. Reinstalados en tan temido cuanto ingrato campamento, y bajo la dirección del etíope parlanchín, pusieron manos á la obra. En esta ocasión de hallaron mejor provistos de víveres y de toda clase de utensilios y herramienta. Lo primero que hizo Juan Manuel al abrir operaciones, fue orientarse bien del punto en que había ocurrido el vuelco de la canoa. Conocido éste, manifestó que había que comenzar por el principio, es decir, por amansar al agua. como dicen nuestros mineros. Esto se consigue construyendo una especie de aleta ó tajamar con vigas, estacones, ramas y tierra, que partiendo de la orilla avance hacia el interior del río; pero ’ En lenguaje antioqueño, se llama barequear, andar por ahí hurgando y raspando en los residuos pobres ó mal explotados que van dejando los mineros. Para ese oficio se les daba libre el día sábado á las cuadrillas de esclavos. sin formar con la corriente ángulo recto, sino en sentido oblicuo hacia la parte inferior; de forma que por esa parte del ángulo es agudo, y obtuso por la superior. Así se debilita la corriente y entra menos ó ninguna arena en la parte que se quiere explorar ó explotar. Cuando se quiere seguridad completa, se le da vuelta al dique para encerrar completamente el recinto. La obra quedó con la firmeza suficiente, como quedaban siempre todas las en que don Gabriel ponía la mano. Sujeta la corriente, y dirigida hacia el centro del río, quedó por la parte inferior del tajamar un remanso sereno, aunque profundo. Dióse principio al buceo inmediatamente. Eran los buzos buenos nadadores, y á medida se ejercitaban, podían permanecer más tiempo sumergidos y ejecutar mejor su tarea. Esta consistía mejor su tarea. Esta consistía en remover las arenas y llenar con ellas baldes y barriles, que otros obreros tiraban de la orilla con cuerdas apropiadas. Lo que con una draga se hubiera ejecutado en pocos días, fue obra de meses, por aquel sistema rudimental y penoso por extremo. Armados los buzos de ciertos instrumentos á manera de tridentes, golpeaban con ellos en el fondo hasta ver si daban con un cuerpo resistente. Larga iba ya tan ímproba labor: los obreros enfermaban, y aun morían; las provisiones se agotaban y aproximábase el invierno. La fe del negro director ya no era tan robusta, y todos excepto don Gabriel, desmayaban. En tan difícil situación hé aquí que un día, con general sorpresa, se vió salir á uno de los buzos, que era un mozuelo neivano, sangrando de una mano y diciendo que lo había herido un clavo, y era un clavo realmente; pues destruído por los peces ó por la humedad el cuero en que las cajas iban aforradas, la cabezas de los clavos quedaron libres y descubiertas por entero. Con tan seguro indicio, ya no quedó la menor duda: el mismo joven, sin hacer caso de la herida, y asociado con otro, repitió la inmersión, llevando el cabo de una cuerda; poco después, halando ésta con fuerza, llegó á la orilla la primera caja. Las otras, que se hallaban cerca, salieron en seguida con igual procedimiento, y así terminó la obra. El ¡hurra! que Colón y sus compañeros debieron lanzar al divisar tierra en el mundo americano, pudo ser apenas tan entusiasta y sentido como el que salió del pecho de cada uno de esos héroes, que después de un año de porfía venían coronados con la victoria sus esfuerzos. Allá se descubría un continente, acá se rescataba un tesoro, y lo que era más, mucho más, se salvaba la honra de un hombre de bien y se ponía en su punto la verdad. Llámese frívolo el símil, si se quiere; pero convéngase en que para una y otra empresa fue menester gran suma de energía, de abnegación y de heroísmo. Terminada la campaña, el oro siguió su destino, con las seguridades del caso. Don Gabriel regresó á Medellín, y trajo con sigo al negro Juan Manuel. Este recibió en el acto los cien castellanos ofrecidos, fue aclamado como valiente y hábil soldado en el ejército del trabajo, y colmado de agasajos, regalos y atenciones. Así era de justicia. CAPITULO IV DON GABRIEL MAGISTRADO Otra vez en Medellín, continúo don Gabriel sus tareas ordinarias de simple comerciante. Sus viajes á Jamaica, á Bogotá y al Cauca, habían contribuído poderosamente á pulimentar y suavizar aquel natural, antes tan zafio y cortezudo, por la falta absoluta de instrucción y por el aislamiento obligado en que pasó su infancia y parte de su juventud. Guiado siempre por su buena estrella, que tal pudo llamarse para él don Juan Santamaría, y obedeciendo á los dictados de su alma nobilísima, en que ya germinaban las virtudes que su madre había sembrado, siguió trabajando en la obra que el mundo, en que se había lanzado con varonil denuedo, debía encargarse de coronar, y que coronó felizmente en realidad. Ya en el año 34 contaba don Gabriel con valiosas relaciones dentro y fuera de Antioquia, y ya su nombre inspiraba consideraciones y respeto á lo que entonces se llamaba culta y selecta sociedad. En prueba de ello empezó á tenérsele presente para el desempeño de cargos de importancia y comisiones honoríficas. Desde 1824 había sido Regidor de esta ciudad. A sus expensas hizo construír entonces la primera fuente que hubo en la plaza principal. Sólo después de mucho tiempo le fue reembolsado ese gasto con el producto de lo que en aquel tiempo se llamaba renta de propios. En 1825 fue miembro de la Junta curadora y no dejó de serlo sino en 1834, después de asegurar perfectamente los fondos de la instrucción pública, que estuvieron á pique de perderse. Durante ese período, y en virtud de nombramiento hecho por el doctor Juan de Dios Aranzazu, se ocupó igualmente en la construcción de la primera casa de fundición que hubo en Medellín. Tan bien hubo de cumplir su encargo, que mereció las más calurosas felicitaciones de aquel alto Magistrado. En 1827 fue nombrado Personero municipal. En los dos años siguientes alzó de balcón la casa de la antigua escuela pública, en la calle de Boyacá; casa que más tarde de llamó del Tribunal, y que, anexada en seguida al Palacio de Gobierno, pasó á ser propiedad, sin justo título, primero de la Provincia y del Estado más tarde. El 14 de Abril de 1930, el Ministro de Guerra, General P. A. Herrán, nombró á don Gabriel primer comandante del escuadrón de caballería mandado organizar en la Provincia. Sirvió aquel destino hasta el 28 de Diciembre del mismo año, en que el fue concedida licencia definitiva por el General Pey, sucesor del General Herrán en la Secretaría de Guerra y Marina. En 1833 se le nombró Jefe político del cantón del Centro, y entre otras mejoras de importancia, señaló su período de gobierno la construcción de dos puentes sólidos sobre el torrente Santa Elena, en los puntos de “Bocaná” y “la Toma”. La primera Casa de moneda que probablemente hubo en Medellín, fue construída por él en 1834. Poco después nombrósele por segunda vez miembro de la Junta curadora, destino que sirvió con esmero por 5 años, á gusto y contentamiento general. En 1837 fue comisionado, en unión de don Miguel M. Restrepo, para abrir el camino de Sudoeste, de Caldas para allá, pasando por el Cardal y Sinifaná. Obra difícil por extremo, en atención á lo fragoso y movedizo del terreno, y á los solitarios y destituídos de todo recurso que eran aquellos parajes. Hasta Fredonia el gasto se hizo de las rentas públicas; pero de ahí para adelante la obra continúo bajo la sola dirección de don Gabriel y á expensas suyas y de don Juan Santamaría, para comunicar el centro de la Provincia con el extremo del territorio que ellos y don Juan Uribe M. acababan de adquirir en la banda occidental del Cauca. Este camino, cuya extensión no baja de sesenta kilómetros, tenía que atravesar un terreno enteramente inculto y deletéreo, hasta terminar, como terminó, en el riachuelo de Arquía, límite con la Provincia del Cauca. En 1839 fue don Gabriel de los que más trabajaron por establecer la renta de licores destilados, ramo de ingreso despreciable hasta entonces, porque no se había acertado á organizarlo convenientemente; pero que, andando los años, habría de ser, como es ahora, el alma y la vida de la hacienda antioqueña. ¡Lo que va de ayer á hoy! En aquella ocasión remataron los señores Francisco González y Rafael Vélez, á razón de $51 anuales, la renta del distrito de Medellín, que en último remate fue adjudicada en más de cien mil duros anuales. Esa renta monta hoy en todo el Departamento á cerca de un millón anuales, que basta y aun sobra para los gastos ordinarios de administración. El empleo casi permanente de don Gabriel, á partir de 1834, fue el de Personero provincial, el cual le presentaba campo abierto para propender de firme por el progreso y la prosperidad de Antioquia. Sucedióle en el ejercicio de ese empleo, en 1837, el probo cuanto patriota doctor Joaquín E. Gómez, quien sostuvo con loable interés el impulso dado por su antecesor á los principales ramos de la administración. Más tarde la Cámara Provincial tornó á conferir ese destino á don Gabriel, y éste volvió á desempeñarlo con la misma abnegación, celo y desprendimiento. Tales cualidades en el ejercicio de sus funciones empezaron á darle brillo y resonancia fuera de la Provincia, y el mismo Gobierno Nacional no tardó en fijarse en él para empleos de mayor categoría. Así fue que el 5 de Agosto de 1841 se encargó interinamente, y en propiedad el 15 de Octubre siguiente, de la gobernación de la Provincia, en virtud de nombramiento hecho por don Domingo Caicedo, que á la sazón ejercía el Poder Ejecutivo nacional. Más tarde, el 9 de Febrero de 1844, se le volvió a nombrar Gobernador interino, por falta temporal del titular, que lo era el General Juan María Gómez. El 4 de Agosto de 1842 había sido comisionado por el Secretario de Hacienda, don Ignacio Gutiérrez, para levantar un empréstito de $200,000 en la Provincia, auxiliado por los señores doctor Jorge Gutiérrez de Lara, Luis de La Torre y José M. Uribe R. Encargo delicado, odioso y laborioso, pero tan solícita y estrictamente cumplido, que el Ejecutivo nacional quedó por ello completamente satisfecho. Pero volvamos á su período de Gobernador, que fue sin duda el más difícil y agitado de su carrera pública, en consideración á la época y á las circunstancias. *** Desde que concluyó la guerra de emancipación, aparecieron los primeros gérmenes de los dos grandes partidos que se han disputado la dirección de la República. Llamóse boliviano el conservador, y el liberal santandereano: aquél partidario á todo trance del inmortal caudillo; éste también, pero sub-conditione. Esos partidos fueron caracterizándose más y más después de la inconsulta y acaso criminal disolución de la Convención de Ocaña, y la subsiguiente dictadura del General Bolívar, sustentada por un plebiscito irrisorio: lunar que siempre empañará el brillo de su corona de Libertador y Padre de la Patria. Pues bien; esos dos bandos, que también se apellidaron civil (el liberal) y militar (el conservador), se enfrentaron en duelo á muerte en la sangrienta revolución de 1840, en la cual ya los bolivianos se llamaban ministeriales y los santandereanos oposicionistas. Don Gabriel formaba entonces en las filas del primero, y á su servicio puso con lealtad y abnegación su ya conspícua personalidad, su reposo y su dinero: todo sin regateo, sin reserva. La causa de la legitimidad y altas influencias tuvieron sobre él un poder irresistible, y lo constituyeron en campeón del orden imperante. El terrible drama había de principiar y de rematar en Pasto, ciudad fanática y realista, refractaria empecinada al nuevo orden de cosas. Sirvióle de pretexto el decreto legislativo de 5 de Junio de 1839, por el cual se suprimieron los conventos menores. Villota y Noguera dieron el primer grito de guerra, aquél invocando á San Francisco de Asís, y éste al Rey de España. El movimiento fue secundado luégo, aunque con motivos y propósitos de otro orden, en el Cauca por Obando y Sarria, y no tardó en hacerse general. González, Reyes Patria y Farfán, en el Norte; Garmona, Raffetti y Troncoso, en la Costa; Salvador, Córdoba, Obregón, Vezga y Galindo, en Antioquia, fueron los caudillos principales de aquel lanzamiento tan sin ventura como porfiado. Triste y enojoso, largo y fuera de propósito sería narrar con todos sus episodios aquel drama inhumano en que el monstruo del cadalso arrebató á la Patria víctimas ilustres. La legislación de ese tiempo todavía consagraba el principio de la pena capital para delitos políticos: negro y feo borrón de nuestra Historia. En prosecución de nuestro relato, sólo nos cumple decir que la guerra estaba ya muy avanzada cuando el señor Echeverri tomó parte activa en ella, en su calidad de Magistrado civil. En lo que más se distinguió entonces, y en lo que desplegó dotes verdaderamente extraordinarios, fue en la organización, equipo y movilización de la columna de vanguardia de la 3ª. División; fuerza que, á órdenes del Coronel Juan María Gómez, debía obrar por el Norte para contrarrestar la columna rebelde que amenazaba por esa parte, al mando del Coronel Ortiz (alias Manuco), acampado en Ayapel. Vehículos terrestres y fluviales, municiones de guerra y de boca, vestuarios y caballerías, menaje completo y abundante, en fin, para oficiales y tropa, todo puede decirse que fue improvisado para que la fuerza marchase, como marchó en efecto, con la debida oportunidad. Merced á tal esfuerzo, no menos que á la eficaz cooperación del Presbítero José Pío Miranda y Campuzano y á las aventajadas dotes militares del Coronel Comandante, la campaña tuvo éxito feliz para el Gobierno. Ortiz fue alcanzado, atacado, vencido y pasado por las armas en el sitio de Ovejas. Con este triunfo, y el de Zispatá sobre las fuerzas sutiles de Raffeti, puede decirse que la Costa quedó pacificada; pues la fuerza que sitiaba á Cartagena no tardó en capitular. El Coronel Gómez avanzó hasta Santa Marta á tiempo que el General Herrán bajaba hasta Mompox, después de batir en Ocaña las fuerzas del Coronel Lorenzo Hernández. Desde Santa Marta sostuvo el Coronel Gómez con don Gabriel nutrida y activa correspondencia. Hé aquí una muestra de ella: “Se ha puesto – le decía el Coronel en 27 de Abril de 1842 – que unos cuantos perillanes que deben salir del territorio granadino hacían resistencia, y no ha habido tal. Todos, á la notificación de mis órdenes, han procurado envolver el petate y largarse. Ya salieron Mariño, Labercés, Vega y Juan A. Gómez, con destino á Jamaica. Pasado mañana saldrán Carmona y los Reales para Curazao. Troncoso no tardará seis días en marchar para la isla de Cuba... “Otros saldrán de la Provincia; pero pocos, porque yo no soy de los que creo que estas medidas (de seguridad) cuando ha cesado ya la guerra, produzcan el bien de asegurar la tranquilidad, esto es, cuando se trata de zoquetes que tomaron parte de la rebelión por vagabundos. Estos irán á otras provincias á hacer lo mismo si se presenta la ocasión, y con más razón, porque tendrán más hambre y menos consideración por las familias al hallarse lejos de ellas. “Yo estoy desesperado por irme á ver mi familia, el Gobierno me hace un gran mal tenerme aquí contra mi voluntad. El partido que he tomado es no hacer nada, para que se me despida como á un sirviente que no cumple con celo. “Mantener el orden público á balazos es la única misión que he aceptado, sin escribir mucho papel, porque le tengo aversión á la pluma...” Ved ahí al militar que se retrata á sí mismo, tal como era, en estilo rudo, pero conciso y franco, cual cumple á los hombres del oficio. Por lo demás, sus títulos de honradez y valentía no pueden serle disputados por quienquiera que lo haya conocido. Meses atrás, cuando se alistaba la expedición del expresado Coronel, decía el Secretario del Interior, doctor Mariano Ospina, á don Gabriel, con fecha 8 de Octubre de 1841: “La idea de construír embarcaciones en el Cauca ha sido muy feliz. Una fuerza que pasé á las Sabanas decide inmediatamente la campaña. No tenga usted tántos escrúpulos: no hay en la República una Gobernación mejor servida que ésa... Ya hemos visto cómo don Gabriel siguió el consejo, y cuán poderosamente contribuyó al restablecimiento del orden. Si en algo se excedió, no hizo en ello más que pagar el obligado tributo á la naturaleza humana, á quien no es dado mantenerse estrictamente dentro de los límites de la equidad y la razón, enmedio de un torbellino de pasiones desencadenadas y de la más fogosa efervescencia, en que todo se subordina al triunfo de la propia causa. ¿Qué hombre público de este país y de aquel tiempo, y de todos los tiempos y de todos los países, pudo alzar la frente perfectamente pura en tales emergencias? ¡Maldición á toda guerra que no tenga origen en un sentimiento popular y en una aspiración grandiosa, como la de reivindicar derechos naturales, imprescriptibles y santos! ¡Maldición á los que, desde sus gabinetes, atizan á fomentar revueltas insensatas! ¡Pero piedad é indulgencia para aquellos que, arrastrados fatalmente por la corriente de los acontecimientos, luchan con brío y heroísmo por salvar á los suyos y salvarse á sí mismo de la común catástrofe! Esto hizo don Gabriel, y con tal desinterés y abnegación, que ni aun cobró los emolumentos que la ley señalaba; los cuales cedió para organizar y sostener una banda de músicos, que puso á cargo del señor Eduardo Grégory, á quien proveyó, además, de un rico y abundante instrumental. *** Otro incidente, y acaso el último, relacionado con la vida pública de don Gabriel. Dábase en su casa por uno de sus hijos un gran baile al General Tomás Herrera y á la oficialidad del Ejército restaurador del orden constitucional de 1851. La fiesta estaba en su mayor animación, y eran ya horas avanzadas de la noche. En eso recibió don Gabriel un recado confidencial, en que se le decía que á la puerta lo aguardaba un caballero. Bajó rápidamente la escalera y se encontró con el General Eusebio Borrero, á quien condujo en el acto á su estancia particular. Allí le manifestó el desgraciado General que deseaba presentarse á su vencedor para tener una conferencia con él, y saber desde luégo qué suerte le esperaba en su calidad de vencido. Prometióle don Gabriel interponer sus buenos oficios á fin de que fuese tratado con benevolencia y se le impartiese pronta y estricta justicia. En seguida habló al General Herrera, y proporcionó á Borrero la entrevista que deseaba. Ambos se comportaron con el cuitado y anciano General de la manera más atenta, cortés y bondadosa. El resultado fue que al día siguiente siguiese á su destierro el vencido en Rionegro; pero sin aparato bélico y sin ninguna demostración oficial ó popular que mancillase su dignidad de hombre y su carácter de soldado. Desde entonces don Gabriel no volvió á inmiscuirse activa y directamente en la política militante del país, aunque fue siempre acucioso servidor de los gobiernos, en todo cuanto se rozaba con el bienestar del pueblo y el progreso positivo en todas sus manifestaciones. Siguió, no obstante, cultivando con esmero sus muchas relaciones con los hombres colocados en la más alta esfera política y social. Relaciones iniciadas por mutuas simpatías, ó si se quiere, simplemente por la casualidad ó el interés: pero sostenidas de su parte largo tiempo por un sentimiento de amistad leal y sincero. En su correspondencia privada abundan cartas autógrafas de Herrán, Mosquera, Gori, Cuervo, López, Zaldúa, Plaza, Cañarete, Acosta y Trujillo: en todas se le prodigan las más finas atenciones y honrozas alabanzas. *** Ya desde 1851 empezó a notarse en él cierto desvío de sus principios netamente conservadores, en lo cual influyeron probablemente varias causas. Era quizá la primera el recuerdo de haber ejecutado, con un celo tal vez exagerado, las famosas leyes sobre medidas de seguridad (4ª., 5ª. y 6ª., parte 3ª., título 1º. de la Recopilación Granadina) y el recuerdo más punzante todavía de lo mucho que se prodigó el cadalso político en la época nefasta del 10 al 42. Tántos fusilamientos, que se ordenaron pretermitiendo los más sagrados preceptos de la ley escrita y las más triviales prácticas del derecho de la guerra martirizaban especialmente su memoria. A eso pudo agregarse quizá la fascinación que sobre él y muchos más ejerció el bello y pomposo programa liberal recientemente planteado; y en fin, posible es que en tal mudanza tuviesen parte, aunque poca, señaladas y poderosas influencias de familia. Pero, lo repetimos, en esta nueva faz de sus creencias, redújose á mero espectador de los acontecimientos; y más de una vez desechó prestigiosas sugestiones encaminadas á arrastrarlo de nuevo al odioso palenque de los partidos. Bien quiso y muy considerado de todos, quiso conservar absoluta independencia de acción, para consagrarse de firme y sin reserva al fomento de cuanto podía ser provechoso al pueblo antioqueño en general. Por lo demás, si don Gabriel, desde el año de 1860, aceptó en definitiva el credo liberal, aceptólo en su sentido genuino, cual cumplía á un hombre sensato y pensador. Colocóse, pues, tan lejos de una política retrógrada, estrecha y tenebrosa, como de los quiméricos ideales y vuelos desaforados de juveniles fantasías, hijas menos del pensamiento que del sueño, en que el sentimiento entra por todo y para todo, y la razón por nada y para nada. Sus principios podían, pues, sintetizarse en esta vieja leyenda del escudo nacional: LIBERTAD Y ORDEN. CAPITULO V DON GABRIEL, AGRICULTOR LABOURAGE et Paturage sont les deux mamelles de l´Etat. La verdad de este aforismo económico del gran Sully se reconoce más y mejor cada día en el dilatado campo de la industria universal. Para ningún espíritu superior es ya dudoso que el laboreo de la tierra ha sido, es y será la industria madre, la industria por excelencia, la generadora principal de la riqueza pública y privada. Por supuesto que ella exige conocimientos previos de la naturaleza del suelo, de las condiciones climatéricas, de los fenómenos atmosféricos etc., y acertada y prudente aplicación de los instrumentos apropiados á cada zona y cada especie de cultivo. Entendida y practicada así la Agronomía, sus buenos efectos no se hacen esperar, ni, consiguientemente, el incremento rápido de los pueblos en vitalidad y fuerza. Eso lo conocía don Gabriel perfectamente, y así quiso echar también por ese lado un tiento á la Fortuna. Por otra parte, la sola profesión del comercio, aunque ejercida en grande, dentro y fuera de Antioquia, no era bastante á satisfacer sus vastas concepciones, y á llenar su inquieta y laboriosa existencia. Su ambición se extendía á cuanto pudiera ser de algún provecho para él y la sociedad en que vivía. Y como para ello no le faltaban recursos pecuniarios, y se hallaba en el apogeo de la vida, complacíase el soltar la rienda al pensamiento y navegar en todo el mar y á todo viento, sin que ningún riesgo fuese bastante á intimidarlo, y sin pensar quizá en lo incierto y contingente del éxito final. Era, pues un aventurero de la talla de los de la antigua raza ibérica, ó de la moderna extirpe yankee, de las cuales se ha dicho, con razón, que no existe para ellas la palabra imposible. Ya hemos apuntado que por aquel tiempo, ó sea en los años de 1834 á 1835, el desierto comenzaba en Caldas por la vía del sud-este. El mismo Caldas no existía, y el espacio risueño y pintoresco en que ese pueblo se levanta hoy, no era entonces más que un campo agreste cubierto de jarales y habitado por unos pocos indios. Tal fue, sinembargo, la dirección en que don Gabriel se propuso explorar una región extensa y fecunda para fundar un gran centro de producción agrícola. Transmontó la cordillera de Malpaso, descendió á la feraz y amena, aunque estrecha, cuenca de Amagá; de allí pasó a Fredonia (Guarcitos), y de allí á Santa Bárbara (Cienegueta), pero sin dar con la región que había forjado su deseo. Fuese preciso avanzar hasta caer á la hoya magnífica del Cauca, y allí sí pudo detener extasiado la mirada, y abarcar las dos bandas del gran río en una extensión de muchas leguas. Fuera por casualidad, ó guiado por datos que antes recogiese, ó por su atinado instinto, es la verdad que había llegado ciertamente á la porción más opulenta y bella que contiene el territorio antioqueño, especialmente la comprendida entre los ríos San Juan y Cartama. “Este es mi teatro, pudo decir entonces: yo cambiaré la faz de este magnífico erial, arrebatándolo á las fieras y á las tribus salvajes para convertirlo en emporio de riqueza y asiento de poblaciones florecientes. Habré de lidiar con un clima formidable, y con otras mil dificultades; pero con la ayuda de Dios, y con voluntad firme, brazo robusto y un poco de dinero, no desconfió de alcanzar el fin que me propongo”. Concebir el plan y ponerlo por obra, fue todo uno; pero como fuera de la Nación aquel terreno, lo acertado era comenzar por adquirir propiedad. Con tal fin se asoció á los señores Juan Santamaría y Juan Uribe M. Los tres formaron un fondo suficiente para hacerse adjudicar 50,000 fanegadas de tierras baldías en cambio de vales militares, que á la sazón no estaban escasos. Sólo en la banda oriental del Cauca hubo que comprar algunos lotes á particulares; lo que tampoco fue difícil, por la poca estimación que se hacía de ellos, y por estar completamente incultos y situados en el cabo del mundo; pues que así se consideraba el río Cauca por ese lado en aquel tiempo. Habida la propiedad, mediante una tramitación perfectamente legal, ya se tenía derecho, que es y debe ser la base de toda empresa de largo aliento, ó la base de todas, mejor dicho. Pero necesitábase aún otra condición, sine que non, para hacer de aquel vasto territorio un gran centro productor, y era la apertura de una buena vía para comunicar las nuevas colonias con el interior de la Provincia. Así se hizo, y fue don Gabriel personalmente quien se encargó de la obra. Ya queda dicho que él y don Miguel María Restrepo, en comisión oficial, llevaron el camino hasta Fredonia. De ahí en adelante, hasta Arquía, fue empresa puramente particular; y don Gabriel la dirigió en representación de la Sociedad Colonizadora. Descendió al Cauca, estableció allí un paso de barqueta bien servido: contonuó, dejando buenos tambos de Higuerones, Itima, Palmar y Alto Obispo: cayó luégo al sitio donde á poco habría de fundarse Caramanta, y avanzó en seguida hasta el límite con la provincia del Cauca. Harto se comprende cuántos esfuerzos y dinero exigió aquella obra, que bien pudo llamarse magna, si se considera la extensión del camino (más de 60 kilómetros), y la falta de recursos para atravesar un territorio insalubre por extremo y nunca hollado por la planta humana. Ese camino, que vino á ser exclusivamente de don Gabriel, cuando se liquidó la Sociedad empresaria – no obstante lo bien saneado del título de adquisición – le fue arrebatado sin previa ni posterior indemnización, y sin parar mientes en fórmulas jurídicas. Esto pasaba, si la memoria nos es fiel, en 1864, cuando era Gobernador civil y militar de Antioquia el doctor Pedro J. Berrío. Mas don Gabriel, que nunca fue manso cordero, ni de los que dicen aquí me ponen y aquí me quedo, reclamó incontinenti contra tal inicua providencia. De aquí se originó ruidosa y porfiada controversia, de la cual salió vencido en definitiva, como era de justicia, le renombrado caudillo, á despecho de la poderosa influencia que naturalmente ejercía sobre los poderes públicos, no sólo en Antioquia sino en toda la Nación. Con esa mejora de vital importancia, y por virtud de la riqueza natural de la tierra, el movimiento migratorio se hizo esperar poco. Bien conocida es la índole del antioqueño, que sienta sus reales y se arraiga y multiplica donde cree vivir harto y holgado, y sobre todo, independiente. Dondequiera que el antioqueño ve un vecino, parécele ver un amo, ó por lo menos un estorbo. Pero eso sí, cuando el antioqueño entre al monte, tiembla el monte, y cuando entra el caucano, tiembla el caucano, según la gráfica expresión del señor Julio Arboleda. *** La primera población de ese vasto y virgen territorio fue la de Nueva Caramanta, que fundó el mismo don Gabriel, por allá en los años de 1838, si no estamos mal informados. Escogió para ello un sitio de alegre vista, sobre un ramal de la cordillera occidental, de suave temperatura y gran feracidad; el cual, por añadidura, ha resultado tener una red preciosa de filones de oro y plata, como vecino que es de los ricos criaderos de Marmato, La Vega y Riosucio. Demarcada el área de la población, señalados amplios locales para iglesia, escuela, cárcel y cementerio, y repartidos muchos solares entre pobladores, don Gabriel volvió la vista á otras partes del territorio que permanecían intactas. Al efecto, comenzó por inducir á su socio, el señor Santamaría, á establecer á uno de sus hijos (Santiago) en la hermosa región que demora entre el Cauca y el San Juan, frente á frente de Fredonia. Don Santiago Santamaría era un joven de constitución hercúlea, de gran brío y pundonor; y como se hallaba en la flor de la existencia, y sólo esperaba propicia coyuntura para ejercitar su genial actividad, encontróla al colmo de su deseo en el punto mencionado, que fue llamado Las Piedras por los monteros de vanguardia, probablemente por hallarse algunas con cierto signo característico, ó para fijar algún recuerdo. Más tarde de le llamó Jericó, y ha venido á ser una de las poblaciones más favorecidas en Antioquia, tanto por la benignidad de su clima como por la generosa exuberancia de los campos inmediatos. Así levanta el cocotero su penacho altivo en la vertiente al Cauca, ó á orillas del gran río, como verdean el trigo y el tomillo, y despliegan su corola los claveles y geranios sobre los acantilados del Capote, ó en los recodos y pequeñas cuencas del Riofrío. Don Santiago Santamaría, fundador en 1843 de ese pueblo afortunado, merece vivir no sólo en la memoria de los jericoanos, sino en la de todos los amantes del trabajo heroico, de las miras generosas, de los altos propósitos, de la abnegación y la constancia; porque tales eran las prendas que aquilataban aquella alma, falta de pulimento, pero abundosa en hidalguía. Con el ejemplo de Nueva Caramanta y Jericó, y podría decirse que casi simultáneamente, surgieron de la selva primitiva otros pueblos circunvecinos, que si no han alcanzado el mismo grado de importancia, no dejarán de tenerla con el andar del tiempo; pues todos, cuál más, cuál menos, tienen buena posición topográfica y ricos elementos de prosperidad y bienandanza. Tales son: Valparaíso –fundado por los señores Ubaldo Ochoa y Tomás Uribe T.; Támesis, fundado por los señores Mariano, Pedro, Sandalio y Salvador Orozco; Jardín, fundado por los señores Indalecio Peláez y Raimundo Rojas. Andes precedió al Jardín, y sus cimientos los echó el venerable patricio doctor Pedro Antonio Restrepo en 1851. Aunque esta población no queda dentro de la demarcación de la sociedad agrícola de que venimos hablando, siempre es verdad que su fundador, el doctor Restrepo, no hizo más que seguir el impulso dado por ella, secundándola, eso sí, con lujo de buen tino, actividad y heroica abnegación. A esa circunstancia, y á sus fuentes saladas y ricas minas de oro, debe Andes su notable desarrollo y creciente prosperidad, más bien que á la feracidad del suelo, que apenas es mediana comparada con la de esas otras poblaciones. Todos aquellos fundadores y sus colaboradores merecen de la historia honorífica mención, por haber luchado con bravura y triunfado en la ejecución de tan atrevidas cuanto difíciles empresas. A don Gabriel cupo la gloria de haber concebido el designio y dado el primer impulso; á ellos, la de haber comprendido ese designio y haberlo llevado adelante sin trepidar ni amilanarse ante el cúmulo de dificultades que oponían las circunstancias, no menos que una naturaleza indómita y bravía. En la misma categoría es necesario colocar á los señores presbítero José M. Montoya, Cristobal Uribe y José Antonio Escobar, á quienes debió Fredonia en sus primeros años grandes y patrióticos esfuerzos por abrirle paso hacia el estado en que hoy se halla, y el más lisonjero que le ofrece el porvenir. Todos ellos fueron para el Sudoeste lo que fueron para el Sur don Cosme Marulanda, don Elías González, don Marcelino Palacio y otros. ¡Honor á tan egregios y esforzados zapadores en la obra de la civilización de Antioquia! *** Sin descuidar en un punto cuanto podía ser de provecho á las nuevas poblaciones, don Gabriel se ocupaba al mismo tiempo de montar, por cuenta propia y de don Juan Santamaría, un establecimiento a orillas del Cauca y del Poblanco, que sin duda fue el primero en su clase, y abrió la éra de la explotación agrícola en grande escala. Hasta entonces la agricultura en Antioquia no había pasado de un estrecho radio en torno de las poblaciones centrales; ni se empleaba en ella otro sistema que el empírico y rudimental heredado de los conquistadores. Bien es verdad que hasta aquel tiempo los medios de subsistencia se hallaban en proporción con el número de pobladores, que era escaso relativamente á la extensión del territorio. Ese pequeño número no había menester de grande esfuerzo para bastarse á sí mismo, ni tenía para qué intentar una mudanza trascendental del sistema conocido. Pero los hombres como don Gabriel, previsores y conocedores de nuestra raza antioqueña, prolífica y expansiva en alto grado, comprendieron desde luégo la conveniencia de abrir más dilatados y halagüeños horizontes á la producción agrícola, para hacer frente á las necesidades del porvenir. Echeverri y Santamaría dieron comienzo á su empresa abatiendo los primeros árboles de la vigorosa y opulenta selva, que cubría un terreno enteramente virgen. Los efluvios palúdicos que ésta exhalaba en abundancia, y lo remoto y aislado del sitio que eligieron, con todas las contrariedades y peligros consiguientes, no fueron parte á descorazonar á esos conquistadores del desierto, que llenos de fe, de brío y de esperanza, iban á jugar el todo por el todo. Santamaría fue víctima de su arrojo, y con él sucumbieron multitud de obreros libres y muchos esclavos. Tan recio golpe no hizo cejar en su propósito á un hombre del temple y entereza de Echeverri, quien avanzó impávido en la obra comenzada, desafiándolo todo. Su buen sino lo sacó ileso de la prueba; y, á vuelta de pocos años, tuvo la satisfacción de ver cosa de mil novillos pastando en las ricas praderas artificiales que constituían la hacienda Túnez. Praderas que en el transcurso del tiempo se agotaron; pero que á fuerza de arado renovó el mismo don Gabriel, hasta dejarlas en el estado floreciente que hoy tienen. Esa hacienda se adjudicó á don Gabriel, en la participación hecha con los herederos del señor Santamaría, á quienes correspondió, por elección, la porción no menos rica y valiosa de la hoya del Poblanco. *** No satisfecha la ambición de don Gabriel con haber contribuído poderosamente á la colonización del Sudeste, y puesto en explotación, por su propia cuenta, una porción considerable de aquella región privilegiada, volvió la mirada hacia las ricas pampas del Nordeste. La fama de abierto y alegre territorio de Cancán lo tentó, y él no era hombre de resistir á tales tentaciones. Allá dirigió, pues, su puntería. Fue lo primero inquirir si la tierra era de particulares ó baldía. Se le informó lo primero; efectivamente imperaban allí como señores, desde tiempo inmemorial, los Ceballos, Olanos, Morenos, Caballeros, etc. etc. A ellos y á todos los más que alegaban dominio, se dirigió don Gabriel, y á todos en detal fue comprando amigablemente su derecho, hasta que no quedó nadie que alzase la voz como dueño ó poseedor. Sin embargo, así no más no se hace uno señor de tan valiosa finca, á pesar de proceder con franqueza, lealtad y buena fe. Levantóse el rumor de que esas tierras eran de propiedad de la Nación, y de consiguiente írrita y sin efecto alguno la enajenación hecha á Echeverri, Botero & Ca. Por aquel tiempo don Gabriel acababa de asociarse con un yerno, señor Francisco Botero A., y fue realmente la sociedad formada por ellos quien hizo la adquisición. La acción de dominio promovida por el Fisco no se hizo esperar, y aquélla fue otra reñidísima campaña de cinco años, en que se batalló sin tregua, y se hicieron enormes erogaciones. Pero tras la lucha leal y galana el Fisco fue vencido y Echeverri, Botero & Ca. entraron en posesión legal del predio en referencia. Por desgracia, los redoblados y enérgicos esfuerzos que se han hecho para colonizar y beneficiar esa región han sido vanos, por causas que sería largo enumerar. Pero en un porvenir tal vez cercano, Cancán será otra cosa; será lo que debe y puede ser, á saber, un gran centro de explotación agrícola, en el ramo de la ganadería especialmente. Esto sucederá cuando se conozcan mejor las condiciones geológicas y geográficas de aquel hermoso suelo, y se atraiga hacia él, por medio de concesiones liberales, una buena corriente de inmigración. Tampoco los amenos y fértiles ribazos del Nuz y el Porce escaparon á la acción de don Gabriel. También allí echó el ancla de su errabunda nave, en parajes que antes no había tocado humana planta, y que ofrecen hoy rico campo al espíritu de empresa. Mientras que otros de sus coetáneos amontonaban su dinero en cajas de hierro, para multiplicarlo calladamente por medio de la usura, ó en leoninas granjerías, don Gabriel lo empleaba en tierras, seguro de obtener iguales ó mejores beneficios con el andar del tiempo, sin extorsionar á particulares y á Gobiernos en los momentos de suprema angustia, de ser ó de no ser. *** Mas no era el interés personal únicamente el que lo guiaba en esa especie de febril monomanía. En todas sus empresas revelaba siempre el deseo de combinar el provecho propio con el bien general. Al efecto, era incansable en buscarse imitadores, yá con el consejo y el ejemplo, yá prestando gratuito apoyo y eficaz protección á cuantos querían seguirlo por aquel camino. Todo cultivador y plantador que en grande ó en pequeño contribuyese al incremento y desarrollo de la riqueza pública, estaba cierto de merecer su patrocinio. Detestaba la vagancia, y no podía sufrir la de parásitos haraganes, tan común en nuestro país y en nuestra raza. Enamorábase, al contrario de todo hombre de brío, siquiera fuese un simple ganapán. Con la aquiescencia y auxilio del Gobierno solía recoger la chusma de granujas que han infestado siempre á Medellín; y haciéndoles lavar la mugre y cambiar sus fétidos guiñapos por vestidos limpios y holgados, aunque burdos, los despachaba á sus haciendas, con órdenes severas á los mayordomos de hacerlos trabajar, quieras que nó, es decir, por la razón ó la fuerza. ¡Cuántas veces lo vimos personalmente atareado en expulgar de insectos á esos infelices y en curarles las llagas y enfermedades cutáneas, que tanto abundan en la clase desvalida! Así logró salvar de la miseria, y acaso del presidio, á un gran número de pilluelos, zánganos de la colmena social, que, sin hogar, sin familia, ni medios y voluntad de bastarse á sí mismos, viven de la sustancia ajena, como algunos de sus congéneres en los reinos animal y vegetal. ¡Cuántos de aquellos miserables bendicen la memoria de aquel á quien trataban de verdugo cuando niños, y hoy veneran como padre! Si todos los gobiernos y todos los empresarios en una industria cualquiera siguieran ese ejemplo, la sociedad se expulgaría de esos microbios humanos, bandidos de agraz, que con el tiempo dan tanto que hacer á la Justicia. Bien están las casas de beneficencia para la infancia abandonada y sin amparo; pero á los diez años, todo niño sano puede ganar la vida y adquirir hábitos de trabajo, economía y sobriedad en las diversas faenas de la industria, al lado de un empresario que sepa hermanar la severidad con la dulzura, el lucro con la caridad. Pero si una falsa política ó un sentimiento de irracional filantropía permite crecer sin freno alguno á esos ciudadanos, abandonados á sus instintos brutales y buscando la vida á su manera, deja latente con ellos el germen de una guerra social en que los descamisados pueden costar mucha sangre, mucho dinero y mucho llanto. Bien conocía don Gabriel que éste es el gran fantasma de lo porvenir, aquí y en todo el mundo. *** Sigamos ahora á don Gabriel en la propaganda agrícola que hizo luégo por un rumbo nuevo y desconocido hasta 1850. Abrogaba en aquel año la ley que establecía en toda la Nación el monopolio del tabaco, fue don Gabriel quien primero pensó en aclimatar a Antioquia ese ramo de industria, que no carece de importancia. Mientras que otros capitalistas, desconfiando de la bondad de nuestro suelo para la producción de aquella planta, fundaban en Ambalema grandes factorías é improvisaban ganancias exorbitantes, don Gabriel tuvo más confianza en las condiciones productoras del territorio antioqueño, y optó por hacerse aquí mismo empresario de tal industria. Mas, como ella nos era desconocida en absoluto, fuele preciso pedir prácticos á la Escuela-madre, que desde tiempo inmemorial lo era Ambalema. Vinieron los prácticos, y después de un ensayo desgraciado en la hacienda Cancán, se decidió, por insinuación de quien esto escribe, que fuesen ellos á radicarse en las márgenes del Cauca, en terrenos, si no iguales, por lo menos semejantes á los de las Vegas afamadas de Lagunilla y Riorecio. Así se resolvió, y así se hizo. Principióse por descuajar la exuberante selva y desaguar un terreno llano, con la doble mira de hacerlo más salubre y productivo. Ardua y peligrosa era la empresa; pero el anhelo de hacerse rico honradamente, induce al hombre á luchar brazo á brazo con la naturaleza, por más airada que se muestre, y á convenir la timidez en osadía, y en fuerza la flaqueza. La ocasión era seductora por demás. El tabaco se cotizaba en Bremen y Hamburgo á precios fabulosos. Ambalema subía como espuma; el dinero andaba á rodo en la ciudad y en los campos; todo el mundo, hasta los ancianos, las mujeres y los niños, devengaban sueldos y salarios pingües. La misma perspectiva divisaba Antioquia, á juzgar por la brillante acogida que se dio en el extranjero á las primeras muestras de tabaco que de aquí se remitieron. Todo, pues, auguraba buen éxito á los que, como don Gabriel, empleaban su capital y sus esfuerzos en aquel nuevo reto á la fortuna. La empresa adelantó, pues, rápidamente. Don Gabriel destinó á ella los recursos de su casa, y hasta llegó á comprometer su crédito de una manera seria y formal. Vinieron nuevos cosecheros de Ambalema y de Palmira. Se improvisaron edificios apropiados á todas la faenas del ramo, y se daba ocupación cuotidiana á más de 500 obreros. El establecimiento podía parangonarse con los mejores de Ambalema. Una excelente prensa inglesa arrojaba al sol, día por día, de 15 á 20 zurrones de plancha fina, fuera de las clases llamadas primera y carola, que se destinaban para el consumo interior. Desgraciadamente, cuando la empresa se hallaba en su apogeo, y cuando á ejemplo y por insinuación de don Gabriel, muchos otros antioqueños habían entrado de firme en el mismo negocio, empezó á declinar el precio del tabaco en Europa. Yá fuera porque de aquí ó de otras partes se hicieron remesas que no satisfacían por lo mal beneficiado del artículo, yá por la guerra entre el Austria y Prusia, que á la sazón conmovía la Europa y producía una perturbación general en los negocios, yá en fin, porque había principiado á hacerse una vigorosa concurrencia por otros países productores, es la verdad que el nuéstro se resistió profundamente, y empezaron á oscurecerse y estrecharse los claros y abiertos horizontes que tanto le sonreían poco antes. Ello es que no sólo el tabaco antioqueño, sino todo el colombiano, fue decayendo, hasta que al fin ya no cubría ni los gastos de transporte. El fiasco fue completo. Arruinadas muchas casas de Ambalema, del Carmen de Girón y de Palmira, la de don Gabriel no podía quedar ilesa, y en efecto perdió cosa de $50,000. Pero tal fracaso no fue bastante para enfriar su entusiasmo por la nueva industria. En espera de mejores tiempos para la exportación, y con la mira de no perder el valioso montaje de la empresa, determinó que ésta continuase produciendo tabaco para el consumo interior únicamente. Así se hizo, y de esta manera pudo su casa indemnizarse en mucha parte de aquella pérdida, hasta que por arreglos de familia el establecimiento, con todas sus dependencias, pasó á ser propiedad del señor Gabriel Echeverri Villa. La ganadería continuó siendo el ramo principal de especulación en las fincas de don Gabriel. Yá hemos dicho que dicha hacienda de Túnez, mientras estuvo bajo su inmediata dirección, fue la hacienda modelo de Antioquia, por su buena organización y administración, y por la justa celebridad que merecían sus productos. Si hubiéramos tenido buenas vías de comunicación, ¡cuántos otros ramos de la industria agrícola habrían llamado y fijado poderosamente su atención! Permítasenos cerrar este capítulo con la honorífica mención que de don Gabriel hace el doctor Manuel Uribe A. en la página 159 de su excelente libro Geografía General y Compendio histórico del Estado de Antioquia en Colombia. “Don Gabriel Echeverri patriarca respetabilísimo de Antioquia, ha vivido lo bastante para cosechar los frutos de su honrado trabajo, para distribuir á manos llenas una cuantiosa riqueza entre sus hijos, y para recomendar su nombre á la posteridad, como criador de nuevas industrias, como protector de muchos pobres, como agente poderoso de civilización, y como ciudadano ilustre por sus merecimientos civiles”. CAPITULO VI ESPECIALIDADES DE DON GABRIEL SUS ULTIMOS AÑOS Conocidos yá los rasgos más salientes de la vida de este infatigable obrero del progreso, á quien hemos procurado seguir desde su infancia y en las diversas fases de su agitada existencia, réstamos, para dar fin á nuestra obra, decir algo sobre la parte que podemos llamar típica, por comprender sus cualidades peculiares. Aun en su conformación física ofrecía don Gabriel mucho qué admirar al fisiólogo y al artista. Como en otra parte dijimos, era de talla levantada, de formas vigorosas y armónicamente repartidas, de facciones bien delineadas y correctas, de conjunto verdaderamente escultural, que le daba un aire que rayaba en lo marcial de puro severo y varonil. Un francés al contemplarlo habría dicho, desde luégo: voilá un homme solidement bati; y quienquiera que lo mirase atentamente se sentía dominado por cierta impresión vaga de simpatía, de respeto y de confianza. Cutis blanco, limpio y medianamente sonrosado; frente arqueada y con arrugas profundas, que le daba un aspecto reflexivo y austero; ojos melados de mirar intenso y fulminante cuando estaba airado, pero plácido y tranquilo de ordinario; boca, ni grande ni pequeña; labios bien cortados y de buen relieve; pero de barba, escaso y afeitado siempre día por día, especialmente en la edad madura; cabello que, cuando poblaba una cabeza de 25 años, debió ser negro como el azabache, y se tornó mixto á los 60 años, y totalmente plateado á los 80, pero abundante siempre, y siempre cortado con esmero casi al ras de la epidermis. Su andar lento y pausado, como el de quien busca á alguien ó algo, no era así en sus momentos de afán y de impaciencia, por cierto frecuentes: entonces sus movimientos eran rápidos y bruscos, hasta perder su serenidad y compostura habituales. Tal era, especialmente la familia, y en el despacho de los graves y múltiples negocios, propios ó ajenos, que embargaban su atención constantemente. Su palabra concisa, pronta y resonante cuando daba órdenes, solía propasarse á veces hasta un tono altanero y descompuesto; pero el trato familiar, y especialmente en los ratos de vagar y esparcimiento, como queda dicho, su acento era dulce y delicado, comunicativo y comedido. *** Nunca lo sorprendía en el lecho la aurora. A eso de las cuatro ya se le podía ver inclinado sobre ancha jofaina de latón bruñido, haciendo sus abluciones matinales, después de afeitarse con esmero, á la luz de una bujía colocada convenientemente en lo alto de la pared. Siempre consideró indigno que manos extrañas le anduviesen por la cara, teniendo él las suyas sanas y en libertad. Despachado el ramo de higiene personal, y vestido con toda pulcritud (de blanco casi siempre), se iba al comedor y allí encontraba lista su taza de café y leche con buena y abundante parva. Con el último sorbo, y clareando ya el día, se ponía en marcha para la Quebradaarriba, en cuya banda derecha había ido agrupando con paternal solicitud á los miembros más allegados de su familia. Pasaba revista á todos ellos, y cerciorando de su situación , se volvía á su almacén y entraba de lleno en sus quehaceres, sin perder en todo el día un cuarto de hora. Era tal su actitud, que más de una vez le ocurrió comer de pie; y nunca, por nadie ni por nada, permanecía á la mesa un minuto después de haber comido. Sólo en sus últimos años adoptó la costumbre general de alzar de obra antes de comer, y comer más tarde; después daba un corto paseo, ó iba á inspeccionar alguna obra pública en reparación ó construcción. Jamás le llamaron la atención los placeres de la mesa, y acostumbraba no comer hasta saciarse; que eso, decía él, iba en contra de la salud y sus negocios. De licores no hay que hablar; aborrecíalos de veras, excepto alguna copa de vino generoso, especialmente en reunión de amigos. El espectáculo de la embriaguez le producía un sentimiento de repulsión tan profundo, que no podía dominar y menos ocultar. Merced á tan severo y parco régimen, que hacía extensivo á todas sus necesidades físicas, rebosaba en salud, en vigor de alma y lozanía de cuerpo. Por eso sin duda, y por los medios profilácticos que empleaba siempre, ni el Cauca, ni el Magdalena, ni clima alguno, por deletéreo que fuese, pudieron minar su constitución hercúlea. *** En materia de economía seguía rigorosamente las máximas de Franklin, y solía extremarlas hasta el punto de reñir á un dependiente cuando le veía arrojar la cubierta de una carta, en vez de recogerla, como lo hacía el mismo, y juntarlas con esa multitud de hojuelas que andan por ahí volando en todo almacén de notable movimiento. De todo esto formaba paqueticos para escribir esquelas de poca importancia, ó para que los dependientes se ejercitasen en números y en borradores de cuentas. Así, decía, ahorran ustedes al año por lo menos una resma de papel, que bien vale tres ó cuatro duros, y esa suma, con otros recortes de igual clase, pueden bastar para hacer rico á todo hombre cuerdo y avisado que se proponga serlo. Para tener, tener: tal era el canon á que ajustaba ordinariamente su conducta; pero lo rígido y aun lo nimio en la consecución de dinero, no le impedía gastarlo con largueza en el consumo ordinario de su familia, ó en obsequiar á altos personajes, ó complacer y servir á sus amigos, ó en obras de piedad. Entonces abría el bolsillo sin reserva, y aquello era conducirse á cuerpo de rey. Ya que antes hablámos de dependientes, debemos agregar que su almacén fue siempre una excelente escuela práctica en que se formaron, no solamente hombres de negocios, sino ciudadanos distinguidos por su amor al trabajo, por la integridad y rectitud en sus procederes, y por el culto al deber en todas las situaciones de la vida. No hay para qué citar nombres propios; ahí están vivos casi todos esos caballeros para corroborar lo que decimos, y entre ellos no faltará algún ex-Presidente del Estado, hoy opulento y conocido banquero. Es de recordarse también que el Coronel don Gregorio M. Urreta, don Eugenio M. Uribe y don Gabriel fueron los primeros que introdujeron á Medellín el moderno sistema de contabilidad por partida doble. Sus libros llegaron á ser modelos de limpieza, exactitud y corrección. Los periódicos oficiales, así de la Nación como del Estado, coleccionados por anualidades y empastados con esmero, no faltaron jamás en su escritorio. En ellos iba anotado con tinta roja y letra gorda cuanto podía interesarle en materia de aduanas, de tierras baldías, de crédito público nacional ó regional, y de estadística en general. *** Como litigante llegó á ser el timebunt del foro antioqueño. Nadie, ni Gobiernos ni particulares, llegó á medirse con él que no saliese vencido. Y no porque él fuese abogado, sino por su audacia y su porfia, por su estrategia consumada y, sobre todo y ante todo, por su bolsillo bien provisto y bien abierto. Tres cuestiones, entre otras, le granjearon fama de lidiador temible, y fueron: la de la salina de Guaca, la de los terrenos de Cancán y la del camino de Caramanta. De todas hemos hablado atrás someramente, y agregamos ahora que si en todas salió victorioso, fue después de ocurrir á todos los poderes públicos, desde el judicial hasta el político y administrativo, así en la Nación como en la Provincia ó el Estado. Hasta en el recinto del Congreso se hizo oír más de una vez en reivindicación de sus derechos. Sólo así, y tras incidentes numerosos, en muchos años y con crecidos gastos, pudo salvar de las garras fiscales y particulares valiosos intereses. Es que además de las cualidades apuntadas, tenía la de no promover jamás un litigio, cualquiera que fuese su cuantía, sin meditarlo mucho, sin consultarlo mucho, sin prepararse mucho. Eso sí, una vez abierta la campaña, era preferible tener al cuello una bizma de cantáridas que á aquel hombre de enemigo. Poco faltó para que le costase la vida ese tenaz empeño en la defensa de su derecho. Ventilábase entre él y cierto sujeto de muy malas pulgas una cuestión en que la honra de su casa era lo principal y el dinero lo accesorio. Cuando ya su contraparte se vió apurada en el terreno de la ley y la justicia, hubo de apelar al fácil y económico expediente de un golpe de mano, tan bien meditado y ejecutado, como cobarde y aleve. Tendido en medio de la calle, con el cráneo hendido, cubierto de sangre, sin conocimiento y cuasi cadáver, fue don Gabriel hallado entre 7 y 8 de una noche oscura, en el centro mismo de la población. Incontinenti fue conducido á su casa, y, gracias á un esmerado tratamiento recobró la salud y la razón. Por falta de probanzas el crimen quedó impune, y burlada la vindicta pública; pero toda la ciudad de Medellín señalaba con el dedo al agresor, bien segura de estar en posesión de la verdad. La litis continuó su curso, á pesar de tamaña ocurrencia, y en breve fue fallada en definitiva, amparando los intereses de don Gabriel, y dejando bien puesto el honor de su familia, que, como ya dijimos, era el punto cardinal de la cuestión. *** Entre las prendas morales que más realce daban al carácter de don Gabriel, decollaba un altruísmo bien marcado, si es que el moderno vocablo significa olvido de si mismo para pensar en los demás. Preocupábase ciertamente del bien ajeno con la solicitud que puede tener para con sus hijos el padre más tierno y afectuoso. Dondequiera que ocurría un conflicto, una dificultad, una calamidad cualquiera, bien fuera en público ó en familia, allí estaba él entre los primeros; y no para hacer mero acto de presencia, sino para ver de remediar el mal, ora con su dictamen, siempre cuerdo y reflexivo, ora procurando recursos pecuniarios, yá solicitando el concurso de la autoridad ó de hombres buenos, yá, en fin, poniéndose á la obra él mismo, si creís llegado el caso. Al sacerdote y al médico de les llama cuando se trata de medicinar al alma ó el cuerpo. No así á hombres como don Gabriel, que parecen tener el dón de la ubicuidad, y que siempre están rastreando el mal ajeno para tratar de remediarlo. En asocio con los señores Tyrell Moore, Evaristo Zea y Marcelino Restrepo (caballeros de los más útiles y respetables de Medellín) acometió la empresa de transformar el campo yermo y solitario del norte de la ciudad en un barrio hermoso y elegante. Antes de morir, tuvo la satisfacción de ver cumplido en gran parte su deseo. Los árboles con que embelleció la banda derecha del riachuelo de “Santa Elena” están ahí, con sus enhiestos troncos y su follaje espléndido y galano, recordando su nombre á la actual y á las venideras generaciones, al par que sirviéndoles de estímulo y ejemplo, como en efecto han servido, para continuar esa obra importantísima de recreo, salubridad y embellecimiento. Hoy mismo, algunos de sus nietos se ocupan con loable ahínco en plantar un square magnífico (jardín) en la espaciosa y alegre plaza de Bolívar. *** Aunque nadie se lo había enseñado, él sabía perfectamente que el mejor medio de trabajar con el provecho es dividir el tiempo convenientemente, y seguir un método bien ordenado en la ejecución y desempeño de las diversas tareas que absorben la atención de un hombre de negocios. A ese respecto, hasta para comer, acostarse, levantarse y recrearse tenía sus horas señaladas. Todas las noches, después de una hora de recogimiento y de reposo, hacía una especie de memorándum, de los asuntos en que había de ocuparse al día siguiente. Y si en sus ratos de insomnio, en el curso de la noche, recordaba algo de importancia, sacaba de debajo de la almohada un lápiz gordo que teñía de rojo y apuntaba la cosa en el puño de la camisa. En alguno de estos apuntes se leía este renglón peregrino: ¡Ojo! Regañar a Ambrosio. Y el Ambrosio era el indio bogotano, que de mucho tiempo atrás le servía de asistente. Estupendo era el criado, si los hay; aunque, como todos los de su raza, un poco estrecho de mollera, y un si es no es marrullero y respondón. Pero don Gabriel no le pasaba ninguna mala partida sin darle una felpa de esas que suelen oír hasta los sordos. Y ¡cosa rara! el indio no se fruncía, y debía ser por lo mismo, es decir, porque era indio, ó porque la paga iba corriente y no era escasa. No sabemos si don Gabriel había leído á Campoamor; pero de no haberlo leído, lo adivinaba en aquello de que, para ser obedecido y bien servido, no hay como tener en la una mano el pan y en la otra el palo. Buen sistema, en opinión de muchos, y así será cuando hasta los Gobiernos suelen aplicarlo á maravilla. No se entienda por eso que don Gabriel fuera un déspota en el gobierno doméstico, nó; pero sí es la verdad que á todos sus dependientes y subordinados les exigía inexorablemente el cumplimiento estricto de sus deberes. Los subterfugios, melindres y blanduras de la malicia, la ineptitud y la pereza, lo impacientaban en gran manera, y era entonces cuando soltaba algunas de Dios nos guarde. Así era él; pero á nadie le guardaba odio, y si era pronto en exaltarse, pronto era también en serenarse y entrar de lleno en la plenitud de la razón. *** Tenía para su gasto un criterio tan original como seguro. Terminada la guerra de 1840, y siendo Gobernador de la Provincia, recibió un día el memorial de un cuerpo de reclutas acantonados en esta ciudad, en que pedían que, restablecido ya el orden público, se les pusiese en libertad. Apenas lo hubo leído –haga usted venir á esa gente ahora mismo, le dijo al Secretario, para contestar verbálmente a cada uno. Extraña pareció la orden; pero se cumplió luégo al punto. Llegado que hubieron los postulantes á la casa de Gobierno, se les hizo alinear en un espacioso claustro, y en seguida se presentó el señor Gobernador á pasar revista, no de armas, sino de manos. –Presente usted las manos, dijo al primero; y cuando las hubo examinado atentamente, les ordenó salir de filas, agregando: queda usted el libertad. –Veamos las del que sigue. –Aquí las tiene Usía. -¡Malo! ¡malo! ¡malo! queda usted en las filas. –Venga el tercero; ¡malo también, de fijo! -¿Y el otro? ¡Bueno, muy bueno! en libertad. Y examinándolos todos, concluyó por enviar á unos á sus casa y á otros la cuartel. ¿Qué había notado el Magistrado en las manos de esos hombres? Pues nada menos que la huella del trabajo, ó del vicio y la pereza. La mano encallecida era claro indicio de lo primero, y de lo segundo, la delicada y blanda. Por de contado que se trataba de gente salida de la ínfima clase, y en este caso no podía ser más lógico y correcto el procedimiento para llegar á la verdad: esa gente vive, ó del trabajo manual, ó del juego, la rapiña ó el petardo. Obreros ó rufianes, zánganos ó abejas de la colmena social. Uno de los favorecidos arguyó diciendo que era sastre. –Es verdad, dijo el Gobernador, olvidaba que podía hacer esa excepción, pero... no hay tal excepción, lo que me faltó fue examinar dedo por dedo, y hasta entre uno y otro dedo. Muestre usted el meñique de la mano derecha. Es verdad, allí se ve el callo de la hebra. Muestre el intermedio del índice y el pulgar. También es verdad: ahí han dejado alguna protuberancia las tijeras. Por tanto, ¡vaya usted en horabuena! Tal fue el método salomónico que adoptó el magistrado para ponerse en lo cierto: bien se ve en ello su no común sagacidad é inteligencia.• *** En Diciembre de 1878 se dio en la calle una fuerte caída de sus pies, que trajo por consecuencia la fractura del fémur. Este accidente fue para él doblemente funesto; pues lo dejó postrado físicamente por el resto de sus días, y secuestrado forzosamente de la sociedad y los negocios. Situación violenta para un hombre avezado al movimiento, y que tanto gustaba del comercio social, por el placer de recibir ajenas impresiones y comunicar las suyas propias, cuando del cambio pudiera derivarse un bien cualquiera. Su cuerpo empezó á declinar visiblemente, mas no su alma, que en la misma proporción fue ganando en lucidez, energía y fortaleza. Desde el aposento en que vivía sentado en una silla (no poltrona, porque decía que se emperezaba) le parecía verlo todo y dominarlo todo; y en realidad parecía que en todo estaba. Allí se hacía leer la nutrida correspondencia de su casa y daba la clave para contestar á cada cual: allí se informaba de la situación monetaria y financiera del país, del curso del mercado y del movimiento general de los negocios. Jamás faltaba de su lado alguno de sus nietos para leerle los periódicos más en boga, nacionales ó extranjeros. A falta de éstos, solía echar mano de libros serios y de fondo, nunca de novelas: consideraba perdido el tiempo que se gasta en leer futezas que nada enseñan, y que suelen perturbar la mente por la embriaguez de los sentidos, y el anhelo nunca satisfecho de bienes y placeres imposibles. En ocasiones no podía contenerse, y solía interrumpir la lectura con nobilísmos arranques, del tenor siguiente: -¡Pero hombre! ¿Es imposible que este nuestro Gobierno considera que esos brasileños del demonio vengan á engatusar con baratijas á esos infelices (indios del Caquetá y el Putumayo) y se los lleven á su tierra como viles bestias de carga? ¡Nó! no puede ser, y por el próximo correo voy á escribir al Presidente para que vea cómo remedia semejante iniquidad. Otras veces, á la hora de sentarse á la mesa, le ocurría esta salida: • De este pasaje y algunos datos importantes para la redacción de nuestra historia, somos deudores al doctor Nicolás F. Villa, de la privanza íntima de don Gabriel. Reciba por ello este amable caballero la expresión de nuestra gratitud. N. DEL. A. -Sabrán ustedes que anoche me desvelé pensando en cómo, cuándo y por dónde fueron á poblar las Islas del mar del Sur esa multitud de salvajes y de bestias de todo linaje y pelaje que nos habla Darwin en sus viajes de exploración de aquellas regiones. Y si á esas palabritas cómo, cuándo y por dónde agregamos el porqué y para qué, acabaremos de llegar donde íbamos. Yo no sé de qué manera resuelven los sabios esos busilis, si es que los resuelven: lo que á mí me ocurre es que esa flaca razón humana sube y sube hasta que llega á un tope de donde no puede pasar, y entonces no le queda más recurso que agacharse y quedarse quieta y callada, ó divagar en el vacío. La única respuesta que yo he podido darme á ese respecto, es que todas las zonas y latitudes de la tierra deben tener y tienen las producciones que les son peculiares en los tres reinos. Por lo demás... punto en boca. A medida que avanzan en años, más inquieto y escudriñador tornábase su espíritu, y, como el niño, de todo procuraba darse cuenta. Cercano á los noventa años, era bien raro que su razón ni flaqueaba ni se oscurecía, y su memoria tenía momentos tan felices, que, como ya hemos dicho, reproducía al dedillo hasta los más menudos incidentes de su infancia y juventud. Los caprichos y aberraciones seniles no invadieron jamás aquella alma, siempre señora de sí misma. Su código moral podía resumirse en dos renglones: Consérvate y mejórate á ti mismo. No hagas daño á nadie, y sí el bien que puedas. En achaque de creencias religiosas, séanos permitido abstenernos de sondar aquella alma noble y buena, para no incurrir en el yerro común de atribuír á los demás ideas y pensamientos que tal vez nunca tuvieron. ¿Quién, sino Dios, puede penetrar los íntimos arcanos de la conciencia humana? Sinembargo, juzgando á don Gabriel por sus exterioridades, bien pudo colegirse que era creyente fervoroso; pero culto á la Divinidad era tan fácil y sencillo, que más perecía encaminarse á la adoración por excelencia, ó sea á la adoración en espíritu y en verdad. Las prácticas pueriles de fastuosa ostentación le causaban invencible repugnancia. Claro y elocuente testimonio dejó de ello en la orden que dio acerca de su entierro días antes de morir, la cual se hallará en el “Complemento”. *** Los últimos años de don Gabriel fueron lentos y amargos en extremo. Reducido á una quietud casi completa, y sin más sociedad que el círculo de su familia, las horas se le hacían días, los días meses y los meses años. Su digna esposa, doña Francisca Bermúdez, había dejado de existir desde 1876, y sus hijos predilectos, Manuel y José María, habían muerto también cuando apenas acababan de entrar en la sociedad. Tampoco vivían ya sus hermanos, ni sus amigos de infancia y juventud. Encontrado, pues, el vacío por dondequiera, quebrantado el cuerpo y lacerada el alma por mil recuerdos dolorosos, deseaba con ansia el fin de su jornada, como peregrino que nada grato espera ya del mundo. Ese fin llegó; pero sin la suprema angustia y los acerbos dolores que de ordinario preceden al último momento. Uno de sus nietos, que con un criado fiel velaba constantemente cerca de su lecho, ó mejor dicho, de su silla, pues vivía sentado casi siempre, lo vio dormirse blandamente un día al amanecer, y procuró no interrumpirle el sueño. Mas no tardó en convencerse de que aquel no era el sueño de los vivos, y sí el eterno sueño. Eran las cinco de la mañana del día 15 de Febrero de 1886. Poco antes había cumplido con sus deberes de cristiano. En Abril siguiente habría llegado á la respetable edad de noventa años. *** Lejos de nosotros la idea de presentar al señor Echeverri como el protagonista de un drama novelesco, ó como un capitán, un artista, un político, ó un filósofo eminente. Nada de esto; porque nada de esto fue, ni aspiró á serlo. ¿Qué fue entonces? Fue un hombre excepcional por su buen sentido práctico, por su recto criterio y visión clara en asuntos de suyo enmarañados y difíciles, por el vigor y lozanía de su cuerpo y de su alma, por su amor al bien en todas sus manifestaciones, y por el grande impulso que en su larga y fecunda existencia dio al progreso intelectual y material de Antioquia. Yá como simple ciudadano, yá como magistrado, nunca se conformó con el estricto cumplimiento del deber, tal como la ley lo determina, ó como lo entienden y definen las prescripciones sociales. En su extremado celo por el bien común y la salud del pueblo, él no conocía otra norma que los impulsos de su excelente corazón y los dictados de su claro entendimiento. Era una especie de autócrata que en todo intervenía, aunque no fuese llamado y consultado; pero su intrusión era tan desinteresada, tan oportuna, tan razonable y ordinariamente tan provechosa, que todos, hasta los altos dignatarios de la Iglesia y del Estado, lo dejaban hacer, y recibían con especial complacencia sus consejos é indicaciones, que, con razón ó sin ella, solían tenerse como infalibles oráculos. ¡Gloriosa dictadura, aceptada y consentida por todos; porque para todos era afable y benévola, y porque en ella se cifraba siempre un pensamiento elevado, noble y generoso! Eso era el señor Echeverri. Tal fue el hombre cuya historia hemos narrado, procurando guardar los fueros de la verdad y la justicia. En conclusión, bien podríamos definirlo así: Un atleta del trabajo, Un eximio ciudadano, Un gran carácter. COMPLEMENTO República de la Nueva Granada.-Secretaría de lo Interior y Relaciones Exteriores. –Sección 2ª. . – Bogotá, 3 de Junio de 1842. Al Gobernador de la Provincia de Antioquia, señor Gabriel Echeverri. Admítese la reunión hecha por el señor Gabriel Echeverri de la Gobernación de Antioquia, que sirve en propiedad. El celo y actividad con que ha desempeñado este destino, dejan plenamente satisfecho al Poder Ejecutivo. Durante el tiempo que ha estado de Gobernador, ha prestado servicios importantes que lo recomiendan á la estimación general. Dios guarde á usted. MARIANO OSPINA GABRIEL ECHEVERRI Espera que al fin de su existencia, y aun después de ella, sus hijos, yernos y nietos acaten y cumplan lo prevenido aquí, y en consecuencia dispone: 1º. Que cuando espire, su familia tenga el valor suficiente para no presentar á los extraños el espectáculo de ayes y alaridos con que en ocasiones semejantes acostumbran algunos acompañar la eterna partida de sus deudos; 2º. Que no se doble por su muerte, ni se fijen carteles en las esquinas, ni se hagan otras manifestaciones de esa clase, que, en su concepto, son de mera fantasía; 3º. Que su casa no se cierre ni se enlute, porque se cumple un fenómeno enteramente natural; 4º. Que su muere temprano, se lleve al templo su cadáver, y de allí al lugar de su sepultura, sin ruido de campanas y sin más concurrentes que los miembros de su familia; 5º. Que si el suceso ocurriere en hora impropia para celebrar sus funerales, se le coloque en la sala de su casa, en donde no habrá más que un Crucifijo y una lámpara; 6º. Que en el templo no haya más ceremonias que las acostumbradas en los casos comunes con las personas humildes de la sociedad; 7º. Que bajo ningún pretexto se celebren honras fúnebres (cabo de año) en memoria suya, y 8º. Que su familia no vista luto por él. Medellín, Abril 1º. de 1882.• DECRETO No. 122 (DE 15 DE FEBRERO DE 1886) por el cual se honra la memoria del señor Gabriel Echeverri. El Jefe Civil y Militar del Estado de Antioquia, CONSIDERANDO: 1º. Que el señor Gabriel Echeverri falleció en esta ciudad el día de hoy; 2º. Que el señor Echeverri desempeñó en varias ocasiones destinos públicos de importancia, como el de Gobernador de la Provincia de Antioquia, Jefe político del antiguo cantón de Medellín, etc. etc. 3º. Que, independientemente de eso, el Estado le es deudor de muchos y valiosísimos servicios prestados en el fomento y desarrollo de la industria, y en la dirección gratúita de varias obras de interés general; • Estas disposiciones fueron literalmente cumplidas. 4º. Que uno de los deberes del Gobierno consiste en honrar públicamente á los hombres que se han distinguido por su honradez é inteligencia, DECRETA: Art. 1º. El Gobierno, en nombre del Estado de Antioquia, lamenta sinceramente la muerte del señor Gabriel Echeverri, honra en su memoria la de un hombre que prestó al país muy importantes servicios y presenta su laboriosidad, su actividad, su honradez y decisión por la buena marcha de los intereses públicos, como ejemplo digno de ser imitado. Art. 2º. Copia auténtica de este Decreto se pasará á la familia del señor Echeverri por conducto de uno de sus miembros más allegados, y con quien haya vivido en sus últimos años. Dado en Medellín, á 15 de Febrero de 1886. MARCELIANO VÉLEZ El Secretario de Gobierno y Guerra, ABRAHAM MORENO. El señor Juan de S. Martínez, en su calidad de Presidente de la Corporación Municipal de Medellín, y con motivo de la gran solemnidad con que fue celebrado en esta ciudad el 20 DE JULIO DE 1882, pronunció ente una brillante y respetable concurrencia un sentido y bien elaborado discurso, cuya primera parte dice así: “Señores: “Esta respetable Corporación, que me ha honrado haciéndome su Presidente, dictó un Acuerdo en que dispone que todos los años se tenga en esta misma fecha una sesión solemne para rendir así un homenaje de respeto y veneración á la memoria de los hombres ilustres que proclamaron nuestra independencia y conquistaron nuestra soberanía nacional; y es hoy cuando empieza á tener cumplimiento su mandato, inaugurando con esta fiesta el modesto salón en que nos hallamos, que se ha hecho preparar para las reuniones ordinarias de esta honorable Corporación. En él se han colocado los retratos de varios de los hijos de esta hermosa ciudad que se han distinguido por sus virtudes y servicios á la Patria, y especialmente al Distrito, y aquí vendrán á ser colocados más tarde los de otros que aun viven, y entre ellos, seáme permitido mencionar á nuestros venerables compatriotas, señores VÍCTOR GÓMEZ Y GABRIEL ECHEVERRI E., que han gastado su larga existencia, el primero en la obra benéfica de enseñar educando é instruyendo á los niños con una constancia y abnegación imponderables, y el segundo propendiendo á toda mejora de orden, de salubridad, de seguridad y ornato de esta población, que tánto debe á su espíritu público, nunca desmentido. En los últimos días de su útil existencia, estos dos hombres respetables, ancianos yá, mantienen, sin embargo, su perseverante esfuerzo por el bien y prosperidad de esta localidad, y yo aprovecho la ocasión para tributarles, á nombre de ella, el homenaje de gratitud á sus merecimientos”.